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A pesar de su menos que perfecto equilibrio, Ashdowne obtuvo fácil entrada. Con su sigilo natural, atravesó las altas ventanas y entró en la habitación. Era pequeña y no la compartía con sus hermanas, algo que se había tomado la molestia de averiguar antes de esa noche. Durante largo rato se quedó quieto, mirando cómo dormía bañada por la luz de la luna, con los bucles dorados extendidos por la almohada.
Cuando ella despertó, vio un destello de alarma en sus hermosas facciones antes de que se sentara y se cubriera el pecho con una manta.
– ¿Cómo entraste aquí? -demandó con un suspiro.
– Oh, los criminales depravados tenemos nuestros recursos -musitó desde las sombras. De pronto el asombro que lo había embargado al contemplarla se convirtió en otra cosa. Tenía el pelo revuelto, las mejillas sonrosadas y pudo imaginar el calor de su piel. Avanzó un paso.
– ¡No te acerques más! -advirtió ella, alzando una mano mientras con la otra aferraba la manta.
Fue poca protección, porque él pudo ver el corpiño de encaje de su camisón y su deseo se convirtió en algo vivo, intenso e ineludible.
– Puedo cambiar -susurró, dirigiéndose al costado de la cama.
– ¿Qué? -inquirió aturdida.
– He cambiado, Georgiana, pero puedo cambiar más -se sentó a su lado y el delicado aroma de su fragancia casi fue su perdición. Mientras aún podía pensar, se inclinó sobre ella y atrapó su delicioso cuerpo entre los brazos-. Y para demostrártelo, voy a devolver el collar -murmuró.
– ¡No! -exclamó ella-. Quiero decir, sí, devuélvelo. Es una idea maravillosa, pero no te acerques más a mí porque entonces no podré pensar.
– Bien -repuso él-. Quiero que dejes de pensar y que empieces a sentir. Esta noche quiero a Georgiana, la romántica incurable, no a la investigadora obstinada. Dame otra oportunidad, Georgiana. Por favor -la súplica apenas fue un susurro, y cualquiera que fuera la respuesta que ella le iba a dar se perdió cuando tomó la boca con la suya.
Sabía a sueño, dulce y celestial, y Ashdowne profundizó el beso, apoderándose de todo lo que ella le entregó. Desesperado, ansioso de más, apenas se reconocía, pero no importaba. Nada importó al sentir el contacto tentativo de su lengua, inocente pero abierta, osada al enroscarse con la suya.
Ella alzó los brazos para envolverlo y Ashdowne se tumbó a su lado, reacio a detenerse incluso para quitarse las botas. Era consciente de que en cualquier instante Georgiana podía recuperar la cordura, pero mientras tanto gozaría de su pasión. Esta se elevó como una marea y cuando ella se arqueó para pegarse a él, Ashdowne apartó la manta que se interponía entre ellos.
El corpiño de encaje acariciaba la piel cremosa de Georgiana a lo largo de sus curvas abundantes, y a través de la fina tela pudo ver el contorno oscuro de sus pezones. Ashdowne sintió que la sangre le subía a la cabeza para luego bajar en una espiral enorme y torrencial. Recordó el episodio de los baños y apretó los dientes.
La amaba, y por una vez no iba a ser egoísta.
Jamás sabría de dónde había sacado las fuerzas, pero durante largo rato simplemente la miró; luego le acarició el cuerpo hermoso hasta dejarla sin aliento y jadeante. Y al final le quitó el camisón y comenzó otra vez, descubriendo su cuerpo como haría con una cerradura, cuyos secretos debía averiguar despacio y con cuidado.
Pero Georgiana no se contentaba con quedarse quieta y tiró de su chaqueta hasta que se la quitó, junto con el chaleco y la camisa. Ashdowne se sentó en el borde de la cama y se desprendió de las botas, solo para descubrir que la tenía pegada a su espalda, con sus generosos pechos contra su piel; echó la cabeza atrás con un gemido. Al parecer animada por ese sonido, se frotó contra Ashdowne y emitió leves ronroneos mientras le besaba la nuca y le mordisqueaba los hombros.
Con la erección dolorosamente tensa contra sus pantalones, se volvió y la tiró sobre la cama. Verla allí echada, con las piernas abiertas para revelar una tentadora mata de vello dorado, casi fue demasiado para él. Titubeó un momento antes de acercarse al pie más próximo y comenzar a lamerle los dedos.
Cuando alcanzó la delicada piel de la parte interior del muslo, ella gemía; sonrió en el momento de besar el calor húmedo, probando su dulzura y regodeándose en su esencia. Ella no protestó, sino que abrió su mente y sus piernas a esa única exploración hasta que en su entusiasmo tiró de su pelo.
Cuando se contoneó y manifestó su placer, Ashdowne le apartó con delicadeza los dedos de su pelo y contempló a la mujer agitada que tenía ante él, la imagen viva de la felicidad satisfecha. Supo que sería fácil terminar lo que había empezado, entregarse a su propia necesidad de liberación vertiendo su simiente en el interior de Georgiana.
Tomando su virginidad, puede que incluso embarazándola, la vincularía a él… la tentación fue tan grande que experimentó un temblor. Pero ese tipo de conducta sería descuidada y egoísta, el camino fácil, y sus escrúpulos en fase de desarrollo le indicaron que estaría mal. Además, deseaba más. La quería toda, no la pasión que podía despertar en su cuerpo, sino también su mente inteligente y su corazón romántico. Quería amarla, por lo que respiró hondo y se levantó de la cama.
La erección le dolía tanto que al inclinarse para ponerse las botas contuvo un gemido. Llevaba demasiado tiempo en su vida monacal de marqués. Siempre le habían gustado las cosas hermosas, incluidas las mujeres, y aunque había elegido a sus amantes con ojo selectivo, ya no era capaz de recordar sus caras. En ese momento solo un rostro aparecía en su mente, un cuerpo que le incitaba con el recuerdo de una piel pálida y curvas suaves. Hizo una mueca y la excitación que sentía dificultó que se vistiera. Se inclinó sobre Georgina y besó su frente húmeda en despedida.
Los escrúpulos eran mucho más dolorosos de lo que había imaginado.
Georgiana se encontraba en el Pump Room, sin saber qué creer. Después de la aparición de Ashdowne en su dormitorio la noche anterior, había estado preparada para perdonarle cualquier cosa, pero un amanecer inquieto le había hecho recuperar la cordura y había empezado a dudar. ¿Era realmente capaz de cambiar o solo intentaba hacer que no pensara en su culpabilidad y traición? Peor aún, ¿había intentado conquistarla por motivos más oscuros?
Soltó un profundo suspiro y pensó que no era justo que alguien que dedicaba su vida a la investigación y a desenmascarar delitos se enamorara de un criminal, pero, ¿no había anhelado muchas veces tener a un oponente de su altura?
Perdida en sus emociones, no notó que una mujer vestida con elegancia se aproximaba hasta que oyó que una voz femenina carraspeaba. Se volvió y parpadeó al ver a la marquesa de Ashdowne.
– ¡Milady! -exclamó con sorpresa.
– Por favor, llámeme Anne -dijo la cuñada de Ashdowne al estrecharle la mano-. He oído hablar tanto de usted que creo que somos amigas.
– ¿Ha oído hablar de mí? -volvió a parpadear.
– Oh, sí, desde luego -la boca delicada de Anne se curvó en una hermosa sonrisa-. Según Johnathon, es usted la mujer más inteligente, hermosa y valerosa que ha conocido.
Georgiana se quedó boquiabierta. Podía imaginar a Ashdowne manifestar imprecaciones contra ella, pero, ¿alabar sus virtudes? ¿Y ante esa encarnación de feminidad?
Anne suspiró y continuó:
– He de reconocer que al principio me mostré un poco envidiosa, ya que me temo que carezco de todos esos atributos. Pero oír hablar sobre usted me ha hecho que jure ser más valerosa.
¿La mujer responsable de su ataque de celos se esforzaba en parecerse a ella?
– Sí, sé que es presuntuoso de mi parte -prosiguió Anne, sin duda malinterpretando su reacción-, pero siento como si me hubiera concedido fuerzas -se acercó-. Verá, he venido a Bath en una misión. Sin embargo, Johnathon me intimida tanto que he fracasado. Oh, a menudo he intentado contarle mi noticia, pero cada vez que creo que voy a tener éxito, se me encoge el corazón -se llevó una mano a la garganta.
– Estoy convencida de que Ashdowne jamás la reprendería -dijo.
– Oh, no lo hace, pero pone esa expresión, como si no pudiera soportar la idea de verme -confió Anne.
– No, estoy segura de que no es verdad -protestó Georgiana.
– Oh, es usted demasiado amable, como sabía que lo sería. ¿puedo ser tan osada como para sincerarme con usted? -Georgiana asintió y Anne se acercó más todavía-. Verá, he llegado a conocer a un caballero -un suave rubor le tiñó las mejillas y bajó la vista-. Lo conocí durante mi aciaga visita a Londres, lo único bueno que salió de ese horrible viaje, se lo aseguro. Pero es maravillosos, ¡y me ha pedido que me case con él!
¡Qué tonta había sido de sentir celos! Sonrió con auténtico placer y apretó la mano enguantada de Anne.
– ¡Es una noticia maravillosa!
– Sí -convino la marquesa, sonrojándose otra vez-. No obstante, como ahora Johnathon es el cabeza de familia, considero que debo conseguir su permiso, y me temo que no lo apruebe, ya que el caballero en cuestión no es de rango similar.
Georgiana sintió un recelo momentáneo. ¿Es que Anne se había enamorado de alguien inapropiado, como le había sucedido a ella?
– Oh, es de nacimiento noble y está entregado a mí -manifestó, notando su preocupación-, pero mi querido William, Dios bendiga su alma, jamás lo habría aprobado, pues el señor Dawson se dedica al comercio. Al ser uno de los muchos hijos menores del vizconde de Salsbury, carecía de título y de esperanzas de alcanzarlo, por lo que se metió en la especulación y amasó una fortuna en la producción de herramientas agrícolas. La nobleza no diría que es lo más adecuado, pero se trata de un hombre amable y gentil y yo… yo… -calló con un nuevo rubor.
Georgiana alzó la vista y vio que Ashdowne se acercaba; sintió que ella también se sonrojaba, ya que no habían vuelto a hablar desde que le hizo esas cosas extraordinarias en la cama. Estaba convencida de que él se había marchado insatisfecho, algo que ayudó a que diera vueltas durante la noche, aunque no era algo que pudiera tratar en ese instante.
Con sombría determinación, se adelantó para interceptarlo.
– ¿No es maravilloso? -le sonrió-. ¡Anne va a casarse!
Ashdowne, que ya estaba sombrado por el saludo de Georgiana, dirigió la mirada a su cuñada, quien de inmediato bajó la vista a sus pies, como si temiera hablar.
– El señor Dawson es el hijo menor del vizconde de Salsbury -explicó-. ¡Y muy rico! -al oír eso Anne levantó la vista, sin duda con la sensibilidad ofendida por una exposición tan directa, pero Georgiana continuó sin rodeos-: Por supuesto, tú aprobaras entregarle a Anne, ¿verdad? -preguntó, pellizcándolo a través de la manga de la chaqueta.
– ¿Qué? ¡Oh, sí, desde luego! -convino él. Parecía receloso, cansado y desdichado.
Georgiana se preguntó si ese hombre al que había considerado impermeable a todo se sentía dolido. ¿Por ella?
– ¿Quieres decir que nos darás tu bendición? -preguntó Anne con expresión dulce y esperanzada.
– Claro que sí -respondió Ashdowne-. No pongo ninguna objeción a la unión.
Durante un momento Anne guardó silencio, luego se mordió el labio nerviosa.
– Se dedica al comercio -expuso sin ambages, de un modo que Georgiana solo pudo admirar.
– Estoy segura de que a Ashdowne no le importa, siendo él mismo hijo menor y teniéndose que ganar la vida… de la mejor manera que ha podido -intervino Georgiana-. A menos, desde luego, que a usted le moleste -añadió, mirando a Anne.
– No -repuso-. Verá, estoy muy orgullosa de él.
La suave pero firme afirmación de una mujer que reconocía su propia timidez sorprendió a Georgiana, como si Anne, de algún modo fuera más valerosa que ella. No solo creía en el hombre al que amaba, sino que lo defendía. De pronto los sentimientos que le inspiraba Ashdowne la invadieron, mezclándose con el testimonio de Anne.
Quizá había sido una remilgada santurrona al emitir un juicio sobre los actos de Ashdowne, cuando en lo más hondo de su ser sentía una renuente admiración por su inteligencia, habilidad e intrepidez. Se recordó que pocos hombres habrían logrado semejantes proezas.
– Y va a pagar mi deuda -murmuró Anne, sacando a Georgiana de sus pensamientos.
– En serio, Anne, no hay necesidad de… -comenzó él.
– No. La pérdida se debió a mi propia necedad, y no te haré responsable de ella. El querido señor Dawson dice que es lo menos que puede hacer, ya que mi visita a Londres me introdujo en su vida.
– Muy bien -Ashdowne miró a Georgiana de reojo.
Ella sospechó que quería hablar en privado. ¿Habría devuelto ya el collar? Si no, podría hacerlo sin siquiera perder el dinero.
– ¡Georgi! -la voz atronadora de su padre provocó que Georgiana hiciera una mueca-. ¡Lord Ashdowne! O le hemos visto desde el regreso de Georgie. Pensé que nos había abandonado -le guiñó un ojo de un modo que encendió en su hija el deseo de huir.
Por desgracia no había escapatoria, ya que detrás de él estaba su madre, seguida de sus hermanas, mientras Anne aguardaba que la presentaran.
Georgiana se preguntaba cómo podría empeorar la mañana cuando vio a Jeffries avanzar hacia ellos con expresión sombría. “¿Y ahora qué?”, se preguntó, mirando fijamente a Ashdowne. Sus ojos azules emitieron una advertencia antes de adoptar una expresión de noble indiferente y ecuánime. Por su bien, ella intentó mantener la calma. Sin embargo, sabía que él no era consciente de que le había dado su nombre como sospechoso al detective de Bow Street, y probablemente ese no era buen momento para revelárselo.
– Milord, señorita Bellewether, señoras -saludó Jeffries con una inclinación de cabeza, aunque con gesto demasiado lóbrego.
Ashdowne podía ser un delincuente, pero jamás iría ala horca. Jamás. Aunque el dolor de sus mentiras persistía, la explicación que le había dado el día anterior la había afectado, y por la noche… su cuerpo aún hormigueaba con el recuerdo de su contacto, de unas caricias que, incluso en su inocencia, percibía que habían sido algo más que una estratagema.
Él tenía razón; el pasado se había terminado, era hora de mirar al futuro. Y en ese momento Georgiana supo que sin importar lo que hubiera hecho, todavía lo amaba, y cada experiencia que lo había convertido en el hombre que era en ese momento contribuía a dicho amor.
– ¿Podría mantener unas palabras con usted en privado, milord? -le preguntó Jeffries a Ashdowne con tono ominoso.
– Como puede ver, en este momento estoy ocupado -replicó el marqués.
– Me temo que no puede esperar, milord -insistió el detective.
– Bien, entonces, diga lo que desee -indicó Ashdowne-. Estoy seguro de que no tengo secretos para mis acompañantes, en particular la adorable señorita Bellewether.
– Muy bien -Jeffries pareció infeliz-. Se han planteado algunas cuestiones, milord. Y, bueno, parece que debo preguntarle dónde estaba exactamente durante el robo.
Georgiana se mostró sorprendida. ¿Por qué el detective de Bow Street centraba de repente su atención en Ashdowne, cuando en el pasado lo había descartado? Las personas que los rodeaban se quedaron boquiabiertas y Georgiana miró horrorizada a Ashdowne, pero él no mostró alarma alguna, solo una dosis de diversión arrogante.
– De verdad, Jeffries, ¿es que no tiene nada mejor que hacer con su tiempo? -enarcó una ceja.
– Le pido disculpas, milord, pero se me ha hecho ver que usted fue uno de los pocos caballeros que asistió a la fiesta cuyo paradero no puedo justificar. De modo que si es tan amable de informarme de ello, me marcharé.
– Bien, si es necesario que lo sepa, me encontraba en el jardín disfrutando del aire nocturno -indicó Ashdowne con displicencia.
La expresión de Jeffries se endureció.
– ¿Hay alguien que pueda verificarlo, milord?
– Sí, desde luego -Ashdowne esbozó una leve sonrisa.
– ¿Y de quien se trata?
El marqués miró al detective con expresión ofendida.
– No puede esperar que se lo diga, Jeffries, pues de por medio hay una dama, y me considero un caballero, a pesar de nuestra visita al jardín.
Georgiana fue consciente de la risotada de su padre, seguida de las risitas nerviosas de sus hermanas, mientras a su lado Anne estaba con los ojos muy abiertos, pálida y perpleja. Era evidente que Ashdowne tenía la esperanza de olvidar la insinuación del detective de Bow Street, pero Jeffries no iba a ceder con tanta facilidad.
Y antes de que hubiera formado la idea en su mente, intervino:
– Todo esto es realmente innecesario, señor Jeffries -aseveró. Él la miró con expresión cansada que indicaba que no expusiera sus teorías, y por eso Georgiana no lo hizo. Respiró hondo y alzó el mentón-. Era yo quien estaba con su excelencia en el jardín. Puedo justificar su paradero durante ese tiempo en cuestión, ya que se hallaba conmigo.
Todos los ojos se clavaron en ella, y Georgiana oyó el jadeo horrorizado de su madre cuando la pobre se desmayó en brazos de su padre. Sus hermanas rieron entre dientes. Anne se puso blanca y Jeffries pareció solo un poco apaciguado. Sin duda se preguntaba por qué lo había mencionado como sospechoso.
“Bueno, que se lo pregunte”, pensó, ya que nadie podía cuestionar su afirmación, salvo Ashdowne, y él… lo miró temerosa por un momento de que pudiera hacerlo, pero al encontrarse con sus ojos todos los temores la abandonaron. La observaba con asombro, y algo más que inflamó el corazón de Georgiana.
– No le considero un caballero por haber obligado a hablar a mi novia, pero espero que haya quedado satisfecho -dijo Ashdowne.
– Sí, desde luego, milord -musitó el investigador-. Mis disculpas, y felicidades -añadió con una sonrisa.
– Gracias. Bueno, veo que mi secreto ya no está a salvo -contempló a Georgiana con ternura. Le tomó la mano enguantada y luego giró la vista hacia sus padres. La angustiada madre de ella, abanicada por sus hijas, aún era sostenida por un desconcertado padre-. Me temo que la situación nos ha obligado a revelar nuestros planes antes de lo que queríamos, y me disculpo por no haber hablado con usted de la cuestión, señor Bellewether, pero aceptaré sus mejores deseos para mi inminente boda -levantó la mano de Georgiana y dio media vuelta, alzando la voz por encima de los murmullos de la multitud-. La señorita Bellewether y yo nos vamos a casar.
Su madre, que acababa de ser revivida por Eustacia y Araminta, volvió a desmayarse, mientras sus hermanas quedaban boquiabiertas y Anne sonreía con expresión beatífica. Por su parte, Georgiana, muda por el anuncio, miró con gesto estúpido mientras recibía congratulaciones de la gente que la rodeaba.