38782.fb2 Ladr?n Y Caballero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

Ladr?n Y Caballero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

Diecisiete

Entre el torbellino de buenos deseos, Georgiana permaneció aturdida. Su primera reacción a la asombrosa declaración de Ashdowne había sido la sorpresa, seguida de inmediato por una euforia tan intensa que pensó que las rodillas le iban a ceder, por lo que agradeció el apoyo de su brazo.

Pero a medida que recuperaba el raciocinio, se dio cuenta de que la súbita proposición había sido forzada, no por un intenso afecto hacia ella, sino como un medio para salvar su reputación. Georgiana lo había exonerado, y un agradecido Ashdowne había buscado remediar el daño que para sí misma había provocado con su acto.

Pero su intención no había sido que le pagara el favor. Lo había hecho por amor a él, y debido a dicho amor anhelaba su felicidad, no un matrimonio de sacrificio con la hija de un terrateniente de provincias. Intentó concentrarse en los hechos. Por desgracia, el más llamativo era que no sería una marquesa adecuada.

Y así, a pesar de que deseaba casarse con Ashdowne más que nada en el mundo, se juró que solo aceptaría si la amaba. Si no, a finales de verano aduciría que se habían peleado y regresaría con su familia a su casa de campo, dejando detrás de ella todos los recuerdos de Bath. Aunque la idea la desgarraba, sabía que era lo correcto.

Debía hablar con Ashdowne en privado.

Pero transcurrió una hora hasta que pudieron llegar a las puertas. Allí Georgiana tiró de la manga de él, decidida a escapar de su familia y de todo el mundo.

Aunque la habilidad de Ashdowne les garantizó la huída, una vez fuera Georgiana siguió caminando hasta un lugar aislado bajo un gran roble. Entonces se volvió hacia él y expresó sus pensamientos sin preámbulo.

– No tienes que casarte conmigo -indicó.

– Ah, pero te equivocas, mi inteligente investigadora -ella lo miró sorprendida-. Has descubierto los sórdidos planes de lord Whalsey, los peculiares actos del señor Hawkins y la identidad de El Gato… logros muy importantes, debo reconocer. Pero en ningún momento has sido capaz de ver una verdad importante -se acercó-. Quiero que seas mi esposa, Georgiana. Lo quise antes de tu altruista acto. Llevo un tiempo intentando sacar el tema del matrimonio, pero siempre parece que algo me interrumpe.

– Pero la otra noche en mi dormitorio no dijiste nada -protestó ella, ruborizándose ante el recuerdo.

– No, porque había cosas más importantes que se interponían entre nosotros. Estaba convencido de que me considerabas más allá de la redención -la miró con ojos emocionados-. No fue hasta esta mañana cuando me di cuenta de que quizá me quisieras, a pesar de todo, si no, ¿por qué ibas a mentir para salvar a un ladrón?

– ¿Por qué si no? -susurró.

– Te deseo, Georgiana, tanto que creo que moriré si no puedo tenerte -alzó una mano a su cara y el apartó un bucle de la mejilla-. Y da la casualidad de que también te necesito. Desde que recibí el título me he enfrentado a una vida de monotonía y aburrimiento que nadie, salvo tú, ha sido capaz de aliviar. Y por si lo has olvidado, necesito que me reformen, algo que únicamente una persona de tu talla moral puede intentar -Georgiana sonrió cuando la acarició con el pulgar, desterrando casi todas las reservas que había albergado sobre casarse con un marqués y un ladrón. Y con las siguientes, las erradicó todas-. Y lo más importante de todo, te amo. Amo tu belleza y tu inteligencia, ese lado lógico que a veces coexiste con tu vena romántica y el sentido de aventura que aportas a todo lo que haces. Sencillamente debo tenerte a mi lado para el resto de mi vida. Prometo esforzarme al máximo para evitar las actividades delictivas, protegerte en todas tus empresas descabelladas y… -bajó la voz-… satisfacerte lo mejor que sea capaz.

Georgiana se sonrojó al imaginar cómo ese hombre de muchos talentos planeaba mantenerla satisfecha y deseó estar solos de verdad y no bajo un árbol en una calle.

– ¿Qué contestas, Georgiana? ¿Querrás arriesgarte conmigo?

– ¡OH, Ashdowne! -sin hacer caso de dónde estaban, le rodeó el cuello con los brazos y enterró la cara en su ancho pecho-. Te amo.

– ¿Eso es un sí? -inquirió con voz ronca y baja.

– Sí -murmuró ella, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo. Le sonrió, y la mirada azul de Ashdowne se posó en sus ojos, luego en su boca y después en los pálidos pechos que tenía pegados contra el dorso. Carraspeó.

– Pero, por encima de todo, prometo comprarte un nuevo guardarropa.

– En realidad, eso no es necesario -musitó ella con la piel encendida bajo su escrutinio.

– ¿No te gustaría quitarte esos volantes? -la miró divertido.

– ¡Oh, sí! ¡Desde luego!

– Muchas veces he pensado en vestirte -la tomó del brazo y la alejó del dosel de hojas.

A Georgiana le temblaron los dedos al oír sus palabras y trató de no pensar en su noche de bodas… algo que en parte le debía a un persistente detective de Bow Street. La idea hizo que se detuviera un momento y, con súbita urgencia, apretó el brazo de su acompañante.

– Ashdowne, estaba pensando… -comenzó, sin prestar atención al gemido que emitió él-. ¿No te parece extraño que Jeffries se empeñara tanto en interrogarte esta mañana?

– Sí -repuso con tono serio otra vez.

– Quiero decir que cuando le sugerí por primera vez tu nombre… -él se detuvo de golpe y la miró horrorizado, pero ella descartó su reacción con un gesto displicente de la mano-. Oh, eso fue apenas conocerlo, antes de que te convirtieras en mi ayudante, ¿por qué ese súbito interés en tu persona? ¿Hay alguien en Bath que le sugeriría tu nombre, que de hecho exigiera que te interrogara? -se miraron y sus pensamientos coincidieron al responder al unísono-: Savonierre.

– Es el único con suficiente influencia para obligar a Jeffries a actuar -indicó Ashdowne.

– Y a hacer que se enfrente a un marqués -añadió ella-. ¿Y no sabes por qué le caes tan mal? Debe tener un motivo para acusarte, de lo contrario, ¿por qué un supuesto caballero de la nobleza intentaría enviar a un marqués a la horca por una joya? -cuando Ashdowne no respondió, Georgiana frunció el ceño-. Debe haber algo más que este incidente, ya que está demasiado planeado. Es como si te hubiera tendido una trampa, pero, ¿cómo? A menos… -lo miró atónita-. Sabe quién eres.

– ¡Imposible! Nadie lo sabe -musitó Ashdowne con su habitual arrogancia.

– ¿Y si lo sospecha y busca vengarse de El Gato? -lo miró con expresión acusadora-. ¿Le robaste algo?

– Aunque mis actos hayan podido ser atrevidos en ocasiones, jamás fui tan temerario -comentó con ironía antes de quedar pensativo-. Sin embargo, está aquel collar de diamantes de lady Dogbey…

– ¿Qué tiene que ver con Savonierre? -preguntó Georgiana.

– Según los rumores, Savonierre le regaló el collar como muestra de su… afecto.

– Comprendo. Pero, ¿por qué habría de importarle si la joya había dejado de ser suya?

– Es un hombre muy poderoso y no le gusta que le provoquen… supongo que ni siquiera de forma indirecta. La ironía de todo es que el collar resultó ser falso.

– ¿Falso?

– Sí. Supongo que lady Dogbey no estaba tan entregada a él como a Savonierre le habría gustado. O bien vendió el original o bien se lo regaló a alguien más joven y pobre, una artista con el que se ha vinculado su nombre.

Georgiana experimentó un escalofrío, asombrada de que alguien pudiera jugar de esa manera con Savonierre, ya que podía imaginar el desagrado que eso le produciría.

– Quizá le regaló una falsificación y no quería que se descubriera el engaño -aventuró.

Ashdowne esbozó una sonrisa indulgente.

– Quizá, pero sospecho que lady Dogbey conoce las joyas mejor que un joyero profesional.

– Oh. Entonces le regala un collar de diamantes de buena fe, sin saber que al poco tiempo ella lo sustituye por una falsificación, y cuando El Gato ataca, llevándose ese collar, él se enfada. Es posible que incluso lo considere un insulto personal y jura descubrir la identidad del ladrón para someterlo a castigo -de pronto todo empezó a encajar-. Pero tú te retiraste y él se quedó frustrado, siendo un hombre que no acepta la derrota. De modo que debe buscar un modo de obligarte a actuar una última vez -elevó la voz debido a la excitación-. Sabe que no necesitas el dinero, por lo que ha ideado algo especial para tentarte a regresar al juego. ¿Qué mejor manera de hacerlo que a través de Anne? Está emparentado con lady Culpepper, de forma que no le cuesta conseguir su cooperación.

– No lo sé, Georgiana. Suena demasiado enrevesado para obtener una venganza cuando sencillamente podría delatarme.

– Sí, pero Savonierre es complejo y retorcido -arguyó Georgiana-. Me da la impresión de que no es capaz de hacer nada del modo directo.

– Muy bien -cedió a pesar de sus dudas-. Digamos que tienes razón. ¿Y ahora qué?

– No sé que es lo que hará exactamente a continuación, pero de una cosa estoy segura.

– ¿De qué?

– No lo dejará -tembló ante la idea-. Jamás.

Después de llegar a casa, Georgiana se vio abrumada con preguntas y más felicitaciones de su familia. Por desgracia, su madre ya se había puesto a planificar la boda, un acontecimiento que, en sí mismo, tenía poco interés para ella.

Entonces, cuando llegó la invitación, agradeció la interrupción… hasta que se dio cuenta de quién la había enviado. Al observar la nota sintió un presentimiento negativo. ¿Por qué lady Culpepper iba a organizar una velada improvisada para celebrar su compromiso?

Reconoció la fina mano de Savonierre en el asunto, pero, ¿qué había planeado? ¿Intentaría demostrar que no había estado con Ashdowne durante el robo? Se dijo que no podía. Envió al joven mensajero con su aceptación, ya que no podía rehusar una fiesta en su honor. Tampoco Ashdowne.

Savonierre los tenía atrapados. Ashdowne no podría devolver el collar hasta la noche, y la oportunidad que se le habría podido presentar quedaba estropeada con la presencia de tantos invitados y de su atento enemigo. ¿Y si lo sorprendían en el acto? Anheló desesperadamente hablar con él, pero no había tiempo, ya que tenía que vestirse para la gala.

Durante el trayecto en coche, con el incesante parloteo de sus hermanas, su mente dio vueltas en círculos. Nada la conducía a soluciones sencillas, y al entrar en el lujoso hogar de lady Culpepper lo hizo con un nudo gélido en el estómago.

La sorprendió el recibimiento cálido que le ofreció la anfitriona, al igual que los saludos de los otros invitados. Aunque elevada de desconocida provinciana a futura marquesa, casi todas las atenciones la irritaron.

A la única persona a la que le interesaba ver era a Ashdowne, pero llegó tarde, obligándola a soportar varias bromas sobre su posible marcha atrás. Su madre, que siempre había considerado la compañía del marqués con cautela, fruncía el ceño preocupada hasta que Georgiana le palmeó la mano con afecto.

– Vendrá -musitó con sonrisa de ánimo. Jamás se le había pasado por la cabeza que la dejara en la estacada, y de pronto comprendió que nunca la abandonaría. Sin importar lo que hubiera pasado antes, creía en Ashdowne y estaba orgullosa de él por toda la inteligencia y la habilidad que lo habían convertido en el hombre que era.

Savonierre sugería con ironía que enviaran a alguien a buscarlo cuando Ashdowne se presentó tan elegante e indiferente como siempre. Explicó que al coche se le había averiado una rueda y que se vio obligado a caminar; Georgiana supo que lo encontrarían no muy lejos, con Finn reparándolo… fuera o no necesario.

Se peguntó dónde había estado de verdad, aunque no tuvo oportunidad de hablar con él, ya que se vieron rodeados, soportando una interminable serie de brindis hasta que lady Culpepper anunció con voz imperiosa que la cena estaba servida.

El momento en que el grupo volvió a los salones fue el momento elegido por Savonierre para entrar en acción. Con una copa de champán en la mano, se les acercó con expresión malévola. Georgiana se sintió más alarmada al ver que detrás de él iba el señor Jeffries, con aspecto bastante incómodo.

– Señorita Bellewether, ¿he de suponer que el compromiso pone fin a su investigación? -preguntó Savonierre.

– Desde luego que no -repuso en una patética imitación de su voz habitual.

– ¿De verdad? -insistió con una sonrisa sarcástica-. De algún modo, me cuesta creer eso -murmuró-. ¿Y a usted, Jeffries?

– No lo puedo saber, señor -indicó el detective.

– Bueno, yo estoy de acuerdo con usted -intervino Ashdowne, sorprendiéndola-. Después de todo, la dama va a casarse y ya no va a tener tiempo de semejantes tonterías.

Georgiana se encrespó, aunque sospechaba que había un motivo oculto para sus palabras. Por desgracia, varios caballeros mayores que había cerca coincidieron con él en lo referente al lugar que ocupaba una mujer. Justo cuando ella iba a estallar de indignación, él enarcó una ceja.

– Oh, no estoy en contra de la investigación, sino de esta pequeña cuestión -continuó Ashdowne-. ¿un robo como este en Bath? ¿Delincuentes trepando por las fachadas de los edificios? -bufó con incredulidad, dando a entender que toda la situación le parecía ridícula.

– ¿Y qué es lo que cree que le sucedió a las esmeraldas, Ashdowne? -quiso saber Savonierre.

Él se encogió de hombros, como carente de interés.

– Ya sabe como son las mujeres. Sospecho que ha sido mucho ruido para nada y que la dama olvidó dónde guardó el collar.

– Me temo que tendrá que ofrecer algo mejor, Ashdowne -rió sin humor-, ya que el detective ha inspeccionado la habitación varias veces en busca de alguna pista. ¿No es verdad, Jeffries? -comentó por encima del hombro, y el detective de Bow Street asintió con expresión lóbrega.

– Puede que en busca de pistas de un delito terrible -musitó el marqués con indiferencia-, pero ¿en busca del propio collar? Quizá se enredó en la ropa de la cama o cayó debajo de algún mueble -sugirió.

– Lo habría visto, milord -afirmó Jeffries acercándose.

– Bueno, entonces tal vez lady Culpepper lo dejó en algún cajón en un momento en que tenía prisa. ¿Y si lo guardó en otro joyero? No sugiero mala intención de su parte, desde luego, sino una simple cuestión de distracción. Las damas tienen tantas joyas que ni siquiera sé cómo pueden recordarlas todas.

Jeffries, que parecía un perro al que han tirado un hueso, de inmediato se volvió hacia lady Culpepper.

– ¿Dispone de algún otro sitio donde suele guardar sus joyas, milady? -inquirió.

– Claro que sí, pero… -comenzó para ser cortada por la voz ansiosa de Jeffries.

– Por favor, muéstremelo -pidió.

– ¡Bajo ningún concepto! ¡Esto es indignante! -protestó, mirando al detective con desdén.

– ¿Hay algún motivo por el que se niegue a satisfacer una petición tan razonable? -preguntó Georgiana, ganándose una mirada iracunda de la dama mayor.

– ¡Usted! -exclamó, lista para lanzarse a una diatriba, Pero entonces calló, ya que no podía atacar a Georgiana cuando había celebrado esa reunión para celebrar su compromiso. Sonrió con expresión seca, asintió y se volvió hacia Jeffries-. Usted puede acompañarme, y sea rápido, ya que no tengo intención de perder la velada en mi dormitorio con la casa llena de invitados.

No tuvieron que esperar mucho. Georgiana creyó oír un grito apagado, y luego Jeffries bajó a toda velocidad por las escaleras con el collar en la mano, seguido de lady Culpepper. No parecía en absoluto complacida de haber recuperado su joya favorita. Lucía una expresión sombría y miraba a Savonierre con agitación. Sin prestarle atención, este se acercó para examinar la joya.

Cuando con un murmullo ronco afirmó que eran auténticas, la gente se adelantó ansiosa por echarles un vistazo a las famosas esmeraldas. Georgiana de pronto sintió las piernas temblorosas por la fuerza del alivio que la invadió.

Al apoyarse en él, se dio cuenta de que mientras todos aguardaban su llegada Ashdowne había logrado devolver el collar a otro joyero, lo que significaba que no podían considerarlo culpable de ese robo.

Estaba a salvo; le tomó el brazo y con los dedos apretó los músculos sólidos para convencerse de ello. Pero al mirar a Savonierre, se preguntó si el júbilo que experimentaba no era prematuro, ya que vio que el poderoso noble no había terminado con ellos. Cuando se les acercó, tuvo que obligarse a quedarse en su sitio en vez de retroceder.

– ¿Puedo tener unas palabras con ustedes dos? -preguntó, indicando el salón donde una vez había interrogado a Georgiana.

– Desde luego -aceptó Ashdowne con su cortesía natural.

Ella no se sentía tan tranquila, pero se pegó a su lado mientras Savonierre los conducía a la estancia débilmente iluminada. Una vez sentados, su anfitrión cerró la puerta a su espalda y se dirigió al centro de la habitación, desde donde inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.

– Touché, señorita Bellewether, Ashdowne. En este caso debo reconocer mi derrota -con un gesto de la mano descartó la expresión de desconcierto del marqués-. No. Dejen que me explique. En una ocasión mantuve una relación con una dama de la nobleza, a quien, en señal de mi aprecio, le regalé un collar de diamantes de algún valor. Aunque mi interés en la dama no duró, pueden imaginarse mi irritación cuando la joya que le obsequié fue robada por un famoso ladrón de la época al que los periódicos apodaron El Gato.

Hizo una pausa y mostró su desdén por ese título, aunque Ashdowne no reaccionó.

– En mi indignación, decidí que pondría final a los hurtos de ese sujeto -continuó Savonierre-. He de reconocer que sus actos siempre me habían resultado entretenidos hasta que osó tomar lo que era mío. Tardé varios meses en llegar a la conclusión concerniente a la identidad del ladrón, pero, para mi consternación, había tenido un golpe de buena suerte que frenó sus actividades delictivas. Sin embargo, estaba convencido de que podría sacarlo de su retiro para un último robo -miró a Ashdowne con intensidad-. Verá, yo entendía su deseo de vivir el peligro, el entusiasmo que le provocaba engañar a la nobleza ociosa. Hasta podía admirar su inteligencia, siempre que no se hubiera atrevido a apoderarse de lo que era mío.

– Vamos, señor Savonierre -protestó Georgiana, alarmada por la dirección que tomaba su discurso, pero él la cortó con una sonrisa fría.

– Concédame un minuto más, por favor -pidió, concentrándose otra vez en Ashdowne-. Renuente a olvidar el asunto, comencé a ponerle trampas, pero, para mi frustración, El Gato estaba demasiado ocupado o no tenía interés en morder el señuelo. Con toda la información que poseía, decidí que, dada su situación actual, el ladrón solo aparecería si entraba en su terreno personal, como él había hecho conmigo. Y eso hice -sonrió, provocándole un temblor a Georgiana.

››Pero lo subestimé -afirmó Savonierre con amargura en la voz, aunque sin reflejarlo en el rostro-. Había preparado la escena a la perfección, pero El Gato se cercioró de que alguien me distrajera el tiempo suficiente para lograr apoderarse del cebo, de modo que me fue imposible capturarlo en plena acción, como había sido mi intención. No obstante, estaba seguro de que aún podía desenmascararlo -frunció el ceño-. Por desgracia, el detective de Bow Street que contraté demostró ser incompetente, y aunque tenía muchas esperanzas en su habilidad, señorita Bellewether -la miró-, no tomé en consideración que el ladrón podría emplear su poder de seducción para persuadirla de abandonar sus esfuerzos››.

– Ya es suficiente, Savonierre -dijo Ashdowne, poniéndose de pie con expresión dura-. No sé que quiere dar a entender, pero no permitiré que calumnie a Georgiana.

Esta no supo si en los ojos de Savonierre apareció un destello de sorpresa, pero lo vio inclinar la cabeza en concesión cortés.

– Le pido perdón -Ashdowne frunció el ceño, como reacio a aceptar esa disculpa que sonaba falsa-. Es libre de irse, desde luego, pero sepa que no descansaré hasta qué… -comenzó, para verse cortado por la vehemente exclamación de Ashdowne.

– ¡No! Sepa usted, Savonierre -musitó con tono bajo y amenazador-, que el collar era falso, y si fuera usted, yo no perdería el tiempo en perseguir a un hombre que robó un collar falso a su ex amante. A cambio, podría preguntarse qué hizo ella con el verdadero.

Aunque Savonierre apenas dejó entrever lo que sentía, Georgiana tembló con la fuerza de su reacción. Dio la impresión de llenar la habitación con su energía, como si luchar por mantener su educada actitud fuera demasiado. Y entonces la impresión se desvaneció.

¿Aceptaría las palabras de Ashdowne como un reconocimiento de culpabilidad? ¿Haría que los encerraran a los dos o exigiría una satisfacción? No hizo nada de eso; solo inclinó la cabeza en asentimiento.

– Si usted tiene razón, entonces debería extenderle mis disculpas. Desde luego, seguiré su consejo -con una leve sonrisa, pareció aceptar la derrota en el juego al que se había entregado, dejando a Georgiana y a Ashdowne mirándolo sorprendidos.