38782.fb2 Ladr?n Y Caballero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Ladr?n Y Caballero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Cuatro

Georgiana se hallaba en la acera de enfrente de la residencia de lady Culpepper, tratando de parecer poco conspicua. Resultaba algo difícil, ya que llevaba en su puesto desde que a primera hora de la mañana logró escabullirse de su casa, y empezaba a recibir miradas raras de los criados de las casas lujosas que había en la zona. Sin embargo se negaba a alejarse, ya que era una mujer con una misión.

Tarde o temprano, el detective de Bow Street que había llegado la noche anterior tendría que presentarse en el escenario del crimen, y cuando lo hiciera, su intención era intercambiar algunas palabras con él. Pero los hábitos de lady Culpepper de levantarse tarde parecían demorar demasiado la inevitable entrevista. Hasta ese momento, las únicas personas que habían pasado a la casa eran los criados y un hombre de mediana edad que lo había hecho por la entrada de servicio.

Cuando el mismo individua salió media hora más tarde, Georgiana no le prestó atención… hasta que cruzó la calle y se dirigió directamente hacia ella. Frunció el ceño, reacia a perder el tiempo conversando con un hombre que lo más probable fuera que deseara venderle algo.

– Perdone, señorita -dijo el hombre con educación. Se había detenido delante de ella, obligándola a ladear el cuello para poder ver las puertas de la casa de lady Culpepper-. Parece estar interesada en esa residencia. ¿Le importaría decirme por qué?

Sorprendida por su modo directo, lo estudió con más atención. Aunque la ropa que llevaba era de corte malo, resultaba decente. Contuvo un gemido de impaciencia y trató de mostrarse cortés.

– ¿No se ha enterado? Se ha llamado a un detective de Bow Street para que investigue el hurto de las esmeraldas de lady Culpepper -explicó.

El sujeto pareció desconcertado. Exhibía un semblante cansado, con más arrugas de las que podría justificar su edad.

– Disculpe que se lo pregunte, señorita, pero, ¿eso qué tiene que ver con usted? -preguntó con auténtica curiosidad.

– ¡Lo estoy esperando a él! -exclamó Georgiana, con la esperanza de que el hombre aceptara su tono de voz como una despedida.

Pero no fue así. Para su irritación, el desconocido continuó obstruyendo su campo de visión con su forma más bien robusta y compacta. Inclinó la cabeza en un amago de saludo.

– Winston Jeffries, a su servicio, señorita -vio que ella se movía para intentar mirar por encima de su hombro-. ¿Señorita? ¿Para qué deseaba verme?

– ¿Usted? -parpadeó sorprendida.

– Sí, señorita -asintió con una leve sonrisa-. Soy de Bow Street.

Georgiana respiró hondo al centrar su atención en él. Debía reconocer que experimentaba un poco de decepción, pues Wilson Jeffries no era lo que su mente había imaginado. Había pensado que el experto londinense sería un espécimen joven y viril, a rebosar de músculos necesarios para sojuzgar a su presa y con un leve aire desalmado… de su asociación con todos esos criminales.

Pero ahí estaba ante un hombre de estatura y complexión medias, con hombros redondos que hacían que pareciera desgarbado y cansado, algo que también se reflejaba en sus ojos castaños. Con la ropa arrugada y esa apariencia inofensiva, parecía más un tendero que un investigador profesional.

Tampoco parecía demasiado inteligente, y entonces llegó a la conclusión de que era una suerte que se hubiera encontrado con él, ya que sin duda necesitaría mucho su ayuda. Complacida, le sonrió y se acercó.

– Señor Jeffries, no es lo que usted pueda hacer por mí, sino lo que yo pueda hacer por usted -manifestó. Al ver que la observaba con curiosidad, se explicó con cierta dosis de confianza-: Verá, yo misma soy una especie de investigadora y he estudiado este caso de forma exhaustiva. Estaba presente cuando tuvo lugar.

– ¿Y posee alguna información sobre el robo? -preguntó con escepticismo.

Pero eso no la detuvo. Formaba parte de la naturaleza de los hombres dudar de su capacidad, aunque ese en particular no podría permitirse el lujo de mantener mucho tiempo esa actitud. Bajó la voz en un murmullo.

– Desde luego; ya he estrechado el campo de los sospechosos a tres -aseveró.

– ¿De verdad? -inquirió al tiempo que la analizaba con la mirada.

– ¡Sí! Será un placer comunicarle mis deducciones, ¡incluyendo la identidad del propio ladrón!

– ¿En serio?

Era evidente que se trataba de un hombre de pocas palabras. Georgiana se preguntó su aprovecharía eso en el transcurso de sus interrogatorios o si no terminaría por ser un estorbo. Quizá no solo pudiera auxiliarlo en ese caso, sino darle algunas sugerencias para mejorar su técnica en el futuro.

– Me encantaría dedicarme a una carrera como la suya, pero lamentablemente, soy una víctima de mi género -reconoció ella-. Sin embargo, eso no me impide solucionar todos los misterios que puedo, pequeños en su mayor parte, ¡aunque este de lady Culpepper es un delito con mayúsculas! Será un placer para mí poner a su disposición mi pericia para su pronta resolución.

– Comprendo -indicó Jeffries, aunque no daba la impresión de entenderlo.

“Quizá es lento”, reflexionó Georgiana, dándole el beneficio de la duda.

– ¿Quiere que demos un paseo? -preguntó ella, pues aunque el detective parecía ajeno al entorno en el que se hallaban, Georgiana miraba con ojos cautelosos a todos los transeúntes que por allí pasaban. Jeffries se mostró impasible, pero cuando tiró de la manga de su chaqueta, la siguió-. ¿Ha interrogado a los criados?

– Señorita, yo…

– No importa -hizo un gesto con la mano-. Estoy convencida de la identidad del ladrón.

– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, señorita? -inquirió Jeffries.

– Bueno, como he dicho, he reducido a tres a los probables candidatos -explicó, satisfecha de la oportunidad de exponer sus teorías. Al principio pensé, en Ashdowne…

– ¿Lord Ashdowne? ¿El marqués de Ashdowne? -Jeffries se detuvo para mirarla boquiabierto hasta que ella le obligó a continuar.

– Reconozco que ahora parece bastante menos probable, pero no consigo quitarme la impresión de que trama algo, ya que es el tipo de persona que rara vez frecuenta Bath. ¿Por qué un hombre sano como él afirma necesitar estas aguas? -de inmediato se ruborizó al recordar lo sano que estaba.

– Según mi experiencia, señorita, es prácticamente imposible comprender a la nobleza y sus actos.

Georgiana asintió, aunque su reconocimiento le pareció un triste comentario sobre su pericia, ya que era trabajo suyo descubrir motivaciones y cosas semejantes.

– Sea como fuere, lo he descartado como sospechoso, pues se ha mostrado muy interesado en la investigación. Se ofreció a ayudarme e incluso mientras hablamos vigila la casa del culpable -al menos eso esperaba.

– ¿Sí?

Le pareció captar una sonrisa ladina en la cara del hombre taciturno, pero no le prestó atención, porque no deseaba seguir hablando del marqués. Ya había permanecido despierta largo rato durante la noche pensando en Ashdowne y sus besos.

– También albergué mis sospechas sobre un tal señor Hawkins, de Yorkshire -confesó.

Se sintió complacida al notar el renovado interés del investigador.

– Sí. Busca un nuevo medio de vida en la ciudad y…

– ¿Está acusando a un vicario? -cortó Jeffries sorprendido.

– Bueno, sí -admitió-. En su mayor parte, estoy convencida de que aquellos que eligen una vida religiosa se encuentran por encima del reproche, pero, ay, también tengo la firme convicción de que algunos cometen los mismos pecados que los demás hombres. Y el señor Hawkins no es un vicario corriente -explicó-. He hablado con él en dos ocasiones, y en ambas su manera de expresarse me pareció muy peculiar -se acercó para continuar con tono confidencial-. Guarda un agravio contra los ricos que no puede achacarse a la simple envidia. Y como busca un destino nuevo, imagino que anda necesitado de fondos.

– ¿Está diciendo que un clérigo entró en el dormitorio de lady Culpepper, le robó el collar y descendió por la ventana? -preguntó Jeffries con expresión dudosa.

– ¿Por qué no? -Se irguió en toda su pequeña estatura-. Le digo que tiene algo en contra de los ricos -para su inmensa satisfacción, Jeffries se mostró pensativo.

– Comprendo. ¿Y desde entonces no ha cambiado de idea sobre él?

– Realmente no. Lo que sucede es que he encontrado a alguien más probable -declaró-. La noche del robo, oí a dos hombres tramando algo de forma sospechosa. A uno lo reconocí de inmediato como lord Whalsey, y al otro lo he identificado como un tal señor Cheever.

– ¿Lord Whalsey? -repitió el otro con un gemido-. Discúlpeme, señorita, pero, ¿todos sus sospechosos deben ser nobles o clérigos? ¡No me lo diga! Deje que adivine. Ese sujeto es un maldito duque, ¿verdad?

Georgiana se mostró perturbada, no por el lenguaje de Jeffries, que sin duda era habitual en las calles, sino por su acusación

– Le aseguro que no los elegí por sus títulos. Además, Whalsey solo es un vizconde, y con poco dinero, lo que habría podido impulsarlo a organizar el hurto.

Jeffries movió la cabeza con expresión desdichada.

– Primero acusa a un marqués, luego a un vicario y ahora a un vizconde. Señorita, creo que tiene una imaginación muy viva.

– ¿Acaso sugiere que semejantes personas jamás se aventuran del otro lado de la ley?

– No -respondió.

– ¡Entonces présteme atención! No era mi intención investigar a Whalsey y a su secuaz. Los oí hablar por casualidad -con toda la precisión que pudo recordar, le narró su experiencia detrás de la planta, dejando al margen su calamitoso enredo con Ashdowne, desde luego.

Quedó un poco decepcionada al ver que Jeffries no tomaba notas y decidió sugerírselo más adelante, pero, mientras tanto, estaba decidida a convencerlo de la verdad de sus conclusiones. Por ello le contó la confrontación que tuvo con el vizconde en el Pump Room.

Cuando terminó, casi habían llegado al centro de Bath.

– No tiene buen aspecto, señorita, pero no puedo presentarme ante su excelencia sin más pruebas.

– ¡Al menos podrá interrogarlo! -protestó ella. La habilidad de los hombres de Bow Street en el interrogatorio era legendaria-. ¡Estoy convencida de que confesará en un abrir y cerrar de ojos!

– No lo sé, señorita -volvió a menear la cabeza.

Georgiana se enfureció. Toda su vida se había visto ante escépticos y desdeñosos, pero jamás había esperado que un profesional dudara de ella. ¿Era uno de los mejores! ¡Era uno de sus héroes! ¿Cómo no era capaz de tomarla en serio?

Se encaró con él, dispuesta a exigir que al menos hablara con Whalsey antes de que fuera demasiado tarde. De repente oyó el sonido de su nombre.

– Ah, señorita Bellewether. Veo que ya está ocupada esta mañana.

¡Ashdowne! Jamás pensó que daría la bienvenida a la presencia del marqués, ya que había aceptado su ayuda por necesidad, pero en ese momento… tuvo ganas de arrojarse a sus fuertes brazos. Su rostro debió mostrar la felicidad que sentía, pues lo vio titubear un instante, como desconcertado por su entusiasmo, antes de esbozar una sonrisa.

– ¡Ashdowne! ¡Me alegro de que esté aquí1

– Eso puedo deducir -con expresión irónica se inclinó sobre su mano – ¿A qué puedo atribuir este súbito deleite en mi compañía?

Sin prestar atención al modo en que sus latidos se aceleraron, Georgiana se soltó los dedos y señaló a Jeffries.

– Milord, le presento a Wilson Jeffries, un detective de Bow Street que ha venido a investigar el robo del collar de lady Culpepper.

– Jeffries -Ashdowne saludó al hombre con un gesto de la cabeza-. Pero, ¿qué hay que investigar? Seguro que ya le ha brindado el beneficio de su pericia, ¿no? -le preguntó a ella con una ceja enarcada.

Durante un momento Georgiana no supo si se burlaba de ella, aunque parecía expectante.

– Bueno, sí, lo he hecho, ¡y no me cree! ¿Puede imaginárselo?

Ashdowne se mostró apropiadamente ofendido y ella se sintió consolada.

– ¿De verdad? -se volvió hacia Jeffries.

Georgiana tuvo el placer de ver cómo el detective se encogía ante los ojos del noble. Aunque se había negado a prestarle atención a ella, un marqués era otra historia. Sonrió al ver la incomodidad de Jeffries. Se felicitó por la elección de ayudante, ya que Ashdowne estaba demostrando ser de gran utilidad.

Tras un momento de inquietud bajo la mirada implacable del marqués, Jeffries carraspeó.

– Bueno, supongo que podré mantener una pequeña conversación con lord Whalsey, si usted lo considera aconsejable.

– Absolutamente -repuso Ashdowne con sequedad.

Georgiana se preguntó qué era, si algo, lo que excitaba al marqués, y luego se ruborizó por las conjeturas obtenidas.

– De hecho, insisto -prosiguió Ashdowne-. Vayamos todos a hacerle una visita a la casa en la que se aloja, ya que tengo un hombre vigilándola y aún no ha salido -al hablar, enfiló en esa dirección, indicándole a Georgiana que se uniera a él; con renuente rendición, Jeffries marchó a su lado.

Incapaz de contener su felicidad, Georgiana observó a Ashdowne con expresión de gratitud. Quizá la situación era demasiado para el contenido marqués, pues pareció incómodo antes de esbozar una sonrisa suave. “Demasiado suave”, pensó ella, pero se hallaba tan entusiasmada que no deseó enfrentarse a las recurrentes sospechas que le inspiraba.

Cuando llegaron, Whalsey tomaba un desayuno tardío; sin embargo, el nombre de Ashdowne logró darles acceso a un pequeño salón, donde esperaron apenas unos minutos antes de que Whalsey apareciera. Al parecer estaba ansioso de saludar a un marqués, ya que se adelantó y realizó una reverencia ante Ashdowne. Pero cuando se inclinó ante Georgiana, se irguió de repente con expresión mal disimulada de desdén en sus pálidas facciones.

– ¡Usted! -musitó, retrocediendo un paso, reacción que satisfizo a Georgiana.

– Doy por hecho que ya conoce a la señorita Bellewether -comentó el marqués-. Y este caballero es Wilson Jeffries, detective de Bow Street.

– ¿Qué? -Whalsey se puso aún más pálido.

– Buenos días, lord Whalsey -asintió con gesto respetuoso el investigador-Si me lo permite, me gustaría formularle unas preguntas.

– ¡Desde luego que no! ¿Qué… qué significa todo esto? -preguntó indignado el vizconde.

– Nada por lo que deba agitarse, milord. He venido a Bath para realizar una investigación, y yo… -el bufido de Whalsey silenció a Jeffries.

– Ha estado prestándole atención a ella, ¿verdad? -acusó, señalando con un dedo a Georgiana-. ¿No me dirá que cree los absurdos desvaríos de esta… esta tosca joven? -preguntó con voz chillona-. ¡si es una lunática! ¡Necesita un guardián!

– Ah. Ese soy yo -musitó Ashdowne.

Sorprendida y animada por la exhibición de apoyo del marqués, Georgiana lo miró agradecida, pero las palabras que podría haber dicho se perdieron cuando un criado abrió las puertas.

– ¡Milord, el señor Cheever! -anunció cuando el hombre en cuestión irrumpió en la habitación.

Para deleite de ella, Whalsey emitió un sonido estrangulado y se volvió hacia el recién llegado con una expresión de horror que hizo que Cheever se detuviera en seco. Sospechó que el sujeto habría dado media vuelta y huido si Jeffries no hubiera elegido ese momento para actuar.

– Señor Cheever, únase a nosotros, por favor, ya que me gustaría hacerle unas preguntas.

– Este hombre es un detective de Bow Street -le explicó Whalsey a Cheever con una inflexión en la voz que a nadie se le pasó por alto.

Georgiana le sonrió a Ashdowne con expresión triunfal.

– Por favor, siéntese -le dijo Jeffries. Su voz, aunque cordial, mostraba una insistencia que ella admiró.

– ¡Esto es indignante! -Declaró Whalsey con énfasis, sin compartir el entusiasmo de Georgiana-. Entra en mi casa, me hostiga y ahora molesta a mis invitados. Bueno, yo… ¡no lo toleraré! ¡Señor, usted puede marcharse de inmediato! -cuando Cheever se movió hacia la puerta, Whalsey le lanzó una mirada exasperada-. ¡Usted no! ¡Usted! -aclaró, señalando a Jeffries-. ¡Hostigar a sus superiores! ¡Haré que le degraden!

En su mérito, hubo que reconocer que Jeffries no se amilanó, y al rato Cheever se sentó en una silla tapizada con una tela descolorida de damasco, desde donde lanzó miradas ansiosas a una pequeña mesa dorada. El único objeto sobre la superficie gastada era una sencilla caja de madera que a duras penas hacía juego con la elegancia más bien destartalada del salón; Georgiana contuvo el aliento al darse cuenta de ello.

Mientras Whalsey continuaba poniendo objeciones a la presencia de los visitantes, ella se levantó y con indiferencia se dirigió hacia la mesa que tanto fascinaba a Cheever. De inmediato el otro la recompensó con un grito de horror, lo cual alertó a su socio. Con rostro acalorado, Whalsey se quedó boquiabierto.

– ¡Usted1 ¡Apártese de ahí, miserable mujer! -exclamó.

Georgiana no le hizo caso y, excitada, se acercó aún más. De pronto el triunfo pareció al alcance de su mano, ya que la importancia de la caja solo podía significar una cosa. Los confiados ladrones habían escondido el collar a plena vista. Con gesto ampuloso, señaló la caja.

– Señor Jeffries, ¡creo que encontrará el artículo robado aquí! -indicó en su mejor hora.

Y entonces estalló el caos.

Cheever se levantó de un salto, con los puños a los costados, pero Ashdowne también se incorporó con velocidad, una figura formidable entre hombres más bajos. Whalsey extrajo un pañuelo y comenzó a abanicarse mientras caía sobre un sofá próximo y gemía angustiado. Jeffries avanzó hacia ella.

– Echaré un vistazo, milord -indicó el investigador. Nadie se movió para detenerlo. La tapa resistió momentáneamente, pero logró levantarla para revelar el contenido de la caja.

Georgiana había contenido el aliento, para soltarlo con un sonido de decepción. Con consternación vio que dentro no había ningún collar; a cambio su mirada se encontró con el brillo apagado del vidrio. Aunque se inclinó, resultó obvio que estaba vacía salvo por una botella oscura. Parpadeó, y cuando abrió la boca para reconocer su sorpresa, Whalsey se le adelantó desde el otro extremo del salón.

– ¡No puede considerarme responsable! -exclamó-. ¡No he hecho nada! Sea lo que fuere lo que haya ahí, es de Cheever, ya que ayer dejó la caja aquí.

Sobresaltada, ella centró su atención en Cheever, que aferraba los apoyabrazos de la silla con fuerza, como si no fuera capaz de decidir si levantarse o quedarse donde estaba. Miró a Whalsey y luego al detective con una expresión que desconcertó a Georgiana.

– ¡La dejé aquí anoche, pero solo porque este viejo vanidoso me pagó por ello! Traje el contenido y también la fórmula cumpliendo sus órdenes. ¿Para qué iba a necesitar yo un regenerador del cabello?

– ¿Un regenerador del cabello? -Georgiana al fin fue capaz de hablar mientras Jeffries levantaba con cautela el frasco.

– Sí, señorita -convino Cheever-. Es una fórmula secreta, creada por un tal doctor Withipoll aquí en Bath, y su excelencia se empecinó en obtener un poco. Cuando el doctor no quiso vendérsela, recurrió a mí. ¡Todo ha sido por su culpa! ¡Él me obligó a robarla! -gimió Cheever, observando al detective con intensa astucia.

– Hay prácticamente ochenta médicos con consulta en Bath. Sin duda se podría haber inducido a uno de ellos a ayudarlo en su… ah… problema sin recurrir al robo -comentó Ashdowne con sequedad ante un rabioso Whalsey.

– Pero, ¿qué pasa con las joyas? -intervino Georgiana, que no tenía ningún interés en la calvicie masculina ni en su cura. Tanto Cheever como Whalsey la miraron sin comprender -. El collar de lady Culpepper -instó.

– Aguarde un minuto, señorita -comentó Cheever con los ojos muy abiertos-. No sé nada de eso. ¡Juro que soy estrictamente un ladrón de poca monta! ¡No soy un ladrón de joyas!

– ¡Ni yo! -Gritó Whalsey-. Puede que en este momento ande un poco escaso de fondos, pero todo el mundo sabe que consigo mi dinero a través del matrimonio, no robándolo. ¡Lo que me preocupa es mi pelo! ¿Cómo voy a encontrar una viuda rica si lo pierdo? ¡Un hombre no puede llevar una peluca en todo momento! ¡Debo conservar mi cabello! -declaró con fiereza apasionada.

– ¿Y cree que con esto lo conseguirá? -preguntó al detective, alzando el frasco que contenía el líquido oscuro.

– ¡Desde luego! ¡Haría crecer el pelo en una bola de billar! -afirmó Whalsey.

– ¡El profesor lo jura! -intervino Cheever-. ¡Debería ver la mata de pelo que tiene!

– Pelo con el que sin duda nació -musitó Georgiana decepcionada. Después de sus cuidadosas investigaciones, no había logrado recuperar las joyas perdidas.

Jeffries carraspeó.

– Me temo que es irrelevante si esto funciona o no, ya que ha sido robado y he de devolvérselo a su propietario -afirmó-. También quiero la fórmula -con otro bufido, Whalsey sacó un papel del bolsillo de su chaqueta y se lo arrojó con furia al detective-. ¿Es la única copia?

– ¡Sí! -espetó el vizconde.

– Muy bien, entonces. Me pondré en contacto con ustedes dos en lo referente a cualquier cargo que el profesor quiera presentar.

– Todo fue por su culpa! -acusó Cheever.

– Yo no hice nada. Fue usted quien se me acercó, ¡ladronzuelo! -repuso Whalsey.

Aún seguían discutiendo cuando Georgiana, Ashdowne y Jeffries abandonaron la casa. Los tres bajaron en silencio los escalones. Tan desdichada se sentía Georgiana que al principio no oyó la risita baja. Pero al llegar a la calle le resultó bastante audible. ¿Es qué Ashdowne se burlaba de ella?

Se volvió hacia él. El marqués, que siempre parecía tan elegante y ecuánime, sonreía sin poder evitarlo.

– ¡Regenerador del pelo! -murmuró. Echó la cabeza atrás y estalló en una carcajada.

Al observar su rostro atractivo tan relajado, ella sintió que toda su tensión se evaporaba. Después de todo, Ashdowne no encontraba gracia en sus errores de cálculo, sino en la situación en la que se habían encontrado, que, debía reconocer, era la más estúpida que jamás había vivido.

Antes de darse cuenta también ella se reía y, para su sorpresa, Jeffries se unió a ellos hasta que los tres estuvieron a punto de dar un espectáculo en las calles de Bath. Con los ojos húmedos, se apoyó en Ashdowne y decidió que era una experiencia muy placentera compartir su alegría con un hombre.

Fue más tarde, al separarse de sus acompañantes, cuando comprendió la terrible verdad. Si Whalsey y Cheever eran inocentes, únicamente le quedaban dos sospechosos.

Y uno de ellos era Ashdowne.