38782.fb2 Ladr?n Y Caballero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Cinco

Ashdowne se estiró en el incómodo sillón griego de su dormitorio y apoyó los pies en lo alto de un taburete tallado. Había alquilado la casa, con sus espantosos muebles, para toda la temporada, aunque sólo había pretendido quedarse poco tiempo. En ese momento odiaba la elegante dirección de Camden Place. Desde luego, no sería la primera vez que le desagradaba su entorno. “Todo parece molestarme más que de costumbre”, pensó con acritud.

– Necesito una copa -musitó cuando apareció su mayordomo.

Finn, un irlandés sagaz, no era el típico criado de un noble, pero era el único miembro del personal al que se le permitía acceso directo a Ashdowne. Ambos llevaban junto mucho tiempo, y la situación se cimentaba en la confianza mutua más que en el trabajo, ya que el marqués sabía que la lealtad de un hombre como Finn no se podía comprar.

– ¿Una mañana difícil, milord? -preguntó Finn. Se dirigió al aparador, donde vertió una cantidad generosa de oporto, que le presentó a Ashdowne. Luego se sirvió otra para él antes de regresar a sentarse en el feo sillón que había frente al marqués.

– No tan difícil como excepcional -reconoció mientras disfrutaba del buqué del vino.

– ¿Cómo puede ser de otro modo cuando la joven Bellewether ha participado en él? -preguntó con su voz grave, en la que se notaba su acento irlandés.

– Sí, decididamente es poco corriente -reflexionó, sin la sequedad que con anterioridad había provocado cualquier mención de Georgiana. Llevaba ausente desde la noche que la había besado en la terraza.

El beso había sido un juego, un modo de ganarse su confianza y, como tal, una seducción necesaria. Entonces, ¿por qué no se quitaba de encima su recuerdo? ¿Por qué cada vez que la veía era dominado por el impulso de repetirlo?

– ¿Y bien, qué sucedió hoy? ¿El detective arrestó al pobre Whalsey?

– No, me temo que no -Ashdowne sonrió-. La prueba que más lo incriminaba era un frasco robado con loción regeneradora del pelo.

– ¡No! -Finn soltó una carcajada.

– Sí -rió entre dientes al recordar la situación. ¿Cuándo había sido la última vez que se había divertido tanto?

– ¿Regenerador del pelo? ¡Ja! ¡No me extraña que su excelencia lleve siempre sombreo! -Finn se dio una palmada en la rodilla-. Pero, ¿de dónde lo sacó?

– Al parecer él y su secuaz, un tal señor Cheever, urdieron un plan para robárselo al profesor que lo creó, lo cual significa que la señorita Bellewether no está tan loca como pensábamos -la sonrisa se desvaneció-. Aunque no sabían nada del collar, Whalsey y su amigo técnicamente pueden ser considerados ladrones.

– Si usted lo dice -convino Finn entre risotadas-. Sin embargo, dudo que el detective lo considere de esa manera.

– Quizá. Quizá no -Jeffries parecía ser un hombre decente y sólido, no como los de su profesión, algunos de los cuales se sabía que eran tan deshonestos como sus presas.

– ¡Olvídelo, milord! Ni siquiera el detective más estúpido le daría crédito ahora a las teorías de la joven.

– Probablemente, no -convino Ashdowne, moviéndose incómodo en el sillón. Sentía algo parecido a la culpabilidad, aunque no sabía por qué le molestaba una sensación tan ajena a él. Después de todo, no había hecho más que complacer a Georgiana. De hecho, ella se había mostrado inexplicablemente complacida cuando usó su influencia sobre Jeffries.

Demasiado. Quizá ahí radicaba el problema, ya que no podía olvidar la sonrisa que le lanzó ella cuando convenció al detective de que los acompañara a la residencia de lord Whalsey. Nadie en su menos que excepcional existencia lo había mirado de esa manera, como si le hubiera regalado la luna y las estrellas. Su expresión exhibía una adoración completa. Bebió un trago de oporto. No había estado nada interesado en su absurda investigación, salvo para cerciorarse de que no lo afectara a él de ningún modo.

Y eso le producía vergüenza, pues la percepción que tenía de la infatigable señorita Bellewether sufría un cambio. Había mostrado tanto vigor ese día que no podía evitar sentir admiración por ella. Puede que sus ideas estuvieran tergiversadas, pero actuaba en consonancia con ellas. Seguía su propio camino, sin tomar en consideración lo que pensaran los demás, buscando misterios en un mundo que por desgracia carecía de ellos.

Quizá eso era lo que hacía que se sintiera tan incómodo. También él en el pasado había buscado estímulos para alimentar una necesidad en su interior que pocos eran capaces de comprender. Pero esas búsquedas a menudo eran peligrosas, y cuando Georgiana había hablado de enfrentarse a delincuentes, él había reaccionado de forma instintiva. La obstinada señorita Bellewether podía meterse en todo tipo de problemas.

– ¿No me diga que esa joven empieza a afectarlo, milord? -el sonido de la voz divertida de Finn sacó a Ashdowne de sus lóbregos pensamientos.

– Claro que no -repuso con suavidad, pero Finn lo conocía demasiado bien para aceptar una mentira.

– ¡Claro! -Bufó el criado-. Aunque ha de reconocer que es una belleza, con un cuerpo creado para satisfacer a un hombre.

– Sí -acordó.

– Y supongo que es una novedad que la dama no está suspirando por su título -dijo el mayordomo, frotándose el mentón.

– Sí -no se la podía acusar de eso, y a diferencia de otras damas solteras que había conocido, estaba más interesada en los misterios que en el matrimonio. Sonrió.

– Entonces, ¿ese es su atractivo? -inquirió Finn.

– ¿Su atractivo? -miró al criado con ironía -. No era consciente de que tuviera alguno -¡el que la encontrara estimulante no significaba que lo atrajera! El beso solo había sido una seducción impuesta, nada más. De hecho, la mayoría de las veces no sabía si reír o estrangularla.

Finn se levantó con un sonido de incredulidad.

– Bueno, si no está interesado en ella, ¿hemos de volver pronto a la vieja mansión?

Con remordimiento, pensó que debía empezar a considerar las mejoras en la vieja mansión, pero su mente se rebelaba. Deseaba quedarse en Bath, aunque solo fuera por un tiempo. ¿Por necesidad o placer? ¿Importaba?

– Creo que sería sensato quedarnos aquí un poco más. Para atar todos los cabos sueltos -manifestó despacio.

– Bueno, me parece perfecto -devolvió la copa al aparador-. A mí no me avergüenza reconocer que me apetece ver con qué sale a continuación la joven.

– Sí -admitió-. Toda la situación está resultando mucho más entretenida de lo que había imaginado.

Después de todo, con Whalsey y Cheever exonerados en lo referente al collar, Georgiana tendría que poner sus miras en otro sospechoso.

– Pero encárguese de que no se le meta bajo la piel -dijo Finn, volviéndose para mirarlo-. Muchas veces una cara bonita ha representado la caída de un hombre, y quiero recordarle todo lo que usted tendría que perder.

– Te aseguro que de eso no hay peligro -bufó-. No pienso sucumbir a los dudosos encantos de esa joven -hizo a un lado el recuerdo de tenerla en sus brazos, suave, cálida y entregada, y se concentró en su extravagante conducta-. Sin embargo -frunció el ceño-, hay una cosa que me preocupa.

– ¿Qué milord?

– Empieza a tener una extraña lógica para mí -comentó con una mezcla de asombro y horro.

Finn, que tomó sus palabras como una broma, rió una vez más, y Ashdowne intento imitarlo. Pero no fue capaz de acallar una voz insidiosa que no dejó de susurrarle que estaba perdido.

Georgiana estaba sentada en el salón, con un codo apoyado en el escritorio y el mentón sobre la palma de la mano. Después de su sorpresa inicial, disfrutó del humor de la situación de lord Whalsey. Y también le había resultado placentero y novedoso compartir la risa con un hombre, en particular uno como Ashdowne.

No obstante, la intimidad de esa experiencia, como tantas cosas que ocurrían cerca del marqués, tuvo un efecto peculiar sobre ella. En lo que ya era algo familiar, Georgiana comenzaba a sentir más con el corazón y otras partes de su anatomía que con el cerebro, y se había visto obligada a dejar su compañía con el fin de volver a pensar con claridad.

Gimió al analizar el tiempo precioso que había desperdiciado con Whalsey. A partir de ese momento le costaría mucho más convencer al señor Jeffries de sus teorías. La lógica le indicaba que iba a necesitar a Ashdowne, o al menos su influencia con Jeffries, con el fin de desenmascarar al ladrón. Por desgracia, el escalofrío de expectación que sintió al pensar que iba a trabajar junto al marqués poco tuvo que ver con la lógica.

Contuvo sus impulsos descarriados y se irguió. Tenía mucha más fe en su capacidad que en la de Jeffries, sin importar cuáles fueran sus credenciales. Sospechaba que el pobre jamás iba a descubrir al ladrón sin su ayuda, de modo que debía dejar a un lado sus prejuicios y trabajar con Ashdowne. Pero debería evitar acercarse demasiado a él, y juró que ya no habría más besos.

Sin pensar en la sensación de pérdida que acompañó a su juramento, trató de concentrarse en las notas que tenía ante ella. Después de tachar de la lista a Whalsey y a Cheever, solo le quedaban Hawkins y el marqués.

Tenía que ser el vicario.

La idea de imaginar al marqués trepando por un edificio por unas pocas joyas parecía ridícula, y se vio obligada a reconocer que tal vez se hubiera precipitado al considerar al rico noble como un posible ladrón. Descartando los sentimientos cada vez más cálidos que le inspiraba, debía buscar un motivo. El hombre parecía tenerlo todo, entonces, ¿para qué querría el collar de lady Culpepper? Aunque aún desconocía cómo se justificaba la presencia de Ashdowne en Bath, culparlo del hurto parecía tan absurdo como había afirmado Jeffries.

Alzó la pluma y se aprestó a tachar su nombre de la lista, pero titubeó. Una vez más algo le agitó la memoria, justo fuera de su alcance. ¿Qué? Dejó la pluma y se concentró. Había algo en el robo que no veía, algo importante… pero tras una ardua concentración no logró encontrar nada que ya no supiera.

“Debe ser el vicario”, reflexionó exasperada. Desenmascararlo resultaría más difícil, pues carecía de pruebas aparte del motivo y la oportunidad. Pero ese era su gran reto, y no pensaba desperdiciarlo por culpa de la vanidad de un lord con incipiente calvicie.

No obstante, quizá necesitara ayuda.

En cuanto decidió quedarse un poco más en Bath, Ashdowne aguardó con impaciencia los días que le esperaban. Se hallaba ocupado con unos despachos familiares en el estudio, sin tocar los sándwiches que le había dejado Finn, cuando el irlandés interrumpió su trabajo.

– Hmm, milord, ha venido a verlo una dama -anunció.

Ashdowne alzó la vista sorprendido. Incluso en una ciudad tan igualitaria como Bath, las mujeres ni iban a visitar a los caballeros salvo que estuvieran emparentados, y a él no le quedaba más familia que la viuda de su hermano.

– ¡No me digas que ha venido Anne!

– No creerá que sería capaz de hacer acopio de tanto valor como para emprender semejante viaje sola, ¿verdad? -bufó Finn.

– No -aceptó. Anne era el tipo de mujer que temía incluso mirar a un ganso. Era dulce, callada y absolutamente aburrida, de modo que se sintió muy aliviado-. Entonces, ¿de quién se trata? -inquirió irritado con Finn, quien exhibía una sonrisa de oreja a oreja.

– Quizá no debí decir una dama, sino la dama, pues es evidente que no puede haber otra como ella.

A punto de manifestarle a Finn lo que pensaba de sus pistas, de pronto tuvo la impresión molesta de que conocía la identidad de su invitada, ¿Era capaz de soslayar por completo el decoro?

– Dime que no la has dejado en la puerta -lo miró con severidad mientras se incorporaba.

– ¡Desde luego que no! La hice pasar al salón.

Ashdowne no se sintió tranquilo. De algún modo, tener a Georgiana en su salón no le pareció mejor que tenerla en la puerta.

– Dime que no ha venido sola -como se hubiera presentado sola en la residencia de un soltero, iba a estrangularla. Sin aguardar la respuesta de Finn, salió del estudio.

– Alto, milord. ¿No está sola! Trajo a su hermano.

– ¿Su hermano? ¿Qué diablos? -pero no frenó sus pasos, impulsado por una gran irritación y excitación. Se detuvo fuera del salón para respirar hondo y adoptar una expresión de indiferencia que ocultara su enfado. Acostumbrado a esconder sus pensamientos, entró en la estancia con expresión de cortés interés en sus invitados.

Georgiana, desde luego, de inmediato abrió una brecha en su reserva al adelantarse con vehemencia.

– ¡Oh, Ashdowne! -jadeó con una voz que pareció una respuesta a las plegarias de él.

– Señorita Bellewether -asintió con la mayor ecuanimidad posible ante el evidente entusiasmo de ella.

– Será mejor que te disculpes por irrumpir de esta manera, Georgie.

Las palabras sobresaltaron al marqués, pues se hallaba demasiado ocupado con su visitante como para notar la otra presencia en la habitación. Maldijo su poco frecuente despiste y giró en redondo para ver a un joven de aspecto corriente que en nada se parecía a Georgiana. ¿Ese era su hermano? Antes de poder saludarlo, ella se lanzó a uno de sus discursos incoherentes.

– Bueno, supongo que debo hacerlo, aunque no veo que haya causado ninguna inconveniencia. Me alegro de encontrarlo en casa. Iba a enviarle una nota, pero no sabía cuánto tardaría en recibirla, en particular si se encontraba ausente. Y no puedo evitar creer que el tiempo apremia, pues cada hora que pasa, de hecho, cada momento, puede hacer que la joya robada salga de la ciudad y el culpable escape al castigo.

Ashdowne se sintió consternado, ya que no le costó seguir su monólogo con asombrosa facilidad. Tuvo ganas de llamar a Finn para comprobar si el fenómeno era contagioso como una enfermedad pasajera. Se obligó a mostrar una expresión de queda aceptación.

– Supongo que habla del robo del collar de lady Culpepper, ¿verdad? -preguntó para comprobar que la había entendido. Contuvo una inesperada sensación de desilusión al ver que el entusiasmo no era producido por él.

– Verá, me ha movido la desesperación -explicó, asintiendo-. Así que cuando mi madre me pidió que llevara de compras a Araminta y a Eustacia, decidí ir a buscar a Bertrand para suplicarle que me acompañara a buscarlo, ya que sabía que mi madre no se sentiría complacida si venía sola.

– Bertrand -dijo Ashdowne con un gesto en la cabeza al joven que en ese momento se apoyaba contra la seda de color pálido que cubría las paredes del salón. Aunque cualquier hermano sensato habría disuadido a su hermana de semejante plan, sospechó que era prácticamente imposible que alguien lograra hacer cambiar de rumbo a Georgiana en cuanto esta tomaba una decisión, de modo que mostró su gratitud-. Gracias por su escolta.

– Bueno, me alegro de que no nos echara -sonrió el otro-, que es lo que le dije a Georgi que sucedería si llegábamos sin anunciarnos a la casa del marqués en Camden Place -calló y Ashdowne pudo comprobar que no estaban cortados por el mismo patrón.

– Por favor, tenga la certeza de que no los voy a echar -afirmó antes de volverse hacia Georgiana-. Y ahora, señorita Bellewether, ¿en qué puedo ayudarla?

Bertrand emitió un sonido ahogado en señal de desdén.

– ¿No me diga que acepta sus tonterías de descubrir a los sospechosos? -preguntó con la boca abierta en un gesto estúpido.

La pregunta situó a Ashdowne en la posición extremadamente dudosa de defender a Georgiana, pero, para su sorpresa, descubrió que la respuesta le surgió con facilidad. Miró al hermano con expresión arrogante con el fin de ponerlo en su sitio.

– Le aseguro que me tomo a su hermana muy en serio.

Bertrand mostró su asombro y los observó como si no lograra descifrar qué relación tenían. Su reacción hizo que Ashdowne se preguntara qué clase de pretendientes había conocido ella si el interés que despertaba en él resultaba tan sorprendente. Sin duda jóvenes groseros como su hermano, incapaces de ver más allá de su exuberante cuerpo.

Descartó a Bertrand y contempló a Georgiana solo para caer víctima de La Mirada. Lo observaba como si estuviera arrobada por la defensa que había echo de ella, como si nadie hubiera hablado con más nobleza y elocuencia en su favor en toda su corta vida. Ashdowne se contuvo, aturdido durante un momento. La culpa, el deseo y un equivocado orgullo lucharon con algo nuevo y sin nombre hasta que le costó controlar su expresión.

– No se preocupe por Bertrand -dijo ella-. Déle algo para comer y no pensará en nada más.

– Disculpe mi negligencia -parpadeó, asombrado por la primitiva declaración-. Pediré que traigan algo -llamó a Finn, que se hallaba sospechosamente cerca; al rato el criado regresó con una bandeja con té y galletitas. La predicción de Georgiana resultó certera, ya que su hermano se dejó caer en la silla más próxima a la comida y se dedicó a devorarlo todo sin prestarles más atención.

Ashdowne contempló al muchacho con desconcierto hasta que ella tiró de su manga y lo apartó a un lado.

– He dispuesto de unas horas para pensar y estoy convencida de que debemos actuar, y pronto, si queremos solucionar el caso.

– ¿Qué me dice del señor Jeffries? Sin duda, ahora que está aquí, no tardará en descubrir la identidad del ladrón. Después de todo, es su trabajo.

Para su asombro, Georgiana hizo una mueca y movió sus bucles.

– ¡El señor Jeffries! Reconozco que es un hombre bastante amable, ¡pero le aseguro que su criado parece más que él un detective de Bow Street! Jamás llegará a las conclusiones correctas sin nuestra ayuda, y lady Culpepper nunca volverá a ver su collar.

– Eso sería una tragedia -manifestó Ashdowne con tono seco-. Me halaga su voto de confianza, pero, ¿qué sugiere que hagamos? ¿No creerá todavía que Whalsey y Cheever son responsables?

– ¡No, desde luego que no! -puso otra vez su expresión de no sea obtuso y Ashdowne prestó más atención-. ¡No eran mis únicos sospechosos! Ahora he puesto mi vista en otro, aunque necesito más pruebas -frunció el ceño.

Él experimentó un impulso casi irrefrenable de besar esa boca, pero con nobleza se contuvo.

– ¿Qué sugiere, otra confrontación? -inquirió.

– Oh, no. Como acabo de decirle, no dispongo de ninguna prueba que apoye mi teoría. Pero el hombre tenía los motivos y la oportunidad, y lo que es más, parece estar en bastante buena forma como para haber escalado el edificio.

– Ah. Una proeza que limita el abanico de posibles ladrones.

– ¡Exacto! -lo recompensó con una sonrisa por la rapidez con que comprendía sus métodos.

– Pero, ¿cómo vamos a conseguir las pruebas? -inquirió con verdadera curiosidad.

– ¡Vamos a entrar en su casa!

– ¿Qué? -aunque Ashdowne se había considerado preparado para cualquier cosa que ella hubiera podido urdir, su declaración lo sobresaltó. Movió la cabeza, preguntándose si tan pronto había perdido la capacidad de comprenderla, porque no podía dar a entender…

– Lo he meditado mucho, y no veo ninguna otra alternativa -aseveró.

Ashdowne se quedó mudo mientras contemplaba a la pequeña rubia que con tanta osadía pensaba en irrumpir en una casa ajena. Nunca en toda su vida había conocido a alguien como Georgiana Bellewether. Era como una sobredosis de valor que uno sabía que iba a lamentar.

– Imagino que sabe que lo que sugiere va contra la ley, ¿no? -logró preguntar. En su papel de único noble en la habitación con algo de sentido común, consideraba que era su deber desanimarlo que en el mejor de los casos podía considerarse un plan temerario.

– Sí, creo que, técnicamente, nuestra búsqueda podría tomarse como poco legal, pero como es por el bien del caso, no veo que nadie pueda objetar algo -explicó.

Ashdowne contuvo la risa.

– Bueno, el sujeto cuya casa inspeccionaremos podría considerar apropiado ofenderse, al igual que el señor Jeffries. Dudo de que nuestro ilustre detective de Bow Street tome una entrada ilegal en una casa a la ligera.

– ¡Santo cielo! -musitó ella, y Ashdowne tuvo la audacia de esperar que al fin había logrado convencerla-. No piensa ayudarme, ¿verdad?

Durante un instante el marqués no pudo creer lo que oía, ni lo que veía, ya que la delicada criatura que tenía delante lo miraba con mal disimulada desilusión. No solo no había logrado desanimarla, sino que estaba indignada por sus esfuerzos. Peor aún, con o sin él, la muy necia pensaba entrar en la casa de otra persona sin ser invitada.

– No pasa nada -continuó ella, malinterpretando su expresión horrorizada-. Lo entiendo. Un hombre de su posición, un marqués, no debería involucrarse en nada que pueda ser indecoroso.

Quizá Ashdowne hubiera podido recuperar la compostura si ella no le hubiera palmeado el brazo en u gesto de simpatía. El contacto de esa mano pequeña y enguantada, al igual que la expresión comprensiva en sus ojos azules, fue su perdición.

Al pensar en los negros actos por los que eran famosos los hombres de la aristocracia: seducción, juego, duelos y más cosas, no pudo evitarlo.

Estalló en una carcajada tan prolongada e intensa que Bertrand alzó la vista de su merienda y Finn, que sin duda oía detrás de la puerta, entró para ver qué lo había poseído. Pero, fiel a sí misma, Georgiana no se inmutó por su conducta, salvo para lo que se aplicaba a su excepcional caso.

– ¿Significa eso que me ayudará? -preguntó esperanzada.

Entre jadeos, Ashdowne asintió, a pesar de que ningún hombre cuerdo tomaría parte en las intrigas de Georgiana. “Estoy perdido”, pensó, aunque saberlo no le sirvió, pues, igual que una polilla atraída por una llama, abrió los brazos a su caída.