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Se separaron de Bertrand en el Pump Room, a pesar de la suave protesta de Ashdowne, pues Georgiana no tenía intención de que los acompañara en la investigación.
– Solo será un estorbo -explicó, moviendo la cabeza-. Además, no lo necesitamos como chaperón para un simple paseo.
Sin embargo, entrar en la casa del vicario era otra cuestión, que ella declinó discutir en un lugar público. Ashdowne guardó silencio, pero una ceja enarcada transmitió sus dudas sobre el decoro de marcharse solos. Georgiana descartó la idea con un movimiento de cabeza, ya que no tenía intención de preocuparse por las apariencias cuando los esperaba la investigación.
Si había que reconocer la verdad, Ashdowne estaba resultando tristemente pedestre. Durante unos instantes Georgiana pensó que ni siquiera iba a acompañarla y le costó ocultar su decepción.
Incluso después de aceptar unirse a esa vital empresa, discutieron sobre cuándo iba a tener lugar. Ella se mostró a favor de acometerla bajo la protección de la noche, pero él se negó de una manera muy molesta. Solo después de preguntarle cómo iba a encontrar algo en la oscuridad, Georgiana aceptó su plan de entrar en el alojamiento de Hawkins a plena luz del día.
Cuando Ashdowne observó que la mayoría de la gente habría salido a disfrutar de la soleada tarde y que no habría casi nadie para descubrir su intrusión, se vio forzada a reconocer que quizá tuviera razón. Tal vez lo había juzgado mal, ya que daba la impresión de haber meditado concienzudamente la tarea que les aguardaba.
Con el entusiasmo renovado, tiró de la manga de Ashdowne, lista para partir. Con expresión sufrida, él la siguió, y los dos se encaminaron hacia la salida para ser detenidos en medio de la multitud.
– ¡Georgie! -al oír la voz de Araminta, Georgiana hizo una mueca, pero ya no había forma de eludirla. Su hermana cayó sobre ellos en un instante, seguida de Eustacia-. ¡Aquí estás! ¿Dónde te habías metido? Mamá te indicó claramente que nos escoltaras… -calló, pues incluso la voluble Eustacia no fue capaz de continuar su cháchara ante la elegante presencia de Ashdowne.
Georgiana experimentó una cálida sensación de orgullo posesivo que no tenía derecho a sentir. El atractivo marqués solo era su ayudante, nada más. A regañadientes hizo las presentaciones.
– Milord, permita que le presente a mis hermanas, Araminta y Eustacia.
– Señoritas Bellewether. Es un placer conocerlas -realizó una cortés reverencia que provocó las risitas nerviosas de las jóvenes.
– Milord -saludó Eustacia, escondiéndose detrás de su siempre presente abanico.
– Milord -Araminta acercó la cabeza a su hermana y se puso a enroscar un mechón de pelo.
– Te estábamos buscando, Georgie -musitó Eustacia, mirando a Ashdowne con timidez y coquetería.
– Sí. ¿Por dónde andabas? -reprendió Araminta, pero sin su habitual aspereza.
– Ashdowne y yo estábamos dando un paseo y hemos entrado un momento. Me temo que tenemos que irnos -manifestó ella, acercándose al marqués.
– ¡Pero Georgie!
– Mamá dijo…
Georgiana cortó sus crecientes protestas con una mirada de advertencia, aunque, como de costumbre, sus hermanas no la tomaron en serio.
– ¿Adonde vas? -exigió saber Araminta.
– A dar un paseo en coche por la parte alta de la ciudad -repuso con presteza. Ashdowne no tardaría en sentirse desencantado con sus hermanas y, ¿cómo podía culparlo? Su incesante parloteo rara vez no le producía dolor de cabeza.
– ¡Oh, eso suena maravilloso! ¡También iremos nosotras! -exclamó Eustacia.
– ¡Mamá querría que te acompañáramos! -afirmó Araminta-. Dijo que tú…
– Lo siento, pero nos vamos a reunir con otra pareja. ¡No hay espacio! -tiró de la manda de Ashdowne. Sin aguardar a oír más protestas, se abrió paso entre la gente y no miró atrás hasta haber atravesado las sólidas puertas del Pump Room.
– ¿Georgie? -preguntó él con la mirada divertida.
– Un apodo familiar -explicó con un escalofrío. Llevaba años intentando que no lo usaran. ¿Cómo iban a tomarla en serio con ese diminutivo?
– Que usted desprecia -comentó con sequedad-. Una familia interesante. Estoy impaciente por conocer a sus padres.
– A pesar de que los quiero mucho, los encontrará muy parecidos a mis hermanas. Mi padre, cuya naturaleza es estentórea, sin duda ofenderá su naturaleza aristocrática, mientras que mi madre, aunque muy cariñosa, es la que elige mis vestidos.
– ¿Está segura de que no fue adoptada?
Sorprendida, Georgiana rió en voz alta. El afecto que sentía por el marqués la llenaba de calor. Jamás se había sentido tan a gusto ni disfrutado tanto con la compañía de alguien. A diferencia de los otros hombres que conocía, él la trataba con respeto. La escuchaba y parecía entenderla.
A pesar de lo delicioso que resultaba, no tenía ningún sentido encandilarse demasiado con los encantos del marqués. Debía centrarse en su presa y en cómo atraparla. Con renovada determinación, prosiguió la marcha y desvió la conversación otra vez al caso.
No tardaron en encontrar su destino en una parte un poco abandonada pero burguesa de la ciudad, y cuando Ashdowne le pagó a un niño para que llamara a la puerta, nadie contestó. Georgiana apenas fue capaz de contener su excitación mientras se dirigían a la entrada posterior del estrecho apartamento. Hasta ese momento el ejercicio de su habilidad había permanecido más en un plano mental, pero la perspectiva de pasar a algo más físico le resultó estimulante. Tuvo que reconocer que la presencia del marqués incrementaba el júbilo.
– Parece que abarca dos plantas -manifestó él, alzando la vista.
Ambos se pegaron a las sombras. Al acercarse a la puerta, Georgiana comprobó el picaporte y descubrió que no giraba. Sorprendida, observó el portal. ¿Quién en Bath cerraba sus puertas? Era evidente que el señor Hawkins, y esa conducta confirmó las sospechas que le despertaba su carácter. Sin duda el collar hurtado se hallaba en alguna parte del interior, si no, ¿por qué un hombre iba a considerar la idea de cerrar su hogar?
En ese caso, ¿cómo diablos iban a realizar su búsqueda? Levantó la vista a un ventanal, que no daba la impresión de resultar accesible, y luego miró a Ashdowne, que la observaba con expresión divertida. ¿Es que pensaba que iba a rendirse con tanta facilidad? Le devolvió el escrutinio con el ceño fruncido y se quedó boquiabierta cuando él extrajo algo del bolsillo y lo insertó en la cerradura. Sonó un clic casi inaudible y la puerta se abrió hacia dentro.
– ¡Oh! -Musitó ella con asombrada admiración-. Ashdowne, ¡me retracto de todas las dudas que pudo inspirarme! ¡Decididamente es el ayudante más inteligente que hay!
– ¿Ha tenido alguno antes? -preguntó, inclinándose hacia ella cuando entró en el edificio.
– ¿Un qué? -inquirió, aturdida como siempre que lo sentía tan próximo. El calor que emanaba de su cuerpo parecía llegar hasta ella, aunque no lo había tocado.
– Un ayudante -cerró la puerta a sus espaldas.
– No -murmuró sin aliento.
– Ah, entonces prescindiré del cumplido -se adelantó y se dio la vuelta con los ojos brillantes en el tenue interior-. ¿Qué dudas? -pero Georgiana solo sonrió. El marqués movió la cabeza y comenzó a moverse por la habitación como un gato que investiga territorio nuevo. Durante un instante, ella lo contempló perpleja-. ¿Qué estamos buscando?
Georgiana parpadeó. ¿Es que con tanta celeridad había olvidado su objetivo en presencia de él?
– El collar, por supuesto -repuso con voz baja, acalorada.
– ¿Y dónde podría estar? -inquirió con tono risueño.
– ¡No lo sé! ¡Hay que buscarlo!
Mientras él continuaba la inspección, ella intentó pensar con claridad, algo difícil cuando lo tenía cerca. Se preguntó qué haría Hawkins con la pieza robada. Llegó a la conclusión de que era poco probable que la dejara en la planta baja. Se dirigió hacia las escaleras.
Una vez arriba, observó los muebles viejos y la cualidad pulcra y espartana de la habitación, que apenas mostraba el aspecto depravado que se podía esperar de la guarida de un malhechor.
Se puso a buscar debajo del colchón, en los rincones y en el armario de las sábanas. Terminaba eso cuando apareció Ashdowne.
– ¿Se divierte? -preguntó.
– ¡Trato de eliminar todas las posibilidades! -replicó, desterrando parte del entusiasmo anterior que le había despertado su ayudante, quien no parecía nada interesado en la búsqueda.
Terminado el circuito de la habitación, en un rincón descubrió un baúl cubierto con unas mantas. Animada, levantó la tapa.
– ¡He encontrado algo! -manifestó al mirar en el interior oscuro.
Metió la mano y extrajo unos cordeles oscuros de terciopelo. Semejaban los que se empleaban para sujetar las cortinas, aunque no le costó imaginar un empleo más macabro, como el de atar víctimas.
– ¿Qué?
Georgiana estuvo a punto de chillar al oír el susurro, ya que no se había dado cuenta de que el marqués estaba pegado a su codo y apoyado en una rodilla. Había olvidado el sigilo con el que se movía.
– ¡Mire! ¡Una cuerda! -sacó otra cosa del baúl y la exhibió con gesto triunfal-. ¡Y una máscara negra! -era del tipo de las que se empleaban en un baile de disfraces, pero razonó que el delincuente bien podría haberla usado para ocultar su identidad. Hurgó un poco más y localizó un látigo pequeño con bolas-. ¡Un arma! -desde luego, una pistola lo hubiera incriminado más, y el látigo era de los más extraños que había visto…
– Ah, Georgiana -Ashdowne carraspeó-. No me parece que sean herramientas de un ladrón.
– No lo sé. ¿A mí me parecen muy sospechosas!
– Sospechosas, sí -convino divertido-. Pero no en el sentido que usted espera.
Obstinada, metió la cabeza en el baúl y sintió que algo le hacía cosquillas en la nariz. ¿Una pluma? Levantó la cara, pero se detuvo al verse dominada por un feroz estornudo. La fuerza la empujo contra la tapa y con un grito ahogado cayó hacia delante, al interior del baúl, con el trasero en el aire mientras los pies buscaban con frenesí un punto de apoyo.
Aunque no se hallaba en peligro real de asfixiarse, la posición resultaba más bien incómoda, con la falda del vestido invertida y las manos aplastando lo que podrían ser pruebas vitales. Se afanó por liberarse pero oyó un sonido ominoso que le provocó pánico. ¿Qué sucedía a sus espaldas? ¿Dónde estaba el marqués?
Se preguntó si el vicario o su criado habrían regresado y amenazaban al marqués. Solo cuando consiguió apoyar un pie en el suelo se dio cuenta de que el sonido ronco que oía era la risa de Ashdowne.
Indignada, empujó la tapa que había caído sobre sus hombros y salió del espacio reducido del baúl. Su ayudante, en vez de rescatarla, se encontraba sentado en el suelo, apoyado en la pared, dominado por la diversión. Y por si eso no bastara, tenía las manos sobre su estómago como si le doliera por su propia hilaridad.
– ¡Qué bien! -exclamó, agitando el pelo.
Dio la impresión de captar la atención de él, ya que dejó de reír y la miró, para prorrumpir otra vez en carcajadas.
Eso tendría que haberla irritado más, pero, de algún moda, verlo tan atractivo, tan relajado, tan humano y adorable, le derritió el corazón. Y debía reconocer que prefería que Ashdowne se riera de ella a que otro hombre le mirara el pecho.
No era una risa cruel, sino gozosa. Y Georgiana no pudo evitar sonreír ante la calidez de su expresión, muy lejana del hombre frío que había conocido. Cerró el baúl y volvió a cubrirlo con las mantas; se retiró para observar su trabajo, preguntándose si lo había dejado en la misma posición que tenía. Al retroceder para obtener un mejor vistazo tropezó con las piernas extendidas de Ashdowne.
Manoteó en el aire un instante antes de que unos brazos fuertes la sujetaran, depositándola sobre su regazo, donde Georgiana aterrizó con un jadeo. Al observarlo asombrada, él se secó los ojos con el dorso de una mano enguantada y sacudió la cabeza.
– Señorita Bellewether, es usted absolutamente encantadora.
– Bueno, me alegra ser el centro de su diversión -indicó, moviéndose mientras intentaba erguirse. Pero Ashdowne la retenía con firmeza, lo que hizo que lo mirara a la cara con sorpresa.
– Ah, pero necesito la risa -dijo-. Había olvidado lo mucho… que… necesito… -calló al bajar la cabeza; los labio de Georgiana se abrieron con asombro a tiempo de recibir los suyos.
Eran cálidos, suaves y tan embriagadores como recordaba. Tuvo el fugaz pensamiento de que no debería dejar que la besara, en particular en el suelo del dormitorio del señor Hawkins, pero le resultaba imposible mantener cualquier pensamiento cuando lo tenía tan cerca, y su mente no tardó en rendirse a su cuerpo.
Como si llevara demasiado tiempo subyugada a los caprichos de su cerebro, el resto de Georgiana le dio la bienvenida a la atención de Ashdowne. Alzó las manos hasta apoyarlas en sus hombros anchos y sus dedos sintieron con placer la dureza de sus músculos. Él le inclinó la espalda sobre un brazo y profundizó el beso mientras su lengua le exploraba con placer la boca.
Ashdowne murmuró algo sobre su piel encendida y luego una de sus manos, que había reposado en su cintura, se elevó para rozarle la parte inferior del pecho. Georgiana contuvo el aliento asombrada. El cuerpo que siempre había denostado pareció adquirir una vida propia, hormigueando y anhelando de forma extraña. Dejó de respirar mientras la palma de él continuaba su camino ascendente. Deseaba…
Soltó un suspiro cuando sus dedos se cerraron en torno a un seno. ¡Oh, qué felicidad! Esa sensación la recorrió mientras la mano enguantada de Ashdowne acariciaba su piel desnuda por encima del vestido y el pulgar jugueteaba con el pezón que de pronto se endureció.
– ¡Oh, Ashdowne! -murmuró como en un torbellino. Se contoneó en su regazo buscando un tipo de finalización y sintió que algo se agitaba y se ponía rígido contra su trasero-. ¡Oh! -jadeó cuando dio la impresión de moverse debajo de ella.
– Sí. Oh. Georgiana…
Sea lo que fuere lo que él quisiera decir se perdió en el clic de una cerradura. Sonó tan fuerte en el silencio que ambos se quedaron paralizados, hasta que captaron el ominoso sonido de una puerta al abrirse en la planta baja.
Antes de que Georgiana se diera cuenta, él se incorporó y la arrastró hasta la ventana. La abrió en un segundo y salió con un movimiento fluido. Luego la levantó para hacerla pasar por el hueco y cerró a su espalda. Aturdida, Georgiana se volvió para descubrir que estaban en un tejado; Ashdowne, sin la menor vacilación, la condujo alrededor de la chimenea y las claraboyas, saltando de un edificio a otro hasta que llegaron a un roble alto y delgado.
Aunque no era grande la distancia que los separaba del suelo, el precario descenso la frenó y la altura le resultó amenazadora desde su posición. Pero Ashdowne se movió con destreza, y sus manos siempre estuvieron ahí para tomarle las suyas o sostener todo su peso al ayudarla a bajar. Al final ella hizo pie y rozó su duro cuerpo de un modo que estuvo a punto de quitarle la poca cordura que le quedaba.
Se quedaron quietos, con las manos de él en torno a su cintura. Georgiana se aprestó a recibir una reprimenda. Ashdowne se había estropeado su elegante ropa, aparte de arriesgar su cuello y libertad en caso de que los hubieran descubierto. De pronto su plan le pareció más necio que inspirado y experimentó un profundo remordimiento por haberlo convencido de seguirlo.
Lo miró con cierta inquietud, pero, para su sorpresa, la expresión de su cara solo podía describirse como exultante. Echó la cabeza atrás y rió, allí de pie, a salvo entre las sombras. Georgiana se preguntó si se había vuelto loco. Tenía una marcada propensión a la hilaridad en los momentos más extraños. Entonces calló y se inclinó sobre ella.
– Gracias -susurró de un modo que dificultó la concentración de ella.
– ¿Por qué? -quiso saber.
– Por la aventura -explicó. Antes de que ella pudiera digerir sus palabras, se acercó para susurrarle al oído-: Lo había olvidado y estoy en deuda contigo por recordármelo.
– ¿Olvidado qué?
– La vida es una aventura -declaró, y ahí mismo, a la sombra del roble, le rozó los labios en un beso breve y duro.
Aturdida, Georgiana no fue capaz de moverse hasta que él le tomó la mano y la obligó a seguirlo.
¿Aventura? Al parecer se crecía con ellas, y mientras la conducía por unos jardines posteriores hacia las calles de Bath, le dio la impresión de que ella era su ayudante, arrastrada por una fuerza mayor que cualquier misterio.
La tarde daba paso a la noche cuando se acercaron a la residencia de los Bellewether, y Georgiana no había progresado nada en la solución del caso. Sintió como si la respuesta que antes le había parecido sencilla se escabullera entre sus dedos con cada momento que pasaba. Y su ayudante, a pesar de lo útil que era para entrar en una casa cerrada, empezaba a formar parte del problema.
Se vio obligada a reconocer que Ashdowne surtía el efecto más perturbador que nadie había provocado en ella. Su sola presencia actuaba como una droga poderosa, embotándole la mente al tiempo que agudizaba el resto de los sentidos de manera portentosa. Al recordar la sensación de la mano en su pecho, experimentó un anhelo abrumador y un bochorno horrendo.
¿De verdad había respondido a su contacto con semejante abandono? Después de desear muchas veces ser un hombre, Georgiana había desdeñado los adornos femeninos que tanto encandilaban a sus hermanas. Siempre se había considerado muy por encima de esas tonterías, demasiado lógica e inteligente para caer víctima de los encantos de algún hombre. Sin embargo, Ashdowne parecía capaz de alelarla y dejarla incoherente en cuestión de momentos.
Resultaba decididamente humillante.
Peor aún, ese curioso fenómeno no podría haber llegado en un momento más malo, ya que ese caso requería el máximo de su ingenio. Suspiró exasperada.
Era evidente que hacían falta medidas drásticas. A pesar de lo mucho que le gustaba el marqués y de cuánto apreciaba su ayuda en la investigación, iba a tener que poner punto final a su asociación. La decisión era dolorosa, y empeoró cuando se detuvo a mirarlo delante de su casa. Era tan alto y atractivo, y exhibía una expresión relajada que nunca antes le había visto.
– Ashdowne, yo…
– ¡Georgie! ¡Estás aquí! -ella sintió consternación al oír la voz de su padre. No solo la interrumpía en el momento más inoportuno, sino que se vería obligada a presentarle a Ashdowne cuando planeaba no volver a saber más de él-. Las chicas dijeron que habías ido a pasear con… -calló al observar al marqués-. Ah, ¿no es lord Ashdowne quien te acompaña? -preguntó con una voz que daba a entender que conocía muy bien la identidad de su acompañante y que eso lo complacía mucho.
– Milord, permita que le presente a mi padre, el terrateniente Bellewether.
Como de costumbre, su padre apenas le brindó a Ashdowne la oportunidad de asentir con la cabeza antes de lanzarse a un discurso sociable.
– ¡Milord! ¡Es un placer! ¡Mi pequeña Georgie paseando con uno de los visitantes más ilustres de Bath! -miró con aprobación a su hija, como si tratar con el marqués fuera una especie de logro.
Georgiana se puso rígida, ya que no era una de las mujeres embobadas que se pasaban el tiempo buscando un marido. ¡Si ni siquiera deseaba que el marqués siguiera siendo su ayudante!
– Sí, pero ya se marchaba -no prestó atención al gesto de Ashdowne al enarcar la ceja.
– ¡Oh, no! No puede irse ahora, milord -atronó su padre-. ¡No sin conocer a la familia! Pase, pase -indicó la casa-. Debe conocer a la señora Bellewether, y estoy convencido de que ella no permitirá que se marche hasta después de haber cenado con nosotros.
Georgiana miró alarmada a su padre. Incluso antes de haber tomado la decisión de despedirlo, jamás habría sometido a Ashdowne a los rigores de una cena con su alocada familia.
– Estoy segura de que su excelencia tiene otras citas esta noche -dijo, brindándole al marqués una excusa educada para rechazar la invitación. Desde luego, en ningún momento se le ocurrió que el hombre que la había mirado con desdén al principio pudiera desear quedarse a cenar, de modo que al oír su respuesta, lo miró sorprendida.
– En realidad, nada apremiante me espera esta noche -sonrió.
“¿Por qué?” Pensó ella. Decidió que tal vez deseara continuar la discusión sobre el caso. Le dio el beneficio de la duda y, después de comprobar que su padre no miraba, meneó la cabeza con vehemencia.
Eso solo consiguió provocar la curiosidad de Ashdowne.
– De hecho, terrateniente, me encantará aceptar su invitación -aunque inclinó la cabeza en dirección al padre de ella, no dejó de mirar a Georgiana, como si la retara a contradecirlo.
Indignada, lo contempló con ojos brillantes, pero no pudo plantear más objeciones, pues su padre los conducía a su casa mientras manifestaba su satisfacción con voz sonora. También Ashdowne parecía inexplicablemente complacido.
A pesar de sus recelos, se dijo que la situación podría resultar a su favor, ya que de ese modo se le evitaba una separación difícil de su ayudante. Era posible que ni siquiera tuviera que despedirlo.
Una cena con los Bellewether lo conseguiría con mucha más facilidad.