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Como para confirmar las sospechas de Georgiana, Ashdowne y ella apenas habían entrado en la casa después de su padre cuando fueron recibidos por gritos. En el salón principal se veía a Araminta y a Eustacia enfrascadas en una ruidosa discusión.
– ¡Es mi cinta! -exclamó Araminta, tirando con fuerza de una cinta rosa pálido que tenía entre los dedos.
Por desgracia, Eustacia aferraba con decisión el otro extremo, de modo que las jóvenes parecían unos perros luchando por un hueso.
– ¡No lo es! ¡Mamá me la dio a mí!
– ¡No es verdad! -acentuó sus palabras con un tirón violento que envió a Eustacia al suelo en una postura muy poco femenina.
– ¡Chicas! ¡Chicas! Reprendió su padre.
Georgiana se volvió hacia Ashdowne con una expresión que lo desafiaba a quejarse. Pero en vez de ver el horror que había esperado captar en su rostro, el marqués mostraba una leve diversión.
– Veo que no eres la única joven ruda de tu familia -le susurró al oído.
Georgiana lo miró con ojos centelleantes cuando él se irguió y le sonrió con inocencia, irritándola aún más. ¿Ella una joven ruda? ¡Desde luego que no! No se parecía en nada a sus hermanas. Preparó una respuesta apropiada pero no pudo dársela, ya que Eustacia y Araminta se percataron de su presencia y se adelantaron abanicándose, mientras la cinta de su disputa yacía olvidada en el suelo.
Para su consternación, comenzaron a emitir sus risitas incesantes.
– ¡Milord! -rodearon a Ashdowne y coquetearon con él de forma muy bobalicona.
Georgiana tuvo que morderse la lengua para contener la frase cortante que le fue a la cabeza. Su padre no ayudó en nada, ya que realizó unas presentaciones sonoras mientras era ajeno al comportamiento de sus hijas.
Con desagrado dejó que Araminta usurpara su puesto, ya que en toda conciencia no podía reclamarlo si pensaba despedirlo. Soslayó el aguijonazo que sintió por la separación y se apartó, para verse detenida por el contacto leve pero firme de la mano de Ashdowne en su codo.
No tenía ni idea de cómo lo consiguió, pero había burlado a sus hermanas para recuperar la posición a su lado de una manera bastante decorosa; ella no pudo evitar experimentar una oleada de felicidad.
Durante la velada, siguió mostrándose cortés y agradable, dos rasgos que Georgiana no le habría atribuido.
Logró manejar la ávida atención de sus hermanas y la conversación jovial de su padre, al tiempo que desvanecía las sutiles reservas de su madre de tener a un noble en su casa. Por suerte Bertrand no apareció y no salió a colación la visita que habían hecho antes a la casa del marqués.
Se preguntó por qué se mostraba tan amable cuando por lo general no le habría dedicado un segundo vistazo a su familia. Siendo de naturaleza suspicaz, de inmediato comenzó a reflexionar sobre los motivos que podían inducirlo a ello.
A medida que transcurría la noche se sintió cada vez más frustrada, en particular después de verse obligada a cantar y tocar música a sus hermanas. Aunque eran instrumentistas pasables, Georgiana no estaba de humor para disfrutar la actuación.
– ¿Y qué me dices de ti, georgiana? -musitó acercándose a ella-. ¿No te unes a ellas?
– No a menos que desees sufrir una indigestión -repuso con voz disgustada.
Su animada carcajada atrajo la atención de todos: un fruncimiento de ceño en su madre, una sonrisa en su padre y dos mohines en sus hermanas. Desde luego, cualquier intento de mantener un diálogo importante entre ellos era imposible, lo cual exasperó más a Georgiana.
¿Cómo podía permanecer sentado, fingiendo que disfrutaba de la mediocre capacidad de sus hermanas, cuando ella se moría por largarse? Jamás sabía qué clase de conducta esperar de ese hombre. Su naturaleza mercurial, al tiempo que molesta, también parecía estimular una parte hasta ahora desconocida en ella que anhelaba ese estímulo. Quizá lo encontraba tan irresistible por el hecho de que su vida era más bien corriente y su familia y conocidos absolutamente predecibles.
Pero eso era todo. En cuanto se deshiciera del errático marqués, recuperaría su existencia estable, donde imperaban la lógica y el raciocinio, siendo sus únicos estímulos los mentales. Y si el resto de su cuerpo femenino temblaba de decepción, no tenía intención de complacerlo.
Cuando terminó el interminable concierto, Ashdowne se puso de pie y aplaudió.
– Gracias por la música -manifestó, poniéndole fin para alivio de Georgiana-. Y ahora, señorita Bellewether, creo que prometió enseñarme el jardín.
Durante un momento ella lo miró con expresión perdida. Pero al darse cuenta de que al fin respondía a sus esfuerzos de mantener una conversación en privado, se levantó con celeridad.
– Oh, sí -aceptó la sugerencia.
– ¿El jardín? -el tono de voz de su madre evidenció consternación, pero su padre no le prestó atención y dio su estentórea aprobación.
– Ve a mostrárselo a su excelencia, pero no tardes mucho.
Georgiana se sintió abochornada cuando les guiñó un ojo. Su padre no podía creer que pretendían estar a solas para… para coquetear. Se le inflamaron las mejillas. Salieron al jardín ante la protesta de sus hermanas, que no tardó en perderse atrás.
El jardín era pequeño, como casi la mayoría de los que había en Bath, y estaba sumido en las sombras. Durante la cena había llovido, lo cual levantó una niebla que a Georgiana le resultó irritante. La contempló con lóbrega sensación de frustración, ya que el vicario podría hacer cualquier cosa en una noche como esa. ¿Estaría deshaciéndose en ese momento de las pruebas?
Entonces Ashdowne se acercó a ella y de su cabeza se desvanecieron todos los pensamientos del caso, junto con su inteligencia. En ese momento le pareció que la niebla remolineaba a su alrededor de forma romántica, envolviéndolos en un mundo propio. Esa idea absurda la hizo temblar.
Resultaba evidente que no era ella misma. Como para demostrar sus sospechas, se sintió invadida por el calor y la fragancia de Ashdowne le llenó los sentidos, provocando cosas extrañas en partes perdidas de su anatomía. Dio un paso atrás en busca de un lugar donde anclarse. Sabía que debía hablar antes de perder la poca cordura que le quedaba; carraspeó y centró su atención en las botas de él.
– Milord…
– Vamos Georgiana, entre nosotros ya no veo la necesidad de tanto formalismo -replicó en un tono que provocó un nudo en el estómago de ella e hizo que su cuerpo madurara como fruta fresca.
Cerró los ojos al recordar las manos de él y sintió que era dominada por un leve letargo.
– Ashdowne -corrigió. Alzó otra vez los párpados y transmitió su mensaje antes de que fuese demasiado tarde-. Me temo que tendré que despedirte. Ya no deseo más tu ayuda.
El silencio que recibió el anuncio fue ensordecedor y Georgiana se atrevió a mirar a la cara a su anterior ayudante. Rara vez Ashdowne revelaba sus sentimientos, de modo que fue con sorpresa como observó el asombro en los elegantes rasgos del marqués, y fue evidente que el siempre elocuente noble no sabía que decir.
Podría haberla divertido de no sentirse tan culpable.
– Lo siento, Ashdowne, pero resultas una distracción excesiva para mí -explicó-. No soy capaz de concentrarme en el caso.
Al oírla él dejó de intentar hablar y la contempló largo rato. Luego echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada, haciendo que Georgiana se preguntara si en su familia había algún caso de locura, pues muy a menudo le daban esos casos de hilaridad.
– Te pido perdón, pero eres tan… impredecible -logró balbucir al final.
– ¡Podría decir lo mismo de ti! -espetó ella, ya que no le pareció un cumplido.
– ¿De verdad? Es encantador -murmuró y Georgiana volvió a sentir la sensación familiar de entrega cuando se acercó a ella.
– ¡No! -levantó una mano para detenerlo-. Me refería exactamente a esto. No he podido pensar durante la cena. Tú me perturbas -en esa ocasión la sonrisa de él surgió con tanta lentitud y provocación que pensó que las rodillas le iban a ceder.
– Te perturbo, ¿eh? -avanzó otro paso. Ella retrocedió pero se encontró con la pared de la casa a la espalda-. Me gusta perturbarte -apoyó una mano en la pared y la atrapó. Con la otra le acarició el pelo, como fascinado por la textura de esos robustos bucles. Ella gimió-. Pero intentaré perturbarte menos para que puedas concentrarte en el caso -murmuró con sinceridad, aunque nada arrepentido-. ¿Cuál será tu siguiente paso?
Centrando sus pensamientos en el olvidado caso, Georgiana se dio cuenta de que le quedaban pocas opciones, de modo que soltó lo primero que le pasó por la cabeza.
– Supongo que tendré que seguir al vicario para ver si comete algún desliz.
– Me temo que no podré permitirlo -susurró tan cerca que ella pudo captar la suave caricia de su aliento.
– ¿A… a qué te refieres? -tartamudeó. A pesar de la calidez que la invadía, se sintió un poco indignada, ya que no tenía derecho a darle órdenes.
– Soy tu guardián, ¿lo has olvidado? Deberé acompañarte para evitar que te metas en problemas, de modo que descartarás esa absurda idea de despedirme, ¿verdad? -la intención de ella era la de negarse con un gesto de la cabeza, pero descubrió que asentía en otro ejemplo de que su cuerpo había abandonado a su cerebro-. Gracias -ronroneó él, y Georgiana se quedó con la vista clavada en sus labios-. Prométeme que esta noche no harás ninguna temeridad y mañana estaré a tu disposición.
¿A su disposición? La sola idea la mareó. Quería probar esos labios maravillosos, sentir cómo la besaba de esa manera profunda y lujuriosa, por lo que contuvo el aliento a la espera de su contacto. Pero justo cuando contaba con que posaría los labios sobre los suyos, dio un paso atrás, confundiéndola una vez más.
– No quiero que esta noche salgas de tu casa. No es una noche adecuada para estar por ahí, y tu investigación aguardará hasta mañana.
– Investigación -repitió atontada. ¡Oh, sí, el caso! Se apartó de la pared y se alejó de él, respirando hondo para desterrar la tentación que representaba-. Me temo que se nos empieza a escapar de las manos. Debemos actuar, y pronto -afirmó con toda la convicción que logró transmitir. Con la mente más despejada, se puso a pasear por la hierba, ajena a que le iba a mojar el bajo del vestido-. ¿Quién sabe qué hará el vicario? ¿Crees que ya se ha deshecho del collar?
– No -respondió Ashdowne.
– Bien. ¡Entonces aún tenemos una oportunidad para recuperarlo! ¡Debemos sorprenderlo en algo sospechoso! Quizá ni siquiera haya escondido las joyas en su apartamento, sino en otra parte. Por eso debemos vigilarlo.
– Y lo haremos. Pero quiero que me prometas que no intentarás seguirlo, a él ni a nadie, sola.
– De acuerdo -aceptó al ver la expresión implacable que exhibía.
– ¿Lo prometes? -se acercó más.
– Lo prometo -concedió con una mueca.
– Buena chica.
Georgiana iba a rechazar esas palabras, pero volvía a tenerlo de nuevo ante ella, alto, elegante y atractivo, una figura de sombras y tantas cosas más. Sintió una oleada de mareo unida a un profundo anhelo, que se esforzó en apagar.
– Pero tú debes acordar no… distraerme tanto -retrocedió para escapar de su poderoso encanto-. Si vamos a trabajar juntos como tú exiges, entonces hemos de mantener la mente en la investigación y evitar una conducta impropia… como la que tuvimos esta tarde en la casa del vicario -el rostro se le encendió y agradeció la oscuridad; sin embargo, y para su consternación, Ashdowne soltó una risa entre dientes. ¡No la tomaba en serio!- Con semejante coqueteo no se puede conseguir… nada -repitió con más firmeza-. Lógicamente, debemos…
– Eres un completo fraude, Georgiana Bellewether -la cortó plantándose ante ella; la suavidad de su voz mitigó la acritud de sus palabras.
– ¿A qué te refieres? -inquirió tentada de ofenderse pero incapaz de despertar su indignación. Ashdowne lucía una expresión que nunca antes había visto, una mezcla de ternura y algo más…
– Sin importar cuánto te esfuerces por fingirlo, te guías por el corazón, no por la cabeza -musitó. Acalló su protesta tomándole el rostro entre las manos y acariciándole las mejillas con los pulgares-. Por el hecho de ser inteligente e inventiva, crees que eso te vuelve pragmática, cuando eres la mujer más romántica que he conocido -le alzó el mentón.
– Eso no es verdad -susurró sin aliento, aunque ya no puedo hablar cuando la boca de él cayó sobre la suya.
Con suavidad le mordisqueó los labios, como si quisiera probarlos y no saciar su sed. Entonces, justo cuando Georgiana iba a apoyarse en su cuerpo duro, se retiró, dejándola con una vaga insatisfacción.
Le sonrió con una gentileza que jamás habría esperado de él y se dirigió hacia la puerta, desde donde le llegó la voz de su madre.
– Una romántica incurable -repitió él.
Por una vez, muda por una sensación casi abrumadora de anhelo, Georgiana no quiso discutir.
Ashdowne no confiaba en ella en absoluto.
Según sus cálculos, apenas disponía de tiempo para regresar a Camden Place. Sin importar lo que Georgiana pudiera prometer cuando estaba aturdida por la pasión, no tardaría en volver a ser una criatura lógica. Y entonces sin duda olvidaría el juramento que le había hecho.
Mientras tanto, tendría que responder a algunas preguntas de su familia sobre su súbita asociación con un marqués. Con un poco de suerte, el interrogatorio y las posteriores buenas noches la mantendrían ocupada, al menos durante un rato.
Al principio había desdeñado la exuberancia y la conducta irracional de Georgiana, pero empezaba a sentirse cada vez más hechizado. ¿Qué otra mujer tenía tantas facetas? ¿En qué otra parte la razón y la imaginación podían medrar en un único y delicioso envoltorio?
Hacía tiempo que Ashdowne se había entrenado para anticipar todas las posibilidades; no obstante, ella lo desconcertaba. Jamás había conocido una mujer que intentara minimizar su belleza, pero Georgiana trataba la suya como si fuera un inconveniente. Desde luego, esos vestidos que le elegía su madre eran espantosos, y prácticamente indecentes.
Para ella elegiría un atuendo más recatado, telas sencillas carentes de volantes que dejaran brillar su belleza innata sin atraer el interés excesivo de otros hombres.
Pero, sin importar qué se pusiera, seguiría siendo fiel a su naturaleza y soslayaría sus atributos a favor de sus tendencias más cerebrales. Sin embargo, tenía una idea aproximada de lo que le gustaría hacer con esa voluptuosa criatura; pensar en ello le tensó el cuerpo. Durante un largo y deliciosa momento la imaginó desnuda, esa forma gloriosa lista para ser tomada por él. De inmediato desterró esa visión. A pesar de lo tentadora que resultaba, Georgiana era una virgen educada con cuidado, y no estaba a su alcance.
Recordó que a punto había estado de sobrepasar sus límites. No había tenido intención de tocarla ese día, pero jamás se había reído con tanta libertad como al observarla en la habitación del vicario. Aunque tampoco había esperado que ella le devolviera su ardor con una reacción tan entusiasta.
Por desgracia, no podía permitirse semejante preocupación, y menos en ese instante; el conocimiento lo serenó. Entró en la casa y mientras se dirigía al estudio llamó a Finn. A la luz de la lámpara que aún ardía, se apoyó en la repisa de la chimenea. Estaba demasiado inquieto para sentarse. Cuando Finn entró y cerró la puerta a su espalda, se apartó de la madera dorada.
– Y bien, ¿qué tal ha ido la incursión a la casa del vicario? -preguntó el irlandés con una sonrisa.
– Un juego de niños -repuso para alegría de Finn. Se quitó el cuello de la camisa con un movimiento elegante.
– ¿Y el vicario? ¿También él ha estado robando tónico capilar?
– Creo que de lo único que es culpable es de tener un gusto más bien perverso en sus juguetes sexuales.
– ¡Santo cielo, milord! -bufó el mayordomo-. ¿Y qué pensó al respecto la pequeña dama?
Ashdowne hizo una mueca; sabía que no podía ocultarle mucho a Finn, pero era reacio a reconocer mucho, incluso a sí mismo. No tenía intención de hacer partícipe al irlandés de lo que había compartido con Georgiana en el dormitorio del vicario.
– Por fortuna, es demasiado inocente para entenderlo.
– Pero quizá demasiado lista para su propio bien -aventuró Finn.
– Quizá -musitó él-. Tengo una tarea para ti, si no te molesta realizarla -miró al mayordomo.
– Sabe que no -plegó la chaqueta que le había ayudado a quitarse y asintió-. ¿Quiere que me ocupe de vigilar al vicario?
– No. Él no representa ninguna amenaza. Quiero que vigiles a la señorita Bellewether. En cuanto le dé la espalda es posible que se meta en líos.
– ¿Cree que va detrás de la pista correcta? -inquirió Finn con mirada penetrante.
Ashdowne solo pudo volver a mover la cabeza, sintiéndose raro al notar lo protector que se había vuelto con Georgiana. Nunca se había considerado una persona honorable, pero no podía quedarse quieto y dejar que ella se lanzara de cabeza a los problemas.
– Vigílala Finn. No confío en nadie más para que lo haga.
– De acuerdo, si reconoce que la encuentra interesante -pidió con ojos brillantes.
Ashdowne emitió una risa áspera.
– Oh, claro que es interesante -Georgiana era tantas cosas que costaba manifestar en palabras todas sus fascinantes facetas, pero percibió que Finn no dejaría el tema sin una explicación-. ¿Hace cuánto que no conoces a una mujer que se divierte? -preguntó con ironía. Con una sonrisa, el criado mencionó a una cierta dama de la nobleza famosa por sus aventuras salvajes y perversas. Ashdowne rió entre dientes-. No, no esa clase de diversión. Me refiero a un inocente gozo de vivir. Sin importar lo que suceda, Georgiana se lo pasa en grande, para ella es una aventura. Quizá todo esté en su mente, pero le saca tanto placer que los que la rodean no pueden evitar verse contagiados.
– ¿Una aventura ha dicho? Me parece que conocí a un hombre que solía vivir unas cuantas él mismo.
– Eso fue hace mucho tiempo, Finn -le desagradó el recordatorio.
– ¡No hace tanto! -contradijo el criado.
– Era otra vida.
– ¡Ja! Un hombre crea su propia vida -musitó Finn, volviéndose hacia la puerta.
Ashdowne sabía que no recibiría simpatía del irlandés, ni tampoco quería ninguna. Aunque contaba a Finn como su amigo más íntimo, el ladrón callejero convertido en criado no era capaz de entender las responsabilidades de un marqués ni lo mucho que estas te agobiaban.
– Bueno, si la joven impetuosa puede evitar que se vuelva como su hermano, estoy con ella -añadió Finn por encima del hombro.
– Yo no soy mi hermano -repuso con la mayor frialdad que pudo mostrar.
– Me alegra oírlo, milord -se marchó en silencio, dejando a Ashdowne con ojos furiosos.
“No me estoy convirtiendo en mi hermano”, se aseguró, entre otras cosas porque aquel jamás había reído. El recuerdo de la diversión de la tarde le provocó una sonrisa, igual que el deseo más bien alarmante de volver a ver a la señorita Bellewether.
En ese momento y siempre.