38782.fb2 Ladr?n Y Caballero - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Ocho

A Ashdowne nunca le había gustado levantarse pronto. Como muchos nobles, se acostaba tarde y dormía hasta el mediodía. Aunque asumir los deberes que hasta entonces habían sido de su hermano había modificado algo de sus hábitos, no recordaba la última vez que se había levantado al amanecer. Sin embargo, ahí estaba, sobresaltando a las doncellas al pedir un desayuno rápido, ya que sospechaba que Georgiana no permanecería mucho tiempo en la cama.

Hizo a un lado las imágenes de sábanas arrugadas y un cuerpo cálido y lujurioso, y se tomó la taza de café con una tostada. Tenía que relevar a Finn, que había pasado toda la noche en vela.

Pensando qué es lo que haría ella a continuación, aceleró el paso hacia la residencia de Georgiana. Allí oculto entre las sombras de un alto seto, vio al irlandés, aunque le desagradó la sonrisa irónica que exhibió el criado.

– Es un caso serio, ¿verdad, milord? -se mofó Finn-. Hace años que no se levanta a esta hora. Creo que la última vez fue cuando apareció el amante celoso de aquella francesa…

– ¿Ha habido algo? -cortó al tiempo que con la cabeza señalaba la casa.

– Nada, milord -repuso el otro sin dejar de sonreír-. La joven ha estado quieta como un ratón.

– ¿No salió en ningún momento?

– No.

Ashdowne sintió un momentáneo alivio así como una dosis de orgullo. Después de todo, Georgiana había mantenido la promesa que le había hecho.

– ¿Y ahora qué? -inquirió Finn.

– Tú vuelve a Camden Place a descansar un poco. Yo me quedaré a vigilar.

– Apuesto que lo hará, milord -le guiñó un ojo-. Confío plenamente en su capacidad para manejar a una mujer, incluso la señorita Bellewether.

– Gracias -repuso con sequedad, pero al observar cómo se alejaba el irlandés, se preguntó si la confianza que depositaba en él su amigo no sería errónea. Se situó junto a un roble frondoso no muy lejos de la casa.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Ashdowne sospechó que el resto de la familia aún no había bajado a desayunar cuando Georgiana se asomó por la puerta, dando la impresión de que esperaba que alguien la estuviera vigilando. Sonrió. Aunque miró en todas direcciones, ella no era rival para su sigilo y fue ajena a su presencia hasta que se detuvo a su espalda.

– ¿Me buscabas, Georgiana? -preguntó por encima de su hombro.

Boquiabierta, ella giró en redondo, pero él ya estaba preparado y atrapó el bolso con una mano.

– ¡Ashdowne! ¡Oh, me has asustado! ¡Deja de aparecer de esa manera! -reprendió mientras le quitaba el bolso de la mano. Incapaz de resistir el impulso de tocarla, apoyó un dedo en la punta de su nariz y sonrió ante su expresión perpleja-. ¿Qué haces aquí?

– Esperarte, desde luego. Aunque sabía que no te irías sin mí, después de la promesa solemne que me hiciste anoche.

El rubor que invadió las mejillas de ella hizo que él se mordiera la lengua para contener la risa. Como a menudo su comportamiento inesperado lo frustraba, la transparencia que mostró en ese momento le resultó aún más deliciosa. Pero no se tomaba a la ligera el juramento roto, y lo mejor era que se lo hiciera saber antes… no supo muy bien antes de qué, paro frunció el ceño.

– Iba, hmm, a recogerte -musitó con los ojos bajos.

No era una buena mentirosa, por lo menos no tan competente como Ashdowne. Volvió a sentir ese aguijonazo de culpabilidad que tanto lo acosaba últimamente. Cuando se hallaba en compañía de la exuberante señorita Bellewether, era demasiado fácil olvidar las diferencias que había entre ellos, pero seguían presentes, y bastaban para devolverle la seriedad.

– No vayas sola a mi casa, Georgiana -dijo con más hosquedad de la que había pretendido emplear-. Y no hagas promesas que no vayas a mantener.

– ¡Iba a mantenerla! -protestó con los ojos tan abiertos que él volvió a ablandarse-. Solo quería empezar pronto, eso es todo, ya que desconozco cuándo un caballero de tu rango considera adecuado iniciar el día.

Pronunció las últimas palabras con una expresión tan desdeñosa que parecieron más bien un insulto. Él rió entre dientes y sintió que se hundía más en sus encantos.

– Te dije que estaría a tu disposición -le recordó Ashdowne sin explayarse más en la verdad absoluta de esa declaración. Observó que se sonrojaba un poco y su cuerpo respondía con un calor similar al imaginarla acalorada, pero no de bochorno, sino debido a sus atenciones.

– Debo recordarte, Ashdowne, que la nuestra es una relación estrictamente de negocios. Y que no puedo permitir que me distraigas de mi propósito.

– Desde luego -respondió con toda la docilidad que pudo exhibir. Ella lo contempló con escepticismo, giró hacia la calle y él la siguió, contento de dejar que el día se desarrollara como quisiera.

Después de todo, la vida era una aventura.

A última hora de la tarde, Georgiana tuvo que reconocer que su interés en la persecución comenzaba a flaquear. Ashdowne seguía con ella, aunque no dejó de atosigarla con que pararan a comer, para cenar pronto o probar algo de bocado. Supuso que un hombre que poseía la masa muscular del marqués tenía que ingerir suficientes alimentos para mantener ese cuerpo extraordinario, aunque ella era reacia a dejar de vigilar por un instante al señor Hawkins.

Por desgracia, el vicario no había realizado nada digno de mención. Después de salir de su casa a mediodía y pasar por el Pump Room, donde habló con algunas damas mayores, se dirigió a Milson Street para hacer unas compras excesivas para un hombre de sus medios económicos. Aunque tuvo que reconocer que no compró, sino que se dedicó a mirar los escaparates.

– ¿Piensas que sabe que le seguimos? -inquirió Georgiana al ocurrírsele de pronto la posibilidad. Ashdowne la miró con acritud, como si de algún modo lo hubiera insultado.

– El buen vicario no tiene ni idea -la observó con expresión pensativa-. A menos que pueda oír los crujidos de mi estómago.

– ¡Vamos, Ashdowne! -al ver que su presa volvía a ponerse en marcha, tiró de su manga. Cuando Hawkins entró en otro establecimiento, se detuvo ante el escaparate de un local que vendía guantes.

Georgiana miró por encima del hombro y quedó consternada al ver que el otro había entrado en una pastelería. Ashdowne amenazaba con amotinarse y, debido a su propia debilidad por los dulces, Georgiana notó que su determinación también se tambaleaba, pero se contuvo con valor. El señor Hawkins era su última oportunidad de reivindicación para impulsar su carrera de investigadora, y no tenía intención de estropearla por una porción de tarta de frambuesa.

– Puedes hacer lo que te plazca, pero yo tengo intención de continuar -le indicó con firmeza al marqués. Aunque esperaba que la abandonara, Ashdowne suspiró y permaneció a su lado. Realmente, su presencia le producía un gran placer.

A insistencia de él había dejado de llamarlo milord. Quizá su madre no lo aprobara, pero en cuanto entregaran al vicario al detective de Bow Street, el caso, y su asociación con el marqués, concluiría. Por desgracia, en vez de consolarla, ese conocimiento hizo que se sintiera vacía, como una tarta que se había desplomado sobre sí misma.

Siempre lógica, achacó la extraña sensación al hambre.

Durante las horas siguientes, el señor Hawkins no hizo paradas raras, no estableció encuentros clandestinos y no habló con personas peculiares. No hizo nada merecedor de atención y al final terminó por regresar otra vez al Pump Room. Aunque Ashdowne no se quejó, Georgiana se sentía exasperada.

– ¿Es que ese hombre nunca hace nada interesante? -se quejó al apoyarse en una pared baja de piedra.

– Me temo que no todos podemos ser tan intrépidos como tú, querida -vio que ella se inclinaba para quitarse un zapato, que golpeó contra la pared hasta que un pequeño guijarro cayó al suelo-. ¿Puedo ayudarte de algún modo? -preguntó, mirando su pie de una manera que amenazó con aturdirla otra vez.

– ¡No! -exclamó.

– Podría masajeártelo -sugirió él con un tono que a Georgiana le produjo un gran calor interior.

– No intentes animarme -se calzó otra vez y lo miró con ojos centelleantes al tiempo que apoyaba la barbilla en la mano.

– ¿Quieres que lo aferre por el cuello y le exija que se confiese?

Ella no fue capaz de contener una sonrisa. Aunque el plan tenía sus méritos, el señor Hawkins era de un calibre distinto que lord Whalsey y no se dejaría intimidar con tanta facilidad.

– No -musitó-. Sigamos vigilándolo.

– Hasta que desfallezcamos de hambre -afirmó Ashdowne.

– Sí.

Justo cuando ella empezaba a pensar que tendrían que separarse para comer algo, el señor Hawkins entró en una cafetería y ordenó la cena. Con discreción, Georgiana y Ashdowne ocuparon una mesa en sombras al final del establecimiento y se pusieron a cenar.

Aunque tuvo que soslayar el postre, Georgiana se sentía mucho mejor cuando siguieron a su presa en dirección a uno de los baños modestos de la ciudad.

Después de esperar unos minutos, entraron y permanecieron junto a la puerta. Ocultos bajo un arco, vieron al vicario hablar con uno de los empleados y encaminarse hacia los escalones. Para sorpresa de ella, sacó un libro de la chaqueta y lo llevó consigo mientras entraba en las aguas medicinales. Aunque no tardó en hundirse más y más, mantuvo el ejemplar en las manos y lo abrió, como si quisiera leer. Pero Georgiana notó que la mirada se le distraía, en particular al acercarse a una mujer.

– Es rao -musitó Ashdowne a su lado-. Por lo que has dicho, no lo consideraría un clérigo devoto que estudie la Biblia en los baños.

– ¡Creo que no está leyendo! -repuso con disgusto-. Sospecho que viene aquí solo para regodearse con las mujeres y sus ropas mojadas -a pesar de que los baños proporcionaban batas a sus clientes, la humedad hacía que los atuendos se pegaran al cuerpo, en ocasiones dejando poco a la imaginación. Ashdowne la estudió con una ceja enarcada y una sonrisa irónica, pero Georgiana no se amilanó, ya que era él quien insistía siempre en que hablaran con claridad-. He observado que Hawkins tiene un marcado interés en los pechos de las damas -insistió.

Par su consternación, la mirada de Ashdowne descendió despacio hasta sus propios senos, que parecieron inflamarse en respuesta.

– Pues más le vale que mantenga los ojos apartados de los tuyos -manifestó el marqués con tono serio.

Con cierto esfuerzo, Georgiana desvió la atención de su tentador ayudante y volvió a concentrarse en su sospechoso. Lo observó caminar por el perímetro, con la Biblia en la mano, pero como si quisiera demostrar que ella tenía razón, cada vez que podía miraba con disimulo a las mujeres.

Continuó de esa guisa hasta que la señora Fitzlettice, una viuda próspera de temperamento encendido, entró en el agua. Al verla, Hawkins no tardó en cerrar el libro y observó a su alrededor con suspicacia. Convencido al parecer de que nadie lo vigilaba, metió el ejemplar detrás de una piedra suelta en la pared.

Georgiana giró la cabeza hacia Ashdowne y en su rostro vio reflejado el mismo asombro que sentía ella.

– ¿Has visto eso? -preguntó.

– Estoy atónito -murmuró.

– ¡Voy a entrar! -quiso avanzar, pero él la inmovilizó con firmeza por el brazo.

– ¡Aguarda! Hawkins te verá.

El tono que empleó hizo que se detuviera. Tenía razón, desde luego. El vicario y la viuda se hallaban demasiado cerca del escondite del libro para que Ashdowne o ella pudieran recogerlo. Frunció el ceño frustrada.

– ¿Y si uno de nosotros los distrae para que el otro llegue hasta el libro? -lo miró con esperanza, pero la única réplica que obtuvo fue una mirada categórica que le dio a entender lo que creía de su sugerencia.

– Dudo que incluso tus incomparables atributos basten para distraer la atención del buen vicario de una posible benefactora, en particular una cuyos bolsillos están llenos.

Aunque se ruborizó por la descripción que hizo de sus pechos, Georgiana hubo de reconocer que volvía a tener razón. Sin embargo, era demasiado impaciente para esperar con la misma relajación que parecía tan natural en Ashdowne. Esa era la primera señal de que el vicario era el ladrón, la primera confirmación de sus sospechas.

– Debió llevar el libro todo el día consigo -susurró-. No me extraña que no pudiéramos encontrar nada en su alojamiento. Sin duda lo lleva a todas partes. ¿Qué mejor lugar para guardar un collar que en un libro hueco?

Nadie sospecharía de un vicario con una Biblia. El único en que podría correr peligro era si una persona devota, como la señora Fitzlettice, le pedía leer un versículo. Esa, desde luego, era la causa por la que el señor Hawkins lo había escondido antes de saludarla. Georgiana sonrió. Todo cuadraba a la perfección.

Por desgracia, el vicario seguía enfrascado en conversación con la señora Fitzlettice, y continuaron así un tiempo que pareció interminable antes de empezar a apartarse del libro oculto. Entonces Georgiana quiso ponerse en movimiento otra vez, pero su cauto ayudante volvió a retenerla. Él señaló con la cabeza; para su sorpresa, los dos salían del agua. Al parecer iban a marcharse juntos, ¡dejando el libro atrás!

Sobresaltada, Georgiana dejó que Ashdowne la condujera fuera del edificio hacia las sombras de un portal próximo. El sol se ponía. El señor Hawkins y la viuda fueron los primeros en salir de entre una hilera de clientes. Georgiana aguardó con la respiración contenida y luego se mostró alarmada por el sonido del cerrojo. ¡Cerraban el lugar!

Enfadada, se volvió hacia él, ya que todo era por su culpa. Lejos de ayudarla, lo único que había hecho había sido frenarla de forma poco razonable, y ya era demasiado tarde. Abrió la boca para manifestar su indignación, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra, él le tomó las manos y la acercó.

– Volveremos mañana a primera hora -prometió.

A pesar de la tentación de sus palabras, Georgiana se soltó, decidida a no dejar que la abotargara en la complacencia con su voz suave y su presencia abrumadora.

– ¡No! Las joyas están en ese libro, ¡no me cabe la menor duda! Y, en ese caso, Hawkins no las abandonará mucho tiempo. Estoy convencida de que jamás fue su intención separarse de ellas. Por supuesto, no esperará hasta mañana para recuperarlas -Ashdowne gimió, pero ella soslayó sus protestas-. Debemos regresar cuando el lugar esté desierto, ¡pero antes de que sea demasiado tarde!

– ¿Y cómo pretendes entrar?

Georgiana le sonrió, ya que conocía bien sus talentos en esa dirección.

– Oh, estoy segura de que se te ocurrirá algo.

– Muy bien -aceptó, mirando el edificio tranquilo al tiempo que musitaba algo sobre su perdición-. Volveremos cuando haya oscurecido por completo.

No pensaba dejar que se marchara sola, pero como Georgiana había insistido en que alguien debía vigilar el lugar, había enviado a un chico que paró en la calle con un mensaje a su residencia; al poco tiempo apareció su criado. Finn aceptó mantener vigilancia mientras él la escoltaba a su hogar.

En cuanto estuvo en la casa de sus padres, Georgiana dijo que le dolía la cabeza y se fue a la cama, para luego escabullirse por la cocina y reunirse con Ashdowne en la puerta del jardín. Siguiendo sus instrucciones, llevaba una capa negra.

Su marcha por las calles y callejones oscuros de Bath solo sirvió para avivar su excitación, y cuando llegaron a su destino, tenía la convicción de que, sin importar lo famosa que se hiciera, jamás olvidaría esa noche, su primer caso de verdad o a su único ayudante.

Aunque no vio al irlandés, Ashdowne le aseguró que estaba ahí, vigilando en las sombras, y que los alertaría en caso de que el vicario u otra persona se presentaran. La zona se veía tranquila y reinaba una oscuridad casi absoluta.

Después de sonar un clic, su acompañante le sonrió y abrió la puerta de los baños. No cabía duda de que era un hombre de gran talento.

– ¿Puedes enseñarme cómo lo haces? -susurró ella.

– No -antes de que pudiera replicar, la hizo entrar y cerró a su espalda.

Sin éxito, Georgiana intentó orientarse en la negrura absoluta; sin embargo, él parecía poseer los sentidos de un gato. Logró encender una lámpara pequeña y protegida.

Proporcionaba una iluminación apenas superior a una vela, pero no se veía sujeta a la brisa ni a una gota perdida de humedad, Y permitió que llegaran hasta el agua. Al acercarse, las piedras se tornaron resbaladizas, por lo que Ashdowne la tomó por el brazo, guiándola de forma innecesaria peor considerada hacia los escalones.

Allí se detuvieron, y Georgiana sintió el silencio sobrenatural hasta la médula. Aunque era el más pequeño de los baños en la ciudad, el lugar parecía enorme en la oscuridad. Las estrellas titilaban a través del techo abierto, mientras la luna proyectaba un fulgor pálido sobre el agua negra. Georgiana experimentó un escalofrío.

– Entraré yo -afirmó Ashdowne al soltarla-. Quédate aquí y vigila la lámpara.

Guardó silencio al ver cómo se quitaba la chaqueta delante de ella, moviendo los hombros anchos de un modo perturbador.

Ajeno a su escrutinio, Ashdowne la depositó con cuidado sobre un escalón, luego se sentó y comenzó a quitarse las botas. Invadida por un súbito mareo, Georgiana se sentó a su lado. Por algún motivo, las piernas amenazaron con ceder bajo su peso.

Comprendió que estaba demasiado cerca de él y se apartó un poco. Y aunque trató de no mirar, los movimientos de Ashdowne eran tan interesantes que no pudo evitarlo. Debía llevar una camisa negra, pues su rostro, de expresión intensa, era lo único que resultaba iluminado por el tenue resplandor de la lámpara. Al bajar la vista notó que hasta sus calcetines debían ser negros. Se dijo que no había nada extraño en eso, pero el ritual insinuaba una intimidad que le atenazó las entrañas.

Adrede apartó la cara, pero oyó el ruido apagado de la otra bota y luego un sonido aún más leve. Oh, cielos, ¿se estaba quitando los calcetines? Miró de reojo y captó un vistazo de un pie blanco y desnudo. Todos los pensamientos del objetivo de su incursión la abandonaron y experimentó el deseo peculiar de alargar la mano y tocarlo.

Entonces él se irguió en toda su estatura.

– Quiero que te quedes aquí -pidió.

Ella asintió como atontada, apoyó el mentón en la palma de la mano y lo miró sin decir nada mientras entraba en el estanque; el agua le cubrió hasta los tobillos, las pantorrillas, los muslos…

En cuanto él comenzó a alejarse se sintió mejor. ¿Adónde iba? Se levantó y bajó un escalón resbaladizo.

– Creo que está más a tu izquierda -señaló en la dirección donde creía que se ocultaba el libro.

– Georgiana -musitó Ashdowne con voz áspera-. Te dije que te quedaras dónde estabas -ordenó.

A pesar de que no podía verlo en la oscuridad, su tono la ofendió.

– Solo intento guiarte -replicó.

– Bueno, pues no lo hagas. Siéntate en el escalón y quédate ahí.

– Debo recordarte, Ashdowne, que aquí eres tú el ayudante y yo la investigadora -manifestó.

– Y también la persona más propensa a producir calamidades. ¡Calla y no te muevas!

Georgiana no aceptaba de buen grado las órdenes arbitrarias, en particular cuando las daba un hombre arrogante que no tenía derecho alguno sobre sus actos, por lo que avanzó.

– Dejemos una cosa clara, Ashdowne -comenzó, para callar cuando el zapato se topó con algo.

Con pavor, oyó que una de las botas del marqués comenzaba a rodar por los escalones. ¿Por qué tenía que estar tan oscuro? Ashdowne debería haber llevado una lámpara de verdad, no esa luz minúscula; además, ¿por qué había dejado sus cosas diseminadas de esa manera? Pero antes de que el maldito calzado pudiera caer al estanque, Georgiana bajó a toda prisa con la mano extendida. No logró asir nada y al final oyó el ruido apagado de algo que daba en el agua.

– ¿Qué ha sido eso? -inquirió él.

– Nada -murmuró ella al acercarse al agua. ¿La bota se hundiría? Le pareció que captaba la piel antes de impecable flotando cerca del borde del estanque. Si pudiera avanzar un poco más y… Se arrodilló y se inclinó justo a tiempo para ver cómo desaparecía bajo la superficie. Desesperada, se estiró, pero con un movimiento demasiado forzado.

Lamentando no haberle hecho caso a Ashdowne, durante un momento prolongado se mantuvo en un equilibrio precario antes de caer de cabeza en las aguas templadas.