38782.fb2
Al principio quedó desorientada por el líquido oscuro y se vio arrastrada al fondo por el peso del vestido, luego tocó el fondo con un pie y logró enderezarse, plantando los dos con firmeza. Acababa de emerger del agua, escupiendo, cuando unas manos se cerraron en torno a su cintura.
– ¡Maldita sea, Georgiana! ¡Te dije que te quedaras quieta! -la furia de Ashdowne era inconfundible.
Intentó explicárselo, exponer una protesta, pero lo tenía demasiado cerca. Y estaba mojado.
Atontada, pensó que en su precipitación debió nadar hasta ella. La camisa negra se pegaba a unos amplios músculos. El corazón se le desbocó y separó los labios en busca de más aire, ya que la oscuridad húmeda de pronto la ahogó.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó él.
En el minuto de que dispuso para mirarlo, de nuevo notó que la observaba como si fuera si no un bicho, al menos sí algo que estaba dispuesto a devorar. Tuvo tiempo de respirar otra vez antes de que la pegara a él y su boca descendiera con una violencia que jamás había imaginado.
Entonces Georgiana se perdió en la oscuridad y el calor del agua fue insignificante comparado con el del cuerpo y las manos de Ashdowne a través de su ropa. Él deslizó las palmas arriba y abajo por su espalda y luego las plantó en sus hombros; antes de darse cuenta, el vestido cayó hasta su cintura y los pechos quedaron pegados contra el muro sólido de su torso.
Y entonces él los tocó. Con un gemido bajo, Georgiana se arqueó hacia atrás mientras sus dedos exploraban cada curva de su piel. Mojados, se movieron por su cuerpo invadiéndola con unas sensaciones que le parecieron incomparables hasta que los labios de Ashdowne se plantaron allí y la lengua le lamió los pezones; luego se dedicó a succionarle uno y después el otro.
Sintió algo salvaje, en los pechos y en el resto del cuerpo, hasta que se asentó con fiereza en la unión de sus muslos. Se retorció en un intento por mitigar la pesadez que dominó esa zona de su anatomía. Al final notó que el firme embate del muslo duro de Ashdowne le separaba las piernas. Se pegó justo en el punto que tanto la inflamaba, haciendo que estuviera a punto de llorar de alivio. ¡El querido marqués sabía exactamente lo que había que hacer!
– Ashdowne -susurró, aferrándose a su espalda cuando le faltó el equilibrio. La camisa de él se había soltado y con gesto osado ella introdujo las manos por debajo, para acariciarle la piel firme, suave y húmeda. Había algo en el agua que le potenciaba los sentidos. Ese fue su último pensamiento coherente antes de que su cerebro se rindiera al resto de ella, abandonando gustoso el dominio de todo su cuerpo-. Ashdowne -murmuró otra vez.
Sintió la pared a su espalda, oyó el sonido apagado del agua y vio las estrellas en lo alto antes de que él volviera a apoderarse de su boca. Le rodeó el cuello con los brazos, atrayéndolo mientras su muslo la frotaba. Las sensaciones producidas por ese movimiento leve se hallaban más allá de su comprensión, pero las aceptó, incapaz de detenerse, de hacer otra cosa que gemir.
Ashdowne susurró palabras de ánimo y la levantó un poco, le alzó la falda y se situó entre sus muslos, de modo que su parte más privada quedó desnuda bajo el agua. Pero antes de que Georgiana pudiera emitir una protesta abochornada, se pegó a ella. En vez de la pierna, lo que sintió fue la parte frontal de sus pantalones, una fina capa de tela que separaba su desnudez de la protuberancia dura y poderosa que tenía delante.
Era algo que iba más allá de cualquier cosa que Georgiana hubiera podido imaginar, y por una vez le pareció insuficiente la proximidad con Ashdowne. Se retorció, buscando una especie de culminación en las sensaciones que crecían en su interior mientras el cuerpo de él la frotaba a un ritmo primitivo que la hacía jadear, desear, necesitar… hasta que la oscuridad, el agua y Ashdowne la envolvieron en un calor creciente que al alcanzar su apogeo la impulsaron a gritar al tiempo que la ahogaban en un placer increíble.
Él siguió con sus acometidas, duras, con una intensidad que ella no había creído que tuviera. Luego su gemido entrecortado reverberó en el silencio mientras su cuerpo temblaba poseído por la fuerza que momentos antes había consumido a Georgiana. ¿Habría conocido una felicidad similar?
– Oh, Ashdowne -musitó con la boca pegada a su cuello, demasiado atontada para decir algo más complejo. Mientras en el silencio sus respiraciones se sosegaban, se preguntó si alguna vez podría recuperar la normalidad después de lo sucedido. ¿Qué milagro había obrado en ella? ¿Qué magia era esa que solo él podía invocar?
Apartó el rostro y vio que él parecía somnoliento y satisfecho, pero la expresión irónica de sus labios la confundió. Abrió la boca para hablar, o quizá para besarlo con un ardor más sosegado, cuando un ruido sonó en el silencio.
La puerta.
Georgiana se puso rígida cuando la mano de Ashdowne le cubrió la boca y la arrastró hacia el interior del agua hasta que solo sus caras quedaron por encima de la superficie, su cuerpo tenso contra el suyo. Con los ojos muy abiertos, ella miró en dirección a los escalones, dónde la lámpara extendía su difuso fulgor sobre el borde del estanque.
– ¿Milord?
Sintió que él se relajaba y dejó que sus propios músculos lo imitaran al reconocer la voz de Finn. Aunque esperaba que el marqués se incorporara, no lo hizo y permaneció sosteniéndola con fuerza bajo el agua. No fue hasta ese momento cuando Georgiana se dio cuenta de que la falda flotaba en la superficie y el corpiño del vestido estaba en torno a su cintura. Emitió un sonido desconsolado que los dedos de Ashdowne ahogaron.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Llevan aquí un buen rato, milord, y me pareció oír un grito. Me preocupaba que algo hubiera salido mal, pero veo que debí equivocarme. Tómense su tiempo y, por favor, perdonen la interrupción -indicó con voz seria con un deje de diversión.
– Nos ha costado encontrar lo que veníamos a buscar, pero ya no tardaremos mucho -afirmó Ashdowne. No la soltó hasta que la puerta volvió a cerrarse. La ayudó a incorporarse y al rato hizo que su vestido exhibiera una compostura competente mientras ella lo miraba aturdida.
Seguía allí de pie con expresión tonta cuando él dio media vuelta, se dirigió hacia la piedra caída y con facilidad extrajo el libro, mientras Georgiana lo miraba sorprendida. ¿Habían ido para eso? ¿A buscar el libro? En el exótico hechizo del abrazo de Ashdowne, había olvidado completamente. Seguía con la mente sin funcionarle cuando él tiró de su mano y la llevó hacia la pequeña baliza que era la lámpara.
– Hmm. ¿Qué es esto?
– Parece una bota -explicó ella de forma innecesaria.
– Ah. Y además es familiar -añadió Ashdowne.
– Yo, eh… -comenzó, volviéndose hacia él.
– Olvídalo. No lamentaré la pérdida de una bota después… -calló y le acarició la mejilla con un dedo mojado. Georgiana cerró los ojos y tembló-. Fue por una buena causa -musitó con una voz que terminó de derretirla-. Pero se hace tarde, y debo llevarte a casa antes de que te enfríes.
La posibilidad parecía absurda cuando la sola presencia de él la llenaba de calor, pero asintió con gesto distraído cuando Ashdowne se apartó.
– Escurre tu vestido como mejor puedas y luego le echaremos un vistazo al libro -concluyó.
¡El libro! Georgiana se enderezó de golpe y sus pensamientos perdidos se centraron de inmediato en la prueba que sostenían. La euforia inducida por Ashdowne se transformó en algo distinto… la excitación del caso. Se levantó la falda y la estrujó hasta eliminar la mayor parte del agua, mientras él se ponía las botas y la chaqueta.
Secándose las manos con la capa, las alargó hacia el ejemplar del vicario. Lo abrió con extremo cuidado, pero, para su decepción, ningún compartimiento oculto reveló el collar. Solo vio una especie de dibujo. Se acercó más y se dio cuenta de que se trataba de la imagen de un hombre y una mujer, ambos desnudos.
– ¡Esto carece de importancia! -protestó.
– Imagino que eso depende del punto de vista -indicó él.
Con un sonido de frustración, Georgiana alzó el volumen por el lomo y lo agitó, pero no cayó ninguna joya. Luego se puso a hojearlo. No había nada escondido, solo más imágenes. Incapaz de creer en lo que veía, dejó que el libro se abriera y lo contempló consternada, con los ojos clavados en un dibujo de un hombre que sostenía a una mujer en el aire con las piernas de ella enlazadas en torno a su cintura.
– ¿Es posible? -preguntó.
– Sí -Ashdowne carraspeó-. Desde luego.
De pronto ella pasó la página solo para ver la misma actividad íntima, aunque en esa ocasión el hombre se hallaba situado detrás de la mujer.
– Os, santo cielo -susurró. Ahogó un gemido y pasó otra página.
En la imagen que apareció la mujer se arrodillaba ante el hombre y con la boca le cubría una parte inflamada del cuerpo; con una mezcla de asombro y curiosidad, estuvo a punto de dejarlo caer. Al recordar la parte del cuerpo de Ashdowne que se había frotado contra ella, se le encendió el rostro, ¿Cómo reaccionaría él si se ponía de rodillas y…? El calor húmedo de los baños la agobió y le robó el aire de los pulmones. Con un golpe seco cerró el libro.
En el silencio reinante el calor que embargaba su cuerpo se disipó, sustituido por una oleada de decepción. Había tenido razón al pensar que ese libro no era una Biblia, pero al final tampoco resultó ser un escondite para el collar.
– No lo entiendo -musitó frustrada-. ¿Para qué iba a llevar esto consigo en los baños?
– Sospecho que no te equivocabas al suponer que el señor Hawkins no recurría a los baños por una cuestión de salud. Bajo la superficie del agua, la… humm, evidencia de la dirección que seguían sus pensamientos no sería visible.
Georgiana parpadeó al comprender a qué tipo de evidencia se refería Ashdowne. Emitió un sonido acongojado al pensar en su sospechoso caminando en semejante estado.
– Sí. Esperemos que sea lo único que haga -manifestó él-. O la idea de haber estado en el agua se transforma en algo muy desagradable, sin contar con mi desliz.
Aunque Georgiana no comprendió muy bien a qué aludía Ashdowne, ciertas palabras resonaron con claridad en su mente, en particular “desagradable” y “desliz”. Se irguió y lo miró.
– Lamento haberte provocado esos problemas en los baños -murmuró.
– Yo no los llamaría problemas -le tomó las manos y la acercó-. Tú, señorita Georgiana Bellewether, eres una absoluta delicia, y estar contigo siempre es un… placer -recalcó la última palabra, haciendo que ella se ruborizara hasta las raíces del pelo.
Se preguntó hasta dónde llevaría su ayudante la seducción entre ellos. Los dibujos del libro la habían alarmado y excitado, y siendo de naturaleza curiosa, le interesaban las experiencias humanas en todas sus formas. No obstante, sabía que la sociedad en general y su madre en particular no aprobarían ese tipo de investigación.
Se soltó las manos y bajó la vista a sus zapatos empapados.
– En cuanto al, hmm, placer… -perdió el hilo de las palabras, perdida en la confusión de la proximidad de Ashdowne.
– Lo siento, Georgiana -alzó una mano para acariciarle las mejillas. Y a pesar de todos los esfuerzos de ella, se volvió hacia su contacto como una flor en busca de la luz-. Jamás fue mi intención que las cosas llegaran tan lejos, aunque lo único que lamento esta noche es que no encontraras lo que buscabas, ¿o sí lo has encontrado?
Ella no entendió bien lo que quería decir. A veces hablaba con acertijos… además, ¿cómo podía concentrarse en algo cuando lo tenía pegado? Se apartó de él.
– Podría recordarte que debías mantener tu mente en la investigación, y no en eso… otro -repuso con voz tensa.
– Perdona -comentó con tono divertido.
Soslayó sus palabras y se dedicó a caminar por las piedras.
– Es evidente que el collar no se encuentra en el libro, pero el señor Hawkins sigue siendo nuestro sospechoso principal -pensó en el vicario antes de continuar con decisión-. Tarde o temprano cometerá un error y se nos revelará. Mientras tanto, tenemos que vigilarlo atentamente.
– Así es -convino Ashdowne-. Por las apariencias, no tengo muchas ganas de acercarme mucho al vicario.
Entre risas contenidas salieron del edificio a las calles oscuras de Bath. Al avanzar entre las sombras, Georgiana no pudo evitar preguntarse si lo que la impulsaba seguía siendo el caso… o su ayudante.
Las dudas que tenía continuaron más allá del amanecer. Aunque se dijo que la emoción no debía obnubilar su juicio, descubrir las peculiaridades del señor Hawkins había mitigado el entusiasmo de la vigilancia.
A pesar de sus intentos, no pudo negar una percepción nueva y profunda de Ashdowne, peor que cualquier otra distracción anterior. ¿Y quién podía culparla después de lo compartido en los baños? Sin embargo, conocía lo bastante sobre la reproducción como para saber que su virtud permanecía intacta. Aunque no podía afirmar no haber cambiado con semejante acontecimiento.
Después de entrar sigilosamente en su habitación, descubrió que le costaba dormir; y cuando al fin lo logró, solo soñó con Ashdowne. Despertó enredada entre las sábanas, sintiéndose encendida, cansada y frustrada, cosas que la acompañaron en menor medida durante la mañana.
Para empeorar las cosas, lo vio más atractivo y maravillosos a la luz del día, cuando reanudaron la vigilancia y en vez de vigilar a su presa se encontró vigilándolo a él.
Jamás se había sentido tan confusa, ni siquiera en el más difícil de sus casos. En contraposición. Él aparecía indiferente y elegante, como si nada le preocupara en el mundo. Y eso hizo que volviera a preguntarse hasta dónde pensaba llevar Ashdowne su… experimentación. A pesar de que profundizar en tales misterios resultaba tentador, Georgiana sabía que una mujer de la burguesía ni siquiera debería tomar en consideración ese curso de acción. Pero no pudo dejar de sentir cierta preocupación por el propio marqués.
¿Se dedicaba a esa conducta con cada mujer que conocía? No le apetecía formar parte de una serie intercambiable de mujeres, sin importar la curiosidad que sintiera por aprender más sobre los placeres que se podían encontrar en sus brazos. Aunque no quería tenerlo a sus pies, deseaba que sintiera algo por ella, un poco de afecto, además de respeto por su talento.
Por desgracia, le era imposible adivinarlo debido a su expresión reservada, y no se sentía cómoda sacando el tema, en particular cuando debía estar concentrándose en el señor Hawkins. Pero hasta el momento, su sospechoso había hecho pocas cosas de interés.
El día del vicario resultó muy similar al anterior. Había pasado la mañana en sus alojamientos, sin duda en un inmerecido descanso, antes de visitar el Pump Room, donde permaneció charlando con diversas viudas mayores.
Concentrada en sus pensamientos, se sobresaltó cuando Ashdowne señaló hacia la puerta. Miró en la dirección indicada por él y vio al vicario enfrascado en una conversación con lady Culpepper. Eso le resultó muy curioso, en particular por el desprecio que el señor Hawkins había manifestado por la mujer.
– ¿Ves?, se lo está restregando por la cara -susurró Georgiana.
– ¿Restregarle qué? -inquirió él.
– ¡El robo! Después de años de estudios, conozco la mente criminal. Sospecho que nuestro ladrón obtiene un placer perverso haciéndose pasar por un suplicante al tiempo que sabe que está en posesión de lo que es más importante para ella.
– Aciertas en lo referente a la perversión -convino Ashdowne-. Pero me parece más probable que intente ganarse sus favores, quizá en un esfuerzo para conseguir la vicaría que su familia mantiene en Sussex.
Ella descartó la suposición con un movimiento de la mano, demasiado concentrada en su presa como para discutir. Al final el vicario hacía algo interesante, de modo que no apartó la vista de él, a pesar de la perturbadora proximidad de su ayudante.
– Y, Georgiana, querida, algún día deberás iluminarme sobre ese conocimiento que posees de la mente criminal, como la has llamado -añadió con voz seductora, rozándole el oído con inquietante familiaridad.
En ese momento lady Culpepper se marchó del salón, dejando al vicario con una expresión desagradable en la cara.
– ¿Lo ves? -le preguntó a Ashdowne con tono triunfal.
– ¿Qué? Reconozco que le desagrada la mujer, pero lo mismo le sucede a la mayoría de gente que la conoce -repuso el marqués.
En ese instante su conversación se detuvo por necesidad cuando el señor Hawkins se movió. Ocultos detrás de unos caballeros sentados que dormitaban, no lo perdieron de vista.
El Pump Room no estaba muy concurrido, de modo que no les costó mucho trabajo vigilarlo.
Al rato se sobresaltó al oír un sonido bajo de advertencia de Ashdowne, pensando que los había descubierto. Pero hacia ellos avanzaba un hombre tan alto como el marqués, con el pelo negro y ojos verdes intensos que, extrañamente, parecían al mismo tiempo impasibles. Con cierta sorpresa Georgiana lo reconoció como el señor Savonierre, el hombre que había llevado al detective de Bow Street a Bath.
Como solo lo había visto desde lejos, no había podido analizarlo mucho, aunque en ese momento se dio cuenta de que tenía una figura imponente. A primera vista le recordó a Ashdowne. Sin embargo, las facciones de Savonierre eran más duras, y de él emanaba una frialdad que resultaba de una gelidez mayor que cuando el marqués se mostraba altanero. Experimentó un escalofrío.
– Ashdowne -Savonierre inclinó la cabeza, más su expresión no fue un saludo cordial; Tenía los ojos velados, como si detrás de ellos existiera un mundo de secretos.
Sin saber precisar por qué, Georgiana percibió algo claramente perturbador en él.
También Ashdowne debió sentirlo, porque respondió con falta de entusiasmo. Por fuera se mostró sereno y cortés, pero Georgiana notó su cautela interior y se preguntó a qué se debería. ¿Quién era ese hombre?
– Disfrutando de las aguas, ¿verdad? -inquirió Savonierre, y el marqués se encogió de hombros-. ¿Qué extraño encontrar a un hombre de su talento aquí en Bath, o quizá, en vista de los acontecimientos, no lo es, después de todo -murmuró, como si insinuara algo que a Georgiana se le pasaba por alto.
– No más extraño que su propia visita -dijo el marqués-. Pensaba que Brighton era más de su agrado.
– Ah, pero se podría decir que he venido por un deber familiar. Sin duda sabe que cuento a lady Culpepper entre mis parientes, ¿verdad? -cuando Ashdowne asintió con gesto aburrido, Savonierre exhibió una leve sonrisa, como una especie de depredador. Se adelantó, dando la apariencia de que los amenazaba, y ella retrocedió un paso, mas el marqués no se movió-. Vine de inmediato al enterarme del robo de las esmeraldas -explicó. Miró a los allí congregados y luego volvió a concentrarse en Ashdowne-. Reconozco que me siento un poco decepcionado con el detective de Bow Street que contraté. Han pasado cuatro días y aún no ha descubierto al ladrón.
– Mantengo mis propias sospechas -intervino ella, aprovechando el tema que más la atraía. Pero antes de que pudiera proseguir, Ashdowne se adelantó.
– ¿Conoce a la señorita Bellewether? Es una investigadora aficionada que ha seguido el caso muy de cerca.
– ¿Sí? -Savonierre la miró con intensidad.
Aunque por lo general no desperdiciaba las oportunidades para exponer sus teorías, se sintió incómoda bajo ese escrutinio.
– Tal vez yo tenga éxito donde el señor Jeffries no lo ha conseguido -afirmó con sencillez cuando pudo hablar.
En vez de mostrarse desdeñoso como otros hombres, Savonierre la observó con una sonrisa extraña. Inclinó la cabeza ante ella.
– Tal vez así sea, señorita Bellewether. Lo desearía.
El tono que empleó exhibía una promesa oscura que hizo que Georgiana contuviera el aliento, que no soltó hasta que él se despidió.
– ¿Quién es? -le susurró a Ashdowne-. ¿Y por qué te odia tanto?
Durante un momento él guardó silencio y contempló la figura que se alejaba con una expresión tan peligrosa que Georgiana temió que fuera tras él con alguna intención violenta. Ansiosa, tiró de su manga hasta que la miró, con el rostro rígido.
– Ciertamente le desagrado, aunque desconozco el motivo. Sin embargo, se trata de un hombre muy poderoso al que no hay que tomarse a la ligera -volvió a mirar en la dirección que se fue Savonierre y pareció recuperar su aplomo habitual. La tomó del brazo, lo apretó con suavidad, y la instó a moverse entre la gente.
Por desgracia, el señor Hawkins había desaparecido.