38795.fb2
DESDE lo alto del mangrullo, el vigía del fortín da la voz de alarma: -¡Se viene el malón!
Es un joven de dieciséis años. Se llama Anselmo Soria. Desde chico ha vivido en la frontera; es decir: entre los poblados y el desierto, entre los blancos y los indios.
Tiene la rapidez, los movimientos ágiles de los indios pampa. Su madre lo era. Uno de los suyos la mató porque se había casado con un huinca, con un blanco. Su padre murió también: cayó en una de esas míseras batallas del desierto, disparando su whinchester.
Le dijeron gaucho, gauchito, huérfano, antes de llamarlo por su nombre. Como si la falta de padres fuera un pecado. Se acostumbró a eso y a mirar de frente, a no bajar la vista ante los mandones. A los doce años andaba de reserito, arriando el ganado, entre los pajonales:
– ¡De vuelta ternero! -gritaba y mandaba al animal junto a su madre.
Buen jinete, sí, decían los de más edad viéndolo hacer una pechada al toro arisco o emprendiendo un galope corto para enderezar la marcha del ganado.
Bueno para el lazo, también. Y para domar un potro, como ese animal que ahora es su cabalgadura y al que le afloja la cincha para cabalgar despacio, sin apuro, hasta que caiga el sol y los hombres terminen la jornada. Entonces, alguien tocará la guitarra…
No, no ahora. Eso fue antes, cuando Anselmo era chico.
Ahora se oye al trompa que toca a combate y se oyen también los gritos, las órdenes, ruido de sables y de espuelas de esos gauchos transformados en soldados de ejército de línea. Como su padre. Como el que murió peleando.
– Yo no nací para eso -solía decir Anselmo antes que lo llevaran al fortín.
A él le gustaban los bailecitos en los patios de tierra, florearse con las mozas, ya que era buen bailarín, jugar a la taba, divertirse como se divertían entonces los muchachos. Si iba a la pulpería, en vez de pedir una ginebra o una caña quemada como los hombres grandes, él pedía su jugo de orchata "Muy sano el mozo", decían los paisanos que tomaban su vino carlón y oían el canto del payador, muy respetuosos y muy serios. Claro que a veces, alguien que bebía de más decía un disparate y otro se enojaba y entonces salían a relucir los cuchillos y podía ocurrir una desgracia.
Una noche así, de batifondo, llegó a la pulpería el comandante, el sargento y un grupo de soldados.
– ¿Así que les gusta pelear como los gallos? -preguntó el comandante y fue tomando el nombre de cada uno y anotó las papeletas y antes que alguien dijera pío, ya estaban enganchados para ir al fortín y pelear en el desierto.
Pero el joven Anselmo se resistió, quiso hacer la "pata ancha" frente a los soldados.
Le dijeron charabón, que era la manera de decirle que no se portara como un tonto con ellos. Porque charabón es la cría del avestruz, que es o parece muy torpe a los ojos humanos. Charabón, que después se transformó en chabón o boncha en la ciudad. Torpe. Y triste. Así se sentía Anselmo frente al comandante.
– Yo conocí a tu padre, muchacho. Un hombre valiente. Para él era una honra y no un castigo la milicia. Yo lo conocí bien, muy bien. Y es una lástima que su hijo no siga su huella, que ande de perdulario por las pulperías.
– Sólo fui a pasar un rato, nomás -se defendió Anselmo.
– Mal hecho. Nada bueno vas a aprender allí. Aquí, en cambio, tenés la oportunidad de hacerte hombre.
No le dio tiempo a responder. Al rato, Anselmo andaba con sus pilchas, sus ropas de milico, caminando entre la tropa. Había hombres de todas las edades, algunos demasiado viejos y otros jovencitos, como él.
Muy pronto aprendió las rutinas del soldado y, entre todas, le gustaba subir al mangrullo, otear la lejanía, adivinar el número de lanceros que venían al galope.
– ¡Se viene el malón! -gritó otra vez, mientras sonaban los primeros disparos.
"Ya está, ya pasó", se dice Anselmo, mientras mira la polvareda del malón que ha terminado. Camina por el rancherío que rodea al fortín. Se oye el chiporroteo de algún rancho incendiado. También un lamento, un grito que hiela la sangre. Alguien llora a un difunto. Otro, levanta sus puños al cielo, injuria los infieles. Se ven las huellas del saqueo: algún mueble tirado en la tierra, un crucifijo, un espejo roto. Salen, como fantasmas, los sobrevivientes de los ranchos. Una muchacha llora. El se acerca para consolarla. De pronto tiene miedo de que la chica se asuste por su aspecto: la camisa hecha jirones, la cara manchada de barro y sangre. "Debo dar miedo", piensa. Pero la chica, inexplicablemente, al verlo, se echa a reír. Le da gracia el muchacho metido a guerrero, el mismo muchacho que ella ha visto en la kermesse de la iglesia, el que le compró una manzana azucarada.
– ¿Sos vos, Anselmo?
– El mismo.
– Me escondí en un baúl. Estuve temblando todo el tiempo. No sabía que andabas de milico vos…
– ¡Ni yo, mi prienda! Pero Anselmo propone y el comandante dispone, como quien dice.
– ¿Y ahora no tenés que estar allí, en el fortín?
– Aquí se está más lindo.
– ¡Mira que sos loco vos!
Se quedan mirando el atardecer entre la humareda de los ranchos. Se despiden con un beso.
¡Rosaura tiene novio!
¡Rosaura tiene novio!
canturrean los chicos.
Se llama Rosaura y tiene quince años. Ella quisiera seguir a Anselmo hasta el fortín, como esas mujeres soldaderas que acompañan a sus hombres. Pero su padre es el boticario del pueblo, un señor muy formal y, desde luego, no permitiría que eso sucediera. Así que ve partir al muchacho y le dice adiós con el pañuelo y él se vuelve para mirarla, como en las películas del Oeste, pero no es una película y esta historia ocurre en el Sur de la provincia de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, cuando el abuelo de mi abuelo se enamoró por primera vez.
– Soldado Benítez…
– ¡Presente!
– Soldado Maidana…
– Muerto en combate, mi sargento.
– Soldado Rufino…
– ¡Presente!
– Soldado Rivera…
– Herido en combate, mi sargento.
– Soldado Soria…
– ¡Presente! -dice Anselmo.
Ya es uno más entre los soldados de línea, los que viven en la frontera, peleando al indio cada palmo de tierra. Es uno más. El comandante lo mira con orgullo, como a un hijo. Pero el joven no piensa en la guerra sino en Rosaura. Se dice que, cuando termine el servicio, tal vez pueda casarse.
Claro, es algo joven para eso. Pero cuando un muchacho sueña, esos detalles no tienen importancia. "¡Ah, si fuera cantor!", piensa Anselmo, que solía quedarse boquiabierto oyendo el canto de los payadores. "Entonces", se dice, "haría versos y más versos para Rosaura, contando sus encantos. ¿Qué no?", se pregunta como si hubiera alguien que le llevara la contraria, "si yo fuera cantor no me cansaría nunca de cantar al amor, para que sepa". Por suerte, no dice los pensamientos en voz alta. Más de un gaucho se reiría. Otro, le recordaría la sentencia de otro gaucho: "Es sonso el cristiano macho cuando el amor lo domina".
Pero hay poco tiempo para el amor cuando se sirve en los fortines. Apenas ha visto a Rosaura dos o tres veces, cuando recibe la orden de ensillar y prepararse para una expedición. Van a salir campo afuera, a la Tierra Adentro, en busca del indio. No esperarán otro malón. Serán ellos los que ataquen. Es lo que le informa el cabo Páez, un veterano del desierto.
– ¡No siempre los malos van a ser ellos! -se ríe el cabo Páez y se le ven los pocos dientes amarillos bajo los bigotazos.- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Me gusta meterles baile a esos sinvergüenzas!
– No me gusta la guerra, mi cabo.
– ¡Pior es la muerte, che! -se ríe Páez.
En verdad, se ríe siempre. Dice que ya se olvidó del tiempo en que era un gaucho manso. Hace mucho que dejó de serlo. Desde que mataron a su mujer.
– Fue en un malón, por Salinas Grandes. En los tiempos de Calfucurá y sus cincuenta mil guerreros… En esas tierras, ser blanco, ya era desperdicio.
No ríe ahora. Levanta el brazo y revolea el rebenque corto sobre la cabeza del caballo que sale al galope.
"No me gusta la guerra", piensa Anselmo.
Avanzaba la tropa hacia la toldería. Unos aguiluchos revoloteaban cerca de los soldados:
Lo que vio ese día Anselmo, no lo olvidaría jamás, aquellas escenas de desolación y muerte que eran costumbre en nuestra pampa. Vio a las mujeres y los indios huyendo, al cabo Páez que quería estaquear a un guerrero vencido.
– ¡No puede hacer eso, cabo! No es de buen cristiano estaquear a un indefenso…
– ¿Y desde cuando hablas sin permiso, sotreta? -gritó el cabo Páez y se le fue encima.
– No me quiero desgraciar, no voy a pelear con usted, cabo -se defendió el joven.
El otro, por toda respuesta, le tiró un rebencazo que Anselmo esquivó, rápido como el tigre.
Por suerte, en ese momento apareció el comandante. Necesitaba que Anselmo le sirviera de lenguaraz, es decir: de traductor frente a los vencidos.
– ¡Ya te voy a agarrar! -murmuró Páez, rencoroso.
– El que busca, encuentra -se burló Anselmo.
Pero se sentía mal, muy mal. Sobre todo al volver a repetir las palabras que le había enseñado su madre, la del idioma de los vencidos. Ella también había sido una cautiva, pero de los blancos…
¡Pobre abuelo de mi abuelo! Se sentía tironeado entre dos mundos. Cuando traducía las palabras del comandante o las de los capitanejos indios. ¿Qué hacía allí? Culpó a la fatalidad por su mala suerte. Así durante horas y horas y horas. Porque como es sabido, aquellas conversaciones en la pampa eran interminables. Y se volvía una y otra vez sobre los que ya se había pactado.
"¡Son vuelteros los infieles!", comentaba el comandante. Y era verdad: aquellos hombres, los parientes de la madre de Anselmo, eran hábiles diplomáticos. Si perdían con las armas, todavía tenían el recurso de sus argumentos, discursos, alabanzas, juramentos de inocencia.
– Cada uno se defiende como puede -dice Anselmo.
– ¿Qué te pasa, che?
– Nada, mi comandante. Pensaba en voz alta.
No quiere mirar atrás. No quiere ver a los parientes de su madre, diezmados ahora en el desierto, obligados a marchar más al Sur, donde la Tierra Adentro se hace páramo, pura piedra y viento frío. No, él debe seguir. En su cabalgadura, medio dormido por horas y horas de cabildeos con los indios, abrumado también por las imágenes atroces del malón blanco, cabecea la fatiga.
Alguien le pega en las costillas. Abre los ojos y ve a Páez, riéndose, desafiante, salivando, de costado, en señal de desprecio.
– ¡Te vas a acordar de mí! -lo amenaza.
Pero él no quiere pelear. Sólo quiere regresar al fortín y después, bañado con agua de pozo, salir en busca de Rosaura. Hasta agua florida quiere ponerse, como cuando andaba de bailarín por los ranchos. Ya se ve la empalizada del fuerte y en lo alto el mangrullo y más allá los ranchos del pueblito de frontera.
– ¿Cómo que no hay nadie?
– No, no hay nadie, mozo. Ayer noche, el boticario y su hija se fueron del pueblo. El hombre temía por su hija. Me lo dijo a mí, que fui su amigo durante muchos años.
– ¿No sabe adonde fueron?
– Pa mí que a Buenos Aires.
– ¡Dios mío!
– ¿Qué le pasa mozo, se siente mal?
– Rosaura…
– ¿La conocía?
– Sí…
– Yo creo que se fueron a Buenos Aires o al Rosario… él era de Rosario ¿sabe?… Lo único que sé es que se asustó mucho después del malón. No podía soportar la idea de que a su hija la llevaran cautiva. Se hubiera muerto el hombre. Así que se fue.
– Se fue… se fue… -murmuró Anselmo atontado por la noticia.
– Más mejor para ellos ¿no? -comentó el hombre.
– Sí, mejor para ellos.
El abuelo de mi abuelo está llorando por el amor perdido. Me da pena verlo así, a los dieciséis años, en un fortín de la pampa. Solo, sin amor, sin perro que le ladre. Y no es cierto que los hombres no lloran. El llora porque no está Rosaura y va a ser muy difícil que la vuelva a encontrar. Llora como un chico, como un hombre, cuando aparece el cabo Páez y comienza a burlarse de él.
– ¡Seguro que estás llorando de miedo, ja, ja, ja!… Te creías que la milicia era un juego de chicos… Y no, mocoso… es para hombres, para machitos… no para gente como vos…
– No me moleste, cabo. No le voy a contestar.
– ¿Qué no? ¡Vas a chillar como loro cuando te ponga la mano encima!
– ¡No lo haga, don! Se lo pido por lo que más quiera.
Entonces, el cabo, de puro comedido, le da un rebencazo.
Se enfurece Anselmo. Con el poncho recogido en el antebrazo izquierdo y la mano derecha cerca del facón, resopla como un puma.
El cabo saca el sable y le da dos o tres planazos que obligan a retroceder al chico. De todos modos, está dispuesto a defenderse.
– ¡Ahora va en serio, infeliz! -le grita Páez y arroja, de filo, otro sablazo.
Anselmo detiene el golpe con el poncho. Pero Páez vuelve al ataque, esta vez tirando a fondo, hacia el pecho. Salta hacia atrás Anselmo, arroja tierra con la bota, se agacha a lo indio y contrataca a su vez con el facón. En la embestida, hiere en la mano al cabo Páez, que deja caer el sable.
Anselmo monta en su caballo y huye campo afuera. No sabe adonde ir. Está solo en la pampa.