38795.fb2 Las botas de Anselmo Soria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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II Cuando mandinga mete la cola

HACÍA días que Anselmo andaba por la llanura sin rumbo cierto. La noche lo encontraba en cualquier lugar: a orillas de un arroyo, en un claro del monte o en medio de la pampa, bajo la Cruz del Sur. Dormía a lo gaucho, sobre el apero, arropado en su poncho. Soñaba mucho: soñaba con su madre y con las escenas del malón y también con Rosaura. Indio y gaucho a la vez, era hábil para conseguir su alimento. Tempranito, salía a bolear un animal. Hacía un fueguito, asaba un pedazo de carne y seguía viaje, adonde Dios quisiera. Pasaron semanas, meses, quizá un año. Los rasgos del muchacho se habían endurecido, las facciones de un adolescente que ahora parecía -y era- definitivamente un hombre.

Alguna vez se topó con un gaucho cimarrón, un gaucho maló, un matrero. El hombre lo saludó, ceremonioso. Estaban solos en la inmensidad de la llanura, perdidos y perseguidos, como tanta gente que después fue a parar a los fortines, las cárceles, los cepos.

El gaucho maló, el matrero, relató:

– Me persigue la partida. No me da tregua esa gente. Y estoy cansado ¿sabe?, algo viejo para darles pelea a cada rato. Así que me retiro. No quiero dar lástima. Me voy lejos donde nadie pregunte por mí. Ya no quiero usar estos trabucos naranjeros con los que hice retroceder a la partida. Se acabó la pelea. Ahora voy a ser un hombre de paz… ¿Por qué le digo esto?… Porque veo que es un mozo perdido… Como yo cuando era joven… Pero ahora es distinto… se viene el Progreso, dicen… Y no hay lugar para los gauchos… -Así dicen, ¿no?

– Van a poner unos carros de fierro, el ferrocarril.

– Ahá.

– Si yo fuera joven, me iba para la Ciudad y me olvidaba de esta vida…

La Ciudad. Anselmo trató de imaginarla. Casas de material, algunas de dos pisos, calles empedradas, faroles en las esquinas. Era muy difícil imaginar aquello. Pero se juró que llegaría allí alguna vez, que encontraría a Rosaura… A veces se enojaba con él mismo porque empezaba a olvidar. El rostro de Rosaura se confundía con el de otras muchachas de los bailes y él sentía que la estaba traicionando.

– Es triste andar sin mujer, sin familia-continuó el matrero-, siempre con el Jesús en la boca.

– Yo no tengo familia -comentó Anselmo.

– Pero la podes hacer… ¡Sos tan joven!…

De pronto, el gaucho malo, el cimarrón, el matrero, se echó a tierra y pegó la oreja al suelo. Anselmo no oía nada, pero el otro, buen baqueano y rastreador, oyó el lejano rumor de unos caballos que se acercaban.

– ¡La partida! -dijo y se levantó de un salto.

Montó en su caballo y partió como si lo corriera el Diablo.

"No hay que mentar a Mandinga porque sí", decía su madre. Lo recordó ahora, al ver el cielo rojo, muy rojo, donde se recortó, contra el horizonte, la sombra del gaucho perseguido y atrás las figuras de caballos y milicos de la partida. No, no hay que nombrar en vano al Diablo que siempre mete la cola en los asuntos de la gente. Eso es lo que pensó Anselmo aquel atardecer.

Vio, en la lejanía, las carretas que navegaban la llanura, como barquitos en un mar verde, interminable.

Anselmo Soria se dirigió hacia allí. Necesitaba ver gente, personas que recorrían la pampa e iban a una u otra ciudad, de provincia en provincia. Gente decente, gente de trabajo.

Pero el aspecto del joven debía ser lamentable, tanto que los carreteros, al verlo llegar, lo confundieron con un bandido. Uno, disparó un trabucazo de advertencia.

– ¡Ave María Purísima! -exclamó Anselmo.

Entonces los carreteros, al ver que se trataba de un jovencito, se echaron a reír.

Lo invitaron a sumarse a la caravana. Ahora, otra vez, Anselmo se sintió en casa. Hacía mucho que no oía las voces de la gente de los poblados y eso era como música para él.

Llegó la noche. Hicieron un alto en el camino. Comieron un asado y después, al pie de las carretas, los hombres comenzaron a contar cuentos y sucedidos.

– Yo vi la cola del Diablo -dijo un viejo.

– ¿La vio?

– Como lo estoy viendo a usted. Mesmo.

– ¿Y cómo es?

– Larga. Como de aquí hasta Junín.

– ¡No diga!

– Le digo. Hace un ruidito como el de la víbora cascabel. Oiga: chist, chist… chist.

– ¡Cruz Diablo!

– De él hablamos ¿no? -dijo el viejo y siguió contando su historia.

– Y ahora, paisanos, vamos a dormir, que mañana seguimos viaje.

Se oyó el aullido de un animal y los demás se quedaron temblando de susto.

– Será Mandinga, nomás. Es remolón para dormirse.

Anselmo durmió sobresaltado, soñando con el que no se nombra. En el sueño, él andaba por los túneles del infierno de los indios, donde la gente sigue tomando vino y bailando. Pero él no tenía ganas de bailar porque buscaba a su madre y Rosaura. No, no las pudo encontrar.

Lo despertó la primera claridad del día, el canto de una calandria.

Abrió los ojos y creyó ver la figura de una mujer hermosa, vestida como una gitana.

¿Sería verdad o estaría soñando?

Era verdad. Aquella mujer, muy bella, de pelo negro y largo y ojos hermosísimos, era una tonadillera española que iba a la Ciudad.

– Voy a cantar y bailar en un teatro -dijo.

– Ahá.

– Dicen que en la Ciudad hay un río que parece un mar, ¿es cierto?

– Yo nunca estuve allí -confesó Anselmo.

– Extraño el mar -dijo la mujer.

– Yo no vi el mar… ¿cómo es?

– Es como esto… pero se mueve.

Entonces a él le pareció que la pampa era el mar y que esa mujer era la más linda del mundo.

Paca, la tonadillera, trató de disuadir al muchacho… ¡Pero el abuelo de mi abuelo estaba enamorado otra vez!… Y cuando se enamoraba, nadie lo podía hacer entrar en razón. Paca le explicó que había mucha diferencia de edad entre ellos, que, casi, casi, podía ser su madre. Pero a él ese argumento no lo convenció. Paca en nada se parecía a su mamá. O, mejor: ninguna mujer se parecía a Paca, porque ella, sencillamente, era una diosa.

Sí, el abuelo de mi abuelo era bastante exagerado.

– ¡Cálmate, cálmate, hijo! Yo soy una artista y tengo que ir de un lado para otro.

– La acompaño.

– ¡Qué tío más cargoso! -se quejó la tonadillera.- Con razón que los gauchos tienen mala fama…

Pero Anselmo no oía. En vano los otros carreteros le aconsejaron que se olvidara de esa señora, a quien habían visto acompañada de un señor mayor, un viejito que dormitaba en una de las carretas: don Polidoro Maidana.

– Es un hombre muy rico…

– Y muy malo…

– ¡Y muy celoso, Anselmo!

Anselmo no hizo caso. Siguió dando vueltas alrededor de la tonadillera, como las moscas a la miel.

Las carretas iban rumbo a Luján, luego hasta el Once. El oyó esas palabras como uno oye el nombre de un país o una ciudad lejana. Dispuesto a seguir a la tonadillera hasta el fin del mundo (para ella el fin del mundo era Argentina) Anselmo escuchó los cuentos de la Ciudad, los entretenimientos de los paisanos que se quedaban alrededor da la plaza de las carretas apostando unos pesos a las riñas de gallos o jugando al monte y a la taba. Ninguno de ellos había pisado un teatro. Uno, sí, le habló de un circo en el que se divirtió mucho. Las carretas siguieron atravesando la llanura, pasaron por un pueblo y otro. En uno de ellos, cargaron a un italiano y su organito.

Anselmo se asombró frente a esa caja llena de música. Bastaba dar vuelta la manija y el organito empezaba a sonar.

El organillero, al oír la música, a veces cantaba canciones de su tierra, del puerto de Nápoles. También él extrañaba el mar, como Paca.

Hasta entonces Anselmo no conocía ningún extranjero. Y ahora, de pronto conocía a dos: a un italiano y una española. El sabía que gente así había comenzado a llegar a la Argentina, que empezaban a poblar el campo. Y aunque los indios atacaran los pueblos y aunque cayera el granizo y arruinara los sembrados, ellos volvían a trabajar, reconstruían sus ranchos, volvían a cosechar. Así eran. Gente de trabajo. Bueno, Paca no era del todo así, porque era artista. Y Giusseppe… bueno, de él ni quería hablar Anselmo. Porque ahora -¡fíjense qué contratiempo!- el italiano andaba tras la tonadillera. Anselmo creyó que se moría. De los celos, quería pelear a cuchillo con el del organito, pero éste se excusó diciéndole que de solo ver sangre podía desmayarse.

– ¡Si serás gallina! -lo provocó Anselmo.

– No peleo con bambinos, con niños -explicó el organillero.

Celoso y humillado, Anselmo dijo una serie de malas palabras que, desde luego, no vamos a escribir aquí.

Dos días más tarde, los carreteros se pegaron el gran susto. Cuatro bandidos asaltaron las carretas. Tenían un aspecto fiero y al principio pareció que iban a cumplir su propósito, ya que desvalijaron a varios pasajeros. Paca, temblando, se puso detrás del organillero que temblaba también. Sin embargo, cuando uno de ellos intentó quitarle el bolso, Giusseppe, con un ampuloso gesto de ópera, muy teatral, exclamó:

– ¡No se toca a la signorina).

– ¡Si será trompeta! -dijo uno de los bandidos.

– ¡Gringo maula! -dijo otro.

– ¡Salvaje! -dijo el que tenía aspecto más feroz.

– ¡Lo mato! -concluyó el que faltaba.

Aunque estaba celoso por el asunto de la Paca, Anselmo no dudó en defender al italiano. Rápido sacó el cuchillo y se abalanzó sobre los salteadores. El organillero, por su parte, se armó con la picana que los carreteros usaban para azuzar a los bueyes y embistió como un caballero armado en defensa de su dama. La cotorra del organillero comenzó a chillar.

Los carreteros, al ver que Anselmo y Giusseppe habían tomado la iniciativa, también se sumaron al combate. Al rato, todo era ruido y griterío.

Se fueron los bandidos. Maltrechos, jadeando, casi sin aire, Giusseppe y Anselmo quedaron al pie de una carreta.

– ¡Mis héroes! -exclamó la Paca y les dio un beso a cada uno.

En ese instante apareció Don Polidoro Maidana, el viejito estanciero, amigo de Paca.

– ¿Qué ven mis ojos? ¡Mi novia a los besos con dos vagabundos!… ¡Y uno gringo, pa pior!…

– ¡Que no soy tu novia! -Aclaró Paca.- Y no llames vagabundos a mis amigos. Y no te burles de Giusseppe…

– Entre gringos se entienden -carraspeó, molesto, Don Polidoro-, ¡vienen a arruinar al país!

Así pensaban algunos en ese tiempo. El abuelo de mi abuelo no. Y aunque cada vez que se enamoraba, no entendía razones, esta vez, al menos, no se portó como un chico maleducado. Comprendió que la Paca y el organillero se gustaban y que, seguramente, harían una buena pareja, como la de tantos gringos que venían al país.

Alguna vez, quizá, los vería en la Ciudad. ¡Quién sabe! Pero, por ahora, había decidido partir.

Esa misma tarde, ensilló su caballo y se fue al trotecito.

A las horas, paró en una pulpería. Dejó el caballo arrimado al palenque y entró. Un payador, rodeado de los paisanos del lugar, cantaba las desdichas del gaucho solo:

El va como una alma en penapor estos campos, señor…él quiere que alguien lo quiera.No llora porque es varón.

Pero al oir esos versos tan tristes, Anselmo lagrimeó. El también era un gaucho solo, sin Rosaura, sin Paca, sin mamá.

Un rato después, se entretuvo jugando al truco con otros paisanos.

Así era Anselmo: de pronto estaba muy triste y al ratito se reía y bromeaba. No hay que olvidarse que era joven y sano y con muchas ganas de vivir libre, como los pájaros.

– Hace poco anduvo la partida por aquí.

– Buscaban a un desertor.

– Un mozo joven, como usted, parece…

Anselmo se hizo el desentendido, pero abandonó la pulpería cuanto antes. Por las dudas.

Al salir, vio el cielo, amenazante, con unos nubarrones grises y relámpagos que anunciaban lluvia.

Llovía como si nunca hubiera llovido en el mundo, un verdadero Diluvio. La huella se hizo borrosa y Anselmo rumbeó hacia un monte que se veía, muy borroso, a lo lejos. Corrió por el campo de pastos achaparrados por la lluvia. Para colmo, una ráfaga de viento frío barrió la maleza y le pegó de frente. Casi ciego, dejándose llevar por el caballo, llegó, por fin, al monte. Era bien tupido, de árboles grandes cuyas copas formaban un techo verde. Retumbó un trueno. Cayó un rayo bastante cerca de allí. Pero Anselmo dio gracias por estar en el monte, al abrigo de la lluvia. Se restregó los ojos, para acostumbrarse a esa oscuridad.

De pronto oyó el sonido de una flauta.

"¡A ver si estoy en el Cielo!", exageró Anselmo.

Pero no, apenas estaba en el monte. Y la música que oía no era música de ángeles, sino la de un hombre de aspecto estrafalario que apareció súbitamente.

Llevaba galera alta, de felpa, algo desteñida. Vestía un frac raído, botines y polainas. No llevaba camisa; sólo un chaleco almidonado. Usaba una corbata voladora, como la de los poetas y artistas de antes. "¡Qué tipo más raro!", pensó Anselmo.

El hombre era flaco y alto y usaba una barbita en punta.

"¿No será el Diablo?", pensó el muchacho y llevó la mano hacia el cuchillo.

– No tengas miedo -lo tranquilizó el hombre.

Se llamaba Monsieur o Mesié Pierre y venía de Francia. Por ese entonces, eran muchos los viajeros que recorrían el país; viajeros ingleses y franceses en su mayoría. Algunos decían que se trataba de espías disfrazados de comerciantes. Pero Mesié Pierre, según dijo, no tenía interés en el comercio, en hacer plata y mucho menos en mezclarse en política. Lo único que quería era viajar.

– Hace tres años que estoy recorriendo la América del Sur. Antes estuve en China, en Japón, en muchísimos países. El mundo es maravilloso. En todas partes hay cosas extraordinarias… ¿Has viajado, muchacho?

– Por estos pagos, nomás.

– Un joven tiene que viajar, tiene que conocer el mundo.

Caían goterones desde las copas de los árboles, una cortinita de lluvia que mojaba al viajero y a la que él no daba importancia.

– ¿Y para dónde va, don? -preguntó Anselmo.

– Adonde quiera la suerte -respondió, misterioso, mesié Pierre.