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III Los viajes con mesié Pierre

MESIÉ PIERRE tenía muchas formas de ganarse la vida, algunas muy graciosas, como vender espantapájaros.

– Ninguna persona con buen sentido haría espantapájaros -razonaba Mesié Pierre-, a no ser que fuera un chacarero que acaba de sembrar… ¿Pero para qué esperar eso?… ¿Para qué dejar que ese hombre pierda el tiempo haciendo espantapájaros en vez de cuidar su chacra?… ¡Para eso estoy yo, Mesié Pierre, fabricante y vendedor de espantapájaros!…

Y así fue como Anselmo se convenció de que aquello podía ser un oficio y se transformó en ayudante de Mesié Pierre.

Pueden verlo salir del monte detrás de su maestro. Los dos de a caballo, aunque el caballo de Mesié Pierre más parece una muía.

Van de chacra en chacra, ofreciendo su mercancía: espantapájaros de todos los tamaños y colores.

En una de las recorridas, Anselmo se encuentra con un ex-soldado del fortín.

– ¡La pucha! -se ríe el ex-soldado.-¡Quién te ha visto y quién te ve!… ¡De mercachifle, como un gringo!

Porque los gauchos menospreciaban a los comerciantes de la campaña, sobre todo a los vendedores ambulantes, casi todos extranjeros. Preferían otras habilidades: la destreza de un domador, por ejemplo.

– No es vergüenza trabajar -se defendió Anselmo.

– ¡Lo único que te falta es que andes con una cotorra o un monito sobre el hombro, che!

– No es mala idea -opinó Mesié Pierre.

– ¿Y este mamarracho? ¿De dónde salió?

Anselmo temió que los hombres empezaran a discutir y que una palabra trajera la otra y que el ex-soldado sacara a relucir su cuchillo. Porque eran muy frecuentes las peleas de los vagos y mal entrenidos, como se les llamaba entonces a la gente pendenciera y sin ocupación.

Pero no ocurrió así. Mesié Pierre consideró seriamente la posibilidad de llevar un monito o una cotorra sobre el hombro y también la de tener que enfrentar a un señor antipático.

Para demostrar que no tenía miedo arrojó una botella al aire y antes de que tocara el suelo le pegó un limpio puntapié y la partió por la mitad. Luego, con el canto de la mano, partió una tabla como hacen ahora algunos karatekas. El hombre del fortín, que nunca había visto hacer aquellas cosas, desistió de burlarse del francés.

– ¡Muy habilidoso, don!… ¿Ves, Anselmo?… ¡Uno siempre aprende algo de la gente que sabe!

Siguieron viaje. No sólo cabalgaron de día sino también de noche, cosa que el paisano casi siempre evita para no tener sorpresas. Mientras cabalgaban, Mesié Pierre le iba diciendo el nombre de las estrellas, de las constelaciones. Y uno sentía que viajaba por el cielo también, cerca del lucero y la Cruz del Sur (que todos los paisanos conocen) pero también de otros astros, de otros mundos desconocidos, a los que el hombre -decía Mesié Pierre- llegará tarde o temprano.

Detrás de los fortines, desafiando al malón, muchos hombres y mujeres llegados de otros países, construían sus ranchos. Más de tres o cuatro, ya era una pequeña colonia. Y allí llegaba Mesié Pierre y su ayudante. Al principio, con espantapájaros y luego con toda clase de entretenimientos.

– Porque la gente necesita: primero, pan… ¡y después magia!

Por eso había construido un teatro de títeres, que hablaban en diferentes idiomas (los que conocía Mesié Pierre, que eran muchos) y también una linterna mágica, un cajoncito, aparato anterior a la cámara fotográfica que, mediante un juego de espejos y la luz de una vela, proyectaba en la pared del rancho diferentes láminas, con historias muy impresionantes.

– ¡Uy, uy, uy! -se asustaba un chico.

– ¡Sálvelos, sálvelos! -gritaba una mujer al ver la imagen de un naufragio.

– ¡A ese maldito le rompería la cabeza! -exclamaba un señor muy pacífico al ver a uno de los villanos.

La gente se transformaba, como cuando uno ve una película de aventuras en el cine o en la tele. Y, en verdad, la linterna mágica es como la abuelita de esas invenciones. Y el primer asombrado ¿saben quién era? Sí, adivinaron: el mismo Anselmo, el abuelo de mi abuelo.

Era un gaucho, sí. Pero ahora también un joven que conocía el mundo a través de la linterna mágica y los cuentos de Mesié Pierre.

A veces, a la noche, junto al fuego, miraba los libros del francés, apiladitos como ladrillos. No se animaba a tocarlos. Intuía que allí había muchas aventuras, negadas para los que sabían leer. Como Anselmo, como él, sin ir más lejos.

Mesié Pierre adivinó lo que pensaba el muchacho.

– Es hora de que aprendas a leer, hijo.

"Hijo", dijo. Y a Anselmo se le llenaron los ojos de lágrimas.

***

***

El episodio de la bicicleta, no lo desanimó. Lejos de eso, se puso a leer cuanto libro había acerca de los inventos modernos y las formas de realizarlos. De haber estado en Buenos Aires, es posible que lo hubieran nombrado académico o rector de un colegio nacional como a su compatriota Amadeo Jacques o bibliotecario de la Biblioteca Nacional, como a ese otro ilustre compatriota: Paul Groussac. Pero él estaba en medio del campo, en una tierra que asolaban los malones, los matreros, aventureros y bandidos de todas las especies. Era un gran maestro, pero con un solo alumno: Anselmo, el abuelo de mi abuelo.

El seguía con sus costumbres de gaucho (pialar, domar, bolear avestruces, jugar a la taba y la sortija) pero ya conocía los rudimentos de varios idiomas, que conversaba con el francés.

– ¡Hablan el idioma del Diablo! -dijo un comisario a un juez de paz, en un pueblo de frontera.

– Habrá que interrogarlos como Dios manda…

– Pa empezar, ¡me los voy a meter en el cepo!

Y por eso pasó lo que pasó.

"Para un criollo -decía años más tarde el abuelo de mi abuelo- ser o parecer civilizado, es casi una herejía". Recordaba las desventuras por las que había pasado junto a su maestro, Mesié Pierre.

Porque una noche, Mesié Pierre y Anselmo fueron detenidos.

– ¿De qué se nos acusa? -preguntó el francés.

– ¡De practicar brujería, che! -le informó el comisario.

– No somos brujos, don, somos gente decente…

– ¡Vos te callas, mocoso!

– ¡Exijo ver al cónsul de mi país! -exclamó Mesié Pierre.

– ¡Aquí no tenemos de esas cosas, jua, jua, jua! -se rió el comisario.

– ¡Un abogado, quiero ver a un abogado! -chillaba Mesié Pierre.

Todo fue en vano. Anselmo y el francés fueron llevados a un calabozo.

Mesié Pierre pidió una pluma y un papel porque quería escribir su defensa. Más modesto, Anselmo pidió un tazón de mate cocido.

– ¡Estos dos se creen que están en un hotel! -se rió, otra vez, el comisario.

Pasó una noche y otra. Mesié Pierre exigió que le devolvieran sus libros. Pero los había confiscado el juez de paz.

– ¡No tienen derecho a quitarme los libros! -se quejaba el francés.

– ¡Es inútil! -pensó Anselmo en voz alta.- ¡Estos no entienden razones!

– ¡A un hombre no se le puede privar ni del pan ni de la lectura! -declamaba Pierre como si estuviera en las barricadas de la Revolución Francesa.

Anselmo creyó que su amigo se había vuelto loco, así que no hizo ningún comentario.

Se quedó silbando bajito, pensando en la manera de huir.

Habían pasado varias semanas. El francés seguía recitando la declaración de los Derechos del Hombre ante la indiferencia de dos o tres milicos, que mateaban bajo el alero. Por fin el francés se cansó. Dejó de gritar y, al igual que Anselmo, adoptó la actitud de un perro sumiso y apaleado. Lo que Anselmo temía, es que alguien lo reconociera como a un desertor y lo enviara de regreso al fortín. Prefería ser un preso de comisaría de pueblo. Más tranquilo. Una mañana los hicieron formar junto a unos borrachos y los llevaron hasta la plaza del pueblo para hacer algunos trabajitos. Era costumbre entonces que los presos poco peligrosos trabajaran en cosas así, bajo la vigilancia de uno o dos guardias.

A las dos horas, vieron llegar, por la Calle Mayor, a una diligencia que iba para Mendoza.

– ¡Hay que abordarla, Pierre! -propuso Anselmo.

– No tenemos dinero para el pasaje -recordó el francés.

– ¡Después nos ocuparemos de ese detalle! -se impacientó el abuelo de mi abuelo.

El postillón, el guía de la diligencia, estaba cambiando sus cabalgaduras.

– ¿Dónde estarán nuestros caballos? -suspiró Mesié Pierre.

– ¡Olvídalos!

Sonó la corneta del postillón y la diligencia se puso en marcha. Pierre echó a correr, abrió la puerta del carruaje y se metió junto a dos lindas pasajeras, mientras Anselmo se encaramaba a lo alto de la diligencia y se sentaba en el pescante, junto al postillón.

– ¡Métale, compañero! -ordenó, mientras sentía el aire que le golpeaba la cara, el aire del campo, el aire libre que lo llenaba de alegría.

Las señoritas lo inspiraban a Mesié Pierre. Aunque estaba algo maltrecho después de su temporada en el calabozo, de pronto recuperaba cierto aire elegante y negligente, de gran señor. Pierre (literalmente muerto de hambre) no se abalanzó sobre las presas de pollo que comían las dos muchachas. Aceptó, sí, un trozo, que comió muy delicadamente. Después, mientras cortaba pan, queso y saboreaba el vino, inició una charla muy amena acerca de sus viajes alrededor del mundo. Las dos jóvenes, que eran señoritas adineradas, habían estado en París junto a sus padres.

– Ellos estarán muy felices en conocerlo, Mesié Pierre. Adoran todo lo francés…

– ¡Magnífico, magnífico! -exclamó Mesié Pierre, que añoraba algo de la vida cómoda de las grandes ciudades.

Entretanto, Anselmo tomaba las riendas de la diligencia y dejaba que el postillón descansara un rato. Así, pagaban el viaje que iba a ser muy largo, muy penoso, por grandes llanuras y después montes y sierras. Es cierto: iban a parar en algunas postas, para reponer fuerzas, cambiar las cabalgaduras, dormir y seguir viaje.

Una de las señoritas que viajaban, era muy bella, de aspecto distinguido; se llamaba Sofía. Al parecer, Mesié Pierre estaba muy interesado en ella. La otra, mucho más joven y muy bella también, se llamaba Liliana.

Anselmo la miró ¡y casi se enamora!

Pero tenía mucho trabajo y estaba muy cansado y sólo pensaba en llegar a Mendoza.

Cuando llegaron a Mendoza, Anselmo buscó trabajo como tropero. Era un buen jinete, muy baqueano, aunque hombre de llanura nomás. Y allí era necesario trepar las sierras, atreverse a la misma cordillera de los Andes. Al principio, Anselmo tuvo un poco de miedo. Se animó, de a poco, conduciendo mulas por el borde del abismo, por desfiladeros muy peligrosos. Recordó que años antes, muchos hombres que veían la cordillera por primera vez, se animaran a cruzar, siguiendo al general San Martín. Claro que ahora no había guerra. Las recuas de mulas llevaban mercadería para Chile y otras las traían a Mendoza. A veces uno veía del otro lado del desfiladero a un grupo de hombres con sus mulas y se asustaba de la inmensidad de la piedra, de esas moles grises, veteadas de blanco -en las alturas, con grietas verdes y rojizas y uno que otro ojo de agua, el comienzo de un manantial allí en lo alto. Cuando soplaba el viento, si los sorprendía en medio del viaje, los arrieros iban bien pegaditos a la piedra, cubriéndose hasta la mitad de la cara con sus ponchos. Sólo temían al viento blanco, ese viento de nevada que cala hasta los huesos y deja a los hombres y a los animales tirados, muertos, si es que no llegan antes a un refugio, si no buscan amparo en las mismas grutas de las montañas. Pero todo eso Anselmo lo fue aprendiendo de a poco. Vio, en la altura, el vuelo del cóndor, las grandes alas extendidas… De pronto, tuvo una idea loca: ¡volar! Claro está: todavía no se habían inventado los aviones…

Entretanto, en la ciudad de Mendoza, Mesié Pierre, entraba a la casa de Liliana y Sofía. Como era costumbre entonces, antes de comer, matearon un rato y las señoritas entretuvieron al francés charlando en el idioma del visitante y tocando la guitarra. El papá de las señoritas se puso a disposición del "gentil caballero".

– Le agradezco mucho, señor-respondió Mesié Pierre-, tengo varias ideas que quisiera poner en práctica…

– Pues, veamos, veamos -dijo el señor.

– Temo aburrir a las señoras -se disculpó el francés.

– En ese caso, creo que será mejor que nos veamos mañana en mi despacho. ¿Qué le parece, señor?

– D'accord -dijo el francés, que quiere decir "de acuerdo". Y sin esperar más, continuó charlando con las señoras. Habló de las tierras de París, de música, de teatro, de poesía. Hizo honor a una abundante cena y, a los postres, entretuvo a la pequeña concurrencia con juegos de prestidigitación.

Mesié Pierre, como muchos viajeros de ese tiempo, tenía ideas progresistas acerca de todo: el regadío de las chacras, como ganar tierras al desierto a través de acequias y cursos de agua y no le faltaban ideas sobre construcción de puentes, caminos, plazas, bancos, estaciones de ferrocarril. En verdad, debía moderar su imaginación y sus ímpetus, porque, de lo contrario, se transformaba en sospechoso y cualquiera podía pensar que se trataba de un charlatán.

Tal vez lo fuera… pero para el abuelo de mi abuelo, era un maestro, un genio.

¿O sería las dos cosas, quizá?

Lo cierto es que convenció al papá de las lindas señoritas de que le otorgara un crédito para sus empresas e inventos y comenzó a frecuentar el Club Social, a vestir elegantemente y a cortejar a la señorita Sofía, como serio pretendiente.

Pero no es de Mesié Pierre de quien debemos hablar ahora, sino del abuelo de mi abuelo, de la chifladura de Anselmo por volar como los cóndores.

– ¿Te parece una idea descabellada?

– De ningún modo -respondía el francés-. Me parece una de las ideas más sensatas del mundo. Un día habrá carretas volando por el aire… ¡qué digo carretas!… vehículos más largos que los trenes recorriendo el mundo, sobre los océanos y los países más lejanos…

– Yo soñé eso y creí que estaba loco -confesó el abuelo de mi abuelo.

– Nunca estuviste más cuerdo -aprobó el francés.

***

***

¡Y cayó, nomás! Si no hubiera sido por eso, Mesié Pierre y Anselmo hoy serían dos héroes de la aviación y la navegación en globo. De todos modos, hicieron el intento, como muchos otros pioneros. Al fin, no faltaban tantos años para que otros intrépidos se lanzaran al cruce de los Andes trepados a un globo. Tiritando, muertos de frío, sin provisiones, cayeron en un valle. Por suerte, pasaban por allí unos arrieros.

– ¡Miren quién está aquí!

– ¿Por dónde apareciste, che?

– ¿Desde cuándo sos pájaro?

Eran unos baqueanos, amigos de Anselmo. Se rieron mucho con la historia del cóndor.

– Suerte que están aquí para contar el cuento…

El francés, callado, taciturno, subió a una mula. Pensó que no era una manera muy airosa de regresar a la ciudad. Pero en fin: ¡cosas peores se habían visto en el mundo!

Al regresar, Sofía se echó a los brazos del francés, como si éste regresara de la guerra. El papá de la muchacha se alegró mucho de verlo, pero le hizo prometer que sentaría cabeza (Mesié Pierre no era un jovencito). Mesié Pierre le guiñó un ojo a su amigo. Tal vez quería decirle que era eso lo que esperaba (casarse, tener una linda finca en Mendoza, hacer fortuna) o quizá el guiño quería decir que las aventuras nunca terminarían para Mesié Pierre. Anselmo pensó averiguar eso esa misma noche, en el baile que ofrecía el papá de Sofía y Liliana.

Se acercó a la casa, iluminada por las velas y lujosa de valses, lindas muchachas y jóvenes oficiales que revoloteaban alrededor de Liliana.

Anselmo se miró en el espejo.-Vio sus pilchas de gaucho pobre, su cara de muchacho, las botas acostumbradas al baile de las enramadas y patios de tierra.

"¿Qué estoy haciendo aquí?", se preguntó. Aunque le tenía mucho afecto a Liliana, no estaba enamorado de ella. Podían decirse adiós tranquilamente. Ella se casaría con uno de esos oficiales o con uno de esos jovencitos que los padres mandaban a estudiar a Buenos Aires, para que volvieran recibidos de doctores, casi todos abogados y, con un poco de suerte, hasta diputados de la provincia.

– ¿Por qué andas tan calladito, Anselmo? -le preguntó Liliana-. ¿No te gusta la fiesta?

– Sí, claro que sí. Pero venía a despedirme ¿sabes?… Porque para mí el viaje no terminó todavía…

Liliana lo miró y lo siguió mirando, como si quisiera entrar en el alma de su amigo. Tal vez adivinó lo que pensaba.

Lo besó en la mejilla y le deseó buena suerte.

El que puso el grito en el cielo fue el francés que lo llamó tonto y retonto.

– ¿Adonde querés ir ahora?

– A Buenos Aires.

– ¡No hay nada que hacer en Buenos Aires!

Pero se dio cuenta que su amigo no cambiaría de opinión. Para Anselmo, como para mucha gente de la Tierra Adentro (como se decía entonces) la Ciudad era como un gran desafío, una tierra a conquistar, un sueño interminable. Y hacia ella iba el abuelo de mi abuelo esa noche. Cabalgando. Solo bajo las estrellas.

– ¡Adiós, Mesié Pierre! ¡Gracias por todo!

– ¡Adiós, querido amigo!

Siguió galopando.