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Todos sus cálculos de itinerario resultaron equivocados. La tarde del 8 de noviembre llegaba casi a su fin, pero a ninguno le preocupaba el retraso acumulado. Estaban agotados, pero hacían caso omiso de su cansancio. En la ciudad la excitación era palpable, se notaba que algo iba a pasar. Antoine estaba en lo cierto; cuatro días antes, al otro lado del Telón de Acero, un millón de alemanes del Este se habían manifestado por su libertad. El Muro, con sus miles de soldados y de perros policía patrullando día y noche, había separado a los que se amaban, a los que vivían juntos y esperaban sin atreverse ya a creer en ello el momento en que por fin se reunirían de nuevo. Familias, amigos o simples vecinos, aislados desde hacía veintiocho años por cuarenta y tres kilómetros de hormigón, alambre de espino y miradores erigidos de manera tan brutal, en el transcurso de un triste verano que había marcado el inicio de la guerra fría.
Sentados a la mesa de un café, los tres amigos estaban alerta a lo que se decía a su alrededor. Antoine se concentraba lo mejor que podía, poniendo a prueba sus conocimientos de alemán aprendidos en el instituto, para traducir simultáneamente a Mathias y a Julia los comentarios de los berlineses. El régimen comunista ya no podía aguantar mucho. Algunos pensaban incluso que los puestos fronterizos no tardarían en abrirse. Todo había cambiado desde que Gorbachov había visitado la RDA en el mes de octubre. Un periodista del diario Tagesspiegel, que había acudido al café a tomarse una cerveza de prisa y corriendo, afirmaba que la redacción de su periódico se hallaba en plena ebullición.
Los titulares, que normalmente a esas horas ya estaban en las rotativas, todavía no se habían decidido. Se preparaba algo importante, no podía decir nada más.
Al caer la noche, el agotamiento del viaje había podido con ellos. Julia no podía reprimir los bostezos, y un hipo tenaz se apoderó de ella. Mathias lo intentó todo, primero darle sustos, pero cada uno de sus intentos se saldaba con una carcajada, y los respingos de Julia doblaban su intensidad. Antoine había intervenido entonces, imponiendo figuras de gimnasia acrobática para beber un vaso de agua con la cabeza hacia abajo y los brazos en cruz. El truco era infalible, pero pese a todo fracasó, y los espasmos se hicieron aún más fuertes. Algunos clientes del café propusieron otras estratagemas. Beberse una pinta de un tirón resolvería el problema, contener la respiración el mayor tiempo posible tapándose la nariz, tumbarse en el suelo y doblar las rodillas hacia el abdomen. Cada uno proponía su idea, hasta que un médico complaciente que estaba tomando una cerveza en la barra le dijo a Julia en un inglés casi perfecto que se fuera a descansar. Las ojeras que tenía daban fe de lo agotada que estaba. Dormir sería el mejor de los remedios. Los tres amigos se pusieron a buscar un albergue juvenil.
Antoine preguntó dónde podían encontrar alojamiento. Como el cansancio también había hecho mella en él, el camarero nunca entendió lo que quería decirle. Encontraron dos habitaciones contiguas en un hotelito. Los dos chicos compartieron una, y Julia pudo disponer de la otra ella sola. Subieron a duras penas hasta el tercer piso y, nada más separarse, cada uno se desplomó sobre su cama, salvo Antoine, que pasó la noche sobre un edredón extendido en el suelo. Nada más entrar en la habitación, Mathias se quedó dormido tirado de cualquier manera sobre el colchón.
La retratista se esforzaba por terminar su dibujo. Tres veces había tenido que llamar la atención a su cliente, pero Anthony Walsh la escuchaba distraído. Mientras la joven se las veía y se las deseaba para plasmar la expresión de su rostro, éste no dejaba de volver la cabeza para observar a su hija. Un poco más lejos, Julia no apartaba los ojos de los retratos expuestos de la artista. Con la mirada ausente, parecía estar en otro lugar. Ni una sola vez desde que su padre se había sentado a posar había levantado Julia la vista del dibujo que estaba contemplando. La llamó, pero ella no le contestó.
Era casi mediodía del 9 de noviembre cuando los tres amigos se reunieron en el vestíbulo del pequeño hotel. Por la tarde descubrirían la ciudad. Dentro de unas horas, Tomas, unas pocas horas más y te conoceré.
Su primera visita turística la dedicaron a la columna de la Vic toria. Mathias opinó que era más imponente y más bonita que la de la plaza Vendóme en París, pero Antoine le recriminó que ese tipo de observación no llevaba a ningún lado. Julia les preguntó si siempre se peleaban de esa manera, y los dos chicos la miraron extrañados, sin saber de qué hablaba. La arteria comercial de Ku'Damm fue su segunda etapa. Recorrieron cien calles a pie, tomando algún tranvía cuando Julia ya no podía dar un paso más. En mitad de la tarde se recogieron ante la iglesia del Recuerdo, que los berlineses habían bautizado con el sobrenombre de «la muela cariada», porque una parte del edificio se había derrumbado bajo los bombardeos de la última guerra, dejando al lugar la forma particular que había dado pie a su apodo. La habían conservado tal cual, para que hiciera las veces de memorial.
A las seis y media de la tarde Julia y sus dos amigos estaban junto a un parque que decidieron cruzar a pie.
Un poco después, un portavoz del gobierno de Alemania Oriental pronunció una declaración que habría de cambiar el mundo, o por lo menos el final del siglo XX. Los alemanes orientales estaban autorizados a salir, eran libres de pasar a Occidente sin que ninguno de los soldados de los puestos fronterizos pudiera soltarles los perros o dispararles. ¿Cuántos hombres, mujeres y niños habían muerto durante esos tristes años de guerra fría tratando de pasar el muro de la vergüenza? Varios centenares se habían dejado la vida, abatidos por las balas de sus aguerridos guardianes.
Los berlineses eran libres de marcharse, sencillamente. Entonces un periodista le preguntó a ese portavoz cuándo entraría en vigor esa medida. Interpretando mal la pregunta que acababan de hacerle, éste contestó: «¡Ahora!»
A las ocho se difundió la información por todas las radios y las televisiones a ambos lados del Muro, un eco incesante de la increíble noticia.
Miles de alemanes del Oeste se dirigieron a los puntos de paso. Miles de alemanes del Este hicieron lo mismo. Y, en medio de esa multitud que se desbordaba hacia la libertad, dos franceses y una americana se dejaban llevar por la corriente.
A las diez y media de la noche, tanto en el Este como en el Oeste, todos habían acudido a los diferentes puestos de control. Los militares, superados por los acontecimientos, sumergidos en esas oleadas de millares de personas ansiosas de libertad, no podían hacer nada por contenerlas. En Bornheimer Strasse las barreras se levantaron, y Alemania inició el camino de la reunificación.
Ibas de un lado a otro de la ciudad, recorriendo sus calles hacia tu libertad, y yo caminaba hacia ti, sin saber ni comprender qué era esa fuerza que me impulsaba a seguir avanzando. Esa victoria no era mía, ése no era mi país, esas avenidas me eran desconocidas, y allí, la extranjera era yo. Corrí a mi vez, corrí para escapar de esa multitud que me oprimía. Antoine y Mathias me protegían; bordeamos la interminable empalizada de hormigón que pintores de la esperanza habían coloreado sin tregua. Algunos de tus conciudadanos, los que encontraban insoportables esas últimas horas de espera en los puestos de seguridad, empezaban ya a escalarlo. A ese lado del mundo, os aguardábamos, expectantes. A mi derecha, algunos abrían los brazos para amortiguar vuestra caída; a mi izquierda, otros trepaban a hombros de los más fuertes para veros acudir, prisioneros aún de vuestra tenaza de acero, durante unos metros todavía. Y nuestros gritos se mezclaban con los vuestros, para animaros, para apagar el miedo, para deciros que estábamos ahí, con vosotros. Y, de repente, yo, la americana que había huido de Nueva York, hija de una patria que había luchado contra la tuya, en medio de tanta humanidad al fin recuperada, me sentía alemana; y, en la ingenuidad de mi adolescencia, a mi vez, murmuré «Ich bin ein Berliner», y lloré. Lloré tanto, Tomas…
Esa noche, perdida en medio de otra multitud, entre los turistas que deambulaban por un embarcadero de Montreal, Julia lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras contemplaba un rostro dibujado a carboncillo.
Anthony Walsh no apartaba los ojos de ella. Volvió a llamarla.
– ¿Julia? ¿Estás bien?
Pero su hija estaba demasiado lejos para oírlo, como si los separaran veinte años.
La muchedumbre se hacía más tumultuosa por momentos. La gente corría hacia el Muro. Algunos empezaron a golpearlo con herramientas improvisadas, como destornilladores, piedras, piolets, navajas…, medios irrisorios, pero el obstáculo tenía que ceder. Entonces, a unos metros de allí, se produjo lo increíble; uno de los mejores violonchelistas del mundo se encontraba en Berlín. Advertido de lo que estaba ocurriendo, se había unido a nosotros, a vosotros. Apoyó su instrumento en el suelo y se puso a tocar. ¿Fue esa misma noche o al día siguiente? Poco importa, sus notas de música también abrieron una brecha en el Muro. Ta, la, si, una melodía que viajaba hacia vosotros, pentagramas en los que flotaban melodías de libertad. Ya no era yo la única que lloraba, ¿sabes? Vi muchas lágrimas esa noche. Las de esa madre y esa hija que se abrazaban fuerte, fuerte, conmovidas al reencontrarse después de veintiocho años sin verse, sin tocarse, sin respirarse. Vi a padres de cabello cano creer reconocer a sus hijos entre miles de hijos. Vi a esos berlineses a quienes sólo las lágrimas podían liberar del daño que les habían hecho. Y, de repente, en mitad de todos los demás, vi aparecer tu rostro, allá arriba sobre ese muro, tu rostro gris de polvo, y tus ojos. Eras el primer hombre al que descubría así, tú el alemán del Este, y yo la primera chica del Oeste a la que veías tú.
– ¡Julia! -gritó Anthony Walsh.
Se volvió despacio hacia él, sin acertar a decir palabra, y volvió a concentrarse en el dibujo.
Te quedaste encaramado al Muro durante largos minutos, nuestras miradas atónitas no podían separarse la una de la otra. Tenías todo ese mundo nuevo que se te ofrecía y me mirabas fijamente, como si un hilo invisible uniera nuestras miradas. Lloraba como una tonta, y tú me sonreíste. Pasaste las piernas al otro lado del Muro y saltaste, yo hice como los demás y te abrí los brazos. Caíste encima de mí, rodamos los dos sobre ese suelo, esa tierra que aún no habías pisado jamás. Me pediste perdón en alemán, y yo te dije hola en inglés. Te incorporaste y me sacudiste el polvo de los hombros, como si ese gesto te perteneciera desde siempre. Me decías palabras que yo no comprendía. Y, de vez en cuando, asentías con la cabeza. Yo me reí, porque eras ridículo, y yo más todavía. Tendiste la mano y articulaste ese nombre que yo habría de repetir tantas veces, ese nombre que no había pronunciado desde hacía tanto tiempo. Tomas.
En el muelle, una mujer la empujó, sin dignarse siquiera detenerse. Julia no le prestó atención. Un vendedor ambulante de bisutería agitó ante su rostro un collar de madera clara, pero ella negó lentamente con la cabeza, sin oír nada de los argumentos que éste le soltaba como quien recita una plegaria. Anthony le dio sus diez dólares a la retratista y se levantó. Ésta le presentó su trabajo, la expresión era exactamente la suya, la semejanza entre modelo y retrato, perfecta. Satisfecho, se llevó la mano al bolsillo y dobló la cantidad estipulada. Avanzó hacia Julia.
– Pero ¿se puede saber qué estás mirando desde hace diez minutos?
Tomas, Tomas, Tomas, había olvidado lo bien que sienta repetir tu nombre. Había olvidado tu voz, tus hoyuelos, tu sonrisa, hasta este momento en que veo un dibujo que se te parece y te trae a mi memoria. Hubiera querido que no fueras jamás a cubrir esa guerra. Si lo hubiera sabido, ese día en que me dijiste que querías ser periodista, si hubiera sabido cómo iba a terminar todo, te habría dicho que no era una buena idea.
Me habrías contestado que el que expone la verdad del mundo no puede ejercer una profesión equivocada, aunque la fotografía sea cruel, sobre todo si agita las conciencias. Con una voz de pronto grave, habrías gritado que si la prensa hubiese conocido la realidad del otro lado del Muro, los que nos gobernaban habrían venido mucho antes a echarlo abajo. Pero sí que lo sabían, Tomas, conocían vuestras vidas, cada una de ellas, se pasaban el tiempo espiándolas; los que nos gobiernan no tienen el valor que tú crees que tienen, y te oigo decirme que hay que haber crecido como yo lo hice, en las ciudades en las que se puede pensar, se puede decir todo sin temor a nada, para renunciar a correr riesgos. Nos habríamos pasado la noche entera discutiendo, y la mañana siguiente, y el día siguiente. Si supieras cuánto he añorado nuestras discusiones, Tomas.
Sin argumentos, habría capitulado, como hice el día que me marché. ¿Cómo retenerte, a ti, que tanto habías echado en falta la libertad? Tenías razón tú, Tomas, ejerciste una de las profesiones más bonitas del mundo. ¿Conociste a Masud? ¿Te concedió por fin esa entrevista ahora que estáis los dos en el cielo? ¿Y valía la pena? Murió unos años después que tú. Eran miles los que seguían su cortejo fúnebre en el valle del Panshir, mientras que nadie pudo reunir los restos de tu cuerpo. ¿Cómo habría sido mi vida si esa mina no se hubiera llevado por delante tu convoy, si no hubiera tenido miedo, si no te hubiera abandonado poco tiempo antes?
Anthony apoyó la mano en el hombro de su hija. -Pero ¿con quién estás hablando? -Con nadie -contestó ella dando un respingo. -Pareces obnubilada por ese dibujo, y te tiemblan los labios.
– Déjame -murmuró Julia.
Hubo un momento incómodo, frágil. Te presenté a Antoine y a Mathias, insistiendo tanto en la palabra «amigos» que la repetí seis veces para que la oyeras. Era un poco tonto, entonces no hablabas bien inglés. Quizá sí que me entendieras, sonreíste y les diste un abrazo. Mathias te apretaba fuerte y te felicitaba. Antoine se contentó con estrecharte la mano, pero estaba tan emocionado como su amigo. Nos fuimos los cuatro a recorrer la ciudad. Tú buscabas a alguien, yo pensaba que se trataba de una mujer, pero era tu amigo de infancia. Él y su familia habían logrado pasar al otro lado del Muro diez años antes, y desde entonces no habías vuelto a verlo. Pero ¿cómo encontrar a un amigo entre miles de personas que se abrazan, cantan, beben y bailan por las calles? Entonces dijiste que el mundo era grande, y la amistad, inmensa. No sé si fue por tu acento o por la ingenuidad de tu frase, pero Antoine se burló de ti; a mí en cambio esa idea me parecía deliciosa. ¿Era posible acaso que esa vida que tanto daño te había hecho hubiera preservado en ti los sueños infantiles que nuestras libertades han ahogado? Decidimos entonces ayudarte y recorrimos juntos las calles de Berlín Occidental. Avanzabas resuelto como si hiciera tiempo que os hubierais citado en algún sitio concreto. Por el camino, escrutabas cada rostro, empujabas a los viandantes, volvías la cabeza una y otra vez. El sol aún no se había levantado cuando Antoine se detuvo en mitad de una plaza y gritó: «Pero ¿se puede saber al menos cómo se llama ese tipo al que llevamos horas buscando como idiotas?» Tú no comprendiste su pregunta. Antoine gritó entonces aún más fuerte: «¡Nombre, ñame, Vorname!» Tú te cabreaste y contestaste gritando: «¡Knapp!» Así se llamaba el amigo al que buscabas. Entonces, Antoine, para que entendieras que no era contigo con quien estaba enfadado, se puso a gritar a su vez: «¡Knapp! ¡Knapp!»
A Mathias le entró la risa floja y se unió a él, y yo también me puse a gritar «Knapp, Knapp». Nos miraste como si estuviéramos locos y tú también te reíste a tu vez y gritaste «Knapp, Knapp», como nosotros. Casi bailábamos, cantando a voz en grito el nombre de ese amigo al que buscabas desde hacía diez años.
En medio de esa multitud gigantesca, un rostro se volvió hacia nosotros. Vi cruzarse vuestras miradas, un hombre de tu edad te observaba fijamente. Casi sentí celos.
Como dos lobos separados de la jauría que se encontraran en el claro de un bosque, permanecisteis inmóviles observándoos. Entonces Knapp dijo tu nombre: «¿Tomas?» Vuestras siluetas se veían hermosas sobre las calles adoquinadas de Berlín Occidental. Abrazaste a tu amigo. La alegría reflejada en vuestros rostros era sublime. Antoine lloraba, y Mathias lo consolaba. Si hubieran estado tanto tiempo separados, su felicidad al reencontrarse habría sido la misma, le juraba. Antoine lloraba con más fuerza diciéndole que eso era imposible, puesto que no se conocían desde hacía tanto tiempo. Tú apoyaste la cabeza en el hombro de tu mejor amigo. Viste entonces que yo te estaba mirando, la levantaste en seguida y me repetiste: «El mundo es grande, pero la amistad es inmensa», y ya no hubo manera de consolar a Antoine.
Nos sentamos en la terraza de un bar. El frío nos arañaba las mejillas, pero nos traía sin cuidado. Knapp y tú estabais un poco al margen. Diez años de vida que recuperar, hacen falta muchas palabras, a ratos, algún que otro silencio. No nos separamos en toda la noche, ni al día siguiente. La mañana después, le explicaste a Knapp que tenías que irte. No podías quedarte más tiempo. Tu abuela vivía al otro lado. No podías dejarla sola, sólo te tenía a ti. Habría cumplido cien años este invierno, espero que ella también se haya reunido contigo allí donde estés ahora. ¡Cuánto quise a tu abuela! Era tan hermosa cuando se trenzaba su largo cabello blanco antes de venir a llamar a la puerta de nuestra habitación. Le prometiste a tu amigo que volverías pronto, si las cosas no daban marcha atrás. Knapp te aseguró que las puertas no volverían a cerrarse nunca más, y tú le contestaste: «Quizá, pero si tuviéramos que esperar otros diez años para volver a vernos, seguiría pensando en ti todos los días.»
Te levantaste y nos diste las gracias por ese regalo que te habíamos hecho. No habíamos hecho nada, pero Mathias te dijo que no había de qué, que estaba encantado de haber podido ayudarte; Antoine propuso que te acompañáramos hasta el punto de paso entre el Oeste y el Este.
Nos marchamos; seguimos a todos aquellos que, como tú, volvían a sus casas, porque, con revolución o sin ella, sus familias y sus hogares estaban en el otro lado de la ciudad.
Por el camino me cogiste la mano, yo no me zafé, y caminamos así durante kilómetros.
– Julia, estás tiritando y vas a terminar por coger frío. Regresemos. Si quieres podemos comprar este dibujo, así podrás contemplarlo cuanto quieras, pero sin pasar frío.
– No, no tiene precio, hay que dejarlo aquí. Unos minutos más, por favor, y luego nos vamos.
A un lado y a otro del puesto de control, algunos seguían empeñados en derruir el hormigón a golpe de pico y pala. Allí teníamos que separarnos. Te despediste primero de Knapp. «Llámame pronto, en cuanto puedas», añadió él, tendiéndote una tarjeta de visita. ¿Fue porque tu amigo era periodista por lo que tú también quisiste serlo? ¿Era acaso una promesa que os habíais hecho de adolescentes? Cien veces te hice la misma pregunta, y cien veces eludiste responderme, dirigiéndome una de esas sonrisas torcidas que me reservabas cuando te ponía nervioso. Estrechaste las manos de Antoine y de Mathias y te volviste hacia mí.
Si supieras, Tomas, cuánto miedo tuve ese día, miedo de no conocer jamás tus labios. Habías entrado en mi vida como suele llegar el verano, sin avisar, con esa luz radiante que descubre uno por las mañanas. Me acariciaste la mejilla con la palma de la mano, tus dedos recorrieron mi rostro y dejaste un beso en cada uno de mis párpados. «Gracias.» Fue la única palabra que pronunciaste, cuando ya te alejabas. Knapp nos observaba, sorprendí su mirada. Como si esperara que yo dijera algo, las palabras que hubiera querido encontrar para borrar para siempre los años que os habían alejado uno de otro. Esos años que habían dado forma a vuestras vidas de manera tan distinta; él, que volvía a su periódico, y tú, al Este.
Grité: «¡Llévame contigo! Quiero conocer a esa abuela por la que te marchas», y no aguardé tu respuesta; volvía tomar tu mano, y te juro que habrían sido necesarias todas las fuerzas del mundo para lograr separarme de ti. Knapp se encogió de hombros y, al ver tu expresión atónita, dijo: «Ahora la vía está libre, ¡volved cuando queráis!»
Antoine trató de disuadirme, era una locura a su juicio.
Quizá, pero nunca había sentido una embriaguez tal. Mathias le dio un codazo, ¿y eso a él qué le importaba? Corrió hacia mí y me dio un beso. «Llámanos cuando vuelvas a París», dijo, garabateándome su número de teléfono en un trozo de papel. Yo también los besé a los dos, y nos marchamos. Nunca volví a París, Tomas.
Te seguí; al amanecer de ese 11 de noviembre, aprovechando la confusión que reinaba entonces, volvimos a cruzar la frontera, y quizá yo fuera, aquella mañana, la primera estudiante americana que entraba en Berlín Oriental, y si no era así, desde luego era la más feliz de todas.
¿Sabes?, cumplí mi promesa. ¿Recuerdas ese café oscuro en el que me hiciste jurar que, si algún día el destino nos separaba, debía ser feliz a toda costa? Sé muy bien que lo decías porque a veces mi manera de quererte te asfixiaba, habías sufrido demasiado por la falta de libertad para aceptar que yo atara mi vida a la tuya. Y, aunque en ese momento te odié por empañar mi felicidad evocando lo peor que podía pasarnos, cumplí mi palabra.
Me voy a casar, Tomas, bueno, debería haberme casado el sábado, pero la boda se ha aplazado. Es una larga historia, pero es la que me ha llevado hasta aquí. Quizá sea porque tenía que volver a ver tu rostro por última vez. Te mando un beso para tu abuela, que estará en el cielo.
– Esta situación es ridícula, Julia. ¡Si te vieras, pareces tu padre sin batería! Estás ahí inmóvil desde hace más de un cuarto de hora, murmurando…
Por toda respuesta, Julia se alejó. Anthony Walsh aceleró el paso para no quedarse rezagado.
– ¿Puedo saber de una vez lo que te ocurre? -insistió, alcanzándola.
Pero Julia seguía parapetada en su silencio.
– Mira -le dijo, enseñándole su retrato-, está de lo más logrado. Toma, es para ti -añadió con aire jovial.
Julia no le hizo caso y siguió caminando hacia el hotel.
– ¡Bueno, te lo regalaré más tarde! Aparentemente, no es el mejor momento.
Y, como Julia seguía sin decir nada, Anthony Walsh prosiguió:
– ¿Por qué me recuerda algo ese dibujo que mirabas con tanta atención? Imagino que tendrá algo que ver con tu extraño comportamiento, allí en el espigón. No sé, pero al ver ese rostro he tenido como una sensación de deja vu.
– Porque tu puño se abatió sobre ese rostro en cuestión, el día que viniste a buscarme a Berlín. ¡Porque era el del hombre al que amaba cuando tenía dieciocho años y del que me separaste cuando me llevaste de vuelta a Nueva York a la fuerza!