38797.fb2 Las cosas que no nos dijimos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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17

Tomas se reunió con Marina, que lo esperaba sentada en lo alto de la gran escalinata de la piazza di Spagna, atestada de gente.

– ¿Qué, has hablado con él? -le preguntó ella.

– Ven, hay mucha gente aquí, no se puede ni respirar; vamos a mirar escaparates, y si encontramos la tienda donde viste ese pañuelo de colorines, te lo regalo.

Marina se ajustó las gafas de sol y se puso en pie sin añadir palabra.

– ¡Pero que la tienda no estaba por ahí en absoluto! -le gritó Tomas a su amiga, que se alejaba a paso rápido hacia la fuente.

– ¡No, voy en dirección contraria incluso, y de todas maneras no quiero tu pañuelo!

Tomas corrió tras ella y la alcanzó al pie de la escalinata.

– ¡Pero si ayer te morías por tenerlo!

– ¡Ayer era ayer, y hoy ya no lo quiero! Así son las mujeres, cambian de opinión de la noche a la mañana, y vosotros los hombres sois unos imbéciles.

– Pero ¿qué pasa? -quiso saber Tomas.

– Pues lo que pasa es que si de verdad querías hacerme un regalo, tenías que elegirlo tú, envolverlo en un paquete bonito y esconderlo como una sorpresa, porque habría sido una sorpresa. A eso se le llama ser detallista, Tomas, es un rasgo poco frecuente y difícil de encontrar en un hombre que a las mujeres les gusta mucho. Y si con esto te intranquilizo, tampoco vayas a pensar que con detalles de ese tipo os vamos a saltar al cuello y a daros el «sí, quiero».

– Lo siento mucho, yo pensaba que te gustaría.

– Pues ya ves que no, más bien al contrario. No quiero que me den un regalo a cambio de mi perdón.

– ¡Pero si yo no quiero que me perdones por nada!

– ¿Ah, no? ¡Mira cómo te crece la nariz, pareces Pinocho! Anda, vamos mejor a celebrar tu marcha en lugar de pelearnos. Porque es lo que te ha anunciado Knapp al teléfono, ¿verdad? Ya puedes ir encontrando un buen sitio para invitarme a cenar esta noche.

Y Marina echó a andar de nuevo sin esperar a Tomas.

Julia abrió la portezuela del taxi, y Anthony avanzó hacia la puerta giratoria del hotel.

– Seguro que hay una solución. Tu Tomas no ha podido desvanecerse en el aire. Tiene que estar en alguna parte, y nosotros lo encontraremos, es sólo cuestión de tener paciencia.

– ¿En veinticuatro horas? Sólo nos queda mañana, cogemos el avión de vuelta el sábado. ¿O es que se te ha olvidado?

– Soy yo quien tiene los días contados, Julia, tú tienes toda la vida por delante. Si quieres llegar hasta el final de esta aventura, volverás a Berlín; sola, pero volverás. Al menos este viaje nos habrá reconciliado a los dos con esta ciudad. Que no es poco.

– ¿Por eso me has arrastrado hasta aquí? ¿Para tranquilizar tu conciencia?

– Eres libre de verlo así si quieres. No puedo obligarte a perdonarme por lo que quizá volviera a hacer si me hallara de nuevo en las mismas circunstancias. Pero no nos peleemos, por una vez hagamos ambos un esfuerzo. En un día puede suceder de todo, nunca es tarde, créeme.

Julia apartó la mirada. Su mano rozaba la de Anthony; éste vaciló un instante, pero renunció, cruzó el vestíbulo y se detuvo ante los ascensores.

– Temo no poder hacerte compañía esta noche -le declaró-. No te enfades conmigo, estoy cansado. Lo más juicioso sería no malgastar mi batería, la necesitaré mañana; nunca hubiera imaginado que se pudiera decir esta frase en sentido literal.

– Ve a descansar. Yo también estoy agotada, cenaré en mi habitación. Nos vemos mañana para el desayuno, lo tomaré contigo si quieres.

– Muy bien -dijo Anthony sonriendo.

El ascensor los condujo hacia sus respectivas plantas, y Julia se apeó la primera. Cuando las puertas se cerraron, se despidió de su padre con la mano y permaneció en el rellano, mirando los numeritos rojos que desfilaban por la pantalla encima de su cabeza.

De regreso en su habitación, se preparó un baño bien caliente, vertió en el agua el contenido de dos frasquitos de aceites esenciales que adornaban el borde de la bañera y volvió sobre sus pasos para encargarle al servicio de habitaciones un cuenco de cereales y un plato de fruta variada. Aprovechó para encender el televisor de plasma que colgaba de la pared, justo enfrente de la cama, donde dejó su bolso y sus cosas antes de volver al cuarto de baño.

Knapp se examinó largo rato en el espejo. Se ajustó el nudo de la corbata y se echó una última ojeada antes de salir del cuarto de baño. A las ocho en punto, en el palacio de la Fo tografía, el ministro de Cultura inauguraría la exposición que él mismo había concebido y organizado. La sobrecarga de trabajo que había implicado ese proyecto había sido considerable, pero era muy importante, capital para no estancarse en su carrera. Si la velada resultaba un éxito, si sus colegas de la prensa escrita alababan en las ediciones del día siguiente el fruto de sus esfuerzos, ya no tardaría en instalarse en el gran despacho de cristal situado en la entrada de la sala de redacción. Knapp consultó el reloj en la pared del edificio, iba con un cuarto de hora de adelanto, por lo que tenía tiempo de sobra de cruzar andando la Pa riserplatz y situarse al pie de la escalera, sobre la alfombra roja, para recibir al ministro y a las cámaras de televisión.

Adam hizo una bola con la hoja de celofán que envolvía su sandwich y apuntó para encestar en la papelera colgada de una farola del parque. Erró el tiro y se levantó para recoger el envoltorio grasiento. En cuanto se acercó al césped, una ardilla levantó la cabeza y se irguió sobre las patas traseras.

– Lo siento, amiga -dijo Adam-, no tengo avellanas en el bolsillo, y Julia no está en la ciudad. Nos ha dejado plantados a los dos.

El animalillo lo miró sacudiendo suavemente la cabeza con cada palabra.

– No creo que a las ardillas os guste el embutido -dijo lanzándole un trozo de jamón que asomaba entre las dos rebanadas de pan.

El roedor rechazó lo que se le ofrecía y trepó por el tronco de un árbol. Una joven que estaba haciendo footing se detuvo junto a Adam.

– ¿Habla con las ardillas? Yo también, me encanta cuando acuden y agitan la carita a un lado y a otro.

– Ya lo sé, las mujeres las encuentran irresistibles, y eso que son primas hermanas de las ratas -masculló Adam.

Tiró el sandwich a la papelera y se alejó con las manos en los bolsillos.

Llamaron a la puerta. Julia cogió la esponja y se limpió rápidamente la mascarilla que le cubría el rostro. Salió de la bañera y se puso el albornoz que colgaba de un gancho. Cruzó la habitación, abrió la puerta al camarero y le pidió que dejara la bandeja sobre la cama. Cogió un billete de su bolso y lo metió dentro de la nota, antes de firmarla y entregársela al joven. En cuanto éste se hubo marchado, Julia se instaló bajo las sábanas y se puso a picotear del cuenco de cereales. Mando en mano, zapeó por las cadenas de televisión, en busca de algún programa que no estuviera en alemán.

Tres cadenas españolas, una suiza y dos francesas más tarde, renunció a ver las imágenes de guerra que transmitía la CNN -demasiado violentas-, las de las cotizaciones de Bolsa que ofrecía Bloomberg -no le interesaban nada, era un desastre en matemáticas-, el concurso de la RAI -la presentadora era demasiado vulgar para su gusto-, y volvió a empezar desde el principio.

El cortejo llegó, precedido por dos agentes de policía en moto. Knapp se puso de puntillas. Su vecino trató de colarse, pero él contestó con un codazo para recuperar su puesto, su colega no tenía más que haber llegado antes. Justo en ese momento se detuvo ante sí la berlina negra. Un guardaespaldas abrió la puerta del coche, y el ministro se apeó, acogido por un enjambre de cámaras. Acompañado por el comisario de la exposición, Knapp dio un paso adelante y se inclinó para saludar al alto funcionario, antes de escoltarlo por la alfombra roja.

Julia consultaba la carta, pensativa. En el cuenco de cereales sólo quedaba una pasa, y, en el plato de frutas, dos pepitas. Le resultaba imposible decidirse, dudaba entre un fondant de chocolate, un strudel, tortitas y un sandwich club. Se examinó atentamente la tripa y las caderas y lanzó despedida la carta al otro extremo de la habitación. El noticiario terminaba con las imágenes súper glamurosas de una inauguración mundana. Hombres y mujeres, personas importantes vestidas de gala, recorrían la alfombra roja bajo el resplandor de los flashes. Un elegante vestido largo, lucido por una actriz o una cantante, probablemente berlinesa, llamó su atención. No le resultaba familiar ningún rostro entre todo ese elenco de personalidades, ¡salvo uno! Se puso en pie de un salto, tirando al suelo la bandeja, y se acercó a la pantalla de televisión. Estaba segura de haber reconocido al hombre que acababa de entrar en el edificio, sonriendo al objetivo que lo enfocaba. La cámara se alejó para ofrecer una perspectiva general de las columnas de la Pu erta de Brandemburgo.

– ¡Será cabrón! -exclamó Julia, precipitándose hacia el cuarto de baño.

El recepcionista del hotel le aseguró que la velada en cuestión sólo podía celebrarse en el Stiftung Brandenburger. El palacio formaba parte de las últimas novedades arquitectónicas de Berlín, y, en efecto, desde la escalinata se podía disfrutar de una vista perfecta sobre las columnas. La inauguración de la que le hablaba Julia sin duda sería la que organizaba el Tagesspiegel. La señorita Walsh no tenía por qué precipitarse de esa manera, la gran exposición de fotografía periodística permanecería hasta la fecha que conmemoraba la caída del Muro, por lo que aún quedaban cinco meses. Si la señorita Walsh así lo deseaba, podría desde luego conseguirle dos invitaciones antes del día siguiente a mediodía. Pero lo que Julia quería era la manera de conseguir inmediatamente un vestido de noche.

– ¡Pero si ya son casi las nueve, señorita Walsh!

Julia abrió su bolso y vació el contenido sobre el mostrador, inspeccionándolo. Había dólares, euros, monedas diversas, encontró incluso un viejo marco alemán del que nunca se había separado. Se quitó el reloj y lo empujó todo con las dos manos hacia el empleado del hotel, como lo haría un jugador sobre el mantel verde de la fortuna.

– Rojo, violeta, amarillo, me da igual, pero se lo suplico, encuéntreme un vestido de noche.

El recepcionista la miró consternado, arqueando la ceja izquierda. Movido por su conciencia profesional, no podía dejar así a la hija del señor Walsh. Encontraría una solución a su problema.

– Guarde ese batiburrillo en su bolso y sígame -dijo, conduciendo a Julia hacia la lavandería.

Incluso en la penumbra de la habitación, el vestido que le presentó parecía muy hermoso. Pertenecía a una cliente que ocupaba la suite 1206. El taller de costura lo había entregado en el hotel a una hora en la que ya no se importunaba a la señora condesa, explicó el empleado. Se daba por supuesto que no se toleraría ninguna mancha y que, como Cenicienta, Julia debía devolverlo antes de que la última campanada marcara la medianoche.

La dejó sola en la lavandería, no sin antes invitarla a colgar su ropa de una percha.

Julia se desvistió y se puso la delicada pieza de alta costura con sumo cuidado. No había ningún espejo donde mirarse, buscó su reflejo en el metal de un perchero, pero el cilindro le devolvía una imagen deformada. Se soltó el cabello, se maquilló a tientas, dejó allí su bolso con su pantalón y su jersey, y regresó al vestíbulo por un pasillo oscuro.

El recepcionista le indicó con un gesto que se acercara. Julia obedeció sin rechistar. Un espejo cubría la pared a su espalda, pero en cuanto Julia quiso comprobar su apariencia, el empleado del hotel se lo impidió, colocándose delante.

– ¡No, no, no! -dijo mientras Julia hacía un segundo intento-. Si la señorita me lo permite…

Sacando un pañuelo de papel de un cajón, corrigió un trazo del pintalabios.

– ¡Ahora ya puede admirarse! -concluyó, apartándose del espejo.

Julia no había visto nunca nada tan espectacular como ese vestido. Mucho más bello que todos aquellos con los que había soñado en los escaparates de los grandes modistos.

– ¡No sé cómo darle las gracias! -murmuró, pasmada.

– Honra usted al creador de este vestido, estoy seguro de que le sienta mil veces mejor que a la condesa -susurró-. Le he llamado un coche, la esperará en la puerta del palacio de la Fo tografía y la llevará de vuelta al hotel.

– Podría haber cogido un taxi.

– ¡Con un vestido como éste no lo dirá usted en serio! Considere que es su carroza, y mi garantía. Cenicienta, ¿recuerda? Que pase una agradable velada, señorita Walsh -dijo el recepcionista acompañándola hasta la limusina.

Una vez en la calle, Julia se puso de puntillas para besar al empleado.

– Señorita Walsh, un último favor…

– ¡Lo que usted quiera!

– Tenemos la suerte de que este vestido sea largo, muy largo incluso. Así que, se lo ruego, no se lo levante de ese modo. ¡Sus alpargatas desentonan bastante con el resto de su atuendo!

El camarero dejó un plato de antipasti en la mesa. Tomas le sirvió a Marina unas verduritas a la brasa.

– ¿Se puede saber por qué llevas gafas de sol en un restaurante en el que la luz es tan tenue que ni siquiera he podido leer la carta?

– ¡Porque sí! -contestó Marina.

– Tu explicación al menos tiene el mérito de ser clarísima -replicó Tomas burlándose de ella.

– Porque no quiero que veas la mirada. -¿Qué mirada? -LA mirada.

– ¡Ah! Perdona, pero no entiendo una palabra de lo que dices.

– Te hablo de esa mirada que, vosotros, los hombres, veis en nuestros ojos cuando nos sentimos bien con vosotros.

– No sabía que hubiera una mirada específica para eso.

– ¡Sí, eres como los demás hombres, así que sabes reconocerla muy bien, confiesa!

– ¡Bueno, si tú lo dices! ¿Y por qué no debería yo ver esa mirada que según tú traiciona el hecho de que, por una vez, estás bien conmigo?

– Porque si la vieras, en seguida empezarías a pensar en la mejor manera de dejarme.

– Pero ¿de qué estás hablando?

– Tomas, la mayoría de los hombres que colma su soledad cultivando una complicidad sin ataduras, con palabras cariñosas, pero nunca de amor, ¡todos esos hombres temen ver algún día LA mirada en los ojos de la mujer con la que salen!

– Pero ¿qué mirada es ésa? No te sigo en absoluto.

– ¡La que os hace creer que estamos perdidamente enamoradas de vosotros! Que querríamos tener algo más. Cosas estúpidas como hacer proyectos de vacaciones, ¡o proyectos a secas! Y si tenemos la desgracia de sonreír delante de vosotros al cruzarnos por la calle con un bebé en su cochecito, ¡entonces ya estamos perdidas!

– Y detrás de esas gafas de sol ¿estaría entonces esa mirada?

– ¡Mira que eres pretencioso! Me duelen los ojos, nada más, ¿o qué te habías imaginado?

– ¿Por qué me dices todo esto, Marina?

– ¿Cuándo te vas a atrever a decirme que te marchas a Somalia, antes o después del tiramisu?

– ¿Quién te dice que voy a tomar un tiramisu?

– Hace dos años que te conozco y que trabajamos juntos, todo ese tiempo he estado observando cómo eres y cómo vives.

Marina se deslizó las gafas por el puente de la nariz y las dejó caer sobre su plato.

– ¡Vale, de acuerdo, me marcho mañana! Pero justo acabo de enterarme ahora.

– ¿Vuelves mañana a Berlín?

– Knapp prefiere que tome el avión para Mogadiscio directamente desde aquí.

– Hace tres meses que esperas esa partida, tres meses que esperas que por fin te hable de ello, ¡y ahora tu amigo no tiene más que chasquear los dedos, y tú obedeces!

– Sólo se trata de ganar un día, ya hemos perdido bastante tiempo.

– Es él quien te ha hecho perder el tiempo, y el favor se lo haces tú a él. Él te necesita a ti para conseguir su ascenso, mientras que tú no lo necesitas a él para conseguir un premio. ¡Con el talento que tienes, podrías obtenerlo sólo con fotografiar a un perro meando junto a una farola!

– ¿Adonde quieres llegar con todo esto?

– Afírmate, Tomas, deja de pasarte la vida huyendo de la gente a la que quieres en lugar de afrontarla. Yo la primera. ¡Dime por ejemplo que esta conversación te parece una tontería, que sólo somos amantes y que no tengo por qué echarte sermones, y dile a Knapp que uno no se va a Somalia sin pasar antes por su casa, sin hacer el equipaje y despedirse de sus amigos! Sobre todo si no sabes cuándo vas a volver.

– Quizá tengas razón.

Tomas cogió su móvil.

– ¿Qué haces?

– Pues ya lo ves, le estoy mandando un mensaje a Knapp para avisarle de que me saque un billete para el sábado y desde Berlín.

– ¡Te creeré cuando hayas pulsado el botón de enviar! -¿Y si lo hago me permitirás ver La mirada? -Quizá…

La limusina se detuvo ante la alfombra roja. Julia tuvo que contorsionarse para salir sin que se le vieran las alpargatas. Subió la escalinata, y una serie de flashes la recibió en los últimos escalones.

– ¡No soy nadie! -le dijo al cámara, que no entendía inglés. En la entrada, el portero admiró el increíble vestido de Julia. Cegado por la cruda luz de la cámara que filmaba su entrada, juzgó inútil pedirle su invitación.

La sala era inmensa. Julia recorrió la muchedumbre con la mirada. Con una copa en la mano, los invitados deambulaban de un lado a otro, admirando las gigantescas fotografías. Julia contestó con una sonrisa forzada a los saludos de gente a la que no conocía, privilegio de la vida mundana. Un poco más lejos, una arpista sobre un estrado interpretaba a Mozart. Cruzando lo que a todas luces parecía un ballet ridículo, Julia fue en busca de su presa.

Una fotografía de unos tres metros de altura atrajo su mirada. La habían sacado en las montañas de Kandahar o de Tayikistán, ¿o quizá en la frontera de Pakistán? El uniforme del soldado que yacía en el barranco no permitía afirmarlo con seguridad, y el niño que estaba a su lado, descalzo, y que parecía querer tranquilizarlo, se parecía a todos los niños del mundo.

Una mano se posó en su hombro y la hizo sobresaltarse.

– No has cambiado. ¿Qué haces aquí? No sabía que figurases en la lista de invitados. Es una agradable sorpresa, ¿estás de paso en nuestra ciudad? -preguntó Knapp.

– ¿Y tú, qué haces aquí? Pensaba que estabas de viaje hasta final de mes, al menos es lo que me han dicho cuando me he presentado en tu oficina esta tarde. ¿No te han dejado un mensaje de mi parte?

– He vuelto antes de lo previsto. He venido directamente desde el aeropuerto.

– Tendrás que practicar un poco más porque mientes muy mal, Knapp, sé de lo que hablo; he adquirido cierta experiencia en la materia estos últimos días.

– Bueno, de acuerdo. Pero ¿cómo querías que me imaginara que eras tú quien quería hablar conmigo? Hace veinte años que no sé nada de ti.

– ¡Dieciocho! ¿Acaso conoces a otras Julia Walsh?

– Había olvidado tu apellido, Julia; tu nombre no, desde luego, pero no me decía nada. Ahora tengo responsabilidades, y hay tanta gente que intenta venderme historias sin interés que no tengo más remedio que filtrar un poco.

– ¡Vaya, muchas gracias!

– ¿Qué has venido a hacer en Berlín, Julia?

Levantó los ojos hacia la fotografía colgada de la pared. La firmaba un tal T. Ullmann.

– Tomas podría haber sacado esa foto, cuadra con su forma de ser -dijo Julia con voz triste.

– ¡Pero si hace años que Tomas ya no es periodista! Ni siquiera vive ya en Alemania. Ha dejado atrás todo eso.

Julia encajó el golpe, esforzándose por que no se le notara nada. Knapp prosiguió:

– Vive en el extranjero. -¿Dónde?

– En Italia, con su mujer. Ya no hablamos tan a menudo como antes; una vez al año, como mucho, y no todos los años.

– ¿Estáis enfadados?

– No, qué va, en absoluto; cosas de la vida, nada más. Hice cuanto pude por ayudarlo a cumplir su sueño, pero, a su vuelta de Afganistán, ya no era el mismo. Deberías saberlo mejor que yo, ¿no? Eligió otro camino.

– ¡Pues no, no sabía nada! -replicó Julia, apretando las mandíbulas con fuerza.

– Lo último que sé de él es que regentaba un restaurante con su mujer en Roma. Y ahora, si me disculpas, tengo que ocuparme de mis invitados. Ha sido un placer volver a verte, siento mucho que nuestro reencuentro haya tenido que ser tan breve. ¿Te marchas pronto?

– ¡Mañana mismo, por la mañana! -contestó ella.

– Todavía no me has revelado el motivo de tu visita a Berlín, ¿un viaje por cuestiones profesionales?

– Adiós, Knapp.

Julia se marchó sin volverse. Aceleró el paso y, en cuanto hubo franqueado las grandes puertas acristaladas, echó a correr por la alfombra roja hacia el coche que la esperaba.

Una vez en el hotel, cruzó de prisa el vestíbulo y se metió por la puerta escondida que se abría sobre el pasillo de la lavandería. Se quitó el vestido, lo dejó en su sitio en la percha y se puso su vaquero y su jersey. Oyó un carraspeo a su espalda.

– ¿Está usted visible? -preguntó el recepcionista, tapándose los ojos con una mano mientras con la otra le tendía una caja de pañuelos de papel.

– ¡No! -respondió Julia entre hipidos.

El recepcionista sacó un pañuelo y se lo ofreció por encima del hombro.

– Gracias -dijo ella.

– Me había parecido al verla pasar que se le había corrido un poquito el maquillaje. ¿La velada no ha estado a la altura de sus esperanzas?

– Es lo menos que se puede decir -contestó Julia sorbiendo por la nariz.

– Por desgracia a veces ocurre así… ¡Los imprevistos siempre tienen cierto riesgo!

– ¡Pero nada de esto estaba previsto! Ni este viaje, ni este hotel, ni esta ciudad, ni todos estos esfuerzos inútiles. Yo llevaba la vida que quería, entonces ¿por qué…?

El recepcionista avanzó un paso hacia ella, lo justo para que Julia se abandonara sobre su hombro, y le dio unos suaves golpecitos en la espalda, tratando de consolarla lo mejor que podía.

– No sé qué la entristece de esta manera, pero si me lo permite…, debería compartir su pena con su padre, seguro que sería muy reconfortante para usted. Tiene la suerte de que esté aún a su lado, y parecen tener tanta complicidad… Estoy seguro de que es un hombre que sabe escuchar.

– Ah, si usted supiera, se equivoca en todo lo que dice, se equivoca por completo; ¿mi padre y yo cómplices? ¿Que mi padre sabe escuchar a los demás? No creo que hablemos de la misma persona.

– He tenido el placer de atender varias veces al señor Walsh, señorita, y puedo asegurarle que siempre ha sido un perfecto caballero.

– ¡No hay persona más individualista que él!

– En efecto, no hablamos de la misma persona. El hombre que yo conozco siempre ha sido amable y atento. Habla de usted como de lo único que le ha salido bien en la vida.

Julia se quedó sin habla.

– Vaya a ver a su padre, estoy seguro de que la escuchará con atención cómplice.

– Nada en mi vida tiene ya sentido. De todas maneras, ahora duerme, estaba agotado.

– Debe de haber recuperado fuerzas, pues acaban de subirle la cena a su habitación.

– ¿Mi padre ha pedido algo de cenar?

– Es exactamente lo que acabo de decirle, señorita.

Julia se puso las alpargatas y dio las gracias al recepcionista con un beso en la mejilla.

– Por supuesto, esta conversación nunca ha tenido lugar, ¿puedo confiar en usted? -preguntó el hombre.

– ¡Ni siquiera nos hemos visto! -prometió ella.

– ¿Y podemos guardar este vestido donde estaba sin temor de que pueda tener alguna mancha?

Julia alzó la mano derecha en señal de promesa y le devolvió la sonrisa al empleado, que le sugirió que se marchara corriendo.

Ella volvió a cruzar el vestíbulo y tomó el ascensor. La cabina se detuvo en el sexto piso; Julia vaciló y pulsó el botón de la última planta.

Se oía el sonido de la televisión desde el pasillo. Llamó a la puerta, y su padre acudió a abrir en seguida.

– Estabas sublime con ese vestido -dijo volviendo a tumbarse en la cama.

Julia miró la pantalla: las noticias de la noche retransmitían las imágenes de la inauguración.

– Como para no fijarse en una aparición así. Nunca te había visto tan elegante, pero ello no hace sino confirmar lo que pensaba antes: ya sería hora de que abandonaras esos vaqueros rotos que no van con tu edad. Si hubiese estado al corriente de tus planes, te habría acompañado. Me habría sentido tremendamente orgulloso de llevarte del brazo.

– No tenía planes, estaba viendo el mismo programa que tú, Knapp apareció en la alfombra roja, así que allá que fui.

– ¡Interesante! -dijo Anthony incorporándose-. Para alguien que pretendía estar fuera de Berlín hasta final de mes… O nos ha mentido, o tiene el don de la ubicuidad. No te pregunto cómo ha ido vuestro encuentro. Te veo algo alterada.

– Tenía yo razón, Tomas está casado. Y también tenías tú razón, ya no es periodista… -explicó Julia, dejándose caer sobre una butaca. Miró la bandeja con la cena sobre la mesa baja.

– ¿Has pedido la cena?

– La he pedido para ti.

– ¿Sabías que vendría a llamar a tu puerta?

– Sé más cosas de las que crees. Cuando te he visto en esa inauguración, conociendo tu escaso entusiasmo por esas frivolidades, me he olido que pasaba algo. He pensado que Tomas debía de haber aparecido, para que te marcharas corriendo de esa manera en mitad de la noche. Bueno, al menos es lo que me he dicho cuando el recepcionista me ha llamado para pedirme permiso para hacer venir una limusina para ti. Había preparado un detallito por si tu velada no transcurría como esperabas. Levanta la campana, no son más que tortitas; no sustituyen al amor, pero con su tarrito de sirope de arce al lado, quizá basten para consolar tus penas.

En la suite de al lado, una condesa veía, ella también, la edición de la noche de las noticias. Le pidió a su marido que le recordara al día siguiente felicitar a su amigo Karl. No podía por menos de advertirle que la próxima vez que diseñara un vestido exclusivo para ella, sería preferible que fuera de verdad único y que no lo viera adornando el cuerpo de ninguna otra joven, por añadidura con mejor tipo que ella. Karl comprendería sin duda que se lo devolviera, ¡el traje, aunque suntuoso, ya no tenía ningún interés para ella!

Julia le contó a su padre la velada con todo detalle. La salida inopinada hacia el maldito baile, su conversación con Knapp y su patético regreso, sin comprender ni confesarse por qué la había afectado tanto. No había sido por enterarse de que Tomas había rehecho su vida, eso ya se lo imaginaba desde el principio, ¿cómo podía ser de otro modo? Lo más duro, y Julia no habría sabido decir por qué, era enterarse de que había renunciado al periodismo. Anthony la escuchó sin interrumpirla, absteniéndose del más mínimo comentario. Tras el último bocado de tortitas, Julia le dio las gracias a su padre por esa sorpresa que, si no la había ayudado a aclararse las ideas, al menos sí seguramente a engordar un kilo. Ya no tenía ningún sentido seguir allí. Existieran o no las señales de la vida, ya no había nada que buscar, sólo le quedaba poner un poco de orden en la suya. Haría el equipaje antes de acostarse, y podrían tomar el avión al día siguiente por la mañana. Esa vez, añadió antes de salir, era ella quien tenía una impresión como de déjá vu, una impresión muy acusada, para ser precisos.

Se quitó los zapatos en el pasillo y bajó a su habitación por la escalera de servicio.

En cuanto se hubo marchado, Anthony cogió el teléfono. Eran las cuatro de la tarde en San Francisco, la persona a la que llamaba respondió al primer timbrazo.

– ¡Pilguez al aparato!

– ¿Te molesto? Soy Anthony.

– Los viejos amigos no molestan jamás. ¿A qué debo el placer de oírte, después de tanto tiempo?

– Quería pedirte un favor, que hagas para mí una pequeña investigación, si es que aún te manejas por esos terrenos.

– Si supieras lo que me aburro desde que estoy jubilado… ¡Aunque me llamaras para decirme que has perdido las llaves, estaría encantado de ocuparme del caso!

– ¿Conservas algún contacto en la policía de fronteras, alguien en la oficina de visados que pueda hacer una búsqueda para nosotros?

– ¡Todavía tengo el brazo muy largo, a ver qué te crees!

– Pues bien, necesito que lo estires al máximo, te diré de qué se trata…

La conversación entre los dos viejos amigos duró algo más de media hora. El ex inspector Pilguez le prometió a Anthony que le conseguiría la información que quería lo antes posible.

Eran las ocho de la tarde en Nueva York. De la puerta del anticuario colgaba un cartelito que indicaba que la tienda estaría cerrada hasta el día siguiente. En el interior, Stanley montaba los estantes de una biblioteca de finales del siglo XIX que le habían llevado por la tarde. Adam llamó al cristal del escaparate.

– ¡Qué pesado! -suspiró Stanley, escondiéndose detrás de un aparador.

– ¡Stanley, soy yo, Adam! ¡Sé que estás ahí! Stanley se agachó, conteniendo la respiración. -¡Tengo dos botellas de cháteau lafite! Stanley levantó despacio la cabeza. -¡De 1989! -gritó Adam desde la calle. La puerta de la tienda se abrió.

– Lo siento, no te había oído, estaba ordenando la mercancía -dijo Stanley, dejando pasar a su visitante-. ¿Has cenado ya?