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Tomas se desperezó y salió de la cama, con cuidado de no despertar a Marina, que dormía a su lado. Bajó la escalera de caracol y cruzó el salón, en la planta baja del dúplex. Pasando por detrás de la barra del bar, colocó una taza en la cafetera, cubrió el aparato con una servilleta para ahogar el ruido y le dio al botón. Abrió la cristalera y salió a la terraza para aprovechar los primeros rayos de sol que ya acariciaban los tejados de Roma. Se acercó a la barandilla y miró la calle allá abajo. Un repartidor descargaba cajas de verduras delante de la tienda de alimentación contigua al café, en la planta baja del edificio de Marina.
Un intenso olor a pan tostado precedió una sarta de tacos en italiano. Marina apareció en albornoz con aire malhumorado.
– ¡Dos cosas! -anunció-. La primera es que estás en pelotas, y dudo mucho que mis vecinos de enfrente aprecien el espectáculo para amenizar su desayuno.
– ¿Y la segunda? -preguntó Tomas sin volverse.
– El desayuno lo tomamos abajo en el café, en casa no hay nada.
– ¿No compramos ciabattas anoche? -preguntó Tomas con tono burlón.
– ¡Vístete! -replicó Marina volviendo al interior.
– ¡Al menos podrías darme los buenos días! -gruñó él.
Una anciana que estaba regando las plantas le dedicó un saludo con la mano desde su balcón situado al otro lado de la callejuela. Tomas le sonrió y salió de la terraza.
Aún no eran las ocho de la mañana, y ya soplaba una cálida brisa. El dueño de la trattoria adornaba su escaparate; Tomas lo ayudó a sacar las sombrillas a la acera. Marina se sentó a una mesa y cogió un cometió de un cestito con bollería.
– ¿Piensas estar de mal humor todo el día? -preguntó Tomas cogiendo uno a su vez-. ¿Estás enfadada porque me voy?
– Ahora ya sé lo que tanto me gusta de ti, Tomas, y es lo oportuno que sabes ser siempre.
El propietario les sirvió sendos capuchinos humeantes. Levantó los ojos al cielo, rezando por que estallara una tormenta antes de que terminara el día, y le soltó un piropo a Marina alabando lo guapa que estaba esa mañana. Antes de volver al interior de su establecimiento, le dedicó un guiño a Tomas.
– ¿Podemos intentar no arruinarnos la mañana? -dijo él.
– Claro, hombre, qué buena idea. Por qué no te terminas el cornetto y luego subes a echarme un polvo; después una buena ducha en mi cuarto de baño mientras yo, como una idiota, te hago la maleta. Un besito en el umbral, y desapareces durante dos o tres meses, o para siempre. No, déjalo, no digas nada, cualquier cosa que respondas ahora sólo puede ser una tontería.
– ¡Vente conmigo!
– Soy corresponsal, no reportera.
– Nos vamos juntos, pasamos la tarde y la noche en Berlín, y mañana, cuando coja el avión para Mogadiscio, tú regresas a Roma.
Marina se volvió para indicarle al dueño que le sirviera otro café.
– Tienes razón, es mucho mejor despedirse en el aeropuerto, un poco de drama y patetismo siempre viene bien, ¡¿verdad?!
– Lo que no vendría mal es que te pasaras por la redacción del periódico -añadió Tomas.
– ¡Tómate el café mientras aún está caliente!
– Si dijeras que sí en lugar de quejarte tanto, te sacaría un billete.
Apareció un sobre por debajo de la puerta. Anthony hizo una mueca al agacharse para recogerlo del suelo. Lo abrió y leyó el fax dirigido a él: «Lo siento, aún no he obtenido ningún resultado, pero no tiro la toalla. Espero conseguir algo un poco más tarde.» George Pilguez había firmado el mensaje con sus iniciales, G. P.
Anthony Walsh se instaló en el escritorio de su suite y garabateó un mensaje para Julia. Llamó a la recepción para pedir que pusieran a su disposición un coche con chófer. Salió de su habitación e hizo una corta escala en la sexta planta. Avanzó sin hacer ruido hasta la suite de su hija, deslizó el mensaje por debajo de la puerta y se marchó en seguida.
– Al 31 de Karl-Liebknecht-Strasse, por favor -le anunció al chófer.
La berlina negra arrancó al instante.
Julia desayunó un té rápidamente, cogió su bolsa de viaje del armario y la dejó sobre la cama. Empezó por doblar su ropa y al final decidió amontonarla de cualquier manera. Interrumpiendo sus preparativos, se acercó a la ventana. Una lluvia fina caía sobre la ciudad. Abajo, en la calle, se alejaba una berlina.
– Tráeme tu neceser si quieres que te lo guarde en la maleta -gritó Marina desde la habitación.
Tomas asomó la cabeza en el cuarto de baño.
– Puedo hacerme yo mismo la maleta, ¿sabes?
– ¡Mal! Te la puedes hacer tú mismo mal, y yo no estaré luego en Somalia para plancharte la ropa.
– ¿Es que ya lo has hecho? -preguntó Tomas, casi preocupado.
– ¡No! Pero podría haberlo hecho. -¿Has tomado una decisión?
– ¿Sobre qué? ¿Sobre si te dejo ahora mismo o mañana? Tienes suerte, he decidido que sería bueno para mi carrera ir a saludar a nuestro futuro director de redacción. Buena noticia para ti, pero no quieras ver en ella ninguna relación con tu partida, simplemente tendrás la suerte de poder pasar una velada más conmigo.
– Estoy encantado -afirmó Tomas.
– ¿En serio? -dijo Marina cerrando la cremallera de su maleta-. Tenemos que salir de Roma antes de mediodía, ¿piensas monopolizar el cuarto de baño toda la mañana?
– Pensaba que de los dos era yo el gruñón.
– Todo se contagia, querido, yo no tengo la culpa.
Marina empujó a Tomas a un lado para entrar en el cuarto de baño; se desató el cinturón del albornoz y lo arrastró consigo bajo la ducha.
El Mercedes negro giró y se detuvo en un aparcamiento ante una hilera de edificios grises. Anthony le pidió al chófer que lo esperara allí, pensaba estar de vuelta una hora más tarde.
Subió la pequeña escalinata protegida por una marquesina y entró en el edificio que albergaba en la actualidad los archivos de la Sta si.
Anthony se presentó en la recepción y preguntó dónde tenía que dirigirse.
El pasillo que recorrió daba escalofríos. A un lado y a otro, detrás de unas vitrinas estaban expuestos diferentes modelos de micrófonos, cámaras, máquinas fotográficas, sifones de vapor para abrir el correo y pegadoras para cerrarlo una vez leído, copiado y archivado. Material de todo tipo para espiar la vida cotidiana de una población entera, prisionera de un Estado policial. Panfletos, manuales de propaganda, sistemas de escucha cada vez más sofisticados conforme iban pasando los años. Millones de personas habían sido espiadas y juzgadas, se les había arruinado la vida para garantizar la seguridad de un Estado absoluto. Enfrascado en esos pensamientos, Anthony se detuvo delante de la fotografía de una celda para interrogatorio.
Sé que hice mal. Una vez que el Muro hubo caído, el proceso era irreversible, pero ¿quién podría haberlo asegurado, Julia? ¿Los que habían conocido la Pri mavera de Praga? ¿Nuestros demócratas, que desde entonces habían permitido que se perpetraran tantos crímenes e injusticias? ¿Y quién podría prometer hoy que Rusia se ha liberado para siempre de sus déspotas de ayer? De modo que sí, tuve miedo, un miedo terrible de que la dictadura volviera a cerrar sus puertas apenas abiertas a la libertad y te aprisionara con su tenaza totalitaria. Tuve miedo de ser para siempre un padre separado de su hija, no porque ésta lo hubiera elegido así, sino porque una dictadura lo hubiera decidido por ella. Sé que siempre me guardarás rencor por ello, pero si las cosas hubieran salido mal, yo sí que no me habría perdonado jamás a mí mismo no haber ido a buscarte, y tengo que reconocerte que, de alguna manera, me alegro de haber hecho mal.
– ¿Se ha perdido? -preguntó una voz al fondo del pasillo.
– Estoy buscando los archivos -balbuceó Anthony.
– Es aquí, señor, ¿qué puedo hacer por usted?
Unos días después de la caída del Muro, los empleados de la policía política de la RDA, presintiendo el desmantelamiento ineluctable de su régimen, empezaron a destruir todo aquello que pudiera dar fe de sus operaciones. Pero ¿cómo hacer trizas rápidamente millones de fichas individuales de información, recopiladas durante cerca de cuarenta años de totalitarismo? En diciembre de 1989, la población, advertida de lo que trataba de llevar a cabo la policía, ocupó todas las sedes de la Se guridad del Estado. En cada ciudad de Alemania Oriental, los ciudadanos ocuparon las oficinas de la Sta si e impidieron así la destrucción de lo que representaba ciento ochenta kilómetros de informes de todo tipo, documentos que en la actualidad eran accesibles al público.
Anthony solicitó consultar el expediente de un tal Tomas Meyer, que antaño residía en Comeniusplatz, 2, Berlín Este.
– Desgraciadamente, no puedo satisfacer su petición, señor -se disculpó el encargado.
– Creía que una ley establecía el libre acceso a los archivos.
– Eso es exacto, pero esa ley tiene también el objetivo de proteger a nuestros conciudadanos contra todo atentado a su vida privada que pudiera resultar de la utilización de sus datos personales -replicó el empleado recitando un discurso que parecía conocer de memoria.
– Ahí es donde resulta tan importante la interpretación de los textos. Si no me equivoco, el primer objeto de esta ley que nos interesa a ambos es el de facilitar a cada ciudadano el acceso a las fichas de la Sta si para que pueda aclarar la influencia que el Servicio de Seguridad del Estado ha podido ejercer en su propio destino, ¿no es cierto? -prosiguió Anthony, quien esta vez repetía el texto grabado en una placa en la entrada del edificio.
– Sí, claro -reconoció el empleado, que no sabía dónde quería llegar su visitante.
– Tomas Meyer es mi yerno -mintió Anthony con un aplomo inquebrantable-. Ahora vive en Estados Unidos, y me honra anunciarle que pronto seré abuelo. No dudará usted de lo importante que es que algún día pueda hablarles a sus hijos de su pasado. ¿Quién no desearía poder hacerlo? ¿Tiene usted hijos, señor…?
– ¡Hans Dietrich! -respondió el empleado-. Tengo dos hijas preciosas, Emma y Anna, de cinco y siete años.
– ¡Qué maravilla! -exclamó Anthony uniendo las manos-. Qué contento debe de estar usted.
– ¡Me tienen loco perdido!
– Pobre Tomas, los trágicos acontecimientos que marcaron su adolescencia son todavía demasiado dolorosos para él como para poder hacer él mismo esta gestión. He venido desde muy lejos, en su nombre, para darle la oportunidad de reconciliarse con su pasado y, quién sabe, quizá algún día tenga ánimo de acompañar a su hija hasta aquí; pues, entre usted y yo, sé que es una nieta lo que voy a tener. Acompañarla, como le iba diciendo, a la tierra de sus antepasados para que pueda recuperar sus raíces. Querido Hans -prosiguió solemnemente Anthony-, es como futuro abuelo como hablo ahora al padre de dos preciosas niñas: ayúdeme, ayude a la hija de su compatriota Tomas Meyer; sea usted aquel que, mediante un gesto generoso, le dará la felicidad que todos soñamos para ella.
Profundamente emocionado, Hans Dietrich no sabía qué pensar. Los ojos empañados de su visitante fueron ya la puntilla. Le ofreció un pañuelo.
– ¿Ha dicho Tomas Meyer?
– ¡Eso es! -contestó Anthony.
– Acomódese en una mesa de la sala, voy a ver si tenemos algo sobre él.
Un cuarto de hora más tarde, Hans Dietrich dejó un archivador de hierro sobre la mesa en la que aguardaba Anthony Walsh.
– Me parece que he encontrado el expediente de su yerno -anunció, radiante-. Tenemos la suerte de que no formara parte de los que fueron destruidos, todavía falta mucho para concluir la reconstitución de los ficheros destruidos, estamos aún a la espera de los créditos necesarios.
Anthony le dio las gracias efusivamente, haciéndole comprender con una mirada de fingida incomodidad que ahora necesitaba un poco de intimidad para estudiar el pasado de su yerno. Hans se marchó en seguida, y Anthony se enfrascó en la lectura de un voluminoso expediente iniciado en 1980 sobre un joven estrechamente vigilado durante nueve años. Decenas de páginas reseñaban hechos y gestos, amistades y conocidos, aptitudes, preferencias literarias, informes detallados de lo que Tomas había dicho tanto en privado como en público, opiniones y apego a los valores del Estado. Ambiciones, esperanzas, primeros amores, primeras experiencias y primeras decepciones, nada de lo que iba a moldear la personalidad de Tomas parecía haberse pasado por alto. Como no dominaba la lengua, Anthony se decidió a recurrir a Hans Dietrich para que lo ayudara a comprender la ficha de síntesis que se encontraba al final del expediente, puesta al día por última vez el 9 de octubre de 1989.
Tomas Meyer, huérfano de padre y madre, era un estudiante sospechoso. Su mejor amigo y vecino, al que frecuentaba desde muy pequeño, había logrado evadirse a Occidente. El llamado Jürgen Knapp había cruzado el Muro, probablemente escondido bajo el asiento trasero de un coche, y no había regresado jamás a la RDA. No se había encontrado ninguna prueba que demostrara la complicidad de Tomas Meyer, y el candor con el que hablaba al informador de los servicios de seguridad acerca de los proyectos de su amigo indicaba su probable inocencia. El agente que había engrosado el expediente había descubierto de este modo los preparativos de huida, pero por desgracia demasiado tarde como para permitir la detención de Jürgen Knapp. No obstante, los estrechos lazos que Tomas mantenía con aquel que había traicionado a su país, y el hecho de que no hubiera denunciado antes la evasión de su amigo no permitían considerarlo como un elemento prometedor de la Re pública Democrática. Dados los hechos establecidos en su expediente, no se recomendaba perseguirlo, pero desde luego no podría desempeñar nunca ninguna función importante al servicio del Estado. El informe recomendaba por último mantenerlo bajo vigilancia activa para asegurarse de que en el futuro no mantuviera ninguna relación con su antiguo amigo ni con ninguna otra persona residente en Occidente. Se recomendaba también un período probatorio, que habría de durar hasta que cumpliera treinta años, antes de revisar o clausurar su expediente.
Hans Dietrich terminó su lectura. Estupefacto, leyó dos veces el nombre del informador que había servido de fuente para el expediente para asegurarse de que no se equivocaba, sin acertar a disimular su turbación.
– ¡Quién podría haber imaginado algo así! -dijo Anthony sin apartar los ojos del nombre que figuraba al final de la ficha-. ¡Qué tristeza!
Hans Dietrich compartía su consternación.
Anthony le agradeció su valiosa ayuda. Atraído por un detalle, el empleado de los archivos vaciló un momento antes de revelar lo que acababa de descubrir.
– Creo necesario, en el marco de la gestión que está llevando a cabo, confiarle que su yerno seguramente también haya hecho ese triste descubrimiento. Una anotación en su expediente da fe de que lo ha consultado él mismo.
Anthony le reiteró a Dietrich su gratitud; contribuiría a su humilde manera a la financiación de la reconstrucción de los archivos, pues era más consciente hoy que ayer de cuan importante resultaba la comprensión del pasado para que los hombres pudieran entender su porvenir.
Al salir del edificio, Anthony sintió la necesidad de que le diera un poco el aire para recuperarse del todo. Fue a sentarse un momento en un banco de un jardincito junto a un aparcamiento.
Pensando de nuevo en la confidencia de Dietrich, levantó los ojos al cielo y exclamó:
– ¡Pero cómo no se me había ocurrido antes!
Se levantó y se dirigió hacia el coche. Nada más instalarse, cogió su móvil y marcó un número de San Francisco.
– ¿Te despierto?
– ¡Claro que no, son las tres de la madrugada! -Lo siento, pero creo disponer de una información importante.
George Pilguez encendió la luz de su mesilla de noche, abrió el cajón y buscó un bolígrafo. -¡Te escucho! -dijo.
– Tengo ahora todos los motivos para pensar que nuestro hombre puede haber querido librarse de su apellido, no tener que utilizarlo nunca más o, al menos, haber querido que se lo recordaran lo menos posible.
– ¿Por qué?
– Es una larga historia…
– ¿Y tienes idea de su nueva identidad?
– ¡Ni la más mínima!
– ¡Perfecto, has hecho bien en llamarme en mitad de la noche, ahora voy a poder progresar mucho en mi investigación! -replicó Pilguez, sarcástico, antes de colgar.
Apagó la luz, cruzó los brazos detrás de la nuca y trató en vano de conciliar el sueño. Media hora más tarde, su mujer le ordenó que se pusiera a trabajar. Poco importaba que aún no hubiera amanecido, ya estaba harta de que diera vueltas nervioso en la cama, y ella sí tenía intención de volver a dormirse.
George Pilguez se puso un batín y se fue a la cocina mascullando. Empezó por prepararse un bocadillo y aprovechó para untarse una generosa ración de mantequilla en ambas rebanadas de pan, puesto que no estaba allí Natalia para echarle un sermón sobre su colesterol. Se llevó el tentempié y fue a instalarse ante su escritorio. Algunas administraciones no cerraban nunca, descolgó el teléfono y llamó a un amigo que trabajaba en la policía de fronteras.
– Si una persona que hubiera cambiado legalmente de nombre entrara en nuestro territorio, ¿figuraría su nombre original en nuestros ficheros?
– ¿De qué nacionalidad es?
– Alemán, nacido en la RDA.
– En ese caso, para obtener un visado de alguna de nuestras oficinas consulares, es más que probable que sí, seguramente habría algún rastro en alguna parte.
– ¿Tienes lápiz y papel para poder apuntar? -quiso saber George.
– Estoy ante un teclado de ordenador -contestó su amigo Rick Bram, agente de las oficinas de inmigración del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy.
El Mercedes se dirigía hacia el hotel. Anthony contemplaba el paisaje por la ventanilla. Un rótulo luminoso desfilaba en la fachada de una farmacia, indicando intermitentemente la fecha, la hora y la temperatura exterior. Era casi mediodía en Berlín, 21 grados centígrados…
– Y sólo quedan dos días -murmuró Anthony Walsh.
Julia recorría nerviosa el vestíbulo de un extremo a otro, con el equipaje en el suelo.
– Le aseguro, señorita Walsh, que no tengo la más mínima idea de dónde ha ido su padre. Nos ha pedido un coche esta mañana temprano, sin darnos más indicaciones, y desde entonces no ha vuelto a aparecer por aquí. He intentado llamar al chófer, pero no tiene el móvil encendido.
El recepcionista miró la maleta de Julia.
– El señor Walsh tampoco me ha pedido que modifique su reserva ni me ha avisado de que pensaran marcharse hoy. ¿Está usted segura de que eso es lo que ha decidido?
– ¡Lo he decidido yo! Había quedado con él esta mañana, el avión despega a las tres, y es el último vuelo posible si no queremos perder la correspondencia en París para Nueva York.
– También pueden volar a Nueva York vía Amsterdam, ganarían tiempo; será un placer para mí gestionárselo.
– Pues entonces sea tan amable de hacerlo ahora mismo -contestó Julia, rebuscando en sus bolsillos.
Desesperada, dejó caer la cabeza sobre el mostrador, ante la mirada estupefacta del empleado.
– ¿Algún problema, señorita?
– ¡Los billetes los tiene mi padre!
– Estoy seguro de que ya no tardará en volver. No se preocupe, si de verdad tienen que estar en Nueva York esta noche, todavía les queda tiempo.
Una berlina negra aparcó delante del hotel, Anthony Walsh se apeó y entró por la puerta giratoria.
– Pero ¿dónde te habías metido? -le preguntó Julia, yendo a su encuentro-. Me tenías preocupadísima.
– Es la primera vez que te veo inquieta por cómo ocupo mi tiempo o por lo que haya podido pasarme, ¡qué día más maravilloso!
– ¡Lo que me preocupa es que vamos a perder el avión! -¿Qué avión?
– Anoche convinimos en que volvíamos hoy a Nueva York, ¿te acuerdas?
El recepcionista interrumpió su conversación entregándole a Anthony un sobre que acababan de enviarle por fax. Anthony Walsh lo abrió y miró a Julia mientras se informaba de su contenido.
– Claro, pero eso fue anoche -contestó, jovial.
Echó una ojeada a la bolsa de Julia y le pidió al botones que hiciera el favor de subirla a la habitación de su hija.
– Ven, te invito a comer, tenemos que hablar.
– ¿De qué? -quiso saber ella, inquieta.
– ¡De mí! Anda, no pongas esa cara, que era una broma, de verdad…
Se instalaron en la veranda del restaurante del hotel.
La alarma del despertador sacó a Stanley de un mal sueño. Secuela de una velada en la que el vino había corrido generosamente, notó una temible jaqueca nada más abrir los ojos. Se levantó y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño.
Calibrando su aspecto en el espejo, se juró no volver a probar una gota de alcohol antes de que terminara el mes, lo cual era bastante razonable teniendo en cuenta que hoy era día 29. Exceptuando el martillo neumático que parecía funcionar bajo sus sienes, el día se anunciaba bastante bueno. A la hora de comer, le propondría a Julia recogerla en su oficina e ir a pasear a la orilla del río. Frunciendo el ceño, recordó sucesivamente que su mejor amiga estaba fuera y que el día anterior no había tenido noticias suyas. Pero fue incapaz de recordar la conversación de la víspera durante esa cena en la que había bebido más de la cuenta. Tan sólo algo más tarde, tras tomar una gran taza de té, se preguntó si al final no se le habría escapado la palabra «Berlín» durante su conversación con Adam. Una vez duchado, sopesó el interés de comentarle a Julia esa duda que crecía en su interior. Tendría tal vez que llamarla… ¡o tal vez no!
– ¡Quien miente una vez no miente una sola! -exclamó Anthony ofreciéndole la carta a Julia. -¿Lo dices por mí?
– ¡No eres el centro del mundo, querida! ¡Lo decía por tu amigo Knapp!
Julia dejó la carta sobre la mesa e indicó al camarero, que ya se acercaba, que los dejara solos. -¿De qué estás hablando?
– ¿De qué quieres que hable en Berlín en un restaurante en el que estoy almorzando contigo? -¿Qué has descubierto?
– Tomas Meyer, alias Tomas Ullmann, periodista de investigación del Tagesspiegel; pondría la mano en el fuego a que trabaja todos los días con ese miserable que nos ha contado mentiras.
– ¿Por qué mentiría Knapp?
– Eso ya se lo preguntarás tú misma. Imagino que tendrá sus razones.
– ¿Cómo te has enterado de eso?
– ¡Tengo superpoderes! Es una de las ventajas de estar reducido al estado de máquina.
Julia miró a su padre, desconcertada.
– ¿Y por qué no? -prosiguió Anthony-. Tú inventas animales sabios que hablan con los niños, ¿y yo no tendría derecho a poseer algunas cualidades extraordinarias a ojos de mi hija?
Él avanzó la mano hacia la de Julia, cambió de idea y cogió un vaso que se llevó a los labios. -¡Es agua! -gritó ella. Anthony dio un respingo.
– No estoy segura de que sea muy aconsejable para tus circuitos eléctricos -murmuró, incómoda al haber atraído la atención de sus vecinos.
Anthony abrió unos ojos como platos.
– Creo que acabas de salvarme la vida… -dijo, dejando el vaso sobre la mesa-. ¡Aunque, claro, es una manera de hablar!
– ¿Cómo te has enterado de todo esto? -insistió Julia.
Anthony observó largo rato a su hija y renunció a contarle su visita matinal a los archivos de la Sta si. Después de todo, lo único que contaba era el resultado de sus pesquisas.
– Se puede cambiar uno de nombre para firmar los artículos que escribe, ¡pero para cruzar fronteras, la cosa es muy distinta! Si encontramos ese famoso dibujo en Montreal es porque Tomas fue allí, lo que me hizo pensar que, con un poco de suerte, también habría ido a Estados Unidos.
– ¡Entonces de verdad tienes poderes sobrenaturales! -Sobre todo lo que tengo es un viejo amigo que trabajaba en la policía.
– Gracias -murmuró Julia. -¿Qué piensas hacer?
– Eso mismo me pregunto yo. Lo único que sé es que estoy feliz de que Tomas sea lo que siempre soñó ser.
– ¿Y tú qué sabes de eso?
– Quería ser periodista de investigación.
– ¿Y crees que ése era su único sueño? ¿De verdad crees que el día que eche la vista atrás sobre su vida lo que mire sea un álbum de fotografías de reportajes periodísticos? ¡Una carrera profesional, vaya una cosa! Si supieras cuántos hombres, al verse solos, se han dado cuenta de que ese logro, ese triunfo que creían haber conseguido o al que creían haberse acercado tanto, en realidad los había alejado de los suyos, por no decir de sí mismos.
Julia miró a su padre y adivinó la tristeza que se ocultaba tras su sonrisa.
– Vuelvo a hacerte la misma pregunta, Julia, ¿qué piensas hacer?
– Regresar a Berlín sería desde luego lo más sensato.
– ¡Bendito lapsus! Has dicho Berlín. Es en Nueva York donde vives.
– No ha sido más que una coincidencia tonta.
– Tiene gracia, ayer, sin ir más lejos, lo habrías considerado una señal.
– Pero como bien decías tú antes, ayer era ayer, y hoy es hoy.
– No te equivoques, Julia, la vida no se vive en recuerdos que se confunden con anhelos. La felicidad necesita algunas certezas, por pequeñas que sean. Ahora te corresponde a ti, y sólo a ti, elegir. Yo ya no estaré aquí para decidir por ti, y de hecho hace ya mucho tiempo que no lo hago. Pero cuidado con la soledad, es una compañía peligrosa.
– ¿Es que tú has conocido la soledad?
– Nos hemos frecuentado mucho ella y yo, largos años, si es lo que quieres saber, pero me bastaba con pensar en ti para ahuyentarla. Digamos que he tomado conciencia de varias cosas, un poco demasiado tarde, desde luego; y, con todo, no puedo quejarme, la mayoría de los estúpidos como yo no pueden disfrutar de una partida extra, aunque sólo dure unos días. Mira, aquí tienes otras palabras sinceras: te he echado de menos, Julia, y ya no puedo hacer nada para recuperar esos años perdidos. Los dejé pasar como un idiota porque tenía que trabajar, porque creía tener obligaciones, un papel que interpretar, cuando el único y el verdadero escenario de mi vida eras tú. Bueno, basta de charlas, no nos pega nada, ni a ti ni a mí. Te habría acompañado con gusto a darle una bofetada a Knapp y sonsacarle, pero estoy demasiado cansado y, además, ya te lo he dicho, es tu vida.
Anthony se inclinó para coger un periódico que había en una mesa vecina. Lo abrió y se puso a hojearlo.
– Pensaba que no entendías bien el alemán -dijo Julia con un nudo en la garganta.
– ¿Sigues aquí? -replicó él, pasando la página.
Julia dobló su servilleta, apartó su silla y se levantó.
– Te llamo en cuanto haya visto a Knapp -dijo alejándose.
– ¡Anda, dicen que mejorará el tiempo al final de la tarde! -replicó Anthony mirando al cielo a través de los cristales de la veranda.
Pero Julia ya estaba en la acera, llamando un taxi. Anthony dobló el periódico y suspiró.
El taxi se detuvo ante la terminal del aeropuerto Fiumicino de Roma. Tomas pagó la carrera y rodeó el vehículo para abrirle la puerta a Marina. Tras facturar y pasar el control de seguridad, él, con su mochila al hombro, consultó su reloj. El vuelo despegaba una hora después. Marina miraba los escaparates de las tiendas, la cogió de la mano y la llevó al bar.
– ¿Qué quieres hacer esta noche? -le preguntó al tiempo que pedía dos cafés en la barra.
– Ver tu apartamento, hace siglos que me pregunto cómo será tu guarida.
– Una habitación grande, con una mesa de trabajo junto a la ventana y una cama enfrente, pegada a la pared.
– Por mí perfecto, no necesito nada más -declaró ella.
Julia empujó la puerta del Tagesspiegel y se presentó en la recepción. Dijo que quería ver a Jürgen Knapp. La recepcionista descolgó el teléfono.
– Dígale que me quedaré esperando en el vestíbulo hasta que llegue, aunque tenga que pasarme aquí toda la tarde.
Apoyado contra la pared de cristal que descendía despacio hacia la planta baja, Knapp no apartaba los ojos de su visitante. Julia iba y venía de un lado a otro del vestíbulo, contemplando las vitrinas tras las cuales estaban colgadas de la pared con chinchetas las páginas de la edición del día del periódico.
Las puertas del ascensor se abrieron, y Knapp cruzó el vestíbulo.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Julia?
– ¡Podrías empezar por decirme por qué me has mentido!
– Sígueme, vamos a un lugar más tranquilo.
Knapp la condujo hacia la escalera. La invitó a sentarse en un saloncito junto a la cafetería, mientras rebuscaba en sus bolsillos para encontrar algo de suelto.
– ¿Café, té? -le preguntó acercándose a la máquina expendedora de bebidas.
– ¡Nada!
– ¿Qué has venido a buscar a Berlín, Julia? -¿Tan poco perspicaz eres?
– Hace casi veinte años que no nos vemos, ¿cómo podría adivinar lo que te trae por aquí? -¡Tomas!
– Reconocerás que después de tantos años es, cuando menos, sorprendente. -¿Dónde está? -Ya te lo he dicho, en Italia.
– Con su mujer y sus hijos, y ha renunciado al periodismo, ya lo sé. Pero todo o parte de esa hermosa fábula es falso. Se ha cambiado el apellido, pero sigue siendo periodista.
– Puesto que lo sabes, ¿por qué pierdes el tiempo aquí?
– Si quieres jugar al juego de las preguntas y las respuestas, responde primero a la mía: ¿por qué me has ocultado la verdad?
– ¿Quieres que nos hagamos preguntas de verdad? Tengo algunas para ti. ¿Te has preguntado siquiera si Tomas querría volver a verte? ¿Con qué derecho reapareces así de repente? ¿Qué pasa, es que has decidido simplemente que había llegado el momento? ¿Porque de repente te ha dado la gana? Resurges de pronto de otra época, ¡pero ya no hay muro que derrumbar, ya no hay revolución, ni éxtasis, ni maravilla, ni locura! Sólo queda un poco de sensatez, la de adultos que hacen lo posible por avanzar en la vida, por sacar adelante sus carreras. Lárgate de aquí, Julia, vete de Berlín y vuelve a tu casa. Ya has hecho bastante daño.
– Te prohíbo decirme esas cosas -replicó ella y, al hacerlo, le temblaron los labios.
– ¿Por qué, acaso no tendría derecho? Sigamos con el juego de las preguntas. ¿Dónde estabas cuando Tomas pisó una mina y saltó por los aires? ¿Estabas al pie de la pasarela cuando bajó del avión que lo traía cojo de Kabul? ¿Lo acompañabas todas las mañanas a rehabilitación? ¿Estabas ahí para consolarlo cuando se desesperaba? No pienses, conozco la respuesta, ¡puesto que era tu ausencia lo que lo afligía tanto! ¿Tienes la menor idea del daño que le hiciste, de la soledad en la que lo sumiste, y sabes cuánto duró? ¿Te das cuenta de que ese pobre tonto tenía el corazón tan roto que todavía encontraba la manera de defenderte, cuando yo hacía todo lo posible por que por fin te odiara?
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Julia, pero nada podría haber callado a Knapp.
– ¿Puedes contar los años que tuvieron que transcurrir para que Tomas aceptara pasar página, para que lograra olvidarte? No había un solo rincón de Berlín por el que camináramos por la noche en el que no me hablara de un recuerdo vuestro que le evocaban la entrada de un café, un banco de un parque, una mesa en una taberna, las orillas de un canal. ¿Sabes acaso a cuántas mujeres conoció en vano, cuántas mujeres que trataron de amarlo se toparon unas veces con tu perfume, otras con el eco de tus palabras estúpidas que le hacían reír?
»Tuve que saberlo todo de ti: la suavidad de tu piel, tu humor por la mañana, que a él le parecía tan encantador sin que yo entendiera por qué, lo que tomabas para desayunar, la manera que tenías de recogerte el pelo, de maquillarte los ojos, la ropa que más te gustaba, el lado de la cama en el que dormías. Tuve que escuchar mil veces las piezas que aprendías en tus clases de piano de los miércoles, porque, con el alma destrozada, Tomas seguía tocándolas, semana tras semana, año tras año. Tuve que mirar todos esos dibujos que hacías con acuarelas o a lápiz, esos estúpidos animales cuyos nombres Tomas conocía. ¿Ante cuántos escaparates lo habré visto pararse porque tal o cual vestido te habría sentado bien, porque te habría gustado tal o cual cuadro, tal o cual ramo de flores? ¿Y cuántas otras veces me habré preguntado qué habías podido hacerle para que te añorara hasta ese punto?
»Y cuando por fin empezaba a estar mejor, temía que pudiéramos cruzarnos con una silueta que se te pareciera, un fantasma que le habría hecho desandar todo el camino andado. Fue largo el camino hacia esa otra libertad. ¿Querías saber por qué te he mentido? Espero que ahora hayas comprendido la respuesta.
– Yo nunca quise hacerle daño, Knapp, nunca -balbuceó Julia, ahogada de emoción.
Él cogió una servilleta de papel y se la tendió.
– ¿Por qué lloras? ¿En qué momento de tu vida estás, Julia? ¿Casada, divorciada tal vez? ¿Tienes hijos? ¿Acaban de destinarte a Berlín por trabajo?
– ¡No hace falta que seas tan desagradable!
– No iras tú a hablarme de crueldad.
– Tú no sabes nada…
– ¡Pero adivino! Has cambiado de idea, al cabo de veinte años, ¿es eso? Pues es demasiado tarde. Te escribió al volver de Kabul, no me digas que no, yo lo ayudé a encontrar las palabras adecuadas. Yo estaba ahí cada vez que volvía del aeropuerto, con esa expresión de profunda tristeza, cada último día del mes cuando iba a esperarte. Tú elegiste, él respetó tu elección sin jamás guardarte rencor por ello, ¿es eso lo que querías saber? Pues ya puedes marcharte tranquila.
– Yo no elegí nada, Knapp, esa carta de Tomas la recibí anteayer.
El avión sobrevolaba la cadena montañosa de los Alpes. Marina se había quedado dormida, con la cabeza apoyada sobre el hbro de Tomas. Él bajó la persiana de la ventanilla y cerró los ojos, tratando también de dormir algo. Al cabo de una hora llegarían a Berlín.
Julia le contó toda su historia, y Knapp no la interrumpió una sola vez. A ella también le había llevado mucho tiempo superar el duelo de un hombre al que creía muerto. Una vez terminado su relato, se levantó, se disculpó una vez más por todo el mal que había hecho, sin quererlo, sin saber nunca nada, se despidió del amigo de Tomas y le hizo jurar que nunca le diría que había ido a Berlín. Knapp la contempló alejarse por el largo pasillo que llevaba a la escalera. Justo cuando ponía el pie en el primer escalón, gritó su nombre. Julia se volvió.
– No puedo cumplir esa promesa, no puedo perder a mi mejor amigo. Tomas está ahora mismo en un avión, su vuelo aterriza dentro de tres cuartos de hora, procedente de Roma.