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A las diez, Julia salió de su apartamento, decidida a pasar el día en la oficina. Tenía trabajo atrasado, y de nada servía quedarse en casa como un león enjaulado o, peor aún, ordenando lo que volvería a estar en desorden unos días después. De nada servía tampoco llamar a Stanley, que a esas horas seguiría aún durmiendo; los domingos, a no ser que lo sacaran a rastras de la cama para llevarlo a un brunch o le prometieran tortitas con canela, no se levantaba hasta bien entrada la tarde.
Horatio Street seguía desierta. Julia saludó a unos vecinos instalados en la terraza del Pastis y apretó el paso. Mientras subía por la No vena Avenida, le mandó a Adam un mensajito tierno, y dos calles más arriba, entró en el edificio del Chelsea Farmer's Market. El ascensorista la llevó hasta el último piso. Deslizó su tarjeta de identificación sobre el lector que controlaba el acceso a las oficinas y cerró la pesada puerta metálica.
Había tres infografistas en sus puestos de trabajo. Por la cara que tenían, y visto el número de vasitos de café amontonados en la papelera, Julia comprendió que habían pasado la noche allí. El problema que ocupaba a su equipo desde hacía varios días no debía, pues, de haberse resuelto todavía. Nadie conseguía establecer el complicado algoritmo que permitiría dar vida a un grupo de libélulas cuya tarea era la de defender un castillo de la invasión inminente de un ejército de mantis religiosas. El horario colgado de la pared indicaba que el ataque estaba previsto para el lunes. Si de ahí a entonces el escuadrón no estaba listo, o bien la ciudadela caería sin resistencia en manos enemigas, o el nuevo dibujo animado se retrasaría mucho; tanto una opción como la otra eran inconcebibles.
Julia empujó su sillón con ruedas y se instaló entre sus colaboradores. Tras consultar sus progresos, decidió activar el procedimiento de urgencia. Descolgó el teléfono y llamó, uno tras otro, a todos los miembros de su equipo. Disculpándose cada vez por estropearles la tarde del domingo, los convocó en la sala de reuniones una hora más tarde. Aunque tuvieran que repasar todos los datos, la noche entera, no llegaría la mañana del lunes sin que sus libélulas invadieran el cielo de Enowkry.
Y mientras el primer equipo se declaraba vencido, Julia bajó corriendo hacia los diferentes puestos del mercado para llenar dos cajas de pasteles y sandwiches de todo tipo con los que alimentar a las tropas.
A mediodía, treinta y siete personas habían respondido a su convocatoria. La atmósfera tranquila que había reinado en la oficina por la mañana cedió paso a la ebullición propia de una colmena, en la que dibujantes, infografistas, iluminadores, programadores y expertos en animación intercambiaban informes, análisis y las ideas más estrafalarias.
A las cinco, una pista descubierta por una reciente incorporación al equipo suscitó una gran efervescencia y una asamblea en la sala de reuniones. Charles, el joven informático recientemente contratado como refuerzo, apenas llevaba ocho días en activo en la compañía. Cuando Julia le pidió que tomara la palabra para exponer su teoría, le temblaba la voz y sólo acertaba a balbucear. El jefe de equipo no le facilitó la tarea burlándose de su manera de hablar. Al menos, hasta que el joven se decidió a concentrarse largos segundos sobre el teclado de su ordenador mientras aún se oían las burlas a su espalda; burlas que cesaron definitivamente cuando una libélula empezó a agitar las alas en mitad de la pantalla y levantó el vuelo describiendo un círculo perfecto en el cielo de Enowkry.
Julia fue la primera en felicitarlo, y sus treinta y cinco colegas aplaudieron. Ya sólo quedaba conseguir que otras setecientas cuarenta libélulas con sus armaduras levantaran a su vez el vuelo. El joven informático mostró algo más de aplomo y expuso el método gracias al cual se podía multiplicar su fórmula. Mientras detallaba su proyecto, sonó el timbre del teléfono. El colaborador que descolgó le hizo una seña a Julia: la llamada era para ella y parecía urgente. Ésta le murmuró a su vecino de mesa que se fijara bien en lo que estaba explicando Charles y salió de la sala para responder a la llamada en su despacho.
Julia reconoció en seguida la voz del señor Zimoure, el dueño de la tienda situada en la planta baja de su casa, en Horatio Street. Seguro que, una vez más, las cañerías de su apartamento habían exhalado su último suspiro. El agua debía de caer a chorros por el techo sobre las colecciones de zapatos del señor Zimoure, aquellos que, en período de rebajas, costaban el equivalente de la mitad de su sueldo. Julia conocía ese dato, pues era precisamente lo que le había indicado su agente de seguros, que el año anterior le había entregado un cheque considerable al señor Zimoure para compensar los daños que le había causado. A Julia se le había olvidado cerrar la llave del agua de su antigua lavadora antes de salir de casa, pero ¿a quién no se le olvidan ese tipo de detalles?
Ese día, su agente de seguros le dijo que era la última vez que pensaba asumir un siniestro de ese tipo. Si había sido tan amable de convencer a su compañía para no suspender pura y simplemente su póliza, era sólo porque Tilly era el personaje preferido de sus hijos y la salvadora de sus domingos por la mañana desde que les había comprado los dibujos animados en DVD.
En lo que a las relaciones de Julia con el señor Zimoure se refería, la cuestión había requerido muchos más esfuerzos. Una invitación a la fiesta de Acción de Gracias que Stanley había organizado en su casa, un recuerdo de la tregua en Navidad y otras múltiples atenciones habían sido necesarias para que el clima entre vecinos volviera a ser normal. El personaje en cuestión no era especialmente agradable, tenía teorías sobre todo y en general sólo se reía de sus propios chistes. Conteniendo el aliento, Julia esperó a que su interlocutor le anunciara la magnitud de la catástrofe.
– Señorita Walsh…
– Señor Zimoure, sea lo que sea lo que haya ocurrido, sepa usted que lo siento en el alma.
– No tanto como yo, señorita Walsh. Tengo la tienda abarrotada de gente y cosas más importantes que hacer que ocuparme en su ausencia de sus problemas de entrega a domicilio.
Julia trató de apaciguar los latidos de su corazón y comprender de qué se trataba esta vez. -¿Qué entrega?
– ¡Eso debería decírmelo usted, señorita!
– Lo siento mucho, yo no he encargado nada y, de todas maneras, siempre pido que lo entreguen todo en mi oficina.
– Pues bien, parece que esta vez no ha sido así. Hay un enorme camión aparcado delante de mi tienda. El domingo es el día más importante para mí, por lo que me causa un perjuicio considerable. Los dos gigantes que acaban de descargar esa caja a su nombre se niegan a marcharse mientras nadie acuse recibo de la mercancía. A ver, según usted, ¿qué tenemos que hacer?
– ¿Una caja?
– Eso es exactamente lo que acabo de decirle, ¿es que tengo que repetírselo todo dos veces mientras mi clientela se impacienta?
– Estoy confundida, señor Zimoure -prosiguió Julia-, no sé qué decirle.
– Pues dígame, por ejemplo, cuándo podrá venir, para que pueda informar a esos señores del tiempo que vamos a perder todos gracias a usted.
– Pero ahora me es del todo imposible ir, estoy en pleno trabajo…
– ¿Y qué se cree que estoy haciendo yo, señorita Walsh? ¿Crucigramas?
– ¡Señor Zimoure, yo no estoy esperando ninguna entrega, ni un paquete, ni un sobre, y mucho menos una caja! Como le digo, sólo puede tratarse de un error.
– En el albarán que puedo leer sin gafas desde el escaparate de mi tienda, puesto que su caja está colocada en la acera delante de mí, figura su nombre en grandes letras de molde justo encima de nuestra dirección común y bajo la palabra «Frágil»; ¡sin duda se trata de un olvido por su parte! No sería la primera vez que su memoria le juega una mala pasada, ¿verdad?
¿Quién podía ser el remitente? ¿Quizá se tratara de un regalo de Adam, de un encargo que ya no recordara, algún equipamiento destinado a la oficina y que, por error, hubiera pedido que le entregaran en su domicilio? Fuera como fuere, Julia no podía abandonar de ninguna manera a sus colaboradores, a los que había hecho acudir al trabajo en domingo. El tono del señor Zimoure dejaba bien claro que tenía que ocurrírsele algo lo antes posible o, más bien, inmediatamente.
– Creo que he encontrado la solución a nuestro problema, señor Zimoure. Con su ayuda, podríamos salir de este apuro.
– Permítame de nuevo apreciar su espíritu matemático. Me habría sorprendido mucho, señorita Walsh, que me dijera que podía resolver lo que por el momento a todas luces es un problema exclusivamente suyo, y no mío. La escucho, pues, con suma atención.
Julia le confió que escondía un duplicado de la llave de su apartamento bajo la alfombrilla de la escalera, a la altura del sexto escalón. No tenía más que contarlos. Si no era el sexto, debía ser el séptimo o el octavo. El señor Zimoure podría entonces abrirles la puerta a los dos gigantes, y estaba segura de que, si lo hacía, éstos no tardarían en alejar de allí ese camión enorme que obstruía su escaparate.
– E imagino que lo ideal para usted sería que esperara a que se hubieran marchado para cerrar la puerta de su apartamento, ¿verdad?
– Desde luego, sería lo ideal, no habría acertado a encontrar un término mejor, señor Zimoure…
– Si se trata de algún electrodoméstico, señorita Walsh, le agradecería mucho que tuviera usted a bien encargarle la instalación a algún técnico experimentado. ¡Supongo que imagina por qué lo digo!
Julia quiso tranquilizarlo, no había encargado nada parecido, pero su vecino ya había colgado. Se encogió de hombros, reflexionó unos segundos y volvió a enfrascarse en la tarea que monopolizaba su pensamiento.
Al caer la noche, todo el mundo se congregó ante la pantalla de la gran sala de reuniones. Charles estaba al ordenador, y los resultados que obtenía parecían prometedores. Unas horas más de trabajo y la «batalla de las libélulas» podría desarrollarse en el horario previsto. Los informáticos repasaban sus cálculos, los dibujantes perfilaban los últimos detalles del decorado, y Julia empezaba a sentirse inútil. Fue a la cocina, donde se encontró con Dray, un dibujante y amigo con el que había hecho gran parte de sus estudios.
Al verla desperezarse, él adivinó que empezaba a dolerle la espalda y le aconsejó que se fuera a casa. Tenía la suerte de vivir a unas manzanas de allí, así que debía aprovecharlo. La llamaría en cuanto hubieran terminado las pruebas. Julia era sensible a su amabilidad, pero su deber era no abandonar a sus tropas; Dray replicó que verla ir de despacho en despacho añadía una tensión inútil al cansancio general.
– ¿Y desde cuándo mi presencia es una carga aquí? -quiso saber ella.
– Venga, no exageres, todo el mundo está agotado. Llevamos seis semanas sin tomarnos un solo día de descanso.
Julia debería haber estado de vacaciones hasta el domingo siguiente, y Dray confesó que el personal esperaba aprovechar para tomarse un respiro.
– Todos pensábamos que estarías de viaje de novios… No te lo tomes a mal, Julia. Yo no soy más que su portavoz -continuó Dray con aire incómodo-. Es el precio que tienes que pagar por las responsabilidades que has asumido. Desde que te nombraron directora del departamento de creación, ya no eres una simple compañera de trabajo, representas cierta autoridad… ¡No tienes más que ver la cantidad de gente que has logrado movilizar con unas simples llamadas telefónicas, y encima en domingo!
– Me parece que era necesario, ¿no? Pero creo que he entendido la cuestión -contestó Julia-. Puesto que mi autoridad parece pesar sobre la creatividad de unos y otros, me marcho. No dejes de llamarme cuando hayáis terminado, no porque sea la jefa, ¡sino porque soy parte del equipo!
Julia cogió su gabardina, abandonada sobre el respaldo de una silla, comprobó que sus llaves estaban en el fondo del bolsillo de sus vaqueros y se dirigió a paso rápido hacia el ascensor.
Al salir del edificio, marcó el número de Adam, pero le respondió el contestador.
– Soy yo -dijo-, sólo quería oír tu voz. Ha sido un sábado siniestro y un domingo también muy triste. Al final, no sé si ha sido muy buena idea quedarme sola. Bueno, sí, al menos te habré ahorrado mi mal humor. Mis compañeros de trabajo casi me echan de la oficina. Voy a caminar un poco, a lo mejor ya has vuelto del campo y estás en la cama. Estoy segura de que estarás agotado después de un fin de semana entero con tu madre. Podrías haberme dejado algún mensaje… Bueno, un beso. Iba a decirte que me devolvieras la llamada, pero es una tontería porque imagino que ya estarás durmiendo. De todas maneras, me parece que todo lo que acabo de decir es una tontería. Hasta mañana. Llámame cuando te despiertes.
Julia se guardó el móvil en el bolso y fue a caminar por los muelles. Media hora más tarde, volvió a su casa y descubrió un sobre pegado con celo en la puerta de entrada, con su nombre garabateado. Intrigada, lo abrió. «He perdido una dienta por ocuparme de su entrega. He vuelto a dejar la llave en su sitio. P. S.: ¡Bajo el undécimo escalón, y no el sexto, el séptimo o el octavo! ¡Que pase un buen domingo!» El mensaje no iba firmado.
– ¡Ya de paso sólo tenía que marcar con flechas el itinerario para los ladrones! -rezongó Julia mientras subía la escalera.
Y, conforme subía, se sentía devorada de impaciencia por descubrir lo que podía contener ese paquete que la esperaba en su casa. Aceleró el paso, recuperó la llave bajo la alfombrilla de la escalera, decidida a encontrarle un nuevo escondite, y encendió la luz al entrar.
Una enorme caja colocada en vertical ocupaba el centro del salón.
– Pero ¿qué será esto? -dijo dejando sus cosas sobre la mesa baja.
En efecto, en la etiqueta pegada en un lado de la caja, justo debajo de la inscripción que rezaba «Frágil», ponía su nombre. Julia empezó por rodear la voluminosa caja de madera clara. Era demasiado pesada como para pensar siquiera en moverla de ahí, aunque sólo fuera unos metros. Y a no ser que tuviera un martillo y un destornillador, tampoco veía cómo iba a poder abrirla.
Adam no contestaba al teléfono, de modo que le quedaba su recurso habitual: marcó el número de Stanley.
– ¿Te molesto?
– ¿Un domingo por la noche, a estas horas? Estaba esperando que me llamaras para salir.
– Anda, tranquilízame, ¿no serás tú el que me ha enviado a casa una estúpida caja de casi dos metros de alto?
– ¿De qué estás hablando, Julia?
– ¡Vale, era lo que me imaginaba! Siguiente pregunta: ¿cómo se abre una estúpida caja de dos metros de alto? -¿De qué es? -¡De madera!
– Pues no sé, ¿con una sierra?
– Gracias por tu ayuda, Stanley, seguro que tengo una sierra en mi bolso o en el botiquín -contestó Julia.
– Sin ánimo de ser indiscreto, ¿qué contiene?
– ¡Pues eso es lo que me gustaría saber! Y si tanta curiosidad tienes, Stanley, cógete ahora mismo un taxi y ven a echarme una mano.
– ¡Estoy en pijama, querida!
– Pensaba que habías dicho que ibas a salir.
– ¡Sí, pero de la cama!
– Bueno, pues nada, me las apañaré yo sola. -Espera, deja que piense. ¿La caja no tiene un pomo, un tirador o algo así? -¡No!
– ¿Y bisagras?
– No veo ninguna.
– A lo mejor es arte moderno, una caja que no se abre, firmada por un gran artista, ¿qué me dices? -añadió Stanley riéndose.
El silencio de Julia le indicó que la cosa no estaba en absoluto para bromas.
– ¿Has probado a darle un empujoncito, un golpe seco, como para abrir las puertas de algunos armarios? Empujas un poquito, y ¡zas!, se abre…
Y mientras su amigo seguía explicándole cómo hacerlo, Julia apoyó la mano en la madera. Apretó como acababa de sugerirle Stanley, y una de las caras de la caja se abrió lentamente.
– ¿Hola? ¿Hola? -se desgañifaba Stanley al teléfono-. Julia, ¿estás ahí?
Se le había caído el teléfono de la mano. Pasmada, Julia contemplaba el contenido de la caja y apenas acertaba a dar crédito a lo que veía.
La voz de Stanley seguía zumbando en el aparato, tirado a sus pies. Julia se inclinó despacio para recoger el teléfono, sin apartar la mirada de la caja.
– ¿Stanley?
– Menudo susto me has dado, ¿estás bien? -Por así decirlo.
– ¿Quieres que me vista y vaya corriendo?
– No -dijo ella con voz átona-, no es necesario.
– ¿Has conseguido abrir la caja?
– Sí -contestó con aire ausente-. Mañana te llamo.
– ¡Me estás preocupando!
– Vuelve a acostarte, Stanley. Un beso.
Y Julia colgó.
– ¿Quién habrá podido mandarme algo así? -se preguntó en voz alta, sola en mitad de su apartamento.
En el interior de la caja, de pie frente a ella, había una especie de estatua de cera de tamaño natural, una réplica perfecta de Anthony Walsh. El parecido era pasmoso; habría bastado que abriera los ojos para cobrar vida. A Julia le costó recuperar el aliento. Por su nuca resbalaban gotitas de sudor frío. Se acercó despacio. La reproducción en tamaño natural de su padre era prodigiosa, el color y el aspecto de la piel mostraban una autenticidad asombrosa. Zapatos, traje gris oscuro, camisa blanca de algodón, todas esas prendas eran idénticas a las que solía llevar Anthony Walsh. Le hubiera gustado tocarle la mejilla, arrancarle un pelo para asegurarse de que no era él, pero hacía tiempo que Julia y su padre le habían perdido el gusto al menor contacto físico. Ni el más mínimo abrazo, ni un beso, ni siquiera una leve caricia en la mano, nada que hubiera podido parecerse a un gesto de ternura. La grieta que los años habían cavado ya no podía colmarse, y mucho menos con un duplicado.
Ya no quedaba más remedio que aceptar lo impensable. A alguien se le había ocurrido la idea terrible de encargar una réplica de Anthony Walsh, una figura como las que se encontraban en los museos de cera, en Quebec, en París o en Londres, un personaje de un realismo aún más asombroso que todo lo que Julia había podido ver hasta entonces. Y, justamente, si no hubiera estado tan asombrada, Julia habría gritado.
Observando con atención la escultura, descubrió en la cara interior de la manga una notita prendida con un alfiler, con una flecha trazada con tinta azul que señalaba hacia el bolsillo superior de la chaqueta. Julia cogió la nota y leyó la palabra que alguien había garabateado en el reverso: «Enciéndeme.» Reconoció al instante la singular caligrafía de su padre.
Del bolsillo que la flecha indicaba, y en el que Anthony Walsh solía guardar un pañuelo de seda, asomaba el borde de lo que a todas luces parecía un mando a distancia. Julia se apoderó de él. Presentaba un único botón, una tecla rectangular de color blanco.
Julia pensó que iba a desmayarse. Era una pesadilla, se despertaría unos momentos después, empapada en sudor, burlándose de sí misma por haber dado crédito a algo tan increíble. Ella que, sin embargo, se había jurado, al ver el féretro de su padre descender bajo tierra, que hacía tiempo que había concluido el duelo por su padre, que no podría sufrir por su ausencia cuando ésta estaba consumada desde hacía casi veinte años. Ella, que casi se había enorgullecido de haber madurado, caer de esa manera en la trampa de su inconsciente, rayaba en lo absurdo y lo ridículo. Su padre había abandonado las noches de su infancia, pero de ninguna manera pensaba permitir Julia que su recuerdo viniera a poblar las de su vida adulta.
El ruido del contenedor de basura trastabillando sobre la acera no tenía nada de irreal. Julia estaba despierta y, delante de ella, una extraña estatua de ojos cerrados parecía aguardar a que se decidiera, de una vez, a pulsar el botón de un simple mando a distancia.
El camión de la basura se alejó por la calle. Julia hubiera preferido que no se fuera; se habría precipitado hasta la ventana, habría suplicado a los basureros que se llevaran de su casa esa pesadilla imposible. Pero la calle estaba otra vez sumida en el silencio.
Rozó la tecla con el dedo, muy despacio, sin encontrar aún la fuerza de aplicar sobre ella la más mínima presión.
Ya estaba bien. Lo más sensato sería cerrar la caja, buscar en la etiqueta los datos de la empresa de transporte, llamarlos al día siguiente a primera hora, darles la orden de que acudieran a llevarse ese siniestro muñeco y, por último, hallar la identidad del autor de esa broma de mal gusto. ¿Quién había podido imaginar una mascarada como ésa, quién de su entorno era capaz de una crueldad así?
Julia abrió la ventana de par en par y respiró profundamente el aire templado de la noche.
Fuera, el mundo seguía tal y como lo había dejado al franquear la puerta de su casa. Las mesas del restaurante griego estaban apiladas unas sobre otras, las luces del rótulo, apagadas, una mujer cruzaba la calle, paseando a su perro. Su labrador color chocolate avanzaba en zigzag, tirando de su correa, para olisquear primero el pie de una farola y luego la pared bajo una ventana.
Julia contuvo el aliento, sujetando bien fuerte el mando a distancia con la mano. Por mucho que repasara mentalmente la lista de sus conocidos, un solo nombre volvía a su cabeza una y otra vez, una sola persona susceptible de haber imaginado una historia así, una puesta en escena como ésa. Movida por la rabia, dio media vuelta y cruzó la habitación, decidida ahora a comprobar que el presentimiento que la embargaba era acertado.
Pulsó la tecla, se oyó un clic, y los párpados de lo que ya no era una mera estatua se abrieron; el rostro esbozó una sonrisa y la voz de su padre preguntó:
– ¿Ya me echas un poquito de menos?