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– ¡Me voy a despertar! ¡Nada de lo que me está pasando esta noche pertenece al universo de lo posible! Dímelo antes de que me convenza de que me he vuelto loca.
– Vamos, vamos, cálmate, Julia -contestó la voz de su padre.
Dio un paso al frente para salir de la caja y, haciendo una mueca, se desperezó. La exactitud de los movimientos, incluso los de los rasgos de su rostro, apenas un poco inexpresivo, resultaba pasmosa.
– No, hombre, no, no te has vuelto loca -prosiguió-; sólo estás sorprendida, y, te lo concedo, en estas circunstancias, es lo más normal del mundo.
– Nada es normal, no puedes estar aquí -murmuró Julia negando con la cabeza-, ¡es estrictamente imposible!
– Es cierto, pero el que está delante de ti no soy yo del todo.
Julia se llevó la mano a la boca y, bruscamente, se echó a reír.
– ¡El cerebro es de verdad una máquina increíble! He estado a punto de creerlo. Estoy dormida, he bebido algo al volver a casa que no me ha sentado bien. ¿Vino blanco? ¡Eso es, no soporto el vino blanco! Seré tonta, he caído en la trampa de mi propia imaginación -prosiguió, recorriendo la habitación de un extremo a otro-. ¡Concédeme al menos que, de todos mis sueños, éste es con diferencia el más loco!
– Basta, Julia -le pidió delicadamente su padre-. Estás perfectamente despierta y del todo lúcida.
– ¡No, eso lo dudo mucho, porque te veo, porque te hablo y porque estás muerto!
Anthony Walsh la observó unos segundos, en silencio, y contestó amablemente:
– ¡Claro que sí, Julia, estoy muerto!
Y, al ver que ella se quedaba allí parada, mirándolo petrificada, le puso la mano en el hombro y señaló el sofá.
– ¿Quieres sentarte un momento y escucharme?
– ¡No! -exclamó ella, zafándose de su mano.
– Julia, es de verdad necesario que escuches lo que tengo que decirte.
– ¿Y si no quiero? ¿Por qué tendrían que ser las cosas siempre como tú decides?
– Ya no. Basta con que pulses de nuevo la tecla de ese mando a distancia, y volveré a estar inmóvil. Pero entonces no tendrás jamás la explicación de lo que está ocurriendo.
Julia observó el objeto que sostenía aún en la mano, reflexionó un instante, apretó las mandíbulas y se sentó de mala gana, obedeciendo a ese extraño mecanismo que se parecía tanto a su padre.
– ¡Te escucho! -murmuró.
– Sé que todo esto es un poco desconcertante. Sé también que hace mucho que no hemos tenido noticias el uno del otro.
– ¡Un año y cinco meses!
– ¿Tanto?
– ¡Y veintidós días!
– ¿Tan precisa es tu memoria?
– Todavía recuerdo bien mi fecha de cumpleaños. ¡Le pediste a tu secretario que me llamara para decir que no te esperara para cenar, se suponía que te unirías más tarde, pero no apareciste!
– No lo recuerdo.
– ¡Pues yo sí!
– De todas formas, no es ésa la pregunta importante.
– No te he hecho ninguna pregunta -respondió Julia con la misma sequedad.
– No sé muy bien por dónde empezar.
– Todo tiene siempre un principio, es una de tus eternas réplicas, así que empieza por explicarme lo que está ocurriendo.
– Hace algunos años, me hice accionista de una compañía de alta tecnología, así es como las llaman. Conforme pasaban los meses, sus necesidades financieras aumentaron, por lo que mi parte del capital también, tanto que al final terminé ocupando un puesto en el consejo de administración.
– ¿Otra empresa más absorbida por tu grupo?
– No, esta vez la inversión era sólo a título personal; no pasé de ser un accionista más, pero vamos, se puede decir que era un inversor importante.
– ¿Y qué desarrolla esa compañía en la que invertiste tanto dinero?
– ¡Androides!
– ¿Qué? -exclamó Julia.
– Me has oído perfectamente. Humanoides, si lo prefieres. -¿Para qué?
– No somos los primeros en haber tenido la idea de crear máquinas o robots de apariencia humana para librarnos de todas las tareas que no queremos hacer.
– ¿Has vuelto a la Ti erra para pasar la aspiradora por mi casa?
– Hacer la compra, vigilar la casa, contestar al teléfono, proporcionar respuestas a todo tipo de preguntas…; en efecto, ésas son sólo algunas de las aplicaciones posibles. Pero digamos que la compañía de la que te hablo ha desarrollado un proyecto más elaborado, más ambicioso, por así decirlo.
– ¿Lo que significa?
– Lo que significa dar la posibilidad de ofrecer a los tuyos unos días más de presencia.
Julia lo miraba desconcertada, sin comprender del todo lo que su padre le explicaba. Entonces Anthony Walsh añadió:
– Unos días más, ¡después de haber muerto!
– ¿Es una broma? -preguntó Julia.
– Pues considerando la cara que has puesto al abrir la caja, tengo que decir que lo que tú llamas una broma desde luego es muy lograda -contestó Anthony Walsh, mirándose en el espejo colgado de la pared-. Hay que reconocer que rozo la perfección. Aunque no creo haber tenido nunca estas arrugas en la frente. Se les ha ido un poco la mano.
– Ya las tenías cuando yo era pequeña, de modo que, a no ser que te hayas hecho un lifting, no creo que hayan desaparecido solas.
– ¡Gracias! -respondió él, todo sonrisas.
Julia se levantó para observarlo desde más cerca. Si lo que tenía delante era una máquina, había que reconocer que el trabajo era sobresaliente.
– ¡Es imposible, es tecnológicamente imposible!
– ¿Qué lograste ayer en la pantalla de tu ordenador que hace tan sólo un año te habría parecido del todo imposible?
Julia fue a sentarse a la mesa de la cocina y se tapó la cabeza con las manos.
– Hemos invertido muchísimo dinero para llegar a este resultado, y te diré incluso que yo no soy más que un prototipo. Eres nuestra primera cliente, aunque para ti, por supuesto, el servicio sea gratuito. ¡Es un regalo! -añadió Anthony Walsh, afable.
– ¿Un regalo? ¿Y quién en su sano juicio querría un regalo así?
– ¿Sabes cuántas personas se dicen en los últimos instantes de su vida: «Si lo hubiera sabido, si hubiera podido comprenderlo o darme cuenta, si hubiera podido decirles, si supieran…» -Como Julia parecía haberse quedado sin voz, Anthony Walsh prosiguió-: ¡El mercado es inmenso!
– Esta cosa a la que le estoy hablando, ¿eres tú de verdad?
– ¡Casi! Digamos que esta máquina contiene mi memoria, gran parte de mi córtex cerebral, un dispositivo implacable compuesto por millones de procesadores, dotado de una tecnología que reproduce el color y la textura de la piel, y capaz de una movilidad que se acerca a la perfección de la mecánica humana.
– ¿Por qué? ¿Para qué? -preguntó Julia, estupefacta.
– Para que podamos disfrutar de estos últimos días que nunca tuvimos, unas horas más robadas a la eternidad, sólo para que tú y yo podamos al fin decirnos todas las cosas que no nos dijimos.
Julia se había levantado del sofá. Recorría el salón de un extremo a otro, admitiendo la situación a la que se enfrentaba para acto seguido rechazarla. Fue a la cocina a servirse un vaso de agua, se lo bebió de un tirón y regresó junto a Anthony Walsh.
– ¡Nadie me creerá! -dijo rompiendo el silencio.
– ¿No es eso lo que te dices cada vez que te imaginas una de tus historias? ¿No es ésa la cuestión que te absorbe por completo, mientras tu pluma se anima para dar vida a tus personajes? ¿Acaso no me dijiste, cuando me negaba a creer en tu trabajo, que era un ignorante que no entendía nada del poder de los sueños? ¿Acaso no me has dicho miles de veces que los niños arrastran a sus padres a los mundos imaginarios que tus amigos y tú inventáis en vuestras pantallas? ¿Acaso no me has recordado que no había querido creer en tu carrera, y eso que tu profesión te entregó un premio? Trajiste al mundo a una nutria de absurdos colores y creíste en ella. ¿Me vas a decir ahora, porque un personaje improbable se anima ante tus ojos, que te negarías a creer en él sólo porque dicho personaje, en lugar de tener el aspecto de un animal extraño, reviste el de tu padre? Si tu respuesta es sí, entonces ya te lo he dicho, ¡no tienes más que pulsar esa tecla! -concluyó Anthony Walsh, señalando el mando a distancia que Julia había abandonado sobre la mesa.
Ella aplaudió.
– ¡Haz el favor de no aprovechar que estoy muerto para mostrarte insolente conmigo!
– ¡Si de verdad me basta con pulsar este botón para cerrarte por fin la boca, me va a faltar tiempo!
Y justo cuando en el rostro de su padre se dibujaba esa expresión tan familiar que ponía cuando estaba enfadado, los interrumpieron dos golpecitos de claxon que provenían de la calle.
El corazón de Julia volvió a latir a toda velocidad. Habría reconocido entre miles el crujido de la caja de cambios cada vez que Adam daba marcha atrás. No había duda, estaba aparcando en la puerta de su casa.
– ¡Mierda! -murmuró precipitándose a la ventana.
– ¿Quién es? -quiso saber su padre.
– ¡Adam!
– ¿Quién?
– El hombre con el que debería haberme casado el sábado.
– ¿Cómo que deberías?
– ¡El sábado estaba en tu entierro!
– ¡Ah, sí!
– ¡Ah, sí…! ¡Ya hablaremos de eso más tarde! ¡Mientras tanto, vuelve ahora mismo a tu caja! -¿Cómo?
– En cuanto Adam termine de aparcar, lo que nos deja aún unos minutos, subirá. He anulado nuestra boda para asistir a tu funeral, ¡preferiría evitar que te encontrara en mi casa!
– No veo el motivo de mantener secretos innecesarios. Si él es la persona con quien querías compartir tu vida, ¡confía en él! Perfectamente puedo explicarle la situación como acabo de hacer contigo.
– Para empezar, no hables en pasado, ¡no he anulado la boda, sólo la he aplazado! En cuanto a tus explicaciones, ése es el problema precisamente, ya me cuesta a mí creerlas, con que no le pidas a él lo imposible.
– Quizá sea más abierto de mente que tú…
– Adam no sabe utilizar una cámara de vídeo, así que, en materia de androides, tengo dudas de que se sintiera en su salsa en presencia de uno. ¡Vuelve a meterte en tu caja, maldita sea!
– ¡Permíteme que te diga que es una idea estúpida! Exasperada, Julia miró a su padre.
– Bueno, no hace falta que pongas esa cara -dijo él en seguida-. No tienes más que reflexionar un momento. Una caja de dos metros de alto, cerrada en mitad de tu salón, ¿no crees que querrá saber lo que hay dentro?
Al ver que Julia no contestaba, Anthony añadió, satisfecho:
– ¡Lo que yo pensaba!
– Date prisa -suplicó ella asomándose a la ventana-, ve a esconderte en algún sitio, acaba de apagar el motor.
– Qué pequeña es tu casa -dijo Anthony mirando a su alrededor.
– ¡Lo que corresponde a mis necesidades y a lo que puedo permitirme!
– No me lo parece. Si hubiera, qué sé yo, un saloncito, una biblioteca, una sala de billar, aunque sólo fuera un lavadero, al menos podría meterme ahí mientras te espero. Estos apartamentos que sólo tienen una habitación grande… ¡Vaya una manera de vivir! ¿Cómo quieres tener la más mínima intimidad aquí?
– La mayoría de la gente no tiene biblioteca ni sala de billar en su casa.
– ¡Eso serán tus amigos, querida!
Julia se volvió hacia él y le lanzó una mirada furiosa.
– Me has amargado la vida mientras vivías, ¿y ahora has mandado construir esta máquina de tres mil millones de dólares para seguir fastidiándome después de muerto? ¿Es eso?
– Aunque sólo sea un prototipo, esta máquina, como tú dices, está muy lejos de costar una suma tan descabellada; de ser así, nadie podría permitírsela, ¿o qué te crees?
– ¿Tus amigos, quizá? -replicó ella con ironía.
– Desde luego, Julia, qué mal carácter tienes. Bueno, dejemos de discutir, parece que es urgente que tu padre desaparezca, cuando acaba de reaparecer. ¿Qué hay en el piso de arriba? ¿Un desván, una buhardilla?
– ¡Otro apartamento!
– ¿Habitado por una vecina a la que conoces lo suficiente para que vaya a llamar a su puerta a pedirle sal o mantequilla, por ejemplo, mientras te las apañas para librarnos de tu prometido?
Julia se precipitó a los cajones de la cocina, que abrió uno tras otro.
– ¿Qué buscas?
– La llave -susurró mientras ya oía la voz de Adam, llamándola desde la calle.
– ¿Tienes la llave del apartamento de arriba? Te advierto de que si me mandas al desván, lo más probable es que me cruce con tu prometido en la escalera.
– ¡Soy yo la dueña del apartamento de arriba! Lo compré el año pasado con una prima que me dieron en el trabajo, pero todavía no tengo dinero para reformarlo, ¡así que está hecho una leonera!
– Ah, porque, según tú, ¿este apartamento de abajo está ordenado?
– ¡Te voy a matar si sigues dándome la tabarra!
– Aun a riesgo de contradecirte, ya es demasiado tarde. Y si de verdad estuviera ordenada tu casa, ya habrías encontrado las llaves que veo colgadas de ese clavo junto a los fogones.
Julia levantó la cabeza y se precipitó hacia el manojo de llaves. Lo cogió y se lo dio en seguida a su padre.
– Sube y no hagas ruido. ¡Sabe que allí no vive nadie!
– Más valdría que fueras a hablar con él en lugar de regañarme: como siga gritando tu nombre en la calle, terminará por despertar a todo el vecindario.
Julia corrió a la ventana y se inclinó por encima del alféizar.
– ¡Habré llamado al menos diez veces! -dijo Adam retrocediendo un paso en la acera.
– Lo siento, no funciona el telefonillo -contestó Julia. -¿No me has oído llegar?
– Sí, bueno, o sea, justo ahora. Estaba viendo la tele. -¿Me abres?
– Sí, claro -respondió ella, dudosa, sin moverse de la ventana, mientras la puerta del apartamento de arriba se cerraba.
– ¡Vaya, parece que mi visita sorpresa te da una alegría loca!
– ¡Pues claro que sí! ¿Por qué dices eso?
– Porque sigo aquí en la calle. He creído comprender al escuchar tu mensaje que no estabas muy bien, o sea, me ha parecido…, por eso me he acercado a verte según volvía del campo, pero si prefieres que me vaya…
– ¡Que no, que no, ahora mismo te abro!
Se dirigió al telefonillo y pulsó el botón que abría la puerta de entrada. Ésta zumbó, y Julia oyó los pasos de Adam en la escalera. Apenas le dio tiempo a precipitarse a la cocina, coger un mando a distancia, soltarlo al instante asustada -éste no tendría efecto alguno sobre el televisor-, abrir el cajón de la mesa, encontrar el mando adecuado y rezar por que aún funcionaran las pilas. El aparato se encendió en el preciso momento en que Adam abría la puerta.
– ¿Ya no cierras con llave la puerta de tu casa? -preguntó al entrar.
– Sí, pero acabo de abrirla para ti -improvisó Julia mientras en su fuero interno echaba pestes contra su padre.
Adam se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla. Contempló la nieve que parpadeaba en la pantalla.
– ¿De verdad estabas viendo la tele? Pensaba que te horrorizaba.
– Por una vez no me va a pasar nada -contestó Julia tratando de recuperar la sangre fría.
– Tengo que decir que el programa que estabas viendo no es de los más interesantes.
– No te burles de mí, quería apagarla, pero como la utilizo tan poco debo de haberme equivocado de botón.
Adam miró a su alrededor y descubrió el extraño objeto en mitad de la habitación.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella con evidente mala fe.
– Por si no te habías dado cuenta, en tu salón hay una caja de dos metros de alto.
Julia se aventuró a darle una explicación azarosa. Se trataba de un embalaje especial, concebido para devolver un ordenador averiado. Los transportistas lo habían dejado por error en su casa, en lugar de en la oficina.
– Debe de ser muy frágil para que lo embaléis en una caja de esta altura.
– Es una máquina complejísima -añadió Julia-, un trasto enorme que abulta mucho, y sí, en efecto, ¡es muy frágil!
– ¿Y se han equivocado de dirección? -siguió preguntando Adam, intrigado.
– Sí, bueno, en realidad me he equivocado yo al rellenar el formulario. Con todo el cansancio que he acumulado estas últimas semanas al final no sé ni lo que hago.
– Ten cuidado, podrían acusarte de desviar fondos de la compañía.
– No, nadie va a acusarme de nada -contestó Julia, traicionando cierta impaciencia en el tono de su voz. -¿Quieres hablarme de algo? -¿Por qué?
– Porque tengo que llamar diez veces y gritar en la calle para que te asomes a la ventana, porque cuando subo te encuentro algo arisca, con la televisión encendida cuando ni siquiera está enchufado el cable de la antena, ¡míralo tú misma! Porque estás rara, nada más.
– ¿Y qué quieres que te oculte, Adam? -replicó Julia, que ya no trataba en absoluto de esconder su irritación.
– No sé, no he dicho que estuvieras ocultándome algo, o si acaso eso tendrías que decírmelo tú.
Julia abrió bruscamente la puerta de su dormitorio y luego la del armario; se dirigió después a la cocina y empezó a abrir cada alacena, primero la de encima del fregadero, luego la de al lado, la otra, y así hasta la última.
– Pero ¿se puede saber qué estás haciendo? -quiso saber Adam.
– Buscar dónde he podido esconder a mi amante, porque es eso lo que me estás preguntando, ¿no? -¡Julia! -¿Qué pasa?
El timbre del teléfono interrumpió la discusión incipiente.
Ambos miraron el aparato, intrigados. Julia descolgó. Escuchó largamente a su interlocutor, le dio las gracias por su llamada y lo felicitó antes de colgar. -¿Quién era?
– Del trabajo. Por fin han resuelto ese problema que bloqueaba la realización del dibujo animado, la producción puede proseguir, cumpliremos los plazos de entrega.
– ¿Ves? -dijo Adam con la voz más suave ahora-. Si nos hubiéramos marchado mañana por la mañana como estaba previsto, hasta habrías estado tranquila durante nuestro viaje de novios.
– Lo sé, Adam, ¡lo siento de verdad, si supieras cuánto! De hecho tengo que devolverte los billetes, los tengo en la oficina.
– Puedes tirarlos o guardarlos de recuerdo, no se podían cambiar ni te devolvían el dinero.
Julia hizo un gesto habitual en ella. Siempre que se abstenía de comentar algo sobre un tema que la disgustaba, enarcaba las cejas.
– No me mires así -se justificó en seguida Adam-. ¡Reconoce que no es muy frecuente anular un viaje de novios tres días antes! Y podríamos habernos ido de todas maneras…
– ¿Sólo porque no te devuelven el dinero?
– No es eso lo que quería decir -dijo Adam, abrazándola-. Bueno, tu mensaje no mentía sobre tu estado de ánimo, no debería haber venido. Necesitas estar sola, ya te he dicho que lo entendía, y no he cambiado de opinión. Me voy, mañana será otro día.
Cuando ya se disponía a cruzar el umbral de la puerta, a través del techo se oyó un ligero crujido. Adam levantó la cabeza y miró a Julia.
– ¡Adam, por favor! ¡Será una rata correteando ahí arriba!
– No sé cómo haces para vivir en esta leonera.
– Estoy bien aquí, algún día podré permitirme una casa grande, ya lo verás.
– ¡íbamos a casarnos este fin de semana, al menos podrías hablar en plural!
– Perdona, no quería decir eso.
– ¿Cuánto tiempo piensas seguir yendo y viniendo entre tu casa y mi piso de dos habitaciones, demasiado pequeño para tu gusto?
– No vamos a entrar otra vez en esa eterna discusión, no es el día más indicado. Te lo prometo, en cuanto podamos permitirnos hacer obras y unir los dos pisos, tendremos sitio suficiente para ti y para mí.
– Si he aceptado no arrancarte de este lugar al que pareces tener más apego que a mí es porque te quiero, pero si de verdad lo desearas, podríamos vivir juntos desde ya.
– ¿De qué estás hablando? -inquirió Julia-. Si estás aludiendo a la fortuna de mi padre, nunca la he querido mientras él estaba vivo, y no voy a cambiar de opinión ahora que ha muerto. Tengo que irme a dormir, ya que no nos marchamos mañana de viaje, me espera un día cargado de trabajo.
– Tienes razón, vete a dormir, y ese último comentario tuyo lo achacaré a tu cansancio.
Adam se encogió de hombros y se fue, sin volverse siquiera al pie de la escalera para ver el gesto de despedida de Julia. La puerta de la casa se cerró tras él.
– ¡Gracias por llamarme rata! ¡Lo he oído! -exclamó Anthony Walsh volviendo a entrar en el apartamento.
– ¿A lo mejor preferías que le dijera que el último grito en androides, fabricado a imagen y semejanza de mi padre, caminaba por encima de nuestras cabezas… para que llamara a una ambulancia y me internara en un psiquiátrico de inmediato?
– ¡Pues habría tenido su gracia! -replicó Anthony Walsh, divertido.
– Dicho esto, si quieres que sigamos intercambiando cortesías, muchas gracias por haberme fastidiado la boda.
– ¡Perdóname por haber muerto, cariño!
– Gracias también por haberme enemistado con el dueño de la tienda que hay debajo de mi casa, y que desde hoy y durante meses pondrá mala cara cada vez que me vea.
– ¡Un zapatero! ¿Qué nos importa?
– ¿Qué pasa, que tú no llevas zapatos? Gracias también por estropearme mi única noche de descanso de la semana.
– ¡A tu edad, yo sólo descansaba la noche de Acción de Gracias!
– ¡Ya lo sé! Y, por último, muchas gracias, aquí ya sí que te has superado, por tu culpa me he portado fatal con mi prometido.
– Yo no tengo la culpa de vuestra pelea, échasela a tu mal carácter, ¡yo no he tenido nada que ver!
– ¿Que tú no has tenido nada que ver? -gritó Julia.
– Bueno, sí, quizá un poco… ¿Hacemos las paces?
– ¿Por esta noche, por ayer, por tus años de silencio o por todas nuestras guerras?
– No he estado en guerra contra ti, Julia. Ausente, sí, desde luego, pero nunca hostil.
– Lo dices de broma, espero. Siempre has intentado controlarlo todo a distancia, sin ningún derecho. Pero ¿qué estoy haciendo? ¡Estoy hablando con un muerto!
– Si quieres puedes apagarme.
– Pues seguro que es lo que tendría que hacer. Volver a meterte en tu caja y devolverte a no sé qué compañía de alta tecnología.
– 1-800-300 00 01, código 654.
Julia lo miró pensativa.
– Es la manera de contactar con la compañía -prosiguió él-. No tienes más que marcar ese número y comunicar el código, pueden incluso apagarme a distancia si tú no tienes el valor de hacerlo, y en menos de veinticuatro horas me quitarán de en medio. Pero piénsalo bien. ¿Cuántas personas querrían pasar unos días más con un padre o una madre que acaba de morir? No tendrás una segunda oportunidad. Tenemos seis días, ni uno más.
– ¿Por qué seis?
– Es una solución que hemos adoptado para resolver un problema ético. -¿Es decir?
– Como bien te imaginarás, un invento como éste plantea ciertas cuestiones de orden moral. Hemos considerado importante que nuestros clientes no pudieran apegarse a este tipo de máquinas, por muy perfeccionadas que estén. Ya existían varias maneras de comunicar con alguien después de muerto, tales como testamentos, libros, grabaciones sonoras o de imágenes. Digamos que aquí el procedimiento es innovador y, sobre todo, interactivo -añadió Anthony Walsh con tanto entusiasmo como si estuviera convenciendo a un posible comprador-. Se trata simplemente de ofrecer a la persona que va a morir un medio más elaborado que el papel o el vídeo para transmitir sus últimas voluntades, y, a los que siguen con vida, la oportunidad de disfrutar unos días más de la compañía del ser querido. Pero no podemos permitir que se establezca una relación afectiva con una máquina. Hemos aprendido de los intentos realizados en el pasado. No sé si lo recuerdas, pero una vez se fabricaron unos muñecos que simulaban recién nacidos, y estaban tan logrados que algunos compradores empezaron a comportarse con ellos como si fueran bebés de verdad. No queremos reproducir ese tipo de desviación. No se trata en absoluto de poder conservar en tu casa indefinidamente un clon de tu padre o de tu madre. Aunque la idea pudiera resultar tentadora.
Anthony observó la expresión dubitativa de Julia.
– Bueno, al parecer, en lo que a nosotros respecta, no es tan tentadora… El caso es que, al cabo de una semana, la batería se agota, y no hay forma alguna de recargarla. Todo el contenido de la memoria se borra, y se extinguen los últimos hálitos de vida.
– ¿Y no hay posibilidad de impedirlo?
– No, se ha previsto todo. Si algún listillo tratara de acceder a la batería, la memoria se formatearía al instante. Es triste decirlo, en fin, al menos para mí, ¡pero soy como una linterna desechable! Seis días de luz y, después, el gran salto a las tinieblas. Seis días, Julia, seis diítas de nada para recuperar el tiempo perdido; tú decides.
– Desde luego, sólo podía ocurrírsete a ti una idea tan extraña. Estoy segura de que eras mucho más que un simple accionista en esa empresa.
– Si aceptas entrar en el juego, y mientras no pulses el botón del mando a distancia para apagarme, preferiría que siguieras hablando de mí en presente. Digamos que es mi pequeño capricho, si te parece bien.
– ¿Seis días? Hace una eternidad que yo no me cojo seis días para mí.
– De tal palo, tal astilla, ¿verdad?
Julia fulminó a su padre con la mirada.
– ¡Lo he dicho por decir, no tienes que tomártelo todo al pie de la letra! -se defendió Anthony.
– ¿Y qué le voy a decir a Adam?
– Antes me ha parecido que te las apañabas muy bien para mentirle.
– No le mentía, le estaba ocultando algo, que no es lo mismo.
– Perdona, se me había escapado la sutileza del matiz. Pues no tienes más que seguir… ocultándole algo. -¿Y a Stanley? -¿Tu amigo homosexual? -¡Mi mejor amigo a secas!
– ¡Pues eso, hablamos de la misma persona! -contestó Anthony Walsh-. Si de verdad es tu mejor amigo, tendrás que ser aún más lista.
– ¿Y tú te quedarías aquí todo el día mientras yo estoy trabajando?
– Pensabas tomarte unos días de vacaciones para tu viaje de novios, ¿verdad? ¡Pues ésa es la solución!
– ¿Cómo sabes que pensaba irme?
– El suelo de tu apartamento, o el techo, como prefieras, no está insonorizado. Ése es siempre el problema con las viejas casas mal reformadas.
– ¡Anthony! -exclamó Julia, furiosa.
– Oh, por favor, aunque no sea más que una máquina, llámame papá, me horroriza cuando me llamas por mi nombre.
– ¡Pero, maldita sea, hace veinte años que no puedo llamarte papá!
– ¡Razón de más para aprovechar al máximo estos seis días! -contestó Anthony Walsh con una sonrisa de oreja a oreja.
– No tengo la menor idea de lo que debo hacer -murmuró Julia dirigiéndose a la ventana.
– Vete a la cama y consúltalo con la almohada. Eres la primera persona de la Ti erra a la que se le ofrece la posibilidad de disfrutar de esta opción, merece la pena que lo pienses con calma. Mañana por la mañana tomarás una decisión, y sea cual sea, será la acertada. Lo peor que puede pasarte si me apagas es que llegues un poco tarde al trabajo. Tu boda te habría costado una semana de ausencia, la muerte de tu padre valdrá al menos unas pocas horas de trabajo perdidas, ¿no?
Julia observó largo rato a ese extraño padre que la miraba fijamente. De no haber sido el hombre al que siempre había tratado de conocer, le habría parecido descubrir una sombra de ternura en su mirada. Y aunque sólo fuera una copia de lo que había sido, a punto estuvo de desearle las buenas noches, pero no lo hizo. Cerró la puerta de su habitación y se tumbó en la cama.
Pasaron los minutos, transcurrió una hora, y luego otra. Las cortinas estaban abiertas, y la claridad de la noche se posaba sobre las baldas de las estanterías. Al otro lado de la ventana, la luna llena parecía flotar sobre el parquet de la habitación. Tumbada en la cama, Julia rememoraba sus recuerdos de infancia. Había vivido tantas noches como ésa, acechando el regreso de aquel que esa noche la esperaba al otro lado de la pared. Tantas noches de insomnio, en su adolescencia, cuando el viento reinventaba los viajes de su padre, describiendo mil países de maravillosas fronteras. Tantas veladas dando forma a sus sueños. No había perdido la costumbre con los años. Cuántos trazos a lápiz, cuánto había tenido que borrar para que los personajes que inventaba cobraran vida, se reunieran y satisficieran su necesidad de amor, de imagen en imagen. Desde siempre Julia sabía que, al imaginar, uno busca en vano la claridad del día, que basta renunciar un solo instante a tus sueños para que se desvanezcan, cuando están expuestos a la luz demasiado viva de la realidad. ¿Dónde está la frontera de nuestra infancia?
Una muñequita mexicana dormía junto a la estatuilla de yeso de una nutria, primer molde de una esperanza improbable que, pese a todo, se había hecho realidad. Julia se levantó y la cogió. Su intuición siempre había sido su mejor aliada, el tiempo había alimentado su universo imaginario. Entonces, ¿por qué no creer?
Dejó el juguete donde estaba, se puso un albornoz y abrió la puerta de su habitación. Anthony Walsh estaba sentado en el sofá del salón, había encendido el televisor y veía una serie de la NBC.
– Me he permitido volver a conectar el cable, ¡fíjate qué tontería, ni siquiera estaba enchufado! Siempre me ha encantado esta serie.
Julia se sentó a su lado.
– No había visto este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria -añadió su padre.
Julia cogió el mando a distancia de la tele y quitó el sonido. Anthony hizo un gesto de exasperación.
– ¿Querías que habláramos? -dijo-. Pues entonces hablemos.
Se quedaron los dos en silencio durante un cuarto de hora entero.
– Estoy encantado, no había podido ver este episodio, o sea, al menos no lo tengo en la memoria -repitió Anthony Walsh, subiendo el volumen.
Esta vez, Julia apagó el televisor.
– Tienes un virus en el sistema, acabas de repetir dos veces lo mismo.
Siguió un nuevo cuarto de hora de silencio en el que Anthony Walsh no apartó los ojos de la pantalla apagada.
– La noche de uno de tus cumpleaños, creo que celebrábamos que cumplías nueve años, después de cenar los dos solos en un restaurante chino que te gustaba mucho, nos pasamos la velada entera viendo la televisión, tranquilamente. Estabas tumbada sobre mi cama, e incluso cuando terminó la programación, tú seguiste contemplando la nieve que parpadeaba en la pantalla; no puedes acordarte, eras demasiado pequeña. Al final te quedaste dormida hacia las dos de la mañana. Quise llevarte a tu habitación, pero agarrabas con tanta fuerza la almohada cosida al cabecero de mi cama que no pude separarte de ella. Estabas tumbada en diagonal en la cama y ocupabas todo el espacio. Entonces me acomodé en la butaca, frente a ti, y me pasé toda la noche mirándote. No, no creo que te acuerdes, sólo tenías nueve años.
Julia no decía nada. Anthony Walsh volvió a encender el televisor.
– ¿De dónde sacarán estas historias? Hace falta mucha imaginación. ¡Es algo que nunca dejará de fascinarme! Lo más curioso es que siempre acabas encariñándote con la vida de estos personajes.
Julia y su padre permanecieron allí, sentados uno al lado del otro, sin decir nada más. Cada uno tenía la mano apoyada junto a la del otro, y ni una sola vez se acercaron, ni pronunciaron una sola palabra que viniera a alterar la quietud de esa noche tan especial. Cuando las primeras luces del alba entraron en la estancia, Julia se levantó, aún en silencio, cruzó el salón y, ya en el umbral de su habitación, se volvió. -Buenas noches.