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Julia subió los escalones de cuatro en cuatro y entró en el apartamento. El salón estaba desierto. Llamó varias veces pero no obtuvo respuesta. Sala de estar, dormitorio, cuarto de baño, una visita al piso de arriba confirmó que la casa estaba vacía. Reparó en la foto de Anthony Walsh, en su marquito de plata, que destacaba ahora sobre la repisa de la chimenea.
– ¿Dónde estabas? -le preguntó su padre, sobresaltándola.
– ¡Qué susto me has dado! ¿Y tú, dónde te habías metido?
– Me conmueve profundamente que te preocupes por mí. He ido a dar un paseo. Me aburría mucho aquí solo.
– ¿Qué es eso? -quiso saber Julia, señalando el marco en la repisa de la chimenea.
– Estaba preparando mi habitación ahí arriba, puesto que es ahí donde piensas guardarme esta noche, y he encontrado esto de pura casualidad…, bajo un montón de polvo. ¡No iba a dormir con una foto mía en la habitación! La he puesto aquí, pero puedes buscarle otro sitio si lo prefieres.
– ¿Sigues queriendo que nos vayamos de viaje? -le preguntó ella.
– Justo acabo de volver de la agencia que hay al final de tu calle. Nada podrá sustituir nunca el contacto humano. Una chica encantadora, de hecho se parece un poco a ti, sólo que ella sonríe… ¿De qué estaba yo hablando?
– De una chica encantadora…
– ¡Eso es, sí! No le ha importado saltarse un poquito las normas. Después de teclear en su ordenador durante al menos media hora (de hecho había llegado a pensar que estaba copiando las obras completas de Hemingway), por fin ha conseguido imprimir un billete a mi nombre. ¡He aprovechado para que nos pusiera en primera clase!
– ¡Desde luego, cómo eres! Pero ¿qué te hace pensar que voy a aceptar…?
– Nada de nada; pero si tienes que pegar estos billetes en tu futuro álbum de recuerdos, pues ya para el caso tanto te da que sean de primera clase. ¡Es una cuestión de estatus familiar, querida!
Julia se precipitó hacia su habitación, y Anthony Walsh le preguntó que adonde iba ahora.
– A preparar una bolsa de viaje, para dos días -contestó, insistiendo en el número de días-, es lo que querías, ¿no?
– Nuestra aventura durará seis días, las fechas no se podían modificar; por mucho que le he rogado y suplicado a Élodie, la chica encantadora de la agencia de la que te acabo de hablar, a ese respecto no ha habido manera de convencerla.
– ¡Dos días! -gritó Julia desde el cuarto de baño.
– Oh, mira, haz lo que quieras, en el peor de los casos te comprarás otro par de pantalones allí y listo. Por si no te habías dado cuenta, ¡tienes el vaquero roto, se te ve un trozo de rodilla!
– ¿Y tú, te vas con las manos vacías? -preguntó Julia, asomando la cabeza por la puerta.
Anthony Walsh avanzó hacia la caja de madera que seguía en mitad del salón y levantó una trampilla que escondía un doble fondo. En el interior había una pequeña maleta de cuero negro.
– Han previsto lo necesario para estar elegante durante seis días, ¡exactamente lo que me dura la batería! -dijo, no sin cierta satisfacción-. Mientras estabas fuera, me he permitido recuperar mis documentos de identidad, los que te entregaron a ti. Asimismo, me he permitido también recuperar mi reloj -añadió, mostrando orgulloso su muñeca-. ¿No te importa que lo lleve sólo durante estos días? Será tuyo cuando llegue el momento; o sea, entiendes lo que quiero decir…
– ¡Te agradecería mucho que dejaras de hurgar en mi apartamento!
– ¡Querida, para hurgar en tu casa habría que ser espeleólogo! He encontrado mis efectos personales en un sobre de papel de estraza, ¡que ya estaba abandonado en tu desván, en medio de todo el desorden reinante!
Julia cerró su equipaje y lo dejó en la entrada. Avisó a su padre de que tenía que volver a salir un momento y que regresaría en cuanto le fuera posible. Ahora debía justificarle a Adam su partida.
– ¿Qué piensas decirle? -quiso saber Anthony Walsh.
– Me parece que eso sólo nos incumbe a nosotros dos -replicó Julia.
– Me trae sin cuidado lo que le incumba a él, es lo que te concierne a ti lo que me interesa.
– ¿Ah, sí? ¿Qué pasa, eso también forma parte de tu nuevo programa?
– Sea cual sea el motivo que pienses invocar, no te aconsejo que le digas adonde vamos.
– Y supongo que debería seguir los consejos de un padre que tiene mucha experiencia en cuestión de secretos.
– Tómatelo como un simple consejo de hombre a hombre. Y ahora, corre. Tenemos que salir de Manhattan dentro de dos horas como máximo..
El taxi dejó a Julia en la avenida de las Américas, ante el número 1350. Entró corriendo en el gran edificio de cristal que albergaba el departamento de literatura infantil de una importante editorial neoyorquina. No tenía cobertura de móvil en el vestíbulo, por lo que le rogó a la recepcionista que la pusiera en contacto telefónico con el señor Coverman.
– ¿Va todo bien? -preguntó Adam al reconocer la voz de Julia.
– ¿Estás en una reunión?
– Estamos maquetando, terminamos dentro de un cuarto de hora. ¿Quieres que reserve una mesa en nuestro restaurante italiano a las ocho?
La mirada de Adam se posó en la pantalla de su teléfono.
– ¿Estás dentro del edificio?
– En la recepción…
– No es un buen momento, estamos todos en la reunión de presentación de las nuevas publicaciones… -Tenemos que hablar -lo interrumpió Julia. -¿No puede esperar a esta noche? -No puedo cenar contigo, Adam. -¡Voy en seguida! -contestó colgando a la vez.
Se encontró con Julia en el vestíbulo, su prometida tenía ese rostro sombrío que hacía presagiar una mala noticia.
– Ven, hay una cafetería en el sótano -dijo Adam.
– No, prefiero que vayamos a caminar por el parque, estaremos mejor fuera.
– ¿Tan grave es la cosa? -le preguntó al salir del edificio.
Julia no contestó. Subieron por la Sex ta Avenida. Tres manzanas después, entraron en Central Park.
Las avenidas llenas de vegetación estaban casi desiertas. Con los auriculares en las orejas, algunas personas corrían a toda velocidad por el parque, concentradas en el ritmo de su carrera, herméticas al mundo, en especial a los que se contentaban con un simple paseo. Una ardilla de pelaje rojizo avanzó hacia ellos y se irguió sobre las patas traseras en busca de algo de comer. Julia metió la mano en el bolsillo de su gabardina, se arrodilló y le tendió un puñado de avellanas.
El descarado pequeño roedor se acercó y vaciló un instante, mirando fijamente el botín que codiciaba, goloso. Las ganas pudieron más que el miedo y, con un rápido movimiento, atrapó la avellana y se alejó unos metros para mordisquearla ante la mirada enternecida de Julia.
– ¿Siempre llevas avellanas en los bolsillos de tu impermeable? -le preguntó Adam, divertido.
– Sabía que iba a traerte aquí, de modo que he comprado un paquete antes de coger el taxi -contestó Julia tendiéndole otra avellana a la ardilla, que había atraído a otras compañeras.
– ¿Me has hecho salir de una reunión para mostrarme tus dotes de amaestradora?
Julia esparció sobre el césped el resto del paquete de avellanas y se puso en pie para proseguir el paseo. Adam la siguió.
– Me voy a marchar -dijo con voz triste. -¿Me dejas? -se inquietó Adam. -No, tonto, sólo unos días. -¿Cuántos?
– Dos, quizá seis, más no. -¿Dos o seis? -No lo sé.
– Julia, apareces de repente en mi oficina, me pides que te siga como si todo el mundo a tu alrededor acabara de derrumbarse, ¿podrías al menos evitarme tener que arrancarte las palabras con sacacorchos, una a una?.
– ¿Tan valioso es tu tiempo?
– Estás enfadada, es tu derecho, pero yo no soy la causa de tu rabia. No soy tu enemigo, Julia, me contento con ser la persona que te ama, y no siempre es fácil. No pagues conmigo cosas de las que yo no tengo la culpa.
– El secretario personal de mi padre me ha llamado esta mañana. Tengo que arreglar algunos asuntos suyos fuera de Nueva York.
– ¿Dónde?
– En el norte de Vermont, en la frontera con Canadá. -¿Por qué no vamos juntos este fin de semana? -Es urgente, no puede esperar.
– ¿Tiene esto algo que ver con que se hayan puesto en contacto conmigo los de la agencia de viajes?
– ¿Qué te han dicho? -preguntó Julia con voz insegura.
– Ha ido alguien a verlos. Y por un motivo que no he entendido del todo, me han devuelto el importe de mi billete, pero no el del tuyo. No han querido darme más explicaciones. Ya estaba en la reunión, no he podido entretenerme mucho.
– Seguramente será cosa del secretario de mi padre. Se le dan muy bien este tipo de cosas, ha tenido buen maestro.
– ¿Vas a Canadá?
– A la frontera, ya te lo he dicho.
– ¿De verdad te apetece hacer este viaje?
– Creo que sí -contestó ella con expresión sombría.
Adam rodeó los hombros de Julia con el brazo y la estrechó contra sí.
– Entonces ve donde tengas que ir. No te pediré más explicaciones. No quiero pasar dos veces por alguien que no confía en ti, y además tengo que volver al trabajo. ¿Me acompañas hasta la oficina?
– Me voy a quedar aquí un poco más.
– ¿Con tus ardillas? -preguntó Adam, irónico.
– Sí, con mis ardillas.
Le dio un beso en la frente y echó a andar hacia atrás despidiéndose de ella con la mano. -¿Adam? -¿Sí?
– Qué mala suerte que tengas esa reunión, me habría encantado…
– Ya lo sé, pero tú y yo no hemos tenido mucha suerte estos últimos días.
Adam le sopló un beso.
– ¡Ahora sí que tengo que irme! ¿Me llamarás desde Vermont para decirme que has llegado bien? Julia lo observó alejarse.
– ¿Ha ido todo bien? -preguntó Anthony Walsh en tono jovial, nada más volver su hija.
– ¡Fantásticamente bien!
– ¿Entonces por qué pones esa cara de funeral? Dicho esto, más vale tarde que nunca…
– ¡Eso mismo me pregunto yo! ¿Quizá porque, por primera vez, he mentido al hombre al que amo?
– No, mi querida Julia, es la segunda vez, se te ha olvidado lo de ayer… Pero si quieres, podemos decir que estabas calentando motores y que esa vez no cuenta.
– ¡Mejor me lo pones! He traicionado a Adam por segunda vez en dos días, y él es tan maravilloso que ha tenido la delicadeza de dejarme marchar sin hacerme la más mínima pregunta. Cuando subía al taxi, he caído en la cuenta de que me había convertido en la mujer que me había jurado no ser nunca.
– ¡No exageremos!
– ¿Ah, no? ¿Qué puede haber peor que engañar a alguien que confía en ti hasta el punto de no preguntarte nada?
– ¡Que a uno le interese tanto su propio trabajo que se despreocupe por completo de la vida del otro!
– Viniendo de ti, ese comentario tiene narices.
– ¡Sí, pero como tú bien dices, viene de alguien experto en la cuestión! Creo que el coche está abajo… No deberíamos retrasarnos mucho. Con todas estas medidas de seguridad, hoy en día se pasa más tiempo en los aeropuertos que en los aviones.
Mientras Anthony Walsh bajaba el equipaje de ambos, Julia dio una última vuelta por el apartamento. Miró el marco de plata sobre la chimenea, volvió la fotografía de su padre de cara a la pared y cerró la puerta al salir.
Una hora más tarde, la limusina tomaba la salida de la autopista que llevaba a las terminales del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy.
– Podríamos haber cogido un taxi -dijo Julia mirando por la ventanilla los aviones estacionados en la pista.
– Sí, pero convendrás conmigo en que estos coches son mucho más cómodos. Ya que he recuperado en tu casa mis tarjetas de crédito, y como he creído comprender que no te interesaba mi herencia, déjame el privilegio de despilfarrarla yo mismo. Si supieras la cantidad de tipos que se han pasado la vida amasando dinero y que soñarían con poder, como yo, gastarlo después de muertos, ¡si lo piensas bien, es un lujo inaudito! Anda, Julia, borra esa expresión de mal humor de tu cara. Volverás a ver a Adam dentro de unos días y estará más enamorado que cuando te fuiste. Aprovecha al máximo estos pocos momentos con tu padre. ¿Cuándo fue la última vez que nos marchamos juntos?
– Yo tenía siete años, mamá aún vivía, y nos pasamos las dos las vacaciones en una piscina mientras tú pasabas las tuyas en la cabina telefónica del hotel arreglando tus asuntos -contestó Julia, bajando de la limusina que acababa de aparcar junto a la acera.
– ¡No es culpa mía si aún no existían los móviles! -exclamó Anthony Walsh abriendo la puerta del coche.
La terminal internacional estaba abarrotada. Anthony hizo un gesto de exasperación y se unió a la larga fila de pasajeros que serpenteaba hasta los mostradores de facturación. Una vez obtenidas las tarjetas de embarque -valiosos salvoconductos adquiridos a costa de una larga espera-, había que repetir todo el proceso, esta vez para pasar los controles de seguridad.
– Mira lo nerviosa que está toda esta gente, mira cómo la incomodidad estropea el placer de viajar. Pero cómo culparlos, cómo no ceder a la impaciencia cuando te obligan a estar de pie durante horas, unos cargando con los hijos en brazos y otros con el peso de la edad. ¿De verdad crees que esa joven que está delante de nosotros en la cola habrá escondido explosivos en los potitos de su bebé? ¡Compota de albaricoques y ruibarbo a la dinamita!
– ¡Todo es posible, créeme!
– ¡Vamos, un poco de sentido común! Pero ¿dónde están ahora esos caballeros ingleses que tomaban el té mientras bombardeaban sus ciudades?
– Habrán muerto en esos bombardeos… -murmuró Julia, avergonzada de que Anthony hablara tan fuerte-. Desde luego, sigues siendo el mismo cascarrabias de siempre. Por otro lado, si le explicara al policía que el hombre con el que viajo no es exactamente mi padre y le detallara las sutilezas de nuestra situación, quizá éste tuviera derecho a perder un poco de su sentido común, ¿no te parece? ¡Porque yo el mío lo dejé en una caja de madera en mitad de mi salón!
Anthony se encogió de hombros y avanzó, ya le tocaba a él pasar por debajo del arco detector de metales. Julia pensó en la última frase que acababa de pronunciar y lo llamó al instante, reflejando en su voz la urgencia de la situación.
– Ven -dijo, presa casi del pánico-. Vámonos de aquí, el avión ha sido una idea estúpida. Alquilemos un coche, yo conduciré, dentro de seis horas estaremos en Montreal, y te prometo que hablaremos durante el camino. En coche se habla mucho mejor, ¿no?
– ¿Qué te pasa, Julia, qué te da tanto miedo?
– Pero ¿es que no lo entiendes? -le susurró al oído-. No durarás ni dos segundos debajo de ese arco. Eres pura electrónica, a tu paso por ese control, los detectores desatarán todas las alarmas. Los policías se te echarán encima, te van a detener, a registrar, te radiografiarán de los pies a la cabeza y luego te harán pedazos para entender cómo es posible un prodigio tecnológico así.
Anthony sonrió y avanzó hacia el agente del control. Abrió su pasaporte, desdobló una carta guardada entre las páginas del documento y se la tendió.
El agente la leyó, llamó a su superior y le pidió a Anthony que se apartara a un lado. El jefe del control se informó a su vez del contenido de la carta y adoptó una actitud de lo más reverencial. Llevaron a Anthony Walsh a un lado del control, lo palparon con infinita cortesía y, nada más terminar el cacheo, le dieron permiso para circular.
Julia tuvo que plegarse al procedimiento impuesto al resto de los pasajeros. Le hicieron quitarse los zapatos y el cinturón. Le confiscaron la horquilla con la que se sujetaba el pelo -la juzgaron demasiado larga y puntiaguda- y un cortaúñas olvidado en su neceser, pues la lima que lo acompañaba medía más de dos centímetros de largo. El supervisor la regañó por saltarse las normas.
¿Acaso no indicaban los carteles, en letras bien grandes, la lista de objetos prohibidos a bordo de los aviones? Ella se aventuró a responder que sería más sencillo poner los que sí estaban permitidos, y entonces el agente adoptó un tono de sargento de batallón para preguntarle si tenía algún problema con el reglamento en vigor. Julia le aseguró que en absoluto, faltaban cuarenta y cinco minutos para que despegara su vuelo, de modo que no esperó la reacción de su interlocutor para recuperar su bolsa y corrió a reunirse con Anthony, que la observaba desde lejos con aire burlón.
– ¿Se puede saber por qué te ha correspondido este trato de favor?
Anthony blandió la carta que sostenía aún en la mano y se la entregó, divertido, a su hija. -¿Llevas un marcapasos? -Desde hace diez años, querida. -¿Por qué?
– Porque tuve un infarto y mi corazón necesitaba algo de ayuda.
– ¿Cuándo ocurrió eso?
– Si te dijera que ocurrió el día del aniversario de la muerte de tu madre, me reprocharías una vez más mi lado teatral.
– ¿Por qué no lo he sabido nunca?
– ¿Quizá porque estabas demasiado ocupada viviendo tu vida?
– Nadie me avisó.
– Para eso habría que haber sabido cómo dar contigo… ¡Bueno, pero qué importa ya! Los primeros meses estaba furioso por tener que llevar un aparato. ¡Cuando pienso que hoy todo yo soy un aparato! ¿Nos vamos? Si no terminaremos por perder el avión -dijo Anthony Walsh, consultando la pantalla con los horarios-. Vaya, anuncian una hora de retraso. ¡Parece mucho pedir que los aviones sean puntuales!
Julia aprovechó el tiempo que quedaba para ir a explorar los estantes de un quiosco de prensa. Escondida tras un expositor, miraba a Anthony sin que éste se diera cuenta. Sentado en la sala de embarque, con la mirada fija en las pistas de despegue, observaba la lejanía, y, por primera vez, Julia tuvo la sensación de que echaba de menos a su padre. Se volvió para llamar a Stanley.
– Estoy en el aeropuerto -dijo hablando en voz baja.
– ¿Te falta poco para despegar? -le contestó su amigo con una voz casi tan inaudible como la suya.
– ¿Hay gente en la tienda, te molesto?
– ¡Te iba a hacer la misma pregunta!
– No, hombre, ¿no ves que te estoy llamando yo? -replicó Julia.
– Entonces, ¿por qué hablas en voz baja? -No me había dado cuenta.
– Deberías venir a visitarme más a menudo, me traes suerte: he vendido el reloj del siglo XVIII justo una hora después de que te marcharte tú. Hacía dos años que lo tenía y no conseguía quitármelo de encima.
– Si de verdad era del siglo XVIII, poco le importaba esperar dos años.
– Él también sabía mentir bien. No sé con quién estás ni quiero saberlo, pero no me tomes por tonto, es algo que me horroriza.
– ¡Te aseguro que no es en absoluto lo que crees!
– ¡La fe es un asunto de religión, querida!
– Te voy a echar de menos, Stanley.
– Aprovecha bien estos pocos días: ¡los viajes que uno hace de joven lo marcan para toda la vida!
Y colgó sin dejarle a Julia la más mínima oportunidad de tener la última palabra. Una vez interrumpida la comunicación, Stanley miró su teléfono y añadió:
– Márchate con quien quieras pero no vayas a enamorarte de un canadiense que te retenga en su país. ¡Un solo día sin ti se me hace largo, y ya estoy empezando a aburrirme!