38798.fb2 Las Golondrinas De Kabul - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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– No hay duda alguna -dice el mulá Bashir. La voz le brota por encima del bocio.

Con dedo de ogro hurga el aire como con un sable.

Tira del almohadón para ponerse más cómodo; se retuerce, entre los crujidos de la tarima que le hace las veces de tribuna; es elefantesco y vampirizador y le asoma la cara ancha entre la barba fibrosa.

Con los avispados ojos recorre la asistencia; resplandece en ellos una inteligencia aguda e intimidante.

– En esto no cabe duda alguna, hermanos. Es tan cierto como que el sol sale por oriente. He consultado a las montañas, he preguntado a las señales celestes, al agua de los ríos y del mar, a las ramas en los árboles y a los baches en las roderas en los caminos; todos me han asegurado que ya está aquí la Hora esperada. Bastará con que agucéis el oído, y oiréis que todas las cosas de la tierra, todas las criaturas, todos los murmullos os dicen que el momento de gloria está al alcance de la mano, que el imán El Mehdi está entre nosotros, que nuestros caminos están iluminados. Quienes duden de ello un solo segundo no son de los nuestros. El Demonio mora en ellos y el Infierno hallará en sus carnes alimento inextinguible. Los oiréis toda la eternidad lamentarse de no haber sabido aprovechar la oportunidad que les brindamos en bandeja de plata: la oportunidad de alistarse en nuestras filas, de hallar un lugar definitivo bajo las alas del Señor.

Da en el entarimado golpes secos con el dedo. Una vez más su incendiaria mirada acorrala a la asistencia petrificada en un silencio sideral:

– Ésos podrán suplicarnos durante millones de años; seremos sordos a sus súplicas como lo son ellos hoy a su salvación.

Mohsen Ramat aprovecha un revuelo en las primeras filas para echar una ojeada por encima del hombro. Ve a Zunaira sentada en los peldaños delanteros de una casa en ruinas, delante de la mezquita. Lo está esperando. Un esbirro se le acerca con el fusil en bandolera. Ella se pone de pie y señala la mezquita con mano medrosa. El esbirro mira en la dirección indicada, asiente con la cabeza y se va.

El mulá tabalea en el entarimado para exigir una atención extremada:

– No queda ya pues duda. La Palabra justa retumba por las cuatro esquinas del mundo. Los pueblos musulmanes hacen acopio de sus fuerzas y de sus convicciones más íntimas. Dentro de poco, no habrá sino una lengua en la tierra, una ley, un orden: ¡esto! -vocea enarbolando un Corán-. Occidente ha muerto; ya no existe. Ha fallado el modelo que proponía a los incautos. ¿En qué consiste ese modelo? ¿Qué es exactamente lo que considera una emancipación, una modernidad? ¿Esas sociedades sin moral que ha levantado, en las que es primordial la ganancia, en que importan un bledo los escrúpulos, la devoción, la caridad, en que los valores no son más que financieros, en que los ricos se vuelven unos tiranos y los asalariados unos galeotes, en que la empresa ocupa el lugar de la familia para aislar a los individuos y, de esa forma, domesticarlos, y despedirlos luego sin más contemplaciones, en que la mujer se complace en su estado de vicio, en que los hombres se casan entre sí, en que se negocia con la carne a la vista de todos sin que nadie reacciones ni poco ni mucho, en que generaciones enteras están encerradas en existencias rudimentarias hechas de exclusión y empobrecimiento? ¿Ése es el modelo del que tan orgullosas están y en que basan su éxito? No, mis queridos creyentes, no se construyen monumentos sobre arenas movedizas. Occidente se acabó, ya ha reventado sin remisión y su hedor ahoga la capa de ozono. Es un universo embaucador. Lo que creéis ver en él no es sino un engaño, un fantasma ridículo que se ha desplomado sobre los escombros de su falta de consistencia. Occidente es una superchería, una farsa descomunal que se está viniendo abajo. Su pseudo progreso es una huida hacia delante. Su fachada de gigante es una mascarada. En su tesón se advierte el pánico. Está acosado, cogido en la trampa, perdido por completo. Al perder la fe, perdió el alma, y no pensamos ayudarle a recuperar ninguna de las dos cosas. Cree que su economía puede protegerlo; cree que nos impresiona con su tecnología punta y que intercepta nuestras plegarias con sus satélites; cree que nos disuade con sus portaaviones y sus ejércitos de pacotilla… y se le olvida que es imposible impresionar a quienes han elegido morir a mayor gloria del Señor; y, aunque los radares no consigan localizar sus bombarderos invisibles, nada escapa a la mirada de Dios.

Da un puñetazo rabioso.

– ¿Y quién se atrevería a habérselas con la ira del Señor?

Una sonrisa voraz le abre los labios. Se seca con los dedos la espuma que se le ha depositado en una comisura. Niega despacio con la cabeza y, luego, vuelve a picar con el dedo en el entarimado como si quisiera atravesarlo.

– Somos los soldados de Dios, hermanos. Nuestra vocación es la victoria y nuestro caravasar el Paraíso. Si uno de nosotros sucumbe a sus heridas, ¿no espera acaso ya para recibirlo un contingente de huríes más hermosas que mil soles? No penséis que quienes se sacrificaron por la causa del Señor han perecido; viven junto a su Maestro, que los colma de sus favores… En cambio, los mártires de ellos no dejarán el calvario de este mundo sino para ir a la gehena de siempre. Igual que carroñas, sus cadáveres se pudrirán en los campos de batalla y en el recuerdo de los supervivientes. No tendrán ni la misericordia del Señor ni nuestra compasión. Y nada nos impedirá purgar la tierra de los muminin, para que retumben desde Yakarta hasta Jericó, desde Dakar hasta México, desde Jartún hasta São Paulo y desde Túnez hasta Chicago los clamores triunfales del alminar…

– ¡Allahu akbar!-profiere un acompañante del mulá.

– ¡Allahu akbar!-arranca a gritar la asistencia.

Zunaira se sobresalta ante el tonante clamor de la mezquita. Cree que ha acabado la sesión, se recoge los vuelos de la burka y espera a que asomen los fieles. Ninguna silueta sale del santuario; antes bien, los esbirros siguen parando a los transeúntes y encaminándolos a latigazos al edificio pintado de blanco y verde. La voz del gurú vuelve a alzarse aún más alto, galvanizándose con sus propias palabras. Alza tanto el tono a veces que a los talibanes, subyugados, se les olvida controlar a los ociosos que pasan. Incluso los niños andrajosos y desencajados se quedan escuchando el sermón antes de salir corriendo entre chilliditos hacia las callejuelas repletas de gente.

Deben de ser las diez y el sol ya no tiene freno. El aire está cargado de polvo. Envuelta en el velo como una momia, Zunaira se asfixia. La ira le oprime el vientre y le anuda la garganta. La ponen aún más nerviosa unos deseos locos de alzar el capuchón buscando una hipotética bocanada de aire fresco. Pero no se atreve ni a enjugarse con un pico de la burka el sudor que le chorrea por la cara. Igual que una loca atrapada en una camisa de fuerza, se queda desplomada en la escalera, derritiéndose de calor y oyendo cómo se le acelera el aliento y le late la sangre en las venas. De repente, la inunda el rencor contra sí misma por estar ahí, sentada al sol entre unas ruinas igual que un hatillo olvidado, atrayendo, a veces, los ojos intrigados de las transeúntes, y otras, las miradas despectivas de los talibanes. Se siente como un objeto sospechoso expuesto a todo tipo de preguntas, y eso la atormenta. La vergüenza se apodera de ella. Tiene clavada en el pensamiento la necesidad de salir huyendo, de volver en el acto a su casa, de meterse en ella dando un portazo y no volver a salir más. ¿Por qué accedió a acompañar a su marido? ¿Qué esperaba encontrar en las calles de Kabul que no fueran miseria y afrentas? ¿Cómo ha podido aceptar ponerse este atuendo monstruoso que la reduce a la nada, esta tienda de campaña ambulante que supone para ella una destitución y un calabozo, con esa careta de rejilla que se le estampa en la cara como celosías microscópicas, esos guantes que le impiden reconocer las cosas al tacto y ese peso que es el de los abusos? Y, sin embargo, ha sucedido lo que ella se temía. Sabía que su temeridad la exponía a lo que más aborrece, a lo que rechaza incluso dormida: la degradación. Es una herida incurable, una invalidez a la que es imposible acostumbrarse, un traumatismo que no aplacan ni las reeducaciones ni las terapias y no puede admitirse sin naufragar en el asco propio. Y ese asco Zunaira lo percibe con toda claridad; fermenta dentro de ella, le consume las entrañas y amenaza con inmolarla. Nota cómo le crece en lo más hondo del alma, igual que la hoguera de un condenado. Puede que sea por eso por lo que está empapada y se asfixia dentro de la burka y por lo que la garganta seca parece derramarle un olor a quemado en el paladar. Una irreprimible rabia le oprime el pecho, le fustiga el corazón y le hincha las venas del cuello. Se le nublan los ojos: está a punto de romper en sollozos. Haciendo un esfuerzo inaudito, empieza por apretar los puños para que dejen de temblarle, endereza la espalda y se esfuerza por controlar la respiración. Poco a poco va ahogando la ira, paso a paso deja de pensar. Tiene que aguantar el padecimiento con paciencia y esperar hasta que regrese Mohsen. Bastará una torpeza o una queja para que se exponga inútilmente al celoso enardecimiento de los talibanes.

El mulá Bashir está muy inspirado, piensa Mohsen Ramat. Llevado por el impulso de sus diatribas, sólo interrumpe sus arrebatos para golpear el entarimado o acercarse un jarro a los abrasados labios. Lleva hablando dos horas, vehemente, gesticulando, con la saliva tan blanquecina como los ojos. Su aliento de búfalo, que palpita en el recinto, recuerda una sacudida telúrica. En las primeras filas, los fieles tocados con turbantes no acusan el calor de horno. Los tiene literalmente subyugados la prolijidad del gurú y atienden, boquiabiertos, para no perderse nada de la oleada de palabras refrescantes que caen sobre ellos como una cascada. Más atrás, hay opiniones para todos los gustos: están los que se instruyen y los que se aburren. A muchos los contraría tener que estar ahí en vez de dedicarse a sus cosas. Ésos no paran de bullir y de triturarse los dedos. Un anciano se ha amodorrado y un talibán lo zarandea con la punta del garrote. El pobre infeliz, medio dormido, parpadea como si no supiera dónde está y se seca la cara con la mano; luego, tras dar un bostezo, el cuello de pájaro se le vuelve a aflojar y se queda dormido otra vez. Mohsen hace mucho que ha perdido el hilo del sermón. Ya no oye las palabras del mulá. Se vuelve sin cesar, intranquilo, para ver a Zunaira, que está al otro lado de la calle, inmóvil en la escalera. Sabe que, debajo de esa cortina, la están haciendo sufrir el sol y el hecho de tener que quedarse ahí, como algo anómalo, entre los mirones, precisamente ella, a quien le horroriza dar el espectáculo. La mira con la esperanza de que lo divise entre ese amasijo de individuos de cara seria y silencios absurdos; quizá se da cuenta de cuánto lamenta Mohsen el giro que ha tomado un simple paseo por una ciudad en que todo se mueve febrilmente, pero, en realidad, no avanza. Intuye que Zunaira está enfadada con él. Tiene una rigidez agazapada como la de una tigresa herida forzada a atacar…

Una fusta silba a la altura de su sien.

– Donde hay que mirar es delante -le recuerda el talibán.

Mohsen asiente y vuelve la espalda a su mujer. Pesaroso.

Acaba el sermón; los creyentes de las primeras filas se levantan con ademán eufórico y se le echan encima al gurú para besarle la mano o una punta del turbante. A Mohsen no le queda más remedio que esperar pacientemente a que los talibanes permitan a los fieles salir de la mezquita. Cuando consigue por fin librarse de los empujones, el sol ha dejado ya atontada a Zunaira. Tiene la impresión de que el mundo se ha oscurecido, de que los ruidos de alrededor brincan a cámara lenta, y le cuesta trabajo levantarse.

– ¿Te sientes mal? -le pregunta Mohsen.

Tan absurda le parece a Zunaira la pregunta que ni se digna responder.

– Quiero irme a casa -dice.

Intenta recobrarse, apoyada contra la puerta cochera; luego, sin decir nada, echa a andar tambaleándose, con la mirada insegura y la cabeza en ebullición. Mohsen intenta sostenerla y ella lo rechaza sin contemplaciones.

– No me toques -le grita con voz dolorida.

Mohsen recibe el grito de su mujer con el mismo dolor que había notado dos horas antes, cuando las dos fustas le golpearon al mismo tiempo en el hombro.