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»Quedé obsesionado con volver a ver a Regina. Pero no podía verla si Grediaga no me invitaba a su casa. Grediaga era mi novato y no quería abusar de su subordinación, pedirle que me invitara como quien ordena: "Pones tu hermana a mi alcance." Igual le dije: "¿Cuándo vuelves a invitarme a tu casa?" y él me contestó, rápido y al punto, como era: "¿Mi hermana? El fin de semana. Sólo te advierto esto: con mi hermana Regina, allá tú." Y me contó algunos arabescos de su hermana que en lugar de espantarme me encendieron. Era sonámbula y tributaria de la luna. Con la luna llena o en ascenso, pasaba noches despierta tejiendo nudos de estambre en el jardín. Una de cada cuatro noches caminaba dormida por la casa. "Ponle una carta lunática", me aconsejó Grediaga. "Una carta donde digas que eres reencarnación de algo. Con eso tiene para un mes." Inventamos la carta juntos. Me dije reencarnación de un esclavo egipcio enamorado de una su ama joven, cuyo amor no fue posible porque al esclavo le cortaron la cabeza cuando se acercó a su ama con actitudes que delataron su amor. Yo la escribí de mi puño y letra, y Grediaga la llevó.
»A la siguiente semana me invitó a su casa. En medio del barullo de la comida, Regina me dijo al oído: "Yo fui una mala madre en mi vida anterior. Por eso no puedo ser feliz en esta vida sino con un esclavo, pero como en este mundo ya no hay esclavos tendrá que ser con un cadete, no con un ser normal", y empezó a reírse de mí y conmigo. "Para ser sonámbula estás bastante despierta", le dije. "Qué sonámbula ni qué sonámbula: eso le dije a Antonio que te dijera para impresionarte. La verdad es que no duermo, pero por otra cosa." "¿Cuál cosa?" "Bueno, no una cosa, una persona." "¿Qué persona?" "Eso no te puedo decir. Un cadete de la escuela de mi hermano. Está loco." "¿Loco por ti?" "No, loco de manicomio." "¿Está en el manicomio?" "No, anda suelto, pero se cree reencarnación de un esclavo al que mataron por enamorarse de su amita. ¿Puedes creer eso?" "Sí", le dije. "Pues también tú estarás loco." "También yo", le dije. "Va a haber un baile el último domingo del mes", me contestó. "¿Quieres venir? Tengo invitado a otro pero lo puedo cancelar." Pude ir, pero no canceló al otro. Nos tuvo a los dos peloteando todo el baile, ora con uno, ora con el otro. Yo era pretendiente nuevo. El otro parecía llevar muchas campañas en su conquista. De hecho, había pensado que ese baile sería su asalto final a la fortaleza. Entonces aparecí yo como habiéndola conquistado, al menos ante sus ojos. Terminamos a puñetazos en el baño y Regina afligida, gritando contra la brutalidad de los hombres. En el rubor de sus mejillas, sin embargo, bajo la humedad de sus lágrimas, vi la mirada invitadora de cabra loca, feliz de que pelearan por ella. Eso me fascinó. No sé si el otro despechado salió de su vida, yo entré de cabeza en ella. Le llamaba del colegio y le escribía cartas contándole historias antiguas que a mi vez leía en libros de historia militar, de manera que eran todas historias de gloria y sangre. Los días francos y los fines de semana los pasaba casi todo el tiempo en casa de los Grediaga, buscando la ocasión de quedarme unos minutos a solas con Regina. Siempre había esos minutos y el asalto instantáneo de los cuerpos, detenidos por Regina en el último escalón. "Después, después, ahora no." Fue el juego de nuestra adolescencia amorosa: yo asaltarla y ella retroceder en el último momento, castigando su deseo. Detrás de aquel pudor, que pudiera atribuirse a las costumbres pacatas de la época, había en realidad una voluntad de mando sobre sí y sobre el otro, un ejercicio de libertad en la cara del amor posible y del amante refrenado.
»Desde muchacha, Regina tuvo esa manera de no entregarse, al menos conmigo. Es un estilo frecuente en las mujeres y en los hombres. Jugar con la incertidumbre de la propia entrega amorosa como una forma de provocar al otro, pero también de no dejarse lastimar, de pedir que el otro se entregue antes. En Regina aquel estira y afloja era un talento mayor, desesperante, una forma radical de no dejarte llegar nunca cerca, al fondo de ella. Era capaz de enloquecer al más pintado porque, al mismo tiempo, no había nada más abierto y más invitante que su actitud y sus palabras. Eso que empezó como una estrategia de su inseguridad se acabó volviendo un recurso de su coquetería. En mi caso llevó el juego a las dimensiones de la obra de arte, porque me dio todo, salvo penetrarla, todo, hasta la última caricia, haciéndome saber en cada avance que su verdadero núcleo quedaba todavía lejos para mí, en un sitio donde ella habría de rendirse alguna vez, pero no se había rendido. Le dije: "Es un poco ridículo que no haya entrado en ti." "Has entrado más que si hubieras entrado", me respondió con precisión de libertina. Era del todo cierto, y no lo era. Me había envuelto con Regina en todas las formas de la auscultación amorosa, pero no tenía al fin la impresión cabal de haberla palpado, de haberla tenido entre mis manos. Finalmente, un día me dijo: "El sábado saldrá toda mi familia y estará libre la casa para ti y para mí, con todos sus cuartos y todas sus camas. ¿Entiendes lo que quiero decir?" El sábado llegué efectivamente a una casa donde nadie estaba sino Regina sola, prometida que darme. Pero esa vez que iba a tenerla no
pude siquiera darle un beso. Regina tenía una terrible noticia para mí: su vida había cambiado, la suerte le había alterado por completo el tablero. Un novio perdido había vuelto a la ciudad y la había venido a ver. "Es el amor de mi vida y voy a casarme con él", dijo sin más explicación y empezó a darme besos que no me supieron. Típico y enloquecedor: la tarde que iba a ser mía Regina me dijo que se iba a casar con otro. Salí de su casa medio loco, en efecto. No paré hasta encontrar a Grediaga en casa de su propia novia. "Fue su enamorado de niña y ahora volvió", dijo Grediaga. "Pero de ahí a que vayan a casarse, hay mucho trecho." Decidí no pelear ese trecho. Regina se dedicó al novio perdido en cuerpo y alma; al año anunciaron su matrimonio. Yo dejé de ir a casa de los Grediaga, herido en mi amor propio y en mi amor a secas. Pené mis cuitas con raptos y abismos románticos. Me hundía en ellos por la noche y terminaba exhausto al amanecer, con un alivio secreto que era una decisión tomada: cuando el sufrimiento fuese intolerable, me quitaría la vida. La idea de quitarme la vida había sido familiar para mí desde que mis padres murieron. Lo siguió siendo, en distintos intervalos, toda la vida. La idea clara y distinta, verdaderamente cartesiana, de que podía dar la espalda y salir del túnel intolerable de la vida, fue para mi un consuelo más que una carga. Un expediente de la libertad más que una opresión de la melancolía.
»Así perdí a Regina por primera vez. Nada extraño, aunque me pareciera intolerable en su momento. A todas mis mujeres las perdí varias veces y las gané al final en gran medida, pienso ahora, por que pude perderlas. Pero he hablado suficiente, demasiado. Cuénteme algo de la vida de este país y déjeme a mí descansar de la mía.»
Respondí a su cuestionario sobre la maraña política que agitaba a la opinión pública y que había convertido a un funcionario prestigiado del gobierno anterior en un prófugo de la justicia del gobierno en turno. Agotó la inspección del último detalle que pude procurarle y dijo, después, con risueño avenimiento:
– Lo mismo pasaba exactamente hace trescientos años. Dejemos nuestra comida aquí. Es tiempo de que vaya usted a su periódico y yo a mis libros. La próxima vez, si no le aburre, le contaré la historia de mi encuentro con Carlota.
La próxima vez tardó cuatro comidas en llegar. Adriano empezó su relato en el punto exacto donde lo había dejado:
– La época de mi pérdida de Regina Grediaga fue la de mi segunda definición profesional. Había decidido ser historiador, pero necesitaba ganarme la vida y reparar la pérdida de mi padre. Él había sido abogado. Yo decidí serlo también para completar su ciclo y recoger sin culpa su herencia, que no fue escasa: me dio una independencia prematura de la que no abdiqué nunca más. Ganarme la vida quiso decir para mí echar dinero en la bolsa de aquella independencia para evitar que menguara, demostrarme que no iba sólo a parasitar sobre ella. Pensaba que no tenía derecho a gastar lo que no pudiera ganarme. La falta de necesidad suele ser generosa, sólo es avara la necesidad. Empecé a ejercer el derecho sacudido todavía por los recuerdos de Regina, y el derecho me llevó, como pasante, a la siguiente sacudida. Acompañé al abogado penalista Baltasar Orduña, el más famoso de su tiempo, mi maestro y contratante, al más fructífero de sus casos. Representaba a una familia cuyo patriarca había sido muerto a martillazos en la cama, junto con su esposa, una dama célebre por sus obras filantrópicas. Baltasar era el abogado del hijo del muerto y fue citado a la sesión en que los detectives habrían de dar su veredicto. Baltasar me invitó como su carga portafolios de lujo y acudí al aquelarre. Un comandante de la policía resumió ante la familia reunida las investigaciones que habían llevado a cabo. Concluyó que, contra las hipótesis primeras, el crimen no era de un agente externo a la casa sino que se había maquinado adentro. Todos esperábamos que el detective se volviera hacia la servidumbre en busca de culpable, pero se paró frente al nieto adolescente de los muertos y dijo: "Quien mató a tus abuelos fuiste tú, muchacho cabrón." Dijo esto último con voz de oficial de regimiento, es decir, a todo pulmón. La potencia de su voz y la brutalidad de su cargo desbarataron la ecuanimidad del nieto, que ahí mismo se echó a llorar y confesó su culpa. Fue una conmoción para todos, salvo para una mujer de grandiosas piernas que miraba desde un sillón consistorial, como regocijada por la escena. Me miraba en particular a mí, que a mi vez no paraba de mirarla.
«Fue la segunda mujer de mi vida. Se llamaba, inolvidablemente, Carlota Besares. Era la tía política del nieto. Había casado joven y enviudado pronto con un tío del muchacho, un hombre mayor al que el azar se llevó tempranamente, dejando a Carlota una herencia que acabó de convertirla en la mujer más libre de México. Tenía diez años más que yo. Era una mujer de trazo imperial en todos los sentidos. Caí a sus pies como un siervo en cuanto me hizo saber que le gustaba. Empezó a hacérmelo saber justamente en medio de aquella reunión de locos. Mientras mi jefe el abogado persuadía al comandante de atemperar la brutalidad de las conclusiones en el informe criminal, Carlota se acercó a mí discretamente y me dijo: "Si usted da consultas de abogado, tengo una consulta privada que hacerle." Puso su tarjeta en mi mano y agregó: "Llámeme cualquier día. Suelo estar disponible por las tardes." Me ahogó su perfume, la cercanía de su rostro me nubló la mirada. Tenía las cejas negras, la frente estrecha pero redonda, los párpados abiertos como un tajo de mujer de las estepas. A través de aquel tajo brillaban dos ojos negros de un humor, una lujuria y una claridad sin atenuantes. En párpados menos estrechos aquellos ojos hubiesen sido intolerables, asomaba por aquellas rendijas sólo la porción suficiente para no avasallar con las emociones que podían sentirse en su fulgor antiguo y duro. Recuerdo la escena asociada a unos versos de Machado: Gracias petenera mía / te vi y me perdí en tus ojos: / era lo que yo quería.
»Tardé una semana en llamarla y ella una tarde en recibirme. La enloqueció saber que no había tenido hasta entonces sino aquel remojón en el burdel y los trasiegos de Regina Grediaga. Me puso en el sillón y empezaron nuestros amores. Ella me enseñó todo lo que no sabía del amor, paso a paso, desde la primera tarde. Todo, salvo el dolor de ser rechazado, que había aprendido ya con Regina Grediaga. Caí literalmente rendido a los pies de Carlota, exhausto de amor físico por primera vez en mi vida. Podía hacerle el amor infatigablemente, y ella recibirme siempre dispuesta a más, risueña con el hallazgo de un cachorro juguetón. En materia de amores Carlota Besares era como un hombre. Era lujuriosa como los hombres lujuriosos, infiel como los hombres infieles. Quería probar todo, hasta lo que no le gustaba, lo mismo que muchos hombres. Quería que entraran en ella todos los hombres posibles del mismo modo que los hombres quieren llevar a la cama el mayor número posible de mujeres. Una actriz italiana dijo que los hombres con el sexo son como niños en una dulcería: se les antojan más cosas de las que pueden comer. Así me le antojé yo a Carlota la tarde del crimen aclarado. Antes había escogido al abogado de la familia con quien yo trabajaba, al mismísimo padre del muchacho abuelicida, hermano del marido de Carlota. En sus tiempos de actriz, conforme pasaban las semanas del rodaje, se iba llevando a la cama a todo el elenco de actores, al director, al camarógrafo y hasta a algún jala cables. Había tenido en su lecho al presidente de la Repú blica, un hombre de buena sonrisa y fiebre priápica. Se casó después, sobre el entendido de que su cacería personal no iba a suspenderse, comprometiéndose sólo a una discreción que aprendió a ejercer como una técnica de conducta que le dio los mayores dividendos en respeto social. Cada uno de sus galanes se creía exclusivo de ella, su dueño privilegiado, su único seductor. Sólo ella tenía el cuadro completo de su tapiz amoroso, tan diverso como el de un don Juan, tan discreto como el de un obispo en el convento. Sé que conmigo, durante un tiempo, Carlota hizo un alto en el tapiz de sus deseos. Se dedicó sólo a mí, llena, supongo, de mis fuegos y también del amor maternal, un tanto perverso, que permitían nuestras edades. Además del amor iniciático tuve mi primera y única adicción sexual con Carlota Besares. Requería de su cuerpo dos o tres veces al día, aparte de las noches, que eran largas y nuestras. Apenas le quedaba resquicio para alguna aventura. Por un tiempo, fue mi orgullo, no las requirió. Yo era su niño y ella lo sabía, pero la diferencia de nuestras edades no era tan obvia a primera vista, porque ella era una mujer esbelta de músculos duros, piel oscura, expresión joven, y yo tuve desde muy temprano cara de adulto, parecí siempre mayor que mis años. Todavía hoy que miro la foto de mi primera comunión, veo en ella a un adolescente más que a un niño, a un grandulón converso de mandíbulas grandes y manos como manoplas atrapando el cirio unos segundos antes de salir a galope tras una aventura de gente mayor. Puedo decir que fuimos felices y que los demás lo sabían al vernos, lo cual añade felicidad a la felicidad, porque los amantes quieren ser mirados, son narcisos que buscan su reflejo en el estanque de los demás.
»De todas mis mujeres, Carlota fue la única que no tuvo hijos. Luego de dos abortos, se cuidó de no tenerlos durante su matrimonio con un hombre mayor que habría arropado el engendramiento de otros como si fuera suyo. Carlota prefirió el placer a la descendencia. Pensó que era demasiado joven y que habría tiempo después para engendrar y criar, cosas que en su cabeza viril tenían una cierta condición vacuna, del todo contraria a su índole sensual, pronta al instante más que a la previsión, a la aventura más que al cuidado. Luego me tuvo a mí, que sacié en algún sentido su instinto de posesión maternal, completándolo con el placer no maternal que era su pasión verdadera. Fui su retoño carnal, chamaco y amante. Y fui enormemente feliz, no necesitaba otra cosa, acaso porque en el fondo he sido siempre un hombre monógamo. Tiendo a demorarme en la misma mujer y ella sola me basta. Mi poligamia no ha sido sino la extensión de mi índole monogámica, mi gusto por la misma mujer, el rechazo a la mezcla y la diversidad.
»Solía poseerla en el baño, mientras caía el agua caliente sobre nosotros hasta cubrir los vidrios de vaho. Ahí en el vaho hice una vez un dibujo obsceno y puse abajo: Yo en Carlota. Reincidimos en la posición días después y descubrí encantado que el nuevo vaho respetaba el antiguo dibujo: aparecieron completas la caricatura y su leyenda. Meses después, el mismo vaho de aquellos vidrios felices me daría el mensaje de que la tregua de Carlota con mi amor había terminado. Un día en que nos bañamos largamente apareció en el viejo vaho la leyenda que otro había pintado. Decía: Toño te ama. Vi aparecer esas palabras como quien ve derrumbarse un mundo. Me derrumbé yo mismo. A mi desmayo siguieron los cuidados de Carlota; cuando volví en mí, desnudo y frotado por sus ternuras sobre la cama, siguió el más increíble discurso de pertenencia amorosa que haya oído jamás, el discurso de sus desenfrenos: "A nadie he querido como a ti", me dijo Carlota. "Todos los demás han sido incidentes. Todos, salvo Sigfrido, que salió de mi vida mucho antes de que entraras tú. De modo que Sigfrido y tú, nada más. Todos los otros han sido curiosidad y juego. Amor, sólo Sigfrido y tú. En realidad sólo tú, porque Sigfrido fue para mí como para ti Regina Grediaga: una llama sin mecha, una pasión mal correspondida. Yo lo quise a él mientras él quería a otras. Sus otros amores mataron el mío. Me dije entonces: Esclava otra vez, de nadie. No seré esclava de ningún amor, en todo caso, del amor. Ahí empezó mi búsqueda, no de otro amor, sino de otros muchos, todos, tantos que al final significaran poco. Mi primera conquista fue el propio Sigfrido, a quien atraje nuevamente para tratarlo como romance de una sola vez. Apenas lo tuve, busqué al siguiente, para dejar de ser suya y ser de otro. Y vinieron los otros, uno tras otro, todo el ejército." Empezó entonces una descripción del ejército. Me habló toda la tarde de sus amores, a mí, que convalecía de haber descubierto sólo al último. En vez de consolarme de su infidelidad, me contó su vida infiel, para acabar de hundirme en los celos y el despecho. Con la abundancia de sus infidencias, debo decirlo, vi el conjunto de nuestra historia y a mí mismo como parte relativamente prescindible de ella, no como su centro. Por la noche, libre ella al fin del fardo de ocultarle a su niño las cosas obvias de la vida, nos enredamos en una lujuria limpia y desolada, deudora sólo de sí misma, sin las ilusiones y las dulzuras que suelen vestirlas. Fue nuestra noche de mayor entendimiento, el entendimiento desencantado; también la de nuestra primera escisión, o al menos de la mía. Supimos esa tarde y esa noche quiénes éramos, quiénes habíamos querido ser, quiénes no podríamos ser en adelante.
»Mi amor por Carlota bajó de grado, pero no mi adicción por su cuerpo, por sus caricias, la chispa de su contacto. Seguí acudiendo a mi adicción, pero sin el velo que la mejoraba antes. Me refiero a mis sueños sobre su vida como perteneciente a mí y a su propia ilusión de pertenencia que al menos un tiempo construyó conmigo. Empecé aquellos días mi primera encomienda de historiador, que fue un puesto de auxiliar en la edición de la historia de Bernal Díaz sobre la conquista de México. La paleografía de sus primeros capítulos, como usted sabe, me llevó a la visión de la conquista de América como una empresa de riesgo, y al libro posterior que fue mi primero, sobre los intereses particulares en la conquista de América. Al mismo tiempo recibí del despacho mis primeros casos grandes, entre ellos la defensa civil del coronel en activo que atentó contra la vida del último general presidente del país. La justicia militar condenaba a muerte al coronel, pero la justicia civil no podía condenarlo sino a la pena correspondiente a homicidio en grado de tentativa. Se planteaba un litigio de fondo entre dos órdenes legales contradictorios, el de los ordenamientos militares que se continuaban casi intactos de su origen colonial, de fueros feudales, y el del orden constitucional moderno, donde la pena de muerte había sido abolida. Los delitos de lesa majestad, traición a la patria y otros sacrilegios del absolutismo, habían sido convertidos en delitos seculares con penas comparativamente leves que excluían por igual la ejecución y al verdugo. Eran los tiempos finales de la Segunda Guerra Mundial. Palabras como traición, enemigo, sacrificio y lealtad gobernaban las emociones de la época. Con la seguridad de que perdería la disputa contra la pena de muerte, me fue encomendado aquel asunto de extraordinaria relevancia. El país pasaba en esos días del último presidente militar al primero civil y debía civilizar sus leyes. De modo que en los tiempos en que se rompió el cascarón de mi amor por Carlota, con grandes heridas luego de grandes placeres, tuve mis primeras salidas al mundo adulto en mis dos profesiones, la abogacía y la historia. Salidas quijotescas, a no dudarlo, a las que me entregué con ánimos de conquistador, tal como leía en Bernal, pero con la certidumbre de que la verdad o la justicia última no existían, de modo que podía perderse la inocencia, como yo la perdí en el baño de Carlota, sin perder el amor o al menos el deseo del bien perdido. Este es un aprendizaje fundamental para el abogado litigante: debe jugar con pasión y perder con elegancia sin poner en ello su alma, tal como yo había dejado de ponerla, sin dejar de poner el fuego, en el lecho de Carlota Besares.
»De la mano de esas otras dos mujeres, la historia y la abogacía, fui separándome, lo mismo que un amante infiel atraído por mejores viandas, del banquete de Carlota. Pero seguía acudiendo a él, hambriento como ratón de hospicio. Litigaba en todos los frentes. Iba al juzgado a defender al coronel magnicida, aprendía los códigos paleográficos del siglo XVI para restituir el manuscrito de Bernal y acudía a la fiesta colectiva del cuerpo de Carlota Besares -antes sólo mío, nunca sólo mío-. Esa era mi vida, llena al punto de reventar. No quería más. Pero el azar y los sueños ocultos en la historia de cada quien siempre quieren más. Ellos me guiaron, supongo, a mi tercera mujer, una estudiante de historia del arte llamada Ana Segovia. Coincidimos en el mostrador del Archivo General de la Nación, pidiendo documentos al encargado. Ana investigaba la historia de la efigie de la Virgen de Guadalupe, patrona de México. No había avanzado gran cosa, fundamentalmente porque buscaba en los archivos equivocados. Me permití sugerirle que buscara en los fondos del Arzobispado. "Ya sé que ahí", me dijo, "pero odio a los curas. Me dan urticaria las sotanas y las iglesias. Me hace daño hasta el polvo de sus documentos. Nada más de imaginármelos, empiezo a estornudar." Su respuesta me llenó de felicidad. Nunca he sido jacobino, ni anticlerical, más bien agnóstico, pero la idea de esa muchacha incendiada por una pasión jacobina, sus labios temblando de ira por la sola evocación de una cosa tan genérica como la maldad del clero, fueron un torrente de agua fresca. Las mujeres eran bastante tontas en el país un tanto provinciano de entonces, y si no eran tontas, debían ser mustias. Una mujer apasionada que hablara sin reservas de lo que le pasaba por la cabeza y una mujer a la que le pasaban por la cabeza impertinencias anticlericales, era una especie de milagro antropológico. Eso lo pienso ahora, entonces sólo quedé prendado de aquella desfachatez tocada por la gracia. No creo en el amor a primera vista, pero sí en que basta el primer contacto para que ambas partes sepan si lo suyo puede llegar al menos a un segundo encuentro. Yo supe desde mi primer encuentro con Ana Segovia que lo nuestro iba a tener al menos un segundo encuentro. Se lo dije y me contestó: "Puede ser, pero no estaría mal si antes me explicaras quién eres, porque no acostumbro salir con desconocidos. Aquí en la esquina hay un café al que podemos ir y me cuentas de una vez para saber a qué atenerme. Pero antes, aclárame una cosa: ¿tienes algo que ver con los curas?" "No", le dije. "Pues ya empezaste bien", me dijo. Recogió sus papeles del mostrador y echó a andar hacia la calle, dando por descontado que la seguiría. La seguí, desde luego, hipnotizado por la claridad de sus humores. Ese fue mi primer encuentro con Ana Segovia, que habría de ser mi tercera mujer. Antes de eso, sin embargo, el azar trajo lo suyo. El azar es ocurrente y tiende a ser simbólico. El hecho es que la misma tarde en que conocí a Ana Segovia reapareció en mi vida Regina Grediaga. Llevaba ocho años sin verla y ninguno sin recordarla. De pronto volvió, como atraída por Ana, y mi vida dio su primera vuelta polígama.
»Pero este es asunto que merece narración aparte. Dejémoslo, si le parece, para nuestro próximo encuentro- Hábleme usted del país: ¿sobrevivirá a esta semana?»
Acepté con impaciencia mi turno en la conversación y él, con una sonrisa, mi memorial de agravios sobre la condición siempre agónica de la República
Adriano dedicó las tres comidas que siguieron, respectivamente, a las tonterías históricas del discurso oficial, a la celebración del espíritu conservador y a la denostación del periodismo, según él una forma frenética de saber lo que pasa sin entender lo que sucede.
– Me gusta este lugar -dijo al sentarse para la cuarta comida-. La penumbra, los sillones de cuero café, la madera oscura de las paredes, el barman que nos sirve como si nos consintiera. Me gusta ver por los ventanales a los niños jugando. Los niños que fuimos y que no podremos ser. ¿Sospecharán en su dicha sin sombra las sombras de su dicha? Lo que voy a contarle hoy empieza a ser parte constitutiva de mi historia, el anticipo de su verdadera índole, aquello que la hace específica y, quizá, original. Y es que, de pronto, como se agolpan en la mesa los platillos que llegan antes de ser removidos los que se van, se agolparon en mi agenda las mujeres que habían sido parte de mi vida y la que apenas empezaba a serlo. En unos cuantos días simultáneos, o que lo son en mi memoria, refrendé mi adicción por Carlota, inicié mis tratos con Ana Segovia y entró nuevamente en mi cuarto, como un vendaval, la Regina Grediaga de otros tiempos, la misma pero otra, cruzada por la vida adversa, que la echó en mis brazos por fin, disculpando la metáfora, como un barco encallado después de la tormenta. ¿Quiere que le cuente ese episodio?
– Es lo único que quiero que me cuente -acepté-. Me atormenta dosificándolo.
– No lo dosifico para atormentarlo, sino para digerirlo. El relato, créame, también es nuevo para mí. Tengo que irlo siguiendo conforme asoma. ¿Dónde estábamos?
– En Regina Grediaga después de la tormenta.
– Con disculpa de la metáfora -insistió Adriano-. Habían pasado ocho años desde que dejé de ir a casa de Regina y siete desde que se casó, pero la Regina que tocó a mi puerta tenía más de esos años encima. Podía comparar bien este punto porque Carlota tenía más años y la mitad de los estragos. Regina no parecía vieja, sino atravesada por un malestar que diluía sus facciones de niña y traía a sus huesos una calidad difícil de describir, una calidad de mujer hecha, pasada por las llamas de la pasión y el sufrimiento, purificada por el grosor de la experiencia adulta, eso que hace deseables a las mujeres porque están como en su momento clave, antes y después de la maternidad, antes y después de la ilusión, antes y después del deseo, listas para ser madres, amantes y deseadas por segunda vez. Quién pudiera tomarlas desde la primera vez, tenerlas la segunda y la tercera, en todas sus edades, ser el dueño de todas sus estaciones, de todas sus vueltas, sus cambios de piel, sus renacimientos milagrosos.
«Digo que Regina tocó a mi puerta porque eso es lo que hizo, literalmente. Era ya tarde en mi oficina, casi las ocho de la noche, pero era verano y la luz seguía inmóvil en el cielo. Yo pasaba los ojos aplicadamente por los folios de una querella judicial, pero no hacía sino recordar, con una risa en el alma, los giros de la cabeza de Ana Segovia durante nuestro encuentro esa mañana. En el mostrador del archivo había visto su perfil de andaluza y el brillo exuberante de su pelo sin cuidar. Como quien muestra el plumaje, me había mostrado deliciosamente su jacobinismo y la pirueta de sus elocuencias, invitándome luego a conocernos en el café, porque no acostumbraba citarse con desconocidos. La seguí sin titubear, pero no supe a quién seguía sino hasta que la vi de espaldas, caminando delante de mí, y pude percatarme de la naturaleza diré ontológica de sus nalgas. Aquellas nalgas, créame usted, eran la encarnación de la idea platónica de las nalgas, no su pobre reflejo en los muros de la caverna sino la idea pura de las nalgas, soberbiamente encarnadas en la espalda de Ana Segovia. Volveré a eso porque es parte esencial de mi vida con Ana, aunque no fue aquella perfección platónica la que me absorbió esa tarde, sino algo más trivial, menos perfecto y con el tiempo, más atractivo: la cabeza de Ana Segovia, su cabeza loca yendo por sus prejuicios como si fueran verdades reveladas. ¿Por qué estudiaba Ana Segovia las efigies de la Virgen de Guadalupe, patrona de México? Porque estaba empeñada en demostrar que la efigie tenía un origen profano. ¿Para qué quería hacer esa demostración? Para llevar al pueblo de México a la iluminación contraria de su fe, la iluminación de la verdad histórica. ¿Por qué creía que la verdad histórica podía sustituir la fe de un pueblo? Porque la fe era el opio del pueblo y los curas católicos los chinos que hacían fumar a todos en el garito. ¿De dónde había sacado aquellos colgajos anticlericales y aquellas ideas trasnochadas del iluminismo jacobino? De su padre Lorenzo Segovia, anarquista gaditano prófugo de la Guerra Civil Española que emigró a México, educó a sus hijos en el credo ácrata y con los años, según Ana, su hija menor, perdió el nervio y se acomodó a las convenciones de su tiempo. "Las nuevas generaciones tienen que hacer lo que las antiguas dejaron a medias, por conveniencia o cobardía", me explicó Ana Segovia esa mañana en el café donde dejamos de ser desconocidos para poder vernos por segunda vez. "Y a todo esto", me dijo, "¿tú crees en la revolución o en la autoridad?" "Yo creo en las leyes y en los tribunales", respondí. "¿Cómo puedes creer en esas trampas?", saltó Ana. "Por dinero: de eso vivo", expliqué yo. "¿Eres abogado entonces?", preguntó. "Litigante", asentí yo. "Al menos tienes la honradez de ser un cínico y no negarlo", dijo Ana. A cada afirmación de ésas su cabeza saltaba con un gozo de cazador acertando y su rostro se iluminaba con el mensaje subterráneo de que todo aquello era un juego no negociable, pero un juego al fin, un torneo de la ocurrencia y el disparate. "Ya que nos conocemos, ¿puedo verte de nuevo?", pregunté al final de nuestro encuentro. "Podrías invitarme a comer", dijo Ana, "Pero yo odio los restaurantes. Si te tuviera confianza podría invitarte a mi casa, que acabo de redecorar. Pero siendo abogado, no sé. ¿Crees que debo darte una oportunidad?" "Por lo menos una", dije. "Pues ven a comer a mi casa entonces. ¿Ya sabes dónde es?" "No", dije. "Para ser un abogado mañoso estás muy mal informado. Aquí te la apunto, mira." Escribió las señas en una tarjetita color magnolia que sacó de su morral de apuntes y libros. "Te espero el martes. Si por algo no puedes me llamas antes, para invitar a otro. Una amiga, quiero decir, para no comer sola. No creas que ando invitando abogados trapaceros a comer todos los martes. ¿De acuerdo?" "De acuerdo", dije. Se paró entonces, pagó la cuenta de los cafés y se fue caminando, dándome la gloria de su espalda otra vez. No quise alcanzarla para poder verla y comprobar que no la había inventado.
«Cuando Regina Grediaga tocó nuevamente a mi puerta, llevaba un año separada de su marido, loca porque el azar le había arrebatado un hijo de cinco años, luego de seis de feliz matrimonio. Vino a mí deshecha por el dolor de su pérdida. La muerte de su hijo había congelado su amor por el padre a quien tanto quiso, el mismo por el que me dejó la tarde que iba a ser mía. Con el pequeño hijo perdido se habían ido de ella todas las ilusiones, incluso la más mínima, ésa que nos hace levantarnos cada mañana, ir a la ducha, comer, hablar a otros, aceptar implícitamente que vale la pena vivir. Era cada vez menos capaz hasta de esos actos reflejos. Sus días eran el espejo de su pérdida y no tenía delante sino el camino de la pérdida completa de sí misma que es la muerte. "Pero no quiero morir", me dijo. "Quiero vivir, aunque sólo sea para seguir recordando a mi hijo y mantenerlo vivo en mi memoria. Por lo menos ahí. Me puse a buscar algo que quisiera hacer de veras, como mujer que perdió a su niño, y lo único que vino a mi cabeza fuiste tú, lo único que quise con toda mi alma, con la poca alma que me queda, fue verte a ti, regresar contigo al punto en que nuestras vidas se apartaron. O, mejor dicho, te aparté. Por eso vine a verte, por eso estoy aquí, para ver si esto funciona." "Pues ya estás aquí y me estás viendo", le dije. "¿Funciona o no funciona?" "Funciona", dijo Regina. "Yo tenía razón. Eres lo que necesitaba ver. Eres lo único que quería ver. ¿Puedes olvidarte de lo de antes y abrazarme?" No podía olvidarme de nada, pero la abracé. Ella se aferró a mí sollozando, me abrió la camisa y empezó a besarme el pecho. Decidí que sus caricias eran más significativas que sus lágrimas. La llevé hacia el sofá, un sofá de tres piezas con el cuero negro luido de tres generaciones de clientes. Se alzó la falda y apartó las prendas. "Aquí no", dije, cayendo en cuenta del sitio, del decorado profesional de la oficina. "Aquí", dijo Regina entre sollozos, y ahí la tuve, en el sillón de cuero, sin quitarnos la ropa. Me hizo quedarme en ella al terminar, tanto tiempo que empezó de nuevo. La edad es fanfarrona en esas cosas, yo era joven aún y había aprendido en el cuerpo de Carlota los fastos del exceso y la repetición. A diferencia de Carlota, que me encendía con sus tactos, en el caso de Regina el ardor y la potencia volvían a mí colgados de la idea de tenerla, de estarla teniendo, de estar metido en ella al fin, cerrando el círculo que los años se habían llevado. Esa era una de las resignaciones mayores de mi vida, la resignación de no haber tenido a Regina Grediaga, de haberme ahogado en la orilla de su amor, a unas caricias del centro de su vida. Torcidos y silenciosos nos quedamos en el sillón un largo rato sin tiempo. Nos levantamos abrazados, nos compusimos la ropa y el pelo, con Regina colgada de mí cerré el despacho, bajamos abrazados la escalera hasta la calle donde tenía mi coche. "¿Te llevo a tu casa?", pregunté. "No tengo casa", contestó Regina. "¿Quieres dormir en la mía?" "Sí, en la tuya." Durante el trayecto estuvo abrazada a mí, la cabeza en mi hombro junto al volante, la sonrisa en los labios, la humedad en los ojos despintados, la suavidad pacificada de sus dedos yendo y viniendo por mis mejillas, mis labios, mi nariz.
»Yo vivía entonces en un departamento que era la mitad de una casa vieja en una zona de residencias aristocráticas decrépitas. Mi departamento tenía dos plantas y un jardín artificial en la azotea. Le habían rehecho las cañerías y los baños. Tanto en la planta baja como en el primer piso habían derribado los muros de dos habitaciones para hacer abajo una sala larga que era a la vez mi estudio, y arriba un solo cuarto abierto, con amplios ventanales. Vivía solo ahí, interrumpido nada más por las invasiones de Carlota, que solía llegar sin dar aviso. Prendí un calentador, aunque no hacía frío, porque Regina temblaba. Me confió que llevaba dos días sin comer, de modo que ordené una cena al restaurante de la esquina y la alimenté como a un bebé reacio a la papilla. Se metió en un pijama mío y se durmió abrazándome. Miré al techo un rato, con Regina dormida a mi lado, sobre mi pecho, absorto y henchido, como ante la consumación de un milagro. Al día siguiente fui a dejarla a la casa de siempre de los Grediaga. Fui recibido como en otros tiempos. El coronel lamentó mi pleito perdido años antes contra el código militar que seguía imponiendo la pena de muerte en un Estado republicano por cosas tan del orden antiguo como la traición a la patria, la deserción frente al enemigo y la piratería en los caminos reales. La madre de Regina seguía con la cintura delgada y la disposición a prodigar elogios y caricias donde se ofreciera. Antonieta ya era la gorda que seguiría siendo y los hermanos estaban todos fuera, incluyendo a Antonio, mi antiguo novato, que seguía a contracorriente de sí mismo su carrera militar, destacado en una de las islas continentales del país, cien millas mar afuera del punto más occidental del atlas patrio. "Ya sé dónde encontrarte", dijo Regina cuando nos despedimos. "Esta noche si quieres", dije yo, sobreactuando mis emociones. "Esta noche, a lo mejor", prometió Regina. Los que entienden estas cosas entenderán que al salir de aquella casa de mi juventud, a la que había entrado por primera vez como adulto, tuviera doble necesidad de mi adicción adulta, es decir, de Carlota, y que fuera a buscar su consuelo antes de ir al despacho. Aún dormía, envuelta en sí misma. Me gustaba llegar a su casa por la mañana, corriendo el riesgo de encontrarla con otro, y meterme, nuevo de la calle, en su cama no amanecida todavía, cálida de su cuerpo y sus olores. "Hueles a niño", me dijo. "¿Con quién trasnochaste ayer?" Lo dijo dormida a medias, pero del todo consciente de mi olor. Para disfrazar mi falta de baño había echado sobre mis ropas unas dosis sin precedente de loción que Carlota percibió, desde luego, mezclada con los restos de Regina. El que entiende de estas cosas entenderá que aquella mañana haya tenido con Carlota una gloriosa jornada, al punto que me dijo: "Si así han de ser las cosas, regálame tus mañanas, no tus noches." Llegué a trabajar tarde. Tenía una llamada de Regina, diciéndome que vendría por la noche. El amor se parece a sí mismo, pero la segunda noche tuve a Regina Grediaga por primera vez, entera y enérgica, dispuesta para mí. Descubrí entonces que no era una asignatura pendiente que saldar, una asignatura conocida, sino un nuevo mundo, raro, extraña y falsamente familiar. Lo nuestro era una iniciación, no un regreso. Volví a encantarme de ella, de la Regina que venía a mí con las formas subsistentes de una muchacha fresca, pero cortada por el sufrimiento y embarnecida por él, dueña de un cuerpo donde habían dejado sus huellas el amor, la maternidad y la muerte.
»A1 día siguiente comí con Carlota y dormí con Regina. Eran, en estricto sentido, las únicas dos mujeres que había tenido en mi vida. Todo lo que yo pudiera saber entonces de la intimidad de una mujer lo había sabido por ellas. Otro tanto aprendí de cada una, cuando las tuve juntas, por el hecho elemental de compararlas. Lo entenderá quien se haya visto en la situación: no pude sino compararlas y aprendí de la comparación, como si en vez de dos mujeres tuviera mil, como si la mezcla de una con otra las multiplicara y me hiciera dueño de los secretos de una legión. Por ahí estarán todavía en un cuaderno los informes de sus diferencias, informes tomados en el campo, como dirían los antropólogos, horas, a veces minutos después de atestiguar los hechos narrados. No era fácil tomar esas notas, porque el hecho mayor a observar era la renovación del milagro, la plenitud de las horas pasadas alternativamente con Carlota y Regina en el supremo placer de mi clandestinidad frente a una y otra, la dicha corsaria de engañarlas sin consecuencias, ese placer cardinal, acaso originario, de tener a dos mujeres a fondo sin que ninguna de las dos supiera mi doble juego. Fui feliz esos días como un delincuente prófugo, a salvo de las reglas que lo ciñen o de las fuerzas que lo persiguen, feliz como sólo puede serlo un abogado tramposo que gana un caso perdido o un animal doméstico al que el azar le devuelve el sabor de la vida salvaje, el rito de la caza o la defensa de su territorio. Tuve días de amores alternos hasta llegar al martes de la comida que me había invitado Ana Segovia. Ahí tuve mi primer crisis positiva de conciencia. ¿Podía ir a ese almuerzo inocente manchado de mi clandestinidad promiscua, apenas levantándome del lecho de Carlota, envuelto todavía en las caricias melancólicas de Regina? Como suele suceder, mientras dudaba descubrí lo increíble, a saber, que me había enamorado de Ana Segovia antes de haberla tratado. Estaba dispuesto a pagar en su aduana o a quemar en su altar mis cosas fundamentales, antes de que me las pidiera. Las cosas fundamentales que yo tenía entonces no eran sino las que acababa de adquirir, las dos mujeres que habían contado en mi vida, multiplicadas al infinito por la confluencia de sus dones. Finalmente eran mías las dos, cada una a su manera, como no habían sido de nadie más. Esta vanidad de propietario fue fundamental en aquellos días. De la lesión de haberlas compartido con otros, me compensaba el hecho de estarlas teniendo de aquella manera extraña, perversa, simultánea y, sobre todo, inconfesable. Hay esto en la confidencia del amor: sólo es confesable lo que ha quedado atrás, lo que de algún modo ya no cuenta. A veces, ni eso. Yo supe que podría contarle a Ana Segovia mis aventuras, pero no los detalles de mi relación con Carlota y Regina, ni siquiera los rasgos generales, acaso ni los nombres. Podía dejar a Regina y Carlota porque empezaba a querer monógama y lunáticamente a Ana, pero no podía decirle a Ana de la existencia de las otras sin que reprochara mi infidelidad esencial, sin que gritara, con esa pretensión imposible del amor, que sin embargo rige sus cuitas: "O eres mío o no lo eres, sólo mío y de nadie más." Siempre hay alguien más, pero el amor que nace, el amor que corta las aguas, no entiende de compartir sino de poseer. Hay que vivir toda la vida para entender que ese amor es imposible. No coincide ni puede coincidir con los hechos, y sin embargo es el único real, el único que, como dije, separa las aguas y funda el mundo amoroso. Las ganas de fundar un lugar aparte con sus propias reglas tiene como único mandamiento el que gritan desde el primer día los amantes primeros: "Quiero ser tuyo, quiero que seas mía." Ni más ni menos que eso: tener todo lo que eres, darte todo lo que soy. Es un asunto de tan alta como inútil filosofía, pero así es.
»No sé cómo seguir, una vez más he hablado demasiado. Supongo que ahora le toca hablar a usted. Le contaré en nuestro siguiente encuentro cómo decidí casarme y lo que de esa medida siguió. Dígame sólo una cosa, por curiosidad, ya que apenas me ha dejado ver sus preferencias en esta historia. De las mujeres que le he contado, ¿cuál le interesa más?»
– Ana Segovia -dije.
– La última en aparecer -registró Adriano-. Le interesa más el relato que las mujeres que lo forman. Tengo esa ventaja sobre usted: sé lo que sigue, aunque lo sepa a tientas. En compensación por esa ventaja, le prometo que voy a contárselo todo, sin guardarme nada, por la sencilla razón de que mientras se lo cuento a usted me lo voy contando a mí mismo. Yo también quiero recordar qué sigue.
En la siguiente comida, Adriano abrió el fuego apenas tomó asiento en nuestra mesa, antes de dar el segundo sorbo a su primera copa de vino, como si en efecto le urgiera su relato más que a mí. Lo agradecí enormemente, porque la historia de sus mujeres se me había ido volviendo un asunto neurótico, al punto de que sus interrupciones no me dejaban casi escuchar los otros temas de la charla. Era una música intrusa que abolía las otras aun si no estaba siendo tocada, sólo por la inquietud de saber que estaba ahí, lista para fluir en cualquier momento, detenida por el capricho o la indecisión del narrador, el cual, por ese solo motivo, aparecía ante mis ojos como un déspota o un abusivo o un avaro o un mentiroso o un sádico menor que especulaba a mis costillas con el encanto de su historia. Adriano siguió:
– Ana Segovia fue mi primera y única esposa. De habernos sostenido en aquella condición, hubiéramos cumplido cuarenta años de casados este año. Ana Segovia era una mujer hermosa. Regina y Carlota eran irresistibles a su manera: lánguida y misteriosa Regina, física y eléctrica Carlota, muy llamativas las dos, pero no hermosas como Ana. Aun en sus atuendos disminuidos de estudiante radical, Ana atraía las miradas hacia sus formas llenas y esbeltas a la vez, unas nalgas erguidas le salían sin un exceso de grasa de una cintura de niña, y aquellas piernas largas, de huesos fuertes y rectos, bien cubiertos por músculos redondos de piel fresca. Sus pies eran angostos pero de empeine alto, los talones eran fuertes y tersos, sin el asomo de un borde calloso, y los dedos de los pies largos, con las uñas rosadas, dando testimonio de que la sangre y la humedad no faltaban en la más ínfima de las ramificaciones de aquel cuerpo. Era un cuerpo sano, ligero como una gaviota, lleno de cavidades y ondulaciones inconscientes de su perfección. Ana era insensible a su belleza, del todo indiferente a ella, lo cual volvía su presencia arrolladora, casi demoníaca. Años después vi por algún azar médico la radiografía de su esqueleto. Era tan bella en cada hueso, tan perfecta en cada coyuntura, tan equilibrada en cada proporción, que parecía un dibujo de Leonardo, su cráneo sutil, su columna de alambre, sus brazos como filamentos, los huesos de sus caderas como una mariposa, los de sus piernas como de una garza. El lirismo siempre es inexacto y cursi, pero en el caso de Ana el lirismo era congénito a su cuerpo, a sus huesos, a la delicadeza y el poder de sus articulaciones. Era un cuerpo lírico, vestido o desnudo, de lejos o de cerca, por lo que ofrecía a los ojos y por lo que podían mirar los rayos equis.
«Había quedado de verla al mediodía de un martes. El lunes anterior dormí con Regina por quinta noche consecutiva. El sueño nos venció cuando amanecía y dormimos hasta muy tarde, tanto, que perdí una audiencia en tribunales. Apenas tuve tiempo de bañarme, dejar a Regina en su casa y correr a mi almuerzo esperado. Literalmente puede decirse que salí de los brazos de Regina rumbo a los de Ana Segovia, la cual, como he dicho, gustaba de cocinar porque odiaba los restaurantes. Vivía sola en un departamento que acababa de dejar habitable y al que le faltaba, según ella, la celebración del estreno. "Esto no es un departamento", me dijo al llegar. "Es el primer escalón de mi libertad. Cada objeto que hay aquí significa que mandé al carajo a mi familia y me conseguí mi lugar propio, donde hago lo que me da la gana. Por ejemplo invitar a comer a abogados de dudosa reputación. O sea, tú. Supongo que serás bastante alcohólico, pero sólo tengo una botella de vino y un poco de tequila." "Soy más alcohólico que eso", admití, "Si me lo permites, podemos remediar nuestra escasez con un telefonazo." "¿Con un telefonazo? Pues a ver", retó Ana, señalando el teléfono. Llamé a la tienda de ultramarinos donde compraban las dotaciones vinateras del despacho. Hacían entregas a domicilio y una de las sucursales quedaba cerca de la casa de Ana, en un barrio de calles empedradas y camellones de árboles centenarios del sur de la ciudad. Encargué una dotación adecuadamente snob de vinos franceses. Tardaron en llegar menos de lo que tardé en pedirlos. Cuando el dependiente entró con el paquete y yo puse la dotación sobre la mesa, Ana tuvo un ataque de risa y asombro, el estupor de quien se rinde ante el truco de un mago. El departamento era pequeñito, apenas podía caminarse sin tropezar con la mesa o con la cama, asunto del todo propicio a mis ilusiones. Puse las botellas en la cama porque no cabían en la mesa. Cuando las estaba poniendo sentí a Ana abrazarme por detrás como si yo fuera Santa Claus y ella la niña que agradecía los regalos de la Nochebuena. El símil no es gratuito. Lo que sucedió después fue digno, en efecto, de Santa Claus. Me refiero a que no hay constancia en ningún relato, antiguo o moderno, de que Santa Claus haya tenido alguna vez una erección, ni de que su figura generosa tenga nada que ver con esa otra forma de la satisfacción de los deseos que los clínicos llaman en sus manuales intercurso sexual. Supe que no iba a ser ese el caso apenas sentí el cuerpo de Ana, radiante de sus formas duras, estampado en mi espalda, como si mi propio cuerpo diera un paso atrás y todo yo me volviera de pronto un espectador frío de mí mismo, incapaz de tocar el exterior y cruzar la línea invisible del deseo. No conocía esa sensación ni había tenido esa experiencia. Ana empezó a besarme, pero sus besos, lejos de encenderme obraron el efecto de un empalago. Una cosquilla ocupó mi garganta y aplacó todavía más lo que debía levantarse. Siempre que pienso en aquella jornada con Ana pienso en la fecha fallida de la Revolución Mexicana, el día en que todos los ganosos del país debieron levantarse y nadie se levantó. La conciencia de lo que iba a suceder impidió multiplicada-mente que sucediera. Empecé a darme instrucciones de calma, consejos de paciencia, y a poner en juego las cosas que me encendían con Carlota o con Regina, pero ni el repertorio de mis mañas ni el de ellas fueron suficientes. Tampoco el de Ana Segovia, que consistía en abrirse sin reticencia a la inspección de mis manos. Nada produjo el alzamiento buscado, el alzamiento que yo hubiera deseado de las proporciones de una conflagración mundial.
«Recordé mis juegos adolescentes con Regina, cumplidos en todo salvo en la consumación, sólo que no era Ana, como antes Regina, quien me prohibía la entrada, sino mi propio cuerpo traidor, abstinente de sus deseos. Cuando Ana entendió lo que pasaba y lo que seguiría pasando, había obtenido ya varias cosas y estaba igualmente llena de mí, feliz con su abogado desnudo en la cama. "Así me gusta más", dijo al fin, jugando con mi inquilino dormido. "Humilde es como un conejito. Despierto será un abogado trapacero. Me gusta el conejito, cómo no", y siguió jugueteando con mi afrenta.
»A1 terminar la comida fui a refugiarme en los brazos de Carlota. Llegué como un damnificado, pero salí como un campeón con la corona reparada. "Lo que necesitas es un poco de mar", me dijo Ana Segovia por el teléfono, al día siguiente. "Yo sé de un lugar perfecto para eso. Te invito si quieres, pero tú pagas con tus ingresos de dudosa procedencia." Me llevó al mar entonces por primera vez. El mar era desde niña su pasión y su fantasía. Una pasión correspondida, porque el mar la mejoraba hasta la perfección, doraba su cuerpo, encendía su mirada, limpiaba sus malos humores. Fueron tres grandes días de mar y de Ana, una primera luna de miel. "Como todos los abogados mañosos, no mostraste tus cartas a la primera", dijo Ana aludiendo a mi desastroso debut y a la razonable segunda vuelta de nuestro contacto. Nada que ver con los incendios de Carlota o con las pertenencias melancólicas de Regina. En Ana había una naturalidad física que añadía transparencia y alegría al amor, aunque le quitara, lo entendí con el tiempo, perversión y misterio. La transparencia y la alegría eran mis necesidades entonces. Tenía urgencia de un amor abierto, sin las sombras de la clandestinidad de Carlota o el destino de amor irregular de Regina. Por una razón o la otra, con ambas era imposible constituir la pareja normal que yo buscaba, la pareja abierta, gozosa y rutinaria, quiero decir: gozosa de sus rutinas, rutinaria de sus goces.
»Decidí casarme con Ana Segovia y terminar con las otras. Me costó un año cumplir esa sencilla decisión. De Carlota no podía apartarme, como quien no puede apartarse del cigarrillo o el alcohol. Era mi placer y mi enfermedad, mi adicción y mi olvido. Con Regina parecía más fácil terminar, decirle, como ella me había dicho una vez, que las cosas habían cambiado y yo iba a tomar otro camino. Nuestra relación era estable en su estilo de rachas. Regina venía cuatro noches seguidas y se apartaba una semana, a veces dos. Su reaparición inesperada tenía el carácter de un inicio y hasta de una reconciliación. Por eso era difícil decirle, al final de esos reencuentros, que las cosas habían terminado: parecía un contrasentido reconciliarse y terminar. Mientras tanto, vivía mi fiesta aparte con Ana, me llenaba de ella y de una paz extraña, la extraña paz de la normalidad. En los valles de aquella paz, cuando todo parecía saciado y en orden, yo corría sin embargo en busca del frenesí de Carlota y me perdía en ella como el
goloso que rompe la dieta. Salía de los brazos de Carlota jurándome que había sido esa la última vez y vivía con esa cura dentro de mí, la cura de haberme hartado, hasta que la paz de Ana me regresaba al campo de batalla de Carlota. Pude terminar, sin embargo, con Carlota Besares. Fue en la época que gané mi primer pleito grande como abogado, el pleito que hizo mi fortuna y mi fama de conservador, de la que no me he repuesto, ni me repondré, aunque mi triunfo abogadil fuese en servicio de gente rica y gente pobre por igual. Le gané al gobierno una expropiación mal hecha de quinientas mil hectáreas de bosque en el occidente del país. La quinta parte de la expropiación era de una compañía canadiense, la cual desató el pleito y contrató mis servicios. El resto del bosque sustraído era de las comunidades lugareñas. La compañía recibió una indemnización cuantiosa y las comunidades recobraron sus tierras. Yo gané dos veces lo que había heredado y una campaña de prensa venida del gobierno, llamándome en dosis iguales reaccionario y lacayo de intereses extranjeros. Hace cuarenta años de aquello y sigo oyendo en periodistas y periódicos ecos de esa historia. La verdad es que el gobernador en funciones quería traficar los bosques con una empresa norteamericana, rival de la que yo defendí, y convenció al presidente de que expropiarlos era un asunto de utilidad pública y orgullo nacional. No era sino una aberración jurídica que la Suprema Corte reconoció en favor de mi cliente. Envalentonado por aquella victoria, como si su consumación sellara mi mayoría de edad, le conté a Carlota la situación con Ana, mis propósitos de fidelidad y matrimonio. Le conté aquellas cosas, que la excluían, como a una vieja amiga. Me dijo, como una vieja amiga, confiada en sus armas y en mis debilidades: "Irás y volverás. Sólo conserva esto en tu cabecita de marido fiel: de mí puedes ir y volver cuando quieras. Te has ganado ese privilegio, aunque me lo niegues a mí." Había pasado casi un año desde mi encuentro con Ana Segovia y hacíamos planes para nuestra boda. Luego de hablar con Carlota, me dispuse a hacerlo con Regina. Regina tenía conmigo una adicción pendular semejante a la que me ataba a Carlota: recaía a su pesar. Yo adivinaba en sus empeñosas ausencias que mi decisión de separarnos podía aliviarla de su propia duda. Un día, al final de una noche reincidente, mientras yo buscaba las palabras justas para anunciarle nuestra ruptura, ella las dijo sin cuidarse demasiado. Fue una repetición exacta de nuestra primera ruptura, ¿es decir, de mi primera pérdida de Regina. Me dijo que había encontrado a otro hombre y que no tenía dudas sobre su pertenencia a él. No quería herirme, dijo, pero añadió lo más doloroso: "Has sido siempre la antesala de mi dicha." Salió corriendo después tras el otro, como la primera vez, y como la primera vez su ausencia fue una pérdida monumental porque la había decidido ella, hiriendo mi vanidad, burlando la revancha aplazada de terminar las cosas yo. En cuestiones de amor alguien anda siempre corto y alguien largo. Aun cuando fuese yo quien quería separarme de Regina, ella era siempre la que andaba corta en nuestros amores y yo largo. Ella quería siempre menos y yo más, incluso en el momento en que iba a decirle que no quería seguir con ella. Incluso entonces, ella tuvo la opción de cancelar la herida que yo podía infligirle. Su decisión sepultó la mía y la puso de nuevo tan lejos de mi voluntad como había estado siempre. Apenas pude disfrazar los impactos depresivos de aquella ruptura. Como explicación de mi tristeza, inventé para consumo de Ana frustraciones historiográficas y derrotas profesionales. Todo fue tolerable, sin embargo, y la vida siguió.
»Al momento de casarnos, Ana Segovia era una muchacha fresca, historiadora sacrílega del arte, perfecta diría yo, sexual y doméstica, inagotable conversadora, inagotable contempladora. Estuvimos casados doce años, aunque sólo vivimos juntos ocho, los más apacibles y prolíficos de mi vida. Escribí entonces la tercera parte de los libros que he escrito, no los mejores pero sí los más fluidos y serenos en su elaboración. Un día enfermé. Fui al médico y decidieron que debían operarme. Dados los síntomas, dijeron, debía tener el estómago invadido de cáncer. Abrieron del esternón al ombligo: quince centímetros de herida. Pero no encontraron nada, salvo lo que yo tenía: aquel deseo bárbaro de enfermedad, nacido de la más saludable época de mi vida. Algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la trasgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco. La bestia cobra su revancha, mata lo sano para abrirse paso. Durante mis años de exigente fidelidad yo había reincidido en Carlota, tal como ella anticipó. Pero lo había hecho sin el gozo corsario de antes, con culpa de marido enamorado y fiel. Había obtenido de Carlota más burlas que placer y un castigo cuyos rigores había olvidado: la exhibición por ella misma de sus otros amores. Tenía un acompañante de planta, un bailarín que la llevaba de viaje en sus giras. Por su parte, Regina se había casado una segunda vez. Era tan feliz como yo, con la diferencia de que había sido prolífica en la misma época en que yo supe que no lo sería. Buscando reproducirme en Ana Segovia, supe por los doctores que era estéril. Fui infértil. La naturaleza decidió que algo en mí no debía reproducirse. Salvo Carlota, todas mis mujeres tuvieron hijos, algunas más desdichadamente que otras. Ya dije que Regina volvió a mí, luego del duelo por la muerte de su hijo niño. Se fue de mí por segunda vez rumbo a un hogar prolífico, semejante a su propia casa, llena de hijos. Durante los años que estuve casado con Ana Segovia, Regina parió en escalera con su nuevo marido, un hombre diáfano y próspero que la hizo feliz, la reparó con creces de su pérdida materna, le dio una buena vida y una casa abundante. Pero algo había melancólico y aventurero en ella; luego de consolarse con aquellas plenitudes, algún hueco se reabría en su ánimo y volvía a buscarme, nos teníamos otra vez, esporádicamente como antes, pero marcados, yo más que ella, por la culpa de nuestra propia imperfección como pareja de otros.
»Un día, al salir de casa rumbo al archivo, Ana me preguntó si vendría a comer para prepararme lo que me gustaba. Me han gustado siempre los hongos y en particular los huitlacoches. Le dije que me hiciera una sopa de huitlacoche y subí al tranvía. Me había retirado del despacho, dedicaba mi tiempo íntegramente a la historia y su enseñanza. Tenía tiempo y calma, las mejores cosas que hay que tener en la vida, aunque se viva poco y la vida transcurra a toda prisa. La ciudad de entonces ayudaba a estas cosas, que hoy se antojan imposibles. Entonces la vida de uno cambiaba literalmente durante un viaje en tranvía. Yo iba irritado aquella mañana, durante todo el viaje en tranvía, con el recuerdo de los huitlacoches y la solicitud de Ana, mi maravillosa primera mujer. Cuando llegué al centro, al Archivo de la Nación, que estaba entonces en la planta más miserable de Palacio Nacional, el mismo lugar donde había conocido a Ana años atrás, decidí que debía separarme de esa felicidad de tiempo completo que fue mi único matrimonio. Tardé meses todavía en separarme y aquella tardanza cobró sus réditos. Me separé de Ana odiándola, sintiendo vergüenza de haber vivido con ella. Como si otro, un ser despreciable, ciego o tonto la hubiera tenido, y no yo. La borré por completo de mi vida, de mi memoria, hasta de mi odio. Y acaso de ese odio vino la historia de mi cuarta mujer que le contaré otro día, porque una vez más he hablado mucho. Usted debe volver al periódico y yo a mis libros.»
– Debo detenerme un poco en los años que viví con Ana -pidió Adriano al mediar nuestra siguiente comida, cuando reanudó su narración-. Fueron años de consolidación profesional. En esos años gané más de lo que debía ganar como abogado litigante hasta formar un patrimonio considerablemente superior al que recibí de mis padres. No deja de ser extraño que en un país donde la ley está sujeta a todo género de manipulaciones, pueda ganarse una fortuna como abogado apegándose estrictamente a la ley, a la exigencia rigurosa de su cumplimiento. Cuando juzgué que había ganado suficiente, empecé a ejercer la abogacía por un criterio, digamos, de extranjería. O, si usted lo prefiere, de extravagancia. Sólo asumí casos que era difícil o imposible ganar, en particular los que tenían que ver con procedimientos leoninos del Estado. Por ejemplo, la constitución exige a los patrones que den segundad médica a sus trabajadores. Como tantas cosas utópicas de nuestra constitución, esa era también letra muerta. El gobierno creó entonces una red de hospitales de seguridad social cuyo reglamento estableció que debían afiliarse a ella obligatoriamente todos los trabajadores y las empresas que los emplean. Pero el mandato constitucional no era de afiliación forzosa a una red de seguridad social del gobierno, según un reglamento monopólico y leonino, sino que cada centro de trabajo diera seguridad a sus empleados, por los medios que fuera. Tardé doce años en que la Suprema Corte aceptara que la obligación constitucional debía cumplirse por cualquier medio y no, obligatoriamente, por el ingreso a la red de hospitales del gobierno. Litigando ese pleito al primer año de casado, conocí en los tribunales a María Angélica Navarro. Era abogada como yo, litigaba unos enredados pleitos de sucesión y propiedad. Era también historiadora o empezaba a serlo, pero eso no lo supe sino tiempo después, cuando me topé en mis indagaciones con una monografía suya de aquel tiempo, tan desconocida como fundadora, sobre las divisiones territoriales del país. Era una joya de humor y erudición sobre los sucesivos caprichos que habían puesto fronteras a través de los siglos a nuestras enconadas patrias chicas. El estado donde yo nací, por ejemplo, en el norte de México, al que me sentía pertenecer como a una entidad subsistente, casi eterna, había sido constituido en sus linderos por la discordia de un virrey novo hispano con un gremio de comerciantes locales a los que les trazó una frontera artificial para obligarlos a pagar una alcabala, un impuesto territorial de la época. De aquella arbitrariedad venía el perímetro de mi estado, querido para mí como una foto vieja de familia.
«María Angélica era morena y basta de facciones, tenía la nariz abollada, los labios finos, los pelos descuidados un tanto varonilmente, lo mismo que el atuendo. Me abordó al salir del juzgado. "Tú no me conoces, pero yo a ti sí porque soy amiga de Ana, tu mujer." No había escuchado de Ana una palabra de su amiga, ni la había visto jamás por la casa. Cuando le pregunté, Ana me dio una explicación notable. Dijo: "No sabes nada de María Angélica Navarro porque es la mujer ideal para ti. No quiero que te cruces con ella, porque si la conoces vas a terminar envuelto en sus redes. Esas redes ni siquiera están tendidas para ti, simplemente son las que te acomodan, y como los hombres son antes que nada unos comodinos, caerás tarde o temprano en las redes de mi amiga María Angélica. Tiene todo lo que tú necesitas. De modo que te prohíbo todo trato con María Angélica Navarro, mi amiga del alma. Ella sería incapaz de hacerme una guarrada y tú también. Pero los dos son abogados y no es cosa de sus voluntades de ustedes, sino de que están hechos uno para el otro y no me da la gana de que lo descubran nunca, al menos no por mi conducto." "¿Tú te has fijado bien lo fea que es tu amiga?", pregunté. "Fea, de ningún modo", respondió Ana. "A lo mejor mal envuelta y mal peinada. Tiene unas piernas de campeonato y una cara de pervertida francesa que ha vuelto loco a más de uno. A su paso, te lo digo, van cayendo los galanes. Y cuando habla, brilla." "Quiero decir fea comparada contigo", precisé. "Yo no me comparo con María Angélica en nada porque, salvo en eso que tú dices, salgo perdiendo en todo lo demás. Y no me pidas que la invite a cenar, porque eso ya será la prueba de que te hizo mella." "Invítala a cenar", le dije. "Tengo un candidato perfecto para ella". "¿Quieres jugar al casamentero de María Angélica Navarro?" "No. Quiero casar a Matute, mi asistente, al que le urge pacificarse o terminará alcohólico." Matute era mi asistente en la Universidad, un académico talentoso, seis años menor que yo, cuyo único límite era su vida solitaria y loca. Se la había ordenado por dos años una muchacha inglesa que lo acogió de planta en su departamento mientras hizo sus investigaciones en México. Matute floreció en el amor y el orden, pero cuando su mujer volvió a Inglaterra no se decidió a seguirla y volvió a la soledad y al desorden, con dosis crecientes de alcohol. "Necesito una mujer que vuelva a ordenarme la vida", me había dicho en aquellos días. "No puedo solo." Necesitaba en efecto una amante, una mamá y un policía. La posibilidad de juntarlos con ánimo casamentero le pareció divertida a Ana. Tuvimos buena mano. Cenaron en la casa, se divirtieron uno al otro, siguieron viéndose y al poco tiempo casaron. Fuimos testigos de su boda. Tuvieron dos hijos. Fuimos padrinos del primero. Matute dejó la Universidad al poco tiempo, en busca de mejores ingresos. Yo invité a María Angélica para que ocupara su lugar, lo cual dio inicio formal a nuestra colaboración académica y a nuestra frecuentación diaria. El amor nace del primer contacto o de la mucha frecuentación. Puede ser hijo de la chispa tanto como de la rutina. Mucho estar juntos abre tantas puertas como el primer contacto. Matute prosperó meteóricamente y su prosperidad lo indujo a cambiar de vida. Por la época en que yo fui hospitalizado en busca de aquel cáncer imaginario, Matute abandonó la casa de María Angélica, y María Angélica buscó refugio en nosotros. Penaba más por los niños que por ella, según dijo, porque Matute había sido un buen hombre pero no la pasión de su vida. Cuando me separé de Ana, María Angélica acudió en auxilio sentimental de su amiga, pero vino también a consolarme a mí. Me consoló multiplicando nuestro trabajo.
»Con cada una de mis mujeres escribí al menos un libro. Aburrí largamente a Carlota leyéndole la crónica de Bernal según mi restitución paleográfica y ofreciéndole mis comentarios cada vez que algo no le quedaba claro, del texto o de sus implicaciones. Alguien ha dicho que el espíritu de los tiempos es invisible para sus contemporáneos. Los contemporáneos están inmersos de tal modo en sus costumbres que no alcanzan a distinguir su historicidad. Les parece normal todo lo que les rodea, como si hubiera existido siempre. Lo mismo sucede con la historia antigua: hay que descifrar los valores implícitos que nadie menciona, que todos comparten, los supuestos invisibles de la época. Durante mis ocho años de matrimonio con Ana escribí muchos libros, la mitad de ellos en colaboración con María Angélica. Acaso el mejor de todos ellos sea el de la política del lenguaje del imperio español en América, la historia de la implantación del castellano en el Nuevo Mundo. Cuando me separé de Ana, sin embargo, al cumplir cuarenta y un años, emprendí con María Angélica el mayor de mis libros, mi alegato sobre las costumbres políticas del país y su larga supervivencia colonial. Ese es el libro que hice con María Angélica Navarro, como consta en la dedicatoria y en el prólogo. Ese es el libro que abrió nuestro amor.
»Mi ruptura con Ana Segovia fue traumática porque fue repentina. De un día para otro decidí romper, como en un guiso que pasa súbitamente de lo cocido a lo quemado. Descubrí después, leyendo manuales sobre las crisis de la mediana edad, que aquella ruptura insólita está lejos de ser original. Se repite, con variantes menores, en una increíble cantidad de casos, lo mismo que las personas que salen un día de casa y no vuelven más, los radicales que se vuelven conservadores y los heterosexuales que asumen su condición homosexual. El hecho es que un día, al terminar nuestro almuerzo, le dije a Ana Segovia que iba a irme de la casa esa misma tarde. Por la noche estaba metiendo mis cosas en un hotel viejo del centro de la ciudad. Siempre me ha fascinado el centro colonial de la ciudad, pese a su desarreglo y a sus malos olores de ciudad vieja, con drenajes podridos por el tiempo. Incluso esos olores me entusiasman, son prueba tangible de que el tiempo ha transcurrido ahí, puede olerse su materia corruptible, propiamente humana, que no se ha evaporado del todo como en el Coliseo o en las pirámides mayas. Lo vivido tiene ahí una densidad física, igual en las calles que en los viejos palacios ennegrecidos o en los vecindarios descascarados por cuyas paredes escurren aguas y miasmas. No importa, yo siento tras todo eso la evidencia de la historia, la prueba de que no he invertido mis años en la averiguación de un mundo imaginario sino en algo que existió y que una mirada atenta puede recobrar de la muerte. Voy por esas calles del centro acompañado de lo que he leído sobre aquellas épocas, como en medio de un cortejo de sombras, lleno de murmullos como si me hablaran los fantasmas, los espíritus de otro tiempo, el tiempo mismo. El hecho es que cambié la cercanía conyugal de Ana por esa compañía tumultuosa. La dejé viviendo en mi casa del sur, que luego le heredé, y me fui a pasear al tiempo detenido del centro. Ana tardó años en aceptar y más años en entender mi decisión. Como le he dicho, nuestra vida transcurría en una placidez de remanso, agitado sólo por el espíritu festivo y los raptos iconoclastas de Ana, aquellos que habían sido mi fascinación y ahora eran mi tedio. Nada visible turbaba la superficie de aquella tranquilidad. Ana creyó al principio que mi partida era un malentendido o una broma. Las primeras embajadas de María Angélica en nombre de Ana fueron para transmitirme sus peticiones de que suspendiera el juego, recapacitara y volviera a casa. Como casi siempre que la ansiedad o la adrenalina saltaban sus niveles habituales, yo había recaído en Carlota. Su frecuentación era un bálsamo pero también un tóxico, aguzaba la urgencia de mis deseos y la desfachatez de mis atrevimientos. Era diez años mayor que yo, de modo que para el momento en que me separé de Ana, Carlota había cruzado los cincuenta. La familiaridad activa de su cuerpo, sin embargo, el pulso eléctrico de sus amores me rejuveneció en aquellos tiempos como una transfusión. Puso en mí un vapor de omnipotencia, cierta alegría gratuita, cierto descaro para vivir, pensar, actuar. Regresé una noche a mi hotel con esos ánimos altos. María Angélica esperaba en el lobby para repetirme las peticiones de Ana. Al final de uno de sus parlamentos, mientras tomábamos un gin amp;tonic en el bar, la miré fijamente y salté la cerca. "Te he dicho ya que no quiero volver. Te pregunto: ¿tú quieres que yo vuelva con Ana?" María Angélica era una mujer morena, tenía un rostro de cierta dureza impasible. La vi sonrojarse como si fuera albina y bajar los ojos con pena de monja. Aun así, cuando levantó la cabeza para mirarme, el sonrojo y la pena se habían ido. Me encaró con una mirada clara en la que había liberación y alivio, si no es que llanamente felicidad. "No", dijo. "No quiero que regreses con Ana." Se acercó entonces a mi asiento y me besó en la boca. Todavía recuerdo la humedad de sus labios, unos labios finos que me envolvieron al besarme con una succión perfecta, sellando toda fuga de aire, abriendo un conducto hermético y total hacia ella donde bailaba de cuando en cuando, como en una escala de Mozart, su lengua rápida y juguetona. La idea de que los hombres conquistan a las mujeres es, por lo menos, una simplificación. Algunos sí, desde luego, pero la mayoría somos conquistados, elegidos por las mujeres. Para halagarme, pero con el fondo de verdad que había en todas sus cosas, María Angélica me dijo aquella noche que había decidido enredarse conmigo desde el día en que me conoció. No había hecho otra cosa, pienso ahora, que construir con toda paciencia, no digo premeditación, el terreno de nuestro encuentro. Luego de besarnos en el bar, me dijo: "Tú entiendes que esto no puede empezar en estos días, durante la convalecencia de Ana por tu partida. ¿Entiendes que debemos esperar?" "Entiendo", le dije, pensando que el siguiente gin amp;tonic cambiaría la posición. Pero no cambió. "Tengo vergüenza y culpa", me dijo María Angélica al despedirse. "Y estoy llena de dicha. ¿Alguien puede entender a las mujeres? ¿Con qué cara voy a mostrármele a Ana diciéndole que estoy feliz porque me quiero quedar con su marido?" "¿Te quieres quedar con el marido de Ana? Yo ya no soy su marido", recordé. "Lo eres legal y moralmente", dijo María Angélica. "No puedes ser tan duro con Ana. No ha hecho sino vivir para ti." "Nadie vive para otro", dije con súbito encono, el encono, supongo, de quien quiere enterrar su culpa. "Nadie redime a otro, nadie le debe a otro la vida ni la infelicidad. Y nadie tiene derecho a exigir de otro un pago por los esfuerzos que hizo en su favor. Pero no es eso lo que te estoy preguntando. Mi pregunta fue si te quieres quedar conmigo." "Quiero", dijo. "Pero la culpa traba mis ganas." "O tienes mucha culpa o tienes pocas ganas", dije yo. "Pocas ganas, no", dijo ella con su mirada de morena desvelada dispuesta a todas las caídas. Seguí ese camino argumental que parecía prometedor, pero no pude convencerla de que se quedara.
«Entendí, al paso de los días, que María Angélica guardaba la cara frente a sí misma y frente a mí, más que frente a Ana. En materia de afectos las mujeres son más implacables que los hombres, quieren lo que quieren y avanzan hacia eso con claridad. Aunque guarden las formas y hagan vericuetos, en su corazón hay menos dudas que en el nuestro. El hecho es que María Angélica no entró amorosamente a mi vida sino hasta que mi ruptura con Ana adquirió la forma de una demanda de divorcio. Le cedí la casa a Ana, más una cantidad suficiente para garantizar su estabilidad económica, pero reservé para mí la biblioteca, que había ido comprando libro a libro, incluido algún incunable y algún códice raro. Al momento de separarme, Ana tenía treinta y tres años. Salpicada por el dolor de nuestra separación, estaba en el cenit de su belleza. Podía apreciar eso, verla brillar incluso en el mal humor de nuestras juntas de avenencia para el divorcio, y al mismo tiempo no sólo no tenía un impulso de atracción hacia ella sino cierta alergia, que con el tiempo se volvió ojeriza. La primera audiencia de aquellos protocolos liberó a María Angélica de sus compromisos sentimentales. Como buena abogada, tenía algo de rigidez formal en su espíritu y algo también de litigante obsesiva, dispuesta a limpiar hasta el final un expediente manchado por su negligencia. Cumplidos los trámites, que tardaron unos meses, María Angélica se me dio finalmente con una intensidad de nuevo amor que no había pasado por mí en los últimos años. Había gozado hasta extenuar la belleza de Ana Segovia y frecuentado los brazos siempre intensos de Carlota Besares. En aquellos años de matrimonio apacible, que coincidieron con los prolíficos del suyo, Regina Grediaga había hecho sus escapadas en mi busca. Yo la había acogido sin titubear, como se recoge a una amiga de infancia o a una camarada de juergas olvidadas. Aquellas reincidencias eran novedades amorosas relativas, no propiamente aventuras nuevas. No tengo queja de la novedad sucesiva de mis mujeres.
Salvo con Ana, la rutina no gastó nunca nuestros amores ni empañó el brillo de encontrarnos cada vez con la urgencia de los amantes iniciales. Eso puedo decir: salvo las excepciones inevitables, siempre fui a las mujeres que hicieron mi vida como a una fiesta, nunca por obligación o rutina. Eso puedo decir sin alardear: he frecuentado menos lechos que otros, soy dueño de una estadística comparativamente exigua pero cuyos altos registros amorosos presumo difíciles de alcanzar.
»Para mudar mi biblioteca de casa de Ana, compré una casona en el barrio que los ricos de fin del siglo XIX desarrollaron a cuenta de sus ilusiones arquitectónicas francesas, deudoras de la nostalgia de París y la ambición de lujo cosmopolita en una sociedad provinciana de rentas rurales. Las casas que se construyeron bajo el molde de aquella ilusión fueron sin embargo memorables y, cuando yo compré, baratas. Los nuevos arribistas cosechamos aquellas glorias por pocos centavos. La mía fue una casa de tres plantas frente a una plazoleta que tenía en el centro una reproducción del David de Miguel Ángel. La casa estaba a unas calles del departamento, también señorial, frente a otro parque, donde vivía María Angélica con sus hijos, a quienes Matute, mi exayudante, aportaba una pensión generosa. Cuando empezaron nuestros amores, el hijo varón de María Angélica, mi ahijado, iba a dejar de ser niño, empezaba a ser mi pequeño rival por su madre. La niña, de seis años, fue mi adoración o mi muñeca, como usted prefiera. Los hombres jugamos a las muñecas con nuestras hijas, del mismo modo que ellas juegan a tener una familia adulta con sus muñecas. Cada quien vivió en su lugar, no quise reincidir en la vida conyugal de la que venía corriendo. María Angélica había visto el alto precio de la situación y no alcanzó siquiera a proponerla como posibilidad. Gocé aquella nueva soltería como un perro doméstico soltado en el prado libre. Descubrí al paso de mis días la cantidad de mañas placenteras que había ido quitando de mi vida diaria, mañas difíciles de compartir que necesitan anuencia de la pareja y son la dicha autárquica del solitario. Por ejemplo, leer, tomar café y fumar en la cama antes de levantarme; en días de asueto, no salir de aquel reino perezoso, propicio a la inspiración, pedagógico sobre la índole ociosa, fundamentalmente inútil de la vida.
»No tuve con ninguna de mis mujeres un arreglo tan funcional como el que rigió mis tratos con María Angélica. Ana había tenido razón, su amiga era en muchos sentidos la mujer ideal para mí. Me acompañó intelectualmente como ninguna de las otras, fue como nadie exigente testigo del desarrollo de mis libros, y yo de los suyos. Era diligente como investigadora donde yo era perezoso, cuidadosa de los detalles donde yo me perdía en generalizaciones, manejaba mi vida sin proponérselo y era mi pareja sin abrumarme. Era la antípoda de Ana, no había en ella nada externo que brillara de un modo natural o involuntario. Como en las buenas vetas de las grandes minas, había que cavar bajo su apariencia, penetrar la superficie para encontrar las riquezas. Por ejemplo, era infinitamente mejor desnuda que vestida. Leyendo alguna diatriba de Hamlet contra las mujeres que reciben una cara de la naturaleza y se hacen otra con afeites y artificios, María Angélica había decidido desde muy joven ostentar una pobre indumentaria, ocultarse bajo ropas flojas y zapatones desangelados, llevar el pelo al aire tal como brotaba de su cabeza redonda, sin someterlo a peine o peluqueros salvo cuando la proliferación selvática de la cabellera empezaba a atraer las miradas, justamente lo que su cuidado desaliño quería evitar. No obstante, apenas se pasaba la barrera franciscana de su facha, aparecía una mujer sorprendente de lujos físicos. Bajo los gruesos lentes de carey, capaces de afear cualquier rostro, una mirada atenta descubría de inmediato dos ojos grandes, de un extraño color agrisado que sólo encendía sus tonos invitadores a la luz del día. Bajo los frecuentes vestidos sin talle, de tirantes y petos de uniforme escolar, había dos pechos grandes y un talle esbelto avaramente escondido por los atuendos de monja. Bajo las faldas amplias que se empeñaban en no entallar las formas, había una abundancia de escultura griega, con lo que quiero sugerir aquellas redondeces que la tiranía de la flacura andrógina ha separado del gusto moderno. Supe de aquellos tesoros ocultos la noche que celebramos el fin de mi libro sobre las inercias políticas coloniales del país. Había tardado cuatro años en dar a luz un librito de escasas ciento cincuenta páginas donde había destilado lecturas enciclopédicas y una visión original, creo, la única que pude tener en el curso de una vida que ha producido demasiados libros. Sólo ese, sin embargo, el de las inercias en la historia y en nuestra historia, acaso merezca perdurar por su enjundia juvenil y su serenidad adulta, por su elegancia enciclopédica y su nitidez analítica, aunque no por su estilo, pienso, que hubiera podido ser más diáfano, menos filosófico. Quizá valoro de más aquel libro por el hecho de que su terminación quedó unido a la memoria de mi primera noche tumultuosa con María Angélica Navarro. Brindamos en mi casa a solas el día que llegaron los primeros ejemplares de la imprenta, disfrutamos ahí mismo de una cena que, como era mi manía, mandé pedir de un restaurante amigable. Luego vino la noche, que fue nuestro día, el mejor de todos los que tuvimos juntos, tal como resplandece todavía hoy en mi memoria.
»En los meses de mi trámite de divorcio, mi vida se había complicado, como dije, por mi regreso a Carlota y por las escapadas de Regina Grediaga que venía a mí huyendo de su mundo doméstico. Regina combatía con nuestros encuentros rejuvenecedores, las primeras evidencias de su edad delgada, elegante, pálida, en cierto modo intemporal, marcada siempre por sus modos de muchacha. Pero había incurrido ya en su primera cirugía para desvanecer arrugas en los párpados y suavizar la línea, muy tenue pero insoportable para ella, que caía del pie de las aletillas de la nariz a la comisura rosada de sus labios. Habíamos encontrado al fin la confianza de los amantes habituales sin habernos vuelto habituales. Sus reapariciones no tenían otra regularidad que la de sus deseos, a veces menos que eso, el solo gusto de vernos y hablar, o el morbo de que le contara los entretelones de alguna trifulca cultural o alguna polémica periodística que, contra mi deseo o mi propósito explícito, han llamado sin embargo, año tras año, mi atención. La irregularidad de las apariciones de Regina con su aura de fetiche de la adolescencia, mantenía intacta mi atracción por ella, lejos del hartazgo, el desamor o el tedio. Por aquellos tiempos Carlota me anunció que viviría un año en Suiza bajo lo que ahora sé fue el intento de fincarse como pareja con un pretendiente austriaco, mayor que ella. Decidí entonces suspender su búsqueda y rehusarme también a las solicitaciones de Regina para concentrar mis afanes en María Angélica, la mujer con quien había trabajado hombro a hombro durante casi ocho años y a la que descubría apenas en toda la plenitud de sus encantos. Fuimos felices y fieles, independientes y autónomos. Tanto, que me es difícil concebir ahora cómo aquel acuerdo culminante de mi vida amorosa desembocó en la fiesta abierta que siguió. Era un hombre feliz, saciado física y mentalmente. La fiesta sin embargo vino a mí con el poder incontestable del azar, que es el sentido mismo de la vida.»Pero eso quiero contárselo después, porque es un asunto largo. Ahora quisiera escuchar de usted algo sobre las cosas del día.»
Le hablé del informe publicado esa semana que atribuía la muerte de un candidato presidencial a la acción de un asesino solitario.