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Publio Clodio
El problema con Publio Clodio no era la falta de buena cuna, inteligencia, capacidad, o dinero, sino la falta de orientación, tanto en el sentido de adónde quería ir como en el sentido de que no tenía una firme guía por parte de sus mayores. El instinto le decía que había nacido para ser diferente, pero aquel pensamiento no era una novedad en alguien que provenía de los Claudios patricios. Si de algún clan romano podía decirse que estaba lleno de individualistas, ése era el de los Claudios patricios. Extraño, teniendo en cuenta que de todas las Familias Famosas patricias, la Claudia era la más joven, al haber aparecido casi en la misma época en que el rey Tarquinio el Soberbio fue depuesto por Lucio Junio Bruto y comenzó la era de la República. Desde luego, los Claudios eran sabinos, y los sabinos eran fieros, orgullosos, independientes, indómitos y guerreros; por fuerza tenían que serlo, porque procedían de los Apeninos, al norte y al este del Lacio romano, una zona cruelmente montañosa cuyas bolsas de bondad eran pocas y alejadas unas de otras.
El padre de Clodio había sido aquel Apio Claudio Pulcher que nunca logró recuperar la fortuna de su familia después de que su sobrino, el censor Filipo, lo arrojó del Senado y le confiscó todas las propiedades como castigo por su testaruda lealtad al exiliado Sila. Su madre, la impresionantemente noble Cecilia Metela Baleárica, había muerto al darlo a luz a él, el sexto hijo en seis años: tres varones y tres hembras. Las vicisitudes de la guerra y el hecho de que siempre se encontrase en los lugares y en los momentos inoportunos habían hecho que Apio Claudio senior nunca estuviera en casa, y eso a su vez había hecho que el hermano mayor de Clodio, Apio Claudio junior, fuera normalmente la única voz de autoridad que había a mano. Aunque los cinco hermanos que tenía a su cargo eran todos turbulentos, tercos y llenos de cierto afán de causar estragos, el pequeño Publio era el peor de todos. De haber probado una muestra de disciplina, que era inexistente, quizás Publio habría estado menos sujeto a los caprichos que dominaron su infancia; pero como los cinco hermanos mayores lo mimaban de un modo atroz, él hacía exactamente lo que le venía en gana, y a muy temprana edad estaba ya convencido de que de todos los Claudios que habían existido, él era el único diferente.
Aproximadamente en el tiempo en que su padre murió en Macedonia, le dijo al hermano mayor, Apio, que en el futuro él escribiría su nombre a la manera popular, Clodio, y que no utilizaría el cognomen de la familia, que era Pulcher. Pulcher significaba hermoso, y era cierto que la mayoría de los Claudio Pulcher eran apuestos y hermosos; el poseedor original del apodo, sin embargo, lo había recibido porque su aspecto era singularmente opuesto a lo hermoso. «¡Qué hermosura!», decía de él la gente. Y con Pulcher se quedó.
Naturalmente, a Publio Clodio se le había permitido popularizar la nueva ortografía de su nombre; ya se había sentado el precedente con sus tres hermanas, la mayor de las cuales era conocida por Claudia la mediana por Clodia y la mas joven por Clodilla. El hermano mayor, Apio, sentía tanta adoración por sus hermanos que nunca podía resistirse a concederle a ninguno de ellos cualquier cosa que quisieran. Por ejemplo, si el adolescente Publio Clodio quería dormir con Clodia y Clodilla porque tenía pesadillas, ¿por qué no permitírselo? ¡Pobrecillos, sin padre y sin madre! Apio, el hermano mayor, se compadecía de ellos. Hecho del cual el hermano pequeño, Publio Clodio, era muy consciente, y del que se aprovechaba sin piedad.
Aproximadamente en la época en que Publio Clodio vistió la toga virilis y se hizo hombre oficialmente, el hermano mayor Apio había reparado con brillantez la ruinosa fortuna familiar al casarse con la solterona señora Servilia Cnea; ella había cuidado a otros seis huérfanos nobles, los pertenecientes a las casas de la familia de los Servilio Cepión, Livio Druso y Porcio Catón. La dote que poseía era tan inmensa como su falta de belleza. Pero tenían en común el cuidado de huérfanos, y ella resultó ser muy conveniente para el sentimental hermano mayor, Apio, que con presteza se enamoró de su esposa de treinta y dos años -él tenía veintiuno-, se asentó en una vida de enamorado contento y engendró hijos a una media de uno por año, reviviendo así la tradición de los Claudios.
El hermano mayor, Apio, también había conseguido colocar extremadamente bien a sus tres hermanas sin dote; Claudia fue destinada a Quinto Marcio Rex, que pronto sería cónsul; Clodia, a su primo carnal, Quinto Cecilio Metelo Celer -que era también hermanastro de la esposa de Pompeyo, Mucia Tercia-; y Clodilla, al gran Lúculo, que le triplicaba la edad. Tres hombres enormemente acaudalados y prestigiosos, dos de los cuales tenían edad suficiente para haber cimentado el poder familiar; y luego estaba Celer; que no necesitaba hacerlo porque era el nieto mayor de Metelo Baleárico, y nieto del distinguido Craso el Orador. Todo lo cual había tenido particularmente buenos resultados para el joven Publio Clodio, pues Rex no había logrado engendrar un hijo varón en Claudia, ni siquiera al cabo de varios años de matrimonio; por ello Publio Clodio esperaba convertirse en el heredero de Rex. A la edad de dieciséis años Publio Clodio se esforzó por ganarse el tirocinium fori y llevar a cabo el aprendizaje de abogado y político aspirante en el Foro Romano; luego pasó un año en las plazas de armas de Capua jugando a los soldados, y regresó a la vida del Foro a los dieciocho años. Como se sentía pletórico y lleno de vida, y era consciente de que las muchachas lo encontraban extremadamente atractivo, Clodio buscó una conquista femenina que encajase con la idea que tenía de sí mismo como alguien especial, idea que iba en aumento a pasos agigantados. Así concibió una pasión por Fabia, que era una virgen vestal. Poner los ojos en una vestal era algo que estaba muy mal visto, y ésa era precisamente la clase de aventura que Clodio quería. En la castidad de cada vestal residía la suerte de Roma; la mayoría de los hombres retrocedían horrorizados ante la idea de seducir a una vestal. Pero Publio Clodio no.
Nadie pedía ni esperaba que las vírgenes vestales llevaran una vida de clausura. Se les permitía salir a fiestas siempre y cuando el pontífice máximo y la vestal jefe dieran su aprobación al lugar de reunión y a la compañía, y asistían a todos los banquetes sacerdotales como iguales a los sacerdotes y augures. Se les permitía tener visitantes masculinos en las partes públicas de la domus publica, la casa propiedad del Estado que ellas compartían con el pontífice máximo, aunque se requería la presencia de alguien que hiciese de carabina. Las vestales tampoco eran pobres precisamente. Era una gran cosa para una familia tener en sus filas a una vestal, así que aquellas familias que no necesitaban a las muchachas para cimentar alianzas mediante el matrimonio las entregaban al Estado como vestales. La mayoría llegaba con excelentes dotes; pero si no disponían de dinero, el propio Estado se hacía cargo de la dote.
Fabia, que también contaba dieciocho años de edad, era hermosa, de carácter dulce, alegre y sólo un poco estúpida. El blanco perfecto para Publio Clodio, a quien le entusiasmaba hacer travesuras de las que hacen que la gente se ponga muy rígida con ofendida desaprobación. ¡Cortejar a una vestal era una enorme travesura! No es que Clodio tuviera intención de desflorar de hecho a Fabia, porque eso tendría repercusiones legales en las que estaba en juego su propio y muy querido pellejo. En realidad lo único que quería era ver a Fabia consumiéndose de amor y deseo hacia él.
El problema empezó cuando descubrió que tenía un rival por el afecto de Fabia: Lucio Sergio Catilina. Alto, moreno, apuesto, gallardo, encantador… y peligroso. Los encantos de Clodio eran considerables, pero no alcanzaban el mismo nivel que los de Catilina; por una parte carecía de aquella estatura y aquel físico imponentes, y tampoco irradiaba un poder amenazador. Oh, sí, Catilina era un rival formidable. Corrían muchos rumores sobre su persona, rumores nunca probados, rumores atractivos y malignos. Todo el mundo sabía que había hecho su fortuna durante las proscripciones de Sila, condenando no sólo a su cuñado -que fue ejecutado-, sino también a su hermano -que fue desterrado-. Se decía que había asesinado a su esposa de aquel tiempo, aunque si lo había hecho, nadie intentó nunca hacerle responsable del crimen. Y, lo peor de todo, se decía que había asesinado a su propio hijo cuando su actual esposa, la bella y acaudalada Orestila, se negaba a casarse con un hombre que ya tenía un hijo. Que el hijo de Catilina había muerto y que luego Catilina se había casado con Orestila era algo que todos sabían. Pero, ¿había asesinado él al pobre muchacho? Nadie podía decirlo con certeza. La falta de confirmación, sin embargo, no impedía que hubiera muchas especulaciones.
Probablemente había motivos parecidos detrás del asedio a Fabia por parte de Catilina y de Clodio. A ambos hombres les gustaba hacer maldades, retorcerle la remilgada nariz a Roma, provocar el furor. Pero en el hombre de mundo de treinta y cuatro años que era Catilina y el inexperto Clodio, de dieciocho, radicaba el éxito del uno y el fracaso del otro. No es que Catilina le hubiera puesto asedio al himen de Fabia; aquella reverenciada membrana permanecía intacta, y por tanto Fabia continuaba siendo técnicamente casta. Sin embargo, la pobre muchacha se había enamorado locamente de Catilina, y le había entregado todo lo demás. Al fin y al cabo, ¿qué había de malo en unos cuantos besos, en descubrirse los pechos para recibir unos cuantos besos más, incluso en la aplicación de un dedo o de la lengua en sus deliciosamente sensibles partes pudendas? Mientras Catilina le susurraba al oído, a ella le parecía que aquello era algo bastante inocente, y el éxtasis resultante una cosa que ella guardaría como un tesoro durante todo el tiempo que había de servir como vestal, e incluso después.
La vestal jefe era Perpenia, que por desgracia no era una rectora estricta. Y además el pontífice máximo, Metelo Pío, no residía en Roma, ya que se dedicaba a hacer la guerra contra Sertorio en Hispania. La segunda vestal en importancia era Fonteya, después de ella iba Licinia, de veintiocho años, luego Fabia, de dieciocho, seguida de Arruntia y Popilia, ambas de diecisiete. Perpenia y Fonteya eran casi de la misma edad, alrededor de los treinta y dos, y estaban deseando retirarse en los próximos cinco años. Por ello lo más importante que las dos vestales mayores tenían en mente era el retiro, el descenso del valor del sestercio y la consiguiente preocupación por si lo que habían sido sabrosas fortunas les servirían de consuelo en la vejez; ninguna de las dos mujeres consideraba la posibilidad de casarse después de cumplirse su servicio como vestales, aunque el matrimonio no le estaba prohibido a ninguna mujer que hubiese sido vestal, sólo se consideraba que traía mala suerte.
Y ahí fue donde entró en escena Licinia. Era, de las seis, la tercera en edad, la mejor situada económicamente y, aunque estaba emparentada más de cerca con Licinio Murena que con Marco Licinio Craso, el gran plutócrata, no obstante éste era primo y amigo suyo. Licinia lo llamaba para que fuera a verla a fin de consultarle las cuestiones financieras, y las tres vestales más veteranas se pasaban muchas horas en su compañía hablando con él de negocios, de inversiones y padres descuidados en lo referente a dotes que les asegurasen unas ganancias más provechosas.
Mientras Catilina se divertía practicando juegos amorosos con Fabia delante de las narices de Clodio, éste también lo intentaba. Al principio Fabia no comprendía qué se proponía el joven, porque comparado con la suave pericia de Catilina, las aproximaciones de Clodio eran torpemente inexpertas. Y luego, cuando Clodio la atacó con murmuradas ternezas y le llenó el rostro de besitos, ella cometió el error de echarse a reír ante aquella situación tan absurda, y lo despidió mientras el sonido de su risa le resonaba a Clodio en los oídos. Aquél no era el modo adecuado de tratar a Publio Clodio, que estaba acostumbrado a conseguir siempre lo que quería, y del que nunca, en toda su vida, nadie se había reído. Tan enorme fue el insulto a la imagen que Clodio tenía de sí mismo que tomó la determinación de vengarse inmediatamente.
Eligió un método muy romano de venganza: el pleito. Pero no el tipo de pleito relativamente inofensivo que Catón, por ejemplo, había elegido cuando Emilia Lépida le dio calabazas a los dieciocho años. Catón había alegado rotura de promesa. Publio Clodio interpuso acusaciones de impureza, y para una comunidad que en conjunto aborrecía la pena de muerte para los crímenes, incluso contra el Senado, aquél era un crimen que todavía llevaba consigo una automática pena de muerte.
No se contentó con vengarse de Fabia. Además de presentar cargos de impureza contra Fabia -con Catilina-, también los presentó contra Licinia -con Marco Craso- y Arruntia y Popilia -las dos con Catilina-. Se establecieron dos tribunales, uno para juzgar a las vestales, con el propio Clodio como acusador de las mismas, y otro para juzgar a los amantes, en el que el amigo de Clodio, Plocio -que también había popularizado su nombre, de Plaucio a Plocio-, acusaba a Catilina y a Marco Craso.
Todos los acusados fueron absueltos, pero los juicios causaron gran revuelo, y el siempre presente sentido del humor romano se regocijó muchísimo cuando Craso salió libre simplemente porque declaró que él no había ido tras la virtud de Licinia, sino más bien tras su pequeña y coquetona propiedad en los suburbios. ¿Creíble? El jurado, desde luego, lo consideró así.
Clodio se esforzó todo lo que pudo para conseguir que se declarase culpables a las mujeres, pero se enfrentaba a un abogado defensor particularmente capaz y culto, Marco Pupio Pisón, al cual le ayudaba un pasmoso séquito de abogados jóvenes. La juventud y la falta de pruebas consistentes por parte de Clodio lo derrotaron, en particular después de que una larga lista de exaltadísimas matronas de Roma testificaron que las tres vestales acusadas eran virgo intacta. Para aumentar aún más las aflicciones de Clodio, tanto el juez como el jurado la habían tomado con él; el engreimiento de que hacía gala y su feroz agresividad, poco corrientes en un hombre tan joven, hicieron que todos tomaran partido en contra. Se esperaba que los acusadores jóvenes fueran brillantes, pero también humildes, y la palabra «humilde» no figuraba en el vocabulario de Clodio.
«Abandona toda actividad como acusador -fue el consejo de Cicerón, quien se lo dio con buena intención, cuando todo había terminado. Cicerón, desde luego, se encontraba formando parte del equipo encabezado por Pupio Pisón, porque Fabia era hermanastra de su esposa-. Tu malicia y tus prejuicios resultan demasiado evidentes. Carecen de la objetividad necesaria para una carrera exitosa como acusador.»
Cicerón no se granjeó las simpatías de Clodio con aquel comentario, pero Cicerón era un pez muy pequeño. Clodio rabiaba por hacérselas pagar a Catilina, tanto porque lo había vencido en lo referente a Fabia como porque había logrado eludir la pena de muerte.
Para empeorar más las cosas, una vez que acabaron los juicios, las personas de las que cabía esperar que ayudasen a Clodio le hicieron el vacío. Además tuvo que soportar una bronca de su hermano mayor, Apio, que estaba muy irritado y avergonzado.
«Se considera que ha sido por puro despecho, pequeño Publio -le dijo el hermano mayor, Apio-, y yo no puedo hacer cambiar de opinión a la gente. Tienes que comprender que hoy en día la gente retrocede horrorizada ante la idea de cuál va a ser el destino de una vestal a la que se considere culpable. ¿Enterrarla viva con una jarra de agua y un pan? ¿Y el destino de los amantes? ¿Atarlos a una estaca en forma de horquilla y azotarlos hasta morir? ¡Es espantoso, sencillamente espantoso! Para lograr que se declarase culpable a alguno de ellos habrían hecho falta un buen montón de pruebas irrefutables. ¡Y tú no has podido presentar prácticamente ninguna! Esas cuatro vestales están emparentadas todas ellas con poderosas familias con las que tú acabas de enemistarte para siempre. No puedo ayudarte, Publio, pero sí que puedo ayudarme a mí mismo marchándome de Roma durante unos cuantos años. Me marcho al Este con Lúculo. Y te sugiero que tú hagas lo mismo.»
Pero Clodio no estaba dispuesto a permitir en modo alguno que nadie decidiese el futuro rumbo de su vida, ni siquiera su hermano mayor, Apio. Así que sonrió con desprecio, le volvió la espalda y se sentenció a sí mismo por ello a pasar cuatro años deambulando por aquella ciudad que lo despreciaba sin piedad, mientras su hermano Apio llevaba a cabo hazañas en el Este que le demostraban a toda Roma que él, en lo concerniente a cometer maldades, era un verdadero Claudio. Pero como sus maldades contribuyeron en gran parte al desconcierto del rey Tigranes, Roma las admiraba -y lo admiraba a él- enormemente.
Ante la imposibilidad de convencer a nadie de que era capaz de acusar a delincuentes y rechazado por los delincuentes que necesitaban defensor, Publio Clodio lo pasó espantosamente mal. En otros el desprecio quizás hubiera hecho que realizasen un examen de conciencia que diera algún fruto positivo en lo concerniente a dominar el carácter, pero en Clodio sirvió para que se debilitase. Ello le privó de poder adquirir experiencia en el Foro y lo dejó confinado a la compañía de un pequeño grupo de nobles jóvenes comúnmente rechazados como casos perdidos. Durante cuatro años Clodio no hizo más que beber en tabernas de mala muerte, seducir a muchachas de todas las esferas sociales, jugar a los dados y compartir sus insatisfacciones con otros jóvenes que, como él, también guardaban rencor a la Roma noble.
Al final fue el aburrimiento lo que lo empujó a hacer algo constructivo, porque en realidad Clodio no tenía temperamento para contentarse con una ronda diaria sin ningún propósito. Como se consideraba diferente, sabía que tenía que sobresalir en algo. De lo contrario moriría igual que estaba viviendo, olvidado y despreciado. Y aquello, sencillamente, no era bastante bueno para él. No era lo bastante grandioso. Para Publio Clodio el único destino aceptable era acabar siendo llamado el Primer Hombre de Roma, aunque no sabía cómo iba a conseguirlo. Sólo que un día se despertó con dolor de cabeza a causa de la resaca y con la bolsa vacía a fuerza de perder jugando a los dados, y decidió que el grado de aburrimiento era demasiado alto como para seguir aguantándolo ni un segundo más. Lo que necesitaba era acción, y se marcharía adonde fuera para encontrarla. Se iría al Este y se uniría al personal privado de su cuñado Lucio Licinio Lúculo. ¡Oh, pero no para ganarse una reputación de soldado brillante y valiente! Los esfuerzos militares no atraían a Clodio lo más mínimo. Pero una vez que formase parte del personal de Lúculo, ¿quién sabe qué oportunidades se le presentarían? Su hermano mayor, Apio, no se había ganado la admiración de Roma haciendo de soldado, sino causándole a Tigranes tantos problemas en Antioquía que el rey de reyes había lamentado aquella decisión suya de querer poner a Apio Claudio Puicher en su lugar y tenerlo esperando varios meses para concederle una audiencia. Y Publio Clodio se fue hacia el Este no mucho antes de que su hermano mayor, Apio, tuviera pensado regresar; era a principios del año inmediatamente posterior al consulado conjunto de Pompeyo y Craso. El mismo año que César partió para llevar a cabo su labor de cuestor en la Hispania Ulterior.
Tras elegir cuidadosamente una ruta que evitara que se encontrase cara a cara con su hermano mayor, Apio, Clodio llegó al Helesponto y descubrió que Lúculo se estaba ocupando de pacificar el Ponto, el recién conquistado reino del rey Mitrídates. Después de cruzar el angosto estrecho y llegar a Asia, emprendió la travesía del país en pos del cuñado Lúculo, a quien Clodio conocía: un aristócrata urbano y puntilloso con auténtico talento para el entretenimiento, una inmensa riqueza, que sin duda ahora estaba aumentando rápidamente, y un legendario amor a la buena comida, al buen vino y a la buena compañía. ¡Exactamente la clase de superior que a Clodio le apetecía! Hacer campaña en el séquito personal de Lúculo con toda seguridad tenía que ser un asunto de lujo.
Encontró a Lúculo en Amisus, una magnífica ciudad a orillas del mar Euxino, en el corazón del Ponto. Amisus había sufrido asedio y había salido de él destrozada; ahora Lúculo estaba muy ocupado intentando reparar los daños y poner a bien a sus habitantes con el gobierno de Roma en vez de con el gobierno de Mitrídates.
Cuando Publio Clodio se presentó en el umbral de la puerta, Lúculo le cogió la cartera de cartas oficiales -todas las cuales Clodio había abierto por la fuerza y había estado leyendo con júbilo-, y luego procedió a olvidarse de la existencia de Clodio. El único tiempo que Lúculo le dedicó a su cuñado pequeño fue el que tardó en darle la indicación de que se pusiese a disposición del legado Sornacio; luego regresó a aquello que ocupaba la mayor parte de sus pensamientos: la próxima invasión que iba a llevar a cabo en Armenia, el reino de Tigranes.
Furioso por esta descortés despedida, Clodio se apresuró a marcharse, pero no para ir a ponerse a disposición de nadie, y mucho menos de alguien como Sornacio. Y así, mientras Lúculo ponía en marcha su pequeño ejército, Clodio se dedicó a explorar los caminos apartados y los callejones de Amisus. La lengua griega que hablaba era, desde luego, bastante fluida, así que no encontró impedimentos para hacer amistad con aquellos que encontraba en su deambular, y conoció a muchos que se sentían intrigados por aquel individuo tan poco corriente, tan igualitario y tan extrañamente antirromano como Clodio pretendía ser.
También recogió mucha información acerca de una parte de Lúculo que desconocía por completo: su ejército y las campañas que había llevado a cabo hasta la fecha.
El rey Mitrídates había huido dos años antes a la corte de su yerno Tigranes, cuando se vio incapaz de combatir contra la falta de escrúpulos romana en la guerra y sintió la vergüenza de aquel cuarto de millón de curtidos soldados que había perdido en el Cáucaso en una inútil expedición de castigo contra los salvajes albanos que habían atacado Colchis. Veinte meses le había costado a Mitrídates convencer a Tigranes de que lo recibiera, y todavía tardó más en convencerlo de que lo ayudase a recuperar sus tierras perdidas del Ponto, Capadocia, Armenia Parva y Galacia.
Naturalmente Lúculo tenía sus espías, y sabía perfectamente bien que ambos reyes se habían reconciliado. Pero en lugar de esperar a que invadieran el Ponto, Lúculo había decidido pasar a la ofensiva e invadir la propia Armenia, para así asestar un golpe a Tigranes e impedir que ayudase a Mitrídates. En un principio su intención había sido no dejar ninguna clase de guarnición en el Ponto, pues confiaba en que Roma y la influencia romana mantendrían el Ponto tranquilo. Pero acababa de perder el cargo de gobernador de la provincia de Asia, y ahora se había enterado, por las cartas que le había llevado Publio Clodio, de que la enemistad que había hecho surgir en los pechos de la ordo equester, allá en Roma, iba creciendo a pasos agigantados. Cuando las cartas le comunicaron no sólo que el nuevo gobernador de la provincia de Asia era un tal Dolabela, sino que además ese Dolabela tenía que «supervisar» también Bitinia, Lúculo comprendió muchas cosas. Estaba claro que los caballeros romanos y sus senadores domesticados preferían la incompetencia al éxito en la guerra. ¡Publio Clodio, concluyó severamente Lúculo, no era un presagio de buena suerte!
Los nueve comisarios enviados desde Roma antes de que su poder allí disminuyese estaban dispersos por todo el Ponto y Capadocia, incluido el hombre que Lúculo quería más en el mundo ahora que Sila estaba muerto: su hermano menor, Varrón Lúculo. Pero los comisarios no poseían tropas, y por el tono de las cartas que había traído Publio Clodio, daba la impresión de que no durarían mucho en el empleo. Por ello Lúculo decidió que no tenía otra elección que dejar dos de sus cuatro legiones en el Ponto como guarnición por si Mitrídates intentaba recuperar su reino sin ayuda de Tigranes. El legado que más estimaba estaba reparando los estragos causados en la isla de Delos, y aunque sabía que Sornacio era un buen hombre, Lúculo no estaba seguro de que sus capacidades militares fueran suficientes como para dejarlo sin alguien más a su lado. El otro legado senior, Marco Fabio Adriano, tendría que quedarse también en el Ponto.
El Este
Después de haber decidido que dos de sus legiones debían permanecer en el Ponto, Lúculo también tenía claro cuáles habían de ser esas dos legiones… lo que no era una perspectiva halagadora. Las legiones pertenecientes a la provincia de Cilicia se quedarían en el Ponto. Eso le dejaba a él solo en marcha hacia el Sur con las dos legiones de fimbrianos. ¡Unas tropas maravillosas! Las aborrecía por completo. Llevaban ya en el Este dieciséis años, y estaban sentenciadas a no volver nunca a Roma ni a la península Itálica porque tenían tal historial de amotinamientos y asesinatos que el Senado se negaba a permitirles que regresaran a casa. Siempre a punto de estallar, eran hombres muy peligrosos; pero Lúculo, que los había utilizado de vez en cuando a lo largo de varios años, había conseguido manejarlos azotándolos sin piedad durante las campañas y concediéndoles todos los caprichos sensuales durante los descansos invernales. De manera que le servían con bastante buena disposición, e incluso le admiraban a regañadientes. Aunque preferían denominarse a sí mismos como las tropas de su primer jefe, Fimbria, y de ahí el nombre de fimbrianos. A Lúculo aquello no le parecía nada mal. ¿Es que acaso él deseaba que se les conociera por el nombre de licinianos o luculianos? Decididamente no.
Clodio se había enamorado hasta tal punto de Amisus que decidió quedarse en el Ponto con los legados Sornacio y Fabio Adriano; ir de campaña había perdido todo atractivo para Clodio en el momento en que Lúculo planeó una marcha de mil millas.
Pero debía ser así. Las órdenes que tenía eran que acompañase a Lúculo formando parte de su séquito personal. ¡Oh bueno, pensó Clodio, por lo menos viviré con relativo lujo! Luego descubrió la idea que tenía Lúculo acerca de lo que eran las comodidades en campaña. A saber, que no existía ninguna. El epicúreo sibarita que Clodio había conocido en Roma y Amisus había desaparecido por completo; durante la marcha al frente de los fimbrianos Lúculo no disfrutaba de mayores ventajas que cualquier soldado raso, y si no las disfrutaba él tampoco iba a hacerlo ningún miembro de su personal privado. Iban caminando, no a caballo; los fimbrianos caminaban, no iban a caballo. Comían gachas y pan duro; los fimbrianos comían gachas y pan duro. Dormían en el suelo con una laena para cubrirse y un poco de tierra amontonada a modo de almohada; los fimbrianos dormían en el suelo con una laena para cubrirse y tierra amontonada a modo de almohada. Se bañaban en arroyos bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban; los fimbrianos se bañaban en arroyos bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban. Lo que era bueno para los fimbrianos era bueno para Lúculo.
Pero no para Publio Clodio, quien a no muchos días de distancia de Amisus se aprovechó de su parentesco con Lúculo y presentó una amarga queja.
Los ojos de color gris pálido del general lo miraron inexpresivos de arriba abajo, unos ojos tan fríos como el paisaje en deshielo que el ejército atravesaba en aquellos momentos.
– Si quieres comodidades, Clodio, vete a casa -le recomendó.
– No quiero irme a casa, sólo deseo algunas comodidades! -dijo Clodio.
– Una cosa o la otra. Conmigo nunca tendrás las dos a la vez -le dijo su cuñado; y le volvió la espalda con desprecio.
Aquélla fue la última conversación que Clodio mantuvo con él. Ni tampoco la austera y pequeña banda de legados y tribunos militares que rodeaban al general alentaron aquella clase de compañía de la que ahora Clodio no podía prescindir. La amistad, el vino, las mujeres y las travesuras; eran las cosas por las que Clodio suspiraba mientras los días pasaban para él tan lentos como si fueran años y el paisaje continuaba tan inhóspito y árido como Lúculo.
Se detuvieron brevemente en Eusebia Mazaca, donde Ariobarzanes Filoromaios, el rey, dotó al convoy de las provisiones que pudo y le deseó a Lúculo buena suerte. Luego continuaron y se adentraron en un paisaje roto por abismos y desfiladeros de todos los colores del arco iris, sobre todo del extremo más cálido del espectro, una masa caída de torres de toba y pedruscos en precario equilibrio sobre frágiles cuellos de roca. Rodear aquellos desfiladeros hizo que la longitud de la marcha casi se duplicase, pero Lúculo continuó avanzando lenta y trabajosamente, pues insistía en que su ejército cubriese un mínimo de treinta millas al día. Aquello significaba que tenían que marchar de sol a sol, que montaban el campamento cuando ya estaba cayendo la noche y lo levantaban cuando aún no había aparecido el día. Y cada noche había que montar un campamento como es debido, excavado y fortificado contra… ¿quién? ¿QUIEN? Clodio tenía ganas de hacerle la pregunta a gritos al pálido cielo que flotaba por encima de ellos a una altura mayor que aquella a la que cualquier cielo tiene derecho. Y esa pregunta iba seguida de un ¿POR QUE? formulado a gritos más fuertes que los truenos de aquellas interminables tormentas primaverales.
Por fin llegaron al Éufrates, en Tomisa, y al acercarse a él se encontraron con que sus misteriosas aguas, de un azul lechoso, estaban convertidas en una furiosa masa de nieves derretidas. Clodio dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Ahora no había elección! El general tendría que descansar mientras esperaba que el río descendiese de nivel. Pero, ¿lo hizo así? No. En el mismo momento en que el ejército se detenía, el Éufrates empezó a calmarse y a correr con más lentitud, empezó a convertirse en una vía de agua manejable y navegable. Lúculo y los fimbrianos lo cruzaron en barca hasta Sophene, y en cuanto que hubo pasado el último hombre, el río volvió a convertirse en un torrente espumoso.
– Tengo suerte -dijo Lúculo complacido-. Es un buen augurio.
Ahora la ruta atravesaba un paisaje ligeramente más amable, en el que las montañas eran algo más bajas, había buenos pastos, los espárragos silvestres cubrían las laderas y los árboles crecían en pequeños bosquecillos donde bolsas de humedad proporcionaban subsistencia a sus raíces. Pero, ¿qué significaba todo aquello para Lúculo? ¡La orden de que en un terreno fácil como aquél y con espárragos para poder mascar el ejército debía avanzar más de prisa! Clodio, acostumbrado a ir andando a todas partes, siempre se había considerado en tan buena forma y tan ágil como cualquier romano. Pero ahí estaba Lúculo, con casi cincuenta años, que era capaz de caminar hasta dejar agotado al Publio Clodio de veintidós.
Cruzaron el Tigris, empresa que pareció de poca importancia después de haber cruzado el Éufrates, porque no era tan ancho ni tan veloz como éste; luego, después de haber marchado y haber recorrido más de mil millas en dos meses, el ejército de Lúculo divisó Tigranocerta.
Treinta años antes no existía. El rey Tigranes la había mandado construir para satisfacer sus sueños de gloria y poder; era una espléndida ciudad de piedra con altas murallas, ciudadelas, torres, plazas y patios, jardines colgantes, exquisitos azulejos vidriados de colores verde mar, amarillo fuerte y rojo vivo, inmensas estatuas de toros alados, leones, reyes de rizadas barbas bajo altas tiaras. El emplazamiento había sido elegido teniendo todo en cuenta, tanto que dispusiera de una fácil defensa como que hubiera fuentes internas de agua, e incluso un cercano afluente del Tigris se llevaba el contenido de los extensos alcantarillados que Tigranes había construido a la manera de Pérgamo. Naciones enteras habían caído para financiar la construcción de la ciudad; la riqueza resultaba evidente incluso a lo lejos, cuando los fimbrianos pasaron sobre un promontorio y la vieron: Tigranocerta. Extensa, elevada, hermosa. Porque el rey de reyes, como anhelaba un reino helenizado, había empezado a construirla al estilo griego, pero todos aquellos años de influencia parta de su infancia y juventud resultaban demasiado fuertes; cuando la perfección dórica y jónica palidecían, añadía los vidriados azulejos de colores chillones, los toros alados, los soberanos monolíticos. Luego, todavía insatisfecho con todos aquellos edificios griegos de escasa altura, añadió los jardines colgantes, las torres cuadradas de piedra, los pilones y la fuerza de su educación parta.
Nadie en veinticinco años había osado llevarle al rey Tigranes malas noticias; nadie quería que le cortasen la cabeza o las manos, y ésa era habitualmente la reacción del rey para el portador de malas noticias. Alguien, no obstante, tenía que informarle de que un ejército romano se aproximaba rápidamente procedente de las montañas del Oeste. De manera comprensible, los efectivos militares -comandados por un hijo de Tigranes llamado príncipe Mitrabarzanes- decidieron enviar un oficial inexperto con aquella sorprendentemente mala noticia. El rey de reyes se dejó llevar por el pánico… pero no antes de hacer colgar al mensajero. Luego huyó con tanta prisa que dejó atrás a la reina Cleopatra junto con las demás esposas, las concubinas, los hijos, los tesoros y una guarnición bajo el mando de Mitrabarzanes. Los avisos salieron desde las costas del mar Hircanio hasta las costas del mar Medio, es decir, a todos los lugares donde gobernaba Tigranes, para que le enviasen tropas, cataphracti, o beduinos del desierto si no podían encontrar otros soldados. Porque nunca se le había pasado por la cabeza a Tigranes que Roma, tan asediada, pudiera invadir Armenia para llamar a las puertas de su recién estrenada capital.
Mientras su padre vagaba escondido en las montañas entre Tigranocerta y el lago Thospitis, Mitrabarzanes guiaba las tropas de que disponía para salir al encuentro de los invasores romanos, ayudado por algunas cercanas tribus de beduinos. Lúculo los derrotó con facilidad y se situó ante Tigranocerta para asediarla, aunque su ejército era demasiado pequeño, con mucho, para poder abarcar la longitud completa de las murallas; se concentró en las puertas y en las patrullas vigilantes. Como además era muy eficiente, muy poco tráfico consiguió pasar desde el interior de las murallas al exterior, y nada en absoluto en sentido contrario. No era, de eso estaba seguro, que Tigranocerta no pudiera aguantar un largo asedio; con lo que él contaba era con la falta de disposición de Tigranocerta para aguantar un largo asedio. El primer paso era derrotar al rey de reyes en un campo de batalla. Y ello le llevaría a un segundo paso, la rendición de Tigranocerta, un lugar lleno de gente que no le tenía ningún amor -aunque sí un gran terror- a Tigranes. Este había poblado esta nueva capital con gente del norte de Armenia y de la antigua capital de Artaxata, con griegos importados en contra de su voluntad desde Siria, Capadocia y Cilicia oriental; era parte vital del programa de helenización que Tigranes estaba decidido a imponer a sus pueblos, de raza meda. Ser griego en cultura y en idioma era ser civilizado. Ser meda en cultura y analfabeto en griego era algo inferior, primitivo. La solución de Tigranes fue secuestrar griegos.
Aunque los dos grandes reyes se habían reconciliado, Mitrídates era demasiado cauteloso como para estar al lado de Tigranes; en cambio, se encontraba con un ejército de apenas diez mil hombres al norte y al oeste del lugar donde Tigranes había huido; no tenía una elevada opinión de Tigranes en cuanto a militar. Con Mitrídates se encontraba el mejor de sus generales, su primo Taxiles, y cuando se enteraron de que Lúculo había asediado Tigranocerta y de que Tigranes estaba reuniendo una inmensa fuerza para romper el cerco, Mitrídates envió a su primo Taxiles a ver al rey de reyes.
«¡No ataques a los romanos!», fue el mensaje de Mitrídates.
Tigranes se inclinó por hacer caso de este consejo a pesar de haber reunido ciento veinte mil soldados de infantería procedentes de lugares tan alejados como Siria y el Cáucaso, y veinticinco mil de los muy temidos soldados de caballería conocidos como cataphracti, caballos y hombres ataviados de la cabeza a los pies con malla de cadena. Se encontraba a más de cincuenta millas de su capital en un recóndito y acogedor valle, pero tenía que moverse. La mayoría de las provisiones de que disponía se guardaban en los graneros y almacenes de Tigranocerta, así que sabía que tenía que establecer contacto con la ciudad si quería que sus numerosos efectivos comieran, y eso, razonó, no tenía que ser demasiado difícil si era cierto que, tal como le habían informado sus espías, el ejército romano no tenía fuerzas suficientes para abarcar todo el perímetro de un lugar tan grandioso como Tigranocerta.
Sin embargo, no se había creído los informes que decían que el ejército romano era diminuto. Hasta que él mismo subió a caballo a la cima de una alta colina situada detrás de la capital y pudo ver por sí mismo de qué tamaño era el mosquito que tenía la suficiente desfachatez de picarle a él.
«Demasiado grande para ser una embajada, pero demasiado pequeño para ser un ejército», fue como lo expresó Tigranes; y dio órdenes de atacar.
Pero los inmensos ejércitos orientales no eran entidades que un Mario o un Sila hubieran deseado tener ni por un momento, ni siquiera en el caso de que alguna vez se les hubiera ofrecido tamaña grandeza militar. Las fuerzas militares debían ser pequeñas, flexibles y con capacidad de maniobra: fáciles de abastecer, fáciles de controlar, fáciles de desplegar. Lúculo disponía de dos legiones de soldados soberbios, si bien de mala fama, que conocían la táctica militar de Lúculo tan bien como él mismo, más un contingente de dos mil setecientos soldados de caballería procedentes de Galacia que llevaban con él varios años.
El asedio no se había llevado a cabo sin pérdidas por parte de los romanos, pérdidas causadas principalmente por un misterioso fuego de Zoroastro que poseía el rey Tigranes. Los griegos lo llamaban nafta, y procedía de una fortaleza persa que se encontraba situada en algún punto al sudoeste del mar Hircanio. Pequeños grumos luminosos de aquel fuego coleaban en las alturas y acababan aterrizando sobre las torres de asedio, y algunos pedazos volaban por el aire en llamas produciendo un gran estruendo y salpicaban al aterrizar, lanzando hacia arriba llamaradas tan calientes y tan incandescentes que nada podía apagarlas, ni tampoco apagar los incendios que producían, que se extendían por todas partes. Quemaban y mutilaban; pero lo peor de todo era que aterrorizaban. Nadie había experimentado nada igual antes.
Así que cuando Tigranes hizo avanzar sus fuerzas para atacar al mosquito, no comprendía qué diferencia podía suponer el estado de humor del mosquito. Cada uno de los romanos de aquel ejército estaba harto de una dieta monótona, de estar sin mujeres, de los cataphracti, que avanzaban produciendo un ruido sordo sobre sus enormes caballos de Nesea para acosar a las patrullas de búsqueda de Armenia en general y de Tigranocerta en particular. Desde Lúculo hasta los fimbrianos, pasando por los soldados de caballería galacianos, todos ansiaban entrar en combate, y se animaron a sí mismos con gritos roncos cuando los exploradores informaron de que el rey Tigranes se encontraba por fin a la vista.
Lúculo le prometió a Marte Invicto un sacrificio especial y se aprestó para la pelea al alba del sexto día del octubre romano. Abandonadas las líneas de asedio, el general ocupó una colina que se interponía entre el gigante armenio que avanzaba y la ciudad, e hizo sus disposiciones. Aunque no podía saber que Mitrídates había enviado a Taxiles para advertirle al rey de reyes que no entablara combate con los romanos, Lúculo sabía exactamente cómo tentar a Tigranes para hacerle entrar en batalla: había que poner muy juntas todas sus tropas y aparentar que estaban aterrorizados por el tamaño del gigante armenio. Puesto que todos los reyes orientales estaban convencidos de que la fuerza de un ejército se basaba en el número, seguro que Tigranes atacaría.
Y Tigranes atacó. Lo que se desarrolló a continuación fue una debacle. Nadie en el bando armenio, ni siquiera Taxiles, parecía comprender la utilidad del terreno elevado, y tampoco, por lo que vio claramente Lúculo a medida que la enfurecida hueste corría colina arriba, nadie en la cadena de mando armenia había pensado en desarrollar alguna táctica o estrategia. El monstruo estaba desbocado; no era necesario nada más.
Tomándose su tiempo para ello, Lúculo ideó un castigo temible desde la cima de su colina, preocupado sólo porque las montañas de muertos no fueran a acabar por acorralarlo y frustraran así una victoria segura. Pero cuando puso a la caballería galaciana a despejar las líneas entre los armenios caídos, los fimbrianos se desplegaron hacia fuera y hacia abajo como guadañas en un campo de trigo. El frente armenio se desintegró, empujando a miles de sirios y caucásicos, soldados de a pie, hacia las filas de los enmallados cataphracti hasta que caballos y jinetes cayeron, aplastándose unos a otros. Más huestes armenias murieron de ese modo que los que los enloquecidos fimbrianos hubieran podido matar en relación a su número.
Lúculo, en el informe que envió al Senado de Roma, dijo: «Más de cien mil armenios muertos, y los romanos sólo hemos tenido cinco bajas.»
El rey Tigranes huyó por segunda vez; y estaba tan seguro de que sería capturado que le entregó la tiara y la diadema a uno de sus hijos para que las guardase, exhortando al principito para que galopase más rápido que él, pues era más joven y más ligero. Pero el joven le confió la tiara y la diadema a un esclavo de aspecto oscuro, con el resultado de que los símbolos de soberanía armenios pasaron a propiedad de Lúculo dos días después.
Los griegos, obligados por la fuerza a vivir en Tigranocerta, les abrieron las puertas de la ciudad; estaban tan llenos de júbilo que incluso llevaron a Lúculo a hombros. Las privaciones eran cosa del pasado; los fimbrianos se zambulleron con igual júbilo en suaves brazos y blandas camas, comieron y bebieron, frecuentaron putas y saquearon la ciudad. El botín fue pasmoso. Ochocientos talentos de oro y plata, treinta millones de medimni de trigo, indecibles tesoros y obras de arte.
¡Y el general se convirtió en humano! Fascinado, Publio Clodio vio emerger al Lúculo que había conocido en Roma del hombre de carácter duro y fríamente despiadado de los últimos meses. Los manuscritos se apilaron para su deleite junto con niñas exquisitas que él retuvo para su propio placer, ya que nunca se sentía más feliz que cuando podía iniciar sexualmente a las niñas que justo estaban floreciendo a la pubertad. ¡Niñas medas, no griegas! El botín se repartió, en una ceremonia que tuvo lugar en el mercado, con ecuanimidad luculana: cada uno de los quince mil hombres recibió por lo menos treinta mil sestercios en dinero, aunque naturalmente no se les pagaría hasta que el botín se hubiera convertido en dinero romano contante y sonante. El trigo reportó doce mil talentos; el astuto Lúculo se lo vendió en bruto al rey Fraates, de los partos.
Publio Clodio no estaba dispuesto ni mucho menos a perdonarle a Lúculo aquellos meses de caminatas y vida dura, ni siquiera cuando su propia participación en el botín ascendió a cien mil sestercios. En algún lugar entre Eusebia Mazaca y la travesía ante Tomisa, añadió el nombre de su cuñado a la lista que tenía de aquellos que habían de pagar por ofenderle: Catilina, Cicerón, el pequeño pez, Fabia, y ahora Lúculo. Después de haber visto el oro y la plata amontonados en las cámaras -en realidad después de haber ayudado a contarlos-, Clodio se concentró al principio en averiguar cómo Lúculo se las había arreglado para engañar a todos cuando se dividió el botín. ¿Sólo treinta mil para cada legionario, para cada soldado de caballería? ¡Ridículo! Hasta que su ábaco le dijo que ochocientos talentos divididos entre quince mil hombres daban solamente trece mil sestercios para cada uno; entonces, ¿de dónde habían salido los restantes diecisiete mil? De la venta del trigo, repuso el general lacónicamente cuando Clodio acudió ante él para que se lo aclarase.
Aquel desperdiciado ejercicio de aritmética sirvió, no obstante, para darle una idea a Clodio. Si había imaginado que Lúculo estaba engañando a sus hombres, ¿qué pensarían éstos si alguien sembrase la semilla del descontento? Hasta que Tigranocerta fue ocupada, Clodio no había tenido ocasión de cultivar la amistad de nadie excepto del pequeño y reservado grupo de legados y tribunos que rodeaban al general. Lúculo era muy estricto en cuanto al protocolo, no aprobaba la confraternización entre los soldados rasos y su personal. Pero ahora que llegaba el invierno, aquel nuevo Lúculo estaba dispuesto a conceder a aquellos que le servían que lo pasaran mejor que nunca, pues la rigidez había cesado. Oh, quedaba trabajo que hacer; por ejemplo, Lúculo ordenó que reunieran a todos los actores y bailarinas y los obligó a actuar para su ejército. Una fiesta circense lejos de la patria para unos hombres que nunca volverían a sus casas. Entretenimientos había de sobra. Y también vino.
El jefe de los fimbrianos era un centurión primus pilus que encabezaba la más veterana de las dos legiones fimbrianas. Se llamaba Marco Silio, y, como el resto, había marchado con Flaco y Fimbria hacia el Este a través de Macedonia diecisiete años antes, cuando no era más que un legionario del montón demasiado joven aún para afeitarse. Cuando Fimbria ganó la lucha por la supremacía, Marco Silio había aplaudido el asesinato de Flaco en Bizancio. Había cruzado hasta Asia, había luchado contra el rey Mitrídates, se había puesto a las órdenes de Sila cuando Fimbria cayó del poder y se suicidó, y luego había luchado para Sila, para Murena y para Lúculo. Había ido con los demás a sitiar Mitilene, época en la cual su rango ya era de pilus prior, muy arriba en la tortuosa gradación de los centuriones. Un año había venido después de otro; las luchas se habían sucedido unas a otras. Todos ellos no eran más que jóvenes imberbes cuando salieron de la península Itálica, porque Italia en aquel entonces se había quedado sin soldados veteranos; habían pasado bajo las águilas la mitad de los años de su vida, y se les había denegado una petición tras otra para licenciarse honorablemente. Marco Silio, su líder, era un hombre amargado de cuarenta y cuatro años que lo único que quería era volver a casa.
A Clodio no le había sido necesario verificar esta información; hasta los legados tan agrios como Sextilio hablaban de vez en cuando, y solían hacerlo acerca de Silio o del centurión primus pilus de la otra legión fimbriana, llamado Lucio Cornificio, que no pertenecía a la prometedora familia que llevaba ese nombre.
Ni tampoco fue difícil encontrar la guarida de Silio dentro de Tigranocerta; Cornificio y él habían requisado un palacio secundario que había pertenecido a uno de los hijos de Tigranes, y se habían trasladado allí con algunas mujeres muy deleitables y esclavos suficientes para servir a una cohorte.
Publio Clodio, miembro patricio de un clan augusto, fue de visita, e igual que los griegos ante Troya, llevó presentes. ¡Oh, no del tamaño de caballos de madera! Clodio llevó una bolsita de setas que Lúculo -a quien le gustaba experimentar con tales sustancias- le había dado y una tinaja del mejor vino tan grande que fueron necesarios tres sirvientes para manejarla.
Lo recibieron con recelo. Ambos centuriones sabían bien quién era, qué relación tenía con Liculo y cómo se había portado durante la marcha, en el sitio de la ciudad y en el transcurso de la batalla. Todo lo cual no les impresionaba en absoluto, como tampoco les impresionaba la persona de Clodio, porque era un hombre de talla corriente y con un físico demasiado mediocre para sobresalir en medio de la multitud. Lo que sí admiraban en él era el descaro: entró caminando como si fuera el dueño del lugar, se arrellanó en un gran cojín cubierto con un tapiz entre los divanes donde los dos hombres se encontraban abrazados a las mujeres de turno, sacó la bolsa de setas y se puso a contarles, parlanchín, lo que iba a ocurrir cuando comieran de aquel raro alimento.
– ¡Es una sustancia asombrosa! -les dijo mientras alzaba y bajaba rápidamente las cejas en un gesto cómico-. Tomad un poco, pero masticad muy despacio y no esperéis que ocurra nada hasta al cabo de un buen rato.
Silio no hizo ademán de aceptar aquella invitación y advirtió que Clodio tampoco se puso a mascar una de aquellas setas de sombrerito, ni despacio ni de ninguna otra manera.
– ¿Qué quieres? -le preguntó bruscamente Silio.
– Hablar -repuso Clodio; y sonrió por primera vez.
Aquello siempre resultaba una buena impresión para aquellos que no habían visto nunca sonreír a Clodio; transformaba lo que de lo contrario no era más que un rostro tenso y ansioso en algo súbitamente tan agradable, tan atractivo, que hacía que las sonrisas brotaran a su alrededor. Y así ocurrió en el momento que Clodio esbozó su sonrisa: que la sonrisa apareció en los labios de Silio, en los de Cornificio y en los de ambas mujeres.
Pero a un fimbriano no se le ganaba tan rápidamente. Clodio era el enemigo, un enemigo incluso más importante que cualquier armenio, cualquier sirio o cualquier caucásico. Así que cuando su sonrisa se apagó, Silio mantuvo la mente clara, permaneció con actitud escéptica acerca de los motivos que Clodio tenía para ir a visitarlos.
Todo lo cual Clodio ya medio se lo esperaba, de modo que entraba dentro de sus planes. Ya había observado durante aquellos cuatro humillantes años en que había estado perdiendo el tiempo en Roma que a cualquier persona de alta cuna se le consideraba con extrema suspicacia por aquellos que se encontraban por debajo de él, y que, en conjunto, todos aquellos que estaban por debajo de él no eran capaces de hallar ningún motivo razonable por el cual una persona de alta cuna hubiera de querer vivir como los pobres. Sin timón, condenado al ostracismo por sus iguales y desesperado por hacer algo, Clodio se empeñó en alejar la desconfianza de sus inferiores. La sensación de victoria cuando tenía éxito resultaba acogedora, pero además había encontrado auténtico placer en la compañía de inferiores; le gustaba estar mejor educado y ser más inteligente que cualquiera de los que se encontraban en una habitación, pues ello le proporcionaba una ventaja que nunca había tenido entre sus iguales. Se sentía como un gigante. Y transmitía el mensaje a sus inferiores de que él era un tipo de alta cuna al que realmente le importaban y le atraían la gente y las circunstancias más simples. Aprendió a colarse entre ellos y a sentirse como en casa. Estaba encantado con aquella nueva clase de adulación.
La técnica que utilizaba consistía en hablar. Sin usar nunca palabras solemnes, sin hacer nunca alusiones accidentales a oscuros poetas o dramaturgos griegos, sin ninguna indicación de que la compañía, la bebida o el lugar donde se encontrara no le complacieran plenamente. Y mientras hablaba emborrachaba a la audiencia con vino y hacia ver que él también lo consumía en grandes cantidades, aunque se cercioraba de que al final él fuera el hombre más sobrio de la habitación. Pero no lo aparentaba; era experto en derrumbarse debajo de la mesa, en caerse del taburete, en salir precipitadamente de la habitación para vomitar. La primera vez que se trabajaba a una víctima, las personas que había alrededor conservaban cierto escepticismo, pero volvía a la carga una vez, y otra, y otra, hasta que al final incluso el más receloso de los presentes tenía que admitir que Publio Clodio era un tipo realmente maravilloso, alguien corriente que había tenido la desgracia de nacer en el ambiente equivocado. Después de haber entablado confianza, Clodio descubrió que podía manipular a todos a su gusto con tal de que nunca dejase entrever sus verdaderas ideas y sentimientos. Los humildes a los que camelaba, eso pronto lo tuvo claro, no eran más que paletos urbanos, incultos, ignorantes, iletrados… que ansiaban desesperadamente que aquellos que eran mejores que ellos los estimasen, que ansiaban encontrar su aprobación. Estaban esperando a que les dieran forma.
Marco Silio y Lucio Cornificio no eran en nada diferentes de cualquier elemento de taberna de humildes romanos urbanos, aunque se hubieran marchado de Italia a los diecisiete años. Eran duros, crueles y despiadados. Pero a Publio Clodio los dos centuriones le parecían tan maleables como la arcilla en manos de un maestro escultor. Juego fácil. Fácil…
Una vez que Silio y Cornificio se confesaron a sí mismos que les gustaba, que les divertía, entonces Clodio empezó a enterarse de la opinión de ellos, a preguntarles su parecer acerca de esto y aquello… eligiendo siempre temas que ellos conocieran, materias en las que pudieran sentirse autoridades. Y después les hizo ver que los admiraba; que admiraba su rudeza, su resistencia para el trabajo, que consistía en hacer de soldados y, por lo tanto, de importancia primordial para Roma. Finalmente se convirtió en su igual además de en su amigo, otro más de los muchachos, una luz en la oscuridad; era uno de ellos; pero como uno de nosotros, él estaba en posición de, ante cualquier situación apremiante, llamar la atención de ellos, los que estaban en el Senado y en los Comicios, en el Palatino y en las Carinae. ¡Oh, él era joven, sí, no era más que un muchacho! Pero los muchachos crecían, y cuando cumpliera los treinta, Publio Clodio entraría por las sagradas puertas del Senado; ascendería en el cursus honorum con tanta naturalidad como el agua que fluye sobre mármol pulido. Al fin y al cabo él era un Claudio, miembro de un clan que nunca había eludido el consulado a través de muchas generaciones. Uno de ellos, pero también uno de nosotros.
No fue hasta la quinta visita que les hizo cuando Clodio sacó a colación el tema del botín y del reparto que Lúculo había hecho del mismo.
– ¡Miserable tacaño! -dijo Clodio con palabras borrosas.
– ¿Quién? -le preguntó Silio aguzando los oídos.
– Mi estimado cuñado Lúculo, que engatusa a los soldados como vosotros con una miseria. ¡Treinta mil sestercios a cada uno cuando había ocho mil talentos en Tigranocerta!
– ¿Que nos engatusó? -preguntó Comificio, atónito-. ¡Él siempre ha dicho que prefiere repartir el botín en el campo de batalla que después de una vuelta triunfal, porque así el Tesoro no puede engañarnos!
– Eso es lo que pretende haceros creer -dijo Clodio manteniendo la copa de vino inclinada, como si estuviera borracho-. ¿Sabéis hacer cuentas?
– ¿Cuentas?
– Ya sabes, sumar, restar, multiplicar y dividir.
– Oh, un poco de todo -dijo Silio, que no quería parecer poco instruido.
– Bueno, una de las ventajas de tener un pedagogo particular cuando eres joven es que tienes que hacer una cuenta tras otra una y otra vez. ¡Y te azotan si no lo haces! -dijo Clodio dejando escapar una risita tonta-. Así que me he sentado a hacer unas cuantas cuentas, como multiplicar talentos por buenos sestercios romanos, y luego los he dividido entre quince mil. ¡Y puedo decirte, Marco Silio, que los hombres de tus dos legiones deberían haber recibido diez veces treinta mil sestercios cada uno! ¡Ese arrogante y altivo mentula de cuñado mío salió haciéndose el generoso y procedió a meterle el puño por el culo a todos y cada uno de los fimbrianos!
– Clodio golpeó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda-. ¿Habéis oído eso? ¡Pues eso no es nada comparado con el modo como Lúculo os ha metido el puño a vosotros por el culo!
Ellos lo creyeron no sólo porque querían creerle, sino porque además Clodio hablaba con total autoridad; luego procedió a hacer desfilar una serie de cifras una tras otra con la misma rapidez con que parpadeaba, una letanía de desfalcos de Lúculo desde que había llegado al Este seis años antes para tomar el mando de los fimbrianos. ¿Cómo iba a equivocarse alguien que sabía tanto? ¿Y qué sacaba con mentir? Silio y Cornificio le creyeron.
Lo demás resultó fácil. Mientras los fimbrianos pasaban el invierno de jarana en Tigranocerta, Publio Clodio les iba susurrando al oído a los centuriones, y los centuriones les susurraban al oído a los soldados, y los soldados les susurraban al oído a los galacianos. Algunos de los hombres habían dejado a sus mujeres en Amisus, y cuando las dos legiones cilicias, bajo el mando de Sornacio y Fabio Adriano, partieron de Amisus hacia Zela, las mujeres los siguieron como hacen siempre las mujeres de los soldados. Apenas había alguno que supiera escribir, y sin embargo se corrió la voz durante todo el camino desde Tigranocerta hasta el Ponto de que Lúculo había engañado constantemente al ejército en el reparto del botín. Tampoco nadie se molestó en comprobar la aritmética de Clodio. Era preferible creer que les habían engañado cuando la recompensa por creerlo era diez veces lo que Lúculo decía que habían de obtener. ¡Además, Clodio era tan listo! ¡Era incapaz de cometer un error aritmético o estadístico! ¡Lo que Clodio decía seguro que era cierto! Muy inteligente, Clodio. Había aprendido el secreto de la demagogia: decirle a la gente lo que más desea oír, y no decirles nunca lo que no quieren oír.
Mientras tanto Lúculo no había estado ocioso, a pesar de las incursiones entre manuscritos y chicas menores. Había hecho rápidos viajes a Siria y había enviado de regreso a sus hogares a todos los griegos desplazados. El imperio meridional de Tigranes se estaba desintegrando, y Lúculo tenía intención de asegurar que Roma heredase. Porque había un tercer rey en el Este que representaba una amenaza para Roma, el rey Fraates de los partos. Sila había llevado a cabo un tratado con el padre de Fraates por el que se concedía a Roma todo lo que quedaba al oeste del Éufrates, y todo lo que quedaba al este del Éufrates pertenecía al reino de los partos.
Cuando Lúculo les vendió a los partos los treinta millones de medimni de trigo que había encontrado en Tigranocerta, lo había hecho para impedir que con ese trigo se llenasen las barrigas de los armenios. Pero al tiempo que barcaza tras barcaza bajaba veloz por el Tigris hacia Mesopotamia y el reino de los partos, el rey Fraates le envió un mensaje en que solicitaba un nuevo tratado con Roma que delimitara las mismas fronteras: todo lo que quedaba al oeste del Éufrates que fuera de Roma, y todo lo que quedaba al este que perteneciera al rey Fraates. Luego Lúculo se enteró de que Fraates estaba negociando también con el refugiado Tigranes, el cual le prometía devolverle aquellos setenta valles situados en Atropatena, en Media, a cambio de que le proporcionase ayuda parta contra Roma. Aquellos reyes orientales eran enrevesados, y no había que fiarse de ellos; eran poseedores de valores orientales, y los valores orientales fluctuaban como la arena.
Y en este punto unas visiones de riqueza que sobrepasaban cualquier sueño romano asaltaron de pronto la mente de Lúculo. ¡Imagina qué se encontrara en Seleucia, sobre el Tigris, en Ctesifón, en Babilonia, en Susa! ¡Si dos legiones romanas y menos de tres mil soldados de caballería galacios prácticamente podían eliminar a un enorme ejército armenio, ¡cuatro legiones romanas y la caballería galacia podrían conquistar todo el territorio de Mesopotamia hasta el mar Eritreo! ¿Qué resistencia podían ofrecer los partos que Tigranes no hubiera utilizado ya? Desde los cataphracti hasta el fuego de Zoroastro, el ejército de Lúculo había sabido vérselas con todo. Lo único que necesitaba hacer él era traer a las dos legiones cilicias desde el Ponto.
Lúculo tomó la decisión en cuestión de momentos. En primavera invadiría Mesopotamia y aplastaría el reino de los partos. ¡Qué susto se llevarían los caballeros de la ordo equester y sus partidarios del Senado! Lucio Licinio Lúculo les daría una lección. Y se la daría al mundo entero.
Envió mensajeros a Somacio, que se encontraba en Zela: «Trae a las legiones cilicias a Tigranocerta inmediatamente. Marchamos hacia Babilonia y Elymais. Seremos inmortales. Haremos que todo el Este quede bajo el dominio de Roma y eliminaremos al último de sus enemigos.»
Naturalmente, Publio Clodio tuvo noticia de todos aquellos planes cuando visitó el ala del palacio principal donde Lúculo había establecido su residencia. En realidad Lúculo últimamente estaba mejor dispuesto hacia su joven cuñado, porque Clodio se había quitado de su camino y no había intentado hacer maldades entre los tribunos militares jóvenes, una costumbre que había adquirido durante la marcha desde el Ponto el año anterior.
– Yo haré más rica a Roma de lo que lo haya sido nunca -dijo contento Lúculo, cuya larga cara por fin se había suavizado-. Marco Craso parlotea continuamente sobre la riqueza que se conseguiría por la toma de Egipto, pero el reino de los partos hace que Egipto parezca un país pobre. Desde el Indo hasta el Éufrates, el rey Fraates exige tributos. Pero cuando yo haya terminado de una vez para siempre con Fraates, todos esos tributos fluirán hacia nuestra querida Roma. ¡Tendremos que construir un edificio del Tesoro nuevo para poder guardarlos!
Clodio se apresuró a ver a Silio y a Cornificio.
– ¿Qué os parece la idea? -les preguntó Clodio elegantemente. A los dos centuriones les gustaba muy poco, como dejó claro Silio en nombre de los dos.
– Tú no conoces las llanuras -le dijo a Clodio-, ¡pero nosotros sí! Hemos estado en todas partes. ¿Una campaña en verano bajando por todo el Tigris hasta Elymais? ¿Con el calor y la humedad que hace en esas fechas? Los partos están acostumbrados a esas condiciones climatológicas, pero nosotros moriremos.
Hasta entonces Clodio había tenido la mente puesta en el saqueo y ni siquiera había pensado en el clima. Sin embargo, ahora no tuvo más remedio que hacerlo. ¿Una marcha bajo el azote del sol, el estorbo del sudor y con Lúculo al mando? ¡Peor que todo lo que había soportado antes!
– Muy bien -dijo con viveza-. Entonces será mejor que nos aseguremos de que esa campaña nunca se lleve a cabo.
– ¡Las legiones cilicias! -apuntó Silio al instante-. Sin ellas no podemos marchar para adentramos en un país tan llano como una tabla. Y Lúculo lo sabe. Cuatro legiones para formar un cuadrado defensivo perfecto.
– Ya ha mandado llamar a Sornacio -intervino Clodio frunciendo el entrecejo.
– El mensajero viajará raudo como el viento, pero Sornacio no tendrá el ejército reunido y en disposición de marcha antes de un mes -dijo Cornificio confiado-. Está solo en Zela, Fabio Adriano salió hacia Pérgamo.
– ¿Cómo sabes tú eso? -le preguntó Clodio con curiosidad.
– Tenemos nuestras fuentes -dijo Silio sonriendo-. Lo que tenemos que hacer es enviar a Zela a alguno de los nuestros.
– ¿Para hacer qué?
– Para decirles a los cilicios que se queden donde están. Cuando se enteren de adónde se dirige el ejército, se declararán en huelga y se negarán a moverse. Si estuviera allí Lúculo lograría hacer que se moviesen, pero Sornacio no tiene el empuje ni el sentido común necesarios para manejar un motín.
Clodio fingió estar horrorizado.
– ¿Motín? -graznó.
– En realidad no se trata de un motín en toda regla -dijo Silio en tono tranquilizador-. Esos tipos estarán contentos de luchar por Roma… siempre que sea en el Ponto. Así que, ¿cómo podría clasificarse eso de motín en toda regla?
– Cierto -dijo Clodio aparentando alivio. Y preguntó-: ¿A quién podéis enviar a Zela?
– A mi propio ordenanza -dijo Cornificio al tiempo que se ponía en pie-. No hay tiempo que perder, haré que se ponga en camino ahora mismo.
Lo cual dejó solos a Clodio y a Silio.
– Nos has sido de grandísima ayuda -dijo Silio con gratitud-. Nos alegramos de veras de conocerte, Publio Clodio.
– No tanto como yo me alegro de conocerte a ti, Marco Silio.
– Conocí a otro joven patricio muy bien en cierta ocasión -dijo Silio mientras con aire pensativo le daba vueltas entre las manos al vaso dorado.
– ¿Sí? -preguntó Clodio realmente interesado; uno nunca sabía adónde conducían aquellas conversaciones, qué podría surgir que le resultara provechoso a Clodio-. ¿Quién? ¿Cuándo?
– En Mitilene, hace unos once o doce años.
– Silio escupió en el suelo de mármol-. ¡Otra campaña de Lúculo! Parece que nunca puedo yerme libre de él. Nos reunieron a los dos en la misma cohorte, a todos los tipos que Lúculo decidió que resultábamos demasiado peligrosos para ser de fiar… todavía nos acordábamos mucho de Fimbria por entonces. Así que Lúculo decidió ponernos de arqueros bajo el mando de ese niño bonito. Se llamaba Cayo Julio César y creo que sólo tenía veinte años.
– ¿César? -Clodio se incorporó, alerta-. Lo conozco; bueno, he oído hablar de él. De todos modos, Lúculo lo odia.
– Entonces también lo odiaba. Por eso lo puso con los arqueros. Pero no resultó lo que él pensaba. ¡Dicen que era frío! Era como el hielo. ¿Y luchar? ¡Por Júpiter, vaya si sabía luchar! Nunca paraba de pensar, eso es lo que lo hacía tan bueno. Me salvó la vida en aquélla batalla, por no mencionar la de todos los demás. Pero lo mío fue personal. Todavía no sé cómo logró hacerlo. Pensé que yo iba a ser pasto de las llamas, Publio Clodio.
– Ganó una corona cívica -apuntó Clodio-. Por eso lo recuerdo tan bien. No hay demasiados abogados que aparezcan ante un tribunal llevando una corona de hojas de roble en la cabeza. Y es sobrino de Sila.
– Y sobrino de Cayo Mario -dijo Silio-. Nos lo dijo al comienzo de la batalla.
– Eso es, una de sus tías se casó con Mario y la otra se casó con Sila.
– Clodio parecía complacido-. Bueno, en cierto modo es primo mío, así que eso lo explica todo.
– ¿Explica qué?
– ¡Su valentía y que te cayera bien!
– Ya lo creo que me caía bien. Sentí mucho que regresara a Roma con Termo y los soldados asiáticos.
– Y los pobres fimbrianos tuvieron que quedarse atrás, como siempre -dijo suavemente Clodio-. ¡Bueno, alégrate! ¡Yo voy a escribir a todo el mundo que conozco en Roma para hacer que levanten ese decreto senatorial!
– Tú, Publio Clodio -le dijo Silio con los ojos llenos de lágrimas- eres el Amigo de los Soldados. No lo olvidaremos.
Clodio pareció emocionado.
– ¿El Amigo de los Soldados? ¿Es así como me llamáis?
– Así es como te llamamos.
– Yo tampoco lo olvidaré, Marco Silio.
A mediados de marzo un mensajero aterido y exhausto llegó del Ponto para informar a Lúculo de que las legiones cilicias se habían negado a moverse de Zela. Sornacio y Fabio Adriano habían hecho todo lo que se les había ocurrido, pero los cilicios no quisieron moverse, ni siquiera cuando el gobernador Dolabela les envió una seria advertencia. Y ésa no era la única noticia inquietante de Zela. De algún modo, escribía Sornacio, la tropa de las dos legiones cilicias había sido inducida a creer que Lúculo les había engañado con respecto a la justa parte que les correspondía de todo el botín que se había repartido desde el momento en que Lúculo regresara al Este hacía seis años. Sin duda, la perspectiva del calor a lo largo del Tigris era la verdadera causa del motín, pero el mito de que Lúculo era un tramposo y un mentiroso no había servido precisamente de ayuda.
La ventana ante la cual se hallaba sentado Lúculo daba a una panorámica de la ciudad, en dirección a Mesopotamia; Lúculo miraba fijamente, aunque sin ver, hacia el lejano horizonte de montañas bajas y trató de hacerse a la idea de que lo que había llegado a ser un sueño posible y tangible se hubiera disuelto. ¡Qué tontos, qué idiotas! ¿Él, un Licinio Lúculo, iba a escamotear dinero en aquellas cuentas de poca monta a los hombres que estaban bajo su mando? ¿Él, un Licinio Lúculo, iba a rebajarse al nivel de aquellos avariciosos publicani que se enriquecían rápidamente en Roma? ¿Quién había hecho tal cosa? ¿Y por qué no habían sido capaces de ver por sí mismos que no era cierto? Unos cuantos cálculos sencillos, eso era lo único que habría hecho falta.
Su sueño de conquistar el reino de los partos había terminado. Llevar a menos de cuatro legiones por un terreno completamente llano sería un suicidio, y Lúculo no era un suicida. Suspiró, se puso en pie y fue a buscar a Sextilio y a Fanio, los legados de más categoría que se hallaban con él en Tigranocerta.
– Y entonces, ¿qué vas a hacer? -le preguntó Sextilio atónito.
– Haré todo lo que esté en mi mano con las fuerzas de que dispongo -dijo Lúculo con una frialdad cada vez más acentuada-. Iré hacia el norte en persecución de Tigranes y Mitrídates. Los obligaré a que se retiren por delante de mí, los acorralaré en Artaxata y los haré pedazos.
– No es la mejor época del año para ir tan lejos hacia el norte -dijo Lucio Fanio con aspecto preocupado-. No podremos partir hasta… oh, hasta sextilis, según el calendario. Luego sólo dispondremos de cuatro meses. Dicen que todo el terreno está por encima de los cinco mil pies, y la estación propicia para los cultivos dura escasamente el verano. Tampoco podremos llevar con nosotros demasiadas provisiones; y creo que el terreno de montaña es roca sólida. Pero tú, claro, seguro que quieres ir hacia el oeste del lago Thospitis.
– No, pienso ir al este del lago Thospitis -respondió Lúculo, que ya se había encerrado por completo en su concha-. Si el único tiempo de que disponemos son cuatro meses, no podemos permitirnos un rodeo de doscientas millas sólo porque la marcha sea en cierto modo más fácil.
Sus legados parecían disgustados, pero ninguno se atrevió a discutir. Acostumbrados desde hacía mucho a aquella helada expresión del rostro de Lúculo, no creían que ningún argumento fuera a disuadirlo.
– Y mientras tanto, ¿qué harás? -le preguntó Fanio.
– Dejar aquí a los fimbrianos revolcándose en la buena vida -dijo Lúculo con un tono de desprecio-. ¡Bastante les complacerá ya la noticia!
Así fue como a primeros del mes sextilis el ejército de Lúculo por fin partió de Tigranocerta, pero no para marchar hacia el Sur, con el calor. Esta nueva dirección -como supo Clodio a través de Silio y Cornificio- no complacía precisamente a los fimbrianos, quienes hubieran preferido holgazanear en Tigranocerta fingiendo estar de servicio en la guarnición. Pero por lo menos el clima sería soportable. ¡Y en toda Asia no había montaña capaz de acobardar a un fimbriano! Ellos las habían escalado todas, afirmaba Silio complacido. Y aparte de esto, cuatro meses significaban una bonita y breve campaña. Cuando llegara el invierno estarían de regreso en la acogedora Tigranocerta.
Lúculo en persona abría la marcha sumido en un silencio pétreo, porque se había enterado durante una visita a Antioquía que lo habían destituido del cargo de gobernador de Cilicia; iban a poner la provincia en manos de Quinto Marcio Rex, el cónsul senior de aquel año, y Rex estaba ansioso por partir hacia el Este durante su consulado. ¡Con tres legiones recién formadas que lo acompañaban!, según oyó el ultrajado Lúculo. ¡Y sin embargo él, Lúculo, no consiguió sacarle a Roma ni una sola legión cuando su propia vida dependía de ello!
– Por lo que a mí respecta, muy bien -dijo Publio Clodio con presunción-. Rex también es mi cuñado, no lo olvides. Yo soy como un gato: ¡siempre aterrizo de pie! Si no me quieres a tu lado, Lúculo, iré a reunirme con Rex en Tarso.
– ¡No te apresures! -repuso Lúculo con un gruñido-. Lo que no te he dicho todavía es que Rex no puede salir hacia el Este tan pronto como había planeado. El cónsul junior murió, y luego murió también el cónsul suplente; Rex no puede moverse de Roma hasta que acabe su consulado.
– ¡Oh, vaya! -dijo Clodio.
Y acto seguido se marchó.
Una vez que dio comienzo la marcha a Clodio se le hizo imposible buscar a Silo o a Cornificio sin que ello se hiciese evidente; durante aquella etapa inicial decidió mantenerse discretamente entre los tribunos militares sin decir ni hacer nada. Tenía la impresión de que cuando pasase un poco de tiempo se le presentaría la oportunidad, porque los huesos decían que a Lúculo se le había acabado la suerte. Y él no era el único que pensaba así; los tribunos, e incluso los legados, estaban empezando a cuchichear acerca de la mala suerte de Lúculo.
Los guías le habían aconsejado a éste que marchase siguiendo hacia arriba el curso del Canirites, el afluente del Tigris que corría junto a Tigranocerta y subía por el macizo, al sudeste del lago Thospitis. Pero todos los guías eran árabes de las tierras bajas; por mucho que Lúculo había buscado no había encontrado a nadie en la región de Tigranocerta que procediera del macizo situado al sudeste del lago Thospitis. Lo cual le habría dicho algunas cosas acerca del país en el que se estaba aventurando, pero no fue así porque su espíritu estaba tan dolorido a causa del fracaso de las legiones cilicias que ya no era capaz de ser objetivo. Sin embargo, sí que tuvo la mente lo suficientemente fría como para enviar por delante a algunos de sus jinetes galacios. Estos regresaron para informarle de que el Canirites tenía un curso corto que acababa en una auténtica muralla de montañas que ningún ejército podría cruzar, ni siquiera a pie.
– Vimos a un pastor nómada -le dijo el jefe de la patrulla-, y nos sugirió que nos dirigiéramos hacia el Lico, el próximo gran afluente del Tigris por el sur. Tiene el curso largo y corre tortuoso entre la pared de montañas misma. Dice que su nacimiento es más apacible, que seríamos capaces de cruzar en algún punto hasta la tierra más baja que rodea el lago Thospitis; y una vez allí, nos ha explicado, será más fácil avanzar.
Lúculo frunció horriblemente el entrecejo por el retraso que ello suponía y expulsó a los árabes con cajas destempladas. Cuando pidió ver al pastor con la idea de convertirlo en guía, los galacios le informaron con tristeza de que el muy granuja había desaparecido junto con sus ovejas y no podían encontrarlo.
– Muy bien, nos pondremos en marcha hacia el Lico -dijo el general.
– Hemos perdido dieciocho días -apuntó Sextilio tímidamente.
– Ya lo tengo en cuenta. Y así, después de haber hallado el Lico, los fimbrianos y la caballería comenzaron a seguir el curso del río y se adentraron en un terreno cada vez más elevado a través de un valle que iba estrechándose a cada paso. Ninguno de ellos había estado con Pompeyo cuando éste abrió una nueva ruta al atravesar los Alpes occidentales, pero si alguno hubiera estado, habría podido contarles a los demás que la senda de Pompeyo era cosa de niños comparado con esto. Y el ejército continuó trepando, esforzándose por abrirse camino entre grandes rocas arrojadas por el río, que ahora se había convertido en un rugiente torrente imposible de vadear y que se hacía cada vez más estrecho, más profundo, más agreste.
Doblaron un recodo y emergieron a una loma cubierta en su mayor parte de hierba que se extendía como si fuera un parque; no era exactamente una cuenca, pero por lo menos el lugar ofrecía un poco de pasto para los caballos, que estaban delgados y hambrientos. Pero ello no consiguió alegrarlos, porque el extremo más distante -que era aparentemente la línea divisoria de la cuenca- era algo aterrador. Y Lúculo no estaba dispuesto a permitirles que se quedaran allí más de tres días; llevaban más de un mes de camino, y en realidad se encontraban a muy poca distancia de Tigranocerta, hacia el norte.
La montaña que les quedaba a la derecha cuando empezaron a avanzar por aquella espantosa tierra virgen era un gigante de dieciséis mil pies, y ellos estaban a diez mil pies de altura en la ladera de la misma; jadeaban bajo el peso de los petates, se preguntaban por qué les dolía la cabeza, por qué daba la impresión de que no conseguirían nunca llegar a llenar el pecho de aquel precioso aire. La única salida era un nuevo y pequeño torrente, y las paredes de la montaña se alzaban a ambos lados del mismo tan abruptas que ni la nieve podía encontrar allí asidero alguno. A veces les costaba un día entero sortear sólo una milla escasa, gateando a duras penas sobre las rocas, agarrándose al borde de la hirviente catarata que iban siguiendo, tratando con desesperación de no precipitarse al vacío y golpearse hasta quedar convertidos en picadillo.
Nadie veía la belleza; la marcha era demasiado espantosa. Y no parecía hacerse menos espantosa a medida que los días transcurrían con lentitud y la catarata parecía no calmarse nunca, sólo se ensanchaba y se hacía más profunda. Por la noche. hacía un frío glacial, aunque ya estaban en pleno verano, y durante el día, los enormes muros de montaña que los cercaban no les permitían sentir el sol. No podía haber nada peor.
Hasta que vieron la nieve manchada de sangre, justo cuando el desfiladero que habían ido recorriendo empezaba a ensancharse ligeramente y los caballos lograban mordisquear un poco de hierba. Ahora menos verticales, aunque casi igual de altas, las montañas contenían sabanas y ríos de nieve en sus hendiduras. Nieve que tenía exactamente el mismo color rosa parduzco producido por la sangre que la nieve de un campo de batalla después de terminar la matanza.
Clodio se precipitó hacia el lugar donde se hallaba Cornificio, cuya legión precedía a la de veteranos que mandaba Silio.
– ¿Qué significa eso? -le preguntó Clodio aterrado.
– Significa que vamos hacia una muerte cierta -le contestó Cornificio.
– ¿Lo habías visto alguna vez antes?
– ¿Cómo iba a haberlo visto antes si está aquí como un mal presagio para todos nosotros?
– ¡Tenemos que dar la vuelta! -dijo Clodio estremeciéndose.
– Ya es demasiado tarde -le indicó Cornificio.
De manera que continuaron con gran esfuerzo, aunque ahora con un poco más de facilidad porque el río había logrado excavar dos márgenes y la altura iba disminuyendo. Pero Lúculo anunció que se encontraban demasiado al este, así que el ejército, todavía mirando fijamente la nieve manchada de sangre que los rodeaba en las cimas, empezó a escalar una vez más. En ninguna parte habían hallado signos de vida, aunque todos tenían órdenes de capturar a cualquier nómada que se pudieran encontrar. ¿Cómo podría nadie vivir mirando la nieve ensangrentada?
Dos veces escalaron hasta diez y once mil pies, dos veces cayeron dando traspiés, pero el segundo desfiladero resultó más acogedor, porque la nieve manchada de sangre desapareció y se convirtió en una hermosa y corriente nieve blanca, y en lo alto del segundo desfiladero miraron a lo lejos y vieron el lago Thospitis soñando exquisitamente azul al sol.
Con las rodillas débiles, el ejército descendió hasta lo que parecían los Campos Elíseos, aunque la altitud continuaba siendo de cinco mil pies y no había el menor rastro de cosechas, porque nadie quería arar un suelo que permanecía helado hasta el verano y volvía a helarse con el primer soplo del viento otoñal. Tampoco había árboles, pero crecía la hierba; los caballos engordaron, aunque no los hombres, y por lo menos volvía a encontrarse espárragos silvestres.
Lúculo aceleró el avance, pues era consciente de que en dos meses no había logrado avanzar más de sesenta millas hacia el norte de Tigranocerta. Sin embargo, lo peor había pasado; ahora podían marchar con más rapidez. Al bordear el lago halló un pequeño poblado de nómadas que habían sembrado grano, y cogió hasta la última espiga para aumentar las mermadas provisiones. Unas cuantas millas más adelante encontró más grano, y lo cogió también junto con todas las ovejas que el ejército pudo encontrar. Ahora el aire ya no parecía tan tenue; no porque no lo fuera, sino porque todos se habían acostumbrado a la altura. El río que corría al salir de entre otras elevadas cumbres del norte y desembocaba en el lago era bastante ancho y plácido, además seguía la misma dirección que Lúculo tenía pensado tomar. Los aldeanos, que hablaban un meda distorsionado, le habían dicho por medio del intérprete, un cautivo medo, que sólo quedaba una cordillera más de montañas entre el lugar en que se hallaban y el valle del río Araxes. ¡El valle donde se extendía la ciudad de Artaxata! ¿Eran unas montañas malas?, había preguntado Lúculo. No tan malas como aquellas de donde había surgido aquel extraño ejército, había sido la respuesta.
Luego, cuando los fimbrianos abandonaban el valle del río para subir hacia tierras altas bastante onduladas, mucho más contentos a causa del terreno que ahora pisaban, una tropa de cataphracti avanzó hacia ellos. Como los fimbrianos tenían ganas de una buena pelea, arrollaron a aquellos macizos hombres y caballos cubiertos de malla y sembraron la confusión sin necesidad de la ayuda de los galacios. Después les tocó el turno a los galacios, que se las vieron hábilmente con una segunda tropa de cataphracti. Y se quedaron vigilando a la espera de que llegasen más.
Pero no llegaron más. Y después de un día de marcha comprendieron por qué. El terreno era completamente llano, pero hasta donde alcanzaba la vista, en todas direcciones, en realidad lo que veían era un nuevo obstáculo, algo tan raro y horroroso que se preguntaron a qué dioses habrían ofendido para que los maldijeran con semejante pesadilla. Y de nuevo aparecieron las manchas de sangre, aunque esta vez no se encontraban solamente sobre la nieve, sino que embadurnaban todo el paisaje.
Lo que veían eran rocas con bordes afilados como navajas de afeitar de diez a cincuenta pies de altura, volcadas inexorablemente sin interrupción unas encima de otras, unas contra otras, inclinadas hacia todas partes sin razón, lógica ni pauta alguna en la distribución.
Silio y Cornificio solicitaron una entrevista con el general.
– No podemos atravesar esas rocas -dijo Silio llanamente.
– Este ejército puede atravesar lo que sea, eso ya está demostrado -respondió Lúculo, muy enojado por la protesta.
– No hay ningún sendero -apuntó Silio.
– Entonces haremos uno -dijo Lúculo.
– No, no podremos hacerlo en esas rocas -intervino Cornifieio-. Lo sé porque he hecho que unos cuantos hombres lo intenten. No sé de qué están hechas esas rocas, pero sin duda se trata de algo más duro que nuestras dolabrae.
– Entonces nos limitaremos a trepar por ellas -dijo Lúculo.
No estaba dispuesto a ceder. El tercer mes iba tocando a su fin; tenía que llegar a Artaxata. Así que el pequeño ejército entró en el campo de lava fracturada por un mar interior en alguna remota época del pasado. Y se estremecieron de miedo porque «aquellas rocas» estaban manchadas de liquen color rojo sangre. Era un trabajo dolorosamente lento, parecían hormigas que cruzaran penosamente una llanura de pucheros rotos. Sólo que los hombres no eran hormigas; «aquellas rocas» cortaban, magullaban y castigaban con crueldad. Y tampoco había ningún camino alrededor, porque en cualquier dirección lo único que se alzaba en el horizonte eran más montañas nevadas, a veces más cerca, otras veces más lejos, siempre acorralándolos en aquel terrible afán.
Clodio había decidido en algún punto al norte del lago Thospitis que, no importaba lo que Lúculo dijera o hiciese, él iba a viajar con Silio. Y cuando -enterado por Sextilio de que Clodio había desertado para confraternizar con un centurión- el general le ordenó que volviese a la cabeza de la marcha, Clodio se negó.
– Dile a mi cuñado -le comunicó al tribuno que enviaron a buscarlo- que estoy contento donde me encuentro. Si me quiere a la cabeza, tendrá que ponerme grilletes.
Respuesta que Lúculo estimó más prudente ignorar. En verdad su personal se alegraba de librarse del quejumbroso y problemático Clodio. De momento no existía ninguna sospecha de que Clodio hubiera tenido parte en el motín de las legiones cilicias, y como los fimbrianos habían limitado su protesta acerca de «aquellas rocas» a una queja oficial transmitida por sus centuriones al mando, no existía sospecha de que fueran a rebelarse.
Quizás nunca hubiera existido un motín por parte de los fimbrianos de no haber sido por el monte Ararat. Durante cincuenta millas el ejército se vio obligado a sufrir el campo de lava fragmentada, luego salió a la hierba de nuevo. ¡Qué dicha! Sólo que de Este a Oeste les bloqueaba el paso una montaña, como nadie había visto nunca otra igual, amenazadoramente elevada. Dieciocho mil pies de nieve sólida, la montaña más terrible y hermosa del mundo, con otro cono, más pequeño pero no menos horripilante, en su costado oriental.
Los fimbrianos dejaron en el suelo los escudos y las lanzas y se quedaron mirando; y lloraron.
Esta vez fue Clodio quien encabezó la delegación ante el general, y no tenía intención de dejarse amilanar.
– Nos negamos rotundamente a dar un paso más -dijo mientras Silio y Cornificio asentían con la cabeza detrás de él.
Cuando Lúculo vio entrar a Bogitaro en la tienda se supo derrotado, pues Bogitaro era el jefe de sus jinetes galacios, un hombre cuya lealtad no podía cuestionar.
– ¿Tú eres de la misma opinión, Bogitaro? -le preguntó Lúculo.
– Lo soy, Lucio Licinio. Mis caballos no pueden cruzar una montaña así, y menos después de haber pasado por las rocas. Tienen las patas llenas de magulladuras hasta los corvejones, pierden las herraduras con tanta rapidez que mis herreros no dan abasto, y me estoy quedando sin acero. Por no hablar de que no hemos tenido carbón vegetal desde que salimos de Tigranocerta. Así que tampoco nos queda carbón. Nosotros te seguiríamos a Hades, Lucio Licinio, pero no te seguiremos a esa montaña -dijo Bogitaro.
– Gracias, Bogitaro -dijo Lúculo-. Puedes marcharte. Y vosotros, fimbrianos, podéis marcharos también. Quiero hablar a solas con Publio Clodio.
– ¿Significa eso que nos volvemos atrás? -preguntó Silio con recelo.
– Atrás no, Marco Silio, a no ser que quieras más rocas. Giraremos hacia el Oeste en dirección al Arsanias, y encontraremos grano.
Bogitaro ya se había ido; ahora los dos centuriones fimbrianos lo siguieron, de modo que Lúculo se quedó a solas con Clodio…
– ¿Hasta qué punto tienes tú que ver con todo esto? -le preguntó Lúculo.
Con los ojos brillantes y jubiloso, Clodio miró al general de arriba abajo con desprecio. ¡Qué aspecto de estar agotado tenía! Ahora no resultaba difícil creer que tuviera cincuenta años. Y la mirada había perdido algo, cierta fijeza fría que le había hecho vencer todas las dificultades. Lo que Clodio veía era un poso de cansancio, y detrás de ello la certidumbre de una derrota.
– ¿Que qué he tenido que ver con todo esto? -preguntó; luego se echó a reír-. ¡Mi querido Lúculo, yo soy el responsable! ¿Crees que alguno de esos tipos tiene tanta visión de futuro? ¿O descaro? Todo es obra mía, y de nadie más.
– Y lo de las legiones cilicias…
– dijo Lúculo lentamente.
– Eso también es obra mía.
– Clodio rebotó arriba y abajo sobre los dedos de los pies-. Después de esto ya no me querrás a tu lado, así que me marcharé. Cuando llegue a Tarso, mi cuñado Rex ya se encontrará allí.
– Tú no vas a ninguna parte como no sea a compartir el rancho con tus secuaces fimbrianos -le dijo Lúculo mientras sonreía severamente-. Yo soy tu jefe y estoy en posesión del imperium proconsular para luchar contra Mitrídates y Tigranes. No te concedo licencia para marcharte, y sin ella no puedes hacerlo. Te quedarás conmigo hasta que verte me haga vomitar.
No era aquélla la respuesta que Clodio quería, ni tampoco la que se esperaba. Le lanzó a Lúculo una mirada furiosa y salió de allí precipitadamente.
Los vientos y las nieves comenzaron cuando Lúculo giró hacia el Oeste, pues la temporada de hacer campañas guerreras había terminado. Lúculo había empleado el plazo de tiempo de que disponía en llegar hasta Ararat, a no más de doscientas millas de Tigranocerta. Cuando llegó al curso del Arsanias, el mayor de los afluentes septentrionales del Éufrates, se encontró con que ya se había cosechado el grano y que el populacho se había dispersado en la huida y había ido a ocultarse en sus casas trogloditas excavadas en la roca de toba llevándose hasta el último fragmento de cualquier tipo de alimento. Puede que Lúculo hubiera sido derrotado por sus propias tropas, pero la adversidad era algo que había llegado a conocer muy bien, y no pensaba detenerse de ninguna manera allí, donde Mitrídates y Tigranes podían encontrarle con toda facilidad cuando llegase la primavera.
Se encaminó hacia Tigranocerta, donde había provisiones y amigos; pero si los fimbrianos pensaban invernar allí, pronto se vieron desilusionados. La ciudad estaba tranquila y parecía satisfecha bajo el hombre que él había puesto para que la gobernase, Lucio Fanio. Después de proveerse de grano y otros alimentos, Lúculo marchó para poner sitio a la ciudad de Nisibis, situada junto al río Mygdonius y enclavada en un país más seco y más llano.
Nisibis cayó una negra y lluviosa noche de noviembre; se consiguió un buen botín y abundancia de bienes. Extáticos, los Fimbrianos se instalaron allí dispuestos a pasar un invierno delicioso en el límite de las nieves perpetuas, y empezaron a considerar a Clodio como una mascota, como un amuleto de la buena suerte. Y cuando se presentó Lucio Fanio menos de un mes después para informar a su comandante de que Tigranocerta estaba una vez más en manos del rey Tigranes, los fimbrianos adornaron con hiedra a Clodio y lo llevaron en hombros por el mercado de Nisibis, atribuyéndole a él su buena fortuna; allí estaban a salvo, y se había evitado el asedio de Tigranocerta.
En abril, cuando el invierno tocaba a su fin y la perspectiva de una nueva campaña contra Tigranes le servía en cierto modo de consuelo, Lúculo se enteró de que había sido despojado de todo excepto de un pequeño título, el de comandante en la guerra contra los dos reyes. Los caballeros se habían servido de la Asamblea Plebeya para quitarle las últimas provincias que estaban a su cargo, Bitinia y el Ponto, y luego le habían privado de las cuatro legiones. Los fimbrianos por fin iban a regresar a casa, y Manio Acilio Glabrio, el nuevo gobernador de Bitinia y el Ponto, sería quien tuviera las tropas cilicias. El comandante en la guerra contra los dos reyes no tenía ejército con que continuar la lucha. Lo único que le quedaba era su imperium.
Por lo cual Lúculo resolvió mantener en secreto a los fimbrianos la noticia de su licencia definitiva. Aquello que no supieran no podía molestarles. Pero, naturalmente, los fimbrianos ya estaban al corriente de que eran libres de marcharse a casa; Clodio había interceptado las misivas oficiales y había revelado su contenido antes de que llegasen a Lúculo. Inmediatamente detrás de la carta procedente de Roma llegaron cartas desde el Ponto informándole de que el rey Mitrídates había invadido el territorio romano. Después de todo, Glabrio no heredaría las legiones cilicias; habían sido aniquiladas en Zela.
Cuando salieron las órdenes para marchar hacia el Ponto, Clodio fue a ver a Lúculo.
– El ejército se niega a moverse de Nisibis -anunció.
– El ejército marchará hacia el Ponto, Publio Clodio, para rescatar a aquellos compatriotas suyos que aún queden con vida -le aseguró Lúculo.
– ¡Ah, pero ya no es tu ejército, ya no tiene que recibir órdenes tuyas! -graznó jubiloso Clodio-. Los fimbrianos han terminado su servicio bajo las águilas, son libres de irse a su casa en cuanto dispongas los documentos de licenciamiento. Cosa que harás aquí, en Nisibis. Así no podrás engañarlos cuando se reparta el botín de esta ciudad.
En ese momento, Lúculo lo comprendió todo. Lanzó un soplido, enseñó los dientes y avanzó hacia Clodio con el asesinato reflejado en los ojos. Clodio se agachó detrás de una mesa y se cercioró de que estaba más cerca de la puerta que Lúculo.
– ¡No me pongas un dedo encima! -le advirtió a gritos-. ¡Si me tocas, te lincharán!
Lúculo se detuvo.
– ¿Tanto te quieren? -preguntó sin poder creer que incluso unos ignorantes como Silio y el resto de los centuriones fimbrianos pudieran ser tan crédulos.
– Me quieren hasta la muerte; yo soy el Amigo de los Soldados.
– Tú no eres más que una puta, Clodio; te venderías a la escoria de la peor especie que hay en este mundo si eso supusiera que te amaran -le dijo Lúculo mostrando abiertamente el desprecio que sentía por él.
Clodio nunca llegó a comprender por qué se le ocurrió precisamente en aquel momento y en medio de tanta ira. Pero le vino de pronto a la cabeza y lo dijo lleno de júbilo, por despecho.
– ¿Crees que yo soy una puta? ¡Pero no una puta tan grande como tu esposa, Lúculo! ¡Mi querida hermanita Clodilla, a quien quiero tanto como te odio a ti! Pero ella sí que es una puta, Lúculo. A lo mejor por eso la quiero tan desesperadamente. Creías que habías sido el primero en poseerla cuando con sólo quince años se casó contigo, ¿verdad? ¡Lúculo el pederasta, el desflorador de niñitas y niñitos! Creíste que habías llegado a Clodilla el primero, ¿eh? ¡Bueno, pues no! -chilló Clodio, tan exaltado que la espuma se le agolpó en las comisuras de los labios.
Lúculo se había puesto blanco.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó en un susurro.
– ¡Quiero decir que yo la tuve primero, grande y poderoso Lucio Licinio Lúculo! ¡Yo la tuve primero, mucho antes que tú! También fui el primero en tener a Clodia. ¡Solíamos dormir juntos, pero hacíamos algo más que dormir! ¡Jugábamos mucho, Lúculo, y el juego se fue haciendo más grande a medida que yo crecía! ¡Las tuve a las dos, las tuve cientos de veces, metía los dedos dentro de ellas y luego también les metía otra cosa! ¡Las chupaba, las mordisqueaba, hacía con ellas cosas que ni siquiera te imaginas! ¿Y quieres saber una cosa? -preguntó riéndose-. ¡Clodilla te tiene por un pobre sustituto de su hermanito!
Había una silla al lado de la mesa que separaba a Clodio del marido de Clodilla; Lúculo de pronto pareció perder toda la vida que había en él y se desplomó sobre la silla, contra ella. Se oía perfectamente que se ahogaba.
– Te despido, ya no estás a mi servicio, Amigo de los Soldados, porque ha llegado la hora de vomitar. ¡Te maldigo! ¡Vete a Cilicia con Rex!
Después de una despedida bañada en lágrimas de Silio y Cornificio, Clodio se marchó. Desde luego los centuriones fimbrianos cargaron a su amigo de regalos, algunos muy preciosos, todos útiles. Se marchó al trote a lomos de un exquisito y pequeño caballo, con un séquito de sirvientes sobre monturas igual de buenas y con varias docenas de mulas que transportaban el botín. Creyendo que iba a avanzar en una dirección poco peligrosa, rechazó la oferta de una escolta que le hizo Silio.
Todo fue bien hasta que cruzó el Éufrates en Zeugma, pues su destino era Cilicia Pedia y luego Tarso. Pero entre las fértiles llanuras del río de Cilicia Pedia y él se alzaban las montañas Amano, una cordillera costera insignificante después de los macizos que Clodio había cruzado recientemente sufriendo grandes penalidades; no les dio importancia, las consideró dignas de desdén. Hasta que una pandilla de bandoleros árabes le asaltó cuando bajaba por un barranco seco y le robaron todos los regalos, las bolsas de dinero y los maravillosos corceles. Clodio acabó su viaje solo y a lomos de una mula, aunque los árabes -que lo encontraron terriblemente divertido- le habían dejado unas cuantas monedas, las suficientes para que pudiese acabar el viaje hasta Tarso.
¡Y allí se encontró con que su cuñado Rex no había llegado todavía! Clodio ocupó varios de los aposentos del palacio del gobernador y se sentó a revisar su lista de personas a las que odiaba: Catilina, Cicerón, Fabia, Lúculo… y ahora los árabes. Los árabes también se las pagarían.
Estaban a finales de quintilis cuando Quinto Marcio Rex y sus tres legiones nuevas llegaron a Tarso. Había viajado con Glabrio hasta el Helesponto, y luego había elegido marchar a través de Anatolia en lugar de navegar cerca de la costa, tristemente famosa por los piratas. En Licaonia, según le contó a un ávido Clodio, había recibido una súplica de ayuda nada menos que de Lúculo, que había logrado mover a los fimbrianos cuando ya había partido el Amigo de los Soldados, y había puesto dirección al Ponto. En Talaura, ya bien adelante en su trayecto, a Lúculo le había atacado un yerno de Tigranes llamado Mitrídates, de modo que se enteró de que los dos reyes avanzaban hacia él rápidamente.
– ¿Y quieres creer que tuvo la temeridad de enviarme a mí un mensaje pidiendo ayuda? -preguntó Rex.
– Es tu cuñado también -dijo Clodio con malicia.
– Es persona non grata en Roma, así que me negué, naturalmente. También le había pedido ayuda a Glabrio, creo, pero imagino que por ese lado también recibió una negativa por respuesta. Lo último que he oído es que iba de retirada y que tenía intención de regresar a Nisibis.
– Pues nunca llegó allí -le comunicó Clodio, que estaba mejor informado sobre el final de la marcha de Lúculo que de los acontecimientos de Talaura-. Cuando llegó al cruce de Samosata, los fimbrianos se le plantaron. Lo último que he oído decir en Tarso es que ahora se dirige a Capadocia, y que desde allí tiene pensado ir a Pérgamo.
Naturalmente, Clodio se había enterado al leer la correspondencia de Lúculo de que Pompeyo el Grande había recibido un imperium ilimitado para limpiar de piratas el mar Medio, así que dejó el tema de Lúculo y abordó el de Pompeyo.
– ¿Y qué tienes que hacer tú para ayudar al detestable Pompeyo Magnus a barrer a los piratas? -preguntó.
Quinto Marcio Rex arrugó la nariz.
– Nada, por lo visto. Las aguas cilicias están bajo el mando de nuestro mutuo cuñado el hermano de Celer, tu primo Nepote, que apenas tiene edad suficiente para estar en el Senado. Yo he de ocuparme de mi provincia y quitarme del medio.
– ¡Tate! -exclamó Clodio con voz ahogada, pues veía más travesuras.
– Como lo oyes -dijo Rex muy estirado.
– Yo no he visto a Nepote en Tarso.
– Ya lo verás. A su debido tiempo. Las flotas están dispuestas para él. Al parecer Cilicia es el último destino de la campaña de Pompeyo.
– En ese caso -dijo Clodio-, creo que deberíamos hacer un trabajito en aguas de Cilicia antes de que Nepote llegue allí, ¿no te parece?
– ¿Cómo? -preguntó el marido de Claudia, que conocía a Clodio pero aún vivía en la ignorancia de la habilidad que éste tenía para causar estragos. Cualquier defecto que viera en Clodio no le parecía importante, pues lo consideraba una locura de juventud.
– Yo podría sacar una pequeña flota y hacer la guerra contra los piratas en tu nombre -dijo Clodio.
– Pues…
– ¡Oh, venga!
– No veo ningún mal en ello -aceptó Rex, no sin cierta duda.
– ¡Déjame, por favor!
– Bueno, está bien. ¡Pero no molestes a nadie más que a los piratas!
– No lo haré; te prometo que no lo haré -le aseguró Clodio, que estaba viendo mentalmente suficiente botín pirata como para sustituir el que había perdido a manos de aquellos miserables bandoleros árabes en el Amano.
En el plazo de ocho días, el almirante Clodio se hizo a la mar al frente de, más que una flota, una flotilla de unas diez naves birremes bien tripuladas y debidamente equipadas que ni Rex ni Clodio pensaron que Metelo Nepote echaría en falta cuando se presentase en Tarso.
Lo que Clodio no tuvo en cuenta fue el hecho de que la escoba de Pompeyo había estado barriendo de un modo tan enérgico que las aguas de Chipre y Cilicia Tracheia -que eran el escabroso extremo occidental de aquella provincia donde tantos piratas tenían su base en tierra firme- estaban plagadas de flotas piratas allí refugiadas de un tamaño mucho mayor que diez birremes. No llevaba en la mar ni cinco días cuando apareció a la vista una de aquellas flotas; rodeó la flotilla de Clodio y la capturó, junto con Publio Clodio, cuya carrera de almirante había sido corta.
Y se lo llevaron a toda prisa hasta una base en Chipre, que no estaba muy lejos de Pafos, la capital y la sede del regente, aquel Ptolomeo conocido como el Chipriota. Naturalmente Clodio había oído contar la historia de César y los piratas, y en su momento le había parecido brillante. ¡Bien, si César podía hacer una cosa así, también podía Publio Clodio! Empezó por informar a sus captores con voz autoritaria de que su rescate había de establecerse en diez talentos y no en los dos talentos que la tradición y las escalas de los piratas decían que era el rescate apropiado para un joven noble como Clodio. Y los piratas, que sabían más sobre la historia de César de lo que sabía Clodio, accedieron solemnemente a pedir un rescate de diez talentos.
– ¿Y quién pagará mi rescate? -les preguntó Clodio con gran solemnidad.
– En estas aguas, Ptolomeo el Chipriota -fue la respuesta.
Intentó representar el papel de César por toda la base pirata, pero le faltaba la impresionante presencia fisica de éste; sus vocingleras fanfarronadas y amenazas resultaban en cierto modo ridículas, y aunque sabía que los captores de César también se habían reído, Clodio era lo bastante agudo como para adivinar que aquella pandilla se negaba en redondo a creerle a pesar de la venganza que César se había tomado después de su cautiverio. Así que decidió abandonar aquella táctica y en su lugar empezó a hacer lo que nadie hacía mejor que él: se puso a trabajar para ganarse a los humildes creando problemas entre ellos. Y sin duda habría tenido éxito… de no haber sido porque los caciques piratas, los diez que había, se enteraron de lo que estaba sucediendo. La reacción fue encerrarlo en una celda y dejarlo allí sin más público que las ratas que intentaban robarle el pan y el agua.
Lo habían capturado a principios de sextilis, y acabó en aquella celda dieciséis días después, donde vivió con sus compañeras las ratas durante tres meses. Cuando por fin lo soltaron fue porque la escoba de Pompeyo era algo tan inminente que el asentamiento pirata no tuvo otra alternativa que desmantelarse. Y él también se enteró de que Ptolomeo el Chipriota, al oír qué rescate consideraba Clodio que era digno de él, se había echado a reír alegremente y había enviado sólo dos talentos, que era lo único, dijo Ptolomeo el Chipriota, que valía en realidad Publio Clodio. Y lo único que estaba dispuesto a pagar.
En circunstancias normales los piratas habrían matado a Clodio, pero Pompeyo y Metelo Nepote estaban demasiado cerca como para arriesgarse a recibir una sentencia de muerte: se había corrido la voz de que la captura no significaba la crucifixión automática, que Pompeyo prefería ser clemente. Así que a Publio Clodio simplemente se le abandonó cuando la flota y su horda de parásitos partieron. Varios días después pasó por allí barriendo una de las flotas de Metelo Nepote; rescató a Publio Clodio y lo devolvió a Tarso y a Quinto Marcio Rex.
Lo primero que hizo después de haber tomado un baño y una buena comida fue repasar la lista de personas a las que odiaba: Catilina, Cicerón, Fabia, Lúculo, los árabes… y ahora Ptolomeo el Chipriota. Antes o después todos acabarían mordiendo el polvo… no importaba cuándo, ni cuánto tiempo tuviera que esperar. La venganza era una perspectiva tan deliciosa que el momento de llevarla a cabo apenas tenía importancia. Lo único importante para Clodio era que ocurriese. Y ocurriría.
Encontró a Quinto Marcio Rex de muy mal humor, pero no a causa del fracaso que él, Clodio, había cosechado. Para Rex el fracaso era algo que consideraba propio. Pompeyo y Metelo Nepote lo habían eclipsado por completo, le habían requisado las flotas de que disponía y le habían dejado en Tarso sumido por completo en la ociosidad. Ahora, más que pasar la escoba, estaban llevando a cabo una operación de limpieza; la guerra contra los piratas había terminado y las ganancias se habían ido a otra parte.
– Tengo entendido que después de una solemne gira por la provincia de Asia va a venir a Cilicia a «visitar los puestos», según lo ha expresado él -le dijo lleno de rabia Rex a Clodio.
– ¿Quién, Pompeyo o Metelo Nepote? -le preguntó Clodio.
– ¡Pompeyo, naturalmente! ¡Y como su imperium sobrepasa al mío incluso en mi propia provincia, tendré que seguirlo por todas partes con una esponja en una mano y un orinal en la otra!
– Vaya perspectiva -dijo Clodio fríamente.
– ¡Una perspectiva que no puedo aceptar! -gruñó Rex-. Por eso Pompeyo no me encontrará en Cilicia. Ahora que Tigranes es incapaz de retener en su poder ninguna plaza al sudoeste del Éufrates, voy a invadir Siria. A Lúculo se le antojó poner una marioneta en el trono de Siria: ¡Se hace llamar Antíoco Asiático! Bien, ya veremos lo que hay. Siria pertenece a los dominios del gobernador de Cilicia, así que la convertiré en mi dominio.
– ¿Puedo acompañarte? -le preguntó Clodio con avidez.
– No veo por qué no.
– El gobernador sonrió-. Al fin y al cabo, Apio Claudio sembró el furor mientras se perdía el tiempo en Antioquía esperando a que Tigranes le concediera audiencia. Imagino que la llegada de su hermano pequeño será muy bien recibida.
Hasta que Quinto Marcio Rex llegó a Antioquía, Clodio no empezó a ver que tenía a mano una venganza.
«Invasión» era el término que había empleado Rex, pero pelea no hubo ninguna; la marioneta de Lúculo, Antíoco Asiático, huyó y dejó que Rex -que significa rey- nombrase a su propio rey e instalase en el trono a un tal Filipo. Siria estaba hecha un torbellino, y en parte era debido a que Lúculo había soltado a muchos miles de griegos, todos los cuales habían vuelto a casa en bandadas. Pero algunos llegaban a casa y se encontraban con que sus negocios y sus hogares habían sido tomados por los árabes a quienes Tigranes había hecho salir del desierto, y a quienes había legado las vacantes dejadas por los griegos a los que había secuestrado al helenizar su Armenia meda. A Rex le importaba poco quién fuera el dueño de las cosas en Antioquía, en Zeugma, en Samosata, en Damasco. Pero a su cuñado Clodio llegó a importarle enormemente. ¡Árabes, él odiaba a los árabes!
Y Clodio se puso manos a la obra, por una parte susurrándole a Rex al oído cosas acerca de las perfidias de los árabes, que habían usurpado los puestos de trabajo de los griegos y sus casas, y por otra parte visitando hasta el último de los descontentos y desposeídos griegos influyentes que consiguió encontrar. Ni un solo árabe debería permanecer en la civilizada Siria. ¡Que vuelvan al desierto y a las rutas de comercio del desierto, que es el lugar que les corresponde!
Fue una campaña que dio muchos frutos. Pronto empezaron a aparecer árabes asesinados en las cunetas desde Antioquía a Damasco, o flotando en el Éufrates con los ropajes de vivos colores ondeando a su alrededor. Cuando una delegación de árabes acudió a ver al rey en Antioquía, éste los desairó secamente; la campaña de Clodio había sido un éxito.
– Echadle la culpa al rey Tigranes -les dijo el rey-. Siria ha estado habitada por griegos en todas sus zonas fértiles y colonizadas durante seiscientos años. Antes de eso, la población era fenicia. Vosotros sois esquenitas procedentes del este del Éufrates, no pertenecéis a las costas del Mare Nostrum. El rey Tigranes se ha marchado para siempre. En el futuro Siria quedará bajo el dominio de Roma.
– Ya lo sabemos -dijo el líder de la delegación, un joven árabe esquenita que se hacía llamar Abgaro; el fallo fue que no comprendió que aquél era el título hereditario del rey esquenita-. Lo único que solicitamos es que el nuevo amo de Siria nos conceda lo que, con el tiempo, ha llegado a ser nuestro. No pedimos que nos enviasen aquí, ni que nos pusieran a cobrar peaje a lo largo del Éufrates, o nos llevaran a habitar Damasco. A nosotros también nos han desarraigado de nuestra tierra, y el nuestro fue un destino más cruel que el de los griegos.
Quinto Marcio Rex adoptó una expresión altanera.
– No veo por qué.
– Gran gobernador, los griegos fueron de una situación de bonanza a otra. Se les honró y se les pagó bien en Tigranocerta, en Nisibis, en Amida, en Singara, en todas partes. Pero nosotros veníamos de una tierra tan dura y árida, tan invadida por la arena y tan estéril, que la única manera que teníamos de no pasar frío por la noche era entre los cuerpos de nuestras ovejas o ante el humeante fuego de una hoguera de estiércol seco. Y todo eso ocurrió hace veinte años. Ahora hemos visto crecer la hierba, hemos consumido buen pan de trigo cada día, hemos bebido agua clara, nos hemos bañado en el lujo, hemos dormido en camas y hemos aprendido a hablar griego. Devolvernos al desierto es una crueldad innecesaria. En Siria hay suficiente prosperidad para que la disfrutemos todos nosotros! Deja que nos quedemos, es lo único que pedimos. Y haz saber a los griegos que nos persiguen que tú, gran gobernador, no consentirás esa barbaridad indigna de cualquier hombre que se llame a sí mismo griego -le dijo Abgaro con sencilla dignidad.
– En realidad yo no puedo hacer nada para ayudaros -repuso Rex impasible-. No voy a dar órdenes de que os transporten a todos al desierto, pero pienso mantener la paz en Siria. Os sugiero que busquéis a los griegos más revoltosos y que os sentéis a parlamentar con ellos. Abgaro y sus compañeros delegados siguieron aquel consejo en parte, aunque el propio Abgaro nunca olvidó la doblez de Roma, la connivencia de Roma ante el asesinato de su pueblo. En lugar de buscar a los cabecillas griegos, los árabes esquenitas antes de nada se organizaron en grupos bien protegidos y se pusieron a la tarea de descubrir el origen de aquel creciente descontento entre los griegos. Porque se sospechaba que el verdadero culpable no era griego, sino romano.
Después de conocer el nombre, Publio Clodio, averiguaron que aquel joven era cuñado del gobernador, que procedía de una de las más augustas y antiguas familias romanas, y que era primo por matrimonio del vencedor de los piratas, Cneo Pompeyo Magnus. Por ello no podían matarlo. Mantener algo en secreto era posible en las tierras áridas del desierto, pero no en Antioquía; alguien olfatearía el complot y lo comunicaría.
– No lo mataremos -dijo Abgaro-. Pero le daremos una severa lección.
Posteriores investigaciones revelaron que Publio Clodio era un noble romano verdaderamente extraño. Resultó que vivía en una casa corriente en los barrios pobres de Antioquía, y frecuentaba el tipo de lugares que los nobles romanos solían evitar. Pero eso, naturalmente, lo hacía accesible. Abgaro atacó.
Atado, amordazado y con los ojos vendados, a Publio Clodio se le condujo hasta una habitación sin ventanas, sin murales, adornos ni diferencia alguna con el resto del medio millón de habitaciones como aquélla que había en Antioquía. Tampoco se le permitió a Clodio ver más que un atisbo cuando le quitaron la venda de los ojos y la mordaza, porque le metieron la cabeza en un saco que le sujetaron alrededor de la garganta. Paredes desnudas y manos morenas, eso fue lo único que consiguió vislumbrar Clodio antes de quedar sumido en la más completa oscuridad; podía distinguir algunas sombras vagas que se movían a través del tosco tejido del saco, pero nada más.
El corazón le latía con más rapidez que el de un pájaro; sudaba a chorros; la respiración se le hizo entrecortada, superficial y jadeante. Nunca en toda su vida había estado Clodio tan aterrorizado, tan seguro de que iba a morir. Pero, ¿a manos de quién? ¿Qué había hecho él?
Oyó una voz que le habló en griego con un acento que ahora reconocía como árabe; entonces Clodio supo que verdaderamente iba a morir.
– Publio Clodio, de la gran familia de los Claudios Pulcher -dijo la voz-. Nos gustaría muchísimo matarte, pero nos damos cuenta de que ello no es posible. A menos, claro está, que cuando te liberemos busques venganza por lo que te hagamos aquí esta noche. Si, a pesar de todo, buscas venganza, comprenderemos que no tenemos nada que perder por el hecho de matarte, y te juro por todos nuestros dioses que te mataremos. Sé prudente, pues, y márchate de Siria en cuanto te liberemos. Márchate de Siria y no regreses nunca mientras vivas.
– ¿Qué… me… qué me vais a hacer? -logró decir Clodio, sabedor de que como poco lo torturarían y lo azotarían.
– Bueno, Publio Clodio -repuso la voz con un inconfundible deje de guasa- pues vamos a convertirte en un árabe.
Unas manos le levantaron el borde de la túnica -Clodio no llevaba toga en Antioquía; ello le proporcionaba un estilo demasiado incómodo- y le quitaron el taparrabos que los romanos solían llevar cuando salían a la calle vestidos solamente con la túnica. Clodio luchó, sin comprender, pero muchas manos lo levantaron y lo pusieron sobre una superficie plana y dura y le sujetaron las piernas, los brazos y los pies.
– No te resistas, Publio Clodio -dijo la voz, que aún sonaba divertida-. No es frecuente que nuestro sacerdote tenga algo tan grande sobre lo que trabajar, así que la operación resultará bastante fácil. Pero si te mueves, a lo mejor corta más de lo que tiene intención.
De nuevo más manos le tiraban del pene, se lo estiraban… ¿qué estaba ocurriendo? Primero Clodio pensó en la castración, se orinó y defecó, todo en medio de francas carcajadas procedentes del otro lado del saco que le privaba de la visión; después de lo cual se quedó completamente inmóvil, chilló, gritó, balbuceó, suplicó, aulló. ¿Dónde se encontraría que no tenían necesidad de amordazarlo?
No lo castraron, aunque lo que le hicieron, algo en la punta del pene, fue horriblemente doloroso.
– ¡Ya está! -dijo la voz-. ¡Qué buen chico eres, Publio Clodio! Ya eres uno de nosotros para siempre. Se te curará bien si no mojas donde no debes durante unos días.
Y volvieron a colocarle el taparrabos encima de los excrementos, y también le pusieron la túnica, y luego Clodio no supo nada más, nunca recordó si sus captores lo habían golpeado haciéndole perder el conocimiento o si se había desmayado.
Se despertó en su propia casa, en su propia cama, con dolor de cabeza y algo que le dolía tanto entre las piernas que fue el dolor lo que notó primero, antes de recordar siquiera lo que le había sucedido. Saltó de la cama, ahogó un grito de terror al pensar que quizás no le quedase nada, se puso las manos en el pene y lo palpó para ver cuánto le quedaba. Al parecer estaba entero, sólo que algo raro brillaba con un color púrpura en medio de algunos regueros de sangre reseca. Algo que sólo veía cuando tenía el pene erecto. Ni siquiera entonces comprendió lo que era realmente, porque aunque había oído hablar de ello, no sabía de otros pueblos, aparte de los judíos y de los egipcios, de quienes se dijera que lo hacían. Poco a poco fue cayendo en la cuenta, y cuando lo comprendió del todo Publio Clodio se echó a llorar. Los árabes también lo hacían, porque lo habían convertido en uno de ellos. Lo habían circuncidado, le habían cortado el prepucio.
Publio Clodio partió en el siguiente barco que encontró disponible en dirección a Tarso, y pudo navegar tranquilamente en unas aguas al fin libres de piratas gracias a Pompeyo el Grande. En Tarso cogió un barco que se dirigía a Rodas, y en Rodas otro que iba a Atenas. Para entonces ya se había curado tan bien que sólo se acordaba de lo que le habían hecho los árabes cuando se sostenía el pene para orinar. Era otoño, pero venció las galernas que soplaban en el mar Egeo, y desembarcó en Atenas. Desde allí fue a caballo hasta Patrás, y de allí cruzó a Tarento y se enfrentó al hecho de que estaba casi en casa. El, un romano circuncidado.
El viaje por la vía Apia fue el peor tramo del trayecto, porque él comprendió lo inteligentes que habían sido los árabes al darle su merecido. Durante todo el tiempo que viviera, no podría permitir que nadie le viera el pene; si alguien se lo veía, pronto se correría la voz y él se convertiría en el hazmerreír, un objeto tan ridículo y motivo de regocijo que nunca sería capaz de defenderse a pesar de toda su caradura. En lo de orinar y defecar podría arreglárselas; sólo tendría que aprender a controlarse hasta que disfrutase de total intimidad. Pero, ¿y el solaz sexual? Aquello era cosa del pasado. Nunca podría retozar en brazos de ninguna mujer a menos que la comprase, pero sin conocerla, la utilizase a oscuras y la despidiera sin luz.
A primeros de febrero llegó a casa, que era la casa que su hermano mayor, Apio Claudio, poseía en el Palatino gracias al dinero de su esposa. Cuando entró, su hermano prorrumpió en lágrimas al verlo, pues Clodio parecía muy envejecido y cansado; el más pequeño de la familia había crecido, y estaba claro que no había sido sin dolor. Naturalmente Clodio también lloró, así que pasó algún rato antes de dar rienda suelta de forma desordenada a su relato de desventuras y penurias. Después de pasar tres años en el Este, volvía más pobre que cuando se marchó; para llegar a casa había tenido que pedirle dinero prestado a Quinto Marcio Rex, quien no se había mostrado complacido ni con aquella deserción inexplicable y apresurada ni con la insolvencia de Clodio.
– ¡Todo lo que tenía! -se decía Claudio-. Doscientos mil en metálico, joyas, vajilla de oro, caballos que hubiera podido vender en Roma por quinientos cada uno… ¡Todo desaparecido! ¡Robado por un hatajo de árabes asquerosos y malolientes!
Su hermano le dio unas palmaditas en el hombro, atónito por aquel gran botín. ¡A él no le había ido ni la mitad de bien cuando estuvo con Lúculo! Pero, naturalmente, no tenía noticia de la relación de Clodio con los centuriones fimbrianos, ni de que así había sido como Clodio había adquirido la mayor parte de sus ganancias. El estaba ahora en el Senado, completamente complacido con su vida, tanto en el terreno doméstico como en el político. Durante el período de tiempo que había pasado como cuestor en Brundisium y Tarentum había sido elogiado oficialmente, un gran comienzo para lo que él esperaba que fuera una gran carrera. Y además tenía una noticia muy importante para Publio Clodio, que le comunicó en cuanto se hubo apaciguado la emoción del encuentro.
– No hay necesidad de que te preocupes por estar sin un céntimo, mi queridísimo hermano -le dijo cariñosamente Apio Claudio-. ¡Nunca volverás a estar sin dinero!
– ¿No? ¿Qué quieres decir? -le preguntó Clodio perplejo.
– Me han ofrecido un matrimonio para ti… ¡Y qué matrimonio! Nunca había soñado una cosa así, no habría mirado en esa dirección sin que Apolo se me apareciera en sueños… y Apolo no se me apareció. ¡Pequeño Publio, es maravilloso! ¡Increíble!
Al ver que Clodio se ponía blanco al recibir aquella maravillosa noticia, Apio Claudio atribuyó la reacción a la impresión de felicidad, no al tenor.
– ¿Quién es? -logró decir Clodio-. ¿Por qué yo?
– ¡Fulvia! -anunció entusiasmado Apio-. ¡Fulvia! Heredera de los Gracos y de los Fulvios; hija de Sempronia, hija única de Cayo Graco; bisnieta de Cornelia, la madre de los Gracos; emparentada con los Emilios, los Cornelios Escipiones…
– ¿Fulvia? ¿La conozco? -preguntó Clodio con expresión estupefacta.
– Bueno, puede que no te hayas fijado en ella, pero ella sí se ha fijado en ti -le dijo Apio Claudio-. Fue cuando acusaste en juicio a las vestales. Ella no podía tener más de diez años; ahora tiene dieciocho.
– ¡Oh, dioses! Sempronia y Fulvio Bambalión son la pareja cuyo linaje se remonta más atrás de toda Roma -dijo Clodio deslumbrado-. Pueden elegir a quien quieran. ¿Por qué a mí?
– Lo comprenderás mejor cuando conozcas a Fulvia -le explicó Apio Claudio esbozando una sonrisa-. ¡Ella es una digna nieta de Cayo Graco! Ni todas las legiones de Roma podrían obligar a Fulvia a hacer algo que no quiera hacer. Pero fue ella quien te eligió a ti personalmente.
– ¿Y quién heredará el dinero? -le preguntó Clodio, que empezaba a recuperarse… y empezaba a pensar que podría lograr que aquella divina ciruela le cayera en aquel circuncidado regazo suyo.
– Fulvia lo hereda todo. La fortuna es mayor que la de Marco Craso.
– Pero la lex Voconia… ¡Ella no puede heredar! ¡Claro que puede, mi querido Publio! -dijo Apio Claudio-. Cornelia, la madre de los Gracos, se procuró una exención senatorial de la lex Voconia para Sempronia, y Sempronia y Fulvio Bambalión consiguieron otra para Fulvia. ¿Por qué crees que Cayo Cornelio, el tribuno de la plebe, trató con tanto ahínco de despojar al Senado del derecho de otorgar exenciones personales de las leyes? Una de las mayores quejas que tenía era contra Sempronia y Fulvio Bambalión por pedirle al Senado que permitiera que Fulvia heredara.
– ¿Lo hizo? ¿Quién? -preguntó Clodio, cada vez más perplejo.
– ¡Oh, es verdad! Tú te encontrabas en el Este cuando eso ocurrió, y estabas demasiado ocupado para prestar atención a lo que ocurría en Roma -le dijo Apio Claudio al tiempo que esbozaba una amplia y fatua sonrisa-. Ocurrió hace dos años.
– De manera que Fulvia lo hereda todo…
– repitió lentamente Claudio.
– Fulvia lo hereda todo. Y tú, queridísimo hermanito, vas a heredar a Fulvia.
Pero, ¿iba él a heredar a Fulvia? A la mañana siguiente, después de peinarse el cabello y de vestirse con esmerado cuidado de modo que los pliegues de la toga quedasen colgando correctamente, Publio Clodio se puso en camino hacia la casa de Sempronia y de su marido, que era el último miembro de aquel clan de Fulvios que había apoyado con tanto ardor a Cayo Sempronio Graco. No era, descubrió Clodio mientras un mayordomo entrado en años lo conducía al atrio, una casa especialmente bonita, ni grande, ni cara, ni se encontraba en la mejor parte de las Carinae. El templo de Telo -una destartalada construcción que se estaba convirtiendo en ruinas por falta de cuidados- la privaba de la vista más allá del Palus Ceroliae, hacia el monte Aventino, y las ínsulas del Esquilmo se alzaban a menos de dos calles de distancia.
El mayordomo le había informado de que Marco Fulvio Bambalión se encontraba indispuesto; lo recibiría la señora Sempronia. Buen conocedor del adagio de que todas las mujeres se parecen a sus madres, Clodio sintió que se le hundía el corazón cuando vio por primera vez a la ilustre y elusiva Sempronia. Una Cornelia típica, rolliza y sencilla. Nacida no mucho antes de que Cayo Sempronío Graco se quitara la vida, era la única hija superviviente de toda aquella desafortunada familia; había sido entregada como deuda de honor al único hijo superviviente de los aliados Fulvios de Cayo Graco, porque ellos lo habían perdido todo como consecuencia de aquella inútil revolución. Se habían casado durante el cuarto de los consulados de Cayo Mario, y mientras Fulvio -que había preferido adoptar un nuevo cognomen, Bambalión- se esforzaba por hacer una nueva fortuna, su mujer se dedicó a volverse invisible. Lo hizo tan bien que ni siquiera la diosa de los nacimientos, Juno Lucina, había sido capaz de encontrarla, pues era estéril. Luego, a la edad de treinta y nueve años, asistió a las fiestas lupercales y tuvo la suerte de ser golpeada por un pedazo de piel de cabra desollada mientras uno de los sacerdotes danzaba y corría desnudo por la ciudad. Esta cura para la infertilidad nunca fallaba, y tampoco falló en el caso de Sempronia. Nueve meses después dio a luz a su única hija, Fulvia.
– Bien venido seas, Publio Clodio -le dijo al tiempo que le señalaba una silla.
– Señora Sempronia, es un gran honor -dijo Clodio haciendo gala de sus mejores modales.
– Supongo que Apio Claudio te ha informado ya -le indicó ella mientras lo estudiaba con la mirada, pero con un rostro exento de cualquier impresión.
– Sí.
– ¿Y te interesa casarte con mi hija?
– Es más de lo que nunca hubiera esperado.
– ¿El dinero o la alianza?
– Ambas cosas -dijo Clodio, pues comprendió que el disimulo era inútil; Sempronia sabía mejor que nadie que él nunca había tenido ocasión de ver a su hija.
Sempronia asintió sin ofenderse.
– No es precisamente el matrimonio que yo habría elegido para ella, y Marco Fulvio tampoco está rebosante de gozo.
– Dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros-. Sin embargo, no en vano Fulvia es nieta de Cayo Graco. En mí nunca moraron partes del espíritu y del fuego de los Gracos. Mi marido tampoco heredó el espíritu y el fuego de los Fulvios. Lo cual debió de enojar a los dioses. Fulvia se llevó una parte de nosotros dos. No sé por qué se ha encaprichado contigo, Publio Clodio, pero así es, y hace ya de ello ocho años. Entonces empezó su determinación de casarse contigo y con nadie más, y nunca ha disminuido. Ni Marco Fulvio ni yo podemos con ella, es demasiado fuerte para nosotros. Si la quieres, tuya es.
– ¡Claro que me querrá! -dijo una voz joven desde la puerta abierta que daba al jardín peristilo.
Y entró Fulvia; no andaba, sino que corría. Así era su carácter, una precipitación loca hacia lo que deseaba, sin tomarse tiempo para meditar.
Clodio observó, sorprendido, que Sempronia se levantaba inmediatamente y se marchaba. ¿Sin carabina? ¿Hasta qué punto era decidida Fulvia?
Clodio se había quedado sin habla; estaba demasiado ocupado mirando. ¡Fulvia era bella! Tenía los ojos de color azul oscuro, el pelo castaño claro extrañamente veteado, la boca bien formada, la nariz aguileña, perfecta, casi la misma estatura que él y una figura completamente voluptuosa. Diferente, poco común, como ninguna de las Familias Famosas de Roma. ¿De dónde procedía? El conocía la historia de Sempronia en las lupercales, desde luego, y ahora creía que Fulvia era una aparición.
– Bueno, ¿qué tienes que decir? -le preguntó exigente aquella extraordinaria criatura mientras se sentaba en el mismo lugar donde antes había estado su madre.
– Sólo que me has dejado sin aliento.
A ella le gustó aquello, y sonrió enseñando unos hermosos dientes, grandes, blancos y feroces.
– Eso está bien.
– ¿Por qué yo, Fulvia? -le preguntó Clodio, ahora con la mente fija en la principal dificultad, la circuncisión.
– Tú no eres una persona ortodoxa -repuso ella-y yo tampoco. Tú sientes. Yo también. A ti te importan las cosas como le importaban a mi abuelo, Cayo Graco. ¡Y yo venero a mis antepasados! Y cuando te vi ante el tribunal luchando contra dificultades insalvables, mientras Pupio Pisón, Cicerón y los demás se burlaban de ti, sentí deseos de matar a todos los que querían hacerte picadillo. Confieso que yo sólo tenía diez años, pero comprendí que había encontrado a mi propio Cayo Graco.
Clodio nunca se había considerado a sí mismo a la altura de ninguno de los dos hermanos Gracos, pero ahora Fulvia había plantado una semilla intrigante. ¿Y si él se embarcara en esa clase de carrera, un demagogo aristócrata en defensa de las reivindicaciones de los no privilegiados? ¿No se enlazaba eso de un modo precioso con lo que había venido haciendo hasta la fecha? ¡Y qué fácil sería para él, que poseía un talento para llevarse bien con los humildes que ninguno de los dos Gracos había poseído!
– Por ti lo intentaré -dijo Clodio; y le dirigió una sonrisa deliciosa.
A Fulvia se le cortó la respiración y jadeó de forma audible. Pero lo que dijo fue extraño:
– Soy una persona muy celosa, Publio Clodio, y eso no me convertirá en una esposa de trato fácil. Si tan sólo te atreves a mirar a otra mujer, te sacaré los ojos.
– No podría mirar a otra mujer -dijo él sobriamente, cambiando de la comedia a la tragedia con más rapidez que un actor para cambiarse de máscara-. En realidad, Fulvia, es posible que cuando conozcas mi secreto seas tú la que no quieras mirarme a mí.
Aquello no la consternó lo más mínimo; en cambio pareció quedar fascinada; se inclinó hacia adelante.
– ¿Tu secreto? -Mi secreto. Y es un secreto. No te pediré que me jures guardarlo porque sólo hay dos clases de mujeres. Las que lo jurarían pero luego lo contarían alegremente, y las que guardarían un secreto sin jurarlo. ¿Tú de qué clase eres, Fulvia?
– Depende -dijo ésta esbozando una ligera sonrisa-. Creo que pertenezco a las dos clases. Así que no juraré nada. Pero soy leal, Publio Clodio. Si tu secreto no te empequeñece ante mis ojos, lo guardaré. Eres la pareja que yo he elegido, y yo soy leal. Moriría por ti.
– ¡No mueras por mí, Fulvia, vive para mí! -le gritó Clodio, que se estaba enamorando con mayor rapidez con que la pelota de corcho de un niño cae por una catarata.
– ¡Dímelo! -le pidió ella pronunciando las palabras con furia.
– Mientras estaba en Siria con mi cuñado Rex -empezó a decir Clodio-, me raptó un grupo de árabes esquenitas. ¿Sabes qué son?
– No.
– Son una raza procedente del desierto de Asia, y habían usurpado muchos de los puestos y las propiedades que los griegos de Siria poseían antes de que Tigranes transportase a los griegos hasta Armenia. Cuando Tigranes cayó, los griegos regresaron y se encontraron con que ya no tenían nada. Los árabes esquenitas lo controlaban todo. Y a mí me pareció que aquello era terrible, así que me puse a trabajar para que los griegos fueran restituidos en su lugar y los árabes esquenitas regresaran al desierto.
– Naturalmente -dijo Fulvia haciendo un gesto de asentimiento-. Eso forma parte de tu naturaleza, la lucha en favor de los desposeídos.
– Pero mi recompensa fue que aquella gente del desierto me raptó y me sometió a algo que ningún romano puede tolerar; a algo tan desgraciado y ridículo que si llegase a saberse, yo nunca podría volver a vivir en Roma -dijo amargamente Clodio.
Toda clase de cosas se sucedieron rápidamente por aquella intensa mirada azul oscuro mientras Fulvia pasaba revista a las alternativas.
– ¿Y qué te hicieron? -preguntó ella finalmente, perpleja por completo-. No se trataría de violación, sodomía ni brutalidad. Esas cosas se comprenderían y se perdonarían.
– ¿Qué sabes tú de sodomía y brutalidad?
Fulvia adoptó un aire presumido.
– Yo lo sé todo, Publio Clodio.
– Bien, pues no fue nada de eso. Me circuncidaron.
– ¿Qué has dicho que te hicieron?
– Veo que, a fin de cuentas, no lo sabes todo.
– Esa palabra, por lo menos, no. ¿Qué significa?
– Me cortaron el prepucio.
– ¿El qué? -volvió a preguntar ella desvelando nuevas capas de ignorancia.
Clodio suspiró.
– Sería mejor para las vírgenes romanas que las pinturas de las paredes no se concentrasen en Príapo -dijo-. Los hombres no están en erección todo el tiempo.
– ¡Eso ya lo sé!
– Pero lo que parece que no sabes es que cuando los hombres no están en erección, el bulbo que hay al final del pene se halla cubierto por una membrana que se llama prepucio -le explicó Clodio, cuya frente se estaba perlando de sudor-. Algunos pueblos tienen la costumbre de cortarlo, dejando así al descubierto de forma permanente el bulbo del final del pene. Eso se llama circuncisión. Los judíos y los egipcios lo hacen, y, por lo visto, los árabes también. Y eso es lo que me hicieron. ¡Me marcaron como a un marginado, como a un no romano!
El rostro de Fulvia parecía un cielo hirviendo, cambiando, dando vueltas.
– ¡Oh, mi pobre Clodio! -dijo casi a gritos. Sacó la lengua y se humedeció los labios-. ¡Déjame verlo! -le pidió.
Sólo la idea de hacerlo le produjo a Clodio espasmos y agitaciones; se percató entonces de que la circuncisión no produce impotencia, destino al que una permanente languidez desde que estaba en Antioquía parecía haberlo destinado. También descubrió que en ciertos aspectos era un mojigato.
– ¡No, decididamente no puedes verlo! -dijo bruscamente.
Pero Fulvia se había arrodillado delante de la silla de él y tenía las manos muy ocupadas en apartarle los pliegues de la toga y en empujar la túnica. Levantó la mirada hacia Clodio con una mezcla de malicia, deleite y desilusión; luego indicó con un gesto de la mano una lámpara de bronce que representaba un enorme, imposible Príapo, con la mecha abultada por la erección.
– Te pareces a ése -dijo Fulvia con una risita-. ¡Quiero vértelo para abajo, no levantado!
Clodio se levantó de la silla de un salto y se arregló la ropa, con los ojos, llenos de pánico, fijos en la puerta por si Sempronia volvía. Pero no regresó, ni al parecer hubo nadie que presenciara cómo la hija de la casa inspeccionaba lo que había de convertirse en sus bienes.
– Para vérmelo en su estado de reposo, tendrás que casarte conmigo -le dijo Clodio.
– ¡Oh, mi querido Publio Clodio, pues claro que me casaré contigo! -le gritó ella al tiempo que se ponía en pie-. Tu secreto está a salvo conmigo. Si realmente es algo tan deshonroso, nunca podrás mirar a otra mujer, ¿verdad?
– Soy todo tuyo -le dijo Publio Clodio recurriendo en seguida a las lágrimas-. ¡Te adoro, Fulvia! ¡Venero el suelo que pisas! Clodio y Fulvia se casaron a finales de quintilis, después de las últimas elecciones. Estas habían estado repletas de sorpresas, empezando por la solicitud de Catilina de presentarse in absentia como candidato para el consulado del siguiente año. Pero aunque se retrasó el regreso de Catilina de su provincia, otros hombres procedentes de África habían hecho asunto suyo estar en Roma antes de las elecciones. Parecía evidente que el cargo de Catilina como gobernador de África se distinguía sólo por la corrupción, y los recaudadores africanos -de impuestos y de otras cosas- que habían acudido a Roma no guardaban en secreto sus intenciones de hacer que juzgaran a Catilina en el momento en que llegase a casa bajo la acusación de extorsión. Así que el cónsul supervisor de las elecciones curules, Volcacio Tulo, había decidido prudentemente rechazar la candidatura in absentia de Catilina, basándose para ello en que éste estaba bajo la sombra de un procesamiento.
Luego estalló un escándalo peor. A los candidatos triunfantes para los consulados del año siguiente, Publio Sila y su querido amigo Publio Autronio, se les halló culpables de soborno masivo. La lex Calpurnia de Cayo Pisón podía ser un barco que hacía agua en lo referente a sobornos, pero las pruebas contra Publio Sila y Autronio eran tan contundentes que ni siquiera aquella legislación tan poco correcta podía salvarlos. De ahí que la pareja estuviera muy bien dispuesta a declararse culpables y ofreciera llegar a un trato con los cónsules existentes y con los nuevos cónsules electos, Lucio Cotta y Lucio Manlio Torcuato. El resultado de esta astuta jugada fue que se retiraron los cargos a cambio del pago de fuertes multas y de que los dos hombres jurasen que ninguno de ellos se presentaría nunca más como candidato a un cargo público; el que se salieran con la suya fue posible gracias a la ley de sobornos de Cayo Pisón, que contemplaba soluciones como aquélla. Lucio Cotta, que quería que los llevaran a juicio, se puso lívido cuando sus tres colegas votaron que aquellos sinvergüenzas pudieran conservar tanto la soberanía como la residencia, así como también la mayor parte de sus muy inmensas fortunas.
Todo lo cual, en realidad, no le concernía a Clodio, cuyo objetivo era, igual que ocho años antes, Catilina. Con la mente convertida en un revoltijo de sueños de venganza, Clodio se impuso sobre los demandantes africanos para ejercer de fiscal en el procesamiento de Catilina. ¡Maravilloso, maravilloso! ¡El justo castigo de Catilina estaba al alcance de su mano justo cuando él, Clodio, acababa de casarse con la muchacha más excitante del mundo! Todas las recompensas le llegaban juntas, y encima Fulvia resultó ser una ardiente partidaria y ayudante, en absoluto la modosa mujercita que se queda en casa que otros hombres que no fueran Clodio quizás hubiesen preferido.
Al principio Clodio trabajó frenéticamente para reunir pruebas y testigos, pero el caso de Catilina era uno de esos asuntos enloquecedores donde nada sucede lo suficientemente de prisa, desde encontrar las pruebas hasta localizar a los testigos. Un viaje a Utica o Hadrumtum duraba dos meses, y la tarea requería muchos viajes a África como aquél. Clodio se ponía nervioso y se sulfuraba, pero entonces Fulvia le decía:
«Piensa un poco, querido Publio. ¿Por qué no seguir arrastrando el caso eternamente? Si no está concluido antes del próximo quintilis, entonces a Catilina no se le permitirá, durante dos años seguidos, presentarse al consulado, ¿no es cierto?»
Clodio en seguida vio claro el objetivo de aquel consejo, y aminoró el paso hasta hacerlo semejante al de un caracol africano. Se aseguraría de que Catilina fuera hallado culpable, pero eso no ocurriría hasta al cabo de muchos meses. ¡Brillante!
Entonces tuvo tiempo para pensar en Lúculo, cuya carrera estaba terminando en un desastre. Mediante la lex Manilia, Pompeyo había heredado el mando de Lúculo contra Mitrídates y Tigranes, y había procedido a ejercer sus derechos. Lúculo y él se habían reunido en Danala, una remota fortaleza galacia, y se habían peleado tan violentamente que Pompeyo -que hasta entonces había sido reacio a aplastar a Lúculo bajo el peso de su imperium maius- emitió formalmente un decreto por el que cualquier acción de Lúculo quedaba fuera de la ley, y luego lo desterró de Asia. Pompeyo volvió a reclutar a los fimbrianos; aunque eran libres de volver por fin a casa, después de todo los fimbrianos no podían enfrentarse a una importante confusión como aquélla. El hecho de servir en las legiones de Pompeyo el Grande era algo que les sonaba bien.
Desterrado en circunstancias terriblemente humillantes, Lúculo volvió a Roma de inmediato y se sentó en el Campo de Marte para aguardar el triunfo que estaba seguro que le concedería el Senado. Pero su sobrino Cayo Memmio, tribuno de la plebe, le dijo a la Cámara que si intentaba concederle a Lúculo un triunfo, se las arreglaría para que se aprobasen en la Asamblea Plebeya las leyes oportunas para negarle a Lúculo cualquier triunfo; el Senado, dijo Memmio, no tenía derecho constitucional para conceder tales beneficios. Catulo, Hortensio y el resto de los boni lucharon contra Memmio con uñas y dientes, pero no consiguieron reunir el apoyo suficiente para contrarrestarle; la mayor parte del Senado era de la opinión de que su derecho a otorgar triunfos era más importante que Lúculo, así que, ¿por qué preocuparse por Lúculo y empujar a Memmio a sentar un precedente no deseado?
Lúculo se negó a ceder. Cada día que se reunía el Senado él hacía petición de triunfo. Su querido hermano, Varrón Lúculo, también tenía problemas con Memmio, que intentaba condenarle como culpable de desfalcos ocurridos muchos años antes. De todo lo cual podía deducirse sin temor a equivocarse que Pompeyo se había convertido en un enemigo desagradable de los Lúculos… y de los boni. Cuando Lúculo y él se habían reunido en Danala, Lúculo le había acusado de entrometerse para quedarse con todo el mérito por una campaña que en realidad había ganado él, Lúculo. Un insulto mortal para Pompeyo. En cuanto a los boni, todavía estaban obstinadamente en contra de aquellos mandos especiales para el Gran Hombre.
Cualquiera podía haber esperado que la esposa de Lúculo, Clodilla, fuera a visitar a éste a su lujosa villa en la colina Pincia, cerca del pomerium, pero no lo hizo. A los veinticinco años, ahora era toda una mujer de mundo; tenía la fortuna de Lúculo a su disposición y nadie, excepto su hermano mayor, Apio, supervisaba sus actividades. Tenía muchos amantes, por lo que su reputación no era precisamente respetable.
Dos meses después del regreso de Lúculo, Publio Clodio y Fulvia fueron a visitarla, aunque no con la intención de llevar a cabo una reconciliación. En cambio Clodio le explicó a su hermana pequeña -mientras Fulvia escuchaba con avidez- lo que él le había dicho a Lúculo en Nisibis: que Clodia, Clodilla y él habían hecho algo más que limitarse a dormir juntos. A Clodilla le pareció que aquello era una buena broma.
– ¿Quieres que él vuelva? -le preguntó Clodio.
– ¿Quién, Lúculo? -Los ojos grandes y oscuros de Clodilla se abrieron mucho y lanzaron destellos-. ¡No, no quiero que vuelva! ¡Es un viejo, ya era viejo cuando se casó conmigo hace diez años… y yo tenía que atiborrarle de mosca hispánica para conseguir que se le empinase!
– Entonces, ¿por qué no vas a verle a la colina Pincia y le dices que quieres divorciarte de él? -Clodio puso cara de bueno-. Si te apetece un poco de venganza, podrías confirmarle lo que yo le dije en Nisibis, aunque a lo mejor decide hacer público el asunto, cosa que podría resultar difícil para ti. Estoy dispuesto a aceptar la parte que me toque del ultraje, y Clodia también. Pero si tú no estás dispuesta, los dos lo comprenderemos.
– ¿Dispuesta? -chilló Clodilla-. ¡Me encantaría que difundiera la historia! Lo único que tenemos que hacer es negarlo en medio de muchas lágrimas y de protestas de inocencia. La gente no sabrá qué creer. Todo el mundo se da cuenta de cómo están las cosas ahora entre Lúculo y tú. Los que están de su parte creerán la versión de los hechos que de Lúculo. Los que estén de nuestra parte, como nuestro hermano Apio, nos creerán terriblemente injuriados. Y la mayoría no sabrá a qué carta quedarse.
– Sé tú la primera en pedir el divorcio -le recomendó Clodio- Así, aunque él también se divorcie de ti, no podrá despojarte de una buena parte de su riqueza. No tienes dote en la que apoyarte.
– Qué inteligente eres -ronroneó Clodilla.
– Siempre podrías volver a casarte -intervino Fulvia.
La morena y hechicera cara de su cuñada se contrajo y se volvió malévola.
– ¡Yo no! -gruñó-. ¡Un marido ya ha sido demasiado! ¡Muchas gracias, pero quiero manejar mi propio destino! Ha sido un gozo tener a Lúculo en el Este, y he ahorrado a escondidas para el futuro una jugosa fortuna a sus expensas. Aunque, desde luego, me resulta atractiva la idea de ser la primera en pedir el divorcio. Apio puede negociar un acuerdo que me de lo suficiente para el resto de mi vida.
Fulvia soltó una risita de júbilo.
– ¡Eso sembrará la discordia en Roma!
Y, desde luego, sembró la discordia en Roma. Aunque Clodilla se divorció de Lúculo, éste luego se divorció públicamente de ella haciendo que uno de sus clientes importantes leyera su proclamación desde la tribuna. Los motivos que tenía, dijo, no eran solamente que Clodilla hubiera cometido adulterio con muchos hombres durante su ausencia; también había mantenido relaciones incestuosas con su hermano Publio Clodio y con su hermana Clodia.
Como era natural, la mayoría de la gente quería creerlo, sobre todo porque resultaba deliciosamente espantoso, pero también porque los Claudios/Clodios Pulcher eran una pandilla de extravagantes, brillantes, impredecibles y excéntricos. ¡Lo habían sido durante generaciones! Patricios, no había más que decir.
El pobre Apio Claudio se lo tomó muy mal, pero tenía suficiente sentido común como para ponerse belicoso por ello; su mejor defensa consistió en acechar por el Foro con cara de que lo último de lo que quería hablar en el mundo era de incesto, y la gente cogía la indirecta. Rex había permanecido en el Este como uno de los legados senior de Pompeyo, pero Claudia, su esposa, adoptó la misma actitud que su hermano mayor, Apio. El mediano de los tres hermanos varones, Cayo Claudio, era bastante mediocre desde el punto de vista intelectual para ser un Claudio, y por ello no era considerado un blanco que valiera la pena por los chistosos del Foro. Por suerte el marido de Clodia, Celer, también se encontraba ausente, pues estaba destinado en el Este, como lo estaba su hermano, Nepote; ellos se habrían sentido más violentos y les habrían hecho algunas preguntas difíciles de contestar. Tal como fueron las cosas, los tres culpados iban por ahí con cara de inocentes e indignados, y se revolcaban de risa por el suelo cuando no había ningún extraño presente. ¡Qué magnífico escándalo!
No obstante, fue Cicerón quien tuvo la última palabra.
– El incesto es un juego al que puede jugar toda la familia-sentenció con aire grave ante una gran multitud de asiduos del Foro. Clodio había de lamentar aquella imprudencia suya cuando por fin llegó el juicio de Catilina, porque muchos miembros del jurado lo miraron con recelo y permitieron que sus dudas influyeran en el veredicto. Fue una dura y amarga batalla que Clodio, por su parte, libró con valentía; había seguido muy en serio el consejo de Cicerón acerca de la desnudez de sus prejuicios y su malicia, y llevó a cabo la acusación con habilidad. Que él perdiera y Catilina fuera absuelto no podía atribuirse siquiera a algún soborno, y él había aprendido lo suficiente como para no dar a entender que había habido soborno cuando triunfó el veredicto de ABSOLVO. Llegó a la conclusión de que era justo lo que había caído en suerte, en parte también debido a la calidad de la defensa, que había sido formidable.
– Lo has hecho muy bien, Clodio -le dijo César después-. No ha sido culpa tuya que hayas perdido. Incluso los tribuni aerarii de aquel jurado eran tan conservadores que hacían que Catulo pareciera un radical.
– Se encogió de hombros-. Era imposible que vencieras con Torcuato al frente de la defensa, sobre todo después del rumor que ha corrido de que Catilina había planeado asesinarlo el pasado día de año nuevo. Defender a Catilina ha sido el modo de decir de Torcuato que había decidido no hacer caso de ese rumor, y el jurado estaba impresionado. Aun así, tú lo has hecho muy bien. Has presentado el caso de forma impecable.
A Publio Clodio más bien le caía simpático César, pues reconocía en él otro espíritu inquieto, y envidiaba aquel control de sí mismo del que Clodio carecía. Cuando llegó el veredicto había sentido tentaciones de ponerse a chillar, a aullar y a llorar. Pero entonces sus ojos se posaron en César y en Cicerón, que estaban de pie juntos, mirando, y algo que vio en el rostro de aquellos hombres le conminó a callarse. Obtendría su venganza, pero no aquel día. Comportarse como un mal perdedor no podía beneficiar a nadie excepto a Catilina.
– Por lo menos ya es demasiado tarde para que se presente como candidato al consulado -le dijo Clodio a César dejando escapar un suspiro-, y eso, en parte, ya es una victoria.
– Sí, tendrá que esperar otro año.
Subieron por la vía Sacra hacia la posada que había en la esquina del Clivus Orbius, con la imponente fachada del arco de Fabio Alobrógico, que atravesaba la vía Sacra, llenándoles la vista. César iba de camino a su casa y Clodio se dirigía a la posada en sí, donde se alojaban sus clientes de África.
– Conocí a un amigo tuyo en Tigranocerta -le comentó Clodio.
– Oh, dioses. ¿Quién podría ser?
– Un centurión llamado Marco Silio.
– ¿Silio? ¿Silio de Mitilene? ¿Un fimbriano?
– El mismo. Te admira mucho.
– La admiración es mutua. Es un buen hombre. Por lo menos ahora ya puede volver a casa.
– Por lo visto no, César. Hace poco he recibido una carta de él escrita desde Galacia. Los fimbrianos han decidido alistarse con Pompeyo.
– Ya me extrañaba a mí. Esos viejos soldados lloraban mucho por volver al hogar, pero cuando se presenta una buena campaña, el hogar, en cierto modo, pierde todo su encanto.
– César extendió la mano y esbozó una sonrisa-. Ave, Publio Clodio. Tengo intención de seguir tu carrera con interés.
Clodio se quedó algún rato a la puerta de la posada, mirando fijamente al vacío. Cuando por fin entró, parecía el prefecto de su escuela, erguido, revestido de honor, incorruptible.