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En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres. Lo supe desde que era una niña que caminaba junto a los muebles, mirándolos como observan los mayores las montañas recortadas en el cielo. Tenía que levantar la cabeza y ponerme de puntillas para ver las mecedoras de madera, las mesas de cerezo, las sillas tapizadas de terciopelo, las camas de dosel. Entonces aún me resultaba fácil buscar rincones donde esconderme de los miedos infantiles, refugios absurdos donde me sentía segura. Había escondites en las paredes, entre las butacas y las cortinas que caían pesadas, tras la chimenea, en el ángulo que formaba el guardarropa con la pared. Me encogía y esperaba, el corazón acelerado, que alguien viniera a mi encuentro.
Los fantasmas no tenían las formas blancas que aparecían en mis tebeos o en el cine. En las sábanas que se tendían detrás de la casa, en unos porches abiertos al exterior, justo donde empezaba el huerto de los naranjos, no estaban. Estaba segura de ello. Como me entretenía en verlas volar, empujadas por la brisa de la mañana, el airecillo del mediodía, o el viento de las tardes agitadas, sabía que sólo eran telas blancas. Olían a azahar por la proximidad de los árboles, pero no ocultaban secretos. Volaban bien alto, se alzaban sólo un poco, o reposaban verticales, mientras el sol les robaba los restos de agua y el aire les traía buenos aromas.
Tampoco tenían rostros extravagantes ni expresiones que provocasen temor. No eran figuras concretas que se pudieran descubrir fácilmente a través de los sentidos, aunque los sentidos las adivinaran. Yo intuía su presencia, aveces tranquilizadora, a veces inquietante. Pero no eran espantajos que me turbasen el sueño o que me despertaran en mitad de la noche. Eran fantasmas amables, si no se les contradecía; generosos, cuando les contaba mis manías de adolescente. Tenían la paciencia de quien dispone de todo el tiempo del mundo por delante. La gracia de los que nunca harán un gesto que los transforme ante nuestros ojos. El encanto de lo que no se dice. Me acompañaban siempre. Estaban en la casa y ocupaban cada rincón de ella, con la certeza de que nada podía hacer que me abandonasen. Me esperaban en las habitaciones, a lo largo del pasillo, en las salas que se comunicaban con puertas correderas. Me hacían un guiño cuando contaba mentiras para volver más tarde los sábados. Mostraban un gesto triste si no les prestaba atención.
Los fantasmas de mis madres estuvieron conmigo durante una infancia larga y una adolescencia casi eterna, hasta que un día desaparecieron y no volvieron. Esto ocurrió cuando conocí a Ramón y aún no debo hablar de ello. Ahora es el turno de la casa donde he vivido desde que nací y, sobre todo, de los retratos de dos mujeres, colgados en la pared de mi dormitorio. Dos mujeres muy bellas, que tenían la mirada oscura de los que han tenido que morir antes de tiempo.
Cuando era pequeña, me preguntaba si la naturaleza me regalaría parte de su encanto. Nunca estuve muy segura de ello, porque me parecía imposible igualarlas en algo. Ellas eran como una mañana limpia de nubes. En la pintura, lucían la piel tersa, los ojos de almendra, las manos pequeñas, nerviosas, que no se resignan a la inmovilidad.
Me imaginaba sus movimientos como un zumbido de abejas en días soleados, la sonrisa tímida, sólo insinuante, que se convertía en una risa de cristal, ancha y feliz. La verdad es que nunca supe si fueron felices. De sus vidas, me llegaban relatos imprecisos que no me servían de mucho para conocer el original. De su rostro, quedaban las fotografías que llenaban aquella casa. Fotografías de las dos, perdidas en un baúl, en un libro cualquiera, sobre el anaquel de una estantería. Tenía, además, los retratos al óleo que había en mi habitación. Prefería suponerlas vivas. Me las inventaba capaces de salir airosas de cualquier obstáculo. Cuando me miraba en el espejo, el rostro adolescente todavía no del todo perfilado, la piel con algún granito inoportuno, el pelo demasiado liso, no podía evitar comparar mi cara con las suyas.
En la pared que quedaba a la derecha de mi cama, había una ventana que daba al huerto. Apoyada en el alféizar, me gustaba extender la mirada por el trozo de paisaje que se recortaba en el marco de madera. Era un paisaje tranquilo, de naranjos y muros de piedra. A lo lejos, una palmera esbelta y la sombra de algunas casas, la pendiente de sus tejados, la torre de humo que salía de sus chimeneas. Era una visión tan agradable… Había llegado a aprenderme de memoria cada uno de los matices del cielo: resplandeciente por la mañana, vivísimo al mediodía, mortecino todas las tardes, cuando giraba hacia un rojo rodeado de gris. En la pared de la izquierda, estaba el retrato de mi abuela: Sofía Riba Morell, muerta a los veinte años. Tenía el cuello esbelto y los hombros redondos, finos. El pelo le cubría el escote en una dispersión de color miel y arena tostada. La cara larga, con los pómulos marcados, a pesar de una juventud que se habría adecuado mejor a las redondeces de carne propias de la época. Me habían explicado poco de su existencia breve y supuestamente satisfactoria. Supe que se casó muy joven con Mateo Feliu Pujol, un médico de Andratx que debió de quererla con una pasión calmada de hombre de bien. Ninguno de los dos se haría demasiadas preguntas; ella no tuvo tiempo. Vivieron en la casa donde yo viví después y engendraron una hija. Mi abuela vería pasar los días uno tras otro, monótonos y repetidos, en pugna con la prisa que le dictaban los ojos, aquella mirada que, a pesar de los esfuerzos del pintor por hacer un retrato convencional, no era capaz de ocultar el hambre de vivir que tenía.
Delante de mi cama, ocupando una parte considerable de la pared, colgaba el retrato de mi madre: Elisa Feliu Riba, una mujer que tuvo una vida corta. Tenía la misma edad que la otra, veinte años mal contados, cuando murió en circunstancias extrañas. Circunstancias sobre las que todos los que estaban a mi alrededor se apresuraron en tejer el velo del misterio y del silencio, desde que era una niña. Una niña a quien nadie quería responder cuando preguntaba por ella. Mi madre estaba en el cielo, me decían mientras acariciaban mis cabellos. En el cielo y en el retrato, pensaba yo sin decir palabra. Hasta que hube superado los veinte años no respiré tranquila, liberada de una especie de maldición familiar que había imaginado que se perpetuaría en mí.
Elisa Feliu llevaba el cabello recogido en la nuca. A pesar de aquel orden aparente, un signo de contención bien distinto de la cabellera suelta del retrato de la abuela, nada alteraba la imagen de la muchacha rebelde. En los ojos, la mirada oscura de los gatos, que -curiosa ironía- tienen siete vidas, cuando la suya fue tan corta. En los labios, un rictus de firmeza, de voluntad. En las manos, un poco más pequeñas que las de la abuela, los dedos largos, finos, y un rastro muy sutil de venas marcadas en la blancura de la piel. Unas manos hechas para moverse al compás de las palabras, acentuando sus intensidades. En la barbilla, la inclinación justa de los que pisan el mundo confiados. Llevaba un vestido entre anaranjado y marrón, la oscilación de los colores dependía de la luz que entraba por la ventana y se proyectaba en ellos. Arriba, un mechón de cabello oscuro, que escapaba del peinado.
Eran parecidas y, a la vez, eran distintas. Durante las horas que dediqué a observar los retratos, largos ratos de observación curiosa y fascinada, intenté descifrar sus detalles. Ambas eran jóvenes y bellas, de una belleza poco frecuente, que se alejaba de los cánones. La abuela tenía quizá la nariz demasiado grande, cosa que, al levantar la cabeza en la tela, la dotaba de un gesto un punto altivo. A mi madre le ocurría con la boca: unos labios incómodos para una señora de buena familia, porque eran carnosos en exceso. Me recordaban a la fruta cuando está muy madura, en el momento preciso en que la carne escapa del envoltorio débil de la piel y derrama jugos de melocotón o de ciruela. La mirada, sin embargo, las diferenciaba. Los ojos de garza de la abuela me miraban con una chispa de felicidad pequeña, de andar por casa. Observarlos me llevaba a pensar en cosas sencillas, sin complicaciones. Cosas como los cubrecamas de encaje que ella había tejido, o como los tarros de confitura, que aún se utilizaban en la cocina, donde había escrito con una caligrafía pulcrísima, un poco inclinada, los nombres de la frutas: albaricoque, cereza, ciruela, naranja. Decían que era una experta entre las cacerolas y los fogones. Entretenía las horas muertas de su juventud preparando helados, horneando tartas, o probando los guisados de carne que se cocinaban poco a poco en un puchero.
La mirada de mi madre no tenía nada que ver con los bordados de la abuela. Ni tampoco con su paciencia en los fogones. Eran unos ojos que me producían una mezcla de sentimientos: por una parte, me inquietaban. Tiempo atrás, cuando era una cría, me habían enseñado a creer en los fantasmas. Descubrí que aquellos ojos no podían desaparecer y dejar al mundo a oscuras. Estaban ahí, jugando al escondite por los recodos de mi casa, ocultos en el mismo sitio donde yo me escondía. No sé si para huir de ellos o para encontrarlos. Por otra parte, me avergonzaban un poco. Eran unos ojos que reclamaban la vida, que la querían entera para exprimirla y agotarla, hasta que no quedara nada, ni una sola gota, en el pozo de la existencia. No se conformaban con la vida tranquila que, antes, había vivido la abuela en aquellas mismas paredes. La abuela, que tenía una mirada hambrienta de vivir, pero que no era como la otra, una exigencia permanente, confusa e inexplicable. Llevaba el pelo recogido en la nuca, pura convención, a propuesta seguramente del pintor, que debía de considerar excesivos sus rasgos de mujer que busca. El hombre se propondría contenerla y no se le ocurrió otra cosa que sujetarle el pelo: grave error. En realidad, el mechón huidizo era un signo de revuelta minúscula. La cabellera recogida servía, contradicciones del retrato, para subrayar el óvalo de la cara, la forma delicada de las sienes, la frente. Descubría las orejas menudas, el cuello provocadoramente desnudo, y una mirada demasiado intensa.
Descubrí que mi rostro constituía una suma de sus excesos, una combinación que no me gustaba mucho. En mi cara todo era un poco grande: la nariz, los ojos, los labios. Resultaba una serie de desproporciones. Casi durante toda la adolescencia, llevé el pelo recogido en una trenza. Era una forma cómoda de no tener que preocuparme ni de pensar en ello. De noche, deshacía la trenza de prisa, casi sin mirarme al espejo, me pasaba un peine y me olvidaba. Hasta que cumplí los veintiún años no fui capaz de sentarme ante el espejo de mi habitación, soltarme el lazo que lo contenía, y dejar que el pelo se desparramase por mis hombros sin ansiedad alguna. Entonces me pregunté cómo era posible ser una mezcla tan exacta de dos caras; y tuve miedo.
La casa en donde vivíamos era un lugar especial. En aquel sitio habitaban los elementos en estado puro porque era una fuente de energía tranquila. Un lugar que respira calma, sin obcecaciones ni prisas, al margen de las danzas del mundo. Caía la lluvia con más intensidad que en otros puntos de Palma, debido a la cercanía de la Serra Nord. De lejos, se recortaba su perfil azulado. En invierno, la temperatura del jardín estaba algunos grados por debajo de la del núcleo de la ciudad. El barrio de Sa Indioteria, a unos tres kilómetros del centro urbano, tenía una identidad propia. Estaba dividido en dos partes bien diferenciadas: Sa Indioteria Vella, calles con muros de piedra, la humareda azul de las casas. Se levantaban palmeras. Había alguna alberca con el agua color sapo y algas. La gente vivía en casas que tenían verjas abiertas a los caminos donde ladraban los perros. De vez en cuando, un conejo atravesaba un camino. Los pájaros se perseguían por los tejados y, en invierno, se solazaban encima de los capós de los coches.
Sa Indioteria Nova, que constituía un auténtico contraste visual para los peatones calmados, era una zona de edificios construidos en los setenta, que se habían ido multiplicando a medida que pasaban los años. Su desorden de geometrías y colores habría formado una mezcla confusa en la pupila de cualquier espectador atento. Durante años, vivieron ahí sólo los emigrantes que llegaban a Mallorca desde la Península. Buscaban trabajo y un techo. Pronto llenaron las calles de niñitos llorosos, de palabras nuevas, de costumbres traídas de fuera. La frontera entre los dos mundos -la calma del pasado y el caos del presente se dibujaba sin resquicios, con trazo firme. Justo en el límite entre los dos mundos, situada en el umbral que separaba el ayer plácido del hoy bullicioso, estaba La Casa de Albarca, antigua finca mallorquína que mi abuelo compró cuando era muy joven a una familia muy conocida en la ciudad.
La compró mi abuelo de Andratx, Mateo Feliu, porque se enamoró de su perfil de casa sólida que invita a vivir en ella, que ofrece cobijo. Antes, sin embargo, tuvo que hipotecar las tierras de su mujer, Sofía Riba, hija de un farmacéutico de la localidad de Llubí que le dejó, al morir, una fortuna mal repartida entre cuatro herederos. Mi abuela era la hija pequeña y confió en el proyecto del marido. Para desgracia suya, murió demasiado joven. Sólo vivió en la finca los tres primeros años de casada, antes de abandonar el mundo para siempre, aunque yo estaba convencida de que nunca se había marchado del todo. Estaba en el cuadro de mi cuarto, figura silenciosa que me acompañaba. Estaba, sobre todo, en los rincones de aquella casa que aprendió a hacer suya en un espacio de tiempo demasiado breve.
Cuando estaba viva, desde el balcón de la fachada principal aún se veía parte de la iglesia de Sant Josep del Terme. Las campanas repicaban a fiesta en los días claros; pero tocaban a muertos si alguien se iba. Tocaron largamente por ella una mañana, cuando parecía que nada iba a trastocar el orden de aquel mundo pequeño y seguro. Tocaron por su hija, la madre a quien no conocí. Tocarán algún día por mí, que no quiero salir de esta casa que es mi refugio. Cuando las oigo, no puedo evitar pensar en ello. La iglesia ya no se ve desde el balcón de La Casa de Albarca: hay demasiados edificios de construcción barata que separan la casa de la plaza de la iglesia. Cerca de esta plaza, está el convento de las monjas donde crece un almez. Es un almez parecido al que se levanta en el jardín de La Casa de Albarca, sombreando con las ramas enormes la visión del balcón. Entre ambos árboles se establece una curiosa relación de no coincidencia que el abuelo me ha contado muchas veces. Los almeces sólo dan fruto en años alternos: un año sí, pero el que viene no, como si establecieran un juego entre la generosidad y la escasez. Cuando el almez que crece en la casa de las monjas tiene frutos, el nuestro está yermo. No encontraríamos ni una almeza, ninguna de las primerizas, menudas, negruzcas, de hueso duro y poca pulpa. Los dos árboles juegan a alternarse. El año que dan fruto, sacan las primeras hojas de primavera antes. Mientras en uno brota el verde fuera de hora, el otro tiene aún las ramas desnudas.
Desde que tengo memoria he vivido en esta casa. He aprendido a ver cómo pasa el tiempo en el almez, mientras me entretenía en la observación callada de sus cambios. Cuando llega Navidad, el árbol está desnudo. Antes se ha producido la caída lenta de las hojas, que han transformado el verde en ocre, formando una capa de amarillo en el suelo del patio. Debajo del almez hay unos bancos de piedra en los que mi abuelo se sienta a leer el periódico, en las calmas de enero. Yo no voy muy a menudo. Es un lugar que me gusta contemplar desde lejos, entre idas y venidas.
Nunca he preguntado a mi abuelo si añora los atardeceres de Andratx, cuando el sol gira sobre las barcas del puerto. Tampoco me he atrevido a preguntarle si echa en falta a la abuela de veras, a la mía. Años después de enviudar se volvió a casar con una mujer minúscula que no nos estorba apenas. Se llama Margarita: es simple y aburrida como las flores que llevan su nombre. Nada que ver con las mujeres de sus retratos. El abuelo vive siempre como si tuviera que pedirme disculpas por aquel casamiento. En realidad, no hablamos mucho de ello. Existe un acuerdo tácito entre nosotros: yo no le hago preguntas ni comentarios inconvenientes. Nunca he pronunciado frases que puedan enturbiar su existencia plácida de hombre resignado a las pérdidas. Sé respetar sus silencios: los de todos los días, cuando fija la mirada en un punto indefinido, mientras comemos, y no dice palabra; los de los domingos, cuando aprovecha mis salidas para recluirse en la habitación de los retratos y verlas de nuevo. Intuyo que no sabe cómo resistirse: hace años que abandonó el combate contra los recuerdos y ha llegado a establecer un pacto para convivir con ellos. Le gusta mirarlas, porque su visión ya no provoca grietas en su corazón: son la mujer y la hija que perdió, cuando aún eran demasiado jóvenes para tener que morir. El abuelo es un hombre arrugado a quien la vida ha secado poco a poco. Su piel se ha vuelto mortecina. Se le han secado las pupilas, los labios, las manos, hasta que casi no ha quedado nada. Es fácil descubrirle la curva de los hombros, el paso lento y una ligereza que lo hermana con las hojas de los árboles.
Me llamo Carlota Feliu y soy hija única de Elisa Feliu, la nieta de Sofía Riba y Mateo Feliu. Vivo en una casa muy grande, donde cabríamos muchos más de los que la habitamos: mi abuelo y la abuela Margarita, los fantasmas de mis madres y yo misma. Todos los domingos, el abuelo sale de mi cuarto en cuanto me oye llegar. El ruido del motor del coche lo avisa de que he vuelto del cine o del teatro. Espera a oír cómo paso el cerrojo de las verjas y a cerciorarse de que he apagado el farol del jardín, hasta que mi figura se recorta en el hueco de la puerta. Entonces, todos los domingos mantenemos, más o menos, la misma conversación:
– Buenas noches, abuelo.
– Buenas noches. Me he sentado un rato en tu habitación. Se está bien al anochecer.
– Sí, sobre todo en invierno.
– Siempre. ¿De dónde vienes, a estas horas?
– De por ahí. ¿Dónde esta la abuela Margarita?
– Duerme desde hace rato. Ya sabes que ella es como los pajarillos de vuelo breve. Se cansa en seguida de todo. Ha cenado un poco y ha ido a acostarse.
– Sí. -Hice una pausa, antes de decir lo que esperaba escuchar-. No se parece mucho a ellas.
– No. -Silencio-. A ellas, nadie se parece excepto tú. Tú llevas su sangre.
– ¿No te gusta, abuelo?
– Me gusta y me preocupa a la vez. ¿Sabes? Creo que no fueron felices y me siento culpable de ello.
– No seas absurdo. Tú no tienes ninguna culpa. Y ellas no tuvieron tiempo de saborear la felicidad.
– Tienes razón. Pobres criaturas.
– No las debemos compadecer. No lo merecen. Me gustaría que me hablases de ellas. ¿Quieres contarme cómo eran?
– Hoy no, pequeña, estoy demasiado cansado. Además, hace tanto tiempo que tengo miedo de distorsionar las historias… A veces, yo mismo creo una mezcla extraña entre las dos.
– No quieres contarme más. Es como si te diera miedo recordarlas.
– Los recuerdos quietos no duelen. Son como el agua.
– ¿Qué recuerdos te inquietan?
– Ninguno -remueve la cabeza-. Dejémoslo. Te gusta demasiado hacer preguntas. Eres como ellas, Carlota.
No consigo sacar conclusiones de las palabras del abuelo. Me besa la frente y se apresura a buscar el amparo de su cuarto, la compañía de su mujer dormida, la calma del sueno. Mientras tanto, yo me muevo inquieta entre las sábanas. Estoy sola y he de esforzarme para que los pensamientos no vuelen. Se hace el silencio, roto por el ladrido de un perro o por el camión de la basura que recorre las calles del barrio. A veces se oyen los pasos del hombre que no duerme. He llegado a acostumbrarme a ellos. Se llama Ramón y también vive en la casa. Es el jardinero.
En el marco de la ventana se recorta un hombro desnudo. Desde la habitación, donde predominan los tonos violeta, el exterior es un pozo, como un mar en la noche oscura. Desde fuera, la visión de la mujer que se mueve delante de un espejo se perfila por el resquicio de las cortinas. Es una línea larga y vertical que permite una media contemplación de sus movimientos, tranquilos y pausados. Alza poco a poco el brazo y extiende la mano como si quisiera coger algo que huye. Mueve los dedos, a punto para tocar un piano inexistente o un instrumento de cuerdas que vibran en el aire. Flexiona las piernas y dobla la redondez de sus rodillas, convertidas en dos lunas.
Adopta la dejadez de los cuerpos que ignoran que alguien los vigila. Hay una ausencia de prisa y un coqueteo con la propia piel que se manifiesta en una cierta impudicia. Sería incapaz de repetir estos gestos, un poco voluptuosos, que se recrean en la autocontemplación, delante del marido que, a estas horas, toma una copita de jerez en el comedor, listas las visitas de la tarde. Cuando se encuentren, ella le sonreirá, honesta y satisfecha, y él capturará una imagen que seguirá los cánones de la perfecta discreción, de la disponibilidad justa. No adivinará las posturas del cuerpo solitario, los estiramientos de sus miembros, la flexibilidad de las carnes, la manera como dobla la cintura delante de la luna de la habitación violeta.
Sofía Riba es muy joven. Se casó hace medio año y la boda fue magnífica. La iglesia de Sant Josep del Terme se puso de gala, con lazos de seda blanca. Había uno a cada lado de los bancos. La novia también llevaba un trozo de seda en los puños del vestido. En el pelo, una coronilla de pétalos que, después de comer un ágape abundante regado con vino tinto, parecían un poco mustios. En un extremo de la sala donde se celebró el almuerzo de bodas, estaba la familia de la novia. Su madre, la esposa del farmacéutico de Llubí que había dejado el mundo pocos años antes, víctima de una bronquitis mal curada, había instalado sus redondeces en una silla acolchada. Tosía de vez en cuando, porque no había encontrado otra forma de hacer notar su presencia de gran señora caduca. El hermano, llamado Celestino como el padre, Dios lo tenga en la gloria, y que había heredado su porte de hombre elegante, calavera, bebía sin mesura. Volaban las copas de vino en sus manos finas, de persona poco acostumbrada al contacto con las cosas. Estaban las tres tías solteronas, que no ocupaban mucho espacio, pero que charlaban sin parar. Se llamaban Antonia, Magdalena y Ricarda.
La novia quiso casarse en Sa Indioteria, trastocando la costumbre familiar, que habían respetado, como mínimo, las últimas siete generaciones de mujeres de la familia, todas ellas casadas en Llubí. En realidad, éste no era el primer síntoma de rebeldía de una muchacha que, desde la infancia, manifestó una voluntad de hierro, mala de doblegar. Si lo hubieran preguntado a las tres tías, ninguna habría dudado en llevarse las manos a la cabeza, y en mover la barbilla en un gesto entre la consternación y la complicidad. Sofía era una chica tozuda a la que el marido debería atar corto si quería vivir tranquilo. Lo pensaban las tres, pero jamás se lo habrían dicho a nadie, era sangre de su sangre, la criatura que había preferido aquella iglesia aún sin terminar, en la que los vitrales que faltaban eran sustituidos por la piedra rasa, al campanario de Llubí. Estaban sorprendidas al comprobar que su madre no se lo había tomado a mal, secretamente convencidas de que aún perduraba el impacto de la última decisión de la novia: hipotecar los bienes heredados del padre para embarcarse con el marido en la compra de la finca.
La Casa de Albarca estaba a medio día en carro desde el centro de la ciudad. Se hallaba rodeada de tierras de cultivo y de pequeñas casitas que parecían un belén. Casas con humaredas grises que subían cielo arriba. Enterrarse ahí les parecía un disparate enorme, pero no se atrevían a decirlo. Se alegraban, en cambio, de verla contenta, porque había sido una niña extraña, muy diferente de las demás mujeres de la familia. De pequeña, perdía las horas contemplando las nubes. Le agradaba pasarse largos ratos sentada junto a los fogones de la cocina, escuchando las conversaciones de las cocineras. Mientras tanto, espiaba las ollas que hervían o la comida que se doraba en el horno. Era una niña de pocas palabras y de muchos pensamientos. Así la definían las tías, admiradas tanto de sus silencios como de las preguntas que los seguían. Preguntas que, a menudo, no sabían responder.
El día de la boda echó un vistazo al cielo para comprobar que no llovería. Le habría sabido mal ensuciarse los zapatos de satén. La vistieron las tías, que parecían las hadas a las que se ha invitado para evitar malos conjuros. Aceptó el carruaje de su madre para ir de casa a la iglesia. Llevaba un velo que le cubría las facciones delicadas, la sonrisa nerviosa. La cola era de seda y se extendía creando la forma de un abanico por el suelo. El rostro, ya pálido por naturaleza, parecía aguado tras la gasa transparente.En otro extremo de la sala de invitados, se sentaba la menguada familia del novio: su padre y un hermano al que le faltaba algún tornillo. Decían que, cuando nació, se le rompió el llanto y desde entonces no dijo palabra. Eso sí, siempre sonreía a diestro y siniestro como si pidiera disculpas por algún motivo secreto. Parecía contento de haber salido del pueblo, puesto que vivía confinado en él desde que nació. Habían tenido que hacer un largo viaje desde Andratx para asistir a la ceremonia. Durante el trayecto, contemplaba el mundo con expresión de sorpresa. El padre miraba a su hijo recién casado y se preguntaba si aquella muchacha con portes de princesa sería una buena esposa. Lo dudaba seriamente, pero Mateo no había querido hacer caso de sus advertencias:
– Tendrías que buscar una mujer algo mayor, hijo, una mujer hecha que no nos trajera complicaciones.
– ¿Qué complicaciones? No sé de qué me hablas. Sofía es la mujer más bella que he visto jamás.
– De la belleza no viviréis. Además, ¿no te parece una chica enfermiza?
– El médico soy yo, padre -la respuesta fue seca y tajante.
– Me disculparás, pero esperaba un casamiento mejor.
– No sé qué esperabas, sinceramente. Es de buena familia, joven y sana. Además, me ha demostrado que me quiere. ¿Sabes que ha hipotecado las tierras de su padre por mí?
– Esperaba que tuviera algo de juicio. Creo que es lo único que le falta. Lo siento, pero es una falta seria.
– No la conoces. Casi no habla, cuando estás tú delante, porque no le inspiras confianza. Es lista: se ha olido que no te gusta.
– Pues acierta. Espero no tener que darte el pésame, en vez de la enhorabuena, por esta boda.Bajo malos auspicios, se celebraron las bodas. La novia era guapa y joven; el novio estaba enamorado. Todos los signos del cielo anunciaban la alegría. Los invitados estaban dispuestos a beber vino para celebrar aquel casamiento. Las tres tías daban saltitos de emoción, porque la sobrina se casaba. Todo el mundo estaba gozoso. Nadie se habría imaginado que el tiempo les sería tan poco amigo. La noche antes de casarse, Sofía comprobó que había luna llena. Se lo dijeron las tres tías, que daban vueltas alrededor de su cama como si fueran abejas que besaran una flor, mientras musitaban medias canciones y soltaban risitas breves como las migajas que deja el pan cortado con prisas, migajas que llevan aún el aroma del horno caliente. La forma en que olían las tres le recordaba aquel otro aroma, el que salía de la cocina cuando horneaban el pan. La novia las miraba desde las sábanas con una sonrisa burlona. Ninguna se había casado y se tenían que conformar robando los sueños de la sobrina. Espiaban los pases de la modista, cuando se probaba el vestido, le bordaban los guantes con lirios de seda blanca, ataban los lazos para los bancos de la iglesia, discutían los nombres de los invitados, situándolos por orden de importancia, según el vínculo de parentesco, o la antigüedad de la relación. Hablaban con palabras que sonaban a repicar de las campanas, a cristales rotos, a envidia una pizca inocente.
Se compraron tocas de colores para ir a la boda: Antonia con un ramo de nardos como un puño, Magdalena con una guirnalda minúscula que parecía de papel y era de terciopelo, Ricarda con un plumón verde que recordaba a las alas de un pájaro. Las tres saltaban a la vez, aplaudían con gestos nerviosos. Vencidas por la ilusión de los últimos preparativos, se les encendía el rostro. Entonces tenían que poner las palmas de las manos en el cristal de una ventana que hubiera retenido el relente de la tarde y extendérselas luego sobre sus caras, para que el fresco calmara el calor.
Reconocían que no habían tenido suerte en el amor, mientras lo imaginaban bajo la forma de un angelito que levantaba un revuelo de plumas, cuando lanzaba las flechas al corazón de los amantes. En las buhardillas de la casa de Llubí, guardaban una serie de novelas rosa que habían ido coleccionando a lo largo de media vida. Pero sus vidas no tuvieron un final de novela rosa. El destino las transformó en solteronas que viven y sienten a través de las existencias de los que aman. Antonia tuvo un pretendiente que le cantaba canciones bajo la ventana, pero lo mataron en el frente durante la guerra. Se pasó la juventud llorándolo. Magdalena cortejó tres veces, pero los hados no quisieron que aquellas historias llegaran a buen puerto. Se ahogaron todas en un charco diminuto antes de atreverse a soñar con el mar. Ricarda había sido mujer de misas y de curas. Estaba enamorada en secreto del cura del pueblo, un hombre alto y delgado que no le prestaba mucha atención. Ella era asidua al confesonario; él entretenía sus horas muertas poniéndole penitencias difíciles de cumplir, ignorando que eran de su gusto, si significaban largos ratos en la iglesia.
La noche antes de casarse, Sofía las vio dar vueltas alrededor del cabezal de su cama. En camisón, le recordaban a las hadas de los cuentos. Ella sería como aquella princesa cuya cuna, al nacer, fue rodeada por las hadas. No estaba la bruja negra. Sólo las figuritas esbeltas, mustios los pechos y la piel de la cara, que se atolondraban en la prisa por aconsejarla bien. Querían decirle que estuviera tranquila, que no se preocupase por el esposo, que si le amaba de veras, la noche de bodas sería como entrar en el paraíso. Lo decía una entre risillas, mientras las otras empezaban a reír y se santiguaban de prisa, no fuera que el párroco pudiera oírlas desde su escondite. Le contaban que los de Andratx habían puesto un pleito al sol, porque, cuando iban a Palma, los deslumbraba de cara, y cuando volvían a la puesta también. Incluso fueron a ver a un abogado para contarle sus litigios con el sol. Hablaban de prisa porque las palabras se pisaban entre ellas. Querían darle consejos, pero no encontraban las frases precisas. Se imaginaban en su lugar, pero no podían comprender que la novia escondiera sus bostezos bajo la almohada. Cuando se durmió, vencida por el cansancio, tuvieron que abandonar aquella carrera circular y retirarse a la habitación que compartían. Allá, esperaron a que amaneciese para arreglarse el peinado.
Se casó en Sa Indioteria. Las campanas repicaban para anunciar la boda. Ellas tuvieron el corazón encogido durante la ceremonia, que no se alargó en exceso. Ricarda no supo evitar imaginarse a su párroco en el pulpito. Las otras suspiraron un instante por los pretendientes que no estaban. Antonia rezó un avemaria por aquel amor joven que murió en la guerra. Magdalena dedicó un pensamiento a cada uno de sus amores perdidos. Mientras tanto, el novio miraba a la novia. Ella tenía los ojos bajos, tras el velo, oculta la mirada de impaciencia, las ganas de amar. Almorzaron en el comedor de La Casa de Albarca, bajo arcadas de piedra. Estaban invitados los vecinos principales del pueblo. La señora de Son Maciá acudió con un presente de ensaimadas. Los señores de Son Nicolau cubrieron el pasillo central de la iglesia de una alfombra de pétalos de rosa. Todos querían dar la bienvenida a los nuevos propietarios de la finca.
El almuerzo fue bueno y abundante. Hubo guisos de pechuga de pollo y albóndigas de cerdo, patatas de Sa Pobla y hierbas aromáticas. Bebieron vino de Binissalem, y el novio, haciendo gala de ciertas veleidades poéticas, recitó unos versos de un poeta persa, cuyo nombre no supo retener ninguno de los presentes, que decía bellas palabras respecto del amor y del vino: «De mi tumba emanará tal olor de vino que los paseantes quedarán embriagados. Rodeará mi tumba tal serenidad que los amantes nunca podrán alejarse de ella.»
– ¡No es hora de hablar de la muerte! -exclamó el padre del novio, haciendo esfuerzos por disimular el disgusto que le producía aquella boda.
– ¡Claro que no! -dijo la vocecilla de la tía Antonia, mientras sus hermanas la acompañaban negando ostensiblemente con la cabeza.
– ¡Qué versos tan bonitos! -musitó la novia, y los ojos le chispeaban al decirlo.
En Mallorca dicen que el tiempo que transcurre en la mesa no cuenta. La conversación y los ágapes suculentos tienen el poder mágico de conjurar el paso del tiempo y detenerlo. Por eso nadie envejece en la mesa. Los invitados a la boda no tuvieron, pues, ninguna prisa en abandonar la protección de los manteles y los manjares.
Era un mediodía reluciente de principios de otoño. Los días tenían una placidez de hojas que empiezan un trayecto breve de la rama al suelo, de atardeceres que se acortan hasta devorar el claro, de noches largas. En la mesa había un muchacho muy joven. Sentado entre el resto de invitados al chocolate, tenía la mirada huraña de quien quiere robar las imágenes de la fiesta de un solo golpe de vista. Llevárselas. No hablaba apenas. Era alto y tenía una falta de destreza en los movimientos de los brazos y las piernas que insinuaban un crecimiento rápido, que le había dejado los miembros descompasados. Todo en su rostro tenía aires de provisionalidad, de rasgos que justo acaban de perfilarse con aquella rotundidad incipiente que insinúa futuras certezas. La cara demasiado delgada, marcada de pómulos y con los labios suaves, recién dibujados por el pincel de la vida. Labios de hombre que acaba de hacerse en un instante, que manifiesta los primeros impulsos de una vida que se estrena.
Se llamaba Ramón y no comió apenas. Le pasaban de largo las bandejas de pasteles que dejaban rastro de buenos olores, las jarras de chocolate humeante. Cuando alguien tiene el pensamiento cautivo, no nota el hambre. En realidad, se había prometido un buen festín aquel día. En la casa nunca faltaban unas buenas sopas de pan, un cocido de habas que los calentaba para el frío otoñal, una rebanada de pan con sobrasada. No estaba acostumbrado a las golosinas, y el deseo adolescente se concentraba en ello como si fuera a dar con el cielo. Nunca había probado los dulces que comían los señores en sus fiestas.
Por esta razón, él, que era de naturaleza solitaria, había aceptado con entusiasmo la invitación. Se había imaginado devorando dulces repletos de delicias azucaradas, pero no probó ninguno. Desde que entró por la puerta lateral, la cabeza baja y las manos en los bolsillos, sólo tenía ojos para mirar a la novia.
Verla fue como contemplar el cielo y el mar a la vez. Le invadió una sensación de movimiento, como si nada ocupara un lugar concreto, sino que los objetos y las personas se movieran a un tiempo, en una danza que lo aturdía un poco. Sólo ella estaba quieta, sentada en una silla forrada de terciopelo, con las manos apoyadas sobre la mesa, salvándose del naufragio de los otros. Un naufragio en el que participaba también él, sometido a la sensación de que el suelo no estaba hecho de una materia sólida, sino que se había transformado en la orilla de una playa, allí donde la arena se diluye entre nuestros pies, que se hunden en ella a cada paso.
Observó a los otros lleno de curiosidad, porque le parecía extraño que no participasen de su desconcierto. Se habría imaginado que se daban cuenta de lo que sucedía, pero nadie lo miraba. Todo el mundo comía, hablaba, se reía sin hacerle caso, lejos de sus obsesiones. Descubrió que se le había agudizado el sentido del oído, que tenía una percepción renovada, curiosamente sensible, que le permitía escuchar cada conversación, seguir las palabras que pronunciaban y que no iban dirigidas a él, captar la estridencia exacta de una risotada, de una frase fuera de tono. A la vez, empezó a sudar. Le invadían por entero oleadas de un calor desconocido, desde el cuello de la camisa hasta los tobillos. Tenía la sensación de haberse orinado encima. Se notaba húmedo, y le incomodaba sentirse como en un torrente. Habría querido irse, salir de la sala donde los movimientos de los demás -un ir y venir como de oleaje- y el zumbido de las palabras servían para subrayar su malestar.
Tardó en comprender que aquella mezcla de sensaciones significaba enamorarse. Por el momento, tenía que bregar solo con la certeza de hallarse perdido. Se preguntaba si estaba enfermo, si alguno de los condimentos de la comida, apenas degustados, le habían revuelto las entrañas. Para él, el desconcierto no era una sensación nada familiar. Estaba acostumbrado a vivir en un mundo de pequeñas certezas, de historias que crecían y tomaban forma, vinculadas a la tierra y a sus frutos. Era un adolescente y no se había permitido muchos sueños. En invierno, cuando se sentaba con los otros hombres alrededor del fuego, le gustaba escuchar leyendas. Las escuchaba en silencio, porque era de pocas palabras. Luego pensaba en ellas antes de dormirse, en el lecho de paja del porche, en donde encogía su cuerpo y lo cobijaba bajo una manta vieja para protegerse del frío. A la novia, nunca la había visto antes.
La conoció el día del casorio. Había ido a la casa en contadas ocasiones, ya que el señor era quien coordinaba las obras de mejora para instalarse en ella. Sofía prefería seguir el trajín de lejos, esperando en el pueblo a que llegara el día en el que podría empezar allí una vida nueva.Pensaba en el jardín y sólo existían ojos para mirarla. También estaba el corazón, acelerado como una carrera de cien yeguas, que le recordaba que algo le rompía la vida.
Nada volvería a ser como antes, estaba seguro de ello. Desde aquel otoño color de miel y de manzana, los días tendrían siempre la tonalidad del cabello de Sofía, la forma de sus labios, la intensidad de unos ojos que no se posaban en él. Pensó que eran como pájaros y que, un día u otro, en la avidez de su vuelo, se pararían un instante en el jardinero de La Casa de Albarca.
Mi abuelo tenía los huesos y el corazón de cristal. Los huesos le anunciaban el mal tiempo, cuándo iban a venir vientos y lluvias. El corazón llevaba años callando, temeroso por romperse en cualquier movimiento. Lo adiviné observando sus gestos de hombre miedoso que sabe hasta qué extremo la vida duele. Aquella existencia, que se había imaginado generosa cuando era un médico joven en Andratx, mientras cortejaba a Sofía Riba, pero que muy pronto descubrió que era adversa. Lo he imaginado a menudo: hay dolores que son punzadas. Nos deshojan la piel como si fuéramos las ramas de un árbol en primavera, hasta que no queda más que el esqueleto del árbol florido. Suelen ser hirientes y rápidos. La intensidad es proporcional a lo que dura: a más breves, más intensos. Tras el aguijón inicial mueren, y dejan un recuerdo poco grato. Hay otros dolores que tienen ritmos larguísimos. Se instalan en nuestro cuerpo y lo transforman. Llegan a confundirse con el aliento, con las huellas que marcan el suelo, con nuestra sombra. Cuando el dolor alcanza nuestra sombra, todo es inútil. No valen esfuerzos para vencerlo, porque tan sólo sabremos enmascararlo. Daremos con un disfraz que nos ayude a convivir con él, que permita que paseemos por las calles sin llamar mucho la atención, que tengamos un aspecto vulgar, que nadie pueda confundirnos.
La sombra del abuelo había perdido la mesura. Lo intuí desde muy pequeña, cuando lo veía recorrer los jardines de La Casa de Albarca, y la sombra se extendía en el suelo, proyectándose en la fachada del edificio. Era más larga que la de los cipreses. Oscura como la noche. Acostumbraba a dar paseos con las dos mujeres que viven con nosotros, aunque nunca las vemos. Trasladaron los cuadros a mi habitación cuando el abuelo se volvió a casar. Antes, ocupaban un lugar en la sala principal. A pesar de que nunca me hablaba de ellas, noté que echaba de menos las pinturas. Era la añoranza de no verlas muchas veces lo que debía de entristecerle. Fue entonces cuando lo adiviné. Supe que la pena le prolongaba la sombra. Volvía sus manos de pianista, aunque no tuviera un piano.
Los domingos eran días sagrados. Habíamos establecido un acuerdo que nunca formulamos con palabras, pero que los dos entendíamos. A primera hora de la mañana, la abuela Margarita va a misa. Se lleva un misal y un abrigo que le cubre sus hombros menudos, porque es friolera. A veces he pensado que debe de encontrarse más cómoda en la iglesia. En casa, vivimos demasiada gente. No es que los fantasmas de mis madres o yo misma nos hayamos propuesto interferir en el matrimonio del abuelo. Es una relación lo suficientemente calmada para que nadie se imagine la posibilidad de entorpecerla. Al abuelo debe de servirle de consuelo la presencia de esta mujer de pocas palabras y aspecto sereno. Sobre todo, desde que yo voy a la universidad, desde que los cuadros están colgados en mi habitación, lejos del paisaje cotidiano. Sé que se le rompió su corazón de cristal, cuando tuvimos que cambiarlos de lugar. Aunque quiso disimularlo, yo me daba cuenta de sus trozos hechos añicos. Me imaginaba las aristas, y pensaba que debían de hacerle daño. Por eso se lo pregunté.
– Lamentas que tengamos que llevar los retratos a mi cuarto, ¿verdad?
– Sí. Un poco.
– No seas mentiroso. Conmigo no hace falta que disimules. Ayer me lo dijiste y por la noche soñé que el corazón se te hacía añicos. Creo que lo tienes de cristal.
– Mi corazón sigue en su lugar. Ha soportado muchos embates del mundo, para que se rompa ahora. Además, podré ir a tu habitación de vez en cuando. ¿No es así?
– Siempre que quieras. ¿Has pensado que ahora me harán compañía a mí?
– Claro. La mejor compañía del mundo.
No volvimos a hablar de ello. En la pared de la sala, quedó la marca de los cuadros. Eran dos sombras rectangulares que indicaban que había habido algún cambio. El abuelo se negó a darle una capa de pintura y nos acostumbramos a vivir con aquellos perfiles que nos las recordaban.
Los domingos el abuelo iba un rato a mi habitación a mirar los retratos. Nunca faltaba a la cita. Cuando la abuela Margarita pasaba el cerrojo de la verja, oía los pasos impacientes por el pasillo. Era como una criatura que corre tras la promesa de un regalo, pero que pretende, a la vez, retener la impaciencia. Como nunca había sido un artista del disimulo, se le notaban las ganas, una impaciencia que era de color verde. La impaciencia se parece a la hierba que crece en un jardín del que nadie cuida. Si un día nos apresuramos a arrancarla y limpiamos la tierra de brotes inoportunos, nos damos cuenta de que tiene las raíces profundas. Su inquietud era profunda como los hierbajos que ha alimentado la lluvia. Después de cuatro gotas, volvía a crecer, reforzadas las raíces por la llovizna.
Se sentaba en una mecedora, que estaba situada en una posición estratégica y que le permitía observar los dos cuadros a la vez. Desde la ventana, la luz entraba como un reguero de sol. Invadía el aire de partículas minúsculas que acentuaban la presencia del polvillo atravesado por el sol, de los muebles que adquirían un aspecto más amable, de los rostros de los retratos. A veces, me escondía tras él para observar aquella contemplación. Tengo que reconocer que no me resultaba muy difícil, porque ni siquiera se daba cuenta. Tampoco creo que le importase mucho. Lo único que contaba era la avidez de minutos para mirar. Las ganas de ver dos rostros que se sabía de memoria, pero que siempre le ofrecían matices diferentes. La añoranza no menguaba con los años, ¿quién me había dicho que el tiempo todo lo cura? No debía de ser cierto. Las estaciones y sus ciclos sirven para calmar ciertas prisas, algunas inquietudes, la impaciencia del corazón, pero no pueden doblegar a la añoranza. Parecía una escultura, siempre en una posición idéntica: la espalda un poco inclinada, la frente levantada con los ojos empequeñecidos, rodeados de arrugas, los brazos reposando en las piernas, las manos una sobre otra, las palmas hacia arriba. Yo sólo tenía que esperar un poco. Pasaba lentamente la mañana, mientras el calor adquiría intensidades insospechadas. Me gustaba aquella sensación de bañarme en la luz, como si la claridad fuese agua. Transcurrían los minutos sin palabras ni gestos. Entonces caía una gota redonda. Seguía su trayecto en vertical hasta llegar a la cuenca de las manos del abuelo, que no se inmutaba por nada. Era una lágrima de agua y de luz. Otra, aún más redonda, quizá más salada, seguía a la primera. En las palmas, caía una lluvia pequeña y lenta que nunca duraba mucho.
Hay casas llenas de historias. Historias que tendrían muchas letras si se pudieran escribir, que ocuparían miles de hojas. A veces, los amigos de la facultad me invitan a su casa. Los pisos en donde viven me dan la impresión de unpapel en blanco. Son cómodos y tranquilos: las habitaciones recién construidas se alinean en un pasillo. Está el recibidor, los dormitorios, la sala del comedor. Todo calculado, mesurable y previsible. No hay ventanas que se abran de par en par con el viento, ni puertas que golpeen. En verano, un aparato de aire acondicionado regula la temperatura. En invierno, la calefacción vuelve acogedores los distintos espacios. En estos lugares en los que nunca se producen sorpresas, me acuerdo de La Casa de Albarca. Evoco sus escondrijos, los sitios secretos en donde me escondía cuando era una cría, las escaleras que se multiplican, las salas que tienen los techos altos, las paredes gruesas. Entonces me siento afortunada de vivir ahí y no me cambiaría por nadie. Comprendo que he tenido la suerte de nacer en una casa que tiene muchas historias. ¿Cuánta gente ha vivido en ella antes que nosotros? ¿Con qué otros fantasmas, quizá olvidados para todo el mundo, debían de encontrarse los fantasmas de mis madres? ¿Cuántas emociones se han sentido, cuántas conversaciones han dejado un rastro? Cuando alguien muere, jamás se va del todo. Lo aprendí observando los retratos. Se trata de una huida aparente que puede ser definitiva si no queda nadie en la tierra que quiera recordarte. Mis madres tienen personas que piensan en ellas a menudo. Mejor dicho: tienen personas que han aceptado convivir con ellas. Al menos esto es lo que decidimos mi abuelo y yo, aunque no nos lo hayamos dicho, porque nos avergüenza un poco reconocerlo.
Sofía y Elisa nos contemplan desde la altivez de sus veinte años. Para nosotros pasan los días, ruedan las primaveras de invierno y las primaveras de verano, el abuelo envejece, yo me convierto en una mujer adulta que va a la universidad, ellas nos contemplan sin inmutarse. Sofía, con su sonrisa de pan tierno; Elisa, con unos ojos que ocultan el secreto de su muerte. De esto tampoco hablaremos. Haysentimientos que se guardan en un recodo de la casa, que llega a tener tantos que incluso perdemos la cuenta, y ya no sabemos en qué agujero de la pared escondimos el primer diente de leche, ni en qué baúl ocultamos el secreto de una muerte. Poco a poco nos vamos haciendo a medida de la casa. Nos adaptamos a cada rincón, tomamos la forma de los techos, reconocemos el dibujo de las baldosas y el trazado geométrico de las alfombras.
Esta casa ha sido siempre mi refugio. Las salas me hablan de los días perdidos, cuando yo aún no estaba. La cocina me trae los olores de las confituras que preparaba la abuela Sofía, aunque nunca haya tenido la oportunidad de probarlas. Las terrazas continúan repletas de enredaderas que sacan flor, cuando llega el buen tiempo. Todo parece quieto y, a la vez, han latido muchas vidas. La habitación donde me escondía de pequeña, cuando no me había portado bien y me castigaban a ir a la cama sin cenar, hoy es el escondrijo en donde reposan los cuadros. Me gusta que estén ahí. Antes siempre los veía de paso. Eran dos presencias constantes, alrededor de las que se movía la vida entre aquellas paredes, pero no me resultaban próximas. Me acuerdo de que, cuando jugaba a correr entre los muebles, las criadas las señalaban con un dedo y yo recuperaba la compostura en seguida, temerosa de algún castigo secreto que pudiera venir de las mujeres de los retratos. Era suficiente con un movimiento de brazo que subrayara su presencia, para que me encogiera como un ratón y volviera a ser una niña buena. Desde que duermo a su lado, me he podido reconciliar. La relación está hecha de una mezcla de sentimientos: por una parte el respeto y el temor que se juntan, por otra, la fascinación que siempre me han inspirado convertida en algo más próximo. Las visitas del abuelo los domingos han ayudado a ello. Cuando las contempla con mirada cómplice, me siento cómplice yo también. Primero de él, de este hombre que oculta la añoranza como si fuera algo malo de lo que tuviera que avergonzarse; después de ellas, que lo observan sin poder hacer nada.
A veces, el abuelo eleva el pensamiento y permite que las palabras salgan de sus labios. Yo las recibo como si fueran un vino sabroso, cálido, que me repone a medida que voy bebiendo. Entonces habla de Sofía, la novia impaciente, la mujer que le abrazaba, risueña, entre las sábanas. También toman forma de palabras sus recuerdos de Elisa, mi madre, y se refiere a su carácter independiente, decidido. Nunca dice que estén muertas, a pesar de que los verbos que utiliza para evocarlas se conjuguen siempre en pasado. Algún día he conseguido romper el silencio y hacerle preguntas:
– Abuelo, ¿te gusta recordarlas?
– Dicen que no es bueno vivir de recuerdos. Pensar demasiado en los que ya no están. Pero, hija, yo debo de estar hecho de otra pasta. A mí, me alimentan los recuerdos.
– ¿A qué te refieres?
– Las quise mucho. Esta es la verdad. Una verdad bien sencilla, si te fijas. A veces, me costaba comprenderlas. No entendía alguna salida de tono de su carácter, o cómo reaccionaban ante una determinada circunstancia. No las entendía, pero las quería.
– Se puede querer a una persona que nos sorprende. Siempre hay aspectos que no acabamos de conocer de aquellos que viven cerca.
– Claro. Incluso llegué a entender que las quería también por sus misterios. Pequeños misterios que las volvían más atractivas. No sé cómo decírtelo: lo que podemos predecir no nos emociona de la misma forma.
– La pobre abuela Margarita es absolutamente previsible.
– No hables de ella en este tono. Déjala. No lo merece.Además, ser previsible no es un defecto. Las personas son como son. Qué le vamos a hacer.
– Discúlpame. No quería burlarme. Sabes que la aprecio de veras, pero habíame de ellas.
– Te he dicho que las amaba. Cuando se fueron no sabía qué hacer. Primero una, años más tarde la otra. Yo reaccioné siempre igual.
– ¿Cómo?
– Sin rasgarme las vestiduras ni hacer ruido. La mía era una tristeza callada, de las que duran mucho tiempo.
– Aún te dura.
– Siempre. ¿No lo entiendes? El amor que me inspiraron permanece dentro de mí, idéntico. ¿Qué debo hacer con él? Creo que aprendí a guardarlo. Han pasado los años, he tenido que sobrevivir. Continuar viviendo me pareció un ejercicio de inteligencia, pero no era incompatible con la añoranza.
– Te guardas los sentimientos como si tú fueras una cajita. Una caja que sólo abres en esta habitación.
– Quizá. Los domingos son buenos días para la añoranza.
Mientras el abuelo estaba en la habitación, yo subía a la buhardilla. Sin proponérnoslo, protagonizábamos un intercambio de nostalgias. La suya era más sólida, pero no menos real que aquella otra vivida por mí. Siendo él todo avidez, no se daba cuenta de la curiosidad que me empujaba a mí escaleras arriba. Se llegaba por unos escalones cortados en la piedra, sin baldosas, de aristas irregulares, que no facilitaban el recorrido de un tramo de terreno casi vertical. Al final del último escalón, que era muy alto, absolutamente desproporcionado con el resto, había una puerta de madera, carcomida por los años. Tras la puerta, la sorpresa de una azotea donde, años atrás, alguien debía de tender la ropa, porque aún se veían algunos pocos hilos detender, recorriéndola de un extremo al otro. Eran cuerdas y alambres tendidos un poco sobreros, que se balanceaban con el aire, mientras acumulaban óxido. Desde la azotea, la visión de Sa Indioteria era espléndida. Se recortaban pequeñas extensiones de verde y amarillo, se veían los autobuses que, cada quince minutos, emprendían el trayecto hacia el centro de Palma, se intuían los movimientos del vecindario. Un portalón daba acceso a la buhardilla.
Era el reino del polvo. Cuando entraba, la claridad penetraba conmigo. Un brazo de sol se abría paso de fuera a dentro, inundándolo todo de blancos. A veces, la portezuela renqueaba un poco, como si no se hubiera decidido a dejar que yo ocupase un sitio. Debía de intuir mi secreto: la buhardilla era el mejor lugar de la casa, el espacio que me correspondía. Me gustaba perderme entre las cajas y paquetes, abrirme camino entre baúles enormes, maletas, bártulos, álbumes que se deshacían en contacto con mis dedos, libros medio roídos por las ratas, juguetes infantiles, espejos rotos e instrumentos de quién sabe qué extraña orquesta.
Yo era la funambulista que recorre un cordel colgado entre dos troncos. Era la reina de los tacones de aguja, cuando me probaba los zapatos que había guardados. Era la heroína de las novelas románticas que reposaban en las viejas estanterías, apenas sujetadas por un suspiro. Me sentía feliz en la buhardilla, cuando tenía que contener la respiración porque los hilos de muchas telarañas se cruzaban en un ventanuco. No hay nada como encontrarse en un lugar que cobija historias. Intuir que los objetos que nos rodean llevan una carga de vidas vividas, de miradas que hemos perdido. Desde allá arriba, llegaba, remota, la voz de mi abuelo:
– Carlota, baja de la buhardilla. Ya sabes que no me gusta que subas ahí.
– Es la abuela Margarita quien no lo quiere -le replicaba sin abandonar mi posición-, y tú no te atreves a contradecirla.
– Tiene razón, cuando dice que bajas con la ropa sucia y el pelo lleno de polvo.
– ¿Qué importa? -Se hacía un silencio que yo sabía que no iba a durar. El hombre estaba impaciente, porque quería continuar la contemplación de los cuadros, y yo le interrumpía. Me aprovechaba de la situación.
– ¡Carlota, ven!
– Bajaré si me cuentas por qué se llamaba Elisa.
– ¿Quién? -Trataba de hacer como si la distancia distorsionara mis palabras.
– Ya lo sabes. Mi madre.
– No me obligues a hablar de cosas que casi ni recuerdo. -Cuando mentía, la voz del abuelo se debilitaba y parecía la música de una flauta.
No bajaba hasta que la abuela Margarita volvía de misa. Solía venir a tiempo para preparar el almuerzo. Creo que se demoraba adrede. El afán de no complicarnos demasiado la vida la llevaba a retrasar sus pasos conversando con algún vecino a la salida de misa. Siempre volvía a casa por el camino más largo. Nos daba tiempo para rehacernos: yo, de mi paseo por la buhardilla; el abuelo, de la añoranza. Volvía con una media sonrisa en los labios. Alguien habría dicho que era un gesto de condescendencia. Quién sabe qué grado de ternura ocultaba. Decían que era una enclenque, que no sabía imponerse a su marido ni a aquella nieta postiza que le había caído en suerte, pero no era cierto. Era indulgente y discreta, respetuosa con los amores y los miedos de los demás. Nunca hurgaba en las heridas ni hacia preguntas impertinentes. El tono de voz que utilizaba en cada conversación era siempre el oportuno, suave como el temblor de la seda de sus vestidos. Si no la conocías, te parecía un ratón. Se movía de prisa, silenciosa, como losanimalejos que yo encontraba en la buhardilla. Calculaba cada uno de sus pasos, mientras procuraba no hacer infeliz al abuelo.
En la buhardilla encontré la carta. Hay cartas que sirven para desvelarnos una parte del pasado, nos lo aclaran. Son como puentes de luz que se extienden en una orilla en donde la oscuridad desdibuja las formas de las cosas. Son palabras que han quedado retenidas en un papel, hasta que nuestras manos dan con ellas. Entonces se vuelven a repetir las mismas frases. Se dicen en un contexto diferente para unos ojos que son destinatarios de ellas por casualidad. El azar me trajo aquel escrito que, probablemente, no habría leído nunca porque no me correspondía. Una carta es un trozo de conversación grabada en un papel. Un monólogo dirigido a una persona concreta, que tiene nombre y apellidos, de la que a menudo se espera respuesta. Estaba claro que yo no era la persona a la que se dirigía aquel escrito. Entonces pensé que debería haberme avergonzado de ello. En circunstancias normales, nunca habría abierto una carta destinada a otro. Me habría esforzado en contener la curiosidad que me inspiraba, diciéndome que no era para mí. Pero el territorio de la buhardilla era diferente: ésta fue mi disculpa. Todo cuanto estaba tras el portalón de madera, más allá de los alambres de la azotea, me pertenecía.
La encontré sin buscarla. Sólo removía papeles. Lo había hecho tantas veces que ya ni me lo proponía. Era un ejercicio que llevaba a cabo por inercia, sin plantearme si esto o aquello era material privado. En la amalgama confusa de la buhardilla, el papeleo formaba una unidad indivisible. Todo se entremezclaba sin orden ni concierto. Mis ojos sólo tenían que acoplarse a la luz de una bombilla o a la claridad de la mañana, si era soleada. Se entretenían siguiendo las líneas escritas en los viejos cuadernos de caligrafía, en los libros, en los pies de foto de un álbum, en las cartas. Saltaban de una frase capturada en una libreta de notas al párrafo que alguien había subrayado en una Biblia. Iban de una postal que ofrecía vistas doradas a una hoja amarillenta. Reconozco que tengo mérito: de todo aquel batiburrillo, rescaté la carta.
Hay cartas que nos hablan del pasado, pero hay otras que afectan a nuestro futuro. Son escritos que nos dan la clave de alguna historia. Cuando las leemos, ignoramos por qué caminos nos van a llevar. No sabemos cómo cambiarán nuestra vida, si van a invertir su orden o harán aparecer elementos insospechados en nuestro particular mapa del mundo. ¿Cómo habría reaccionado, si alguien me hubiera explicado las consecuencias de aquella lectura? ¿Habría sido capaz de tomar la carta entre mis manos y recorrer sus líneas, si hubiera sabido todo lo que iba a venir? No lo sé. Hay dosis de audacia en mi carácter. Me gusta el riesgo. Será una herencia de ellas, que no había sido capaz de reconocer hasta ahora. Mi vida era tranquila antes de leer aquel papel, y esto me gustaba. Era bueno despertarme por las mañanas y hacer que el pensamiento recorriera el aire, distraído. La vida era amable, sin obsesiones. Desde entonces, todas las noches me duermo persiguiendo el ruido de sus pasos por el jardín. Aunque la noche sea fría, abro un poco la ventana para que no se me escape ni uno. Desde aquel día, me hago preguntas que nunca tienen la misma respuesta. En la buhardilla pasé momentos deliciosos. Algunos marcaron los signos de una historia que aún tenía que escribir.
La espía. Desde el jardín, observa la ventana y la línea de luz que dejan entrever las cortinas. Si concentra la mirada ahí, captura las formas del cuerpo que se mueve en la habitación. Saberse sola debería haberla dotado de una libertad de movimientos parecida a la dejadez: un relajamiento de los miembros, que se abandonan a la deriva del no hacer nada. Debería haber doblado la espalda un poco, mientras alza los hombros y queda perfilada su redondez. El cabello a su aire, o trenzado de cualquier manera, debería haberse descompuesto en torpes rizos.
Sofía sabe que no está sola. Sabe que un hombre vigila sus pasos desde el otro extremo del mundo. Ella, dentro de la jaula tranquila de este cuarto, protegida del viento; él, en el jardín, perdido entre la brisa del anochecer. El saberse observada condiciona cada uno de sus gestos. Es inevitable. No puede dejarse llevar por las sensaciones que propicia la soledad, sino que ha de mantenerse alerta. Los cuerpos que se sienten objeto de un punto de mira no se mueven con la libertad de los otros. Por eso procura situarse bien centrada en la ventana. Con un gesto que quiere ser inocente, pero que no tiene ni una pizca de inocencia, su mano abre un poco más las cortinas. La línea vertical gana algunos centímetros casi por casualidad, cuando se aleja. Luego toma protagonismo el espejo.
Ha aprendido poco a poco a moverse para él. Al principio, cuando intuyó lo que sucedía, le daba vergüenza cualquier gesto excesivo. La reacción inicial fue la de volverse una hormiga y esconderse en alguno de los recodos de la habitación. Lentamente se acostumbró. No fue complicado, ya que le gustaba mucho la sensación de ser observada. No se lo habría confesado a nadie, pero las cosas ocurren y no podemos dar razón de ellas. Le habría costado encontrar una explicación que justificase ante sí misma aquellos instantes. No existía. Lo único importante eran los movimientos de un cuerpo que tomaba forma y vida para la mirada de él.
La vida de Sofía se dividía en dos partes perfectamente diferenciadas. Sus tías habrían hablado de los años de infancia y adolescencia en Llubí, el tiempo de existencia tranquila en el pueblo, cuando el futuro era aún una línea incierta, como un horizonte pequeño que tiembla a lo lejos. Dejó atrás esta época con cierta resistencia. No le gustaban mucho los cambios y se había acostumbrado a un universo de seguridades que nunca alteraban los días tranquilos. La ilusión por La Casa de Albarca, que su prometido supo contagiarle desde su propio entusiasmo, no era un incentivo lo bastante sólido para la partida. Tampoco lo era el mismo Mateo, al que quería con una ilusión que nunca se desbordaba. Inusualmente plácida. Se enamoró de él porque había que enamorarse. Esto era lo que decían las novelas que leía en su casa del pueblo. También lo decían las amigas, la familia, los vecinos. No quería ser como sus tres tías. Soñaba con casarse y tener una casa donde crecieran sus hijos. Todo se dibujaba con una claridad absoluta en el pensamiento, sin fisuras que hicieran temblar la existencia. Se casó contenta. Esperaba que la vida fuese una suma de momentos plácidos, sin sorpresas.
Sus tres tías habrían dicho que la segunda parte de la existencia de Sofía comenzó el día de la boda. Cuando se vistió de seda y caminó, temblorosa la sonrisa, por el pasillo de la iglesia de Sant Josep del Terme. Según ellas, entonces se produjo la transformación. Un corte entre el pasado y el presente, que implicaba un cambio de lugar y de tiempo. A partir de ahora se iniciaba el tiempo de la madurez. Una señora casada tenía que ser ordenada, serena, y un punto aburrida. Tenía que llevar con criterio la administración de la casa. Tenía que dejar de levantar castillos de arena, de soñar despierta, de mirar al infinito, porque su horizonte ya no era una línea casi desdibujada, sino una realidad que no admitía sutilezas poco prácticas. Una mujer casada tenía que recogerse el cabello y no dejar que un solo mechón se escapara del peinado. Tenía que utilizar camisones con las mangas largas, el cuello alto, y un bordado de puntillas en los bordes. Tenía que vestirse con ropa de algodón para los días laborables, con terciopelos y sedas para las fiestas señaladas. No tenía que perder el tiempo.
Las tres tías habrían trazado la división de aquella existencia que estaban convencidas de conocer como la palma de su propia mano, pero se habrían equivocado. La realidad era muy diferente. Así suceden las cosas. Una vida tiene muchas lecturas. Todo depende del punto de vista que adoptemos para contemplarla. Es como si nos encaramásemos a una atalaya. Si miramos al norte, veremos pastos que recorren los ganados; si observamos el sur, se extenderán ante nuestros ojos los huertos de cultivo. Habrá hombres que labran y mujeres vestidas de negro, una sombra en el verde. Si nos volvemos hacia el oeste, nos sorprenderán quizá los bosques en los que es fácil perderse, el espesor de los árboles que forman un suelo verde oscuro. Hacia el este, encontraremos un cruce de caminos que trazan vericuetos, que se enlazan y se desatan. Es sencillo: basta con cambiar el punto desde el que observamos el mundo, y el mundo aparece distinto.
Si Sofía pensaba en su vida, todo se tornaba diferente. Ella distinguía dos etapas: el tiempo en que vivió sin saberse espiada, cuando todo era previsible y los días entregados a la ventana de la habitación. Aquel cuarto le ofrecía una duplicidad de escenarios que le inquietaba un poco. Estaba la habitación que la presencia del marido convertía en conocida y familiar, donde no aparecían los misterios. Luego estaba la habitación en aquella falsa soledad, en la que vivía con el corazón acelerado. Eran como la cara y la cruz de una misma moneda. Un espacio único, que se transformaba por obra y gracia de un cambio inesperado. Tenía la sensación de que el tiempo que pasaba ahí sola escapaba a su control. Era un tiempo con ritmos propios que nada tenía que ver con el resto de la vida. Una parcela delimitada por un espacio y unas circunstancias a la que no habría sabido renunciar fácilmente.
Había algunas preguntas que comparecían, una y otra vez, en su pensamiento. ¿Cuándo descubrió que alguien la observaba? La percepción fue lenta. Se fue concretando a medida que pasaban los días. Al principio notó una sensación extraña, pero creyó que era producto de su imaginación. Llevaba poco tiempo casada. Le costaba acostumbrarse a todas las transformaciones que se habían producido en la cotidianidad. Transformaciones curiosas, porque aparentemente no tenían importancia, pero le resultaban poco gratas. Cuando se despertaba, la visión de lo conocido era sustituida por una serie de objetos extraños. Desde la mirada a la inmediatez, hasta los ojos que se posan en la distancia, todo había cambiado. Los muebles que la acompañaban en la habitación de Llubí no estaban. Abría los ojos y hacía un gesto de sorpresa. Pestañeaba un instante, antes de recuperar la percepción y saber dónde se encontraba. Donde esperaba ver una silla había una cómoda, la cama de su casa, con un ángel de madera en el cabezal, había desaparecido. En su lugar había una enorme, con dosel y cubrecama de encaje. Los primeros ruidos de la mañana también eran distintos. Estaba acostumbrada a oír las voces del vecindario cuando se despertaba. La ventana de su habitación del pueblo daba a la calle. Desde primera hora de la mañana, había movimiento, trajín, conversaciones. Las mujeres salían a barrer la acera. La regaban con agua para que el polvo se asentara. Los carros salían a faenar al campo. Ella se despertaba con el ir y venir, con alguna frase que se le escapaba a alguien y volaba hasta su cama. En La Casa de Albarca, las mañanas eran silenciosas. El propio silencio le hacía abrir los ojos, preguntarse dónde estaba. Añoraba las voces, los pasos. Se extrañaba de aquella quietud semejante a la de un pozo.
No podría decir cuándo empezó a sentirse espiada. Hubo una intuición, un escalofrío recorriéndole la espalda, la sensación de miedo. Lo sospechaba, pero no habría sabido dar razón de ello. Un día -era pleno invierno-, dio el paso que le confirmó que era verdad. Había decidido arriesgarse. Por eso hizo como siempre: se colocó muy quieta, las piernas y los brazos desnudos, delante del espejo. Estuvo así mucho rato, con la respiración mal contenida, esperando a que el momento fuera propicio. No oía ningún ruido. Sólo la propia respiración, descompasada e impaciente. Por fin, se volvió en un movimiento rápido. Avanzó de prisa hacia la ventana, la abrió de par en par, y asomó medio cuerpo hacia afuera. La reacción fue inmediata: un rumor de hojas, un cuerpo que se lanza al suelo desde una cierta altura, pasos que se alejan. El corazón le latía muy fuerte. Intentó calmarlo llevándose las manos a los pechos, sentada en una butaca. Ahora estaba segura: alguien la vigilaba desde el jardín.
Se preguntaba cómo había surgido su dependencia de un desconocido, el deseo de gustarle. ¿En qué momento empezó a imponerse la necesidad de mover su cuerpo delante de un espejo para él? No habría sabido cómo explicarlo, ya que pensar en ello le resultaba difícil. Aquella actitud le rompía todos los esquemas de muchacha educada para una vida tranquila. Por eso no quería plantearse nada. Hubo un día, que debió de ser en otoño, cuando apunta el frío, en que dejó de estar quieta observando su propia imagen. Habían transcurrido muchos días, todos idénticos. Cada uno era una copia repetida de los demás: las mismas pequeñas cosas que se multiplican. Pasarse la mañana en la cocina, entre los fogones, donde se sabía segura y casi feliz. Se ponía un delantal blanco de percal. La tela almidonada adquiría la rigidez de aquellos vestidos que tienen un cuerpo propio. Se los ataba a la cintura con un lazo. Pasaba sus manos dos o tres veces, con la sensación de que medía terrenos conocidos. Luego pelaba ollas enteras de albaricoques, de cerezas, de ciruelas, de mandarinas. Cada fruta, según su temporada. Llenaba un plato de pulpas amarillas, rojas, granates, anaranjadas. Los colores no tenían que mezclarse, sino mantener su pureza. Hervía la fruta que se mezclaba con el azúcar en una caldera. Mientras se esparcía el aroma por toda la casa, ella inspiraba profundamente, como si pudiera probarla por el olfato.
¿Qué tenía que ver la mujer de las confituras con aquella otra del espejo? Habría querido descubrir vínculos claros, razones poderosas que sirvieran para relacionarlas. Siempre se había considerado una mujer sencilla, que rechazaba complicarse la vida. Encontró a un buen hombre y se casó con él, decidida a ir adelante con la compra de La Casa de Albarca. Tenía un carácter resuelto, nunca se echaba atrás, y le gustaban los delantales blancos que voleaban desde la cintura hasta el suelo. En la cocina, las baldosas eran de loza, de un color que le recordaba al cobre. Se sentaba en un taburete y vigilaba el fuego. Tenía que ser un fuego lento, que no precipitase el tiempo de hervor. Creía que el secreto de hacer una buena mermelada estaba en respetar los ritmos del tiempo. Cada fruta necesitaba llegar al punto de cocción sin urgencias. Entonces mantenía, intactos, el aroma y el sabor.
Sus vínculos con la ventana y el hombre que estaba en la otra parte del mundo surgieron poco a poco. Primero, se impuso la sensación de timidez. Cuando supo que era el objetivo de su punto de mira, se encogió. Aunque no quería pensar en ello, su pensamiento volaba constantemente. Desconcertada, eliminó la posibilidad de hablarlo con su marido. Habría ordenado que lo echasen. La vergüenza le duró algunas lunas, hasta que se desvaneció poco a poco. Fue como pelar una naranja. Desprendida la piel de la fruta, quedaba el cuerpo: permanecían la pulpa y el jugo, que mojaban la mano cuando la intentaba exprimir. La mano mojada olía a azahar. Delante del espejo, era como una naranja que ofrece los mejores gajos a unos dedos ávidos. Pero no había dedos, sino una mirada que era una mano entera, tras los cristales cerrados.
Después de la vergüenza, vino la sorpresa. No podía creer que alguien la espiase todas las tardes. Era una cita a la que acudían los dos sin decírselo. Se encontraban desde lugares diferentes: ella delante de la luna del espejo; él, bajo la luna de veras. En el encuentro, sólo estaba la intuición de las presencias. Sofía intuía que él estaba observándola. El hombre del jardín adivinaba sus formas, distorsionadas por las cortinas y la distancia. No existían las palabras, en aquel choque. Ni las imágenes reales. Tan sólo el resultado de una deformación de figuras. Una, sólo percibida como un presentimiento en la otra parte del mundo, lejos de la claridad plácida del cuarto; la otra, sugerida desde la distancia. Habitar la oscuridad incipiente, cuando declina la tarde, mantenerse al acecho mientras se espera que aparezca alguien en nuestro radio de visión. Hacerlo un día tras otro, y otro más, con el corazón en un puño.
Sofía se hizo una nueva pregunta. Vencida la timidez inicial, superada la fase de sorpresa, quiso saber quién era. ¿Quién era el hombre del jardín, el espía? Descubrirlo no fue fácil.Tuvo que esforzarse, abrir los ojos, interrogarse sobre cada una de las personas que vivían en la finca. La Casa de Albarca era un pequeño mundo en el que entraban y salían muchos hombres. Jóvenes y viejos, solteros y casados. Cada uno de ellos podía ser el que la vigilaba. Por eso se decidió a hacer ella misma también de espía.
Los ojos son sabios. Tienen la sabiduría de posarse en las cosas y detenerse en ellas. Recorren el mundo como mariposas, mientras la vida transcurre. Capturan recortes, imágenes. Muchas pasan de largo; algunas quedan fijadas para siempre. Hay una ley de selección natural respecto de todas las figuras capturadas por la pupila. Las hay que son simples reflejos del mundo, tomadas en un instante. Hay otras que perduran, impresas en el cerebro, hasta que el tiempo y el olvido desvanecen sus colores. Éstas poseen una entidad propia. Si tienen mucha fuerza, nunca llegan a borrarse del todo. Sofía no iba a olvidar la primera imagen de Ramón cuando lo vio. En realidad, lo había visto antes muchas veces, pero no le prestaba atención. Existe un abismo de diferencia entre la acción de ver y la acción de mirar. Lo había visto cuando estaba entre más gente y le había ignorado. Era un poco más joven que ella, cuando se conocieron. Era alto y esbelto como las sabinas.
Lo miró y sintió que él la miraba. Sus ojos hablaban del deseo. Un deseo enorme, hecho de una voracidad que tenía la intensidad del fuego. A Sofía le quemaba la cara. Habría querido mojarse el rostro y las manos en una fuente, en un río o en el mar, para conseguir calmar la rojez. Se encontraron en un rincón del jardín, cuando ella paseaba con Mateo. De repente, el marido se convirtió en un estorbo y el espacio entero en la intemperie. El hombre dijo:
– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
– La cabeza me da vueltas. ¿Lo has notado?
– Tienes la piel encendida. ¿Quieres beber un poco de agua?
– Sí.
Antes de que pudiera detenerlo, Mateo se volvió hacia el chaval que se movía entre las plantas y reclamó su ayuda. Le dijo que fuera a buscar un vaso de agua para la señora. Cuando Sofía lo miró, no vio al adolescente de antes. No estaba ante el muchacho que tenía las piernas largas y la cabeza llena de pájaros, sino que su lugar lo ocupaba un hombre de ojos inmensos. Comprendió que eran los ojos que entraban en su habitación sin pedir permiso, con la actitud osada de quien sabe vencer los obstáculos más duros. Lo adivinó con una sola mirada y sintió una inquietud que se apresuró en disimular delante de Mateo. Había adivinado quién era su espía. Debería haberse tranquilizado, ya que un jovenzuelo no inspira muchos temores. Pero no sucedió así. Comprendió que no era un chico como los otros que corrían por el erial. Recordaba vagamente que le habían hablado de su desinterés por los trabajos del campo, de aquella pasión por el jardín. Se pasaba horas contemplando los árboles y las plantas.
Ramón se aproximó con una jarra de agua fresca en las manos. Tenía los dedos delgados. Se imaginó la piel del hombre que trabaja con pétalos de rosa, que tiene su piel empapada. Vio cómo le servía un vaso de agua. Era un vaso de cristal que tenía el borde un poco roto. Pensó que tendría que beber con cuidado para no dañarse los labios con el grosor desigual del vidrio. Mientras sostenía el vaso entre las manos, notó que éstas le volaban. Era un vuelo pequeño, casi imperceptible, un temblor de dedos que intentaban escapar. ¿Hacia dónde habrían querido huir?, se preguntó Sofía con un punto de tristeza. Le sirvió agua poco a poco. Un chorro delgado que se desparrama de la jarra al vaso, haciendo una senda breve, contenida. Aprovechó el instante en que caía la última gota para tocarle la mano. Duró un momento y Mateo ni siquiera se dio cuenta, pero Sofía tuvo una percepción lenta del hecho. Esto es lo que ocurre con las sensaciones: si son gratas, tienen la capacidad de perdurar más allá de su tiempo real. El contacto fue fugaz, pero el efecto que provocó duró mucho rato. Mientras bebía, notó otra vez aquellos ojos fijos en sus labios.
Era una mañana suave, de primavera incipiente. El aire estaba repleto de azules, que se mezclaban y se confundían: de una tonalidad de cielo casi transparente, a aquel otro azul luminoso, sin mácula, o a las huellas blancas que dejan las nubes. Habría sido un paseo como cualquier otro, si Ramón no hubiera aparecido. Habría deseado poderle decir que tenía más sed, sólo para que la volviese a tocar, pero calló, temerosa de ponerse en evidencia. Poco a poco, volvieron a casa. Mateo le daba el brazo, y ella se apoyaba con el pensamiento haciendo cabriolas. Iba y venía como si fuera un pájaro. Lo miró y pensó que era un buen hombre. Lo pensó de repente, sin emoción, constatándolo. Se preguntó qué pensaría de la mujer juiciosa con quien se había casado, si descubriese que le gustaba que la espiara un jovenzuelo por la ventana. Agachó la cabeza, muda, mientras caminaban hasta la casa.
Desde aquel día empezaron las fiestas ante el espejo.
Aprovecha la soledad, cuando Mateo está en la sala fumándose un cigarro, después de atender a los pacientes que lo reclaman. Es un tiempo calmo y nada la estorba. En pie, con el cuerpo tenso, el camisón hasta los tobillos, cubiertos los brazos por la tela y los encajes, se mira en la luna del armario. Al ser grande y ovalada, se ve entera. Se está quieta un momento. Ha de reponer fuerzas para poder vencer aquel punto de vergüenza que aún queda escondido en un rincón. También aprende a jugar con la espera. Jugar con lo que se espera equivale a crear una expectativa, un deseo. Cuando alguien quiere algo, siente cierta urgencia, unas ganas de satisfacer inmediatamente el ansia, la pasión. La inquietud se suele vincular con la prisa. Ella intuye que Ramón sufre conteniendo la avidez; y esto le gusta. Es dulce imaginarse sus ojos golosos.
Poco a poco se desabrocha los botones del camisón. Hace un gesto y libera su cuello desnudo; de repente surge el inicio de los pechos. Las manos recorren la curva del cuello y del escote. Respira de prisa, mientras se levanta lentamente la falda. Salen los pies, menudos y movedizos, los tobillos delgados, la esbeltez de las piernas hasta las rodillas. Vienen después los muslos firmes, y Sofía se detiene un instante. Quiere dejarle un tiempo para que se recree en la redondez de la carne. A la vez, llena de sudor, vuelve la cabeza hacia atrás. Tiene que subirse las mangas para soportar ella misma la impaciencia. De él, sabe bien pocas cosas: lo adivina por un ruido minúsculo de pasos y el ansia que intuye. No querría que estuviese en la habitación, aunque lo imagine en algún momento. Lo piensa cuando no quiere ser sólo piel deseada desde lejos, mientras recuerda el tacto de su mano en el jardín.
Saberlo al otro lado de la oscuridad le produce sensaciones contradictorias. La tranquiliza saber que es un juego. No hay engaños reales, ya que no tiene un amante que la visite todas las tardes. En el fondo, podría haber sido producto de su mente que alza el vuelo. El resultado de una mueca de la imaginación. Pensarlo la libera de sentimientos de culpa. No obstante, la certeza de su presencia se impone por encima de todo. Sólo ellos dos lo saben, pero el encuentro es real. A pesar de la distancia, sus ojos la abrazan. Cuando el sol se pone, una mirada la visita para llenarla de gozo.
Se libera de los obstáculos de la ropa. Desnuda, ante el espejo, retorna a la quietud inicial. Todo es silencio. No hay ruido de pasos ni palabras incómodas. Nota la piel y el pensamiento encendidos de deseo. Es un deseo nuevo, que nunca experimentó hasta que se encontró ante la luna del espejo. Se imagina la respiración de Ramón, bajo la otra luna. Sonríe, y sonríe para él. Luego dobla un poco la cintura, mueve los brazos, dobla las piernas. Le ofrece la visión de la fruta oscura del sexo.
La carta que encontré en la buhardilla fue escrita en Jaisalmer, un lugar remoto del desierto de Thar, en la India. Ha blaba de las dificultades que había para llegar allí. Explicaba que el camino era largo, tortuoso, casi inaccesible. Se había de recorrer una ruta de más de ocho horas desde Jodhpur, a través de campos verdes donde los saris de las mujeres se tornaban manchas de color. El paisaje agrícola se volvía cada vez más desértico, a medida que se avanzaba por él. El verde era entonces escaso. Me gustaba imaginarlo, mientras seguía con los ojos, que saltaban de un párrafo al otro, las líneas escritas en aquel papel. Decía: «Aquí el paisaje y el tiempo se vuelven lentos. He aprendido a no tener prisa. No podemos impacientarnos, porque resultaría inútil. Hay que dejarse columpiar por los ritmos de la In dia, conseguir que el pensamiento se convierta en una hoja en blanco. ¡Qué extraño prodigio! Llenarlo sólo de miradas, de desierto, de la sensación de sudor y de la certeza del camino.»
El papel estaba amarillento por el tiempo transcurrido y tenía huellas. Alguien lo había leído con atención, antes de olvidarse de él. Me pregunté qué itinerario habría seguido hasta llegar al desván. Seguramente una ruta de bolsillos y cajones. Desde el momento en que fue leído por su destinatario hasta el momento en que yo recorrí sus palabras con avidez, había pasado mucho tiempo. Me esforcé en calcular los años transcurridos desde que un correo lo trajo a casa. Fue escrito mucho antes de que yo naciera, antes también de que mi madre fuese una mujer. Elisa tendría cinco o seis años, cuando aquel papel se incorporó a su historia. Sería una niña que observaba la vida con los ojos bien abiertos, en una casa demasiado silenciosa. Habían pasado años, por lo tanto, desde la muerte de Sofía. Cuando la carta atravesó tierras y mares, volaban las primaveras medio adormecidas, los veranos soñolientos como lagartijas, los otoños y los inviernos demasiado tristes. Todo perdió intensidad en aquella casa, después de la muerte de mi abuela, como si la vida oscureciera.
Me apresuré en buscar información sobre Jaisalmer, pero no era sencillo. Se trataba de un lugar lejano, de callejuelas estrechas, laberínticas. Sorprendía a los viajantes la visión plácida de un lago rodeado de templos y minaretes de piedra del siglo xIv. «Esto debe de ser la placidez, la sensación de perderse: cuerpo, pensamientos inútiles, emociones excesivas se diluyen. Todo se vuelve más dulce.» Acunada por las líneas escritas, me imaginé una ciudad salida de un cuento. En las calles, estallaría la vida. Había niños que bailaban al sonido de un tamborino que tocaban otros niños. Los havelis, las casas de los antiguos mercaderes ricos, con sus magníficos artesonados, eran de una gran belleza. Muchachas con la cabellera hasta la cintura como bellísimas Sherezades rescatadas de la oscuridad. Niñas con el rostro lleno de moscas.
En el desván, había un caballo de madera que había sido de mi madre. Yo lo heredé como si fuera un trasto que vale la pena salvar de la destrucción. Llevaba una silla y las riendas de color verde. Me recordaban a las hojas de los árboles. Me gustaba cabalgar en él cuando era una cría, inventarme prados imposibles. Entonces ya tenía una imaginación que parecía espuma: se desbordaba, si tenía ocasión. Mi pensamiento crecía, adoptaba formas diversas, se concretaba un instante en la figura de una nube fugaz, volvía a despegar y después se dispersaba, hecho de burbujas. Cuando cabalgaba el caballo que fue de Elisa me sentía muy cerca de ella. Me imaginaba que mi madre estaba a mi lado, otra vez. Conservaba de ella una memoria muy vaga que, muy pronto, fue sustituida por la presencia del retrato. Pensaba que quizá era un caballo volador. Tenía que sujetar las riendas con las manos, mientras cerraba los ojos. Entonces la tierra despegaba, el mundo se volvía del revés y yo recorría las profundidades, cielo y tierra se besaban.
Leer la carta fue como cabalgar mi caballo de madera. Todo lo que tenía cerca, que era concreto y alcanzable, se trastocó. Me pregunté quién era el personaje que la había escrito. Un hombre capaz de vivir durante un largo período en la India, de recorrer sus rincones con la mirada inquieta. Un hombre que quiso volver, después, a los lugares conocidos. Instalarse de nuevo, y hacer tabla rasa del pasado. No sé si lo trajo consigo, aquel pasado que guardaba como un tesoro, oculto a los ojos de los demás. Quizá dejó que las imágenes perdiesen brillo, permitió que se pulverizaran por los laberintos de Jaisalmer, mientras se alejaba. Hay imágenes a las que nos cuesta dejar partir. Forman parte de nuestra vida y querríamos que tuvieran siempre la misma tonalidad. Nos abrazamos a ellas cuando ya se van. Descubrir que tocamos la nada produce una sensación de desamparo. Durante mucho tiempo habíamos creído en ellas. Tuvimos la fe que muchas personas ponen en una estampa, un devocionario, un hijo, o un proyecto. Era una parte de nuestra vida que nos hacía felices. Nos acompañaban todas las mañanas, cuando abríamos los ojos. Estaban ahí todas las noches, al irnos a la cama. Cuando la imagen empezó a difuminarse, comprendimos que habíamos querido un bien que sólo existía en nuestro pensamiento.
Mi caballo de la infancia tenía la cabeza hecha añicos. Era de madera. Tenía la pupila pintada de oscuro en un fondo blanco. Los labios medio se abrían en una sonrisa que mostraba los dientes. La humedad, el tiempo y la carcoma se fueron comiendo la cabeza del caballo, hasta que se convirtió en un pegujón difícil de reconocer. Un día, puse un dedo encima del ojo izquierdo del caballo. El dedo se hundió en la humedad, mientras gotas de sudor me llenaban la frente. Me puse a llorar. Esto era mucho antes de encontrar la carta que hablaba de retornos.
Me habría gustado que hubiera otras niñas con quienes compartir mis fantasías. La Casa de Albarca, sin embargo, era un mundo de adultos. Desde que el abuelo se casó con la abuela Margarita, no venía mucha gente a visitarnos. Ella no tenía familia y ambos preferían una vida tranquila, lejos de los cataclismos del mundo. Tuve que abrazarme a los fantasmas de mis madres con mucha fuerza. Me acompañaban, cuando no tenía a nadie más. Me sentaba en un taburete, en mi habitación, y las contemplaba. Me preguntaba si, de mayor, me parecería a ellas. Imaginaba sus historias y me decía a mí misma que habían sido mujeres felices, durante un espacio de tiempo muy breve. La abuela Sofía, casada muy pronto, muerta pocos años después. Mi madre, Elisa, que no había tenido marido, pero sí una hija que debió de ser la vergüenza de la familia: yo misma.
Me llamo Carlota y tengo una peca en la mejilla izquierda. Cuando era una niña, la peca era rosada y pequeña. Con los años, la peca se fue convirtiendo en un círculo que el sol tostó. A mi abuelo le gustaba acariciarla. Se entretenía en recorrer su forma, mientras me decía que era un regalo del cielo. Al verlo, protestaba siempre:
– Abuelo, no me gusta tener pecas.
– Sólo tienes una, pequeña, y no debes quejarte nunca.
– ¿Por qué?
– Tu madre también tenía una peca en la mejilla. Cuando se reía, se le formaba un hoyuelo y casi desaparecía. Parecía magia. Si estaba sería, volvía a aparecer en su piel.
– No me importa, si ella tenía una.
– Tu abuela, que se llamaba Sofía, también tenía una peca en la mejilla. Yo se la besaba todas las noches, antes de dormirnos. Decía que le hacía cosquillas.
– Pues la abuela Margarita no tiene ninguna. -Reconozco que había un punto malévolo en mis palabras aparentemente inocentes.
– No. -Se hacía una pausa-. La abuela Margarita tiene la piel muy blanca.
– Pobre, ¿no? Tendremos que pintarle una peca.
– ¿Cómo?
– Digo que se la deberíamos pintar en la nuca. Así, al menos se parecerá un poco a nosotras.
– Calla, criatura.
Llevo el pelo largo, me cubre el inicio de los hombros. Es color castaño, melaza en las puntas. Tiene el tono de algunas de las confituras que la abuela Sofía preparaba en la cocina de casa. Guardan los tarros uno junto al otro, vacíos y alineados, por orden del abuelo. Aún conservan las etiquetas que ella ponía, cada una con el nombre de la fruta correspondiente. Llegó a preparar mermelada de higo, de sandía, de naranjas amargas. Metía un kilo de fruta y azúcar. Al fuego, la mezcla adquiría una consistencia gelatinosa que recordaba néctares celestiales. El aire se llenaba de un olor dulce que se esparcía por todas partes.
Tengo unos ojos demasiado grandes, que parece que tengan que comerse el mundo; la nariz y la boca, un punto exageradas. Mis rasgos son herencia de dos mujeres, en esta casa en donde aún se percibe su presencia, después detantos años. Soy alta, pero quizá delgada en exceso. Esto es lo que opina el abuelo, de la suma de desproporciones que me configura. Como curiosa contrapartida a este desorden, tengo un carácter hecho, en apariencia, de mesura y contención. Siempre me he esforzado en contener la curiosidad inmensa que siento por las cosas, estas ganas de saber, de descubrir los secretos de los demás. Estoy convencida de que todo el mundo guarda algún secreto. Los secretos son como partes de la vida que nunca se explican, pero que flotan alrededor nuestro. Son criaturas voladoras que no descansan nunca, y que nos impiden encontrar el reposo. Me gustaría guardar en una caja de madera todos los secretos que pululan por la casa. Están los del abuelo, este hombre de pocas palabras con quien me gustaría mantener más conversaciones. Cada una me da una pista sobre su vida solitaria. ¿Qué secretos puede ocultar, en cambio, una criatura tan transparente como la abuela Margarita, que incluso tiene la respiración suave para no molestar a los que viven a su lado? Pues también oculta alguno. Estoy segura de ello. Como es una figurita pequeña, a veces casi alada, me despista. Su apariencia insignificante llama poco la atención sobre su ir y venir. A pesar de ello, sé que sabe mucho más de lo que nos cuenta. Tiene una existencia de días repetidos, hechos de acciones conocidas, donde no hay espacio para la sorpresa. A la vez, su pensamiento debe de estar lleno de preguntas sin respuesta que procura evitar, aunque estén presentes.
Están los secretos de los fantasmas de mis madres. La vida de la abuela Sofía fue ordenada. Nadie le conoce aventura alguna en aquella existencia de matrona joven y feliz. En realidad, tuvo poco tiempo para mirar el mundo. Dicen que le gustaba encerrarse muchas tardes en su habitación. Esta habitación donde dormía con el abuelo y que ahora es la mía. Se pasaría las tardes leyendo o bordando, actividades a las que era muy aficionada. La existencia de Elisa, mi madre, fue más tumultuosa. Circulan muchas historias que intentan desvelar sus incógnitas. A pesar de ello, el misterio mayor es el que rodea a su muerte. Está también el secreto que guarda el desván. Lo descubrí a partir de la lectura de una carta.
Soy de naturaleza curiosa. No soy capaz de permanecer indiferente cuando algún hilo de la historia se escapa y queda suelto. En mi casa, hay muchos hilos que inician ovillos que me gustaría recorrer. Algunos están enredados. Sería necesaria toda la paciencia del mundo para irlos desenredando poco a poco, y sacar la hebra. Cuando cabalgaba en el caballo de madera de la buhardilla, me imaginaba recorriendo largas distancias. Jaisalmer está a siete u ocho horas en camión desde Jodhpur. Jodhpur es una ciudad azul que llega a confundirse con el cielo. Los indios pintan las casas de azul para que, al mirarlas, el sol no hiera los ojos con tanta intensidad. Desde el fuerte, que está situado en una altiplanicie, se contemplan capas superpuestas de azules. Desde mi caballo volador, me imagino a una niña que lleva el velo y el vestido anaranjados. Baila a los sones de la cítara de su padre. Alza sus brazos pequeños, da vueltas y vueltas sobre sí misma, y vuelve a girar.
El hombre que escribió una carta desde Jaisalmer a mi abuelo hablaba de un pueblecito que se llamaba Khudi. Estaba más al norte, a una hora larga de camino. Fue allí, para hacer un recorrido en dromedario, ya que la zona era desértica. Llevaba veintitrés años sin caer una gota de lluvia. Cuando él estuvo, inesperadamente, llegó el monzón, la lluvia frenética. El animal que montaba perdió el control. De la misma manera que lo perdía mi caballo, cuando yo era pequeña y quería hacerle saltar los obstáculos del desván. El hombre mal envuelto en una gabardina, empapado de pies a cabeza, se refugió en una cabaña. Desdeaquel lugar, contempló a los niños que corrían por el fango con los pies desnudos. Muchos veían la lluvia por primera vez. Sus piernas y su corazón corrían de prisa, por aquel lodazal. Fue entonces, al contemplar su mirada llena de curiosidad, cuando se decidió a escribir una carta. Su tiempo en la India había terminado.
Le pregunté al abuelo:
– ¿Conoces una ciudad llamada Jaisalmer?
– Yo no conozco muchas ciudades, hija. No he viajado.
– Habrás oído hablar de muchos lugares, aunque no los conozcas.
– Claro. Las palabras vuelan y sirven para explicar cómo es un rostro, una casa, un lugar. Pero si tus ojos no graban aquel rostro, no retienen una cara, o no pisan un lugar, su percepción se vuelve mucho más débil. No perdura.
– No estoy de acuerdo. Yo sólo he oído hablar de la abuela Sofía y tengo vagos recuerdos de mi madre. Sólo conozco sus retratos. Sin embargo, las palabras han conseguido que tuvieran cuerpo y presencia propias. Puedo sentirlas próximas, porque me has hablado de ellas.
– Bueno. Diríamos que se trata de dos casos excepcionales. Yo mismo me he esforzado en ello. Desde que naciste, he intentado repetirte, una vez tras otra, cómo eran. No quería que te olvidaras de ellas. He invertido voluntad y esfuerzos, porque me jugaba demasiado.
– ¿A qué te refieres?
– Tu memoria es mi memoria. Tu olvido habría sido mi olvido. ¿Cómo habría sido mi vida, si no te hubieras acordado de ellas? Me imagino solo y triste, sin la posibilidad de hablar con nadie. Tú eres el ancla que me sujeta a la orilla de los recuerdos. Gracias a ti puedo recrearme. Volver a ellas una y mil veces. ¿No lo entiendes?
– Creo que sí. Un recuerdo compartido es más de verdad. Los recuerdos que se guardan entre dos no están cubiertos por la neblina, sino que se mantienen claros. Es como si abriéramos las ventanas para que entrara el sol a raudales.
– ¿El sol que ilumina los cuadros todas las mañanas?
– No, el sol que nos ilumina la vida, aunque ellas no estén. Pero ¿y Jaisalmer?
– Jaisalmer será un punto en un mapa. Un sitio que nunca pisé pero que recuerdo vagamente. No lo sé. Quizá alguien me habló de él.
– Es un nombre que viste escrito en una carta. Te la enviaron hace muchos años.
– ¿A mí? -no evitó el gesto de sorpresa.
– Sí, abuelo. La carta iba dirigida a esta dirección. Tú eras el destinatario.
Hace años, el abuelo recibió una carta. Su lectura no le impresionaría mucho, aunque tampoco creo que lo dejara indiferente. Por entonces era un viudo respetable. Tenía una hija pequeña, que quizá jugaba junto a él, en la sala grande. Él habría adquirido ya la pose de hombre sereno, que se ha adaptado con resignación a los envites de la vida. De vez en cuando, mientras leía aquella carta, levantaría la mirada hasta el cuadro de Sofía. Por entonces, sólo había un cuadro, y estaba colgado en la pared principal de la sala noble. Sentado en el sofá isabelino, que estaba tapizado de terciopelo granate, se tomaba una copita de coñac. Era el único capricho que se permitía, volcado por completo en su profesión. Tenía fama de hombre demasiado serio. Era una fama que aumentaría con el tiempo, hasta transformarlo en una figura poco amable a los ojos de la gente. Nadie negaba que era de trato cortés, un punto distante. Pero, en sus labios, se veía el rictus de una amargura que se acentuó a medida que se volvía rico en pérdidas. Alrededor de los ojos, dos sombras que recordaban la música de un violín.
Al cabo del tiempo, yo di con aquella carta. Las frases escritas me llevaron a reconstruir el hilo de una historia. No estaban escritas por mí, pero supe hacerlas mías. Surgieron de observar la lluvia en un pueblecito minúsculo. La lluvia, que cuando acecha, llena la tierra de burbujas y convierte los caminos en lodazales. Había niños que nunca habían visto llover. No es sencillo imaginarlo, pero puede ser bello. Las situaciones que para unos son habituales se vuelven absolutamente nuevas para otros. Crios que se comían el agua que caía del cielo con los labios. Se la bebían poco a poco, descalzos, las piernas desnudas hasta las rodillas. Notaban cómo correteaban las gotas por sus cabellos, por la frente, por las mejillas. Era una sensación magnífica, inesperada. Las frases hablaban de Jaisalmer, el lugar donde fue redactada la carta, pero hablaban también de otro lugar: el jardín de La Casa de Albarca.
Se acordaba de los rosales. De la cantidad de agua que necesitan, siempre dependiendo del clima, de la permeabilidad de la tierra, de la temperatura. Se había esforzado mucho para conseguir que la tierra se mantuviera fresca. Cuando se reseca, las raíces sufren el calor. Mientras los rosales fueron pequeños, los regaba con agua abundante. Dejaba que el chorro de agua penetrase tierra adentro, hasta que se empapaba entera. Desde Khudi, observando la lluvia loca, se acordó de los rosales que había amado. Pensó en ello con una pizca de nostalgia mientras contemplaba cómo los niños saltaban de un charco a otro. Habían transcurrido seis años, seis meses y doce días, desde la muerte de Sofía. Quizá ya llevaba el tiempo suficiente en la India. Los rosales necesitaban un lugar soleado y protegido de las ventadas para crecer. Él también había sentido la urgencia de vivir en un sitio lo bastante aislado de las inclemencias del mundo. Comprendía que había hecho una elección correcta. El tiempo es un ungüento que se esparce por las heridas más profundas y consigue sanarlas. La distancia es una planta medicinal que nos salva del sufrimiento.
Leía aquella carta con avidez. Una vez tras otra. La releí muchas veces, hasta que perdí el aliento. En cada palabra, descubría panoramas inesperados. Cada línea era el descubrimiento de un mundo. Estaba escrita con una letra clara, un poco alargadas las consonantes, menudas las vocales. Iba dirigida a mi abuelo, a quien contaba en un tono entre respetuoso y cálido, cómo era el paisaje de Jaisalmer. Le insistí:
– Tú eras el destinatario, abuelo. ¿No te acuerdas?
– ¿Jaisalmer? Es una palabra que suena bien. La verdad es que no tengo ni idea de dónde debe de estar este lugar.
– Sí, hombre. Es una ciudad desde donde Ramón te escribió una carta.
– ¡Ah! Aquella carta… La puedo recordar vagamente. Esto sucedió hace mucho tiempo. Me parece que decía que quería volver.
– Te pedía permiso para volver a esta casa, después de más de seis años.
– Sí, dudé un poco. Hacía tiempo que se había marchado y siempre lo había considerado un personaje un poco extraño. Pero era un buen jardinero.
– Le dijiste que volviera.
Aquella carta era la clave que abría el retorno de un hombre a la casa en donde vivo, un lugar que no ha vuelto a dejar nunca más. Él riega los rosales, y los poda. Los protege del viento y de la lluvia esquiva. Me gustaría saber por qué se fue tan lejos. Habría querido saber las causas de su regreso. Sólo intuía la añoranza de unos rosales, el descubrimiento de la lluvia en los ojos de unos niños, la constatación del tiempo que había pasado lejos de la isla, el deseo del retorno. Eran bien poco para una curiosidad tan profunda como la mía.
El espacio que separa las cortinas de la habitación de Sofía es cada día más ancho. Antes, las dos telas casi se tocaban; ahora se van distanciando. Es ella misma la que las abre, en un ejercicio de osadía diaria. Primero, era como si nada: un gesto casual con un brazo que separaba las cortinas, casi sin querer la cosa. La mano que se pierde entre los pliegues de la ropa y que los alisa en un determinado sentido. Después, el gesto fue ganando precisión y firmeza. Ya no intervenía el azar en el movimiento que servía para apartarlas, sino una voluntad consciente. Entonces se sentía contenta sin darse cuenta. A veces se sorprendía canturreando una cancioncilla con una parte de tela doblada en cada brazo. Explicaba que le gustaba que la luz entrara a borbotones. No comprendía la obsesión de las criadas por poner trabas a la luz. Las cortinas tenían las formas del mar. Una vacilación de ola que se recoge en la cuenca del brazo, que hace de puerto. Cuando estaba soleado, dejaba los cristales abiertos durante toda la tarde. El viento empujaba la tela como si fuese agua salada. Ella, que pocas veces veía el mar, se sentía cerca de todas las orillas. Sólo necesitaba esperar que llegara el atardecer.
Empezaba a desnudarse. Se entretenía en el cuello de la camisa, que desabrochaba con dedos agarrotados. La impaciencia los volvía torpes, poco hábiles en la tarea de desabrochar cada uno de los botones. Cuando lo había conseguido, mantenía la ropa flotando alrededor de su cuerpo, hasta que la dejaba caer con cierto desdén. La falda caía recta, vertical a sus tobillos. Tenía que agacharse para conseguir quitársela; las medias, sin embargo, recorrían sus muslos con una lentitud deslizante, de ronroneo de gato o de piel de seda. De vez en cuando, estiraba el cuello y los brazos como si pretendiera mantener un curioso equilibrio entre lo vertical y lo horizontal. Ella, que se movía como un arco de violín, recorriendo la superficie de su propio cuerpo. Sofía andada por Sofía, cuando los quinqués iluminaban su habitación, para que pudiera ser vista desde el jardín.
Era un jardinero casi adolescente. Le gustaba la mimosa que crecía junto a la ventana. Alto y espigado, metía su cara en ella antes de iniciar el ascenso. A veces le quedaban restos de amarillo en las mejillas. Se encaramaba por las grietas de la fachada con la habilidad de un gato. Lo había aprendido de pequeño, cuando ya jugaba con los otros niños a encaramarse tejado arriba. Conocía cada centímetro de aquella fachada. Desde los canalones por donde bajaba el agua, cuando caía la lluvia, hasta el grosor de las piedras que la recubrían. La medía con sus pies, que encontraban el fondo justo donde apoyarse y emprender el vuelo. Con las manos abiertas, las palmas un poco peladas del contacto con la piedra, sintiendo la rojez, se pegaba a la fachada. Se movía, silencioso, aprovechando la hora en que el patio estaba tranquilo.
Durante los primeros meses de observación se encaramaba a una rama del almez, de las que casi tocaban a la ventana. Por eso se sentía seguro. Entonces se entretenía en la figura de Sofía, entrevista en medio de claroscuros. Era una figura en movimiento, que le recordaba los árboles del jardín cuando sopla la brisa. Tenía los brazos y los tobillos finos, como las ramas jóvenes. La miraba, hipnotizado, mientras volaba el tiempo. No pedía mucho más. Sólo la quietud y el espacio para mirarla. Dejarse llevar por la seducción de un cuerpo. Concentrado en un único punto de luz, el de la habitación donde ella estaba, empequeñecía los ojos para que su mirada entrara por el resquicio de las cortinas. Salvado el obstáculo, cuando estaba dentro, perseguía cada rincón hasta que se detenía en Sofía. Entonces nada habría conseguido alejarlo de aquel cuerpo.
En las noches de luna tenía que ocultarse para que la claridad no lo delatase. La luna era una espía que recorría cada uno de sus gestos. Se detenía en ellos acentuando su volumen. Si movía un brazo, la sombra del brazo se multiplicaba. Cuando todo estaba oscuro como un pozo, se sentía más seguro, pero también más vulnerable. Cualquiera podría haberle interrumpido entrando en su radio de acción sin que pudiera evitarlo. Si soplaba un viento juguetón, rogaba que el cielo volviese a la calma. Si soplaba tramontana, maldecía a los vientos. A veces, caía la lluvia. El agua recorría su cara y se llevaba rastros de mimosa.
Una noche fue osado. Ya había pasado mucho tiempo desde que acudía a la cita de la mujer y el árbol. Habían transcurrido noches de vela, los pies en la rama, el cuerpo entero en tensión intentando aproximarse un centímetro más a la ventana. Aun así, la situación siempre era idéntica: había una distancia entre los dos. Una lejanía de cristal y de oscuridad que habría querido que desapareciese. A veces, se imaginaba que daba un salto de galgo. El cuerpo apuntaba como una flecha hacia la ventana cerrada. Se replegaba un instante para coger fuerza. Entonces estiraba los brazos, juntos y verticales, mientras la cabeza crecía sobre los hombros. Era un proyectil dirigido a un objetivo único. La meta, el dintel de una ventana mal iluminada. Pensaba en ello, aunque no osara lanzarse de veras. No leasustaba el roce de los cristales con su piel, en el momento del choque con su cuerpo, sino la reacción de la mujer. Por nada del mundo habría querido asustarla. Ella, que le permitía observarla de lejos, quizá se ofendería si pretendía saltarse los límites de lo que estaba tácitamente permitido. Quién sabe si, después, la línea que separaba las cortinas se haría más pequeña, una raya minúscula a través de la cual sus ojos habrían de navegar.
Cuando lo pensaba, se le acumulaban las dudas. La inseguridad, un resto del bagaje adolescente, se imponía a todas las demás sensaciones. Claro que también actuaba el miedo de perderla. ¿Qué pasaría si ella se cansaba del juego nocturno? ¿Dónde iría a buscar aire suficiente para poder respirar, para continuar la vida con su ausencia? Ahora, cuando sólo era una figura tras los cristales, rogaba para que nunca desapareciese. De alguna forma, le había robado la imagen. La retenía en una visión grabada en la pupila. Se había guardado cada uno de sus movimientos, la forma de mover sus brazos, las piernas, el vientre. Le gustaba saber que compartían un secreto. Ellos dos, tan jóvenes y tan solos.
El dolor que nace de una obsesión no está hecho de estridencias. No se trata de aquellas manifestaciones de pena en las que participa todo el cuerpo, la voz y los gestos. No hay arrebatos ni excesos. Suele ser una pena honda, callada, que surge de la imposibilidad de moverse, de actuar, porque las obsesiones nos paralizan el cuerpo y la vida. En la obsesión que sentía Ramón por Sofía, predominaba la angustia. Una inquietud formada por preguntas que, a menudo, no encontraban respuesta. Se preguntaba si podría abrazarla, si tendría que superar muchos obstáculos para acercarse a ella. Temía la amenaza de las cortinas cerradas definitivamente.
En la obsesión que Sofía sentía por Ramón, dominaba la pena. Una pena que era una mezcla de incredulidad por lo que estaba viviendo, de sentimiento de culpa, de confusión. Muchas mañanas, cuando el marido se levantaba de la cama para ir a trabajar, tenía que hacer un esfuerzo por encogerse entre las sábanas. Escondía sus rizos bajo la almohada, mientras él la besaba en la frente. No podía evitar las lágrimas. Nunca creyó que sus ojos fueran capaces de contener tantas. Lágrimas que caían silenciosas, surgidas del pozo profundo de la tristeza. No lo podía remediar: si con el dorso de la mano intentaba hacer que desapareciesen, en seguida volvían a aparecer. Sin prisa, seguían su camino. Iban desde el ojo a los labios, recorriéndole el rostro. Tenían un gusto salobre que, a veces, capturaba con la punta de la lengua. Todo era sal en la boca. Entonces tenía sed.
Hay obsesiones que son como el goteo persistente de la lluvia. Imaginemos una lluvia de invierno, que dura días y noches. El cielo es de un gris que se rompe en tonalidades azuladas. Es un cielo triste, porque nosotros nos sentimos tristes. Las ideas que quedan fijadas en el pensamiento suelen provocar tristeza, porque cierran los caminos a cualquier otra idea. Los deseos que ocupan el epicentro de nuestro mundo inspiran dolor, ya que no abren vías para los nuevos deseos. Si nos bloqueamos en una única idea, si nos centramos en un solo deseo que no podemos alcanzar, vivimos una existencia falsa. Por una parte, los días transcurren en una apariencia de normalidad: estaban las ollas en las que Sofía hervía las confituras, la despensa de la cocina, las cartas de las tres tías, las conversaciones tranquilas con el marido. Estaba el jardín, la mimosa que le teñía la cara, la rama del almez, los naranjos y las viñas. Todo era vagamente real. Lo único cierto eran los atardeceres entregados a una ventana que tenía las cortinas entreabiertas.
Desear de lejos significa precisar con la mente. El deseoacostumbra a nacer desde la distancia, pero se concreta en la proximidad porque une y empuja. Dos cuerpos que se desean se buscan. Si no hay obstáculos insalvables que les impidan la proximidad, la vida se convierte en una fiesta de tactos y besos. Tocar no es sencillo. Hay quien asegura que se trata de un arte. ¿Quién sabe tocar la piel del otro con dedos lo bastante hábiles para hacerlo estremecer? La cuerda del violín se estira, el arco se tensa, la música surge, rotunda. Hay manos que acarician como si esparcieran perfumes. Se produce una eclosión de espuma. El deseo se vuelve real cuando el otro es presencia concreta, palpable. Un cuerpo que podemos recorrer con los labios, que las manos exploran en la avidez de los dedos. Carne contra carne, dureza que se torna realidad en el envite.
Ellos tenían que vivir el deseo desde lejos. Ramón pasaba las noches con los ojos en blanco, después de las visitas a la ventana. Sofía se esforzaba por no removerse entre las sábanas, por miedo a interrumpir el sueño del marido. Ambos compartían la misma sensación de deseo incompleto, de fiesta que queda detenida en el momento álgido. Primero, el deseo ocupaba todo el espacio del pensamiento. Crecía como si tuviera alas. Se concretaba en ganas de fundirse con el cuerpo del otro, de dejar de existir para formar parte de una materia única. Era una percepción casi dolorosa, porque implicaba la añoranza y la urgencia. Era un deseo hecho de prisa, hambriento y enorme. Convertido en obsesión, el deseo les ocupaba todo el espacio del querer. ¿Qué importaban otras necesidades elementales, como comer o beber, si no podían contentar la más urgente de las carencias?
Sofía empezó a perder aquella gracia que tenía para preparar confitura. El instinto de calcular las proporciones exactas entre la fruta y el azúcar, la capacidad de seleccionar la pulpa más jugosa, de adivinar el tiempo de cocción.Un día, quemó una olla de confitura de albaricoque. El olor a chamusquina se propagó por toda la casa y nadie lo podía creer. En otra ocasión, alteró la cantidad de azúcar que debía añadir y dio como resultado una mezcla que fue a parar a la basura. Cuando se encerraba en la cocina, todo el mundo rogaba que recuperase las habilidades perdidas, ya que la señora se ponía de muy mal humor. Ramón inició un proceso de desatención hacia sus obligaciones. Se pasaba el día bostezando bajo la mimosa del jardín, mientras se olvidaba de los rosales y de los árboles. Llegó a llevar las manos tintadas de amarillo permanentemente. Si veía a Sofía de lejos, se las enseñaba. Ella sonreía, como si el amarillo fuera su señal de amor, un código secreto. Una plaga de gusanos aprovechó el descuido del jardinero para atacar algunos cipreses. La hoja, antes verde oscuro, adquirió una tonalidad marrón. Una sustancia de gelatina resbalaba por el tronco, mientras las ramitas se mustiaban. El jardinero lo contemplaba con expresión de sorpresa, incapaz de buscar un remedio. Después de tantos años cuidándolo, se había alejado de él. La hiedra necesitaba ser podada y sus hojas reclamaban agua de manera urgente. Los naranjos habían dado mandarinas secas, porque les faltaba agua. A Ramón, lo único que le importaba era que él también tenía sed.
El deseo que se vive de lejos se convierte en una mezcla de dolor e incredulidad. Está el dolor de no poder tocar al ser querido. Está la duda de imaginar que nunca nos va a ser posible tocarlo. Cuando el deseo ha de concretarse en la mirada, en el olfato, en la percepción lejana del gusto (¿qué gusto tiene el aire que respira el otro?), sólo satisface una parte de su potencial. Quedan las manos: los dedos huérfanos de piel. Los dedos sólo existen para poder tocar otros dedos. Si no, pasan demasiado frío. Este deseo vivido desde fuera alimenta el pensamiento de añoranzas. Sofía añoraba a Ramón delante de la luna del espejo en la habitación en donde se encerraba, todos los atardeceres. Ramón añoraba a Sofía, desde la rama del almez. A veces, helado por el primer relente. Otras veces, bajo la brisa bienintencionada de las primaveras o los veranos. Si se hubieran podido tocar, todo habría sido muy diferente. Había, sin embargo, una ventana entre los dos. Una ventana y una olla de confitura echada a perder; una ventana y los setos muertos de sed en el jardín; una ventana y un marido que no hablaba mucho.
Una noche Ramón se decidió a dar el paso que los salvara de tanta distancia. El almez cada día estaba más lejos de la ventana. No podía evitar la sensación de kilómetros de aire entre los dos. Tenía que acortarlos, para sentir a Sofía más cerca. Miró las ramas bajas en las que se había sentado muchas noches. Llegó a acostumbrarse a una de ellas, que formaba una especie de silla con el tronco del almez. Había pasado largos ratos observando el amarillo de las hojas, aquellos puntos verdes que podían derivar hacia el ocre, mientras esperaba que ella se acercase al espejo. Entonces lo ganaba la impaciencia. Las ganas de verla, de olería. A pesar de la distancia, a pesar de los cristales cerrados, se imaginaba su olor. Había conseguido retenerlo, aquel día que le llevó un vaso de agua al jardín. Se impregnó la piel, el pelo, las manos. Era como si todo él fuera un frasco que preservara la esencia de Sofía. Todas las noches, abría un poco aquella botella para que se escapara una pizca de aroma. No tenía que salir demasiado, porque tenía miedo de perderlo. Sólo la cantidad justa para que pudiera respirarla bien adentro.
Aquel atardecer no era muy diferente de los demás. Ramón no se había propuesto abandonar la rama del almez ni introducir ninguna variación en el encuentro. Si se lo hubiesen preguntado, habría dicho que sólo deseaba quetodo sucediera como siempre. Mirarla mucho tiempo, hasta que los párpados le temblasen, rendidos, de tanto mirar. Entretenerse en una contemplación que no era tranquila, porque lo acompañaban pensamientos llenos de inquietud. Deleitarse en la forma del brazo, en la curva de la espalda, en el nacimiento de los pechos.
Cuando estuvo debajo de la ventana, lo ganaron las ganas de estar cerca. Sin pensarlo, trepó con las manos y los pies por la piedra. El contacto era áspero y lo devolvía a una sensación de mundo real que le resultaba muy grata. Calculó la distancia que había desde el marco hasta el suelo. Dio un vistazo a su alrededor, deseoso por asegurarse de que nadie lo veía. No habría sido fácil justificar la escalada nocturna. Sin prisa, inició la subida: era importante mantener el equilibrio y, a la vez, encontrar con las extremidades el punto justo donde apoyarse y subir con fuerza. Una tranquilidad interior, casi desconocida, lo impulsaba a avanzar. Pasaban los minutos y él procuraba retener la respiración, acompasarla a los movimientos, que eran muy lentos. Si respiraba poco a poco, se cansaría menos, pensaba. Por eso tenía que medir sus fuerzas, como si las repartiera para que duraran mucho rato. Si perdía empuje, podía caer. El amo con el ruido encendería luz en el patio. Llevaría antorchas para iluminarlo y lo verían. Luego avisarían al señor y éste sería su fin. Por el contacto con la piedra, los dedos perdían flexibilidad y se volvían menos sensibles. Cada canto le marcaba las manos. Menos mal que el marco de la ventana era ancho. Se situó en él suspirando, mientras doblaba las piernas.
Sofía estaba delante del espejo de la ventana. Su desnudez le hacía daño a los ojos, de tan próxima. Con la mano cerrada, golpeó el cristal para avisarla de que estaba ahí. Ella giró la cabeza por encima del hombro, sin llegar a volverse del todo. Continuó con los brazos al aire, de puntillas, con la cintura un poco hacia adelante. La observaba, boquiabierto. La mujer se acercó a la ventana. Estaba muy cerca de donde él se sentaba. Ramón recorrió el cristal con su dedo. Dibujaba la forma de la espalda, el recorrido vacilante hasta las nalgas. Volvió a tocarlo. El aliento lo empañaba.
Recuerdo el día en que el abuelo me anunció su compromiso matrimonial con Margarita Reus, una soltera de una cincuentena de años que no vivía muy lejos de La Casa de Albarca. Era una mañana soleada del mes de mayo, el campo repleto de amapolas. Caminábamos unojunto al otro, y estábamos satisfechos de respirar el aire de la mañana. Al menos yo me sentía contenta, porque siempre me gustó pasear a su lado. El abuelo era un hombre aún elegante, que movía con gracia la punta del bastón con puño de marfil. Lo utilizaba para señalar las piedras, las hierbas que crecían junto al camino, el portal de una casa o la humareda de una chimenea. A mí, me ganaba su conversación serena, la forma pausada que tenía de enlazar los recuerdos, la gracia con la que saltaba de un pensamiento a otro, con aquella facilidad que tienen las mentes ágiles. Podría haber pasado horas escuchándolo, porque siempre me sorprendía. Escuchar sus palabras era como hundir las manos en las joyas de un tesoro.
La placidez puede ser una conversación. Aunque no recuerdo con exactitud de qué hablábamos, ni sería capaz de reproducir las frases que pronunció, sí puedo evocar el efecto que causaba en mí su forma de decir las cosas. Aquella mezcla de seriedad y de ironía suave con que hablaba del mundo. El tono displicente que combinaba con breves comentarios que me invitaban a reír. Las palabras del abuelo me producían un curioso efecto: calmaban cualquier inquietud, y a la vez, estimulaban mis ganas de hacer preguntas. Me despertaba cierta curiosidad por la vida que nacía de interrogantes minúsculos, de comentarios perspicaces, de silencios que eran una invitación a pensar. Estoy segura de que no se proponía conseguir ninguno de aquellos resultados, pero la propia improvisación con la que desgranaba imágenes y, sobre todo, la fuerza de las palabras que acompañaban cada una de estas imágenes derivaban hacia una forma tranquila de reflexión.
El efecto era similar, aunque no exacto, al que me causaba la visión de los cuadros de mis madres. Cuando las miraba, también me despertaban una curiosidad enorme, pero no había una sensación de paz. Era al revés: los cuadros me inquietaban. Me gustaba tenerlos próximos, contemplarlos sin prisa, pero nunca me comunicaron un sentimiento de calma. Sería porque intuía en ellos el misterio. La incógnita que no era capaz de resolver, porque aún estaba demasiado lejos de saber sus claves. En el rostro del abuelo, en cambio, no había misterios. Si acaso, un gesto que relativizaba las emociones, que servía para explicar su forma de acoplarse a los designios de la vida.
Lucía un cielo azul que me obligaba a hacer muecas para defenderme de los rayos del sol. La luz acentuaba las arrugas y las manchas de las manos del abuelo. Me permitía percibir cada detalle de su piel, mientras atravesábamos el verde y el rojo del campo. Cuando pasamos junto a la alberca de la finca, señaló una forma diminuta con el extremo de su bastón. Me costaba distinguir lo que quería mostrarme y hube de empequeñecer mis ojos hasta convertirlos en dos rayas. Era una pequeña rana que saltaba en el agua. Se alejaba del contacto de la punta del bastón, que el abuelo movía persiguiéndola. Entonces, como si nada, soltó la pregunta:
– ¿Conoces a una señora que se llama Margarita Reus?
No alteró ni el tono ni la modulación de la frase, mientras la pronunciaba. Simplemente, la dejó caer. Con un pequeño esfuerzo, permitió que saliera de su boca y que volase por la mañana luminosa. Parecía una simple pregunta, sin dobles intenciones. La dijo de la misma forma en que podría haberme preguntado si conocía al nuevo vicario que se acababa de instalar en la parroquia, o qué opinaba del panadero. Yo tenía el pensamiento en la rana de la alberca. Tuve que pararme a pensar en la pregunta, pues quedaba muy lejos de mi radio de interés. Una figura menuda y pálida se fue perfilando delante de mis ojos. No sabía mucho de ella, aunque la conocía desde hacía tiempo. Era una de aquellas personas que no llaman mucho la atención de los que tiene cerca. Un ser casi transparente que habitaba mi mismo mundo, aunque me resultara tan difícil encontrarle puntos de contacto con nosotros. Me sorprendía que el abuelo, hombre discreto por naturaleza, se hubiera fijado en ella.
Hay personas sólidas y personas traslúcidas. Las primeras están formadas por una materia que no favorece las confusiones. Nos damos cuenta de que ocupan un lugar en el mundo porque ellas mismas lo proclaman. Con su presencia llenan el espacio en el que se encuentran. Nadie duda de su importancia. Resulta inevitable referirse a ellas en un conversación, hablar de ellas cuando se presenta la ocasión, tenerlas en cuenta. Cuando hablan, nos parece lógico escucharlas. Sus razonamientos, por el simple hecho de provenir de quien provienen, tienen un valor añadido. Esto sucede al margen de los rasgos físicos que caracterizan a una persona. No se necesita ser alto o bajo, gordo o muy delgado. Las personas sólidas pueden reunir cualquiera de estas características. Su solidez va más allá. Quizá se delatan en la forma de moverse, dominando plenamente el espacio. Tal vez se les nota, al pronunciar unas pocas palabras, porque capturan la atención de los presentes. Mi abuelo es un hombre sólido.
La abuela Margarita es una mujer traslúcida. Las personas traslúcidas se han equivocado de guión. Deberían ser personajes de cuento y, sin embargo, forman parte de la cotidianidad más estricta. En los cuentos tendrían un papel importante. Habitarían el interior de los bosques, aparecerían tras el chorro de agua de una fuente, o se esconderían en una cueva. Son figuras que se definen por su imprecisión. En ellas, nada es del todo cierto ni del todo falso. Su aspecto es débil, casi quebradizo. Son criaturas transparentes que, a veces, podemos captar de un vistazo, pero que a menudo escapan a la percepción de la mirada. Están como si no estuvieran. Un fenómeno parecido ocurre con su voz. Hablan tan bajito que las frases que dicen pasan desapercibidas. No sólo se trata del tono, sino de la modulación de las frases, que se enlazan en una cadencia repetitiva y monótona.
Nunca lo habría imaginado. ¿Cómo podía -me pregunté a menudo- un hombre sólido como las montañas de Tramuntana, que se recortan tras La Casa de Albarca, haberse fijado en una mujer que era una hoja volátil, transparente? Tuve una reacción inicial de incomprensión, ligada a un punto de rechazo que no quería reconocer. Teníamos el terreno demasiado delimitado. No había espacio para más mujeres en nuestro jardín.
Al principio, cuando yo era adolescente, el abuelo me hablaba de cómo las echaba en falta. Lo hacía muy de tarde en tarde, en alguno de nuestros paseos por los campos de Sa Indioteria. Yo era la excusa que necesitaba para deshilvanar el hilo de la conciencia, un elemento del todo prescindible, ya que me olvidaba por completo, una vez iniciado el relato. Como la imagen del médico caminando y hablando solo habría resultado extraña, aprovechaba mi presencia para vaciar su corazón. De alguna forma, yo hacía el mismo papel que su bastón, que lo ayudaba a mantener su caminar airoso, o que sus gafas, que le permitían distinguir de un vistazo el rostro de los que pasaban a nuestro lado. No me importaba hacer este papel. Si he de ser sincera, reconoceré que me gustaban sus arranques de sinceridad, que los esperaba con el pulso acelerado, que los intentaba propiciar con mis silencios. Sabía que el silencio lo llevaba a recordar; y que de los recuerdos nacían las palabras.
Me explicó muchas cosas que me resultan difíciles de ordenar en un discurso. Son pensamientos que me acompañan siempre, pero que se encuentran muy dentro, ocultos en el fondo de la memoria. Son frases que tratan de las pérdidas y de los sentimientos que provocan estas pérdidas. Me dijo que, cuando alguien se va, lo más duro es la certeza de la ausencia definitiva. La seguridad de saber que algo que formaba parte de la vida se nos ha marchado. Esto no se nota tanto al principio, me aseguraba, sino que te das cuenta poco a poco, en los hechos más pequeños de lo cotidiano. Lo descubres cuando estás solo en la cama y no te acostumbras a ello. Quisieras decir una frase y sabes que la otra no está para escucharla. La pronuncias, pese a todo, con acento temeroso. Pero la habitación no tiene eco que te pueda hacer compañía y la frase se acaba en tus labios. Todo queda como si nada, mientras comprendes qué es la soledad.
Pasan los días y las noches. Todas las noches vuelves a la cama que compartiste con quien ya se ha ido. Durante mucho tiempo, no te atreves a ocupar la parte de la otra. Mantienes una línea imaginaria que sirve para distribuirel espacio para dos. Encogido en tu particular zona de las sábanas, te acuerdas de cuando estirabas un brazo y encontrabas el cuerpo conocido. Evocas sus formas y su calidez. Sin quererlo del todo, llevado por la inercia de la añoranza, estiras una pierna. Tu pie traspasa la frontera invisible que tú mismo trazaste. Buscas otro pie que nunca está. Encuentras una geografía inmensa de frialdad en la sábana.
Vienen las mañanas. Todas las mañanas del mundo vueltas ausencia. Abres los ojos y ves la luz que entra a chorro por la ventana. El derroche de luz no se corresponde con el deseo que sientes. Te gustaría que siguiera la noche. Entre las sombras, echado sobre del colchón, volverías a cerrar los ojos para que te acunase la oscuridad. La oscuridad que envuelve las penas, porque es del mismo color. Te preguntas si los sentimientos son como las personas, que nacen, crecen, y llegan a morirse. Desearías que este sentimiento de ausencia llegara a morirse. Notar cómo se encoge, pierde volumen, transforma la textura firme en otra rugosa. Te gustaría poder descubrir que se ha convertido en un cuerpo raquítico que ocupa muy poco espacio en tu propio cuerpo, pero no es así. El sentimiento te ocupa por entero. ¿Qué vas a hacer con la añoranza? ¿Por qué caminos vas a conseguir que el pensamiento se detenga, que no recuerde minucias que vuelven con una precisión dolorosa?
Hay momentos que creías perdidos, pero que, sin quererlo, recuperas. Aquel gesto que la ausente repetía a menudo, la forma de mover su pelo, la sonrisa en los ojos o en la comisura de los labios. Unas frases que dijo, en una ocasión, y que sirven para que el recuerdo se perfile. Hay situaciones que habías borrado y que se presentan en forma de secuencia en el pensamiento. Entonces tú eres un espectador. Contemplas escenas vividas, cuando participabasen ellas de lleno. Todo ello te pesa en el cerebro, te tiemblan las sienes. Tienes la sensación de que no vas a poder soportar la insistencia de los recuerdos. Por otra parte -contradicciones inútiles-, no quieres que el sentimiento muera. ¿Qué quedará del amor, si permites que huya? Lo descubres con un temblor en el corazón y piensas que debes preservarlo. Entonces cambias de actitud. Te esfuerzas para que las cosas que formaron parte de la vida de la otra persona se instalen en tu vida. Miras su retrato y piensas que no quieres olvidar sus rasgos.
El abuelo me soltaba sus discursos, mientras caminábamos por un campo soleado. A menudo se olvidaba de que yo estaba a su lado, y las palabras levantaban el vuelo, aves solitarias. Abrían sus alas por el verde, cuando él las pronunciaba. Algunas volaban muy alto, otras flotaban a ras de tierra, sin alejarse mucho de los hierbajos del camino. A veces, pensaba que me habría gustado perseguirlas como si fueran mariposas. Cazarlas una tras otra, conservarlas enteras, sin que perdiesen una ala ni se rompieran las antenas. Habría querido guardarlas dentro de una caja donde nunca perdieran una pizca de su fuerza. Me gustaba oírlo hablar de su añoranza. Palabras como nostalgia o tristeza no significaban mucho para mí. Servían para designar unos sentimientos que no había tenido ocasión de experimentar. Sentimientos que observaba de reojo, desde la distancia que da la vida no vivida. En mis labios, si las pronunciaba, eran simples palabras: una retahila de sílabas que se enlazan para formar una palabra. Si las decía él, en cambio, me resultaba sencillo comprenderlas. Tras cada palabra, estaban todas las frases que el abuelo pronunciaba y que me explicaban significados que había desconocido hasta entonces.
La añoranza era el rostro de mis madres, la forma que tenía mi abuelo de entornar los ojos, cuando las evocaba;el temblor casi imperceptible de la mano que sujetaba el bastón, el intento de cambiar la conversación cuando temía que los ojos le chispearan y me decía «date prisa, va a llover» o musitaba «el campo está encendido de amapolas». La añoranza era su figura de hombre vulnerable, por quien han pasado todos los vientos. Era mi mano en la suya, protegida, como en una cueva. Era la sensación de haber llegado demasiado tarde, quién sabe dónde. Me limité a escucharlo. Me bebía sus palabras como si fueran un néctar exquisito. Dejaba que se fueran fundiendo en mi boca.
Me decía que la nostalgia era llegar a casa y encontrarte con la ausencia. Notar que el silencio habita las salas y hacer esfuerzos por recordar las voces de ellas. La de Sofía, su mujer; la de Elisa, su hija. Concentrarse en el recuerdo y descubrir, horrorizado, que el pensamiento ha empezado a olvidar el matiz exacto de sus voces. El cerebro es incapaz de reproducirlas y no se puede conjugar el silencio. Jugar a buscar instrumentos que nos lleven su eco. La voz de Sofía como un violín. Quizá no, no exactamente. ¿Tal vez como una arpa en la que vibran músicas de otra época? Tampoco. Quién sabe si como una mandolina. La voz de Elisa convertida en una flauta ágil, transformada en un sonido de cascabeles. Ambas como una composición al piano.
Iba encendiendo las luces, a medida que recorría las habitaciones. Se sentaba ante sus cuadros y se preguntaba si algún día las únicas imágenes que acudirían a su pensamiento, al recordarlas, serían las figuras de los cuadros. Entonces volvía a esforzarse para que los gestos de ellas fluyesen a su alrededor. Se imaginaba una danza de cinturas que se doblan, de brazos al aire, de aquel movimiento de retirarse un mechón de la frente, de la sonrisa tranquila de su mujer, de la sonrisa inquieta de su hija. Se inventaba pasos que recorrían los rincones, exclamaciones de sorpresa o de júbilo. Veía vestidos, sombreros, zapatos con tacones. La casa se convertía en un escenario en movimiento que observaba complacido.
Añorar significaba confundirse cada día un poco más con su propia sombra. La sombra y tú siempre juntos, siempre solos. La sensación de ir recorriendo camino a su lado, de transformarse en una prolongación de la oscuridad, en una inclinación que es un perfil sombreado. ¿Dónde está el cuerpo que te definía y te dibujaba? ¿Por qué extraños caminos lo has perdido, que ya ni te reconoces cuando te miras en un espejo, reflejo de la sombra? A veces piensas que sólo te queda esperar. Quedarte muy quieto, mientras esperas que el tiempo transcurra y te llegue la hora de encontrarlas. Muy dentro, un chispazo de claridad te anuncia que no has de precipitarte. El campo aún está rojo de amapolas. Hay una rana en la alberca. Una niña que te da la mano y aprende el significado de las palabras a tu lado. Hay una mujer pálida que te sonríe, cuando os encontráis. Al principio, pasabas de largo. Ni te dabas cuenta. Un día le devolviste la sonrisa. Al día siguiente hiciste una inclinación con la frente que debió de recordarle a caballeros de otra época y que te pareció ridicula. Desde aquel día, te espera en el portal de la iglesia todos los domingos.
No podía creerme que se quisiera casar con aquella mujer. No encaja en nuestra existencia de pareja bien avenida. Me indigné, porque era como si me traicionase. ¿Qué haría yo en casa, si traía a otra mujer? Era una mañana luminosa y recorríamos el mismo campo de otras veces. Allá, mi abuelo había dicho muchas palabras. Me parecía que aún flotaban a mi alrededor. Sólo tenía que abrir la mano y cogerlas. Se lo dije:
– No te puedes casar.
– ¿Por qué no puedo hacerlo, Carlota? -su voz sonaba pausada, como si viniera de lejos.-¿Qué haremos con los retratos, si te vuelves a casar? Ella no querrá verlos.
– Ya he pensado en ello. Los cuadros estarán colgados en tu habitación. Yo iré de vez en cuando a mirarlos. Si puedo saber que están ahí, será suficiente.
– Te pasabas la vida hablándome de ellas. Hemos paseado mil veces: yo, en silencio; tú, recordando a mi abuela y a mi madre. Decías que te ayudaba a no olvidarlas, que no las querías borrar del pensamiento.
– Nunca las olvidaré. ¿En quién crees que pienso todas las mañanas, cuando abro los ojos? ¿Qué caras me acompañan, mientras me duermo? Carlota, una cosa no tiene nada que ver con la otra.
– Me lo tendrás que explicar, porque no te entiendo.
– Margarita es una buena mujer. Una persona discreta y respetuosa, que tiene un corazón generoso. Durante estos últimos meses he tenido la oportunidad de conocerla y de valorarla.
– ¿Conocer? ¿Valorar? ¿En qué lenguaje me hablas?
– Te estoy diciendo que es una persona que vale la pena. Me gusta su conversación y su compañía.
– ¿La quieres?
– Querer es una palabra complicada, porque tiene muchos matices. Si acaso, te diré que la quiero de una forma nueva, tranquila. Es un sentimiento que no interfiere con mis otros sentimientos. No estorba.
– Abuelo, me siento decepcionada. No puedes resistir la soledad. Te sientes solo y te casas.
– ¿Y qué?
– Me duele que no seas el hombre fuerte que imaginaba.
– Te ha salido una frase de película, hija, pero la vida no es esto. Reconozco que me cansa la soledad. Tú eres una adolescente convencida de que dominas el mundo. Pronto volarás lejos de mí. Es ley de vida. Yo sólo serviré para recordarlas y para esperarte.
– ¿Y ellas?
– Están muertas desde hace muchos años. Nunca lo vamos a aceptar del todo, pero es la verdad. Viven porque tú y yo las hacemos vivir. Cuando nosotros ya no estemos, se habrá terminado definitivamente. Ahora tienen una segunda oportunidad de vivir a través de los recuerdos. Cuando los recuerdos se acaben, ya no quedará nada de ellas.
– No me gusta oírte hablar así. Pareces otro.
– Es verdad. Yo he hecho que estimaras sus recuerdos, precisamente porque quería alargarles la vida. Pero los recuerdos no son suficientes para nosotros.
– ¿Qué nos falta? ¿Qué te falta?
– A ti, no muchas cosas. Tienes a tus compañeros del instituto. Después vendrá la universidad. Irás construyéndote un mundo propio. A mí, me hace falta compañía.
– ¿Ya has hablado con ella?
– A nuestra edad no hacen falta muchos circunloquios. Se lo dije ayer por la tarde. Le expliqué cómo es la vida en casa. Le dije que tú y yo vivimos solos, que la soledad se me vuelve pesada, que me gustaría hacerle una propuesta de matrimonio.
– ¿Directamente?
– No sé de otra forma.
– ¿Y cómo reaccionó ella? ¿Te contestó que sí o te dijo que lo pensaría?
– Ni una cosa ni la otra. Tuvo una reacción bien curiosa, debo reconocerlo: se puso colorada. Como es tan pálida, producía un efecto extraño.
La abuela Margarita se incorporó a nuestras vidas sin mucho estruendo. Muy a menudo actuaba como si no viera lo que era obvio. Al principio, me pareció una actitud estúpida. Los hechos son de una determinada manera, pensaba, y esta mujer no los quiere aceptar. Poco a poco, me di cuenta de que su táctica de no querer hacer aspavientos era muy hábil. Nos evitaba enfrentamientos inútiles y la salvaba de situaciones poco airosas. Ella había escogido la vía del silencio como forma de aproximación y, muy pronto, el silencio le fue cómplice. Enmudecía cuando el abuelo estaba de mal humor, cuando él y yo discutíamos o nos enfrentábamos por cualquier motivo, cuando intuía que había tensión en el ambiente. A la vez, sabía encontrar la palabra oportuna, si era necesario. No era mujer de levantar castillos de naipes, sino que era prudente y mesurada. Un carácter poco seductor por sus misterios -había pocos misterios que husmear-, pero de convivencia fácil. Al abuelo no se le veía más feliz, pero sí más satisfecho. Había ganado tranquilidad, equilibrio. No se reía mucho, pero yo lo adivinaba a gusto con la opción tomada. Esto me servía de consuelo. Durante los primeros tiempos de su matrimonio, lo castigué de veras. Cuando quería demostrarle que aún no lo había perdonado, le cerraba la puerta de mi habitación, donde estaban los cuadros. Entonces parecía un león atrapado en unajaula.
La abuela Margarita me ganó en una dura batalla. No fue por su mesura, ni por su serenidad, ni por su discreción -virtudes muy destacables-, sino por su aire frágil. Me robó el corazón aquel aspecto de niña que acaba de aterrizar desde otro espacio. Le miraba los rizos de color plata, que habían sido dorados, y me daba cuenta de la expresión de sorpresa que guardaba en el fondo de sus ojos. Todo podía llegar a maravillarla o a sorprenderla. De aquella apariencia de indefensión, de la imagen de persona que, realmente, no ha roto un plato en su vida, me encandilé. Teníamos pocas conversaciones, pero su presencia fue formando parte del paisaje familiar. En un mundo a veces confuso y caótico, que ella existiera era una suerte.
La ventana se recorta en la fachada como un rectángulo de luz. Las cortinas, recogidas a ambos lados, han desaparecido de un radio de visión exterior. Ya no interceptan la vista, sino que ofrecen de pleno la panorámica de la habitación. No hay obstáculos para que la mirada se abra camino, escrute los objetos, se detenga en el cuerpo que se mueve. La ausencia de trabas para la contemplación hace que Ramón se sienta distinto. Se había acostumbrado a adaptar los ojos a un resquicio que ofrecía una imagen distorsionada de los objetos. Ahora tiene la sensación de que el horizonte se ha ampliado de pronto. El horizonte ha crecido hasta que la línea se ha convertido en un campo en el que se aprecian relieves y planos, gradaciones. No ha vuelto a ocupar la rama del almez. El árbol forma parte de una etapa que se le antoja lejana: un período lento de aproximación que recuerda sin añoranza. Ha aprendido a doblar las piernas y a meter sus rodillas en el saliente de la ventana, tras los cristales que le separan del mundo. Para Ramón, el mundo real son los metros que ocupa la habitación de Sofía, los objetos que reconoce con la mirada y, sobre todo, la mujer que intuye que lo espera, todos los atardeceres.
Ella ha convertido en un hábito la reclusión en su cuarto. Cuando acaba de merendar, acompaña al marido, que se toma un café y se fuma un cigarrillo. Es la pausa entre trabajo y más trabajo. Después del breve descanso, Mateo retomará la consulta hasta la noche. Sentados en la sala, tienen una conversación tranquila que reconforta al marido y la inquieta a ella. Para el hombre, las conversaciones con Sofía son balsámicas. Le sirven para descongestionarse de todas las palabras que ha tenido que escuchar y que, en la mayoría de los casos, no le interesaban mucho. Las palabras son un soplo de aire fresco que alivia tensiones. Entretanto, ella piensa que su marido es un buen hombre, que no se merece sus juegos con el jardinero. Pero inmediatamente, en un intento de restablecer ante sí misma su sentimiento de buena conciencia, se dice que no hace nada incorrecto. Sólo protagoniza un juego de miradas, del que no osaría hablar con nadie, pero nada más. La expresión «infidelidad» le produce un rechazo profundo. Sabe que se casó con él para serle fiel. Su cuerpo, pues, le es fiel, pero las miradas son libres. También son libres los pensamientos, que despegan hacia lugares insospechados, cuando Ramón la mira. Este juego la hace vibrar. Está convencida de que no podría renunciar a ello por nada del mundo. Es dependiente, porque le resulta tan necesario como el aire que respira.
Cuando Mateo se retira al despacho, sube la escalera hacia las habitaciones. Camina poco a poco, porque intenta disimular la prisa y el afán. No quiere que las criadas hagan comentarios. Se ha repetido mil veces que tiene que actuar con naturalidad, que tiene que moverse sin que se noten las ganas que siente de dejar el mundo atrás. Aminora sus movimientos con la intención de poner riendas al pensamiento, que vuela hacia el saliente de la ventana. Cada paso es un instante menos de espera. Esto la alegra. Cuando sube, da un vistazo rápido a los cuadros del rellano. Hay uno que le gusta especialmente. Representa un paisaje de naturalezas muertas. Hay una calabaza madura y enorme, algunos membrillos. Las frutas parece que supuren melaza. Le traen a la memoria las confituras y es como si esparcieran su olor. Querría recogerlas y ofrecérselas. Piensa que regalar aromas es una buena cosa, porque los aromas nunca engañan.
El trozo de pasillo se alarga ante sus ojos. En este punto, siempre surge el deseo de recorrerlo de un salto. Una carrera y ya estaría, salvada de todas las miradas. Hace un esfuerzo de paciencia y contención. De todas maneras, él aún no habrá llegado. Le gusta recluirse un rato antes de que llegue. Dejar las ideas a su aire, prepararse para el encuentro. Se da cuenta de que su cuerpo ha tomado la iniciativa: no puede evitar la respiración agitada, las pulsaciones en las sienes. Siente que la piel le quema. El corazón corre, veloz. Es el mismo corazón que la impulsaría a saltar por la ventana, a abrir las puertas de par en par. Nunca lo ha llevado a cabo porque el pensamiento se lo niega. Vive un juego de contradicciones que, a menudo, es un tormento. El corazón y la piel, golosos, siempre están de acuerdo. El cerebro, sin embargo, se opone al amor.
Hay días en que la espera es dulce. Esperar puede convertirse en un paréntesis de soledad en el que crece el deseo. Ha descubierto que desear es un momento pleno. Los pensamientos se convierten en criaturas voladoras, mientras que la piel adquiere una sensibilidad inesperada. El cuerpo vibra, cuando la urgencia se instala en él. Sofía se echa en la cama. No la deshace, le gusta sentir el contacto rugoso de la colcha. Hay un punto de aspereza que nota en la cara, en las manos, a través del vestido. Lleva un vestido de algodón que tiene una tonalidad azul, de día que se funde. La cabellera se desparrama por encima de sus hombros. Le gusta tumbarse sobre la colcha, retozar un poco. Abre los brazos y abraza la extensión completa de la cama. Hunde su cabeza un poco más, como si fuera un animalillo que hurga en la tierra, buscando un escondrijo.
En otras ocasiones, la espera pierde cualquier asomo de gracia, porque gana la impaciencia. Una inquietud inexplicable se apodera de su cuerpo. Entonces no puede quedarse quieta en la habitación. Es incapaz de echarse en la cama, porque la inmovilidad le duele. Son momentos difíciles, cuando no sabe hacia dónde volverse ni qué pasos seguir. La inercia que se ha ido creando durante meses lucha con el sentimiento de duda. ¿Qué hace allí, esperando la visita de un desconocido? Se lo pregunta con cierta angustia, como si estuviera hablando con otra. Una mujer que ha decidido lanzarse, sin hacerse preguntas, a una extraña historia. A veces, querría poner freno, detener el empuje que la lleva a acudir a la cita. ¿Qué cita -se pregunta-, si jamás hablan? Intenta justificarse con razones que ella misma reconoce absurdas. Sabe que hay citas que se conciertan sin decirlo, que hay encuentros que se pactan en silencio. Ellos lo hacen todos los días. Todas las noches, cuando Ramón se va, renuevan la voluntad de volverse a encontrar. Entonces quedan de acuerdo para mañana, y para el otro, y para todos los días de la vida. Es un acuerdo tácito, pero igualmente efectivo. No necesitan las palabras que no se pueden decir, porque el cristal las apagaría. Han construido un amor al margen de las palabras, todo gestos que resultan imprescindibles, que son como el aire que respiran.
Ramón recorre el jardín sin hacer ruido. Durante la ruta, que acostumbra a ser siempre la misma, procura no dejar señales de su paso. Tiene que ir con cuidado para que nadie pueda descubrirlo. Si se cruza con alguien, debe intentar que su sombra se desvanezca. Si fuera sólo por él, los comentarios de la gente lo tendrían sin cuidado. Aunque es un adolescente con aires de hombre, está acostumbrado a la fama de muchacho huraño, un tanto raro. Pero ella es otra cosa. Por nada del mundo querría que sufriese las consecuencias de su locura. Sofía debe permanecer al margen de las murmuraciones de los demás. Nunca se lo perdonaría a sí mismo, si los descubriesen. Loco de amor es como se siente. Capaz de hacer cualquier juego de trapecio, sólo por contemplarla. Necesita verla para continuar viviendo, como si su cuerpo se hubiera convertido en el aire que respira.
Atraviesa los caminos del jardín, mientras piensa que la ruta es demasiado larga. Si tuviese la habilidad de acortarla, se sentiría tranquilo. La precaución le da una lentitud que detiene el ritmo del mundo. De día, este mismo camino se recorre en pocos minutos. Lo ha comprobado muchas veces. De noche, en cambio, cada paso es un riesgo y cuesta prolongarlo. Se da cuenta de que la respiración es intermitente, dificultosa. Los nervios siempre le ganan la partida. Calcula los pasos que aún le quedan por delante y es como si tuviera que andarlos con un peso enorme en la espalda. Por eso camina encorvado, encogidos los hombros, con miedo. Cuando está junto a la fachada, se siente un poco más aliviado. Sabe que queda la parte más difícil, el último tramo. Tiene que pegar su cuerpo a la piedra, abrir las manos hasta que encuentren los relieves conocidos que le sirvan como puntales, colocar los pies en los salientes de la fachada, e iniciar la subida. Mientras asciende, los dedos pelados y las rodillas golpeando los cantos, se siente feliz.
Sofía se quita poco a poco su vestido azul. Se entretiene desabrochando los botones, que son minúsculos, desde el cuello hasta la cintura. También lleva en las mangas, desde el antebrazo hasta el puño. Cada uno es como un instante que pasa en la espera. Quiere que la encuentre con la bata de seda que recorre las curvas de su cuerpo. Se la abrocha en la cintura. La ropa la envuelve en una caída vertical al suelo. Cuelga el vestido en el guardarropa y escucha, atenta. La avisa el roce de las manos y los pies en la fachada. Se da cuenta de que es él y contiene la respiración. Ruega no sabe bien a quién que no lo descubran. Nadie debe enterarse de estas visitas nocturnas. Por un momento, se imagina qué sucedería si lo descubrieran. Se vuelve aún más pálida, mientras adivina la presencia de Ramón tras los cristales.
Intuye que la sombra aún sin contornos determinados es él, cuando dos manos se posan en el saliente de la ventana. Mal instalado en el vacío, se coloca con la cara en los cristales. Intuirlo da paso a percibirlo. Percibir que realmente está ahí dura unos pocos minutos. No es un descubrimiento instantáneo. Todos los días tiene la sensación de vivir un pequeño milagro. Una maravilla que se concreta en unos ojos muy cercanos.
Ramón golpea con los nudillos en la ventana. Lo hace muy discretamente, para que nadie más pueda oírlo. Tan sólo es un toque de alerta, un aviso para que Sofía se acerque a donde está él. Ella aún no se decide. Le gusta tomarse su tiempo: para ponerse en pie, y andar hacia la ventana. No tiene el corazón sosegado. La calma de los gestos no va con la inquietud del espíritu. Cuando está a una distancia corta, lo mira. Los ojos de él buscan los ojos de ella. Los ojos de ella buscan los de él. Sonríen, complacidos, antes de iniciar el juego.
La tela de la bata es suave, casi no se siente en la piel. Recorre los brazos y la espalda hasta el suelo. Sofía desnuda es otra mujer. Una mujer con el cuerpo compacto y el vientre duro. Los hombros, quizá un poco anchos, se inclinan hacia atrás para descubrir la dureza de sus pechos. Tiene los pezones pequeños, como dos cerezas maduras, endurecidos por el deseo. El continúa sentado en la ventana. Tiene las manos abiertas, las palmas tendidas en el cristal.Sólo el cristal separa sus dedos del cuerpo que se dibuja rotundo.
Sofía tiene fija la mirada en las manos de Ramón. Es una palma de piel endurecida. Se imagina el tacto áspero. Imaginarlo la hace feliz. Cierra los ojos un instante y siente la presión de los dedos sobre su cuerpo. Será un contacto que duela un poco, que deje marcas rosadas en los pechos y en los muslos. No le importa. Quiere sentir que las manos la toman entera, que la acarician, que se abren camino por la espalda, hasta las nalgas. Compara el tacto imaginado con el tacto conocido de otros dedos, los de su marido. El tiene las manos suaves de hombre refinado, poco acostumbradas al trabajo rudo. Cuando la acaricia, siente rastros de ternura que le encienden el corazón, pero no los resquicios escondidos de la piel. Las caricias de Mateo son reales, previsibles. Suelen repetirse, una y otra vez, y tienen el sabor de lo conocido. Nunca le han resultado desagradables, todo lo contrario. La sosiegan, cuando está nerviosa. Le calman el sufrimiento, mientras tranquilizan su conciencia, pero no despiertan su deseo. No puede creer que Ramón nunca le haya puesto las manos encima. La impresión imaginada es tan cierta que podría explicarla con detalles, recrearse en los matices. La certeza de sus manos en su cuerpo es más verdadera que la proximidad de las de Mateo, cuando la abraza.
La respiración de Ramón tiene un ritmo intermitente. Lleva la misma aceleración que si hubiera andado un largo recorrido a campo traviesa: las sienes laten con fuerza, las gotas de sudor le recorren la frente, las manos le queman. Se dibujan los perfiles de las manos como si fuese una calcomanía en la ventana. Sofía abre un poco las piernas y hunde sus propios dedos en la humedad de los muslos. No puede evitarlo, porque su cuerpo entero se deja llevar por el ritmo de las sensaciones. Entonces Sofía ya no tiene sentido del equilibrio y cae, lentamente. Con el pelo y la frente hacia atrás. Tiene el rostro empapado de sudor. Se muerde los labios. Ramón querría romper el cristal de un golpe, saltar al interior del cuarto, tomarla en brazos.
Amarse a distancia debe de ser difícil, pero amarse desde una distancia tan corta es casi doloroso. Si la mujer que desea estuviera en el otro extremo del mundo, saberla lejana lo entristecería profundamente. Tenerla junto a él, en cambio, y saber cómo están marcados los límites de aproximación le produce una sensación difícil de explicar. Por un lado, las ganas de saltarse las barreras y entrar. Esto significaría olvidar las reglas que rigen sus vidas, parámetros que hablan de mundos sociales distintos, de un universo cuyo acceso tiene vetado, porque sólo puede otearlo de puntillas. Por otro lado, el convencimiento de que Sofía se sentiría traicionada si se atreviese cruzar la ventana. De repente, se da cuenta de que ha jugado un papel doble en la historia. ¿Cuántas noches ha soñado con este rectángulo de luz? ¿Cuántos paseos, con aire pretendidamente distraído, ha dado esperando que llegara la noche? La ventana ha representado la concreción del deseo. Ha pensado en ello mientras trabajaba en el jardín. La ha mirado de lejos, satisfecho, sabiendo que guarda el secreto de su vida. Ha alzado la cabeza para verla muchas mañanas, cuando aún tenían que pasar horas para el encuentro. Como la cara y la cruz de una moneda, le ha ofrecido el hechizo y, a la vez, la limitación del júbilo.
Hace pocos días, Sofía le hizo saber una noticia inesperada. Al no hablar, ha tenido que agudizar la importancia de los gestos. La mujer se explica con movimientos del cuerpo que lo hechiza. Un brazo que se levanta, los dedos que vuelan, los ojos que inician un combate de intensidades. Era una noche con idénticas inquietudes, vacilaciones, ganas de encontrarse. Cada uno había recorrido su camino: ella, un trayecto de pasillos y escaleras; él, un camino en vertical por la fachada. Los encuentros han ido repitiéndose hasta ahora con la exactitud de los viejos rituales. Aquellas ceremonias de amor que empujan a los cuerpos a encontrarse. El encuentro tiene siempre un punto parecido de emoción. A Ramón, le parece que alguien los va a descubrir, avisado por la música de sus pulsaciones. Son igual que caballos desbocados que amenazan con saltar todas las barreras, cuando él no osa atravesarlas. Sofía tiene miedo que alguien llame a la puerta, que intenten invadir su intimidad. Por suerte, nunca ha sucedido. Nadie se ha atrevido a vulnerar este espacio que todas las tardes le pertenece por completo. Los otros creen que reposa, antes de cenar. Se la imaginan bordando guirnaldas en una mantelería o cenefas de flores en un pañuelo. Saben que ama la soledad. Han visto cómo la buscaba, cuando tenía demasiada gente cerca. Es una mujer que huye de las multitudes, a quien estorban las presencias inesperadas. No le gustan las compañías que no espera.
Aquel día se encontraron con la urgencia de siempre. Ella quizá un poco más nerviosa que otras noches, porque tenía que explicarle su secreto. Aún no se lo había dicho a nadie. Sentía la necesidad de comunicárselo. Se preguntaba qué pensaría Ramón. Se lo planteaba con aquella preocupación que nos produce lo desconocido, lo que consideramos imprevisible. No había pensado que pudiera sucederle algo así. No formaba parte de sus deseos. Lo había borrado, cuando conoció al jardinero. Se olvidó simplemente de ello, mientras vivía sólo para los encuentros. Había negado una parte de su vida, como si no existiese. De un trazo en blanco, la memoria desvanecía todo lo que los pudiera separar. Aquélla era la única realidad sólida, firme, absoluta. El resto era dejarse llevar por los acontecimientos, por unos hechos cotidianos que no la alteraban mucho. Tenía que llevar la administración de la casa. Pues lo hacía. Lo hacía sin implicarse por completo, empujada por una rutina de pequeños gestos que llegaban a adquirir el valor de los hábitos. Tenía que preparar confituras. Cocinaba sin entregarse con la pasión de antes, equivocándose a menudo en las proporciones del azúcar. Tarros de mermelada demasiado dulce se sucedían en la despensa. Tenía que bordar cubrecamas de punto mallorquín. En cada puntada, había un poco del ansia en que vivía. Por eso nunca le salían exactas. Las había minúsculas, medianas, algunas demasiado grandes. Tenía que estar con el marido. Estaba a su lado con una sonrisa y el silencio. Lo abrazaba con los ojos cerrados, mientras el pensamiento volaba hacia otro cuerpo.
Sofía tenía la mirada oscura, como si guardara algo que él no pudiera adivinar. Los gestos eran más lentos. Vio cómo se quitaba la ropa. El camisón voló como si fuera un pájaro que huye. Surgieron los pechos, que tenían una redondez plena. Luego el torso, hábil al movimiento. Aquellas piernas sin final; la espalda bien torneada. A Ramón le dolió el sexo, que crecía aprisionado en la jaula de los pantalones. Le dolió su aliento, que no podía beberse el aliento de ella.
El vientre adquirió de repente el protagonismo de la escena. Aquel vientre leve, que era una sombra de carne con el botón del ombligo. Ella lo acariciaba. Sólo un roce de las manos en la piel, ligerísimo. Pasó un rato. Habría querido decirle que la amaba, pero cuesta pronunciar las palabras cuando existe un cristal. Vio que se acercaba a la ventana. Observó que las manos se juntaban para hablarle. Se dibujó una curva de luna en el vientre. Ramón palideció. Se lo dijo despacio, para que ella pudiera leerlo en sus labios: «Esperas un hijo.» Sofía hizo un gesto de asentimiento con la frente, mientras volvía a mirarlo. Ramón tendió las palmas en la ventana. Apoyó las manos enteras, anchas. Ella puso las suyas al otro lado, coincidiendo en el lugar exacto en donde estaban las de él. Dos manos cubriendo dos manos: en medio, el frío del cristal.
Los asuntos del corazón nunca me obsesionaron en exceso. Puedo decir que desperté tarde al mundo del deseo. Cuando mis amigas se contaban sus anhelos, casi siempre acerca de algún compañero de estudios, las escuchaba con atención, hacía las preguntas necesarias -siempre hay preguntas que resultan pertinentes- y me olvidaba en seguida del tema. Por nada del mundo habría querido parecer poco atenta. Ni tampoco cometer la indelicadeza de permitir que creyesen que sus preocupaciones no me resultaban interesantes. En realidad, no me atraían en absoluto. La mayoría de los chicos que conocía eran niñatos que no miraban directamente a los ojos de la gente y que no tenían mucho que decir. En aquella época, yo era una mezcla de vanidad y de timidez. Me sentía importante, porque vivía en una casa llena de secretos. Era diferente de los demás, porque tenía un abuelo que me trataba como si fuera una persona mayor, una auténtica adulta. Por eso los miraba un poco por encima del hombro: nadie era lo bastante listo para entender al abuelo como yo lo entendía. Las conversaciones insulsas de mis compañeros eran un aburrimiento. Sólo hablaban de cromos y de deportes. A la vez, en una curiosa mezcla de sensaciones, me ganaba la timidez.
El agente provocador de esta mezcla había sido Ramón, el jardinero de la casa. Recuerdo un episodio que él habrá olvidado, pero que conservo grabado en la memoria. Debía de ser una niña de cinco o seis años. Estrenaba vestido y estrenaba bragas. Todo de conjunto, con bordados. Era de color cielo, con puntitos blancos que parecían nubes muy pequeñas. Me encantaba aquel vestido. En la habitación, ante la luna del armario, tomaba impulso con los brazos y daba una vuelta con la cintura, para que se levantase la falda. Cuando emprendía el vuelo, se me veía el borde de las bragas, con el dibujo idéntico del vestido. Me sentía orgullosa de ello y decidí enseñar a los demás aquella coincidencia perfecta de ropas y colores. Di un recorrido por las salas, mientras buscaba al abuelo. Estaba segura de que le gustaría verme. No estaba en el despacho, ni en el comedor, ni en la biblioteca. Darme cuenta de que no estaba en casa me producía siempre una sensación de malestar. Un poco de inquietud en el estómago, ganas de correr tras sus pasos, de llamarlo a pleno pulmón. Como siempre, me contuve.
En el jardín, aún había luz. Lo sé porque pensé que iba vestida del mismo color del cielo. De estas cosas te acuerdas después, aunque parezcan absurdas y pasen los años. Quizá olvides todos tus demás vestidos de infancia. Serías incapaz de memorizar la caída de la tela, el dibujo de la ropa, la forma de las mangas, pero sabes exactamente cómo era aquel único vestido que te emocionó. Tal vez tampoco te acuerdes del conjunto que estrenaste sólo dos años atrás para ir a una boda de compromiso. Hiciste un trayecto de tiendas para encontrar cualquier prenda que te hiciera una cierta gracia, que te permitiera cubrir el expediente. Lo llevaste, rígida e incómoda; lo colgaste en el armario y no pensaste nunca más en él. De vez en cuando, en cambio, aún te preguntas qué fue del vestidito azul celeste de tus cinco años.Pensé que el abuelo tardaría. Cuando salía de casa, volvía al atardecer. Me sentía decepcionada, pensando que debería desvestirme antes de que llegara. Aquella noche no me podría ver. Desde lejos, descubrí a Ramón. Aunque lo conocía, no tenía casi relación con él. Me parecía que su cara arisca tenía un aire huraño y que yo no le gustaba mucho. Me hablaba poco y sin mirarme. En aquel reducto magnífico que era el jardín, siempre me había considerado un estorbo. Tenía la sensación de que me evitaba. Aquella noche, no obstante, el azul del vestido me había subido a la cabeza. La ilusión me hacía sentir algo mareada, como cuando íbamos a la feria y montaba en una noria. Pensaba en cuando bebí demasiado vino, un día de fiesta en el que el abuelo, sentado a mi lado, se despistó y se olvidó de mí. Luego tenía los ojos manchados de lucecitas y el mundo me daba vueltas. Vomité el alma en un orinal. También llegué a la conclusión de que los olvidos se pagan caros. No se puede olvidar un vestido que nos cambió la vida, pero tampoco se puede olvidar cuidar a la nieta que no conoce aún el poder del vino.
Ramón estaba agachado en el suelo, de espaldas a donde yo me encontraba. Tenía las manos de aquel marrón rojizo de la arcilla. Había cavado un hoyo y acababa de sacar las últimas raíces, cuando me vio. Se me quedó mirando fijamente. Yo era una niña y no quise entender aquellos ojos quietos, detenidos en mí. Como la escena quedó impresa en mi cerebro, puedo recordarla y colorearla. Juraría que no se trataba de una mirada hostil, pero tampoco era cálida. Se diría que buscaba algo impreciso a través de mi presencia. Me observaba con la atención que ponemos en lo que no terminamos de entender, cuando queremos vencer los obstáculos que nos lo impiden, dificultades reales, tangibles. Me miraba con un gesto interrogante, que yo pasé por alto, ilusionada con el vestido nuevo, una minucia que ahora recuerdo con ternura, pero que entonces era el centro del mundo. No nos dijimos nada. Él, porque estaba demasiado concentrado en algo que me resultaba incomprensible; yo, porque, por fin, había encontrado a alguien a quien enseñarle mi vestido. Me planté delante de él, rígido el cuerpo, como si quisiera crecer, estirarme hasta el cielo. Me imagino la escena y me produce cierta gracia: una niña pequeña, que intenta estirarse para parecer mayor. No me impulsaba el afán de ser mayor, sino la necesidad de ocupar un lugar en el espacio enorme del jardín.
A veces, tan sólo buscamos que alguien se dé cuenta de que existimos. Nos importa más que cualquier otra cosa en el mundo. Queremos que unos ojos se detengan en nosotros y nos reconozcan. Sentir la consideración de los demás o, como mínimo, su aprobación es lo mismo que respirar, nos hace sentir vivos. A los cinco años, ya me lo sabía de memoria. Por eso adopté la actitud seria de las situaciones importantes. Lo miré. Ramón abandonó su trabajo y me volvió a mirar de un modo distinto, como si esperase que hiciera una pregunta o un comentario. Pero no le dije nada. Me levanté la falda del vestido hasta la barbilla, la altura justa para que se diese cuenta de que llevaba las bragas del mismo color. Fue un gesto de orgullo, de satisfacción, interrogante. Buscaba una respuesta a mi alegría.
Hay ciertas caras que casi nunca cambian de expresión. Mantienen los músculos con una tirantez idéntica cuando han de reírse o cuando han de llorar. Las cejas conservan la curvatura exacta en la ira y en el miedo. Son rostros que viven enmascarados. Hacen pensar que alguien decidió fijarles una determinada forma: los labios sellados, sin insinuar nada, los pómulos firmes, los ojos con una mirada que no permite adivinar estados de ánimo. Son rostros que no acostumbran a llenarse de arrugas con los años. La inexpresividad los preserva de aquellos pequeños surcos que son el indicio de una vida vivida. Se van secando, en cambio, como si fueran la fruta de una bandeja olvidada en la cocina. Pierden brillo, transparencia. Se van volviendo pequeños y opacos hasta recordarnos objetos sin vida.
Hay otros rostros que reflejan las sensaciones con gestos distintos. Los movimientos de los labios, de los ojos, de las cejas, y de la frente ofrecen mil combinaciones. Entonces, una cara puede transformarse en una frase, una carta o un poema. Nos llega a decir tantas cosas, que no hacen falta palabras. Precisamente porque las palabras se han puesto en cada uno de los rasgos y les han dado fuerza. Entonces ni siquiera debemos esforzarnos en leer qué dice aquel rostro, porque lo captamos de un solo vistazo, sin preámbulos.
Ramón me miró y comprendí que no le gustaba lo que había hecho. En su rostro, había una confusión de sensaciones. Estaba sorprendido y las cejas le dibujaban un arco enorme que recordaba la entrada de una cueva oscura. Estaba también enfadado, y los labios se cerraban con rabia, mientras clavaba sus dientes. Le adiviné la dureza de los pómulos, convertidos en roca. Noté que la barbilla le temblaba un poco. Entonces yo era como una hoja arrastrada por todos los vientos. De repente, me sentí muy ridicula. Allá, con mi vestidito y mis bragas, esperando la aprobación de un hombre que lo único que hacía era echarme de su lado. Aflojé las manos que sujetaban los bordes del vestido y la tela cayó poco a poco, hasta cubrirme las bragas, los muslos y las rodillas. A pesar de haber recuperado una apariencia de normalidad, no me podía mover. La vergüenza había echado raíces y yo no podía levantar los pies del suelo.
Nos quedamos quietos, el uno junto al otro, un largo rato. Ninguno de los dos se esforzó en pronunciar palabra, mientras la tarde se fundía en una luz de melaza. Lo sé por que, de pronto, el azul de la ropa empezó a diluirse. Habría querido decirle que no lo entendía. No comprendía aquel rostro de rechazo, el aspecto amenazador, cuando yo sólo había querido enseñarle mi vestido. Tenía cinco años y quién sabe el tiempo que me habría quedado inmóvil, silenciosa, de no haber oído una voz que me llamaba desde la casa. Tomé impulso para empezar a correr. Corría como si me persiguiera el miedo y estuviese a punto de tomarme por la cintura.
Desde aquel día lo evité. Procuraba no coincidir nunca con él. Si intuía su presencia en una parte del jardín, escogía rutas alternativas para no encontrármelo. Así durante una infancia sin muchas nubes. Pasaron los años y el susto inicial se diluyó. Un día, me lo encontré sin querer. Nos miramos, distraídos ambos en nuestras preocupaciones. Verlo ya no me hacía temblar, porque el episodio perdió fuerza. Se desdibujaron los contornos, hasta que quedó sumergido en una serie de anécdotas infantiles. Hay recuerdos que se olvidan sólo aparentemente. Podemos pasar mucho tiempo intentando rescatar una imagen que vivimos. Somos capaces de perseguir toda una escena a partir de uno de sus matices. Nos acordamos muy bien de un detalle, pero no podemos reconstruir el resto. Pensamos en ello una y otra vez, aunque siempre retornamos al punto inicial, a la sensación de blanco. Aveces, yo pensaba en un vestido de color cielo. Recordaba vagamente lo que había sucedido, pero nunca me detenía en ello demasiado. Tuvo que transcurrir el tiempo para que el episodio fuera rescatado de la niebla.
Mi infancia fue tranquila. Viví protegida por mi abuelo y por los fantasmas de mis madres, que siempre estaban cerca. Fueron días felices, cuando aún no había conocido la inquietud, ni el miedo, ni el dolor. El dolor no vino hasta mucho más tarde, cuando era una mujer que descubre los secretos del pasado, que se obsesiona en hurgar en ellos, porque intuye que ocultan la clave de su presente, que no podrá vivir si no conoce su propia historia. Aquella tarde en el jardín, junto a un Ramón hostil y en silencio, ignoraba todo lo que llegaría a saber de aquel hombre. Ignoraba también que las relaciones humanas suelen ser un entresijo finísimo de vínculos que se tejen y se destejen, a medida que avanza la vida. En una ocasión, la abuela Margarita, que era muy discreta y pretendía evitarme sufrimientos inútiles, me dijo:
– No te esfuerces en explorar el pasado, Carlota. Todo lo que ha sido y ya ha dejado de ser… olvídalo.
– Lo dices porque quieres que sea como tú, que te pasas la vida callada, pero somos diferentes. Yo tengo curiosidad por las cosas.
– La curiosidad es mala consejera. No vas a ganar nada hurgando en historias que no te pertenecen.
– Las historias que ha vivido gente de mi familia me pertenecen un poco.
– No, a ti sólo te pertenece tu propia historia. Esfuérzate en vivirla como te parezca mejor, pero no te entretengas en hurgar en el pasado.
– Nunca nos pondremos de acuerdo. Para mí, la historia de mi abuela es mi pasado. También lo es la historia de mi madre. Siempre he vivido pensando en ellas como si fueran fantasmas, una especie de seres de mentira que me ayudaban a vivir y a ser feliz. De repente, cuando aparecen las dudas, cuando descubro que sólo conocía una pequeña parte de sus existencias, tú me echas.
– Yo no tengo derecho a echarte de ningún sitio -sonrió levemente-. Además, soy la última que se ha añadido a esta comparsa. Tan sólo quiero ahorrarte sufrimiento y ahorrárselo a tu abuelo, si puedo. Él no es un hombre fuerte. Una parte de su alma vive en aquel pasado que tú pretendes rescatar. Déjalo que lo sueñe como le venga en gana. No lo inquietes con descubrimientos que lo hacen sufrir.
– Lo proteges. Me gusta que lo hagas, pero no evitarás que yo quiera saber la verdad. Todo lo que le sucedió realmente a mi madre.
– La conocí cuando era muy joven. Siempre pensé que era bellísima.
– ¿Como en el retrato?
– Más que en el retrato. Cuando tu abuelo me pidió que me casara con él, pensé que no podía ser verdad. Había tenido una esposa y una hija espléndidas. ¿Por qué razón iba a querer casarse conmigo?
– Al principio tampoco yo lo entendí. Ahora, en cambio, pienso que hizo una elección magnífica.
Viví muchos años sin saber siquiera que existía un pasado por explorar. Cuando el pasado eran sólo dos cuadros y las palabras del abuelo que me hablaba de ellos, vivía sin altibajos. En La Casa de Albarca el mundo era un reducto de paz. Atravesar las verjas y entrar en la finca significaba dejar atrás cualquier preocupación. Los árboles crecían, aunque no nos deteníamos a contemplarlo. Las estaciones se sucedían y cada una nos aportaba brisas suaves o ventadas, colores intensos o una suavidad de tonalidades nuevas. Fui a un colegio donde nos vestían con un uniforme que me recordaba la tierra en las manos del jardinero, con unas medias de lana verde que nos llegaban hasta debajo de las rodillas. En aquella época predominaba en mí la timidez. La vanidad era aún un estadio al que tardaría en llegar. Era una niña vergonzosa que no sabía moverse con mucha agilidad. Mis movimientos eran torpes porque siempre intentaba pasar desapercibida. No dominaba el espacio, más allá de los límites de la casa donde me sentía todopoderosa, y parecía un animalillo que busca esconderse de los demás.
Aprendí medias verdades y medias mentiras, que suele ser lo que nos enseñan en la escuela. Allí, tenía un par de amigas que me duraron lo que duró el colegio. Eran mucho más decididas que yo, aunque sólo en apariencia. La timidez solía jugarme malas pasadas. Me hacía parecer insegura, dubitativa, poco arriesgada. De seguridad, firmeza y capacidad de riesgo, mi carácter tenía dosis bastante elevadas, aunque me apresuraba a ocultarlas. La reserva con la que me enfrentaba al mundo era un especie de escudo protector que me ayudaba a ir construyendo mi propio universo. Un universo hecho de sorpresas y de silencios, de historias inventadas y de juegos.
Aquel colegio tenía un jardín que me recordaba un poco al de mi casa. Había unas verjas que eran la entrada principal. Para entrar, había que hacer sonar una campanilla de metal. Repicaba con dificultades, ya que estaba oxidada por la lluvia. Contaban que habían hecho pruebas para cambiarla por un timbre, pero que los resultados nunca fueron muy satisfactorios. La verdad es que a los alumnos nos gustaba más el sonido oxidado de resonancias graves. El jardín daba a una explanada de césped en la que, en verano, nos echábamos al sol. Eso sí, el cuerpo bien cubierto por el uniforme terroso. Me gustaba permanecer quieta mucho rato, los ojos fijos en el cielo. Si era claro, me recordaba los colores de mi paleta. Si aparecían las nubes, me distraía buscando formas conocidas: la espalda de un elefante o el perfil de una ballena. Una vez me pareció ver dibujados los rostros de los retratos. Las nubes y la neblina se habían combinado para trazar los rizos de Sofía y la mirada de Elisa. Me alegró descubrirlas tan cerca de donde yo estaba. A menudo me sentía muy sola sin su compañía.
Me quedé un rato inmóvil, contemplándolas. De pronto, en un movimiento del cielo, las facciones de cada una se dibujaron con nitidez. Vi el cuello esbelto, los pómulos altos, aquellos ojos que siempre me perseguían. Yo estaba apoyada en la hierba, recorriendo con el dedo las formas que iba capturando. Me sentía feliz, mientras las recuperaba. Pensé que, al llegar a casa, tenía que contarle a mi abuelo aquel descubrimiento.
Los años del colegio se prolongan como un hilo dorado en mi pensamiento. Nada lo deshace ni lo rompe, ya que no hubo grandes contratiempos ni sustos mayores, en una existencia tranquila donde todo se perfilaba con la misma nitidez que las nubes del patio. Después fui al instituto. Conseguir que el abuelo me lo permitiera no fue una tarea fácil, más bien tuvo aires de proeza. Él habría preferido que escogiera un colegio de monjas en donde el hilo dorado tuviera su adecuada continuación. Así, habría crecido en un reducto de algodón que me habría permitido contemplar el mundo por un agujero, pero nada más. Como, a medida que me hacía mayor, había ido rechazando las visiones parciales de la vida, elegí un instituto, lleno de arcos y palmeras, en el que los alumnos nos sentábamos en la escalera a tomar el sol de la mañana. Un instituto en donde nos sentíamos adultos antes de tiempo y en donde mi timidez -incongruencias de la existencia humana- empezó a disminuir a un ritmo sorprendente.
En aquella época se produjo una curiosa metamorfosis en mi cuerpo. La aparente desproporción que había entre unas piernas demasiado largas y unos brazos que nunca sabía dónde debía colocar fue encontrando remedio. Gané en esbeltez y en altura, mientras mis extremidades ocupaban una parte proporcional del conjunto. Dejé que me creciera el pelo, que llevaba por encima de los hombros. Continuaba teniendo los ojos y la boca demasiado grandes, pero nadie -ni yo misma- pensaba ya en la abuela de Caperucita Roja, al verlos. La falda y el jersey de mi antiguo uniforme desaparecieron del armario. Ocuparon su lugar pantalones vaqueros, camisetas de hilo que se pegaban a los pechos y a la cintura, faldas que descubrían la redondez de las rodillas.
La vanidad, que siempre había habitado un reducto minúsculo de mi carácter, creció en proporción al grado en que fue disminuyendo la timidez. No es que me considerase más importante que los demás. Simplemente, me daba cuenta de que no era la figura insignificante de antes. De esta forma, empecé a relacionarme con muchachos de mi edad. Salíamos al cine, nos pasábamos la tarde en el bar de detrás del instituto, o discutíamos sobre el bien y el mal entre clase y clase.
La primera vez que un compañero de curso me besó no vi chiribitas en el cielo. Su abrazo me dejó sin respiración -no porque me emocionara especialmente, sino porque él tenía el gesto de un oso con garras en vez de brazos- y con la cara llena de saliva. Una sensación, en conjunto, muy desagradable. Alguien que me quería bien me contó que esto de los besos exige práctica. Me esmeré en el intento. Aunque puse voluntad y esfuerzo, los resultados no fueron muy buenos. Mejoró la técnica, pero no las sensaciones que producía su ejercicio. A veces, si tomaba dos copas, un beso podía convertirse en un intercambio agradable de ternura y de buena voluntad. En algún caso, el roce de dos lenguas, que exploraban caminos, nos excitaba de cintura para abajo. Pero poca cosa más. Llegué a sentirme francamente decepcionada con aquella historia que el resto del mundo se había encargado de mitificar para mí.
Me habían hecho creer que un beso puede ser profundo como el agua de un pozo o del mar, que hay que saborearlo lentamente para encontrar el gusto del otro, sabores inexplorados que nos hacen amar la vida. Creía que besarse parecía a levantar la cabeza bajo la lluvia y a permitir que las gotas caigan en nuestro rostro, convertido en tejado, mientras las acogen los labios y se las tragan poco a poco. Me imaginaba el beso vuelto temblor de hoja en el cuerpo, cuando el mundo entero se detiene. Me inventaba unos brazos que me permitirían reposar y sufrir, reír y llorar, perderme en un beso que fuera eterno, pero que sólo durase un instante, siempre con sabor a poco. Pasaron los años y pasó la vida. Hasta que un día encontré aquel beso. Fue cuando ya estaba convencida de que era una mentira y no lo podía creer. Sucedió y mi vida fue otra. Todo empezó a complicarse desde que él me besó.
La ventana casi no destaca en la fachada. Con las persianas cerradas, sólo puede intuirla si se acerca mucho. Ha tenido que volver a la rama del almez, porque no hay ningún otro lugar donde sentarse cerca de la habitación. Ha vuelto a la época en la que se sentaba en las ramas bajas y esperaba a que las cortinas mostrasen un destello de luz. La única diferencia es que ahora sabe que ya no hay luz. Lo sabe, del mismo modo que puede asegurar que es negra noche y el aire frío. Ha tenido que ponerse una chaqueta gruesa, para que lo proteja de la helada. No sabe cuánto tiempo pasará, apoyado en el árbol. A veces sólo resiste un rato muy corto, el tiempo justo de levantar la mirada al aire. En otras ocasiones, se le van las horas. Sucede cuando también el pensamiento tiene la habilidad de alzar el vuelo. Querría evitarlo, porque el descenso suele ser doloroso, pero a veces no llega a tiempo. No llega a tiempo a capturarlo, antes de que emprenda el vuelo. Los caminos del aire están hechos de burbujas que conducen a la nada. Permitir que la mente vuele es una especie de pequeño suicidio que se combina con instantes de placer profundo.
Ramón aún ignora hacia dónde dirigirá sus pasos. Alguien dijo que los viajes sirven para curar las heridas de amor. Él no cree que nada pueda curar la suya, cuando tiene la vida marcada y el sufrimiento está vivo. Se siente como si le hubiesen robado el alma, que no sabe bien lo que debe ser, pero que duele. Es un sufrimiento que se parece a una herida de ortigas. Se imagina revolcándose, el cuerpo desnudo, sobre una zarza. Se refriega una y otra vez, hasta que su cuerpo sangra. Luego, cuando todo quema como si fuese de fuego, una mano esparce sal en cada una de sus heridas, para que se multiplique el padecimiento. Cuando lo piensa, llega a la conclusión de que no es exactamente así. Él soportaría el dolor de las ortigas, de la sal que salpica las heridas abiertas, pero no puede resistir este otro dolor. Prueba a imaginarse distintas formas de tortura. Se inventa las más terribles que su cerebro es capaz de pensar, pero ninguna superaría la pena que vive. Se abraza al tronco del almez y se pregunta qué va a hacer con los años que le quedan por vivir.
Ramón es un chaval joven. Está acostumbrado a encontrarse con dificultades que puede superar a través del esfuerzo y las ganas. Es de un natural voluntarioso que se entrega a la vida con la misma intensidad que al trabajo. Por primera vez, ha descubierto que se dan situaciones en las que no sirve la voluntad. No es suficiente desear las cosas con todas tus fuerzas. No es suficiente añadir dosis de realidad a los deseos. Es decir, hacer lo posible para que pasen a la esfera de lo que podemos conseguir. Hay un momento en la vida en el que descubrimos que hay situaciones que no tienen remedio. No sirven los deseos ni la voluntad. Obsesionarnos con ello es como darnos golpes con la cabeza contra una pared: doloroso e inútil. Como Ramón también es tozudo, no está dispuesto a aceptarlo fácilmente. No quiere admitir lo que le ocurre. Primero reacciona con un estallido de violencia incontrolada. Tiene las manos peladas de dar puñetazos al tronco del almez. Se despierta de repente con una tenaza que le oprime el pecho. Se ahoga en la respiración intermitente, mientras se descubre empapado de sudor. Entonces lo único que puede hacer es salir al jardín y empezar a correr. Correr kilómetros más allá de los últimos márgenes de piedra que señalan los límites de la finca. Parece un desalmado, un loco, un hombre perdido.
La segunda fase del dolor es más contenida. Ramón no puede evitar pegarse a una pared, como si buscase refugio. Entonces empieza a encogerse. Se vuelve, pequeño, doblado el cuerpo, flexionadas las piernas. Querría fundirse y convertirse en una piedra, insensible a todo, incapaz de experimentar nada. Se duerme con la cabeza entre los brazos, vencido por el agotamiento. Entonces sueña con Sofía. Sueña con su rostro rodeado de rizos, los ojos que lo miran sin pudor, el cuerpo esbelto que nunca pudo tomar entre sus brazos. La contempló tantas veces y con tal intensidad que se la sabe de memoria. ¿Qué más da el tacto de la piel, si los ojos la adivinan? ¿Qué valor puede tener una caricia, cuando las miradas envuelven con la mayor sabiduría? El deseo se puede volver tacto, pero también puede ser unos ojos.
Dicen que la distancia lo cura todo. Lo ha oído contar a los mayores, experimentados en casi todas las artes. Se pregunta si debería escucharlos. Le produce cierto reparo abandonar el espacio conocido, el jardín que ha aprendido a medir desde cada rincón. Aunque esté cerrada, la ventana le presta su compañía. Para todo el mundo puede parecer una ventana como cualquier otra. Él sabe que es única: es el lugar donde descubrió el amor, donde las horas pasaban, donde fue feliz. Sabe que no se puede resignar a la inmovilidad. Es incapaz de aceptar que la vida continúa, que tiene que repetir las mismas actividades de todos los días, de todas las semanas, de todas las estaciones. Así, una estación tras otra, hasta que se convierta en un viejo malhumorado y triste.
Nunca había pensado en marcharse. Hasta no hace mucho, el mundo se concentraba en el espacio inmediato que conoce y pisa. Le han dicho que no es verdad. Esto no es más que una parcela insignificante de lo que podría llegar a descubrir. Hay tierras remotas con nombres que ni siquiera sabría pronunciar. Hay mares que bañan las orillas que desconoce, puertos en los que las naves buscan refugio, olas que salpican el aire de espuma. Hay ríos de caudal amplio, donde puedes ver guijarros que han ido rodando, limadas las aristas por el roce con las otras piedras que han encontrado en el camino. Él sólo conoce los torrentes, casi siempre secos, de Mallorca. Si fuese capaz de dejar la isla, zarparía en un barco hacia tierras muy lejanas. Lugares donde la vida y la gente fueran muy distintos. La diferencia lo ayudaría a rehacerse. No podía aceptar que todo debía seguir igual, que cada día vería las mismas escenas, a la gente de siempre, las persianas cerradas. Irse significaría salvarse de una muerte cierta, ya que sumergirse en el dolor era como morirse poco a poco. Era aceptar una mentira, jugar a creer que podía salir adelante como si nunca hubiesen existido los encuentros, como si Sofía y su sonrisa nunca hubieran sido para él. Sabe que ella le perteneció durante muchas noches y no quiere que los recuerdos se desvanezcan. Prefiere guardarlos cerca del corazón, mientras busca nuevas sendas.
Había días en que Ramón tenía la impresión de que la pena era una planta inmensa que se bebía el agua de la maceta donde la habían sembrado. Él todas las mañanas cambiaba el agua a la pena. La regaba con agua limpia, transparente, para que la tristeza pudiera crecer sin obstáculos. No quería ponerle trabas, ni permitir que se fuera secando en su interior. Le hubiera gustado poder cerrar los ojos y olvidarse de ello.
Le enseñaron que los hombres no lloran. Aunque se les rompa el corazón o los devore la rabia, han de mantener el aspecto firme. Ramón llora. Lo hace sin querer, oculto de las miradas de los demás, muerto de vergüenza. Si pudiese evitarlo se sentiría mejor, menos vulnerable. Las lágrimas sólo son una mezcla de agua y de sal. Al fin y al cabo, muy poca cosa. Se lo repite muy a menudo, ya que la constatación lo calma un poco. Lo peor es que aparecen en el momento más inesperado. Son inoportunas e imprevisibles. Él se esfuerza en hacer como si nada ante los demás. Se pasea con la cabeza alta, mantiene las conversaciones de antes, repite inercias. En el momento más inadecuado, empiezan a caer una tras otra. Llegan sin aviso, mientras él habla con un vecino sobre la necesidad de podar los naranjos, por ejemplo. Cuando se da cuenta, pestañea con fuerza, dice que le ha entrado algo en el ojo, cuenta que el humo de los cigarrillos le enturbia la vista. Las lágrimas caen como una lluvia tranquila. No hay posibilidad de detener su camino. Derrotado, musita una excusa cualquiera, da la espalda a su interlocutor y vuelve a casa.
Marcharse lejos. Preparar el hatillo y recorrer muchos kilómetros. Sería como entablar un combate entre la distancia y la pena. Ahora ya sabe que, en el escenario del almez y la ventana, el dolor no sabe hallar consuelo. Una minucia sirve para reactivarlo. El comentario bien intencionado de alguien, la pregunta inocente de otro, incluso un silencio. Todo se junta para levantar una montaña que se interpone entre él y la vida. Intuye que aún no ha perdido la curiosidad por las cosas. A pesar de que vive días de desinterés por todo lo que le rodea, muy dentro hay una voluntad de saber, de conocer. Alguien le había dicho que, muy lejos, hay una tierra con extensiones de campo verde que trabajan mujeres esbeltas como cañas. Tienen la piel oscura de los que han padecido. Llevan pulseras de plata en los tobillos, porque dicen que traen buena suerte. Pero nunca se preguntan por qué les ha tocado vivir en la pobreza. Su miseria no invita a retirar la mirada del espanto. Se mueven con movimientos sinuosos, descalzos los pies. Los saris que llevan llenan la tierra de manchas de colores.
Sabe que irse no significa dejar una historia atrás. Aunque es muy joven, ya ha aprendido que llevará en el hatillo todo lo que ha vivido. La distancia no consigue que podamos desprendernos de la vida vivida, simplemente la cambia de lugar. Renueva el escenario, mezcla nuevos elementos. Cuando parta, se llevará con él el rostro de Sofía. Se llevará sus pies pequeños que se doblaban, cuando iba de puntillas. También los ojos inmensos que tenían un fondo de luz. Lo acompañará su cuerpo de funambulista. Ha leído una leyenda que se titula, precisamente, La maldición de la funambulista. Sucedió en Udaipur, una ciudad de la In dia, donde hay un lago que forma una bahía. La funambulista había hecho una apuesta con el marahá. Él le regalaría la mitad del reino si era capaz de cruzar el lago de extremo a extremo sobre una cuerda floja. La muchacha demostró un equilibrio impecable, mientras se movía con la agilidad de los pájaros. Cuantos la miraban contenían la respiración. Sólo le faltaba un palmo para cumplir la proeza, cuando un noble malvado cortó la cuerda. Ella cayó al lago. Antes de morir ahogada, tuvo tiempo para maldecir al marahá. «No vas a tener hijos», le dijo. Ramón piensa que ojalá alguien hubiera maldecido a Sofía con las mismas palabras.
La última vez que la vio oscurecía en el jardín. Las cortinas estaban abiertas de par en par y la ventana era un foco de luz que se proyectaba en los árboles. Sería una ilusión, creada por las ganas de asomarse a aquella luz, pero le pareció que la ventana desprendía olores de limón. Era un aroma intenso, que respiraba a fondo. Saber que la vería le alegraba. Era una alegría que le recordaba a un día soleado en el rostro. La calidez en las mejillas, en la nuca, en los párpados que tenía que cerrar para no deslumbrarse. El sol de la primavera que nace instalado en el rostro. La existencia se había convertido en una retahila de momentos de luz.
Se encaramó a la atalaya de la fachada. Miró a través de los cristales y le vio el vientre. Había observado cómo crecía durante semanas, a lo largo de los meses. Mientras se redondeaba, el cuerpo de Sofía adoptaba formas nuevas. Ganaba una gravidez serena de pájaro que reposa en la rama, de nave quieta en el embarcadero. Ella lo recibía con una sonrisa, el batín que, en aquellas últimas semanas, no se había vuelto a quitar y las manos que se cruzaban sobre el vientre, protectoras ante cualquier peligro imaginario. Aunque la sabía más ausente, concentrada en sí misma y en lo que sucedía en su interior, se sentía feliz.
No intuyó que jamás la volvería a ver. Después pensó que no era justo. Debería haber percibido que se les terminaba el tiempo. Debería haber sido capaz de adivinarlo, pero no supo. Las cosas que van a venir no se prevén, o quizá no había estado lo bastante atento. Distraído por el aroma de limones, desatendió aquel otro olor. Era menos intenso, sutil, hecho de partículas diminutas, de presentimientos. Pasó de largo, concentrado en los instantes felices que pueden convertirse en una trampa. La intensidad de emociones nos reclama una atención que impide que podamos pensar en otras cosas, quizá obvias, o incluso más inmediatas. El centro del universo era Sofía. Aquel vientre lleno constituía una simple anécdota, una variación de la belleza. Como todos los días, se despidieron con las manos a través del cristal. Se dio cuenta de que ella tenía las palmas sudadas, cuando comprobó la marca que dejaban. Era un perfil húmedo que quedó impreso en la ventana. Sus manos se apoyaron en la huella de las otras manos.
Aquella noche, Sofía empezó a sentir dolores de parto. Rompió aguas con la sensación de que se perdía en un río pequeño, piernas abajo. Aún no cantaban los primeros pájaros, cuando llegó la comadrona. Pidió agua caliente y toallas. Su frente era un pliegue, tensas las manos que se cerraban alrededor de los barrotes de la cabecera de la cama. A su lado, el marido médico se esforzaba por facilitar el nacimiento del primogénito. Fue muy largo y muy duro, y la noche se prolongó. Parecía que aquella criatura se había negado a nacer, mientras se bebía las fuerzas de su madre. Antes de morir, Sofía pidió que retirasen las cortinas de la ventana, que abriesen las puertas, los cristales, que encendieran todas las luces. Lo decía con un hilo de voz.
En el jardín, Ramón miraba la ventana encendida. Cuando se fue a dormir, descubrió la llegada de la comadrona y ya no hizo otra cosa que esperar. Durante horas, había una lámpara en el interior de la habitación. Un punto de luz que le hacía imaginar idas y venidas, el dolor de ella. Tenía la voluntad de acompañarla en el sufrimiento y sentir el dolor físico al compás del dolor de Sofía. No podía evitar aquella correlación de sensaciones. Su padecimiento se concretaba en las sienes, en la cabeza que le daba vueltas, en la garganta que le dificultaba el tragar saliva, en el temblor de las manos. Pasaron las horas. Cada una tensa como el bordón de un violín. Estaba sentado en el suelo, entre los árboles, abrigado con una manta, la frente apoyada en las manos. De vez en cuando, levantaba la cabeza hacia la ventana, y veía cómo temblaba aquella luz. Era una claridad incierta, que crecía y menguaba en un juego de intermitencias. Aquella vacilación lo hacía sufrir. Le parecía que el espíritu de Sofía se fortalecía un instante, pero que se debilitaba de pronto como la luz que lo acompañaba.
Habría deseado ir a la pared, pegarse a la fachada e iniciar el ascenso hacia la ventana, pero sabía que era un territorio prohibido. Sólo podía esperar que pasasen las horas.
Lo cegó el estallido de luz. Alguien habría encendido docenas de velas en el cuarto. La intensidad de las lámparas arrojaba una luz amarilla al jardín. Lo invadió el olor de limón, otra vez recuperado. Por un instante, se sintió el hombre más feliz de la tierra. Comprendió que era ella la que le enviaba un torrente de luz. Era una señal de amor. Lo supo cuando unas manos, intuidas desde la distancia, abrieron las cortinas y los postigos. La ventana desprendía más luz. Se tranquilizó, mientras pensaba que todo había terminado. Se imaginaba que el hijo de Sofía había nacido, que ella le hacía saber que podía reposar. Habría querido reír con fuerza, levantarse y abrazar los troncos de los árboles, correr entre los cipreses.
De pronto, la oscuridad total. Una tras otra, se apagaron las luces. Un alivio enorme sustituía la inquietud de antes. Una calma dulce le devolvía la medida de las cosas, la conciencia del mundo. Las manos desconocidas se apresuraron a cerrar las cortinas y las persianas. ¿Qué sucedía? Adivinaba una precipitación casi dolorosa que no era acorde con el estallido de luz que la había precedido. Contuvo la respiración. ¿Quizá querían que la mujer reposase, después del nacimiento de la criatura? ¿Tal vez le protegían el sueño? No acababa de entenderlo. Sabía que aquella claridad había sido un regalo de Sofía para él. Intuía que había querido decirle que lo amaba, porque sabía que estaba en el jardín. Como si vinieran de muy lejos, oyó lamentos. Pronto se dio cuenta de que era el llanto que acompaña a la muerte.
Murió del parto. Ramón siempre pensó que si hubiese podido estar a su lado no se habría ido. Si hubiese tenido la oportunidad de tomarla entre sus brazos y decirle que no debía claudicar, Sofía habría resistido el dolor. Era una mujer fuerte que no se quebraba con facilidad, que sabía soportar el embate de los vientos. Se fue sin que él hubiese podido hacer nada por evitarlo, alejado de las cortinas, de las persianas, del saliente que conocía de memoria en la fachada. Desde entonces, él se convirtió en una alma perdida que avanza sin rumbo. Sin saber la razón, se sintió próximo al señor de la casa, el otro hombre que ha perdido a su mujer. Antes, siempre lo evitaba. Estaba celoso de él, porque era el marido de Sofía y podía abrazarla. Le envidiaba la proximidad física con ella, la suerte de compartir la misma cama y respirar su aliento. Muchas veces se había imaginado su respiración pausada, tranquila en el sueño. Ahora, sin embargo, ninguno de los dos la puede poseer. Ambos padecen su ausencia en silencio, retraídos del resto del mundo. No hay que esperar que pasen las primaveras y los otoños, porque no volverá. Cuando lo mira de lejos, observa que el médico tiene el semblante triste, el aire pensativo de quien vive concentrado en una sola idea. No se acerca a él. Él tampoco sabe qué hacer con su vida. Le gustaría deshojarla, como si fuera una flor, y dejarla desnuda, vulnerable, a punto de desaparecer. La vida se convierte en una partícula minúscula que no tiene importancia, que ha perdido todo el valor.
El sol es una luz enfermiza que se diluye entre nubes compactas. Predominan los grises y un azul poco definido. En este entorno de luces que tiemblan, Ramón recorre el camino que conduce a la casa. Entra por la puerta principal, arrastrando un baúl en el que ha guardado sus pertenencias. El médico lo espera con aquella expresión distraída que tiene, desde que perdió a su mujer. Sabe que el joven jardinero tiene ganas de recorrer mundo, que viene a despedirse. Lo observa con una mezcla de desinterés y de curiosidad. Por un instante, lo envidia. Es una suerte poder meter la vida en un hatillo y marcharse. Él también lo haría, si no hubiese tantas responsabilidades que lo atan con cordeles invisibles a esta casa. Lo mira con una cierta simpatía que no disimula el tono de voz distante. El otro lo habría mirado casi con afecto, de no haber sido por el cuadro. Ramón ha levantado los ojos y ha visto el retrato de Sofía. Desde la pintura, unos ojos expectantes lo observan. Debe hacer un esfuerzo para contener la tristeza, mientras siente hasta qué punto resulta dura la partida. Escucha las palabras de Mateo:
– Me han dicho que nos dejas, que quieres embarcarte.
– Sí, señor, tengo ganas de conocer otras tierras.
– Haces bien. Eres joven y tienes empuje. Lo siento por el jardín. No hay duda de que tienes una habilidad especial con las plantas.
– Yo también lo siento. Estoy seguro de que echaré de menos esta casa.
– Cuando te canses de recorrer mundo, quizá querrás volver.
– Quizá sí.
– Si llega el momento, escríbeme.
– Gracias.
Ramón mira el cuadro. Con los ojos velados, sale de la sala y vuelve al camino. Da pasos por inercia, inseguro. Cuando piense en esta escena, se le dibujará confusa en el pensamiento. Recordará que por un instante ha dudado, indeciso ante la figura amada, pero poco más. Después, el peso de la bolsa en la espalda y un barco