38808.fb2 Las nubes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Con mis cinco enfermos, me sentía como esos juglares de los circos que, haciendo girar sobre su borde, en una mesa, cinco platos a la vez, tienen que correr todo el tiempo de uno al otro para que sigan girando todos en posición vertical y a velocidad constante, y no caiga ni se rompa ninguno. Mientras tanto, la partida se avecinaba. Faltaba todavía terminar de reparar los vehículos que habían sufrido la rudeza del camino, juntar un poco más de tropa para que nos sirviera de escolta, y esperar que mejorara el tiempo para no largarnos al desierto, que hasta en los días apacibles es inhospitalario, en pleno temporal. Estábamos, por esos días, a finales de julio, en el centro mismo del invierno: los árboles grises, sin una sola hoja, levantaban una filigrana oscura y lustrosa contra un cielo uniforme de un gris apenas más luminoso. Los aguaceros helados habían dado paso a una llovizna constante, que se convirtió al cabo de dos o tres días en una suerte de vapor de agua que parecía flotar todo el tiempo, inmóvil, entre el cielo y la tierra, y que se filtraba en las cosas, gélido, humedeciéndolas hasta la médula. Cuando uno entraba en la cama, sentía las sábanas húmedas y heladas pegotearse a la piel, y por mucho que los braseros ardieran día y noche en las habitaciones no solamente para mantenerlas caldeadas sino sobre todo para apurar la evaporación de la humedad, nada se secaba del todo a causa de esas partículas de agua flotante y blanquecina que llenaban el espacio entero. El agua omnipresente no sólo caía del cielo sino que también, reptando desde los ríos desbordados, que en la región son muchos y poderosos, tenía a la ciudad, desde el centro hasta las afueras, encerrada en un círculo líquido que se iba estrechando hora tras hora. Varias casas construidas en terrenos demasiado bajos ya estaban inundadas y en algunas calles cercanas al río únicamente en canoa se podía circular. Los cinco o seis mil habitantes de ese pueblo abandonado en el desierto, que los papeles oficiales llamaban con hipérbole pomposa ciudad, espiaban cada mañana al despertar la altura del agua, y el resto del día, atrapados por ese clima de inminencia, no hablaban de otra cosa. A mí, en los últimos días, ya me pesaba demasiado la demora: casi nada me ataba a ese lugar, que era en cierto modo el de mi infancia. En esa ciudad supe por primera vez, por haber vuelto a ella después de muchos años, que la parte de mundo que perdura en los lugares y en las cosas que hemos desertado no nos pertenece, y que lo que llamamos de un modo abusivo el pasado, no es más que el presente colorido pero inmaterial de nuestros recuerdos.

Por fin llegó el gran día. El agua paró un atardecer, y a la mañana siguiente apareció el sol en un ciclo azul, limpio y helado. El agua de los charcos se transformó en escarcha que, a causa del sol todavía frío, no alcanzaba a derretirse en la jornada, y cambiaba de color al mismo tiempo que cambiaban los colores del día. Todo estaba listo desde hacía una semana, y solamente esperábamos ese cambio de tiempo; a pesar del aire helado que parecía tajearnos las orejas y la piel de la cara, hombres y caballos estábamos impacientes por salir a medirnos con la llanura. Incluso los locos, que dan tantas veces la impresión de estar encerrados en un orden propio que es refractario a lo exterior, parecían agitados por las perspectivas del viaje. En los ojos de sor Teresita las chispas de una alegría maliciosa se iban haciendo más intensas y más frecuentes a medida que se acercaba la hora de la partida, y el joven Parra, postrado y todo como seguía, parecía haber perdido un poco la rigidez obstinada con la que se encerraba en sí mismo, e incluso a las pocas horas de haber iniciado nuestro viaje, tuvo lugar un fenómeno de lo más curioso, que referiré en detalle un poco más adelante. En los hermanos Verde, los rasgos habituales de su conducta se intensificaron: al mayor podía oírselo vociferar sus inevitables Mañana, tarde y noche en toda circunstancia, subrayándolos con una infinidad de gesticulaciones grotescas. Pero era Troncoso el que estaba sin ninguna duda más alterado por la situación. Tenía la pretensión de dirigir él mismo las operaciones, y aunque los soldados y los carreros ya lo conocían, dos o tres a los que tomó desprevenidos creyeron que era él el jefe de la caravana, de modo que tuve que reunir a todo el mundo dos o tres días antes de la partida y explicar con firmeza que únicamente Osuna y yo estábamos capacitados para dar órdenes, y que el sargento Lucero, que estaba al mando de la pequeña escolta, se uniría a nosotros dos para tomar las decisiones apenas nos pusiésemos en marcha. Esa reunión me valió una misiva indignada de Troncoso, que me hizo llegar el mismo día por medio de su indulgente escudero, el Ñato Suárez. Yo mismo, como lo he consignado más arriba, estaba impaciente por volver. De las semanas lentas y heladas que pasé en la ciudad, no me quedó gran cosa, como no sea la amistad duradera de la familia Parra, a cuyos miembros, a causa de la internación del joven Prudencio en Las tres acacias, tuve la oportunidad de volver a ver varias veces en años ulteriores, y las veladas cordiales con el doctor López, en las que la conversación, limitada de un modo casi exclusivo al plano profesional, algunas veces pudo llegar a apasionarnos.

Salimos, pues, al alba del primero de agosto de mil ochocientos cuatro. Si algo, de los muchos acontecimientos, vicisitudes, anomalías o como quiera llamárselos que constituyeron nuestro viaje, si algo, como decía, pudiese ser la cifra de lo que se avecinaba, tal vez bastaría con ese hecho absurdo que inauguró nuestro trayecto, a saber que, si bien nuestro destino era el sur, fue hacia el norte que se puso en marcha la caravana, y que debimos andar un par de días en esa dirección antes de doblar al oeste con el fin de buscar nuestro verdadero rumbo. La gente que venía de Asunción había debido dar marcha atrás para poder cruzar el río Salado un poco más al norte, ya que en las inmediaciones de la desembocadura los dos brazos en los que se divide estaban igualmente desbordados y habían convertido toda la zona en una superficie de agua de dos o tres leguas de anchura en la que era imposible distinguir el lecho de río. Al ir a su encuentro, Osuna había explorado el terreno aguas arriba hasta encontrar una parte relativamente seca y lo bastante angosta y playa como para permitirle a las canoas pasar. Por esa razón debimos enfilar primero hacia el norte, por encima de la bifurcación del río, en un lugar de recodos que demoran la corriente, más arriba de las tierras inundadas, y después de cruzar no sin trabajo, avanzar hacia el oeste un buen trecho y recién entonces volver hacia el sur, desplazándonos en esa dirección, paralelos al agua, varias leguas tierra adentro, donde según Osuna y todos los otros que conocían bien la región, aunque un poco menos bien que el habitual camino de postas, podríamos cruzar sin muchas dificultades la hilera interminable de arroyos, riachos y ríos que atraviesan la llanura de oeste a este y van a desembocar en la corriente del Paraná.

Aunque los carromatos eran tirados por caballos y no por bueyes, avanzábamos despacio: en primer lugar, después de las lluvias casi constantes, el estado de los caminos, si podemos llamar así a las huellas tortuosas que seguíamos en pleno campo, dificultaba nuestro avance; pero hay que decir también que nuestro convoy, que debía consistir al principio en un grupito de carros rápidos para ir ganando durante el día, una a una, la línea de postas paralelas al río, a pocas leguas unas de otras, hasta alcanzar al fin, al cabo de diez o doce días el edificio blanco de Las tres acacias, se convirtió en una laboriosa caravana, demasiado lenta y demasiado larga, frenada por continuas indecisiones, igual que una serpiente irresoluta y poco ágil, cuya cola y cuyo estómago tuviesen la pretensión de dirigirla al mismo tiempo que la cabeza. No quiero decir con esto que ningún miembro del convoy sano de cuerpo y alma, si en la circunstancia que atravesábamos esa expresión significaba todavía algo, haya pretendido reemplazar al triunvirato deliberativo que formábamos el sargento Lucero, Osuna y yo, al que habría que agregar para ciertos casos la opinión de un indio que acompañaba a la tropa, sino que, en un grupo tan numeroso de personas, ya que éramos treinta y seis en total, los deseos de todo el mundo pueden muy bien no coincidir palmo a palmo en todo momento, durante un viaje que se anunciaba ya desde el comienzo largo y dificultoso.

Aparte de los seis carromatos, uno para cada enfermo más el mío, conducidos por carreros de la compañía de transportes que los traerían de vuelta desde Buenos Aires hasta Asunción con un cargamento diferente, había dos carros más destinados a satisfacer las necesidades del viaje. Uno era una especie de almacén, pulpería y cocina, cuyo propietario, un vasco que hacía años andaba por América, había hecho de su almacén ambulante una verdadera profesión. Según me dijo una noche, solía acompañar a las tropas de soldados, a las caravanas de comerciantes o de simples viajeros, hacia el Brasil, el Paraguay, o Santiago de Chile, del otro lado de la cordillera. Tenía toda clase de mercaderías en su carro, uno de cuyos paneles laterales se levantaba y, sostenido por una varilla de hierro que se enganchaba en el borde inferior de la abertura, podía inclinarse hacia el exterior como una especie de alero, dejando a la vista verdaderas estanterías y un mostrador angosto, detrás del cual vendía yerba, azúcar, bizcochos, aguardiente, vino, tabaco, o hilo, botones, y muchas cosas más, o si no despachaba, en el mostrador, algunas bebidas y picaditas de queso o de fiambre. En un rincón del carromato tenía su camastro, y un espejito que colgaba del techo y en el que se afeitaba con minucia todas las mañanas. Mucha gente de la región y tal vez del sur del continente lo conocía, y según Osuna se había hecho rico gracias a la usura. En el otro carro viajaban tres mujeres de las que me habían hecho creer al principio que se trataba de las esposas de tres soldados a los que acompañaban siempre en sus desplazamientos, hasta que, una vez iniciado el viaje, apenas las vi me di cuenta de que eran tres rameras, y que los tres soldados que se hacían pasar por sus maridos eran tres vulgares proxenetas. El sargento Lucero me explicó que esas mujeres que seguían a las compañías de soldados por la llanura eran un fenómeno común en la región, y que a veces podía tratarse de auténticas esposas, cuando no de las dos cosas a la vez. Con resignación a causa de mi falta de ductilidad pensé que lo que a mí me dejaba perplejo, hubiese constituido un atractivo para el doctor Weiss, ya que esa combinación esposa-ramera de la que hablaba el sargento era de algún modo la encarnación de su ideal femenino. Una de esas tres mujeres era francesa y rubia por añadidura, y sobresalía de entre las otras dos que tenían la piel oscura, los pómulos altos, los cabellos negros y lacios y ese perfil aguileño que tanto las hace parecerse a las sirvientas o, si se prefiere, a las reinas y a las diosas egipcias. A pesar de su pelo amarillo y de su piel blanca no se me ocurrió al principio que aquella mujer podía venir de Francia, pero un día me oyó corregir el francés macarrónico de Troncoso, y me abordó con el inconfundible acento de los barrios populares de París, lo que representó para mí una experiencia curiosa, ya que las palabras que profería la mujer parecían desentonar en ese paisaje, pero al mismo tiempo me daban la oportunidad de practicar en medio del desierto el idioma de Rousseau y de Buffon. Varias veces vino a mi carro para contarme las increíbles peripecias que la habían conducido a su situación actual, pero como al cabo de dos o tres conversaciones sus versiones diferían, empecé a dudar de su veracidad, y nuestras relaciones se degradaron del todo cuando un día, a la cuarta o quinta visita, me sugirió que ella en realidad estaba trabajando, y que esos momentos que pasábamos en mi carromato yo debía pagárselos como si la suya se tratara de una visita profesional. Hubiese podido indignarme por esa situación vergonzosa si no resultase evidente que, aun cuando sea cierto que las circunstancias exteriores modelan nuestra vida, siempre hay algo dentro de nosotros que nos hace perder de vista esas circunstancias y tiende a darles el color de nuestra percepción, siempre empañada por algo de lo que ni siquiera llegamos a darnos cuenta de que es puro desvarío. (A propósito de esas tres mujeres, debo decir que fueron derrotadas en su propio terreno por sor Teresita, que al principio las frecuentó mucho, pero que ellas terminaron por repudiar a causa de lo que podríamos llamar su competencia desleal. Mi confidente francesa vino un día a contarme que había sorprendido a la monjita con dos soldados, acostada entre los pastos a cierta distancia del campamento. La mujer parecía escandalizada y repetía a cada momento, sacudiendo la cabeza: Tous les deux, monsieur, tous les deux! Ce n’est pas malheureux? Cuando, de vuelta a la Casa de Salud le conté una noche la historia, el doctor Weiss, riéndose, comentó: Uno de los aspectos más sorprendentes de la teología es el enorme trabajo que se dan los teólogos para elaborar un sistema que tiene como base una experiencia incomunicable. Santo Tomás interrumpió la redacción de la Suma Teológica el día que tuvo por fin, después de tanto sudor, una auténtica experiencia mística. Un hecho tan importante como la certeza sobre la existencia de la divinidad puede prescindir de todo comentario. Pero la teología, que es esencialmente política, no molesta a nadie. La mística en cambio es teología empírica, y siempre he pensado que su aplicación práctica es capaz de sembrar el pánico en la Iglesia, en la Corte y en los lupanares.

Nuestra escolta estaba compuesta de dieciséis soldados, más el sargento Lucero que los mandaba y el indio Sirirí, un mocobí manso del que si tuviese que señalar dos rasgos principales diría que eran la mojigatería y el odio por el cacique Josesito, cuya sola mención en su presencia lo hacía adoptar una expresión feroz. Las exigencias más irrazonables de la Iglesia Católica, que ya ni siquiera en Roma eran tomadas en serio, parecían haber encontrado en Sirirí el terreno apropiado para arraigarse y prosperar hasta la caricatura. No bebía, no fumaba, no decía malas palabras ni juraba en vano, y cualquier pretexto le venía bien para persignarse y para besar una medallita dorada que colgaba de su cuello. El sargento Lucero, que en realidad lo estimaba porque era un buen guía y además le servía de intérprete, decía de él, cuando no estaba presente desde luego, que de chico se había tragado un catecismo y que todavía no había terminado de digerirlo. Cuando se hablaba del cacique Josesito su expresión de odio se volvía tan inquietante que por contraste uno empezaba a encontrar simpático al asesino musical, que por lo menos mostraba cierta humanidad cuando se emborrachaba o cuando se ponía a tocar el violín. Sus principios tan estrictos debieron sufrir muchas pruebas rigurosas durante ese viaje, en el que no solamente había la prostitución, el alcohol y la brutalidad para debilitar los cimientos de su moral, sino también el suplemento desmesurado de la locura para echar abajo las paredes de ese edificio sin puertas ni ventanas en el que la religión había encerrado a su alma predestinada y salvaje. Osuna, que parecía estar compuesto de dos personas diferentes, según estuviese fresco o borracho, lo respetaba de día a causa de su real conocimiento del desierto, y lo aborrecía de noche.

Eramos un convoy diverso y colorido: una parte de la escolta nos precedía y la otra cerraba la marcha. Mi vivienda ambulante venía a la cabeza, detrás seguían las de los cinco enfermos, después el almacén del vasco, y por último el carromato de las mujeres. Entre los habitantes de los carros, únicamente Troncoso y yo nos desplazábamos a caballo, él en su azulejo alto y nervioso y tan tenso y vivaz, refrenado casi todo el tiempo por una rienda corta, dispuesto a partir a cada instante al galope, que parecía haber contraído también él ese extraño mal de su jinete que lo mantenía en un estado de actividad exagerada, morbosa y constante. Los soldados de la escolta no sólo no llevaban uniforme sino que estaban vestidos del modo más caprichoso, y si algunas prendas militares, rotosas y descoloridas, habían sobrevivido en ese vestuario abigarrado, la heterogeneidad del resto terminaba por hacerle perder toda identidad. De esa variedad no premeditada, opuesta en todo al diseño elaborado que supone el uniforme, y que busca la repetición, el orden y la simetría, se desprendía sin embargo un efecto igualmente vivaz, que estaba dado sobre todo por los colores y los dibujos de los ponchos, lisos, a rayas, oscuros o claros, con o sin flecos que, en el espacio vacío del desierto, parecían cobrar una nitidez suplementaria, sobre todo en los primeros días en los que el viento helado del sur los inflaba o los hacía flamear en el lomo de sus propietarios. También los carros brillaban un poco al principio, porque habían sido limpiados, engrasados y repintados en parte con los colores de la compañía por los propios carreros, a su llegada del Paraguay. Detrás de los últimos soldados una manada de caballos de recambio se dejaba arriar con docilidad por los jinetes que se iban turnando en la tarea. Y por último, diez o doce perros vagabundos nos seguían con la misma obstinación, indigencia y avidez con que las gaviotas siguen la estela de los barcos en busca de alimentos.

Mi primera responsabilidad era desde luego ocuparme, en tanto que médico, de mis enfermos, pero por algunas alusiones de Osuna, comprendí que se esperaba de mí una actitud de jefe o de patrón, por lo que decidí encerrarme en mi carro a reflexionar sobre el modo en que esa actitud podría manifestarse con mayor claridad, para llegar a la conclusión de que la mejor manera de hacerlo consistía en subrayar el hecho de que era yo el que pagaba los gastos de nuestra expedición, pero después comprendí que esos mercenarios rotosos a los que llamábamos nuestra escolta, algunos de los cuales, que venían de Corrientes y de Asunción, apenas si conocían algunas palabras en castellano porque su lengua materna era el guaraní, esperaban que yo fuese tomando las decisiones que el rumbo de nuestra caravana poco común exigiese. Como me era imposible cumplir ese cometido sin Osuna y sin el sargento, decidí adoptar una actitud distante y reflexiva, sin responder de inmediato a las propuestas que me hacían, y simulando más bien pesar el pro y el contra de cada una antes de tomar una decisión definitiva. Debo decir que mi comedia dio un resultado mucho más grande del que esperaba, porque el que parecía tener más dudas acerca de mis capacidades, es decir el propio Osuna, resultó ser el más crédulo de todos. Muchos años más tarde, todavía solía hablar de mí como hombre de la llanura, aunque nunca en mi presencia. En realidad, no sé si mi autoridad se impuso a causa de los sueldos que fueron pagados en las cantidades y en los plazos prometidos, o gracias a mi reputación profesional, porque con mi valijita llena de instrumentos médicos y de remedios de urgencia, pude tratar todos los males que esos hombres rústicos padecieron durante el mes largo que duró nuestro viaje. Resfríos, diarreas, lastimaduras, forúnculos, picaduras de insectos, fiebres, dolores de espalda o hemorroides, cuando no dolencias viejas, ya inseparables del ser de sus víctimas, que con el traqueteo del viaje recrudecían, no hubo un solo día en el que uno de esos gauchos -uso treinta años más tarde esta palabra con precaución, aunque creo saber que ha perdido el sentido casi insultante que tenía en esa época- no se llegase hasta mi carro, entre cohibido y desamparado, a consultarme.

Apenas salimos de la ciudad hacia el norte la evolución del joven Prudencio Parra mostró, como ya lo he anticipado, una orientación inesperada: la postración total en la que se encontraba en su cama, manteniendo el puño apretado, la mirada fija en el vacío, y las profundas arrugas en la frente y en el entrecejo que le daban esa expresión doliente y apagada, dieron paso a cierta animación, que me atrevo a llamar así únicamente en comparación con la total inmovilidad que duraba desde hacía meses, y de la que el rasgo singular era la serie de movimientos que hacía con las manos, y que repetía de un modo incesante, incluso a la hora de la comida, que absorbía con indiferencia y docilidad. Se había incorporado en su camastro y, con la mirada fija en la penumbra del carromato, e indiferente a su traqueteo, comenzaba sus movimientos que podía repetir en forma idéntica, como un mecanismo, durante horas, echándole de tanto en tanto a las manos una mirada lenta y grave que terminaba en una sonrisa levísima y dolorosa.

Estiraba los dedos de la mano derecha y después los encogía con lentitud, hasta darle a la mano el aspecto de una garra, pero blanda y nada amenazadora; luego de una breve pausa continuaba el mismo movimiento hasta cerrar completamente el puño. Y por último, cuando el puño estaba cerrado desde hacía algunos segundos, la mano izquierda lo cubría y lo apretaba con fuerza. Durante el día entero, en todo caso cuando alguien estaba presente, ya que es difícil saber cómo se comporta una persona, loca o cuerda, cuando está sola, realizaba esos ademanes que, si bien me sorprendieron en un primer momento, volviendo a pensar en ellos antes de dormirme descubrí que me eran familiares y que, sin saber por qué razón, me traían a la memoria las arcadas de Alcalá de Henares en un mediodía soleado de primavera, suscitando en mí una sensación agradable. Al despertar a la mañana siguiente, la primera cosa que me estaba esperando cuando mi ser, cerrado durante la noche por las llaves del sueño, se entreabrió a la vigilia, era la respuesta a esa misteriosa impresión de familiaridad: en la clase de filosofía, habíamos estudiado las Académicas de Cicerón, y como se acercaba la época de los exámenes, íbamos con un amigo por la calle principal de Alcalá memorizando esa página en la que Cicerón describe la manera en que Zenón el estoico mostraba a sus discípulos las cuatro etapas del conocimiento: los dedos extendidos significaban la representación (visum); cuando los ponía algo replegados era el asentimiento (assensus), gracias al cual la representación se hace patente en nuestro espíritu; después, con el puño cerrado, Zenón quería mostrar cómo por vía del asentimiento se llega a la comprehensión (comprehensio) de las representaciones. Y por último, llevando la mano izquierda hacia el puño, envolviéndolo con ella y apretándolo con fuerza, mostraba ese movimiento a sus discípulos y les decía que eso era la ciencia (scientia). El descubrimiento me hizo saltar de la cama, vestirme en forma sumaria, y precipitarme al carromato del joven Prudencio que, debido a la hora temprana, dormía con expresión sosegada. Sus manos abiertas reposaban con las palmas hacia abajo sobre el poncho gris que lo cubría. El soldado paraguayo al que habían confiado en Asunción, porque había sido enfermero en el ejército, el cuidado de los hermanos Verde, y que con otro de sus camaradas tenía como misión ocuparse de los enfermos, le había arreglado el camastro con habilidad, y otra vez pude observar, como ya lo había hecho varias veces en su casa que, a juzgar por el estado de su cama cada mañana, las noches del joven Parra debían ser de lo más apacibles. Me quedé a esperar que despertase, porque me interesaba observar el modo en que, al pasar del sueño a la vigilia, la extraña maquinaria de sus manos se ponía en movimiento. Al cabo de un buen rato fue desentornando, como era su costumbre, de a poco los ojos y, si reparó en mi presencia, ningún signo exterior lo delató. Se fue incorporando con lentitud en la cama, siempre con los párpados medio entornados y, apoyando la espalda contra el panel del carro, empezó a estirar los dedos de la mano derecha y a preparar en el aire la izquierda para que, cuando los tres primeros movimientos del ciclo hubiesen sido cumplidos, el cuarto, consistente en cubrir con la mano izquierda el puño de la derecha, oprimiéndolo con fuerza, pudiera llevarse a cabo otra vez. Como cada vez que se los querían sacar Prudencio se ponía a berrear con tono lastimero, lo que me había inducido a dar la orden de que se los dejaran, las puntas de los dos sempiternos trapitos blancos sobresalían de sus oídos, pero el impresionante hundimiento que iba del pómulo a la mandíbula chupándole hacia adentro la mejilla se había rellenado un poco y su cara, todavía demasiado pálida, parecía sin embargo un poco más redonda y saludable. Como de costumbre, simulaba ignorarme, pero algo me decía que, desde el lugar remoto al que, desde hacía varios meses, para escapar del tumulto que reinaba al mismo tiempo en su propio ser y en el mundo, se había retirado, los vestigios de sí mismo mandaban, abandonados quizás en el rincón más negro del universo, señales de vida. La total identidad de sus movimientos con los ademanes que, según Cicerón, le servían a Zenón el estoico para hacer visibles ante sus discípulos las fases del conocer, no había que atribuirla a ninguna coincidencia inconcebible a priori entre los desvaríos de un muchacho enfermo y las imágenes forjadas, en la plenitud de su razón, por el padre de los estoicos, como si lógica y locura llegasen, por distinto camino, a los mismos símbolos, lo que puede ocurrir más a menudo de lo que se cree, sino al hecho, mucho más fácil de explicar, de que el joven Parra, en su período de lecturas ávidas y desordenadas, debió encontrar tal vez, en ese párrafo de Cicerón, haciéndolo suyo de inmediato, la explicación de ese mundo inextricable en cuyo desorden un día, sin saber por qué, su alma frágil, con extrañeza y terror, se había despertado.

Pero había algo todavía más curioso en esa actividad súbita aunque limitada y lenta del joven Parra, que no dejó de llamarme la atención y que pude observar a la luz de esa regla de oro que me inculcó el doctor Weiss, según la cual todos los actos de un loco, por nimios o absurdos que parezcan, son significativos: el puño que Prudencio mantenía cerrado con fuerza y obstinación desde muchos meses atrás, y que únicamente condescendía a abrir de tanto en tanto para dejarse cortar las uñas, no sin antes recoger, con la otra mano y con el mismo ademán, aunque un poco más blando, que hacemos para atrapar una mosca al vuelo, un hálito invisible que según él debía escaparse del puño abierto, ese puño que había requerido el esfuerzo de varias personas para desplegar después de tanto tiempo los dedos, se había distendido por alguna razón misteriosa apenas nuestro convoy dejó atrás la ciudad, y las dos manos habían comenzado a efectuar los movimientos pausados pero exactos que acabo de describir. Como creo haberlo dicho también, debimos, a causa de la crecida, subir durante dos días hacia el norte hasta encontrar un recodo del río lo bastante playo como para permitirnos cruzarlo, de tal modo que, una vez en la orilla opuesta, empezamos a desplazarnos en dirección contraria por la ribera oeste del río, volviendo, por decir así, a nuestro punto de partida. Esa circunstancia me dio la oportunidad de verificar el detalle más sorprendente en la conducta de Prudencio, o sea que, si bien su puño se aflojó apenas salimos de la ciudad, cuando empezamos a volver hacia atrás, aproximándonos, antes de girar hacia el oeste para internarnos en el desierto, al punto de partida, los movimientos de las manos se detuvieron y el puño, con fuerza al parecer renovada, se cerró otra vez. Mientras, a causa del itinerario que habíamos trazado, nos mantuvimos en las cercanías de su ciudad natal, el puño se apretaba con obstinación, pero apenas empezamos a alejarnos hacia el oeste, buscando tierras secas antes de enfilar hacia el sur, el puño se distendió, el cuerpo se incorporó un poco en el camastro y los movimientos de las manos, que dos mil años antes, bajo el pórtico de Atenas, habían sido tan familiares para los discípulos de Zenón, volviendo a lo visible por un camino inesperado, puntuales, recomenzaron. Una sola explicación me parece posible: cada lugar fragmentario pero único del mundo lo encarna en su totalidad, de modo que para el joven Parra su ciudad natal era la síntesis del universo cuya enigmática complejidad él había tratado de desentrañar con la ayuda de lecturas frenéticas y desordenadas, hasta perder un día la razón, así que, al alejarnos del escenario donde había tenido lugar la experiencia destructora, el terror disminuía, pero cuando nos acercábamos de nuevo, la proximidad de la ciudad cargada de ese pasado tan penoso, lo hacía recrudecer. (A esta explicación filosófica del doctor Real le podemos oponer hoy en día una más simple y sobre todo más probable: lo que se alejaba y se acercaba con las vicisitudes del viaje, y que había vuelto loco a ese pobre muchacho, no era el universo enigmático ni nada por el estilo sino, como salta a la vista, su propia familia. Nota de M. Soldi.)

Ya se habrá notado que, para alcanzar un lugar que estaba casi a la altura de nuestro punto de partida, tuvimos que viajar cuatro días, lo que hubiese debido cubrir, en tiempos normales, la cuarta parte de nuestro viaje, de modo que la quinta jornada, bien de mañana, arrancamos decididos hacia el oeste, buscando tierras secas que nos permitieran viajar hacia el sur. Así, en algunas horas, nos fuimos internando en la parte más chata, más vacía, más pobre de la llanura. Un viento del sur, persistente y helado a pesar del cielo límpido en el que no se divisaba una sola nube, nos golpeaba por nuestro flanco izquierdo cuando rumbeábamos tierra adentro, mientras que a ras del suelo sacudía los pastos grises y resecos que el invierno había ido haciendo ralear. Un día entero viajamos alejándonos del agua, hacia el puro desierto, y cuando acampamos al anochecer, frente a un sol redondo, rojo y bajo, enorme, que ya casi tocaba el filo del horizonte, acentuando con un halo rojizo y cintilante el contorno de las cosas, tuve la impresión, más triste que aterradora, de que era al centro mismo de la soledad que habíamos llegado. Sobre la tierra chata que pronto escamotearía la noche, me pareció, durante unos instantes, que éramos la única cosa viva retorciéndose bajo ese sol extranjero, aplastante y desdeñoso. Interrogué con la mirada el círculo entero del horizonte, sin percibir otro movimiento aparte de la inclinación temblorosa del pasto hostigado por el viento, ni otro sonido que no fuese el silbido de ese soplo helado que venía del sur. Y aunque yo sabía que en ese desierto pululaba no únicamente la vida animal, sino también la vida humana, nómade y solitaria, fue el hálito inhumano del paisaje lo que me hizo estremecer. Nunca, ni antes ni después de ese viaje, llegué a tener, como las que mandaban la tierra vacía, el enorme sol rojo y, unas horas más tarde, las estrellas abrumadoras, noticias tan claras sobre la condición real de todo lo que crecía, reptaba, aleteaba, latía y sangraba, agitándose en contorsiones grotescas, en medio del mecanismo ígneo que el azar había puesto, porque sí, en movimiento. Prendimos un fuego modesto, porque la leña no abunda en ciertas partes de la llanura, y después de comer, desvestido a medias para protegerme del frío, me metí en la cama y a la luz de una vela, antes de dormirme, leí unas páginas de Virgilio.

Durante leguas y leguas, el desierto es en cada una de sus partes siempre idéntico a sí mismo. Únicamente la luz cambia: el sol periódico se levanta al este, sube lento y regular hasta el cenit y después, con la exactitud ritual con que ha alcanzado el punto máximo del cielo, desciende hacia el oeste y por fin, volviéndose enorme y de un rojo que empalidece y se enfría poco a poco, cintilando con una luminosidad familiar quizás en el espacio infinito, pero extranjera aquí abajo, se hunde en el horizonte y desaparece, cubriendo todo con la negrura viscosa de la noche hasta que, unas horas más tarde, por el este, vuelve a aparecer. Si no fuese por los cambios de luz y de color que se producen a causa de ese giro perpetuo, el jinete que atraviesa la llanura tendría la impresión, en un remedo inútil y ligeramente onírico de movimiento, de cabalgar siempre en el mismo punto del espacio. (En los días nublados esa ilusión es perfecta, y un poco inquietante.) Los ruidos rítmicos del desplazamiento, en carro, en carreta, en coche de postas o a caballo, repitiéndose idénticos durante largos trechos, a causa de la regularidad, cuando no la ausencia, de los accidentes del terreno, parecen repetir también al infinito el mismo instante, como si la cinta incolora del tiempo, atascada en la muesca de la rueda o quién sabe qué que la desplaza, titilara en un punto inmóvil por no poder, a causa de su esencia hecha de puro cambio, interrumpiéndose, descansar. Esa monotonía adormece. Las cosas que, fuera del avanzar del jinete, pueden ocurrir a menudo por ser propias del lugar, terminan adaptándose a esa ilusión de repetición, y si la primera vez que suceden atraen la mirada y aun la curiosidad del viajero, al cabo de cierto tiempo ya se han vuelto más que familiares y flotan, fantasmáticas, más allá de la experiencia, y, por momentos, incluso más allá del conocer. La vida que hormiguea entre sus pastos de altura regular por ejemplo, sacada de su tranquilidad por el paso de algún carro o de algún jinete, esa vida activa y variada que podría ocupar la existencia entera de un naturalista, para el viajero que no tiene otra preocupación que dejar atrás cuanto antes esos pobres campos perdidos, si su primera aparición puede despertar en él algún interés, al cabo de unas horas se empasta en la más uniforme monotonía: si a su paso salta una liebre, será siempre la misma imagen del salto que su ojo captará, y verá siempre los cuartos traseros de la liebre rabona un poco más claros que el resto, elevarse, mientras de la cabeza, que ya se ha hundido en los pastos, sólo alcanzará a divisar, en un relámpago, la punta de las orejas. Si se trata de perdices, será siempre un casal, de un plumaje entre gris, verdoso y azulado, con reflejos metálicos, que saldrá volando, el macho y la hembra uno al lado del otro, casi a ras de los pastos, para volver a desaparecer en ellos y recomenzar su vuelo corto, torpe y de poco aliento, unos metros más adelante. Legua tras legua, los mismos caranchos darán la impresión de revolotear sobre la misma osamenta, y los mismos caballos salvajes, en viaje de invernada, pastar en manadas de quince o veinte, tranquilos y diminutos, sobre la línea del horizonte. Una particularidad del paisaje, que aparece de pronto, trayendo consigo la diversidad, extendiéndose durante leguas, no es más al fui y al cabo que una nueva parcela de lo igual que comienza, y cuya novedad, casi de inmediato, se desvanece. Lo mismo que el mar, la llanura es únicamente variada en sus orillas: su interior es como el núcleo de lo indistinto. Desmesurada y vacía, cuando en ella se produce algún accidente, siempre se tiene la ilusión, o la impresión verídica quizás, de que es un mismo accidente que se repite. Cuando algo fuera de lo común acontece, tan intenso y nítido es su acontecer que, poco importa que haya sido fugaz o que perdure, siempre su evidencia excesiva nos parecerá problemática.

Treinta años más tarde cuando, en las noches lluviosas de Rennes, me acuerdo de ese viaje, suelo pensar: nadie más que yo en el mundo sabe lo que es la soledad, lo que es el silencio. Una mañana, como a los diez días de nuestra partida, nos separamos del convoy con Osuna y cabalgamos una hora más o menos para explorar las inmediaciones, con el pretexto de visitar no sé qué estancia, que por otra parte nunca encontramos, y de la que hasta hoy sospecho que era puramente imaginaria, y que la verdadera razón de nuestra excursión era el temor creciente de Osuna de que nos topásemos de un momento a otro con el cacique Josesito. Su temor no era el de perder la vida, sino la reputación en tanto que guía, puesto que su trabajo consistía en llevarnos sanos y salvos a nuestro destino, y si fallaba en eso, su susceptibilidad desmedida sufriría demasiado. Eran más o menos las diez de la mañana y como el viento sur había parado y ni una nube impedía a la luz del sol calentar la tierra, ya flotaba en el aire, a pesar de que recién eran los primeros días de agosto, un anuncio de primavera. En la mañana clara la luminosidad aumentaba tan rápido que Osuna y yo parecíamos galopar, no hacia un lugar cualquiera del horizonte, que por otra parte parecía siempre inmóvil y en el mismo sitio, sino hacia el punto imposible del tiempo en el que brilla, llameante y fijo, el mediodía. En el borde de una laguna nos detuvimos para dejar beber a los caballos y viendo que, a causa de ese inicio precoz de primavera y de la humedad favorable del terreno, una flora reciente empezaba a brotar, con el fin de observarla para comentarle más tarde mis observaciones al doctor Weiss le propuse a Osuna que, si me prometía no tardar demasiado, yo podía esperarlo cerca de esa laguna mientras él terminaba de explorar los alrededores. Halagado por el interés que despertaba en mí ese lugar, como si él fuese el propietario, Osuna aceptó de inmediato mi sugerencia, y con su habitual determinación para la esfera práctica que, a quien no lo conocía tan bien como yo, podía ocultarle sus tironeos interiores, enfiló al galope hacia el sudoeste. Iba nítido y espeso en la mañana, y su poncho a rayas verdes y coloradas flotaba alrededor de su torso tieso, un poco inclinado hacia atrás, achicándose por saltos discontinuos como si se fuese comprimiendo, y cuando se hubo alejado lo suficiente como para que el ruido de los cascos dejara de oírse, el movimiento del galope, sin la consecuencia sonora que lo acompañaba otorgándole un sentido inteligible, se transformó en una cabriola irreal, un poco alocada, como las de esos muñecos de papel exageradamente desarticulados que alguien manipula con un hilo invisible y que se agitan en silencio en el aire hasta que se desmoronan, deshechos, en el suelo. Osuna y el caballo que montaba, y que seguían siendo uno y otro porque únicamente mi memoria se obstinaba en afirmarlo, antes de que el horizonte se los tragara, después de esa patente compresión por saltos sucesivos, llegaron a ser tan diminutos que, de golpe, sin ninguna transición, desaparecieron, y por más que el ojo siguió buscándolos, un poco más acá del horizonte, en la franja insignificante y oscura de tierra por encima de la cual el cielo azul se abría interminable y parejo, como un abismo luminoso, no volvió a divisarlos, y aunque la mente presumía que estaban todavía ahí, no pudo vislumbrar ningún indicio, ningún signo, ninguna consecuencia de su presencia o de su paso.

Me quedé solo en la proximidad del agua. Al llegar, los chajás, los teros sobre todo, expresaban, con sus gritos insistentes, ruidosos, su ansiedad. Paseándose nerviosos por la orilla, sin dar siquiera la impresión de mirarnos, iban y venían gritando y estremeciéndose, sacudiendo el plumaje como si quisieran sacarse de encima la amenaza que nuestra presencia representaba para ellos. Desde que atravesamos el río por el norte de la ciudad y empezamos a avanzar por la llanura, habíamos tenido la ocasión de ver muchos animales diferentes, en mayor número que de costumbre y, en ciertos casos, para algunas especies, en lugares que no tenían la costumbre de frecuentar. Esa abundancia inusual se debía a que la crecida, al cubrir grandes extensiones, había corrido a muchos animales de los lugares donde vivían habitualmente obligándolos a instalarse en las franjas secas de tierra. De ese modo, habíamos visto una ondulación pesada y fangosa de yacarés que se habían trasladado hacia el oeste junto con la orilla del agua, y una cantidad inusitada de felinos que, aunque viven entre los árboles y en medio de la maleza, debieron emigrar a la llanura descubierta para escapar del agua. Si bien a medida que avanzábamos tierra adentro, los animales y la vegetación se encontraban otra vez en su lugar acostumbrado, en las inmediaciones del límite oeste de la crecida, la abundancia animal era evidente, y la inconsecuencia que suponía la presencia de ciertas especies en un terreno que no tenían la costumbre de frecuentar, le daba al viajero la impresión de que ese trastocamiento producía en los animales una suerte de desorientación, de inquietud y aún de pánico, que los hacía olvidarse de sus actitudes ancestrales y, sacados de ese molde inmemorial, les permitía vivir en esa tierra última esperando que el mundo retomase su curso normal. La presencia de tantas especies diferentes en un espacio tan reducido, reptando, correteando, nadando o volando, inmóviles al pie del agua o aleteando en el aire, le daba al paisaje el aspecto abigarrado que tiene la disposición arbitraria de ejemplares diferentes en una lámina de naturalista. Esa impresión de seres pintados que, desde mi infancia, suelen darme a veces los animales, tal vez provenga de la imposibilidad que tenemos de ponernos en su lugar, de imaginar lo que pasa en ellos por adentro y, al mismo tiempo, excepción hecha tal vez de los perros, de esa especie de indiferencia en tanto que individuos que les inspiramos, y que está presente tanto en el pájaro que vuela alto en el cielo, como en el caballo que montamos o en el tigre que se apresta a devorarnos. Fuera de sus actos exteriores de supervivencia, son inaccesibles para nuestra razón; es más fácil para nosotros calcular los movimientos del astro más remoto que imaginar los pensamientos de una paloma. Un grupo de mariposas en el que todas hacen a la vez, sin error posible, el mismo movimiento, muestra lo pobre que son nuestras categorías de individuo y de especie, y pocos conocen el sentido de la palabra exactitud si no han visto alguna vez una bandada de pájaros revolotear sobre un campo en el cielo límpido del atardecer dibujando unánimes, veloces y precisos, las mismas figuras variadas. Son sin duda más chicos, de vida más corta y más limitada, pero más perfectos en lo que son que el hombre inacabado y torpe. Y esa exterioridad inaccesible de figuras pintadas que presentan, en la soledad de la llanura se refuerza todavía más, lo que los vuelve casi fantasmales. La liebre que salta al paso del jinete y desaparece entre los pastos parece ser y no ser al mismo tiempo, presencia real para los sentidos y fantasma fugaz para la imaginación.

Los teros que iban y venían, ruidosos, en la orilla de la laguna, al comprobar quizás que sus gritos no me ahuyentaban, terminaron por hacer silencio y desaparecieron en la maleza, para ponerse de guardia cerca de sus nidos construidos en el suelo, de modo que durante unos segundos no hubo ante mí ninguna presencia viviente, aunque yo sabía que en el agua, en las orillas, y en el campo alrededor la vida pululaba. La laguna, de unos cincuenta metros de diámetro, reflejaba el azul del cielo, que al mezclarse con el beige del agua se aclaraba un poco, adquiriendo un tinte amarillento y, por trechos, ligeramente verdoso. La luz del sol ya alto cabrilleaba en la superficie y si algún movimiento, por mínimo que fuese, la sacudía, un destello fugaz, un poco más intenso, se encendía, intermitente, varias veces, y después, sosegándose, se confundía otra vez con las vibraciones constantes y uniformes que se mecían en el agua. Exteriores a mí no había más que la laguna, el horizonte próximo y tan redondo que parecía trazado con un compás, el pasto invernal todavía grisáceo en el que a la distancia no se distinguían los brotes primaverales, y encima, como una campana de porcelana azul, bien apoyada en el suelo por una base circular que coincidía al milímetro con el círculo del horizonte, la cúpula del cielo en la que la mancha incandescente del sol, que yo no podía ver porque estaba vuelto hacia el oeste, por donde Osuna había desaparecido al galope, me recalentaba la nuca y la espalda a través de la chaqueta. Mi caballo, en el que seguía todavía montado, esperando una orden quizás, palpitaba sin moverse, caliente y sudoroso. Le di unas palmadas en el cuello y en el lomo húmedo, que recibió con movimientos repetidos de cabeza y, desensillando, di unos pasos hacia la orilla de la laguna, trayéndolo de las riendas para incitarlo a calmar su sed. Sorbió agua un rato con tranquilidad, casi con delicadeza y después, al parecer satisfecho, enderezó el cuello otra vez y se puso a mirar a lo lejos, la línea curva del horizonte quizás, que corría, regular, más allá de la laguna. Pero, como creo haberlo dicho más arriba, me resultaba difícil saber con exactitud hacia dónde miraba y deducir, de esa placidez, alterada de tanto en tanto por unos sacudimientos nerviosos, leves y distraídos, como si no supiese que vivía en su propio cuerpo, los pensamientos, o como quiera llamárselos, que lo visitaban. Empecé a mirar su perfil con fijeza, y como si él lo hubiese advertido, ni una sola vez volvió hacia mí la cabeza, con tan aparente obstinación, que parecía estar tratándome adrede con indiferencia. Durante unos segundos, tuve la impresión inequívoca de que simulaba y, casi de inmediato, la total convicción de que sabía más del universo que yo mismo, y que por lo tanto comprendía mejor que yo la razón de ser del agua, de los pastos grises, del horizonte circular y del sol llameante que hacía brillar su pelo sudoroso. A causa de esa convicción me encontré, de golpe, en un mundo diferente, más extraño que el habitual y en el que, no solamente lo exterior, sino también yo mismo éramos desconocidos. Todo había cambiado en un segundo y mi caballo, con su calma impenetrable, me había sacado del centro del mundo y me había expelido, sin violencia, a la periferia. El mundo y yo éramos otros y, en mi fuero interno, nunca volvimos a ser totalmente los mismos a partir de ese día, de modo que cuando desvié la mirada del caballo y la posé en el agua celeste, en los pastos grisáceos, viendo la cápsula azul que se cerraba apoyándose en la línea del horizonte, con nosotros adentro, me di cuenta de que, en ese mundo nuevo que estaba naciendo ante mis ojos, eran mis ojos lo superfluo, y que el paisaje extraño que se extendía alrededor, hecho de agua, pastos, horizonte, cielo azul, sol llameante, no les estaba destinado. El silencio era total, de modo que cada ruido que se escuchaba contra él, por mínimo que fuese, podía oírse, patente, en cada uno de sus sonidos descompuestos: un deslizamiento animal entre los pastos, mi propia respiración, y hasta el latido de mi corazón que, de golpe, un tucutucu pareció ponerse a remedar a lo lejos, unos curiosos y apagados ruidos nasales que, sacudiendo la cabeza, abstraído, empezó a emitir el caballo. Una idea absurda se me ocurrió: me dije que, desterrado de mi mundo familiar, y en medio de ese silencio desmesurado, el único modo de evitar el terror consistía en desaparecer yo mismo y que, si me concentraba lo suficiente, mi propio ser se borraría arrastrando consigo a la inexistencia ese mundo en el que empezaba a entreverse la pesadilla. Pero mi conciencia, rebelde, persistía, susurrándome: si este lugar extraño no le hace perder a un hombre la razón, o no es un hombre, o ya está loco, porque es la razón lo que engendra la locura. En la hermosa mañana soleada el pánico empezaba a ganarme cuando vi que, del horizonte hacia el sudoeste, un puntito empezaba a crecer, moviéndose indistinto primero, transformándose en un hombre a caballo un poco más tarde, hasta que vi flamear el poncho a rayas rojas y verdes de Osuna, y unos minutos más tarde al propio Osuna que sofrenaba su caballo a tres metros del mío y me decía que, pensándolo mejor, había decidido volver a buscarme para que pudiésemos dar una vuelta más grande sin tener que volver a pasar por los lugares que ya habíamos explorado a la ida. (Meses más tarde le conté al doctor Weiss las impresiones que había tenido durante los pocos minutos que me había quedado solo con mi caballo en la laguna. El doctor adoptó una expresión grave y reflexionó un buen rato antes de contestar: Entre los locos, los caballos y usted, es difícil saber cuáles son los verdaderos locos. Falta el punto de vista adecuado. En lo relativo al mundo en el que se está, si es extraño o familiar, el mismo problema de punto de vista se presenta. Por otra parte, es cierto que locura y razón son indisociables. Y en cuanto a la imposibilidad que usted señala de conocer los pensamientos de un colibrí o, si prefiere, de un caballo, quiero hacerle notar que a menudo con nuestros pacientes sucede lo mismo: o prescinden del lenguaje, o lo tergiversan, o utilizan uno del que ellos solos poseen la significación. De modo que cuando queremos conocer sus representaciones, descubrimos que son tan inaccesibles para nosotros como las de un animal privado de lenguaje.)

Puesto que hablamos de locos debo, me parece, prosiguiendo mi memoria, volver a los míos: es obvio que constituían mi preocupación principal, y que ponerlos sanos y salvos en manos del doctor Weiss estaba resultando, con los obstáculos que encontrábamos a nuestro paso, menos simple de lo que habíamos imaginado. De los cinco, yo sabía que había tres que, aun en caso de agravación súbita de su enfermedad, no acarrearían mayores problemas porque, encerrados en la celda estrecha de su locura, parecían prescindir por completo de lo exterior, y una agravación de su estado no podía sino hacer más exigua y más oscura la prisión en la que vivían, y más grande y pasiva su indiferencia. Los monólogos del mayor de los Verde, por vehementes que pudieran ponerse, no intentaban en el fondo convencer a nadie, y los ruidos bucales de Verdecito eran una especie de muralla sonora que lo mantenía aislado del mundo, para no hablar del joven Parra que, a decir verdad, recién varios meses más tarde de ser internado en la Casa de Salud, se dejó sacar por primera vez, sin ponerse a lloriquear, de la cama (y un año más tarde de la habitación). Por exasperante que fuese, la frase única del mayor de los Verde -Mañana, tarde y noche, como se recordará-, que pretendía abordar todos los temas de conversación, de discusión, y aún de edificación paternalista de sus interlocutores, representaba en realidad el paroxismo de su locura, y una variación de su estado no podía sino disminuir su vehemencia hasta la más extrema melancolía. En cuanto a Verdecito, es cierto que las dificultades aumentaban su nerviosidad, sus conciertos bucales y su sordera, de tal manera que había que repetirle varias veces las frases más triviales que se le dirigían, pero en lo que a mí se refiere, el principal problema era que se me pegaba como mi propia sombra y únicamente parecía sentirse seguro cuando se encontraba a mi lado, lo que por una parte facilitaba su vigilancia, pero por la otra podía hacerme perder la paciencia y como corolario turbar su tranquilidad.

Eran sor Teresita y Troncoso los que, ya antes de la partida, me preocupaban porque, a diferencia de los otros, resultaban difíciles de manejar en razón de que como ocurre a menudo con cierta clase de locos, en lugar de encerrarse en sí mismos, creían con fervor en la legitimidad de su delirio y, queriendo a toda costa imponérsela al mundo, militaban por su locura. La monjita estaba convencida de que, después de la resurrección, Cristo se había llevado al cielo, separándolo del humano, al amor divino, dejando únicamente sus chispas dispersas entre los hombres, y que ella tenía como misión volver a juntarlas a través del acto carnal, para fusionar nuevamente lo divino y lo humano. Su Manual de amores es sobremanera explícito sobre ese punto, y si en las últimas páginas su pensamiento se disgrega para dar paso a una lista insensata de vocablos soeces, en la primera parte de su tratado hay una exposición razonada de su doctrina que, si uno adopta por un momento el punto de vista de su teología, resulta por cierto inatacable. Puesto que los teólogos llaman positiva a la teología puramente especulativa y racional, y teología negativa creo a la mística, podemos imaginar que, igual que Santo Tomás, en medio de la redacción de su Manual sor Teresita adquirió la convicción de que debía poner en práctica las recomendaciones que había recibido de Cristo en el Alto Perú, y si esta hipótesis es verdadera, arrojaría una luz nueva sobre la razón de ser de la parte final de su tratado. En todo caso, sor Teresita era sin la menor duda una presencia turbulenta en nuestra caravana, y el dilema principal que se me presentaba era el de tratar de tenerla apartada de los soldados sin encerrarla en su carromato: hubiese habido una contradicción entre el hecho de mantenerla bajo llave durante el viaje y el de que en Las tres acacias los enfermos, salvo rarísimas excepciones, podían circular con toda libertad por el establecimiento. Otro de mis problemas era saber hasta qué punto los miembros del convoy, carreros, soldados, rameras, estaban al tanto de la clase de delirio que se había apoderado de sor Teresita, y durante los dos o tres primeros días tuve la ilusión, totalmente injustificada desde luego, de que nadie conocía los desvaríos eróticos de la monjita, hasta que una tarde vi un grupo de soldados que, cerca del bar del vasco, habían formado un círculo cuyos componentes parecían escuchar con profunda atención y seriedad a alguien que hablaba en el interior. Intrigado, me acerqué para ver de qué se trataba, y por encima del hombro de uno de los soldados pude comprobar que sor Teresita, entrecerrando los ojos de indignación, y bajando la voz, como si se tratara de un terrible secreto, les estaba revelando a los soldados que, si a Cristo lo habían crucificado, era porque la tenía así de grande, y acompañaba sus palabras con un ademán que yo ya conocía, consistente en elevar las manos a la altura de su pecho y, poniendo las palmas frente a frente a unos treinta centímetros de distancia una de la otra más o menos, sacudirlas las dos a la vez para significar un tamaño aproximativo. Cuando vio mi cara de estupefacción por encima del hombro del soldado que, al igual que todos los otros, hechizado por las palabras de sor Teresita, ni siquiera había reparado en mi presencia, la monja se echó a reír, y con un desparpajo que todavía hoy me hace sonreír cuando lo recuerdo, sacó la lengua, la pasó con deleite simulado por sus labios casi inexistentes y, anticipándose a mi llamado, salió del círculo de soldados y me acompañó con docilidad hasta su carromato. No hicimos ningún comentario, y todo ocurrió con naturalidad, pero lo que me impresionó más profundamente, y sobre todo me incitó a la reflexión, fue la seriedad, por no decir la gravedad con que los soldados la escuchaban. Era evidente que ya no dudarían un solo instante, por todo el resto de sus vidas, de que la verdadera causa de la crucifixión acababa de serles revelada por la monjita.

En lo relativo a Troncoso, las complicaciones que trajo la evolución de su estado resultaron muchísimo más graves, hasta poner en peligro la vida y los bienes de los miembros de nuestra caravana, lo cual demostró una vez más, como si tal redundancia no fuese superflua para el mundo, que el delirio, les guste o no a los filósofos, es tan o más apto que la voluntad para orientar según su capricho la sucesión del acaecer. Ya desde antes de la partida yo veía aumentar, casi imperceptiblemente al principio, la agitación de Troncoso, que se manifestaba en una inquina sorda hacia mi persona, que lo incitaba sobre todo a competir conmigo en el plano de la organización y del comando de la caravana, responsabilidad que, como creo haberlo dicho, compartíamos con Osuna y con el sargento Lucero. Desde nuestro primer encuentro en casa del señor Parra, circunstancia en que debí exhibir mi autoridad ante él y sus hombres previendo las dificultades que suele acarrear la agravación de la manía, y que un viaje como el que estábamos a punto de llevar a cabo podría multiplicar, Troncoso oscilaba, en sus sentimientos hacia mi persona, entre el temor y el despecho, la prudencia y la sorna, el respeto y el resentimiento. Pero a pesar de su desdén poco disimulado, y que probablemente no lo disuadía de agregar ni el sarcasmo ni la calumnia, no era más que mi paciente, y como yo era su médico, su salud y su persona estaban bajo mi responsabilidad, sin que contase para nada el concepto en que me tenía ni los sentimientos poco tranquilizadores que le inspiraba. Cuando todavía estábamos en la ciudad, Troncoso asumía siempre, de un modo quizás confusamente deliberado, actitudes que se encontraban en el límite de lo que yo, en tanto que médico suyo, podía tolerar, ya que en nuestras conversaciones cotidianas le daba mis consignas acerca de lo que le estaba permitido hacer en lo relativo a sus salidas, su conducta pública, su alimentación, su higiene, su disciplina diaria, etcétera, consignas que él respetaba, aunque siempre al borde de la desobediencia como ya lo he dicho, pero apenas iniciamos nuestro viaje, su temperamento fogoso se agitó un poco más que de costumbre haciéndome temer a cada momento una explosión, la que no dejó de producirse. Su extraordinaria actividad, que en la monotonía de la llanura no tenía mucho en qué aplicarse, le impedía permanecer descansando en el carromato como lo hacían los otros enfermos y, cualquiera fuese la hora a la que yo, después de despertarme y vestirme, saliese a la mañana, ya estaba él montado en su azulejo, trotando en las inmediaciones, hablando a los gritos con los soldados o los carreros que no siempre parecían entender bien el sentido de sus sarcasmos, de sus órdenes y de sus exclamaciones. Era un jinete prodigioso que actuaba como olvidado de que iba a caballo, pero sin cometer nunca ninguna falta, y el animal que montaba parecía también él adoptar una actitud de indiferencia hacia su jinete, y todo lo que hacían a la vez, paso, trote, galope, carrera, frenada súbita, reculada o cabriola, parecía el resultado, no de una orden imperceptible dada por el hombre al animal, sino de la coincidencia espontánea, casi mágica, que armonizaba en lo exterior, por un azar prolongado, los movimientos casuales de dos voluntades reconcentradas en sí mismas e ignorantes una de la otra. Esa pericia de jinete barría las reticencias de los soldados que, a pesar de su extravagancia, se resignaban a respetarlo, lo que junto con la lealtad obsecuente del Ñato complicaba mi tarea de vigilancia. Un signo inequívoco de que su estado empeoraba no era solamente la actividad frenética y sin ninguna finalidad práctica que ejercía todo el tiempo, de día y de noche, ya que, sin dar jamás muestras de cansancio, casi ni dormía, sino también el hecho de que su aspecto exterior, vestimenta, barba, cabellera, se iba degradando, y ya casi no se cambiaba de ropa ni se afeitaba, y ni siquiera se lavaba, de lo que resultaba que sus pantalones y su chaqueta estaban llenos de manchas y hasta de roturas, y su camisa blanca con volados, tan limpia cuando recién llegó a la ciudad, toda arrugada y de un color indefinible. Siempre había unas burbujitas de saliva espumosa en la comisura de sus labios, y si algo contrastaba con la fiebre movediza de todo su cuerpo, que no podía estarse quieto en ninguna parte, era la fijeza de su mirada, enturbiada por unos hilitos tortuosos de sangre que enrojecían sus ojos congestionados. A veces, al atardecer, bajaba del caballo y se paseaba por entre los carros detenidos, rígido, dando grandes trancos enérgicos, el pecho inflado, la cabeza erguida, desmelenado y tostado por el sol que, un poco más intenso cada día, ardía en el cielo. Podía tener un libro en la mano, leyéndolo de un modo entrecortado, sin dejar de caminar o, si se abstenía de leer, o de simular que leía, no se privaba en cambio de exteriorizar sus pensamientos con exclamaciones, risotadas, u observaciones desdeñosas e incomprensibles que, al pasar y sin detenerse, dirigía a algún otro miembro de la caravana con el que se cruzaba. Dos o tres veces vino a verme con el fin de exigir modificaciones del trayecto que según él contribuirían a acelerar el viaje, pero sobre todo a quejarse de la presencia de las tres rameras y de la monja -a la que llamaba, con una sonrisita sarcástica la puta superiora- en el convoy, pretendiendo que entre las cláusulas del contrato firmado con su familia para estipular las condiciones de su tratamiento, figuraba de manera explícita que el enfermo no debía codearse jamás con personas de baja condición o de moralidad dudosa. Todos los días me mandaba con el Ñato un parte escrito al que yo, como es obvio, ni siquiera contestaba. A veces su proclama insensata insumía varios folios y a veces se limitaba a una sola frase, que a primera vista parecía no tener ningún sentido, después de varias lecturas muchos sentidos diferentes y más tarde, en el recuerdo, si se la pensaba bien, un sentido preciso pero enigmático que, aunque el lector tenía la impresión de adivinarlo, era imposible de desentrañar. Ese desvarío continuo pretendía ser un vasto programa político destinado a cambiar, no únicamente los fundamentos de la sociedad, sino también los del universo. Según esas proclamas había que deponer al rey, desconocer la jurisdicción del virreynato, guillotinar a las autoridades de Roma y también -transcribo en forma literal esta última reivindicación- abolir de una vez por todas, por no tener más fundamento que la costumbre y la esclavitud espiritual de los pueblos, los privilegios hereditarios y consuetudinarios del Sol y demás astros del cielo. La fase constructiva de su programa consistía en federar las tribus indígenas del continente, y, para no herir susceptibilidades, atribuirles un monarca que no perteneciese a ninguna de ellas y que cumpliese también el papel de representante supremo de una nueva religión, una especie de rey-sacerdote para aplicar la legislación referida a la organización social y a la vida religiosa, y al mismo tiempo que fuese jefe militar y padre espiritual de la nueva comunidad. Demás está decir que los rasgos de ese personaje eminente tenían, para quien fuese capaz de descifrar la prosa enredada de sus boletines, más de un punto común con los del autor, llevado por su delirio creciente a concebirse a sí mismo cada vez más como el amo legítimo del universo. Que yo dejase sus mensajes sin respuesta lo ponía fuera de sí, pero hubiese sido un error de mi parte acordarle el más leve signo de que sus dislates podían ser tomados en serio. Para su descargo, debo reconocer que en mi ya larga vida, he visto sucederse, tanto en Europa como en América, en los años recientes, lo mismo que gracias a la lectura de Tácito o de Suetonio en los siglos luctuosos que nos precedieron, muchas veces la misma demencia de Troncoso en acción, medrando esta vez hasta alcanzar sus objetivos insensatos, que no son otros que los de aplastar, por puro capricho y estima desmedida pero injustificada del propio ser, con un talón ensangrentado, las esperanzas del mundo.

Lo cierto es que aún para los más distraídos observadores, el estado mental de Troncoso empeoraba día tras día, hora tras hora. Prácticamente ya no dormía; era inútil intentar encerrarlo en el carromato, porque eso acrecentaba su furor, así que opté por dejarlo en libertad, bajo la vigilancia cuidadosa de los enfermeros y de la mía propia. El solo consumía diez veces más de nuestros cuidados que los otros cuatro enfermos juntos. Había tomado la costumbre de apostrofar al sol naciente todas las mañanas, yendo y viniendo por una corta línea imaginaria, siempre de perfil al disco rojo que subía, despacio, del horizonte, y se dirigía a él elevando y sacudiendo los brazos en su dirección, pero sin mirarlo directamente (lo intentó varias veces, pero siempre a la hora del mediodía, de modo que le era imposible sostener largo tiempo la mirada, mientras su cara gesticulante y ya totalmente ennegrecida, se llenaba de unos rastros tortuosos de sudor que le empapaban la camisa en el cuello y en la espalda). Cuando, a la mañana, el convoy se ponía en marcha, él montaba en su azulejo y se adelantaba al galope, hasta casi desaparecer en el horizonte, pero de inmediato lo veíamos volver, el pelo color pizarra del caballo restallando de sudor, las venas salientes y el cuerpo lleno de palpitaciones. Su agitación parecía aumentar con el calor que crecía y que en esos días -ya hacía más de quince que habíamos salido- se estaba volviendo exasperante. Todo el mundo se maravillaba de ver, por una parte, la actividad descabellada de Troncoso y por la otra la resistencia del caballo obligado, bajo ese clima intempestivo y riguroso, a prestarse a todos los sobresaltos nerviosos del jinete. Hay mucha gente que piensa que la locura es contagiosa: si lo es, lo es menos porque, en presencia de un loco, los que lo rodean adquieren sus mismos síntomas, que porque la locura es tan corrosiva que, alterando a los que deben convivir con ella, hace surgir en ellos síntomas propios que en tiempos normales seguirían dormidos, y como esa alteración se produce por vía nerviosa, sin que la razón o la voluntad de los que la sufren intervenga para nada, no sería raro que, de tanto convivir con él, hasta el caballo de Troncoso se hubiese vuelto loco. Lo cierto es que en esa situación de por sí delicada se produjo un hecho que, aunque lo veníamos temiendo desde antes de la partida, hubiésemos preferido que no sucediera: unos viajeros se habían topado con la banda de Josesito, o de quien fuese, y nos tocó a nosotros la triste circunstancia de encontrar sus restos.

Era una masacre fresca, de cuatro o cinco días a lo sumo, pero ya casi no quedaba nada de los seis cuerpos que yacían dispersos por el campo: los chimangos, los cabeza colorada, los urubúes y los caranchos, disputándose a los picotazos con los perros cimarrones los restos que habían abandonado, ya repletos, los felinos, los habían limpiado casi por completo, dejando los huesos y un poco de pelo y uñas, y ahora multitudes de hormigas negras y coloradas se ocupaban, con apuro torpe y empecinado, de los filamentos resecos que las brigadas de animales más fuertes y más rápidos, surgidos de la nada y vueltos a desaparecer en ella, se habían dignado dejarles. También los indios, todo aquello que no habían podido llevar, se lo habían dejado a un animal más feroz que todos los otros, el fuego. Un gran círculo de ceniza que interrumpía el pastizal incesante, señalaba el lugar donde la hoguera había ardido: removiendo la ceniza, encontramos algunas piezas de hierro retorcido y unos pedazos de madera con un extremo intacto y el otro ennegrecido, donde se había formado la brasa, y que por lo tanto se podía desmenuzar fácil con los dedos. A no ser por las partes que estaban cerca de las articulaciones, donde todavía quedaban filamentos de carne y en las que por lo tanto hervían las hormigas, los huesos ya blanqueaban al sol matinal. En los tres o cuatro días, de la red de carne y de sangre en la que se debatían, de los latidos de incertidumbre y pasión que los aguijoneaban con su tironeo constante, habían alcanzado, a través de la simplicidad blanca de los huesos, y liberados de la chicana extenuante de lo particular, la inmutabilidad propia de las cosas universales, pasando primero de ser sujeto a ser objeto y ahora, descubiertos otra vez por ojos humanos, de objeto a símbolo. Mientras los enterrábamos, si algunos soldados se persignaron, únicamente al indio Sirirí se le ocurrió rezar, pero sus ojos llameaban mientras lo hacía. El dios al que se dirigía debía ser sin duda una entidad doble capaz de recibir al mismo tiempo la humildad de sus plegarias y la cólera de sus pensamientos; los crímenes de Josesito parecían alcanzar una zona suya más honda que la compasión o la moral, donde moraba una humillación opuesta a la del cacique, y si a Josesito le resultaba intolerable admitir la superioridad arrogante de los cristianos, tal vez lo que Sirirí no podía soportar era el ser diferente de ellos. Esa simetría encerraba una antinomia irreconciliable y estoy seguro de que Josesito debía oponer, al odio de Sirirí, el desprecio más violento.

Pero fue en Troncoso en quien nuestro hallazgo trágico pareció producir el efecto más fuerte. Como parecen poseer una conciencia confusa de sus incoherencias al mismo tiempo que perciben el escepticismo de sus interlocutores, muchas veces los alienados, tratando de mostrar una apariencia de normalidad, sólo consiguen dar a quienes los observan una impresión de simulación, por no decir de teatralidad. Frecuente ante muchos enfermos, esa impresión era notable en el caso de Troncoso y los cadáveres de los pobres viajeros martirizados la volvieron todavía más intensa. Si se abstuvo de participar en la ceremonia de inhumación, no por eso su agitación dejaba de ir en aumento, lo que intentaba exteriorizar por todos los medios, como si estuviese advirtiéndonos que nuestro penoso hallazgo suministraba de manera evidente la confirmación de todos sus dislates. Aunque se mantenía a distancia, no se abstenía de dirigirnos sus miradas reprobatorias, por no decir desdeñosas, a las que se sumaba una expresión decidida, figurada en sus rasgos de un modo exagerado, como si estuviese mandándonos un mensaje. En el escenario infinito de la llanura, montado en su azulejo, la piel ennegrecida en las partes de la cara que dejaban sin cubrir el pelo y la barba revueltos y veteados de canas, sudoroso y gesticulante, parecía uno de esos héroes románticos demasiado truculentos que, exagerados por los recursos artificiales de la tramoya, estremecen a un público demasiado crédulo en los teatros de Milán o de París. Y como si no hubiese ignorado que, si nos remontamos a sus orígenes latinos el verbo delirar significa salirse del surco o de la huella-, esa misma noche, apoyándose en la molicie cómplice del Ñato, Troncoso puso en práctica esa etimología.

Recién a la mañana siguiente, obedeciendo a las consignas de su amo, el Ñato vino a entregarme el último mensaje escrito de Troncoso. Su letra irregular y ostentatoria había llenado, a toda velocidad, dos folios enteros de inepcias incoherentes, entre las que se destacaba la pretensión descabellada de ir al encuentro de Josesito para convencerlo de rendirse sin condiciones contribuyendo de ese modo a federar las tribus de la América Meridional en un solo estado independiente. Cuando terminé de leer esos dislates febriles y alcé la vista, pude comprobar indignado que el Ñato me observaba con aire malévolo y satisfecho, dándome a entender con esa expresión que él y Troncoso habían logrado por fin esquivar mi vigilancia tiránica. Durante unos segundos la furia me hizo perder el dominio de mí mismo y, olvidándome de mis obligaciones de hombre civilizado, agarré al Ñato por los hombros y empecé a zamarrearlo con tanta violencia que el pañuelo colorado, tal vez mal ajustado a causa de la hora temprana y del apuro con que había venido a traerme el boletín de Troncoso, se deslizó hacia atrás y cayó al suelo, dejando al descubierto la cabeza totalmente calva del Ñato. La sorpresa me desorientó durante unos segundos, y como mis gritos habían empezado a atraer gente que dormía cerca de mi carromato, en medio de la situación trágica hubo un paréntesis de comicidad porque, más que mí furor, era la calvicie del Ñato lo que atraía las miradas de los que iban llegando, y en la expresión de varios me pareció vislumbrar la creencia fugaz de que era esa calvicie la causa de todo el escándalo. (El doctor Weiss afirmaba que lo trágico puro existe únicamente en el dominio del arte, y que en la realidad, aún en sus aspectos más atroces, siempre se lo encuentra temperado por algún elemento cómico, grotesco, o aun ridículo.)

Considérese mi situación: una familia nos había confiado uno de sus miembros, enfermo, para quien la Casa de Salud del doctor Weiss representaba la última esperanza de restablecimiento y yo, a las pocas semanas de tenerlo a mi cargo, lo había dejado escaparse de mi vigilancia en pleno campo para ir al encuentro de una banda de indios salvajes. Como nos llevaba doce horas de ventaja, y no ignorábamos que él y su caballo eran indiferentes a la fatiga, no parecía demasiado pesimista pensar que ya había dado alcance a Josesito y sus hombres o que los indios, con el mismo instinto con que los animales sorprenden de un modo infalible a su presa, ya habían adivinado la presencia del extranjero en la tierra vacía y se habían abalanzado sobre él. Protegidos por una escolta de diez soldados, Osuna y yo salimos a buscarlo por esa llanura infinita, en la que un inicio de primavera había reverdecido los pastos en dos o tres días, y un verano intempestivo y ardiente ya estaba empezando a hacerlos amarillear. En los días que duró la búsqueda, no eran Troncoso y su azulejo lo que esperábamos encontrar, sino los huesos ya desnudos del jinete blanqueando al sol en el campo solitario. Cuando la ciencia de Osuna perdía el rastro, era su paciencia la que unas horas más tarde lo volvía a encontrar. Pero la energía demencial de Troncoso, que transmitía además a su caballo, parecía multiplicar las horas que nos llevaban de ventaja. En tanto que nosotros estábamos condenados a descansar porque eran nuestros pobres huesos humanos los que nos soportaban, ellos parecían viajar en las alas mágicas del delirio, a las que no resiste ningún obstáculo de espacio o de tiempo, y que quieren dictarle, antes de ir a estrellarse contra ella, sus leyes extravagantes y tercas a la indiferencia rocosa de lo exterior. A medida que se iban acumulando las horas, los días de búsqueda, y a pesar de que los rastros de sus movimientos, si se borraban por momentos, siempre volvían a aparecer, mi temor de no volver a ver con vida a Troncoso iba siendo cada vez más grande, hasta que, ya convencido de que no habría otro desenlace posible, todo mi esfuerzo, durante el galope monótono por el desierto adormecedor, lo destiné a no dejarme ganar por la indiferencia: tal es la fuerza con que esa tierra vacía, al cabo de un rato de atravesarla, destruye en nosotros todo lo que, antes de entrar en ella, aceptábamos como familiar.

El quinto día por fin, las huellas se hicieron recientes; Osuna rastreó los cascos del azulejo, y empezamos a buscar en las inmediaciones. Las huellas nos llevaron a un montecito de talas que, a un cuarto de legua más o menos, interceptaba el horizonte hacia el oeste, de modo que, concentrando nuestras fuerzas que el descanso nocturno había refrescado, nos largamos, no ya al galope sino a la carrera en esa dirección, con la esperanza de que, fatigado por fin después de cabalgar sin pausa durante casi cinco días, Troncoso se hubiese echado a descansar un rato a la sombra de los árboles, al abrigo del sol abrasador. Pero cuando entramos en el monte y debimos aminorar nuestra carrera para ir buscando un paso, sin herirnos, entre los árboles, si bien no vimos en seguida a Troncoso, un clamor, del otro lado del monte, nos señaló su presencia. Tratando de no hacer ruido para no espantar a nuestra presa, avanzamos al paso, cuidando también de no salir todavía del monte con el fin de no exponernos a lo que pudiera estar esperándonos del otro lado. Pero cuando desde la orilla interna del monte nos pusimos a observar el campo exterior, pudimos asistir a la escena más inesperada, y hasta podría decir, a la situación más sorprendente que me tocó presenciar en mi ya larga vida, y es fácil imaginar que a causa de mi profesión, no ha habido casi un solo día que no me haya puesto en presencia de lo inusual.

Troncoso, a pie, arengaba a un semicírculo de indios a caballo que lo escuchaban, fascinados e inmóviles. Apenas la vi, tuve la impresión de que esa escena duraba desde hacía horas. No lejos de ahí, el azulejo, atado por la rienda a una mata de pasto, tascaba de lo más tranquilo, indiferente al parecer a los proyectos imperiales de su jinete, y si, como Calígula, a Troncoso se le hubiese ocurrido nombrar ministro a su caballo, lo más probable es que, desdeñoso, el azulejo rechazara ese supuesto honor. La indiferencia del caballo contrastaba con la atención profunda que los indios le prestaban a Troncoso el cual, en cambio, ni siquiera los miraba y se paseaba, yendo y viniendo sobre la misma línea recta paralela al diámetro del semicírculo, con una actitud semejante a la que adoptaba al apostrofar todas las mañanas al sol naciente. El indio que estaba en medio del semicírculo de jinetes, llevaba un violín terciado en la espalda, y el instrumento permitía reconocerlo de inmediato entre las imprecisiones de su leyenda, y también porque la atención que se reflejaba en la cara de esos indios colorinches y zaparrastrosos, era todavía más profunda en la de Josesito, el cual dicho sea de paso denotaba una inteligencia poco común, y una capacidad de reflexión indudable, con el codo apoyado en el cuello de su caballo, y la mejilla en la palma de la mano. En los cinco días de su fuga frenética, el aspecto de Troncoso se había degradado todavía más, y ya lo único que brillaba en su cuerpo ennegrecido por el sol, por el polvo y por la mugre, eran los ojos desorbitados y brillantes, desmesuradamente abiertos, que refulgían en la cara ya casi enteramente comida por el pelo y la barba, sucios y enmarañados, lo que le daba el aspecto de un animal salvaje, como si con la pérdida de la razón estuviese perdiendo también todos sus atributos humanos. Esa impresión la daba también su voz, que a causa del uso inmoderado a que la sometía su titular, había enronquecido, y como hasta nosotros no llegaba el sentido de sus palabras, a la distancia parecía un ladrido, o un rugido, o unos gargarismos cavernosos anteriores a cualquier lenguaje conocido. En la atención de los indios había también una especie de alerta, y comprendí su significado casi de inmediato, cuando Troncoso, de un modo brusco, saliéndose de su línea recta, se dio vuelta y, encarando al semicírculo de jinetes, estiró los brazos y empezó a correr hacia ellos, lo que motivó la desbandada general de los indios, que, en medio de una gritería espantada, se alejaron al galope. Después de haber recorrido unos metros se detuvieron, y observando de lejos a Troncoso, que también se había detenido pero seguía vociferando, volvieron a formar en semicírculo con el cacique en el medio. Troncoso recomenzó su ir y venir por una línea recta imaginaria, paralela al diámetro del semicírculo de indios, lo que incitó a los indios a inmovilizarse y a ponerse a escucharlo otra vez con profunda atención; el interés que parecían despertar en ellos sus palabras, no borraba todavía del todo el terror que se había pintado en sus caras en el momento en que Troncoso había intentado acercárseles. Permanecieron otra vez sin moverse, mientras Troncoso iba y venía por la línea imaginaria que sus pasos trazaban en el pasto, y su voz ronca resonaba en el aire silencioso de la mañana como el último mensaje que el mundo, hecho de criaturas confusas, desesperadas y mortales, le mandaba a las leyes insondables y caprichosas que lo habían puesto un día, porque sí, en movimiento.

Los indios, bien armados, eran un poco más numerosos que nosotros, pero de haber querido guerrear, la sorpresa de nuestro ataque hubiese sin duda resultado decisiva, pues ellos parecían absortos escuchando a Troncoso con una especie de emoción mal disimulada en la que se mezclaban la fascinación y el pavor. La fiera calcinada por fuera y por dentro, por el sol y la demencia, que se paseaba aullando con voz ronca una arenga incomprensible, enflaquecida y gesticulante, parecía tener para ellos el hechizo de las cosas que fecundan, con su existencia misteriosa, el pensamiento y la imaginación, pero cuyo contacto, por fugaz que sea, a causa de su singularidad mortífera, marchita y aniquila. Ocultos entre los árboles, sin decidirnos a actuar, un poco paralizados por lo inesperado de la escena que contemplábamos, tuvimos la ocasión de observar tres o cuatro veces la misma situación que se repetía, o sea Troncoso que, girando brusco sobre su línea recta imaginaria, abría los brazos y se ponía a correr hacia los indios, elevando un poco más la voz enronquecida, y los indios que se dispersaban a la carrera, en medio de una gritería aterrada, pero que unos metros más adelante, cuando comprobaban que Troncoso se había detenido y empezaba a formar sin avanzar una nueva línea recta con el ir y venir de sus trancos que aplastaban el pasto de la llanura, volvían a formarse en semicírculo y, todavía un poco agitados por la emoción y por la carrera, se acercaban otra vez al paso y, manteniéndose a prudente distancia, se detenían otra vez a escucharlo, con pavor y recogimiento, y aun con veneración.

Tanto Osuna como yo queríamos evitar la escaramuza, no por falta de coraje sino porque, si la perdíamos, esa adversidad podía acarrear una catástrofe para la caravana entera. A mí me detenían también algunos escrúpulos, de orden en primer lugar moral pero también jurídico, porque me parecía que, por un lado, no correspondía con los pueblos civilizados aplicar el Talión, y por el otro, que nada demostraba que Josesito y sus hombres eran los autores de la masacre bien real que habíamos descubierto, y en consecuencia atacarlos por sorpresa equivalía a ejecutarlos sin poseer ninguna prueba de su culpabilidad. Esos escrúpulos le eran indiferentes a Osuna; igual que Sirirí, tenía su opinión formada y, a pesar de los rumores contradictorios que circulaban sobre el cacique, Osuna consideraba a Josesito como un asesino cobarde y cruel, pero con el sentido práctico que lo caracterizaba, pensaba que nuestro objetivo era llegar sanos y salvos a Las tres acacias y que del cacique y de sus hombres debían ocuparse las autoridades, en cuya eficacia por otra parte no creía. De modo que decidimos lo siguiente: Osuna y los soldados permanecerían ocultos entre los árboles, listos para atacar, y yo iría solo a buscar a Troncoso con la esperanza de que, como había estado haciéndolo hasta el momento de la fuga, aún contra su voluntad y renegando, en un último atisbo de conciencia, me obedecería. Yo llevaba conmigo una camisa de fuerza pero confiaba en que no sería necesario recurrir a ella porque podría imponerme a Troncoso con mi sola autoridad.

Cuando los soldados se desplegaron entre los árboles listos para intervenir si era necesario, salí al trote a campo abierto, y me dirigí hacia Troncoso, observando al mismo tiempo a los indios para que una eventual acción violenta por parte de ellos no me tomara desprevenido. Pero tanto los indios como Troncoso me ignoraban. Al oír los cascos de mi caballo, algunos indios habían mirado en mi dirección, pero casi de inmediato, como si me hubiese vuelto transparente, sin hacer el menor gesto para demostrar que habían reparado en mi presencia, volvieron a enfrascarse en la contemplación ensimismada de Troncoso, el cual ni siquiera parecía haberme visto, lo que no puedo asegurar, porque la experiencia me ha demostrado muchas veces lo difícil que resulta saber cuál es la percepción exacta que los locos tienen de la realidad, lo que explica, como creo haberlo dicho un poco más arriba, que para mucha gente locura y simulación sean casi sinónimos. El caso es que cuando llegué a unos treinta metros de distancia frené el caballo y traté de escuchar el discurso ronco y continuo de Troncoso, sin lograr distinguir en esa especie de interminable ruido animal un solo vocablo inteligible, pensando que lo que era incomprensible para mí debía de serlo todavía mucho más para los indios, lo cual volvía inexplicable su arrobo. Al cabo de unos minutos, Troncoso se dignó a reparar en mi persona y, olvidándose de los indios, se me acercó con sus trancos rígidos, muy semejantes a los de un autómata que había visto una vez en París, y parándose a dos o tres metros de distancia, me lanzó su arenga gutural, un poco de costado, sin mirarme de un modo directo, pero yo pude ver, por sus ojos redondos, húmedos y desorbitados, que ya se había ausentado por completo de este mundo. Al comprobar esa ausencia, y ante la fascinación del círculo de jinetes inmóviles que lo contemplaba, se me ocurrió que el interés de los indios se concentraba menos en la agitación espectacular de Troncoso en el mundo en apariencia real que compartíamos con él, que en las primicias que nos traía, abandonados como estábamos en nuestro lugar monótono y gris, de ese mundo nuevo y remoto que él solo habitaba.

Bajando del caballo, opté por dejar a Troncoso gesticulando solo a mis espaldas, y me acerqué a los indios con paso tranquilo pero decidido: ya me había dado cuenta de que Troncoso era la mejor protección con la que podíamos contar. Me dirigí directamente a Josesito, menos por razones protocolares que por la curiosidad que me inspiraba su leyenda y mientras hablaba con él asocié el estudio discreto que iba haciendo de su persona con el que una vez en un jardín público en Montmartre había tratado de observar a un actor célebre en toda Europa que se estaba paseando en ese momento cerca de nosotros. Desde un punto de vista físico, Josesito difería poco del resto de sus hombres, pero su mirada, aunque en ella llameaba un orgullo provocativo, era más viva y más inteligente. Al principio simuló hablar mal castellano, introduciendo muchos infinitivos y gerundios en la conversación, pero al cabo de un momento, al comprobar que yo me desinteresaba de sus actividades, siguió hablando con corrección. Cuando se dio cuenta de que yo observaba con insistencia el violín terciado en su espalda, vi una chispa de vanidad mal disimulada en sus ojos, pero fingió no haber notado nada. Y cuando me propuso escoltarme hasta la caravana, comprendí que quería darme a entender que estaba al tanto de todos nuestros movimientos quizás desde el día mismo en que habíamos salido de la ciudad, pero no había sombra de amenaza ni de bravata en su insinuación, lo cual demostraba su realismo, porque ya sabía, no solamente que un grupo de soldados esperaba en el monte de tala, sino que yo ya me había dado cuenta de que mientras Troncoso y los demás locos estuviesen con nosotros, nunca nos atacarían, a causa del terror sagrado que les inspiraban. Por las dudas, me adelanté a decirle lo de los soldados que esperaban, en un tono lo bastante diplomático para que no lo tomara como una amenaza que se hubiese sentido obligado a responder, y los llamé, de modo que salieron del monte y se aproximaron al trote, dando a entender por las actitudes que asumían que venían sin ninguna intención de pelear. La mirada que el cacique y Osuna cruzaron cuando estuvieron frente a frente tenía esa carga de recelo y de odio de los enemigos mortales que se conocen a fondo pero que, por el momento, y debido a causas involuntarias, no pueden liberar su violencia. Indios y soldados parecían medirse con la mirada, considerando unánimes para sus adentros la extrañeza de la situación en la que se encontraban, o sea que preparados para aniquilarse y habiéndose forjado mutuamente una imagen mítica del otro, ahora que estaban frente a frente, obligados por una circunstancia inesperada a no combatir, descubrían que los que estaban a unos pocos metros de distancia, bien reales, eran diferentes de la fábula que habían forjado sobre ellos. Poco tranquilo respecto de la duración posible de ese tiempo de transición, pensé que lo más razonable era retirarnos rápido, de modo que tomando por el brazo a Troncoso, que había bajado la voz y ahora, en vez de arengar hasta desgañitarse al universo exterior parecía balbucear para sí mismo verdades cada vez más improbables y fragmentarias, lo conduje hasta el azulejo, cosa que me dejó hacer con docilidad. El azulejo tascaba plácido el pasto tierno, de un verde claro, que la primavera indebida le sacaba otra vez, con terquedad repetitiva, a la tierra chata y grisácea del final del invierno. Ocupado en seleccionar, de entre los despojos estragados del año anterior, las hojitas más frescas y más jugosas, el caballo mostraba una total indiferencia hacia el grupo humano que transaba en las inmediaciones, y si su indiferencia era justificada en sentido general, tenía algo de ingratitud, y como creo haberlo dicho más arriba, de desdén en lo relativo a Troncoso. El nudo de energía demente que, en su superflua necesidad de acción lo había llevado hasta ahí, consumiéndose en un chisporroteo intenso, terminó por transformar al hombre que había sido el hogar de la combustión, en esa especie de espantapájaros rotoso y ennegrecido, y el caballo, obstinándose en ignorarlo, parecía negarse a reconocer su decadencia. Tal vez había entendido mal la fase exaltante de su locura, y ahora rechazaba la inevitable melancolía que, apenas la hoguera dejase de arder, terminaría por reinar en ese envoltorio desgastado y marchito. Lo cierto es que la fusión de los días anteriores, casi mágica, entre el jinete y el caballo, durante la que habían parecido formar un solo cuerpo, no se recompuso cuando, ayudado por mí, Troncoso se instaló en el lomo del azulejo y tomó las riendas. Enterrándose cada uno en el fondo de sí mismo, parecían haberse olvidado uno del otro, después de años enteros de comunión. Cuando emprendimos la vuelta, yo galopaba todo el tiempo al lado de Troncoso por temor de que se viniera abajo, pero en los días que duró nuestro regreso, se mantuvo rígido sobre el caballo, y, abstraído y silencioso, obedecía mis órdenes con docilidad casi infantil. Los indios nos siguieron todo el primer día y una buena parte del segundo hasta que, a eso de las tres de la tarde, por las mismas razones, inexplicables para nosotros, por las que nos venían siguiendo, a distancia discreta pero regular, bruscos, desaparecieron.

Nuestra llegada al campamento, a la media tarde del tercer día, fue recibida con alegría sobre todo por los soldados que habían temido, sin transmitir su preocupación a los civiles que protegían, por lo largo de nuestra ausencia, no volver a vernos nunca más. Cuando nos avistaron surgiendo del horizonte, el corneta fue corriendo a buscar su instrumento, y si al principio empezó a hacer sonar el toque reglamentario, a medida que nos acercábamos se puso a entonar melodías de moda y toda clase de bromas musicales que nos transmitían a distancia, antes de que nos lo comunicaran oralmente, el alivio que les producía nuestro regreso. La reprobación general que había merecido la fuga de Troncoso se convirtió en lástima cuando los miembros de la caravana vieron el estado en que volvía, y su degradación física era bastante elocuente como para volver superfluas las explicaciones. Habían dispuesto los carromatos en círculo para prevenir algún ataque posible de los indios, y se habían acordado dos días más de espera, de modo que si por cualquier eventualidad nos demorábamos más de diez, ellos hubiesen continuado el rumbo sin nosotros. Como estaban acampados cerca de una laguna, apenas bajamos de los caballos corrimos a darnos un chapuzón, mientras algunos de los que se habían quedado esperando se apresuraron a sacrificar una vaquillona que habían boleado en las inmediaciones y que tenían reservada para nuestro regreso. Hubo una verdadera fiesta, que duró casi hasta el amanecer: ruidosos, achispados por el alcohol que el vasco, para asombro general, distribuyó gratuitamente, cantamos y bailamos en la noche sofocante, a la luz de una gran hoguera, irrisorios y diminutos, atrapados en la triple infinitud del campo, de la noche y de las estrellas. Eramos la efervescencia de lo viviente, pasto, animales, hombres, que le añadíamos a la extensión inacabable y neutra de lo inanimado, la levedad colorida y tragicómica del delirio, que nos hacía convivir en una multiplicidad de mundos exclusivos y diferentes, forjados según las leyes de la ilusión, que son por cierto más férreas que las de la materia.

Es obvio que, después de refrescarme en la laguna, mi primera tarea fue examinar a los enfermos para saber en qué estado se encontraban después de ocho días de separación. Debo decir que si en líneas generales los enfermos mentales pertenecen a tal o cual categoría que los sabios de todas las épocas han tratado con mayor o menor fortuna de clasificar, las diversas fluctuaciones de sus estados individuales son más bien imprevisibles, y si bien las causas exteriores, como ha sido ya comprobado muchas veces, actúan sobre su conducta, es difícil predecir o aún juzgar a posteriori con claridad acerca de las circunstancias capaces de ejercer una verdadera influencia sobre ellos. Lo cierto es que en mis ocho días de ausencia, los enfermos no habían mostrado ningún signo exterior de mejoría o de agravación, y esa estabilidad, observada en numerosos casos de alienación, indujo varias veces a mi querido maestro el doctor Weiss a preguntarse si, aparte de los ataques agudos, como el de Troncoso por ejemplo, no es la mayor estabilidad de los primeros lo que distingue a los locos de las personas sanas. Debo reconocer sin embargo que la eficacia de los dos enfermeros militares a cuyo cargo los había dejado contribuyó también a mantener esa estabilidad.

Unas horas después de haberlos examinado, durante la fiesta, pude comprobar que la placidez aparente del campamento disimulaba más de un conflicto, y que la sinrazón más reprobable provenía de las personas consideradas normales. Después de la cena, la mujer francesa con la que había conversado dos o tres veces al principio de nuestro viaje, vino a informarme acerca de ciertas cosas que habían ocurrido en el campamento durante nuestra ausencia. Si bien su palabra no me resultaba enteramente digna de crédito, a causa de las muchas contradicciones que pude notar cuando me contaba su propia vida y los motivos que según ella la habían obligado a ejercer su profesión, los hechos que me refirió, por excesivos que me pareciesen a primera vista, y exagerados quizás por los celos y quizás también por un sentimiento de indignación profesional, parecían bastante probables: según la mujer, durante mi ausencia, sor Teresita, que unos días antes la misma mujer había sorprendido revolcándose en los pastos con dos soldados, había tenido comercio carnal con todos los hombres que habían quedado en el campamento, excepción hecha de los enfermeros, del sargento Lucero y del indio Sirirí. Según la mujer, todas las noches los soldados se turnaban para entrar en el carromato de la monjita, y durante el día la invitaban a tomar copas con ellos en el negocio del vasco. Estaban todo el tiempo juntos según la mujer, y una o dos noches, ella había dormido al sereno, tirada en el pasto en medio de los soldados. Un grupito de cinco o seis sobre todo, no se le despegaba, y la monjita hacía con ellos lo que se le antojaba, mientras que ellos se comportaban como si fuesen su escolta personal. Durante el día, como no tenían otra cosa que hacer más que esperar que volviéramos, los soldados iban a cazar del otro lado de la laguna, para entretenerse y tratar de comer otra cosa que tasajo, y ella los acompañaba, con un cigarro entre los labios que la hacía muequear todo el tiempo. Según la mujer, la monjita, a la vista de todos, se alejaba unos pocos pasos y, levantándose las polleras hasta la cintura y abriendo las piernas, orinaba de parada como un hombre. Esos detalles, más que sus actividades voluptuosas, eran los que me incitaban a acordarle algún crédito al relato de la francesa, porque yo ya había podido observar en sor Teresita una tendencia a asumir una conducta varonil como si, en su búsqueda incesante de la fusión entre el amor divino y el humano, quisiese también reunir los dos sexos en su propia persona. El aborrecimiento que la monjita le inspiraba a la mujer que me estaba contando, airada, lo que había ocurrido durante mi ausencia, era a decir verdad la consecuencia de un malentendido, porque el modo de actuar de la monjita también la englobaba a ella, y debe de haber sido cuando empezó a evangelizar a las prostitutas de la ciudad que le vino la idea de poner en práctica de esa manera la orden recibida según ella directamente de Cristo en el Alto Perú. En algún sentido, en vez de evangelizar a las mujeres de mala vida, había sido evangelizada por ellas, y lo que las mujeres tomaban como una afrenta de parte de la monjita, era en cierta manera un homenaje que les rendía.

Para tener las cosas claras, me saqué de encima a la mujer prometiéndole ocuparme del asunto, ya que el aspecto comercial de las cosas no era ajeno a su rencor, y fui a ver al sargento Lucero. Las evasivas un poco confusas que obtuve de él probaban quizás que la mujer no había exagerado, pero cuando lo intimé a recobrar su sinceridad habitual, me confesó que a su modo de ver los rumores tenían algo de cierto, pero como todos los soldados estaban implicados en el asunto, sería difícil obtener de ellos las precisiones necesarias. Más que aprovecharse de ella, me dijo el sargento, los soldados parecían protegerla, y obedecerla incluso. Daba la impresión de que la estimaban realmente, y no era ella la que les inculcaba la obediencia, sino ellos mismos los que, en forma espontánea, la practicaban, por un respeto grave que, no se sabía bien por qué, ella parecía inspirarles. Lucero era demasiado razonable como para no entender que la monjita, por excelente persona que fuese, estaba loca y que mi obligación como médico era tratar de curarla de su locura y no de permitirle implicar a medio mundo en ella, así que nos pusimos de acuerdo para impedir, en los días de viaje que faltaban, que esas complicaciones desagradables se repitieran.

Al día siguiente, después de la fiesta, nos costó trabajo arrancar, y a media mañana los soldados dormían todavía a la sombra de los carros, ya que se habían acostado a la madrugada calculando de antemano la trayectoria que esa sombra seguiría en la mañana. A los caballos, ni siquiera ese cálculo les estaba permitido, y no tenían en ese inmenso lugar vacío un solo árbol para ampararse a su sombra. Es que el verano de San Juan, como le dicen en la región, alcanzaba en esos días su máxima intensidad. Había llegado poco a poco, subrepticio, fundiendo en los primeros días la escarcha acumulada durante la primera semana glacial después de la lluvia y, caldeando el aire y la tierra, había creado para la vegetación impaciente, un simulacro fugaz de primavera. Del suelo agrisado y endurecido por el frío, el pasto nuevo empezó a brotar, haciendo reverdecer el campo chato, pero a los dos días nomás, por no decir a las pocas horas, el calor aumentó tanto que las hojitas empezaron a decaer, y casi enseguida los campos se resecaron otra vez transformándose en una interminable extensión amarilla. Durante varios días no vimos, en el cielo de un azul profundo y turbulento, ni una sola nube, nada aparte del sol llameante que pasaba dejando el aire, la tierra y las cosas exhaustas y calientes, y como no soplaba ninguna brisa, y las noches eran tan calurosas como los días, no tenían tiempo de refrescarse. Ese horno inmenso que atravesábamos durante el mes más frío del año, ese gran círculo amarillo por el que avanzábamos a duras penas, encerrado bajo su cúpula azul que únicamente la mancha árida del sol transitaba durante el día, y que de noche se ennegrecía y se llenaba de puntos luminosos, fue durante varios días el decorado único, tan idéntico a sí mismo en cada una de sus partes intercambiables, que por momentos teníamos la ilusión de empastarnos en la más completa inmovilidad. A partir de cierto momento movernos de día parecía imposible, pero esperar el atardecer para viajar con la fresca, como decía Osuna, era igualmente adverso, primero porque quedar detenidos en medio del campo, donde no teníamos más sombra que la de los carros resultaba más extenuante que viajar, ya que nuestro desplazamiento podía procurarnos, por irrisorio que fuese, algún soplo de aire, y en segundo lugar porque de noche no refrescaba lo suficiente, pero si acampábamos, la oscuridad, poniéndonos durante algunas horas al abrigo de la resolana, nos ayudaba a descansar. Con el calor, el silencio del campo vacío pareció aumentar, como si todas las especies que lo poblaban, incapaces de movimiento, yacieran exhaustas y aletargadas. También nosotros, que pretendíamos reinar sobre todas ellas, íbamos como adormecidos, hombres y mujeres, civiles y soldados, creyentes y agnósticos, ilustrados y analfabetos, cuerdos y locos, igualados por esa luz aplastante y ese aire ardiente y embrutecedor que borraban, reduciéndonos a nuestras lánguidas e idénticas sensaciones, nuestras diferencias. Encerrados en sus carromatos, los enfermos dormitaban el día entero y de noche apenas si se asomaban al exterior, excepción hecha de la monjita, siempre rodeada por su guardia de soldados, muchos de ellos casi enteramente desnudos, con apenas un calzón ajustado y rotoso que los cubría desde la cintura hasta un poco más arriba de las rodillas, y que por sus roturas dejaba ver ciertas partes del cuerpo que hubiese sido más prudente mantener ocultas, lo que les daba un aspecto indecente en el que ya nadie reparaba, y que incluso parecía respetable en comparación con las mujeres, que solían pasearse, cuando hacía demasiado calor, con los senos al aire y a veces completamente desnudas. Cuando pasábamos por algún río, casi todo el mundo se desnudaba, sin siquiera esperar la oscuridad, y se iba a retozar, con placer animal, en el agua tibia y turbulenta. El viaje, prolongándose más de lo habitual, nos había incitado, de un modo imperceptible, a crear nuestras propias normas de vida, y los caprichos del clima, que hacían sucederse las estaciones inapropiadas con la rapidez con que se suceden los días y las horas, sumados a la composición singular de nuestra caravana nos habían incitado a crear un universo exclusivo, más y más diferente a medida que pasaba el tiempo en el que habíamos estado habitando antes de la partida. Si bien nuestra autoridad se relajaba, resultaba fácil comprobar que ya no era necesaria: en la fiebre de esos días irreales, los intereses ordinarios parecían haber desaparecido. Sólo unos pocos rencores quedaban: Sirirí desaprobaba con amargura nuestro alejamiento cada día más evidente de las normas que le habían inculcado y que eran su única referencia en cualquier mundo posible, y el Ñato Suárez, que no se alejaba del carromato de su amo, como un perro fiel pero un poco desorientado, me indicaba con su mirada rencorosa que, a su juicio, no era la demencia sino yo el responsable del terrible derrumbe de Troncoso. Pero aun su odio, en ese infinito chato y amarillo, había perdido las riendas de la acción.

Como Osuna anunciaba para el treinta la tormenta de Santa Rosa todos espiábamos, ansiosos pero escépticos, por ver si avanzaban a nuestro encuentro, desde el sudeste hacia el que nos dirigíamos, cargadas menos de agua que de esperanza, las nubes salvadoras. Pero en los primeros días de expectativa ni una sola apareció. De tanto vigilarlo, el cielo vacío, que iba cambiando de color al paso de la luz, perdió el aura familiar, consecuencia de nuestra certeza de haber estado siempre ahí, y se volvió extraño, y con él la tierra amarilla, todo lo que abarcaba el horizonte visible, incluidos nosotros mismos. Las caras requemadas y sudorosas, en las que los ojos estaban como achicados, la boca siempre abierta y el ceño siempre arrugado, exhibían una expresión interrogativa constante. Por momentos hablábamos poco, intercambiando monosílabos retraídos, y por momentos, en general en un aparte entre dos o tres, intercambiábamos largos monólogos fragmentarios, confusos y precipitados, como si habiendo perdido, en la llanura monótona, el instinto o la noción que separa lo interno y lo exterior, el idioma que el mundo nos presta hubiese perdido también sus raíces dentro de nosotros y se hubiese puesto a hablar por sí mismo, prescindiendo del pensamiento y de la voluntad de los que, al dar los primeros pasos por el mundo, habíamos aprendido a utilizarlo.

Por fin, una tarde, las nubes empezaron a llegar. Como era temprano todavía, las primeras eran grandes y muy blancas, con los bordes festoneados en ondas, y cuando pasaban demasiado bajas, su propia sombra las oscurecía en la cara inferior, visible desde la tierra. Teníamos la esperanza de verlas ennegrecerse y, partiendo desde el horizonte en una masa gris pizarra interminable, cubrir al poco rato el cielo entero y derramarse en lluvia. Pero durante dos días, deshilachadas y mudas, desfilaban en el cielo, viniendo como creo haberlo dicho desde el sudeste, y desaparecían detrás de nosotros, en algún punto a nuestras espaldas de un horizonte ya recorrido. Según las horas del día, cambiaban de forma y de color y, sobre todo, flotaban a velocidades diferentes, como si el viento, cuya ausencia se padecía tanto a ras de tierra, abundara allá arriba. A veces eran amarillas, anaranjadas, rojas, lilas, violetas, pero también verdes, doradas e incluso azules. Aunque todas eran semejantes, no existían, ni habían existido desde los orígenes del mundo, ni existirían tampoco hasta el fin inconcebible del tiempo dos que fuesen idénticas, y a causa de las formas diversas que adoptaban, de las figuras reconocibles que representaban y que iban deshaciéndose poco a poco, hasta no parecerse ya a nada e incluso hasta asumir una forma contradictoria con la que habían tomado un momento antes, se me antojaban de una esencia semejante a la del acontecer, que va desenvolviéndose en el tiempo igual que ellas, con la misma familiaridad extraña de las cosas que, en el instante mismo en que suceden, se esfuman en ese lugar que nunca nadie visitó, y al que llamamos el pasado.

Les parecerá algo novelesco a mis lectores, pero durante días esperamos ansiosos el agua, y en lugar del agua, sobrevino el fuego. Fue el veintinueve de agosto de mil ochocientos cuatro. Si esta precisión despierta las sospechas de mi posible lector, sugiriéndole que me valgo de ella para acrecentar la ilusión de veracidad, deseo que quede bien claro que esa fecha es inolvidable para mí, ya que marca el día más singular de mi vida. Desde hacía muchas horas, un intenso olor a quemado, que fue haciéndose cada vez más inequívoco y más fuerte, motivaba los comentarios de la caravana, pero como no soplaba ninguna brisa y no había ningún signo visible de fuego en todo el horizonte, resultaba difícil precisar de dónde venía el olor. La expresión preocupada de Osuna, y sus conciliábulos con el sargento Lucero y con Sirirí, constituían para mí las únicas pruebas palpables de que ese fuego invisible y ubicuo era bien real, de modo que cuando Sirirí partió en exploración hacia el sur, y Osuna sugirió que desviáramos un poco el rumbo hacia el este, entendí que la situación les parecía a nuestros expertos mucho más grave de lo que me había imaginado. Osuna me explicó que si había fuego, era posible que ese fuego viniera del sur, razón por la cual Sirirí galopaba en esa dirección con el fin de determinar a qué distancia se encontraba, y que si había hecho desviar hacia el este la caravana, era porque en las tierras húmedas cercanas al río el fuego tenía menos posibilidad de propagarse. Según Osuna, si había fuego, lo que podía darse como cosa segura, el origen era tal vez algún rayo caído en una de esas tormentas secas que anticipan a veces de algunos días, las lluvias torrenciales que se abaten sobre la región. En cuanto al fuego, y siempre según Osuna, podía ser poco importante o, por el contrario, constituir un frente de muchas leguas; el calor y los pastos resecos lo ayudaban a propagarse despacio a causa de la ausencia de viento, pero si por casualidad la sudestada que suele acompañar a la tormenta de Santa Rosa empezaba a soplar, la velocidad de propagación se multiplicaría en poco rato. De ahí que Osuna y Lucero hubiesen tomado la precaución de desviar nuestro rumbo hacia el río.

Osuna, que miraba con frecuencia y con aprensión hacia el sur, pretendía que debíamos apurarnos, pero, si no lo he dicho hasta ahora, creo que es el momento de precisar que, aun tirados por cuatro caballos, nuestros carros aunque más veloces que las carretas de carga tiradas por bueyes, sin contar la consideración que le debíamos a los enfermos que transportábamos, avanzaban muy despacio. Si nuestro viaje resultó tan largo, la causa no residía únicamente en los obstáculos naturales y en los incidentes que lo retardaron, sino sobre todo en la lentitud de los vehículos que componían la caravana, y al ritmo de los cuales debían adaptarse los jinetes que los escoltaban. En la tarde del día veintiocho, unas nubes negras, inmóviles y espesas, empezaron a divisarse a nuestra derecha, hacia el sur, mientras enfilábamos hacia el este. Durante un rato, pensé que era la tormenta tan esperada que se estaba formando, pero cuando Osuna y Lucero empezaron a hostigar a los carreros para que apuraran el paso, escudriñando con ansiedad los copos negruzcos que amurallaban el horizonte, comprendí que no eran nubes. Al oscurecer, el último resplandor rojizo que siempre se demora en la llanura después que el sol ha desaparecido, siguió encendido toda la noche, ocupando, hacia el sur, todo el horizonte. En la oscuridad pareja y bien negra, los puntos amarillos de las estrellas lejanas parecían más familiares y benévolos que la franja rojiza y fluctuante que señalaba con su trazo ancho, el arco del horizonte hacia el sudeste. Por primera vez desde nuestra partida, esa noche no nos detuvimos más que para cambiar los caballos exhaustos. Cuando amaneció, la luz del sol borró el fuego pero las masas rocosas de humo negro parecían más altas y daban la impresión de elevarse más acá del horizonte, en una cercanía inquietante. Escrutándolas un momento, el sargento dijo que si seguíamos hacia el este el fuego no nos daría tiempo de llegar hasta el río, y que debíamos cambiar otra vez de dirección, retrocediendo hacia el norte. De modo que empezamos a desandar lo andado, con el fuego a nuestros talones, no sin que, mientras iba sofrenando mi caballo para no alejarme demasiado de los carromatos en los que iban mis enfermos, me viniese a la memoria ese pensamiento misterioso de los sabios orientales que dice: el que se acerca, recula. Puede decirse que, en efecto, de algún modo, también nosotros alcanzamos nuestra meta, reculando una buena parte del trayecto.

Por más rápido que avanzáramos, la muralla de humo parecía siempre a la misma distancia, e incluso, por momentos, daba la impresión de ir acercándose, como si viajara más ligero que nosotros. En pleno día pudimos comprobar que no únicamente nosotros huíamos: los animales salvajes, cuya existencia presentíamos todo el tiempo, pero que rara vez se mostraban, olvidando las precauciones ancestrales, corrían también hacia el norte, y la mayor parte del tiempo, más rápido que el fuego y que nosotros. Había un revuelo de pájaros en el aire, sobre nuestras cabezas, y un resonar continuo de gritos, graznidos, chillidos, etcétera, pero observándolos un momento pude comprobar que si una buena parte se alejaba en la misma dirección que nosotros, muchos parecían ir al encuentro del fuego. Creí que, desorientados por el incendio, se equivocaban, pero cuando, unas horas más tarde, el fuego nos alcanzó, me di cuenta, y Osuna me lo confirmó tiempo más tarde, de que ciertos pájaros sobrevolaban el incendio para comerse los insectos que se dispersaban en todas direcciones y, sobre todo, los que habían sido cocinados por el calor, con tanta insistencia, temeridad y glotonería, que muchos de ellos caían atrapados entre las llamas.

Al atardecer llegamos a una laguna grande que, por hallarse un poco más al noreste del trayecto noroeste-sudeste que habíamos venido siguiendo, no tuvimos oportunidad de ver en los días precedentes. La sorteamos, interponiéndola entre el fuego y nosotros y, exhaustos, nos detuvimos a descansar. De forma vagamente oval, la laguna tenía unos trescientos metros de largo, y se extendía paralela a la línea de humo oscuro que bloqueaba buena parte del horizonte. Hacia el medio, la distancia entre las dos orillas debía corresponder más o menos a la mitad de su longitud. Ni hombres ni caballos estaban dispuestos a seguir adelante, y muchos animales salvajes parecían haber tomado la misma decisión. Teros, ñanduces, liebres, garzas, guanacos, perdices, y hasta un par de pumas, rondaban en las inmediaciones del agua. Aunque nuestra presencia los inquietaba, no se atrevían a alejarse de la laguna, de modo que se mantenían a distancia, y con lo que podríamos llamar, ya que no veo otra manera de hacerlo, muy buena lógica, habían razonado que éramos un enemigo menos peligroso que el fuego. Como los pumas inquietaban a las mujeres, dos soldados los corrieron, riéndose, y si los pumas adoptaban al principio actitudes feroces, cuando los soldados se acercaban demasiado, revoleando sus boleadoras, se alejaban corriendo y, parándose a cierta distancia, se ponían a temblar y a escupir.

Pocas veces me fue dado contemplar un atardecer más hermoso, y eso que en la llanura abundan, con la interminable caída del sol, durante la cual, a causa de que ningún obstáculo interfiere la mirada, hasta el más ínfimo rescoldo de luz se demora en la oscuridad que borra todo. Cuando el enorme disco del sol tocó la línea del horizonte en el oeste, el pasto amarillo empezó a cintilar, y parecía más brillante todavía con el contraste de la muralla de humo en el sur, mientras que la laguna, que reflejaba la luz cambiante y que ni la más imperceptible vibración arrugaba, fue una lámina roja primero, y como si hubiese ido enfriándose al mismo tiempo que la luz, al igual que el aire, las cosas y el cielo, se volvió azul y por fin negra: únicamente la línea roja del horizonte, en el sudeste, introducía, en la negrura pareja de la noche, cierta diversidad.

Si alguien puede pensar que la circunstancia que atravesábamos podía darme tiempo para admirar el atardecer, se equivoca, ya que fue en medio del ajetreo general, durante el cual cada uno, aparte de los enfermos, tenía algo que hacer, que esa belleza indiferente y sobrehumana del crepúsculo se fue formando, alcanzó la perfección, y naufragó en la noche. Con criterio excelente, Osuna y el sargento decidieron que si bien los hombres y los animales acamparían en la orilla, había que instalar los carros lo más adentro posible de la laguna, lo que llevó un buen rato, porque debíamos buscar las partes del fondo en las que el peso no haría empantanarse los carromatos cuando, una vez pasado el peligro, quisiéramos sacarlos del agua. Por cierto que un lugar lo bastante lejos de la orilla pero no demasiado hondo para que el agua no penetrara adentro de los carromatos era un objeto contradictorio no tan fácil de encontrar. Era noche cerrada cuando terminamos. El olor a quemado llenaba el aire y, a una distancia difícil de precisar, detrás de los carros sumergidos casi hasta la mitad en el agua, la franja roja del incendio brillaba, parpadeante y tenue.

Permanecimos acampados en la orilla tratando de percibir, en la noche cerrada, signos posibles que nos advirtieran de los progresos del fuego. Acostumbrados a la oscuridad, nuestros ojos empezaron a distinguir, en la negrura general, las siluetas más densas de las cosas que la poblaban. Los enfermeros y yo habíamos agrupado a nuestros enfermos para velar mejor sobre ellos. Al cabo de un rato de oscuridad, varias velas y faroles se encendieron, pero el sargento aconsejó apagarlas para escudriñar mejor el horizonte desde una oscuridad más completa. A mí me autorizó a dejar un par de velas prendidas que nos permitirían vigilar mejor a los locos. A decir verdad, de los únicos que podía esperarse alguna agitación era del mayor de los Verde y de la monjita, porque Prudencio Parra seguía tan indiferente como siempre a las contingencias de este mundo, y el único signo de agravación que presentó en la circunstancia fue cerrar más fuertemente el puño, y si bien Troncoso presentaba algunos leves sobresaltos de agitación, era evidente que la fase más grave había quedado atrás, y que un nuevo paroxismo era improbable por el momento. Por otra parte, el Ñato no se le despegaba, lo que me daba la certidumbre de que podría contar con él si alguna urgencia se presentaba: el esclavo devoto protegiendo en la desgracia al amo que en tiempos normales lo martiriza y lo humilla, es la eterna paradoja que suscita y suscitará la perplejidad eterna del filósofo. Y en cuanto a Verdecito, no existía ningún peligro de que lo perdiésemos de vista en medio del desorden general, porque no únicamente no se apartaba de mi lado, sino que además se había aferrado a la manga de mi camisa, y no me soltaba. Su excitación creciente se manifestaba con la multiplicidad de ruidos que salían de entre sus labios, y con las continuas preguntas que me dirigía, con una voz cada vez más apagada y temblorosa, de modo tal que yo ni siquiera las comprendía y, preocupado por la situación, sin detenerme a escucharlo, con la atención puesta en lo exterior, le respondía, sobre todo en los momentos más graves, cualquier cosa que, como era su costumbre, me hacía repetir varias veces. A pesar de la gravedad creciente de la situación, los enfermeros se reían de nuestro diálogo de sordos. Debo decir que los hermanos Verde fueron los dos problemas más difíciles de manejar en esas horas adversas, porque también la excitación del mayor crecía a medida que el peligro se aproximaba, y en los momentos de tensión, era su sempiterno Mañana, tarde y noche, dicho con las mil entonaciones diferentes de una conversación normal, que no se dirigía a nadie en particular, lo único que se escuchaba. Cuanto más grande era el peligro, más fuerte sonaba su voz, y más precipitado se volvía el ritmo y la variedad con que la profería. Sor Teresita, que se divertía hostigando a veces a los hermanos, los dejó tranquilos esa noche, aunque por razones poco meritorias, ya que pasó una buena parte de la espera susurrando y bromeando en la oscuridad con los soldados de su guardia personal y, por prudencia, y sobre todo porque pensé que los soldados se encargarían de protegerla, me abstuve de averiguar a qué condujeron esos manejos, que incluso se prolongaron cuando, rodeados por el fuego, debimos refugiarnos en la laguna con el agua hasta el cuello, porque, en el punto de la laguna donde ella estaba apretujada entre los soldados, podían oírse chapaleos, exclamaciones y gemidos más que elocuentes, y ya es sabido que, por razones misteriosas, el peligro estimula la voluptuosidad.

Un sobresalto imprevisto nos sacudió y, casi en seguida, una satisfacción no menos inesperada compensó el susto que habíamos recibido. En el silencio casi total en el que seguíamos, alertas y ansiosos, el curso de los acontecimientos, agrupados en la orilla de la laguna, fuimos atraídos por un rumor que, por lo menos para mí, resultaba difícil de identificar al principio, pero que poco a poco se fue precisando como un golpeteo de cascos de ganado resonando contra la tierra, al mismo tiempo que un tumulto de mugidos despavoridos, cada vez más cercano, llenaba el aire de la noche. Nuestro temor principal era que el ganado, el cual, de manera evidente, debía estar huyendo del incendio, y que por el estruendo que producía, debía formar una tropilla bastante numerosa, a causa del terror ciego que lo había hecho emprender la fuga en la oscuridad, no se precipitara sobre nosotros en estampida y nos pisoteara. Oíamos a los animales acercarse a toda velocidad, y empezamos a agitarnos en la negrura cuando los primeros cascos tocaron el agua en algún punto de la orilla opuesta de la laguna, y el ruido acuático que producían las patas, más los mugidos aterrorizados que resonaban en la noche (yo sentía la mano de Verdecito tirar con más fuerza todavía la manga de mi camisa) nos inducían a pensar que no podríamos evitar la catástrofe, cuando poco a poco nos fuimos dando cuenta de que, algunos por el agua y otros en las inmediaciones de la orilla, los animales se alejaban hacia el extremo oeste de la laguna, donde era más playa, hasta que los oímos cruzar y seguir golpeando la tierra con los cascos mientras se alejaban a nuestras espaldas, en dirección al norte. La explicación de ese cambio brusco de rumbo la tuvimos de inmediato, con el trote de un caballo que, sin apuro, se acercaba, y que, con esa capacidad que tenía para auscultar lo invisible, Osuna reconoció, por el ruido de los cascos, como el caballo de Sirirí. Sofrenándolo a cierta distancia, el indio se identificó en la oscuridad y se unió a nosotros. A la luz de un farol y en medio de un círculo de caras ansiosas y cansadas, con su seriedad habitual contó que venía galopando a media legua al sur de nuestro campamento, cuando oyó el ganado que se precipitaba hacia la laguna, de modo que avanzando en diagonal a la carrera, interceptó la tropa, y la desvió hacia la punta oeste de la laguna. Sirirí dijo que de todas maneras eran unas pocas vacas que no hubiesen causado mucho desastre, aparte de los carros quizás, pero que venían tan asustadas que hacían ruido por muchas más de las que en realidad eran. La pericia de esos hombres para vivir en la llanura como los marineros en el mar, puede quedar demostrada por el hecho siguiente: Sirirí había acordado con Osuna y con el sargento un encuentro en la orilla del río Paraná, bien al este, pero, después de estimar el tiempo que le llevaría al fuego alcanzarnos, calculando la distancia que había hasta el río, había llegado a la misma conclusión que los otros dos expertos, decidiendo que el único lugar en las inmediaciones donde podríamos defendernos del incendio, era esa laguna en la que nos encontrábamos. Un detalle importante debe ser señalado: solo, Sirirí hubiese podido escapar del fuego con facilidad, ya que un jinete puede desplazarse diez veces más rápido que un convoy de carros. En poco tiempo, hubiese podido sacarle tanta ventaja al fuego que ese incendio que se aprestaba a devorarnos no hubiese representado ningún peligro para él. Y sin embargo, sabiendo que correría el mismo peligro que todos nosotros, había vuelto al campamento. Aparte del respeto meramente profesional que quizás le merecían Osuna y el sargento, ninguno de los otros miembros de la caravana le despertaba la menor simpatía. En el mes que había durado nuestro viaje, Sirirí nos había oído burlarnos, nos había visto pisotear las pocas cosas que en este mundo eran sagradas para él, las pocas verdades en las que según él valía la pena creer, y más de una vez, yo había podido ver el desprecio, la rabia, el escándalo pintarse en su cara cuando juzgaba alguno de nuestros actos. Y a pesar de eso, poniendo en peligro su vida, había vuelto con nosotros. Probablemente para él no había ninguna duda de que en el fuego del infierno, los miembros de la caravana arderíamos por toda la eternidad; pero, sin que ni él ni nosotros supiésemos bien por qué, contra el fuego real que se aproximaba, se había puesto de nuestro lado.

A la madrugada, ese fuego nos alcanzó. Protegidos por su vieja enemiga, el agua, lo vimos detenerse y bailotear en la orilla de la laguna. El frente del incendio se extendía interminable, de este a oeste. La crepitación de las llamas era ensordecedora, y los pájaros ávidos que se lanzaban entre las nubes de humo para comerse los insectos chamuscados, excitándose con el calor, el peligro, el fuego, la abundancia de alimento quizás, lanzaban unos gritos atroces, extraños en un pájaro, y ennegrecidos por la noche pero tornasolándose de pronto al resplandor de las llamas, parecían haber surgido de golpe de otro mundo, de otra era, de otra naturaleza cuyas leyes eran diferentes de las de la nuestra. El incendio iluminaba todo el campo alrededor, que asumía el brillo excesivo de una fiesta un poco ostentosa, y como las llamas se duplicaban al reflejarse en la laguna, cuyas aguas se habían vuelto de un color naranja ondulante, los que estábamos adentro, metidos hasta el cuello en ese elemento llameante y rojizo, teníamos la impresión de estar atrapados en el núcleo mismo del infierno, sobre todo porque, a causa quizás de la tierra recalentada y de la interminable extensión de las llamas, nuestra piel podía percibir cómo la temperatura del agua iba en aumento, a tal punto que empezamos a preguntarnos, en nuestro fuero interno desde luego, porque aparte de los hermanos Verde, que no había modo de hacer callar, nadie hablaba, si de un momento a otro no iba a hervir. El humo, que a la distancia parecía firme y duro como una muralla, era de cerca un fluido turbulento que se retorcía locamente, y entre cuyas masas agitadas y espesas, que cambiaban a cada momento de color, subían de golpe, para explotar en el aire y partir en todas direcciones como proyectiles, columnas furiosas de chispas y de materia ígnea que pasaban volando y crepitando sobre nuestras cabezas o se precipitaban sobre nosotros, o en el agua donde se apagaban súbitamente convirtiéndose en unos diminutos cabitos negros que flotaban en la superficie, o si no, sobrevolando la anchura entera de la laguna, iban a caer del otro lado, más allá de la orilla, donde algunos fueguitos dispersos habían empezado a arder. Verdecito se me colgó del cuello y me murmuraba en el oído, una tras otra, frases incomprensibles, pero su hermano mayor había terminado por callarse, y permanecía rígido y demudado por el terror, con el agua hasta el cuello, pero de espaldas a las llamas, para no verlas.

Era difícil calcular la anchura de ese muro de fuego; lo cierto es que el incendio costeó la laguna y siguió extendiéndose hacia el norte, así que en un determinado momento la superficie oval de la laguna, con nosotros adentro, los caballos que un grupo de soldados trataban a duras penas de retener, y que sólo lo lograron porque los habían maneado y atado entre varios, los perros que se hartaron de ladrar y los animales salvajes que por nada del mundo querían alejarse del agua, los pájaros que revoloteaban por el aire rojizo, ese espejo acuático que habíamos visto tan apacible y liso al atardecer, parecía una pesadilla oval pintada por un artista demente, y engarzada en un marco de llamas.

Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que había amanecido, pero que el humo ocultaba la luz del sol. No únicamente el humo; puntual, como lo había anunciado Osuna, la tormenta de Santa Rosa estaba llegando desde el sudeste: era la mañana del treinta. El fuego pasó de largo, siguiendo hacia el norte, y cuando el humo empezó a disiparse, vimos que el cielo se cubría de unas nubes espesas, de un gris azulado. Todo a nuestro alrededor, el campo estaba negro, pero sembrado de pequeños rescoldos rojizos, igual que un cielo nocturno agujereado de estrellas. Del suelo negro como el carbón brotaban muchos hilitos de un humo claro y exhausto, que se volvían invisibles a un metro de altura. No habíamos perdido un solo hombre, un solo animal, un solo carro. Pero a pesar de que el fuego, en su estúpido viaje hacia el norte, por esa vez, nos había acordado un nuevo plazo, no podíamos salir del agua, porque la tierra debía estar ardiendo todavía, como el piso de un horno de barro. El vasco se encaramó a su carro, desapareció en cuatro patas en el interior, y volvió a salir con tres porrones de ginebra que arrojó al aire y que los soldados, diestros y vivaces a pesar de la fatiga y del calor abrasador, abarajaron. Los porrones empezaron a pasar de mano en mano y al poco rato los ánimos reverdecían. Salvados del fuego porque sí, ya no teníamos mucho que perder. Consumiéndonos, las llamas hubiesen consumido también nuestro delirio, que era lo único verdaderamente propio que nos distinguía de esa tierra chata y muda. Y puesto que, indiferentes, casi desdeñosas, habían pasado de largo sin siquiera detenerse para aniquilarnos, nuestro delirio, intacto, podía recomenzar a forjar el mundo a su imagen.

La lluvia densa que cayó un día entero, atravesada de relámpagos aterradores que fueron para nosotros un nuevo motivo de pavor, no únicamente apagó los rescoldos y enfrió la tierra, sino que incluso restauró el invierno que habíamos perdido al promediar nuestro viaje, topándonos con ese verano indebido que trastocó el orden natural de las estaciones. Ahora sí, con el invierno vuelto a su lugar, se podía esperar la primavera. Durante dos o tres días viajamos lentos por una tierra negra, muerta, cenicienta, que una llovizna helada penetraba y volvía chirle, en un amasijo de pasto carbonizado, barro y ceniza. El cielo era igual de negro que la tierra y el agua que caía sin descanso, gris y glacial. Galopábamos exhaustos, reconcentrados, ateridos y lerdos, un poco irreales, habiendo casi olvidado, después de tantas vicisitudes, la razón de nuestro viaje. Pero al cuarto día, los campos quemados quedaron atrás, y en los que atravesábamos, siempre en dirección del sudeste, unos atisbos de verde tierno empezaron a divisarse entre los pastos muertos del invierno que terminaba. Al quinto, el sol había vuelto a salir en un cielo azul en el que no se veía una sola nube, y a través de un aire limpio y clarísimo a causa de la lluvia, cruzamos unos reseros, y a la tarde nomás avistamos las primeras chacras. La gente nos saludaba al pasar, y se quedaba mirándonos a causa de nuestro aspecto poco común, ya que, sucios y ennegrecidos por el sol y también por el fuego, el humo y la ceniza, exhaustos y miserables, no parecíamos ni resignados ni amargos. En los patios, los durazneros, con su impaciencia habitual, se habían llenado de flores rosas. Yo me quería un poco más a mí mismo que al principio del viaje y el mundo, contra toda razón, me pareció benévolo ese día. A la mañana siguiente, a unos quinientos metros en dirección del río, sobre la barranca, avistamos un largo edificio blanco y, en los fondos, tres altas acacias. Como en la cuarta Bucólica, las Parcas, por esa vez, dijeron que sí.