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Finalmente los Insúa se separaron. Carmen Insúa fue una de las pocas mujeres que luego de separarse siguió viviendo en Altos de la Cascada. No era fácil quedarse. La primera incomodidad que apareció después de la separación fue sentirse desubicada en reuniones y salidas adonde todos íbamos en pareja. Pero la incomodidad más profunda apareció más tarde. Porque al mudarse a Altos de la Cascada, Carmen, como otras, se había alejado de un mundo que siguió transcurriendo en otra parte, y al que sólo la unía el relato que su marido tejía al volver a casa. No es que nunca más hubiera ido a la ciudad, pero lo hacía como turista, visitando un lugar que no le pertenecía, como espiando detrás de una cortina. Cuando no hay marido que regrese trayendo a casa victorias o derrotas de aquel otro lugar, se acaba la ilusión de que la mujer también es ciudadana de ese territorio. Entonces se presentan dos opciones: salir otra vez a completar el mundo sesgado, o renunciar a él. Y Carmen Insúa, todos creíamos, había optado por la renuncia.
Lo primero que temimos cuando nos enteramos de que Alfredo la había dejado fue que su problema con el alcohol se agudizara, pero misteriosamente, ahora que encontrábamos justificativos para que se hubiera dejado llevar por la bebida y nos compadecíamos de ella, Carmen dejó de tomar. Dicen que lo primero que se llevó Alfredo de la casa fueron los vinos de su bodega, pero tal vez no para protegerla a ella sino a sus botellas, que podrían haber terminado estampadas contra una pared.
Al principio la mayoría de los habitantes de Altos de la Cascada nos solidarizamos con ella, la visitábamos, la invitábamos a nuestras casas e intentábamos, tal vez tercamente, incluirla en programas absurdos. Como la fiesta de disfraces en la casa de los Andrade, donde Carmen terminó llorando en un rincón detrás de su careta de Cleopatra mientras todos bailaban el "Aserejé". O el fin de semana largo que los Pérez Ayerra se empecinaron en que fuera con ellos en su barco a Colonia Suiza, sabiendo que ella vomitaba en cuanto abandonaba tierra firme.
Alfredo Insúa la había dejado después de veinte años de matrimonio y varios de infidelidades estoicamente soportadas por ella, sola, con dos hijos mellizos adolescentes que en cuanto terminaran el colegio también la abandonarían. La dejó por la secretaria de su socio, para no ser tan obvio. Todos empezamos diciendo "qué hijo de puta, Alfredo". Pero pasaron las primeras semanas y algunos maridos que se seguían encontrando con él por negocios, un día replicaron "hay que escuchar las dos campanas". "Hay que bancarse una borracha en la casa." "A lo mejor se emborrachaba para soportar las cagadas de Alfredo." "¿Qué cagadas?" Al poco tiempo Alfredo volvía a Los Altos a jugar al golf o al tenis con alguno de nosotros, o a eventos en alguna casa donde ese día nos cuidábamos de no invitar a Carmen. A los dos o tres meses de la separación sólo las mujeres decían "qué hijo de puta, Alfredo", mientras que los hombres callaban. Hasta que un día no lo dijo nadie. Y otro día, en ruedas de hombres, mientras fatigaban una pelotita de golfo tomaban algo después de un partido de tenis, se empezó a escuchar: "Qué bien la hizo Alfredo". Fue poco tiempo después de que presentó a su nueva mujer en sociedad, una chica de menos de treinta años, agradable, linda, simpática, "y con un par de tetas que rajan la tierra", bromeó alguno de nosotros. La llevó un fin de semana a Colonia, en el barco de los mismos amigos donde Carmen había vomitado unos meses atrás. Y la nueva no vomitó. A partir de ese viaje, Alfredo y su nueva pareja aparecieron cada vez más seguido en las reuniones de La Cascada, mientras Carmen se recluía en su casa. Hasta que casi no se la vio.
Fue entonces cuando todos empezamos a hablar de la depresión de Carmen. "No sé si no era mejor cuando tomaba." Y Alfredo logró sin demasiado esfuerzo y con la excusa de la depresión que los chicos se fueran a vivir con él. Carmen quedó en esa casa sola. Una casa tan grande como siempre había sido, pero vacía de muebles, vacía de cosas en la heladera, vacía de voces y peleas. Regaló vajilla, cubiertos, varios muebles. Dicen los pocos que volvieron a entrar en su casa que en el living lo único que quedaba era un cuadro amarillo de una mujer desnuda en una canoa. Algunos temimos que si Carmen cometía una locura, recién nos enteraríamos cuando la casa despidiera olor a podrido. Porque las mucamas también la abandonaban. Más rápido que antes. Aunque Alfredo, que pasó a ser "pobre Alfredo", siempre mandaba a otra que le garantizara que no recibiría una noticia inoportuna.
Hasta que un día apareció Gabina. Gabina había trabajado con ellos en los primeros años de matrimonio, una paraguaya ancha, robusta y eficiente. Carmen no la habría despedido nunca, pero a Alfredo, cuando se mudaron a Altos de la Cascada, le empezó a fastidiar su aspecto. "No le pega a esta casa", decía. Y como Carmen se negó a despedirla después de tantos años de fidelidad, Alfredo exigió que cuando invitaran gente contrataran a una persona "con mejor look" para servir la mesa. Nadie le daba explicaciones a Gabina, y ella no las necesitaba. La enemistad entre empleada y patrón fue creciendo hasta que se hizo insostenible. Gabina renunció sin que la echaran, pero se dio un gusto antes de irse, lo miró a Alfredo y dijo: "Usted es un sorete, y la mierda se le va a venir en contra". Alfredo prohibió la entrada de "esa paraguaya a La Cascada a trabajar a la casa de quien sea", así que Gabina se tuvo que buscar trabajo por otro lado. Y ya no se supo de ella, excepto por el llamado que todas las Navidades le hacía "a la señora".
Cuando Gabina, después de la primera Navidad que Carmen pasó sola, intentó entrar otra vez en la casa, el encargado de seguridad lo consultó a Alfredo, aunque bien sabía que él ya no vivía más allí. Lo llamó a su celular. "Nobleza obliga", le contestó el encargado cuando Alfredo agradeció el llamado. Pero el hartazgo que le producían los problemas de su ex mujer era más fuerte que su enojo con Gabina y accedió con tal de que alguien "me saque esta mochila".
Lo primero que hizo Gabina fue abrir las ventanas. Y cuando abrió las ventanas entró la luz y se empezaron a ver la mugre, el polvo y las imperfecciones que ella misma se fue ocupando de arreglar una a una. Todos nos sentimos más relajados al saber que alguien cuidaba de Carmen. Y, liberados de la culpa, nos olvidamos todavía más de ella.
Estuvo otra vez presente en nuestras conversaciones el día en que volvió a salir. Salía a caminar por las calles de Altos de la Cascada con Gabina, iba al supermercado con Gabina, Gabina la acompañaba a la farmacia, a la peluquería. Y todos nos seguimos alegrando. "Se la ve mejor, pobre", era todo lo que decíamos de ella.
Pero una tarde Carmen se sentó con Gabina a tomar un café en el bar del tenis. Y Gabina no llevaba uniforme sino su ropa, una ropa que no llevaría ninguna socia de Altos de la Cascada. Y un sábado las vieron almorzar juntas en el restaurante del golf. Se reían. A Paco Pérez Ayerra le molestaron las risotadas de Gabina y se quejó con el mozo. "Che, ¿las domésticas pueden comer acá?" Y nadie encontró por escrito alguna norma que lo prohibiera, por lo que empezaron a tratar el tema en las reuniones del Consejo de Administración.
Fue más o menos para esa época cuando se empezó a escuchar: "¿Qué hacen éstas todo el tiempo juntas?, ¿Serán…?". "Ay, salí, no seas asqueroso", le contestó Teresa Scaglia a alguien que se le acercó a decírselo al oído mientras Gabina y Carmen pasaban trotando una mañana. "Si no hacemos algo, en cualquier momento nos encontramos con la paragua en el sauna del gimnasio", dijo Roque Lauría en una reunión de Consejo.
La noche en que Carmen y Gabina fueron a ver una película al auditorio, Ernesto Andrade llamó finalmente a Alfredo. Alguien jura que cuando Carmen lloró, Gabina le agarró la mano. "No te queríamos molestar, pero esto no da para más, viejo." Entonces Alfredo prohibió otra vez que Gabina entrara a Altos de la Cascada. El problema era que esta vez Gabina ya estaba adentro. Se presentó el jefe de seguridad a hablar con Carmen. "¿Qué ley dice que ella tiene que salir de mi casa? ¿Tiene orden de algún juez?" "Tengo orden de su marido." "Mi marido es el que tiene prohibido el ingreso a esta casa", dijo, y cerró la puerta. "Se volvió loca", empezaron a decir todos, "sin duda Alfredo, con los contactos que tiene, va a conseguir una orden judicial, un juez, algo. Pobre Alfredo".
Alfredo empezó a moverse. Lo primero que hizo fue dejar de pasarle dinero y de pagarle las cuentas. A los chicos no les contó, porque para esa época los dos estaban de viaje en los Estados Unidos y "una noticia así los derrumbaría". Se los diría cuando el problema estuviera solucionado. Le pidió al presidente del Consejo de Administración que fuera personalmente a hablar con Carmen, con la amenaza de que sería declarada "persona no grata" en el barrio. "Piense en nuestros chicos." Ella lo mandó al carajo.
La mujeres ya no salieron a la calle. Estuvieron un mes ahí adentro. Dos meses. Tres. Todos los que pasábamos por su casa mirábamos hacia adentro tratando de entender. Al principio siguieron recibiendo pedidos del supermercado o de la farmacia. "Ya se les va a acabar la plata", dijo alguno de nosotros. "Pero si Alfredo le cerró todas las cuentas, ¿cómo todavía pueden seguir comprando en el súper?" "Pagarán con la Paraguan Card. " "Ay, salí."
Hasta que una mañana alguien se dio cuenta de que el auto de Carmen no estaba. Ni estuvo al día siguiente. Ni al otro. Las mujeres se habían ido una madrugada, juntas, por la barrera automática del country. "Usted me dio instrucción de que la señora Gabina Vera Cristaldo no podía entrar a Altos de la Cascada, pero nunca que no podía salir", le dijo a su superior quien estaba encargado de la barrera la noche en que se fueron. No alcanzó para que conservara su trabajo. Alfredo vino el fin de semana a abrir la casa. En los días entre el descubrimiento de la partida de las mujeres y la llegada de Alfredo fue aumentando nuestro temor acerca de qué encontraría adentro. Mugre cuanto menos, evidencia de lo que esas mujeres hacían allí tanto tiempo solas, destrozos en lo que fue alguna vez su casa. Así que varios se ofrecieron a acompañarlo. Rompieron la puerta de entrada, Alfredo tenía llave pero no abría, Carmen había hecho cambiar la cerradura, "en la guardia tienen registrado el ingreso de un cerrajero hace un par de semanas", confirmó el jefe de seguridad. "Ni siquiera pensó en los chicos", dijo alguien. La luz que entraba no alcanzaba a dejar ver el interior de la casa. Alfredo apretó inútilmente la tecla de la luz que él mismo había dejado que cortaran por falta de pago. Alguien se acercó a correr las cortinas, y a medida que plegaba los paños la luz iba entrando y el grupo se congelaba en su avance, detenido por lo que veían. El cuadro de la mujer inmóvil en la canoa ya no estaba. En su lugar todas las paredes de la casa habían sido forradas de fotos. La más grande la de Alfredo, una ampliación de una foto del casamiento. Otras más pequeñas, la de Paco Pérez Ayerra, una de Teresa Scaglia arrancada de la revista Mujer Country, los Andrade en una foto chiquita de la última fiesta del club, el presidente de Altos de la Cascada, varias mujeres en una foto del último torneo de burako que había organizado Carmen, sus compañeras del grupo de pintura menos Carla Masotta, que había sido expresamente recortada del retrato, y algunos otros vecinos. Todas las fotos atravesadas con alfileres a la altura de los ojos. Alguna también en el corazón, como la de Alfredo. Y debajo de cada una, un altar. "Son trabajos", dijo uno de los guardias, y Nane Pérez Ayerra se agarró fuerte la cruz de oro que llevaba sobre el pecho. Trapitos atados, estampitas, ajos, plumas, piedras, semillas. Alfredo se acercó al suyo. Su altar era un plato Villeroy Boch cubierto de mierda seca, sobre la que se había derretido una vela roja.