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La primera invitación formal de los Llambías a los Urovich fue poco después de que Beto Llambías se enterara de que Martín estaba desempleado y con graves problemas económicos. Los invitaron a comer un chivito que él mismo había hecho traer del campo para la ocasión. Y los Urovich fueron puntuales: nueve y media estaban tocando el timbre de una de las casas más grandes y llamativas de Altos de la Cascada, con dos grandes columnas en la entrada, escalera de mármol que se ve a través de la puerta vidriada, y balaustrada en todas las ventanas. El chivito lo hizo un asador, y durante toda la noche dos empleadas acercaron y retiraron cosas de la mesa con la naturalidad de un actor que repite la misma obra durante varias temporadas. "Mario es un fenómeno", le dijo Beto aquella vez señalando al señor que trabajaba en la parrilla, "por cincuenta pesos te hace el mejor asado que hayas comido en tu vida, y vos no te tenés que preocupar ni por prender el carbón, ¿no es cierto, Marito?". Y Llambías levantó la copa hacia la parrilla pidiendo un brindis. "Que cada uno haga lo que sepa hacer, ¿no te parece?", y esta vez brindó con Martín.
A aquella primera invitación siguieron muchas, de todo tipo y costo, todas las imaginables. Torneo de Copa Davis en el palco oficial, salir a volar en el ultraliviano de los Llambías, recital de algún cantante extranjero, el que fuera, fin de semana en Punta del Este. Martín no estaba de acuerdo en aceptar tantos programas que ellos nunca podrían retribuir, pero Lala insistía, "hay que dejarse querer", decía, y esas salidas la ponían de tan buen humor que él terminó aceptándolas casi sin cuestionar. Así fue como los Urovich experimentaron por un tiempo la fantasía no sólo de que nada había cambiado sino de que su situación estaba mejor que nunca. A los pocos meses los dos matrimonios, más que amigos, parecían parte de una misma familia. Los Llambías ya no tenían hijos pequeños que vivieran con ellos, pero nunca tuvieron problema en integrar a los hijos de los Urovich cuando el programa lo aceptaba. Siempre les sobraba alguna empleada que se podía ocupar de ellos. Hasta les habían armado en su casa un cuarto con televisión y video para que los chicos no molestaran.
Durante tres o cuatro meses los dos matrimonios cenaron juntos todos los martes, iban al cine todos los viernes, y los sábados a la noche se juntaban en casa de los Llambías a ver una película en su home theatre. Sólo seguían respetando la noche del jueves, que Martín tenía comprometida en la casa del Tano, y Lala salía con las "viudas de los jueves" al cine.
Uno de esos sábados, Lala llegó con la película que Beto le había pedido que consiguiera, Ultimo tango en París, a ella le sonaba, pero no la había visto. Le costó conseguirla; en Blockbuster no la tenían y no había muchos otros videos por la zona. Había tenido que ir hasta San Isidro. No sabía ni quién la dirigía ni quién actuaba, sólo el nombre. Y por la caja en el estante le pareció vieja y pasada de moda. Pero se lo había pedido Beto. La había llamado al celular. "Sálvame, Lala, hoy necesito ver eso." Y los Llambías eran siempre tan atentos con ellos que no se atrevió a fallarles. Dorita entró cuando Beto estaba a punto de poner la película. Fue a buscarlo y lo besó. Lo besó más efusivamente de lo que Lala estaba acostumbrada a verlos, y eso la puso incómoda. Ella y Martín no se besaban en público, y eran diez años más jóvenes y hacía mucho menos tiempo que estaban casados. Ninguno de sus amigos se besaba así en público. Vieron la película sentados en el sillón grande. Lala en una punta y Beto a su lado, demasiado pegado a ella, dejando un espacio a continuación que nadie ocupó. Martín dormitaba en un sillón reclinable, detrás de ellos. Dorita iba y venía trayendo cosas de la cocina. Café, masas, más café, licor. Era evidente que la película no le interesaba o la sabía de memoria. Mientras tanto Brando le daba placer a su compañera en la pantalla. Y ella a él. No se había equivocado cuando pensó que se trataba de una película vieja, la imagen era poco nítida, incómoda de ver. Beto se fue hundiendo en el sillón, cada vez más recostado. Cuando le hacía comentarios sobre la película, se incorporaba apenas del respaldo apoyándose sobre su pierna, y la miraba. Y ella no sabía qué le decía, pero sentía que se apoyaba. En una de esas oportunidades Beto dejó su mano en el muslo de Lala y no la sacó más. Lala no se movió, y esperó, el calor de la mano de Beto calentaba su pierna. Hasta que empezó a acariciarla, ella se puso tensa y la corrió, él se detuvo y la miró. Lala le sostuvo la mirada, simplemente porque no sabía qué decir. No quería hacer un escándalo delante de su marido, y le pareció que su mirada podía ser lo suficientemente clara. Pero no debe haber sido así, porque Beto la siguió mirando, sonrió, y sin dejar de mirarla buscó otra vez su pierna y empezó a subir por su muslo. Dorita, que todo el tiempo había parecido ausente, trajo una silla y se sentó frente a ellos, tapando la pantalla. Les sonrió, se acercó un poco más, y acompañó la mano de su marido con la suya. Lala se paró como un resorte y fue a la ventana. No se atrevía a mirarlos, ni a gritar, ni a salir corriendo. Sólo podía hacer eso, mirar por la ventana. Cuando pudo, giró apenas y los miró de reojo. Dorita y Beto se besaban exageradamente en el sillón que antes ocupaba ella. Martín seguía durmiendo en el sillón reclinable.