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El tema de los perros cimarrones empezó a sonar a principios del 2001. En marzo de ese año apareció la primera advertencia, en el boletín semanal del barrio que se entrega todos los fines de semana en la barrera de acceso. La nota la firmaba la Comisión de Medio Ambiente. "Ante la presencia de indeseables jaurías de perros cimarrones rogamos a los vecinos de Altos de la Cascada extremen los recaudos relacionados con el depósito de basura, utilizando a tales efectos recipientes cerrados con tapas que impidan la depredación."

Para esa altura ya casi todos en La Cascada sabíamos de perros. Y mucho. Pero perros de raza. No cimarrones. Tuvimos que aprender. Algunos ni siquiera sabían con precisión qué quería decir la palabra "cimarrón". "Me suena a Martín Fierro", dijo Lala Urovich en la clase de pintura de los martes. Tampoco está hoy claro si la palabra usada era la correcta: se trataba de perros sin dueño, criados a la deriva, que entraban al barrio a buscar comida. Perros salvajes. No nuestros perros, los golden retriever, labradores de pelo corto, beagles, border collies, chow-chow, schnauzer, bichon frise, basset hound, weimaranen, las razas más vistas paseando por la vecindad con collar y chapa identificatoria con nombre y teléfono para casos de extravío. Algún dálmata comprado a fuerza de insistencia de un chico que vio la película de Disney. Pero pocos. Se sabe que los dálmatas quedan eternamente cachorros y rompen cuanto encuentran a su paso. Que los beagles machos lloran toda la noche como si le estuvieran ladrando a la luna en la campiña inglesa, y si uno no quiere problemas con los vecinos no tiene otra alternativa que cortarles las cuerdas vocales. No duele nada, dicen, un cortecito, y quedan afónicos. Que el chow chow te llena la casa de pelos. Que al bichon frise hay que cepillarle los dientes cada tanto porque te mata con el aliento. Que el schnauzer tiene mal temperamento. Y el weimaranen, ojos celestes pero un tamaño que dificulta la convivencia. Hay otras razas, pero no en La Casca da. Las que tuvimos en la infancia y olvidamos, las que pasaron de moda. Es difícil ver por la zona caniches, bull dogs, boxers. Tampoco collies como el de la serie Lassie, ni perros policías. Mucho menos salchichas, chihuahuas o pequineses. La mujer de Aliberti tenía un chihuahua que llevaba a todos lados adentro de su bolso Fendi. Probablemente no un Fendi auténtico sino esas imitaciones perfectas que trae Mariana Andrade por catálogo. Tés, torneos de burako, partidos de tenis. Un día hasta lo llevó a misa. "Pinscher enano", te corregía, "mirale los ojos, ¿no te das cuenta de que es mucho más lindo que el chihuahua?", se enojaba frente al perro asomando por el cierre abierto de su cartera.

De todos esos perros sabíamos. Y de cómo cuidarlos. Siempre alimento balanceado y de la mejor calidad. Eso garantizaba defecaciones duras como piedras, chicas, redondas, mucho más fáciles de levantar con la palita que cualquier otra. Libreta sanitaria con las vacunas al día. Garrapaticida y antipulgas. Un falso hueso de cuero para que muerdan. Un baño en la veterinaria cada quince días. Corte de uñas para que no rompan puertas o tapizados. Un entrenador por lo menos al principio, que le enseñe las reglas básicas de comportamiento. Sit, cuando tiene que sentarse. Stop, cuando tiene que detenerse. "No se sienta porque lo pronuncias mal, abuela", le dijo un día la nieta a Rita Mansilla. "No digas siiiiit, es sit, ¿entendés?, sit, cortito, sit." Y Dorita quedó asombrada de "lo bien que aprenden inglés los chicos en estos colegios". Paseo dos o tres veces por día, para mantenerlo en línea y cansado. Es raro ver en Altos de la Cascada paseadores de perros como en las plazas de Buenos Aires. Los perros acá los paseamos los dueños, o nuestras mucamas. Pero generalmente los dueños. Igual que cuando hace muchos años la gente iba a la plaza los domingos con su mejor ropa a mirar y que la vean, las tardes de Altos de la Cascada se pueblan de vecinos paseando perros en ropa de entrenamiento, con zapatillas con colchón de aire para running o línea sport brand. O hasta en rollers si están bien entrenados, los perros.

Años atrás, cuando en Altos de la Cascada casi nadie vivía en forma permanente, quienes tenían perros y los traían los fines de semana se manejaban como si los hubiesen llevado al campo. Los soltaban a pastar. Los perros corrían libres sin que nadie se quejara. Eran familias acostumbradas a los animales, gente que mal que mal había pasado temporadas en el campo propio o de amigos. Que sabían qué hacer si un animal se les acercaba. Y éramos menos. Con la afluencia masiva en los años 90, las reglas cambiaron. Hubo que empezar a pensar en los demás. Porque los demás ya no eran los mismos de antes. El lema pasó a ser: mi perro puede molestar a mi vecino y yo tengo que hacerme cargo. Y la moraleja: porque si no me hago cargo mi vecino me denuncia y me multan. Hoy, si un perro camina sin dueño por La Cascada, quien se sienta agredido o inseguro, o simplemente fastidiado, hace la denuncia y la gente de Seguridad manda a un hombre de su personal para que se ocupe de capturar el animal y llevarlo a los caniles. Cuando puede; ningún agente de seguridad ha sido entrenado para capturar perros y casi todos los perros saben por instinto cómo deshacerse de quien quiere capturarlos. Pero si lo logra, si ese señor en bicicleta que se acerca al animal sin más herramienta que una soga atada a un palo con la que trata de enlazarlo, lo atrapa, el perro es llevado a los caniles del barrio. Allí pasa todo el tiempo necesario hasta que su dueño lo reclame. Los caniles son unas enormes jaulas cerca de la zona hípica del club donde los animales reciben el mismo alimento que el que recibirían en sus casas. Antes de retirarlo el dueño debe pagar una multa de ochenta pesos, y otros cincuenta pesos por día adicionales en concepto de guardería y alimento. Ante tamaño argumento, nadie desea que su perro se escape. Pero uno no se viene a vivir a cincuenta kilómetros de Buenos Aires para que su mascota termine encerrado como en un departamento o aferrado a una cadena por muy larga que sea. Como en Altos de la Cascada no está permitido cercar las propiedades si no es con plantas, y las plantas no detienen la marcha canina, aparecieron entonces los cercos invisibles, un sistema parecido al utilizado en el campo para que no se escape la hacienda. Se entierra un cable alrededor de toda la propiedad. Ese cable genera una descarga de 6 voltios a un elemento que se coloca en el collar del perro. Durante un tiempo se entrena al animal con banderines de colores, generalmente blancos o naranjas, clavados siguiendo el perímetro. Cada vez que el animal llega cerca de los banderines con el collar de descarga, el sistema primero emite un sonido y luego, si el perro a pesar del sonido avanza, le da una patada eléctrica en el cuello. El banderín no tiene función específica más que crearle al animal el reflejo condicionado de hasta dónde puede llegar. Luego, aunque se saquen por una cuestión estética ya que a nadie le gusta tener su parque bordeado de banderines, el animal ha hecho carne la advertencia y es muy raro que intente salir a precio de otra descarga. Un sistema ingenioso que vino a solucionarnos la vida a cambio de setecientos dólares.

De alambrados invisibles también aprendimos. Pero nos seguía faltando aprender de cimarrones. En un boletín del mes de mayo, la Comisión de Medio Ambiente fue aún más explícita. Otra vez titularon la advertencia "Perros cimarrones", pero esta vez lo escribieron con imprenta mayúsculas. "A pesar de los esfuerzos del personal de seguridad, los perros cimarrones son prácticamente imposibles de atrapar. Se movilizan en grupo, y ante la presencia del agente se escapan a gran velocidad. No se pudo determinar aún cómo se introducen dentro del ejido del barrio. Dado que no se ha encontrado pozo alguno ni alambrado averiado a lo largo del perímetro, se estima que los perros han entrado por la puerta de acceso al público general, por debajo de las barreras. Si bien sólo buscan comida y no han atacado todavía a ningún vecino, se recomienda mantenerse alejados de ellos. Por el momento, la única solución al problema es mantener la basura adecuadamente protegida, porque por ella vienen. Entran a buscar la comida que ya no encuentran en su habitat natural fuera de Los Altos. Por eso se ruega a todos los vecinos que no dejen bolsas con residuos domiciliarios al alcance de estos animales. Se recomienda el uso de canastos de hierro con tapa, en donde introducir las mencionadas bolsas. Si el tramado del canasto permite que un animal rasgue la basura y la desparrame o introduzca su hocico a tal fin, se recomienda forrarlo con una malla de menor calado o poner una media sombra del lado interno, en lo posible del mismo color que el canasto. Cuidemos nuestra basura y alejemos a los cimarrones. De nosotros depende."

Y a esa tarea nos abocamos. Si los cimarrones entraban a buscar la comida que no encontraban afuera, pues tampoco la encontrarían adentro. Los que no tenían canasto adecuado lo colocaron. Cuadrados, cilíndricos. Más chicos o más grandes. Empotrados en la misma columna que el medidor del gas. Escondidos detrás de arbustos. Verdes, negros o grises. Casi todos de malla metálica, algunos de madera, otros como urnas funerarias. Altos para que un animal no los alcance, o bajos para no tener que elevar las pesadas bolsas. La casa de los Llambías tenía dos: uno de malla calada para las bolsas comunes, y otro de chapa lisa para la basura que no querían que nadie viera. En la proveeduría del barrio ofrecían distintas variedades de modelos y tamaños. A fines de junio salió un instructivo sobre "Lugares adecuados para instalar el canasto de residuos domiciliarios, y características del mismo".

Y teniendo tacho con tapa para nuestra basura, nos quedamos tranquilos.