38817.fb2 Las Viudas De Los Jueves - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 43

Las Viudas De Los Jueves - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 43

43

Después de la caída en la escalera, aquella noche en que sólo importaban sus amigos nadando en la pileta del Tano Scaglia, Ronie tuvo que quedarse internado. Lo llevaron al laboratorio y a rayos a hacerle unos estudios. Llamé a casa para avisarle a Juani, nos demoraríamos más de lo pensado y la nota apurada que había garabateado en medio de los gritos de su padre "Nos fuimos con papá a hacer algo pero enseguida volvemos, cualquier cosa llámame al celular. Está todo bien. Espero que vos también. Un beso. Mamá", ya no resultaba suficiente. Sobre todo para mí. Juani no me llamaría y yo quería saber de él. Tenía que saber de él si quería estar tranquila para poder ocuparme de Ronie como su pierna rota lo merecía. Me atendió el contestador. Corté. Me pregunté si a esa altura de la noche seguiría corriendo descalzo con Romina como cuando los cruzamos antes de salir de La Cascada. O si se habrían puesto otra vez los patines. Hacia dónde correrían. Por qué. Si huirían de algo o de alguien. O si ellos serían los perseguidores. Si simplemente corrían porque sí, hacia ninguna parte. Traté de sacármelo de la cabeza. Busqué un cigarrillo en la cartera, pero no tenía. Empecé a dar unos pasos buscando un quiosco. Por el mismo pasillo, tres hombres de blanco avanzaban en dirección contraria a la mía. Reconocí al médico de guardia, luego supe que venía con un traumatólogo y el cirujano que iba a operar a Ronie. Se detuvieron frente a mí. Sola junto a ellos, tres extraños en guardapolvo blanco, sentí por primera vez que todo lo que estaba pasando a mi alrededor era mucho más grande de lo que podía imaginar. Y que ese sentimiento no se limitaba a la pierna rota de mi marido. Pero entonces no sospeché cuánto. Los hombres trataban de ser didácticos y explicaban lo que tenían que hacer con parsimonia y demasiado detalle. No se trataba sólo de enyesar la pierna quebrada y coser la herida. Era fractura expuesta, habría que operar, darle anestesia total, acomodar los huesos. Y poner clavos. Me impresioné cuando nombraron los clavos. Fruncí la cara y se me aflojaron las piernas. El cirujano siguió hablando una palabra detrás de la otra, tibia, peroné, articulación comprometida, pero el traumatólogo se dio cuenta de que algo me pasaba e intentó tranquilizarme. "Es una intervención casi de rutina, algo muy sencillo, no se preocupe." Asentí sin aclarar que mi cara no tenía que ver ni con la operación, ni con el dolor ajeno, ni siquiera con el riesgo quirúrgico. Eran los clavos. Me impresiona lo que se mete dentro del cuerpo y no corre la suerte de degradación del resto. Siempre me impresionó. Cuerpos extraños que nos sobreviven. Pedazos de metal, cerámica o goma que resistirán a pesar de haber perdido la razón de estar allí. Mientras que lo que está a su alrededor es descompuesto y consumido. El día que falleció mi padre, mi mamá se encaprichó en sacarle la dentadura postiza y yo me opuse. "No le podes sacar los dientes a papá", dije. "No es papá, es el cadáver de papá", me contestó. Discutimos ferozmente. Casi no importaba ya que mi padre hubiera muerto de un día para otro, sino qué se haría con sus dientes postizos. "¿Para qué los querés?", le grité. "De recuerdo", me dijo, sorprendida de que no entendiera. "Sos una asquerosa", le grité. "Más asco va a ser un día levantar sus huesos llenos de tierra y encontrarte en el medio con su dentadura", dijo. Y agregó una maldición: "Ojalá te toque desenterrarlos a vos y no a mí". Y así fue. Una tarde llamaron del cementerio de Avellaneda. Tenía que ir alguien de la familia a autorizar que levantaran los restos de mi padre para reducirlos. Yo ya vivía en Altos de la Cascada y Avellaneda quedaba demasiado lejos en tiempo y espacio. Casi no había vuelto desde que nos instalamos en la nueva casa. La que le compramos a la viuda de Antieri. La casa en la que vivimos ahora. Un familiar tenía que estar presente cuando lo hicieran. Fui yo, mi mamá para ese entonces había sido esparcida en cenizas según su voluntad. Mi padre descansaba en tierra. Hasta ese día. Los dientes agarrados a esa quijada de metal a pesar de la acción de los años y los gusanos, más que a mi padre me evocaron la irónica risa de mi madre. Los clavos, como los dientes, resistirían. Y allí estarían, esperando a quien se atreviera a desenterrarlos. Aunque ni Ronie, ni yo, ni nuestros conocidos de Altos de la Cascada iríamos a parar al cementerio de Avellaneda, ni a ningún otro cementerio municipal. En los cementerios privados no hay que reducir huesos para ganarle espacio a la muerte. Se compra otra parcela. Se lotea otro cementerio parque. Se inventa otro negocio. Hay suficiente terreno en los alrededores para seguir loteando. Pero si así fuera, si algún día hubiera que ganar espacio a la muerte también en los cementerios privados, o si algún día no pudiéramos pagar las expensas y se perdiera la parcela, si alguien llamara una mañana pidiendo que algún familiar se hiciera presente para reducir lo que hubiera quedado de Ronie, quien fuera, Juani, o yo, o mis nietos, se encontrarían con clavos.

Intrusos sobrevivientes, pensaba, mientras esperaba fuera de la sala de operaciones. Y se me ocurrían otros. Jugaba a que se me ocurrieran otros. Para no pensar en la operación de Ronie, ni en Juani que seguía sin atender el teléfono. Un stent, un marcapasos, alguna prótesis sofisticada traída especialmente de los Estados Unidos o de Alemania. Un DIU. No, un DIU no, porque en caso de ser una mujer mayor no tendría puesto uno, y en caso de ser una mujer en edad fértil me daba tanta impresión pensarla dentro de una tumba que rechacé el ejemplo. Me preguntaba si siendo cosas de valor como un marcapasos o un stent, antes de enterrar al muerto se los quitarían. Una especie de reciclado. Me extrañaba que nadie me hubiera mencionado ese negocio en La Cascada. Yo no dejaría que le quitaran los clavos a Ronie. Las siliconas también, me di cuenta. Las siliconas son intrusos con posibilidades de supervivencia. Resistirían el entierro, el cuerpo que se vacía de carne, la tierra húmeda, los gusanos. En mi tumba alguien va a encontrar algún día dos globos de silicona. Para lo que sirvieron… En las de casi todas mis vecinas van a encontrar globos también. Me imaginé el cementerio privado donde enterraran a las mujeres de Altos de la Cascada, sembrado de globos de silicona huérfanos de pechos, a unos pocos metros bajo ese césped inmaculado. Huesos, barro y silicona. Y dientes. Y clavos.

Salí al jardín a fumar. Prendí un cigarrillo. Otro. Y otro. Uno más. Llamé otra vez a Juani. No atendió. Tenía que estar en casa. Estará profundamente dormido y no escucha el teléfono, pensé. Quería pensar que estaba profundamente dormido. Pero también podía estar todavía dando vueltas. O estar tirado en alguna parte. O haber llegado y dormir pesadamente, pero no de sueño. De alcohol. O de aquello otro. Me cuesta nombrarla. Marihuana. Cannabis, decía en el informe del American Health and Human Service Department que me acercó Teresa Scaglia al poco tiempo que supo "del difícil momento por el que están pasando". No, eso no, él me había prometido que no y yo "tengo que creer en mi hijo, porque él puede lograrlo". Eso dijeron los especialistas que contrataron en Altos de la Cascada para apoyar a las familias con "hijos en riesgo", que teníamos que creer en nuestros hijos. Pero ése no era el problema, ellos qué saben. El problema era creer en nosotros mismos.

La operación fue un éxito, según me informó el cirujano. Me habló en el mismo pasillo, con la bata puesta, mientras se quitaba los guantes de látex. Esperé que trajeran a Ronie a la habitación y que volviera de la anestesia. Llamé a casa y esta vez atendió Juani. Le expliqué. Se notaba raro, alerta, era evidente que no dormía. "¿Pasa algo?", le pregunté. "Nada, me duele la cabeza." "¿Qué pasó? ¿Comiste algo que te cayó mal?…" No contestó. "O tomaste algo…" "¿A qué hora volviste?" "Basta, mamá", me interrumpió. "Cualquier cosa, llámame." No llamó.

Entre la anestesia y los calmantes Ronie durmió el resto de la mañana. Yo dormité en un sillón junto a él. Pasado el mediodía bajé a almorzar algo. No llamé a nadie para avisar lo que había pasado. Ni a un cliente. Ni a un amigo. Sonó mi celular varias veces pero verifiqué que no era Juani y no atendí. En un momento pensé en llamar a la guardia del club para avisar dónde estábamos, pero enseguida me di cuenta del sinsentido. Tal vez más que un sinsentido fue un presentimiento. Porque cuando estaba terminando mi almuerzo entró al bar del sanatorio Dorita Llambías, que acababa de visitar a una amiga. Se acercó a mi mesa meneando la cabeza. "¡Qué barbaridad lo que pasó, Virginal ¡Qué me contás!" Agarró mi mano por encima de la mesa y la apretó fuerte. Me di cuenta de que no estaba hablando del accidente de Ronie. "¿De qué me estás hablando, Dorita?" "¿Cómo, vos no sabes nada?", dijo y noté en su voz cierta excitación por ser la portadora de la noticia. Se acercó para hablar. "Anoche hubo un accidente en casa de los Scaglia, un problema eléctrico. El Tano, Gustavo Masotta y Martín Urovich aparecieron ahogados en la pileta. Ahogados no, en realidad electrocutados. Parece que se electrocutaron con un alargue." No terminé de decodificar sus palabras, parecía como si todo lo que nos rodeara se estuviera moviendo alrededor de nosotros. Me agarré de la silla para no caerme. "¡Vos podes creer, gente grande, mojados, andar agarrando cables!" "¿Se electrocutaron los tres?" "Sí, parece que el cable cayó en la pileta y murieron al instante." Como una película en cámara rápida, pasaron por delante de mí las escenas de la noche anterior. La heladera abierta frente a mí, Ronie entrando a casa después de abandonar la cena de todos los jueves en lo del Tano, la escalera, la terraza, la reposera junto a la baranda, mi reposera junto a la de él, el silencio, las luces en la pileta de los Scaglia, los hielos que se caen al piso y se deslizan, el jazz que suena entre el llanto de los álamos, más de su silencio, mi fastidio, su enojo, la caída en la escalera, su llanto. "Pobre Teresa, y los chicos, ¡quién se vuelve a meter en esa pileta ahora!", dijo Dorita. Pensé en Ronie huyendo de esa casa esa noche como si intuyera la tragedia. Ronie, otro intruso sobreviviente. Ronie como sus clavos. "Cuando Dios no está presente, no está, no hay nada que hacerle, mira qué forma estúpida de venir a morirse, ¿no?" "Muy estúpida", le contesté, y me fui a buscar a mi marido.