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Hace seis días un hombre voló en pedazos al borde de una carretera en el norte de Wisconsin. No hubo testigos, pero al parecer estaba sentado en la hierba junto a su coche aparcado cuando la bomba que estaba fabricando estalló accidentalmente. Según los informes forenses que acaban de hacerse públicos, el hombre murió en el acto. Su cuerpo reventó en docenas de pequeños pedazos y se encontraron fragmentos del cadáver incluso a quince metros del lugar de la explosión. Hasta hoy (4 de julio de 1990), nadie parece tener la menor idea sobre la identidad del muerto. El FBI, que trabaja en colaboración con la policía local y los agentes del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, comenzó su investigación con un examen del coche, un Dodge azul de siete años con matrícula de Illinois, pero pronto descubrieron que era robado; se lo habían llevado de un aparcamiento de Joliet el 12 de junio a plena luz del día. Lo mismo sucedió cuándo examinaron el contenido de la cartera del hombre, que, de milagro, había salido de la explosión más o menos intacta. Pensaron que habían tropezado con un cúmulo de pistas -carnet de conducir, cartilla de la seguridad social, tarjetas de crédito-, pero cuando le dieron al ordenador los datos de estos documentos resultó que todos habían sido falsificados o robados. Las huellas dactilares habrían sido el paso siguiente, pero en este caso no había huellas dactilares, ya que la bomba había desintegrado las manos del hombre. Tampoco el coche les sirvió de nada. El Dodge era un amasijo de acero retorcido y plástico derretido y, a pesar de los esfuerzos realizados, no pudieron encontrar ni una sola huella. Tal vez tengan más suerte con los dientes, suponiendo que haya suficientes dientes con los que ponerse a trabajar, pero eso les llevará tiempo, puede que varios meses. No hay duda de que al final se les ocurrirá algo, pero hasta que puedan establecer la identidad de la destrozada víctima, el caso tiene pocas posibilidades de prosperar.

Por lo que a mí concierne, cuanto más tarden, mejor. La historia que tengo que contar es bastante complicada, y a menos que la termine antes de que ellos den con la respuesta, las palabras que estoy a punto de escribir no significarán nada. Una vez que se descubra el secreto, se contarán toda clase de mentiras, los periódicos y las revistas publicarán sus desagradables versiones distorsionadas, y en cuestión de días la reputación de un hombre quedará destruida. No es que yo quiera defender lo que hizo, pero puesto que él ya no está en situación de defenderse, lo menos que puedo hacer es explicar quién era y ofrecer la verdadera historia de cómo llegó a estar en esa carretera del norte de Wisconsin. Por eso tengo que trabajar deprisa: para estar preparado cuando llegue el momento. Si por casualidad el misterio no se resuelve, sencillamente me guardaré lo que he escrito y nadie tendrá por qué saber nada de ello. Ése sería el mejor resultado posible: silencio absoluto, ni una palabra por ninguna de las dos partes. Pero no debo contar con eso. Para hacer lo que tengo que hacer, he de suponer que ya le están cercando, que antes o después averiguarán quién era. Y no necesariamente cuando yo haya tenido tiempo de terminar esto, sino en cualquier momento, en cualquier momento a partir de ahora.

Al día siguiente de la explosión apareció en la prensa un breve resumen del caso. Era una de esas crípticas historias de dos párrafos enterradas dentro del periódico, pero yo la leí casualmente en el New York Times mientras almorzaba. Casi inevitablemente, empecé a pensar en Benjamin Sachs. No había nada en el artículo que indicara de una forma clara que se trataba de él y, sin embargo, al mismo tiempo todo parecía encajar. Hacía casi un año que no hablábamos, pero durante nuestra última conversación él había dicho lo suficiente como para convencerme de que tenía graves problemas, de que se estaba precipitando hacia un oscuro e innombrable desastre. Si esto resulta demasiado vago, añadiré que también mencionó las bombas, que habló interminablemente de ellas durante su visita y que durante los once meses siguientes yo había vivido justamente con ese temor dentro de mí: que iba a matarse, que un día abriría el periódico y leería que mi amigo se había volado en pedazos. Entonces no era más que una disparatada intuición, uno de esos insensatos saltos en el vacío, pero una vez la idea se me metió en la cabeza, no pude librarme de ella. Luego, dos días después de que tropezase con el artículo, un par de agentes del FBI llamó a mi puerta. En cuanto me comunicaron quiénes eran, comprendí que estaba en lo cierto. El hombre que se había volado en pedazos era Sachs. No cabía ninguna duda. Sachs estaba muerto y la única manera en que yo podía ayudarle ahora era no revelando su muerte.

Probablemente fue una suerte que leyese el artículo cuando lo hice, a pesar de que recuerdo que en aquel momento deseé no haberlo visto. Por lo menos, así tuve un par de días para encajar el golpe. Cuando los hombres del FBI se presentaron aquí para hacer preguntas, yo ya estaba preparado y eso me ayudó a controlarme. Tampoco vino mal que tardasen cuarenta y ocho horas en encontrar mi pista. Al parecer, entre los objetos recuperados de la cartera de Sachs había un pedazo de papel con mis iniciales y mi número de teléfono. Por eso vinieron a buscarme, pero la suerte quiso que el número fuese el de mi teléfono de Nueva York, mientras yo llevaba diez días en Vermont, viviendo con mi familia en una casa alquilada donde pensábamos pasar el resto del verano. Dios sabe con cuántas personas habían tenido que hablar antes de descubrir que estaba aquí. Si menciono de pasada que esta casa es propiedad de la ex mujer de Sachs es sólo para dar un ejemplo de lo enredada y complicada que es esta historia.

Procuré hacerme el tonto lo mejor que pude y revelarles lo menos posible. No, dije, no había leído el artículo en el periódico. No sabía nada de bombas, coches robados o carreteras comarcales de Wisconsin. Era escritor, dije, un hombre que escribe novelas para ganarse la vida, y si querían investigar quién era, podían hacerlo, pero eso no iba a ayudarles con el caso, perderían el tiempo. Probablemente, dijeron, pero ¿y el pedazo de papel de la cartera del muerto? No pretendían acusarme de nada, sin embargo el hecho de que llevase consigo mi número de teléfono parecía demostrar que había una relación entre nosotros. Eso tenía que admitirlo, ¿no? Sí, dije, por supuesto que sí, pero que lo pareciese no significaba que fuese verdad. Había mil maneras mediante las que ese hombre podía haber conseguido mi número de teléfono. Yo tenía amigos repartidos por todo el mundo y cualquiera de ellos podía habérselo dado a un desconocido. Tal vez ese desconocido se lo había pasado a otro, el cual a su vez se lo había pasado a un tercero. Tal vez, dijeron, pero ¿por qué iba alguien a llevar el teléfono de una persona que no conocía? Porque soy escritor, dije. Oh, dijeron, ¿y eso qué tiene que ver? Que mis libros se publican, dije. La gente los lee y yo no tengo ni idea de quiénes son. Sin saberlo siquiera, entro en las vidas de los desconocidos, y mientras tienen mi libro en sus manos, mis palabras son la única realidad que existe para ellos. Eso es normal, dijeron, eso es lo que pasa con los libros. Sí, dije, eso es lo que pasa, pero a veces sucede que esas personas están locas. Leen tu libro y algo de él toca una cuerda del fondo de su alma. De repente se imaginan que les perteneces, que eres el único amigo que tienen en el mundo. Para ilustrar mi argumentación, les di varios ejemplos, todos ellos verdaderos, todos tomados directamente de mi experiencia personal. Las cartas de desequilibrados, las llamadas telefónicas a las tres de la madrugada, las amenazas anónimas. El año pasado, continué, descubrí que alguien había estado suplantando mi personalidad, contestando cartas en mi nombre, entrando en las librerías y firmando libros míos, rondando como una sombra maligna en torno a mi vida. Un libro es un objeto misterioso, dije, y una vez que sale al mundo puede ocurrir cualquier cosa. Puede causar toda clase de males y tú no puedes hacer nada para evitarlo. Para bien o para mal, escapa completamente a tu control.

No sé si mis negativas les parecieron convincentes o no. Me inclino a pensar que no, pero aunque no creyesen una palabra de lo que dije, es posible que mi estrategia me permitiera ganar tiempo. Teniendo en cuenta que nunca había hablado con un agente del FBI, creo que no me desenvolví demasiado mal durante la entrevista. Estuve tranquilo, estuve cortés, conseguí transmitir la adecuada combinación de colaboración y desconcierto. Eso sólo ya fue un triunfo considerable para mí. En general, no tengo mucho talento para el engaño y, a pesar de mis esfuerzos a lo largo de los años, raras veces he enredado a nadie. Si anteayer conseguí ofrecer una representación creíble, se debe, al menos en parte, a los hombres del FBI. No fue tanto nada de lo que dijeron como su aspecto, la forma en que iban impecablemente vestidos para su papel, confirmando en todos los detalles lo que siempre había imaginado respecto al atuendo de los hombres del FBI: trajes de verano ligeros, zapatones macizos, camisas que no necesitan plancha, gafas oscuras de aviador. Éstas eran las gafas pertinentes, por así decir, y aportaban un aire artificial a la escena, como si los hombres que las llevaban fuesen únicamente actores, extras contratados para hacer un papelito en una película de bajo presupuesto. Todo esto era extrañamente consolador para mí, y pensándolo ahora entiendo por qué esa sensación de irrealidad actuó a mi favor. Me permitió verme a mí mismo también como un actor y, puesto que me habla convertido en otro, de repente tenía derecho a engañarles, a mentir sin el más leve remordimiento de conciencia.

Sin embargo, no eran estúpidos. Uno tenía cuarenta y pocos años y el otro era mucho más joven, de unos veinticinco o veintiséis años, pero los dos tenían cierta expresión en los ojos que me tuvo en guardia durante todo el tiempo que estuvieron aquí. Es difícil precisar con exactitud qué resultaba tan amenazador en aquellos ojos, pero creo que tenía que ver con su inexpresividad, su falta de compromiso, como si lo vieran todo y nada al mismo tiempo. Aquella mirada revelaba tan poco, que yo en ningún momento supe lo que ninguno de los dos tipos pensaba. Sus ojos eran demasiado pacientes, demasiado expertos en sugerir indiferencia, pese a que estaban alerta, implacablemente alerta en realidad, como si hubiesen sido entrenados para hacerte sentir incómodo, para hacerte consciente de tus fallos y transgresiones, para hacer que te revolvieras dentro de tu piel. Se llamaban Worthy y Harris, pero no recuerdo quién era quién. Como especímenes físicos, eran perturbadoramente parecidos, casi como si fuesen una versión más joven y otra más vieja de la misma persona: altos, pero no demasiado altos; bien formados, pero no demasiado bien formados; pelo rubio, ojos azules, manos gruesas con uñas impecablemente limpias. Es verdad que sus estilos de conversación eran diferentes, pero no quiero dar demasiada importancia a las primeras impresiones. Quién sabe si se turnan y cambian de papel cuando les apetece. En la visita que me hicieron hace dos días, el joven hacía el papel de duro. Sus preguntas eran muy bruscas y parecía tomarse su trabajo demasiado a pecho; raras veces esbozaba una sonrisa, por ejemplo, y me trataba con una formalidad que en ocasiones rozaba el sarcasmo y la irritación. El mayor era más relajado y amable, más dispuesto a dejar que la conversación siguiera su curso natural. Sin duda es por eso mismo más peligroso, pero tengo que reconocer que hablar con él no resultaba desagradable del todo. Cuando empecé a contarle algunas de las disparatadas reacciones a mis libros, me di cuenta de que el tema le interesaba, y me dejó continuar con mi digresión más tiempo del que esperaba. Supongo que me estaba tanteando, animándome a divagar para poder hacerse una idea de quién era yo y cómo funcionaba mi mente, pero cuando llegué al asunto del impostor, incluso se ofreció a iniciar una investigación del problema. Puede que fuera un truco, por supuesto, pero, no sé por qué, lo dudo. No es preciso añadir que rechacé el ofrecimiento, pero si las circunstancias hubiesen sido distintas, probablemente me lo habría pensado dos veces antes de rechazar su ayuda. Es algo que ha estado fastidiándome durante mucho tiempo y me encantaría llegar al fondo de la cuestión.

– Yo no leo muchas novelas -dijo el agente-. Nunca tengo tiempo para eso.

– Ya, eso le ocurre a mucha gente -dije.

– Pero las suyas deben de ser muy buenas. Si no lo fueran, dudo que le molestaran tanto.

– Puede que me molesten porque son malas. Hoy en día todo el mundo es crítico literario. Si no te gusta un libro, amenaza al autor. Hay cierta lógica en ese planteamiento. Haz que ese cabrón pague por lo que te ha hecho.

– Supongo que debería sentarme a leer alguna -dijo-. Para ver por qué tanto jaleo. No le importaría, ¿verdad?

– Por supuesto que no. Para eso están en las librerías. Para que la gente las lea.

Anotar los títulos de mis libros para un agente del FBI fue una forma curiosa de terminar la visita. Incluso ahora, no tengo claro qué pretendía. Tal vez cree que encontrará algún indicio en ellos, o tal vez era sólo una manera sutil de decirme que volverá, que todavía no ha acabado conmigo. Sigo siendo su única pista, después de todo, y si suponen que les mentí, no van a olvidarse de mí. Aparte de eso, no tengo la menor idea de lo que piensan. Parece improbable que me consideren un terrorista, pero digo eso únicamente porque yo sé que no lo soy. Ellos no saben nada, y por lo tanto pueden estar trabajando sobre esa hipótesis, buscando desesperadamente algo que me relacione con la bomba que estalló en Wisconsin la semana pasada. Y aunque no fuera así, tengo que aceptar el hecho de que continuarán con mi caso durante mucho tiempo. Harán preguntas, husmearán en mi vida, averiguarán quiénes son mis amigos y, antes o después, saldrá a relucir el nombre de Sachs. En otras palabras, mientras yo esté aquí en Vermont escribiendo esta historia, ellos estarán atareados escribiendo su propia historia. Ésa será la mía, y una vez que la terminen, sabrán tanto de mí como yo mismo.

Mi mujer y mi hija volvieron a casa unas dos horas después de que se marcharan los hombres del FBI. Habían salido temprano aquella mañana para pasar el día con unos amigos y yo me alegré de que no estuviesen presentes durante la visita de Harris y Worthy. Mi mujer y yo compartimos casi todo, pero en este caso creo que no debo contarle lo sucedido. Iris siempre le ha tenido mucho cariño a Sachs, pero para ella yo soy lo primero, y si descubriera que estaba a punto de meterme en líos con el FBI a causa de él, haría todo lo que pudiera para impedírmelo. No puedo correr ese riesgo ahora. Aunque consiguiese convencerla de que estaba haciendo lo más adecuado, tardaría mucho tiempo en vencer su resistencia, y no puedo permitirme ese lujo, tengo que dedicar cada minuto a la tarea que me he impuesto. Además, aunque cediera, se preocuparía hasta ponerse enferma, y no veo cómo eso beneficiaría a nadie. De todas formas, al final se enterará de la verdad; cuando llegue el momento, todo saldrá a la luz. No es que quiera engañarla, sencillamente quiero ahorrarle disgustos mientras sea posible. Y no creo que vaya a ser excesivamente difícil. Al fin y al cabo, estoy aquí para escribir, y si Iris piensa que estoy entregado a mis viejas mañas en la cabañita todos los días, ¿qué daño puede haber en ello? Supondrá que estoy escribiendo mi nueva novela y cuando vea cuánto tiempo le dedico, cuánto avanzo en mis largas horas de trabajo, se sentirá feliz. Iris también es parte de la ecuación, y sin su felicidad no creo que yo tuviera el valor de empezar.

Éste es el segundo verano que paso en este lugar. En los viejos tiempos, cuando Sachs y su mujer venían aquí todos los años en julio y agosto, a veces me invitaban a visitarles, pero se trataba siempre de excursiones breves y en raras ocasiones me quedé más de tres o cuatro noches. Después de que Iris y yo nos casásemos hace nueve años, hicimos el viaje juntos varias veces y en una ocasión incluso ayudamos a Fanny y Ben a pintar la fachada de la casa. Los padres de Fanny compraron la finca durante la Depresión. Una época en que las granjas como éstas se podían adquirir por casi nada. Tenía más de cuarenta hectáreas y su propia alberca, y aunque la casa estaba deteriorada, era espaciosa y aireada por dentro, y sólo fueron necesarias unas pequeñas mejoras para hacerla habitable. Los Goodman eran maestros en Nueva York, y nunca pudieron permitirse el lujo de hacer muchos arreglos en la casa después de comprarla, así que durante todos estos años ha conservado su primitivo aspecto desolado: las camas de hierro, la estufa barriguda en la cocina, las paredes y los techos agrietados, los suelos pintados de gris. Sin embargo, en medio de este deterioro hay algo sólido, y sería difícil que alguien no se sintiera a gusto aquí. Para mí, el gran atractivo de la casa es su aislamiento. Se alza en lo alto de una pequeña montaña, a seis kilómetros del pueblo más cercano por un estrecho camino de tierra. Los inviernos deben de ser crudos en esta montaña, pero durante el verano todo está verde, los pájaros cantan a tu alrededor y los prados están inundados de flores silvestres: vellosillas naranja, tréboles rojos, culantrillos, ranúnculos. A unos treinta metros de la casa principal hay un sencillo edificio anexo que Sachs utilizaba como estudio siempre que estaba aquí. Es poco más que una cabaña, con tres habitaciones pequeñas, una cocinita y un cuarto de baño, y desde que unos vándalos la destrozaron hace doce o trece inviernos se ha ido deteriorando. Las cañerías se han roto, la electricidad está cortada, el linóleo se está despegando del suelo. Menciono estas cosas porque es aquí donde estoy ahora, sentado ante una mesa verde en medio de la habitación más grande, sosteniendo una pluma en la mano. Durante los años que le traté, Sachs pasó todos los veranos escribiendo en esta misma mesa, y ésta es la habitación donde le vi por última vez, donde me abrió su corazón y me reveló su terrible secreto. Si me concentro lo suficiente en el recuerdo de esa noche, casi puedo engañarme y pensar que todavía está aquí. Es como si sus palabras flotaran aún en el aire, como si todavía pudiese alargar la mano y tocarle. Fue una conversación larga y agotadora, y cuando finalmente la terminamos (a las cinco o las seis de la mañana), me hizo prometer que no permitiría que su secreto saliera de las paredes de esta habitación. Ésas fueron sus palabras exactas: que nada de lo que había dicho debía escapar de esta habitación. Por ahora podré mantener mi promesa. Hasta que llegue el momento de mostrar lo que he escrito aquí, puedo consolarme con el pensamiento de que no estoy rompiendo mi palabra.

La primera vez que le vi nevaba. Han transcurrido más de quince años desde ese día, pero todavía puedo evocarlo siempre que lo deseo. Muchas otras cosas se han perdido para mí, pero recuerdo ese encuentro con Sachs tan claramente como cualquier suceso de mi vida.

Fue un sábado por la tarde en febrero o marzo, y los dos habíamos sido invitados a hacer una lectura conjunta de nuestra obra en un bar del West Village. Yo no había oído hablar de Sachs, pero la persona que me llamaba tenía demasiada prisa como para contestar a mis preguntas por teléfono.

– Es un novelista -me dijo ella-. Publicó su primer libro hace un par de años.

Me llamó un miércoles por la noche, sólo tres días antes de que la lectura tuviese lugar, y en su voz había algo que rayaba el pánico. Michael Palmer, el poeta que tenía que aparecer el sábado, acababa de cancelar su viaje a Nueva York, y se preguntaba si yo estaría dispuesto a sustituirle. No era una petición muy directa, pero le dije que lo haría. Yo todavía no había publicado mucho entonces -seis o siete cuentos en revistas de corta tirada, un puñado de artículos y de reseñas de libros-, y no se podía decir que la gente clamara por el privilegio de oírme leerles en voz alta. Así que acepté el ofrecimiento de la mujer abrumada, y durante los dos días siguientes yo también fui presa del pánico, mientras rebuscaba frenéticamente en el diminuto mundo de mi colección de relatos algo que no me avergonzase, unos párrafos que fuesen lo bastante buenos como para exponérselos a una sala llena de extraños. El viernes por la tarde entré en varias librerías y pedí la novela de Sachs. Me parecía lo correcto haber leído algo de su obra antes de conocerle, pero el libro había sido publicado dos años antes y nadie lo tenía.

La casualidad quiso que la lectura nunca se realizase. El viernes por la noche hubo una inmensa tormenta procedente del Medio Oeste y el sábado por la mañana había caído medio metro de nieve sobre la ciudad. Lo razonable habría sido ponerse en contacto con la mujer que me había llamado, pero por un estúpido descuido no le había pedido su número de teléfono, y como a la una todavía no había tenido noticias suyas, supuse que debía ir al centro lo más rápidamente posible. Me puse el abrigo y los chanclos, metí el manuscrito de mi cuento más reciente en un bolsillo y caminé trabajosamente por Riverside Drive en dirección a la estación de metro de la calle 116 esquina a Broadway. El cielo estaba empezando a aclarar, pero las calles y las aceras continuaban cubiertas de nieve y apenas había tráfico. En medio de altos montes de nieve junto al bordillo habían sido abandonados unos cuantos coches y camiones y de vez en cuando un vehículo solitario avanzaba centímetro a centímetro por la calle, patinando cada vez que el conductor trataba de pararse en un semáforo en rojo. Normalmente habría disfrutado de aquella confusión, pero hacia un día demasiado horrible como para sacar la nariz de la bufanda. La temperatura había ido descendiendo constantemente desde el amanecer y ahora en el ambiente se respiraba un intenso frío, acompañado de violentos golpes de viento procedentes del Hudson, ráfagas enormes que literalmente empujaban mi cuerpo. Estaba aterido cuando llegué a la estación de metro, pero a pesar de todo parecía que los trenes seguían funcionando. Esto me sorprendió, y mientras bajaba las escaleras y compraba el billete supuse que quería decir que, a pesar de todo, la lectura se celebraría.

Llegué a la Taberna de Nashe a las dos y diez. Estaba abierta, pero una vez mis ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior, vi que no había nadie. Un camarero con un delantal blanco estaba detrás de la barra, secando metódicamente los vasos con un paño rojo. Era un hombre corpulento de unos cuarenta años y me estudió cuidadosamente mientras me acercaba, casi como si lamentase aquella interrupción de su soledad.

– ¿No se suponía que aquí había una lectura dentro de unos veinte minutos? -pregunté.

En el mismo momento en que las palabras salieron de mi boca, me sentí estúpido por decirlas.

– Se ha cancelado -dijo el camarero-. Con toda esa nieve ahí fuera no tendría mucho sentido. La poesía es algo hermoso, pero no vale la pena que se te congele el culo por ella. Me senté en uno de los taburetes de la barra y pedí un bourbon. Todavía estaba tiritando por mi caminata sobre la nieve y quería calentarme las tripas antes de aventurarme a salir de nuevo. Me liquidé la bebida en dos tragos y pedí otra porque la primera me había sabido muy bien. Iba por la mitad de mi segundo bourbon cuando otro cliente entró en el bar. Era un hombre joven, alto, sumamente delgado, con la cara estrecha y una abundante barba castaña. Le observé mientras daba patadas en el suelo un par de veces, batía palmas con las manos enguantadas y exhalaba ruidosamente a consecuencia del frío. No había duda de que tenía una pinta extraña, tan alto dentro de su abrigo apolillado, con una gorra de béisbol de los Knicks de Nueva York en la cabeza y una bufanda azul marino envuelta sobre la gorra para proteger las orejas. Parecía alguien que tuviera un terrible dolor de muelas, pensé, o bien un soldado ruso medio muerto de hambre, desamparado, en las afueras de Stalingrado. Estas dos imágenes acudieron a mí en rápida sucesión, la primera cómica, la segunda desolada. A pesar de su ridículo atuendo, había algo fiero en sus ojos, una intensidad que sofocaba cualquier deseo de reírse de él. Se parecía a Ichabod Crane, quizás, pero también era John Brown, y una vez que ibas más allá de su atuendo y su desgarbado cuerpo de jugador de baloncesto, empezabas a ver una clase de persona totalmente diferente: un hombre al que no se le escapaba nada, un hombre con mil engranajes girando en su cabeza.

Se detuvo en la puerta unos momentos examinando el local vacío, luego se acercó al camarero y le hizo más o menos la misma pregunta que le había hecho yo diez minutos antes. El camarero le dio más o menos la misma respuesta que me había dado a mi, pero en este caso también hizo un gesto con el pulgar señalando hacia donde yo estaba sentado al extremo de la barra.

– Ese también ha venido a la lectura -dijo-. Probablemente son ustedes las dos únicas personas de Nueva York lo bastante locas como para salir de casa hoy.

– No exactamente -dijo el hombre de la bufanda enrollada alrededor de la cabeza-. Se olvida de contarse a sí mismo.

– No -dijo el camarero-. Lo que pasa es que yo no cuento. Yo tengo que estar aquí, ¿comprende?, y usted no. A eso es a lo que me refiero. Si yo no me presento, pierdo el trabajo.

– Yo también he venido aquí a hacer un trabajo -contestó el otro-. Me dijeron que iba a ganar cincuenta dólares. Ahora han suspendido la lectura y yo he perdido el precio del billete de metro.

– Bueno, eso es diferente -dijo el camarero-. Si usted tenía que haber leído, supongo que tampoco cuenta.

– Eso deja a una sola persona en toda la ciudad que ha salido sin necesidad.

– Si están ustedes hablando de mí -dije, entrando finalmente en la conversación-, su lista se reduce a cero.

El hombre de la bufanda alrededor de la cabeza se volvió hacia mí y sonrió.

– Ah, eso quiere decir que eres Peter Aaron, ¿no?

– Supongo que sí -dije-. Si yo soy Peter Aaron, tú debes de ser Benjamin Sachs.

– El mismo que viste y calza -respondió Sachs, y soltó una risita como burlándose de sí mismo. Vino hacia donde yo estaba sentado y me tendió la mano derecha-. Me alegra que esté usted aquí -dijo-. He leído últimamente algunas cosas de las que escribe y tenía muchas ganas de conocerle.

Así fue como empezó nuestra amistad, sentados en aquel bar desierto hace quince años, invitándonos mutuamente hasta que los dos nos quedamos sin dinero. Aquello debió de durar tres o cuatro horas, porque recuerdo claramente que cuando al fin salimos de nuevo al frío tambaleándonos, ya había caído la noche. Ahora que Sachs ha muerto, me resulta insoportable pensar en cómo era entonces, recordar toda la generosidad, el humor y la inteligencia que emanaban de él aquella primera vez que le vi. A pesar de los hechos, es difícil para mí imaginar que la persona que estuvo sentada conmigo en el bar aquel día era la misma persona que acabó destruyéndose la semana pasada. El viaje debió de ser para él tan largo, tan horrible, tan cargado de sufrimiento, que casi no puedo pensar en ello sin sentir ganas de llorar. En quince años, Sachs viajó de un extremo de sí mismo al otro, y para cuando llegó a este último lugar, dudo que supiera ya quién era. Había recorrido tanta distancia que le debía de ser imposible recordar dónde había empezado.

– Generalmente, consigo estar al corriente de lo que se publica -dijo, desatándose la bufanda debajo de la barbilla y quitándosela junto con la gorra de béisbol y el largo abrigo marrón. Lo dejó todo en un montón sobre un taburete cerca de él y se sentó-. Hasta hace dos semanas nunca había oído hablar de ti. Ahora, de repente, parece que asomas por todas partes. De entrada, tropecé con tu artículo acerca de los diarios de Hugo Ball. Un articulo excelente, pensé, hábil y bien argumentado, una respuesta admirable a los temas en cuestión. No estaba de acuerdo con todas tus opiniones, pero las defendías bien y respeté la seriedad de tu posición. Este tipo cree demasiado en el arte, me dije, pero por lo menos sabe dónde está y tiene la inteligencia de reconocer que hay otras opiniones posibles. Luego, tres o cuatro días después, me llegó una revista por correo y lo primero que vi fue un cuento firmado por ti. “El alfabeto secreto”, el que trata sobre un estudiante que constantemente encuentra mensajes escritos en las paredes de los edificios. Me encantó. Me gustó tanto que lo leí tres veces. ¿Quién es este Peter Aaron?, me pregunté, ¿y dónde ha estado escondido? Cuando Kathy como-se-llame me telefoneó para decirme que Palmer había escurrido el bulto, le sugerí que se pusiese en contacto contigo.

– Así que tú eres el responsable de que me encuentre aquí -dije, demasiado aturdido por sus pródigos elogios como para que se me ocurriera algo más que esta débil respuesta.

– Bueno, reconozco que no ha salido como esperábamos.

– Puede que no sea tan mala cosa -dije-. Por lo menos no tendré que permanecer de pie en la oscuridad notando cómo me flojean las piernas. No deja de ser una ventaja.

– La madre naturaleza ha acudido en tu ayuda.

– Exactamente. La suerte me ha salvado el pellejo.

– Me alegro de que te hayas ahorrado ese tormento. No quisiera vivir con eso en mi conciencia.

– Pero gracias por hacer que me invitasen. Fue una satisfacción para mí, y la verdad es que te estoy muy agradecido.

– No lo hice para que me lo agradecieses. Sentía curiosidad, y antes o después me habría puesto en contacto contigo yo mismo. Pero se presentó esta oportunidad y pensé que sería una forma más elegante de hacerlo.

– Y aquí estoy, sentado en el Polo Norte con el almirante Peary en persona. Lo menos que puedo hacer es invitarte a una copa.

– Acepto tu invitación, pero con una condición. Tienes que responder primero a mi pregunta.

– Encantado, siempre y cuando me digas cuál es la pregunta. No recuerdo que me hayas hecho ninguna.

– Claro que sí. Te he preguntado dónde has estado escondido. Puede que me equivoque, pero mi suposición es que no llevas mucho tiempo en Nueva York.

– Antes vivía aquí, pero luego me marché. Hace sólo cinco o seis meses que he vuelto.

– ¿Y dónde has estado?

– En Francia. He vivido allí cerca de cinco años.

– Eso lo explica. Pero ¿por qué diablos quisiste vivir en Francia?

– Por ninguna razón especial. Sencillamente, quería estar en algún sitio que no fuese aquí.

– ¿No fuiste a estudiar? ¿No trabajabas para la UNESCO o para algún importante bufete internacional?

– No, nada de eso. Más o menos vivía al día.

– La vieja aventura del expatriado, ¿no es eso? Joven escritor norteamericano se va a París para descubrir la cultura y a las mujeres hermosas, para experimentar los placeres de sentarse en los cafés y fumar cigarrillos negros.

– No creo que fuese eso tampoco. Sentí que necesitaba aire para respirar, eso es todo. Elegí Francia porque hablo francés. Si hubiese hablado serbo-croata, probablemente me hubiese ido a Yugoslavia.

– Así que te fuiste. Sin ninguna razón especial, según dices. ¿Hubo alguna razón especial para que volvieses?

– Me desperté una mañana el verano pasado y me dije que ya era hora de volver a casa. Así, por las buenas. De repente sentí que ya había estado allí suficiente tiempo. Demasiados años sin béisbol, supongo. Si no recibes tu ración de partidos, se te puede empezar a secar el espíritu.

– ¿Y no piensas volver a marcharte?

– No, no creo. Fuera lo que fuera lo que estaba intentando demostrar al irme allí, ya no me parece importante.

– Puede que ya lo hayas demostrado.

– Es posible. O puede que la cuestión haya que plantearla en otros términos. Puede que utilizara los términos equivocados desde el principio.

– De acuerdo -dijo Sachs, dando de pronto una palmada sobre la barra-. Ahora tomaré esa copa. Estoy empezando a sentirme satisfecho, y eso siempre me da sed.

– ¿Qué quieres tomar?

– Lo mismo que tú -dijo, sin molestarse en preguntar qué estaba tomando yo-. Y puesto que el camarero tiene que venir hasta aquí de todas formas, dile que te sirva otro. Se impone un brindis. Es tu vuelta al hogar, después de todo, y tenemos que celebrar con clase tu regreso a los Estados Unidos.

No creo que nadie me haya desarmado nunca tan totalmente como lo hizo Sachs aquella tarde. Entró a saco desde el principio, asaltando mis mazmorras y escondites más secretos, abriendo una puerta cerrada tras otra. Según descubrí más tarde, era una actuación típica de él, casi un ejemplo clásico de su forma de moverse por el mundo. Nada de andarse por las ramas, nada de guardar distancias; arremángate y empieza a hablar. No le costaba ningún esfuerzo entablar conversación con absolutos desconocidos, lanzarse a hacer preguntas que nadie más se habría atrevido a hacer y, con mucha frecuencia, salirse con la suya. Uno tenía la impresión de que no había aprendido nunca las reglas, que, puesto que carecía por completo de inhibiciones, esperaba que todo el mundo fuese tan franco como él. Y sin embargo había siempre algo impersonal en su interrogatorio, como si no estuviese intentando establecer un contacto humano contigo sino más bien intentando resolver para sí algún problema intelectual. Esto daba a sus comentarios cierto matiz abstracto, lo cual inspiraba confianza, te predisponía a contarle cosas que en algunos casos ni siquiera te habías dicho a ti mismo. Nunca juzgaba a nadie cuando le conocía, nunca trataba a nadie como a un inferior, nunca hacía distinciones entre las personas por su condición social. Un camarero le interesaba tanto como un escritor, y si yo no me hubiese presentado ese día, probablemente habría pasado dos horas hablando con el mismo hombre con el cual yo no me había molestado en cruzar ni diez palabras. Sachs le presuponía automáticamente una gran inteligencia a la persona con la que hablaba, confiriéndole así una sensación de dignidad e importancia. Creo que ésa era la cualidad que más admiraba en él, esa habilidad innata para sacar lo mejor de los demás. A veces parecía un tipo raro, un excéntrico con la cabeza en las nubes, permanentemente distraído por oscuros pensamientos y preocupaciones, y sin embargo me sorprendía una y otra vez con cien pequeñas muestras de su atención. Como todo el mundo, sólo que quizás más que otros, conseguía combinar una multitud de contradicciones en una única y compacta presencia. Estuviera donde estuviera, siempre parecía sentirse a gusto en su entorno, a pesar de que raras veces he conocido a nadie que fuese tan torpe, tan inepto físicamente, tan inútil para realizar las acciones más sencillas. Durante toda nuestra conversación de aquella tarde no paró de tirar su abrigo del taburete. Debió de suceder seis o siete veces, y una de ellas, cuando se agachó para recogerlo, incluso se dio con la cabeza en la barra. No obstante, según descubrí más tarde, Sachs era un excelente atleta. Había sido el principal anotador del equipo de baloncesto de su colegio, y en todos los partidos de uno contra uno que jugamos a lo largo de los años, no creo que le ganara más de una o dos veces. Era locuaz y a menudo descuidado al hablar, pero su literatura se caracterizaba por una gran precisión y concisión, un auténtico don para la frase adecuada. El hecho de que escribiera, por otra parte, me parecía muchas veces un enigma. Estaba demasiado volcado hacia fuera, demasiado fascinado por los demás, demasiado contento entre las multitudes, para dedicarse a una ocupación tan solitaria. Pero la soledad apenas le perturbaba y siempre trabajaba con tremenda disciplina y fervor, encerrándose a veces durante varias semanas seguidas para terminar un proyecto. Dado su carácter y su particular modo de mantener vivas todas las facetas de su personalidad, uno suponía que Sachs no estaba casado. Parecía demasiado desarraigado para la vida doméstica, demasiado democrático en sus afectos para ser capaz de mantener relaciones íntimas con una sola persona. Pero Sachs se casó joven, mucho más joven que nadie que yo conociese, y mantuvo vivo ese matrimonio durante cerca de veinte años. Tampoco era Fanny la clase de esposa que parecía especialmente adecuada para él. En caso de necesidad, yo podría haberle imaginado con una mujer dócil y maternal, una de esas esposas que permanece contenta a la sombra de su marido, dedicada a proteger a su hombre-niño de los aspectos prácticos del mundo cotidiano. Pero Fanny no era ni remotamente así. La compañera de Sachs era en todo su igual, una mujer compleja y sumamente inteligente que tenía una vida propia e independiente, y si él consiguió conservarla durante esos veinte años fue únicamente porque se lo ganó a pulso, porque tenía un enorme talento para entenderla y mantenerla en equilibrio consigo misma. El talante dulce de Sachs sin duda ayudó al matrimonio, pero no quisiera poner demasiado énfasis en ese aspecto de su carácter. A pesar de su dulzura, Sachs podía ser rígidamente dogmático en su manera de pensar, y había veces en que se desataba en salvajes ataques de ira, estallidos de cólera verdaderamente terroríficos. Éstos no iban dirigidos tanto a la gente que quería como al mundo en general. Las estupideces del mundo le asombraban y, bajo su jovialidad y buen humor, uno percibía a veces un profundo poso de intolerancia y desprecio. En casi todo lo que escribía se percibía el filo de la irritación y el combate, y a lo largo de los años fue adquiriendo fama de problemático. Supongo que se lo merecía, pero en última instancia esto era una pequeña parte de su personalidad. La dificultad estriba en definirle de un modo concluyente. Sachs era demasiado imprevisible para eso, tenía un espíritu demasiado amplio e ingenioso, demasiado lleno de ideas nuevas para quedarse en el mismo sitio mucho tiempo. A veces me resultaba agotador estar con él, pero nunca aburrido. Sachs me tuvo en vilo durante quince años, desafiándome y provocándome constantemente, y mientras estoy aquí sentado tratando de explicar cómo era, apenas puedo imaginar mi vida sin él.

– Estoy en desventaja contigo -dije, bebiendo un sorbo del bourbon de mi vaso recién lleno-. Tú has leído casi cada palabra que he escrito y yo no he visto ni una línea tuya. Vivir en Francia tenía sus ventajas, pero estar al día sobre los libros norteamericanos no era una de ellas.

– No te has perdido mucho -dijo Sachs-. Te lo aseguro.

– De todas formas, me siento un poco avergonzado. Aparte del título, no sé ni una palabra de tu libro.

– Te regalaré un ejemplar. Así no tendrás ningún pretexto para no leerlo.

– Ayer lo busqué en unas cuantas librerías…

– No te preocupes, ahórrate el dinero. Tengo unos cien ejemplares y estoy encantado de librarme de ellos.

– Si no estoy demasiado borracho, empezaré a leerlo esta misma noche.

– No hay prisa. Al fin y al cabo es sólo una novela y no debes tomártela demasiado en serio.

– Yo siempre me tomo en serio las novelas. Sobre todo cuando me las regala el autor.

– Bueno, este autor era muy joven cuando escribió el libro. Tal vez demasiado joven. A veces lamenta haberlo publicado.

– Pero pensabas leer algún fragmento de él esta tarde. No puede parecerte tan malo, entonces.

– No digo que sea malo. Es joven, simplemente. Demasiado literario, demasiado orgulloso de su propia inteligencia. No se me ocurriría escribir algo así hoy. Y si todavía tengo algún interés en es únicamente por el lugar donde fue escrito. El libro mismo no significa mucho para mí, pero supongo que todavía le tengo apego al lugar donde nació.

– ¿Y qué lugar es ése?

– La cárcel. Empecé a escribir el libro en la cárcel.

– ¿Quieres decir una cárcel de verdad? ¿Con celdas cerradas y barrotes? ¿Con números impresos en la pechera de la camisa?

– Sí, una cárcel de verdad. La penitenciaría federal de Danbury, Connecticut. Fui huésped de ese hotel durante diecisiete meses.

– Dios santo. ¿Y cómo acabaste allí?

– Fue muy sencillo, en realidad. Me negué a entrar en el ejército cuando me llamaron a filas.

– ¿Fuiste objetor de conciencia?

– Quise serlo, pero rechazaron mi solicitud. Supongo que ya conoces la historia. Si perteneces a una religión que predica el pacifismo y se opone a todas las guerras, hay una posibilidad de que tengan tu caso en consideración. Pero yo no soy cuáquero ni adventista del Séptimo Día, y lo cierto es que no me opongo a todas las guerras, sólo a esa guerra. Desgraciadamente, era la única en la que pretendían que participase.

– Pero ¿por qué ir a la cárcel? Había otras alternativas. Canadá, Suecia, incluso Francia. Miles de personas se fueron a esos países.

– Porque yo soy un terco hijo de puta, por eso. No quería huir. Sentía que tenía la responsabilidad de enfrentarme a ellos y decirles lo que pensaba, y no podía hacerlo a menos que estuviese dispuesto a correr ese riesgo.

– Así que escucharon tu noble declaración y luego te encerraron.

– Por supuesto. Pero valió la pena.

– Supongo. Pero esos diecisiete meses debieron ser espantosos.

– No fue tan malo como se podría pensar. Allí dentro no tienes que preocuparte de nada. Te dan tres comidas al día, no tienes que lavarte la ropa, toda tu vida está planificada de antemano. Te sorprendería cuánta libertad te proporciona eso.

– Me alegro de que puedas bromear al respecto.

– No estoy bromeando. Bueno, quizás un poco. Pero no sufrí en ninguno de los aspectos que probablemente estás imaginando. Danbury no es una prisión de pesadilla como Attica o San Quintín. La mayoría de los reclusos eran delincuentes de guante blanco, delitos de desfalco, evasión de impuestos, extender cheques sin fondos, esa clase de cosas. Tuve suerte de que me mandaran allí. Pero la principal ventaja era que yo estaba preparado. Mi caso duró meses y, como siempre supe que iba a perderlo, tuve tiempo de acostumbrarme a la idea de la cárcel. No era uno de esos desgraciados que están siempre abatidos, contando los días, haciendo una cruz en otro casillero del calendario cada noche al acostarse. Cuando entré allí, me dije: esto es lo que hay; aquí es donde vives ahora, tío. Los límites de mi mundo se habían estrechado, pero yo seguía vivo, y mientras pudiese continuar respirando, tirándome pedos y pensando mis pensamientos, ¿qué importaba dónde estuviera?

– Es extraño.

– No, nada extraño. Es como el viejo chiste de Henny Youngman. El marido llega a casa, entra en el cuarto de estar y ve un puro encendido en un cenicero. Le pregunta a su mujer qué es eso, pero ella finge no saberlo. Aún mosqueado, el marido empieza a registrar la casa. Cuando entra en el dormitorio, abre el armario y se encuentra allí a un desconocido. “¿Qué hace usted en mi armario?”, pregunta el marido. “No lo sé”, tartamudea el otro, temblando y sudando. “Todo el mundo tiene que estar en alguna parte.”

– De acuerdo, te entiendo. Pero de todas formas debía haber algunos tipos muy duros contigo en aquel armario. No debió resultar muy agradable.

– Pasé algunos momentos de apuro, lo reconozco. Pero aprendí a arreglármelas bastante bien. Fue la única vez en mi vida en que mi aspecto raro resultó útil. Nadie sabía qué pensar de mí y al cabo de algún tiempo convencí a la mayoría de los otros internos de que estaba loco. Te pasmarías al ver que la gente te deja completamente en paz cuando piensan que estás pirado. En cuanto tienes esa expresión en los ojos, quedas inoculado contra los problemas.

Y todo porque querías defender tus principios.

– No fue tan duro. Por lo menos siempre supe por qué estaba allí. No tuve que torturarme con remordimientos.

– Yo tuve suerte en comparación contigo. No pasé las pruebas físicas a causa del asma y nunca tuve que volver a preocuparme del asunto.

– Así que te fuiste a Francia y yo me fui a la cárcel. Los dos nos fuimos a alguna parte y los dos hemos vuelto. Así pues, ahora estamos los dos en el mismo sitio.

– Es una forma de verlo, supongo.

– Es la única forma de verlo. Nuestros métodos fueron diferentes, pero los resultados fueron exactamente los mismos.

Pedimos otra ronda de copas. Ésa llevó a otra, y luego a otra, y después a una tercera. En medio, el camarero nos invitó a un par de copas por cuenta de la casa, un acto de amabilidad que recompensamos rápidamente animándole a servirse una para él. Luego la taberna empezó a llenarse de clientes y nosotros fuimos a sentarnos a una mesa del fondo. No recuerdo todo lo que hablamos, pero el principio de aquella conversación lo tengo mucho más claro que el final. Para cuando llegamos a la última media hora o tres cuartos, tenía tanto bourbon en el cuerpo que literalmente veía doble. Esto no me había sucedido nunca y no tenía ni idea de cómo lograr que el mundo volviese a estar enfocado. Cada vez que miraba a Sachs, veía dos. Parpadear no me ayudaba y sacudir la cabeza sólo servía para que me mareara. Sachs se había convertido en un hombre con dos cabezas y dos bocas, y cuando finalmente me puse de pie para marcharme, recuerdo que me cogió con sus cuatro brazos justo cuando yo estaba a punto de caerme. Probablemente fue una buena cosa que hubiese dos Sachs aquella tarde. Yo era casi un peso muerto y dudo que un solo hombre hubiese podido llevarme.

Sólo puedo hablar de las cosas que sé, las cosas que he visto con mis propios ojos y escuchado con mis propios oídos. Exceptuando a Fanny, es posible que yo fuera la persona más cercana a Sáchs, pero eso no significa que sea un experto en los detalles de su vida. Él tenía casi treinta años cuando le conocí y ninguno de los dos nos explayábamos mucho hablando del pasado. Su infancia es en gran medida un misterio para mí y, más allá de unos cuantos comentarios casuales que hizo acerca de sus padres y sus hermanas a lo largo de los años, no sé prácticamente nada acerca de su familia. Si las circunstancias fueran diferentes, intentaría hablar con algunas de estas personas ahora, haría un esfuerzo por llenar tantas lagunas como pudiera. Pero no estoy en situación de empezar a buscar a sus maestros de la escuela y a sus amigos del instituto, de concertar entrevistas con sus primos y compañeros de universidad y con los hombres con los que estuvo en prisión. No hay tiempo suficiente para eso, y puesto que me veo obligado a trabajar rápidamente, no tengo en qué apoyarme salvo mis propios recuerdos. No digo que se deba dudar de estos recuerdos, que haya nada falso o deformado en las cosas que sé acerca de Sachs, pero no quiero presentar este libro como algo que no es. No hay nada definitivo en él. No es una biografía ni un retrato psicológico exhaustivo, y aunque Sachs me confió muchas cosas durante los años de nuestra amistad, creo que sólo estoy en posesión de una comprensión parcial de su persona. Quiero decir la verdad acerca de él, contar estos recuerdos con la mayor sinceridad de que sea capaz, pero no puedo descartar la posibilidad de equivocarme, de que la verdad sea muy diferente de lo que yo imagino.

Nació el 6 de agosto de 1945. Recuerdo la fecha porque siempre la mencionaba, refiriéndose a sí mismo en varias conversaciones como “el primer niño de Hiroshima nacido en Estados Unidos”, “el verdadero niño de la bomba”, “el primer hombre blanco que respiró en la era nuclear”. Solía afirmar que el médico le había traído al mundo en el preciso momento en que el Hombre Gordo salía de las entrañas del Enola Gay, pero siempre me pareció que esto era una exageración. La única vez que hablé con la madre de Sachs, ella no recordaba a qué hora había tenido lugar el nacimiento (había tenido cuatro hijos, decía, y todos los partos se mezclaban en su mente), pero por lo menos confirmó la fecha, añadiendo que se acordaba claramente de que le habían contado lo de Hiroshima después de que su hijo naciera. Si Sachs se inventó el resto no era más que una pequeña mitificación inocente por su parte. Se le daba muy bien convertir los hechos en metáforas, y puesto que siempre tenía gran abundancia de hechos a su disposición, podía bombardearte con un interminable surtido de extrañas conexiones históricas, emparejando a las personas y los acontecimientos más remotos. Una vez, por ejemplo, me contó que durante la primera visita de Peter Kropotkin a los Estados Unidos en la década de 1890, Mrs. Jefferson Davis, la viuda del presidente confederado, solicitó una entrevista con el famoso príncipe anarquista. Eso ya era de por sí extraño, decía Sachs, pero entonces, sólo unos minutos después de que Kropotkin llegase a casa de Mrs. Davis, se presentó por sorpresa nada más y nada menos que Booker T. Washington. Washington anunció que buscaba al hombre que había acompañado a Kropotkin (un amigo común), y cuando Mrs. Davis se enteró de que estaba esperando en el vestíbulo, ordenó que le hicieran pasar a reunirse con ellos. Así que durante la hora siguiente este improbable trío estuvo sentado alrededor de una mesa tomando el té y conversando cortésmente: el noble ruso que pretendía derribar a todo gobierno organizado, el antiguo esclavo convertido en escritor y educador y la esposa del hombre que llevó a América a su guerra más sangrienta en defensa de la institución de la esclavitud. Sólo Sachs podía saber algo semejante. Sólo Sachs podía informarle a uno de que cuando la actriz de cine Louise Brooks crecía en una pequeña ciudad de Kansas a principios de siglo, su vecina y compañera de juegos era Vivian Vance, la misma mujer que más tarde actuó en el programa de televisión Te quiero, Lucy. Le divertía haber descubierto esto: que los dos extremos de la feminidad americana, la vampiresa y la maruja, la diablesa libidinosa y el ama de casa desaliñada, hubiesen empezado en el mismo lugar, en la misma calle polvorienta de Estados Unidos. A Sachs le encantaban estas ironías, las inmensas locuras y contradicciones de la historia, el modo en que los hechos se ponían constantemente cabeza abajo. Empapándose de estos hechos, podía leer el mundo como si fuera una obra de la imaginación, convirtiendo los sucesos documentados en símbolos literarios, tropos que señalaban una oscura y compleja configuración incrustada en lo real. Nunca pude estar muy seguro de hasta qué punto se tomaba en serio este juego, pero lo jugaba con frecuencia, y a veces era casi como si no pudiese contenerse. El asunto de su nacimiento formaba parte de esta misma compulsión. Por una parte, era una forma de humor negro, pero también era un intento de definirse, una forma de implicarse en los horrores de su tiempo. Sachs hablaba a menudo de la bomba. Era un hecho fundamental del mundo para él, una última demarcación del espíritu, y en su opinión nos separaba de todas las demás generaciones de la historia. Una vez adquirida la capacidad de destruirnos a nosotros mismos, la noción misma de vida humana había quedado alterada; incluso el aire que respirábamos estaba contaminado por el hedor de la muerte. Sachs no era, ciertamente, la primera persona a quien se le había ocurrido esta idea, pero teniendo en cuenta lo que le sucedió hace nueve días, hay algo pavoroso en esa obsesión, como si fuese una especie de tropo mortal, una palabra equivocada que echó raíces dentro de él y se extendió hasta escapar a su control.

Su padre era un judío de la Europa Oriental, su madre una irlandesa católica. Como a la mayoría de las familias norteamericanas, un desastre les había traído aquí (la hambruna de la patata de la década de 1840, los pogromos de la década de 1880), pero más allá de estos pocos detalles, no tenía ninguna información acerca de los antepasados de Sachs. Le gustaba decir que un poeta era el responsable de la venida de su madre a Boston, pero eso era únicamente una referencia a Sir Walter Raleigh, el hombre que introdujo la patata en Irlanda y por lo tanto fue el causante de la plaga surgida trescientos años después. En cuanto a la familia de su padre, me dijo una vez que habían venido a Nueva York a causa de la muerte de Dios. Esto no era más que otra de las enigmáticas alusiones de Sachs, y hasta que penetrabas la lógica de rima infantil que se ocultaba tras ella, parecía carente de sentido. Lo que quería decir era que los pogromos habían empezado después del asesinato del zar Alejandro II; que Alejandro había sido asesinado por los nihilistas rusos; que éstos eran nihilistas porque creían que Dios no existía. Era una sencilla ecuación, en última instancia, pero incomprensible hasta que resolvías los términos intermedios de la secuencia. El comentario de Sachs era como si alguien te dijese que el reino se había perdido por falta de un clavo. Si conocías el poema, lo entendías. Si no lo conocías, no.

Cuándo y dónde se conocieron sus padres, cómo fue su infancia, cómo reaccionaron las respectivas familias ante la perspectiva de un matrimonio mixto, en qué época se trasladaron a Connecticut, todo esto queda fuera del campo de lo que puedo explicar. Que yo sepa, Sachs tuvo una educación laica. Era a la vez judío y católico, lo cual significa que no era ni lo uno ni lo otro. No recuerdo que hablase nunca de haber asistido a una escuela religiosa y, hasta donde yo sé, tampoco tuvo confirmación ni bar mitzvah. [1] El hecho de que estuviese circuncidado no era más que un detalle médico. En varias ocasiones, sin embargo, aludió a una crisis religiosa que sufrió hacia la mitad de su adolescencia, pero evidentemente se consumió con bastante rapidez. Siempre me impresionó su familiaridad con la Biblia (tanto con el Viejo como con el Nuevo Testamento) y tal vez comenzó a leerla entonces, durante aquel primer período de lucha interior. A Sachs le interesaban más la política y la historia que las cuestiones espirituales, pero sus opiniones políticas estaban no obstante teñidas de algo que yo llamaría una cualidad religiosa, como si el compromiso político no fuese sólo una forma de enfrentarse a los problemas del aquí y ahora, sino también un medio de salvación personal. Creo que éste es un detalle importante. Las ideas políticas de Sachs nunca encajaban en categorías convencionales. Desconfiaba de los sistemas y las ideologías, y aunque podía hablar sobre ellos con considerable comprensión y profundidad, la acción política se reducía para él a un asunto de conciencia. Eso fue lo que le hizo decidir ir a la cárcel en 1968. No era porque pensase que podía conseguir nada con ello, sino porque sabía que no podría vivir consigo mismo si no lo hacía. Si tuviese que resumir su actitud hacia sus propias creencias, empezaría por mencionar a los transcendentalistas del siglo xix. Thoreau fue su modelo, y sin el ejemplo de La desobediencia civil dudo que Sachs hubiese llegado a lo que era. No me refiero ahora solamente a la cárcel, sino a todo un planteamiento de vida, una actitud de implacable vigilancia interior. Una vez, cuando Walden surgió en la conversación, Sachs me confesó que llevaba barba “porque Henry David también la llevaba”, lo cual me permitió vislumbrar de repente cuán profunda era su admiración. Mientras escribo estas palabras, se me ocurre que ambos vivieron el mismo número de años. Thoreau murió a los cuarenta y cuatro y Sachs no le hubiese pasado hasta el mes próximo. Supongo que esta coincidencia no significa nada, pero es una de esas cosas que siempre le gustaron a Sachs, un pequeño detalle para anotarlo en el registro.

Su padre trabajaba como administrador en un hospital de Norwalk y, por lo que he podido deducir, la familia no tenía una posición elevada pero tampoco particularmente apurada. Primero tuvieron dos hijas, luego vino Ben y después una tercera hija, todos en el espacio de seis o siete años. Al parecer Sachs estaba más unido a su madre que a su padre (ella vive todavía, él no), pero nunca tuve la sensación de que hubiese grandes conflictos entre el padre y el hijo. Como ejemplo de su estupidez cuando era niño, Sachs me mencionó una vez lo mucho que se disgustó al enterarse de que su padre no había combatido en la Segunda Guerra Mundial. A la luz de la postura posterior de Sachs, esa reacción resulta casi cómica, pero ¿quién sabe hasta qué punto le afectó esa decepción entonces? Todos sus amigos alardeaban de las hazañas de sus padres como soldados, y él les envidiaba los trofeos de batalla que sacaban cuando jugaban a la guerra en los patios traseros de sus casas: los cascos y las cartucheras, las pistoleras y las cantimploras, las chapas de identificación, las gorras y las medallas. Pero nunca me explicó por qué su padre no sirvió en el ejército. Por otra parte, Sachs siempre habló con orgullo del socialismo de su padre en los años treinta, que al parecer le llevó a organizar sindicatos o alguna otra actividad relacionada con el movimiento obrero. Si Sachs sentía más inclinación por su madre que por su padre, creo que se debía a que sus personalidades eran muy parecidas: ambos eran locuaces y llanos, ambos estaban dotados con un extraño talento para hacer que los demás hablasen de sí mismos. Según Fanny (que me contó tantas cosas sobre estos temas como Ben), el padre de Sachs era más callado y más evasivo que su madre, más introvertido, menos inclinado a dejarte saber lo que pensaba. A pesar de todo, debía de existir un fuerte vínculo entre ellos. La prueba más segura de ello que me viene a la cabeza es una historia que Fanny me contó una vez. Poco después del arresto de Ben, un periodista local fue a su casa para entrevistar a su padre acerca del juicio. Claramente, el periodista buscaba una historia de conflicto generacional (un tema importante en aquellos tiempos), pero una vez que Mr. Sachs se percató de sus intenciones, este hombre normalmente plácido y taciturno dio un puñetazo en el brazo del sillón, miró al periodista a los ojos y dijo:

– Ben es un muchacho fantástico. Siempre le enseñamos a defender aquello en lo que creía, y yo estaría loco si no me sintiera orgulloso de lo que está haciendo ahora. Si hubiese más jóvenes como mi hijo, este país sería un lugar muchísimo mejor.

Nunca conocí a su padre, pero recuerdo extraordinariamente bien un día de Acción de Gracias que pasé en casa de su madre. La visita tuvo lugar unas semanas después de que Ronald Reagan fuese elegido presidente, lo cual significa que fue en noviembre de 1980, va ya para diez años. Yo estaba pasando un mal momento. Mi primer matrimonio se había roto dos años antes y en mi destino no estaba conocer a Iris hasta finales de febrero, para lo cual faltaban sus buenos tres meses. Mi hijo David tenía poco más de tres años, y su madre y yo habíamos acordado que pasase el día de fiesta conmigo, pero los planes que había hecho para nosotros habían fallado en el último minuto. Las alternativas parecían bastante siniestras: salir a un restaurante o cenar pollo congelado en mi pequeño apartamento de Brooklyn. Justo cuando estaba empezando a compadecerme (debía de ser el lunes o el martes), Fanny salvó la situación invitándonos a casa de la madre de Ben en Connecticut. Todos los sobrinos estarían allí, dijo, y sería muy divertido para David.

Ahora Mrs. Sachs se ha trasladado a una residencia de ancianos, pero en aquel entonces todavía vivía en la casa de New Canaan donde se habían criado Ben y sus hermanas. Era una casa grande en las afueras de la ciudad, que parecía haber sido construida en la segunda mitad del siglo XIX, uno de esos laberintos victorianos con gabletes, despensas, escaleras traseras y extraños pasillitos en el segundo piso. Los interiores eran oscuros y el cuarto de estar estaba atestado con montones de libros, periódicos y revistas. Mrs. Sachs debía de tener sesenta y muchos años entonces, pero su aspecto no era en absoluto de viejecita o abuelita. Había sido asistenta social durante muchos años en los barrios pobres de Bridgeport y no era difícil ver que debía de habérsele dado muy bien ese trabajo: una mujer franca, con opiniones, y un sentido del humor desinhibido y extravagante. Al parecer, había muchas cosas que le divertían, no era dada al sentimentalismo ni al mal humor, pero cuando se trataba de política (como ocurrió con frecuencia aquel día), demostraba tener una lengua perversamente afilada. Algunos de sus comentarios eran francamente desvergonzados, y en un momento dado, cuando llamó a los cómplices de Nixon “la clase de hombres que doblan los calzoncillos antes de acostarse por la noche”, una de sus hijas me miró con expresión azorada, como disculpándose por el comportamiento poco distinguido de su madre. No tenía por qué haberse preocupado, me agradó enormemente Mrs. Sachs aquel día. Era una matriarca subversiva que aún disfrutaba lanzando puñetazos al mundo y parecía tan dispuesta a reírse de sí misma como de los demás, incluyendo a sus hijos y sus nietos. Poco después de llegar yo, me confesó que era una cocinera horrenda, razón por la cual había delegado en sus hijas la responsabilidad de preparar la cena, pero añadió que (y aquí se acercó a mi y me susurró al oído) aquellas tres chicas tampoco eran demasiado rápidas en la cocina. Después de todo, continuó, ella les había enseñado todo lo que sabían, y si la maestra era un zoquete distraído, ¿qué se podía esperar de las discípulas?

Es verdad que la comida fue espantosa, pero apenas tuvimos tiempo de notarlo. Con tantas personas en la casa aquel día y el constante griterío de cinco niños menores de diez años, nuestras bocas estaban más ocupadas con la charla que con la comida. La familia Sachs era ruidosa. Las hermanas y sus maridos habían venido en avión desde distintos lugares del país, y puesto que la mayoría de ellos no se habían visto desde hacía mucho tiempo, la conversación se convirtió rápidamente en un alboroto, todo el mundo hablando al mismo tiempo. De pronto se simultaneaban tres o cuatro diálogos distintos en la misma mesa, pero como los presentes no necesariamente hablaban con la persona que tenían al lado, esos diálogos no cesaban de entrecruzarse, causando bruscos cambios en el emparejamiento de los hablantes, de modo que parecía que todos participaban en todas las conversaciones a la vez, parloteando acerca de su propia vida y al mismo tiempo escuchando con disimulo la de los demás. Añádase a esto las frecuentes interrupciones de los niños, las idas y venidas de los diferentes platos, el servir el vino, los platos caídos, los vasos volcados, las salsas derramadas, y la cena empezó a parecer un difícil número de vodevil apresuradamente improvisado.

Era una familia fuerte, pensé, un grupo bromista y rebelde formado por individuos que sentían afecto los unos por los otros pero no se aferraban a la vida que habían compartido en el pasado. Era refrescante para mí ver qué poca animosidad había entre ellos, qué pocas de las viejas rivalidades y resentimientos salían a la superficie, pero al mismo tiempo no había mucha intimidad, no parecían tan relacionados entre sí como suelen estarlo los miembros de las familias unidas. Sé que Sachs les tenía cariño a sus hermanas, pero sólo como un acto reflejo y algo distante, y no creo que tuviese una relación especial con ninguna de ellas en su vida adulta. Tal vez tuviese algo que ver con el hecho de que era el único chico, pero cada vez que le miré en el curso de aquella larga tarde y noche, parecía estar hablando con su madre o con Fanny, y probablemente mostró más interés por mi hijo David que por ninguno de sus sobrinos. No estoy tratando de demostrar nada concreto al decir esto. Esta clase de observaciones parciales están sujetas a numerosos errores y malas interpretaciones, pero la verdad es que Sachs se comportó como un personaje solitario dentro de su propia familia, una figura que permanecía ligeramente apartada de las demás. Esto no quiere decir que rehuyese a nadie, pero hubo momentos en que intuí que estaba incómodo, casi aburrido por tener que estar allí.

Basándome en lo poco que sé acerca de la misma, su infancia no parece que fuera extraordinaria. No fue un alumno especialmente bueno en la escuela y si se distinguió por algo fue sólo por sus travesuras. Al parecer no tenía miedo a enfrentarse con la autoridad, y de ser cierto lo que contaba, entre los seis y los doce años estuvo en un continuo fermento de sabotaje creativo. Era el que diseñaba las trampas, el que colgaba el cartelito de “Dame una patada” en la espalda del profesor, el que prendía los petardos en los cubos de la basura de la cafetería. Pasó cientos de horas sentado en el despacho del director durante esos años, pero el castigo era un precio pequeño por la satisfacción que aquellos triunfos le proporcionaban. Los otros chicos le respetaban por su audacia e inventiva, lo cual era probablemente lo que le impulsaba a correr aquellos riesgos. He visto fotografías de Sachs durante su infancia, y no hay duda de que era un patito feo: una de esas espingardas con las orejas grandes, los dientes salientes y una sonrisa boba y torcida. El potencial de ridículo debió de ser enorme; debía de constituir un blanco viviente para toda clase de bromas y aguijonazos salvajes. Si consiguió evitar ese destino fue porque se obligó a ser un poco más atrevido que los demás. No debió de resultar un papel agradable de interpretar, pero se esforzó para hacerlo con maestría, y al cabo de un tiempo ejercía un dominio indiscutido sobre el territorio.

Un aparato le enderezó los dientes torcidos; su cuerpo se ensanchó; sus extremidades aprendieron gradualmente a obedecerle. Cuando alcanzó la adolescencia, Sachs empezó a parecerse a la persona que llegaría a ser más tarde. Su estatura le daba ventaja en los deportes, y cuando empezó a jugar al baloncesto a los trece o catorce años, se convirtió rápidamente en un jugador prometedor. El relegado abandonó las bromas pesadas y las payasadas, y si bien su rendimiento académico en el instituto no fue notable (siempre se describía a sí mismo como un estudiante perezoso, con un interés mínimo en sacar buenas notas), leía libros constantemente y ya empezaba a considerarse un escritor en cierne. Según reconoció él mismo, sus primeras obras eran espantosas: “Exploraciones del alma romántico-absurdas”, las llamó una vez, horrendos cuentecitos y poemas que guardó en absoluto secreto. Pero perseveró en ello y, como señal de su creciente seriedad, a los diecisiete años se compró una pipa. Pensaba que éste era el distintivo de cualquier escritor, y durante su último año de instituto se pasaba todas las tardes sentado en su mesa de estudio, la pluma en una mano, la pipa en la otra, llenando la habitación de humo.

Estas historias proceden directamente de Sachs. Me ayudaron a concretar mi impresión de cómo era antes de que yo le conociera, pero al repetir sus comentarios ahora me doy cuenta de que podían haber sido enteramente falsos. La autocrítica era un elemento importante dentro de su personalidad, y a menudo se utilizaba a sí mismo como blanco de sus propias bromas. Especialmente cuando hablaba del pasado, le gustaba presentarse en los términos menos favorecedores. Siempre era el chico ignorante, el tonto pomposo, el buscabullas, el zafio desmañado. Tal vez era así como quería que le viese, o puede que encontrase un placer perverso en tomarme el pelo. Porque el hecho es que hace falta una gran seguridad para que alguien se burle de sí mismo, y una persona con esa clase de seguridad raras veces es un idiota o un zafio.

Hay una sola historia de esos primeros tiempos que me parece algo fiable. La oí hacia el final de mi visita a Connecticut en 1980, y puesto que la fuente es su madre tanto como él, pertenece a una categoría distinta del resto. En sí misma, esta anécdota es menos espectacular que algunas de las que me contó Sachs, pero, considerándola ahora desde la perspectiva de toda su vida, destaca con especial relieve, como si fuera el anuncio de un tema, la afirmación inicial de una frase musical que continuó obsesionándole hasta sus últimos momentos en la tierra.

Una vez recogida la mesa, a las personas que no habían ayudado a preparar la cena se les asignó la tarea de fregar en la cocina. Eramos sólo cuatro: Sachs, su madre, Fanny y yo. Era un trabajo inmenso, todas las encimeras estaban abarrotadas de vajilla sucia, y mientras nos turnábamos para rascar, enjabonar, aclarar y secar, charlamos de una cosa y otra, vagando sin rumbo de un tema a otro. Al cabo de un rato nos encontramos hablando del día de Acción de Gracias, lo cual nos llevó a una discusión acerca de otras fiestas norteamericanas, lo cual condujo a su vez a unos comentarios de pasada sobre símbolos nacionales. Se mencionó la Estatua de la Libertad, y luego, casi como si el recuerdo les hubiese venido a ambos simultáneamente, Sachs y su madre empezaron a hablar de un viaje que habían hecho a la isla de Bedloes a principios de los años cincuenta. Fanny nunca había oído la historia, así que ella y yo nos convertimos en el público, de pie con un paño de cocina en la mano, mientras ellos dos interpretaban su numerito.

– ¿Te acuerdas de aquel día, Benjy? -comenzó Mrs. Sachs.

– Claro que me acuerdo -dijo Sachs-. Fue uno de los momentos cruciales de mi infancia.

– Eras muy pequeño. No tendrías más de seis o siete años.

– Fue el verano en que cumplí seis. Mil novecientos cincuenta y uno.

– Yo tenía unos cuantos más, pero nunca había visitado la Estatua de la Libertad. Pensé que ya era hora, así que un día te metí en el coche y te llevé a Nueva York. No recuerdo dónde estaban las niñas aquella mañana, pero estoy completamente segura de que íbamos sólo nosotros dos.

– Sólo nosotros dos y Mrs. No-sé-cuántos-stein y sus dos hijos. Nos reunimos con ellos allí.

– Doris Saperstein, mi vieja amiga del Bronx. Tenía dos niños más o menos de tu edad. Eran verdaderos golfillos, un par de indios salvajes.

– Niños normales, simplemente. Fueron ellos quienes causaron toda la disputa.

– ¿Qué disputa?

– No te acuerdas de esa parte, ¿eh?

– No, sólo recuerdo lo que sucedió después. Eso borró todo lo demás.

– Me hiciste llevar aquellos horribles pantalones cortos con calcetines blancos hasta la rodilla. Siempre me arreglabas mucho cuando salíamos, y yo lo odiaba. Me sentía como un mariquita con aquella ropa, un Fauntleroy de punta en blanco. Ya era bastante terrible en las salidas familiares, pero la idea de presentarme así delante de los hijos de Mrs. Saperstein me resultaba intolerable. Sabía que ellos llevarían camisetas, pantalones de algodón y zapatillas deportivas, y no sabía cómo iba a enfrentarme con ellos.

– Pero si parecías un ángel con aquella ropa -dijo su madre.

– Puede, pero yo no quería parecer un ángel. Yo quería parecer un niño norteamericano normal. Te rogué que me pusieses otra cosa. Pero te negaste. “Visitar la Estatua de la Libertad no es como jugar en el patio trasero”, dijiste. “Es el símbolo de nuestro país y tenemos que mostrarle el debido respeto.” Incluso entonces la ironía de la situación no se me escapó. Estábamos a punto de rendir homenaje al concepto de la libertad y yo estaba encadenado. Vivía en una absoluta dictadura y, desde que podía recordar, mis derechos habían sido pisoteados. Traté de explicarte lo de los otros chicos, pero no me escuchaste. Tonterías, dijiste, llevarán sus trajes de vestir. Estabas tan condenadamente segura de ti misma que finalmente reuní valor y me ofrecí a hacer un trato contigo. De acuerdo, dije, me pondré esa ropa hoy, pero si los otros chicos llevan pantalones de algodón y zapatillas deportivas será la última vez que tenga que hacerlo. En adelante, me darás permiso para ponerme lo que quiera.

– ¿Y acepté eso? ¿Me avine a pactar con un crío de seis años?

– Simplemente me seguías la corriente. La posibilidad de perder la apuesta ni siquiera se te ocurrió. Pero, mira por donde, cuando Mrs. Saperstein llegó a la Estatua de la Libertad con sus dos hijos, éstos iban vestidos exactamente como yo había previsto. Y así fue como me convertí en el amo de mi propio guardarropa. Fue la primera victoria importante de mi vida. Me sentí como si hubiese asestado un golpe a favor de la democracia, como si me hubiese levantado en nombre de los hombres oprimidos del mundo entero.

– Ahora sé por qué eres tan aficionado a los vaqueros -dijo Fanny-. Descubriste el principio de la autodeterminación y en ese momento decidiste ir mal vestido el resto de tu vida.

– Exactamente -dijo Sachs-. Me gané el derecho a ser un guarro, y desde entonces he portado el estandarte orgullosamente.

– Y entonces -continuó Mrs. Sachs, impaciente por seguir con la historia- empezamos a subir.

– La escalera de caracol -añadió su hijo-. Encontramos los escalones y comenzamos a subirlos.

– La cosa no fue mal al principio -dijo Mrs. Sachs-. Doris y yo dejamos que los chicos fueran delante y nos tomamos la subida con calma, agarradas al pasamanos. Llegamos hasta la corona, miramos la bahía durante un par de minutos y todo estaba en orden. Pensé que aquello era todo y que entonces empezaríamos a bajar y nos iríamos a tomar un helado en alguna parte. Pero en aquellos tiempos todavía te dejaban llegar hasta la antorcha, lo cual significaba subir otra escalera, una que iba por el brazo de la vieja gruñona. Los chicos estaban locos por subir hasta allí. No cesaban de gritar y protestar diciendo que querían verlo todo, así que Doris y yo cedimos. Resultó que esta escalera no tenía barandilla como la otra. Era la espiral de peldaños de hierro más estrecha y retorcida que había visto nunca, un poste de incendios con salientes, y cuando mirabas a través del brazo te parecía que estabas a trescientos kilómetros por encima de la tierra, era la pura nada todo alrededor, el gran vacío del cielo. Los chicos subieron corriendo hasta la antorcha ellos solos, pero cuando había hecho dos tercios de la subida, yo me di cuenta de que no iba a poder acabarla. Siempre me había considerado una chica bastante fuerte. No era una de esas mujeres histéricas que chillan cuando ven un ratón, era una joven robusta y práctica que había pasado por todo, pero de pie en aquellas escaleras me sentí débil por dentro. Tenía un sudor frío, pensé que iba a vomitar. Doris tampoco estaba ya en muy buena forma, así que las dos nos sentamos en un escalón, confiando en que eso nos calmara los nervios. Nos ayudó un poco, pero no mucho, e incluso con el trasero plantado sobre algo sólido, yo seguía teniendo la sensación de que estaba a punto de caerme, de que en cualquier momento me caería de cabeza hasta el fondo. Fue lo más espantoso que he sentido en mi vida. Estaba completamente trastocada y revuelta. Tenía el corazón en la garganta, la cabeza en las manos, el estómago en los pies. Me asusté tanto pensando en Benjamin que me puse a llamarle a gritos para que bajara. Fue terrible. Mi voz resonaba dentro de la Estatua de la Libertad como los aullidos de un espíritu atormentado. Los chicos dejaron la antorcha finalmente y entonces bajamos todos las escaleras sentados, peldaño a peldaño. Doris y yo tratamos de que a los chicos les pareciese un juego, fingiendo que aquélla era la forma más divertida de bajar. Pero por nada en el mundo me hubiese puesto de pie nuevamente en aquellas escaleras. Antes me habría tirado al vacío que hacer eso. Debimos tardar una media hora en llegar abajo, y para entonces yo era una ruina, una masa de carne y huesos. Benjy y yo nos quedamos en casa de los Saperstein aquella noche, y desde entonces he tenido un miedo mortal a las alturas. Preferiría morirme a poner los pies en un avión, y en cuanto llego al tercer o cuarto piso de un edificio, me convierto en gelatina. ¿Qué os parece? Y todo empezó aquel día cuando Benjamin era un niño, mientras subíamos a la antorcha de la Estatua de la Libertad.

– Fue mi primera lección de teoría política -dijo Sachs, apartando la vista de su madre para mirarnos a Fanny y a mí-. Aprendí que la libertad puede ser peligrosa. Si no tienes cuidado, puede matarte.

No quiero darle demasiada importancia a esta historia, pero al mismo tiempo creo que no debo pasarla por alto. En sí misma, no es más que un episodio trivial, una pequeña anécdota familiar, y Mrs. Sachs la contó con suficiente humor, burlándose de sí misma, como para borrar sus más bien terroríficas implicaciones. Todos nos reímos cuando terminó, y luego la conversación pasó a otra cosa. De no ser por la novela de Sachs (la misma que llevó por las calles nevadas a nuestra lectura abortada en 1975), tal vez la habría olvidado por completo. Pero dado que ese libro está lleno de referencias a la Estatua de la Libertad es difícil ignorar la posibilidad de una relación; como si la experiencia infantil de presenciar el pánico de su madre estuviese de algún modo en el fondo de lo que escribió veinte años más tarde. Se lo pregunté aquella noche cuando volvíamos en su coche a la ciudad, pero Sachs se rió de mi pregunta. Ni siquiera se acordaba de esa parte de la historia, dijo. Luego, desechando el tema de una vez por todas, se lanzó en una cómica diatriba contra las trampas del psicoanálisis. En última instancia, nada de eso importa. El hecho de que Sachs negase la relación, no significa que ésta no existiera. Nadie puede decir de dónde proviene un libro, y menos que nadie la persona que lo escribe. Los libros nacen de la ignorancia, y si continúan viviendo después de escritos es sólo en la medida en que no pueden entenderse.

El nuevo coloso es la única novela que Sachs publicó en su vida. Fue la primera cosa escrita por él que leí, y no cabe duda de que desempeñó un papel significativo en hacer que nuestra amistad prosperase. Sachs me había agradado en persona, pero cuando me di cuenta de que también podía admirar su obra, sentí muchas más ganas de conocerle, estuve mucho más dispuesto a verle y hablarle de nuevo. Eso le colocó en el acto en un lugar distinto del de todas las demás personas que había conocido desde que volví a Estados Unidos. Descubrí que era más que un compañero de copas en potencia, más que simplemente otro conocido. Una hora después de abrir el libro de Sachs hace quince años, comprendí que era posible que llegásemos a ser amigos.

Acabo de pasar la mañana examinándolo de nuevo (hay varios ejemplares aquí, en la cabaña), y estoy asombrado por lo poco que han cambiado mis sentimientos respecto al libro. Creo que no necesito decir mucho más. El libro continúa existiendo, se encuentra en librerías y bibliotecas y cualquiera que desee leerlo puede hacerlo sin dificultad. Apareció en edición de bolsillo un par de meses después de que Sachs y yo nos conociésemos y desde entonces ha estado casi siempre a la venta, viviendo una vida tranquila pero saludable en los márgenes de la literatura reciente. Un libro excéntrico que ha conservado un pequeño sitio en las estanterías. La primera vez que lo leí, sin embargo, entré en él en frío. Después de escuchar a Sachs en el. bar, supuse que había escrito una primera novela convencional, uno de esos intentos apenas velados de novelar la historia de la propia vida. No pensaba reprochárselo, pero él había hablado tan despectivamente del libro, que sentí que tenía que prepararme para una especie de decepción. Me dedicó un ejemplar aquel día en el bar, pero en lo único en que me fijé entonces fue que se trataba de un libro grueso, de más de cuatrocientas páginas. Empecé a leerlo la tarde siguiente, tumbado en la cama después de beberme seis tazas de café para aliviar la resaca de la juerga del sábado. Como Sachs me habla advertido, era el libro de un hombre joven, pero no en ninguno de los sentidos que yo había supuesto. El nuevo coloso no tenía nada que ver con los años sesenta, nada que ver con Vietnam, ni con el movimiento antiguerra, nada que ver con los diecisiete meses que él había pasado en la cárcel. El hecho de que yo hubiese esperado encontrar todo eso se debía a una falta de imaginación por mi parte. La idea de la cárcel era tan terrible para mí que no podía imaginar que alguien que hubiese estado en ella no escribiese acerca de eso.

Como todos los lectores saben, El nuevo coloso es una novela histórica, un libro meticulosamente documentado situado en América entre 1876 y 1890 y basado en hechos reales. La mayoría de los personajes son seres que vivieron realmente en esa época, e incluso cuando los personajes son imaginarios, no son tanto inventos como préstamos, figuras robadas de las páginas de otras novelas. Por lo demás, todos los hechos son verdaderos -verdaderos en el sentido de que siguen el hilo de la historia- y en aquellos lugares en los que eso no queda claro, no hay ninguna manipulación de las leyes de la probabilidad. Todo parece verosímil, real, incluso banal por lo preciso de su descripción, y sin embargo Sachs sorprende al lector continuamente, mezclando tantos géneros y estilos para contar su historia que el libro empieza a parecer una máquina de juego, un fabuloso artefacto con luces parpadeantes y noventa y ocho efectos sonoros diferentes. De capítulo en capítulo, va saltando de la narración tradicional en tercera persona a diarios y cartas en primera persona, de tablas cronológicas a pequeñas anécdotas, de artículos de periódico a ensayos o diálogos teatrales. Es un torbellino, una maratón a toda velocidad desde la primera línea hasta la última, y piense lo que cada uno piense del libro en su conjunto, es imposible no respetar la energía del autor, el absoluto atrevimiento de sus ambiciones.

Entre los personajes que aparecen en la novela están Emma Lazarus, Toro Sentado, Ralph Waldo Emerson, Joseph Pulitzer, Búfalo Bill Cody, Auguste Bartholdi, Catherine Weldon, Rose Hawthorne (la hija de Nathaniel), Ellery Channing, Walt Whitman y William Tecumseh Sherman. Pero también aparece Raskolnikov (sacado directamente del epílogo de Crimen y castigo: puesto en libertad y recién llegado como emigrante a los Estados Unidos, donde da forma inglesa a su nombre y lo convierte en Ruskin), e igualmente está Huckleberry Finn (un hombre de mediana edad sin ocupación fija que protege a Ruskin), y lo mismo Ismael de Moby Dick (que tiene un brevísimo papel como tabernero en Nueva York). El nuevo coloso empieza en el año del primer centenario de Estados Unidos y recorre los principales acontecimientos de la siguiente década y media: la derrota de Custer en Little Bighorn, la construcción de la Estatua de la Libertad, la huelga general de 1877, el éxodo de los judíos rusos hacia América en 1881, la invención del teléfono, los disturbios de Haymarket en Chicago, la práctica de la religión de la Danza del Espíritu entre los sioux, la masacre de Wounded Knee. Pero también se registran pequeños sucesos, y son éstos los que finalmente dan al libro su forma, los que lo convierten en algo más que un rompecabezas de hechos históricos. El primer capítulo es un buen ejemplo de lo dicho. Emma Lazarus va a Concord, Massachusetts, para pasar unos días invitada en casa de Emerson. Mientras está allí, le presentan a Ellery Channing, el cual la acompaña a hacer una visita a Walden Pond y le habla de su amistad con Thoreau (muerto catorce años antes). Los dos se sienten atraídos y se hacen amigos, otra de esas extrañas yuxtaposiciones a las que tan aficionado era Sachs: el caballero canoso de Nueva Inglaterra y la joven poetisa judía de Millionaire’s Row en Nueva York. En su último encuentro, Channing le da un regalo y le dice que no lo abra hasta que esté en el tren de regreso a casa. Cuando ella desenvuelve el paquete encuentra un ejemplar del libro de Channing sobre Thoreau, junto con una de las reliquias que el anciano ha atesorado desde la muerte de su amigo: la brújula de bolsillo de Thoreau. Es un momento hermoso, tratado con mucha sensibilidad por Sachs, e introduce en la mente del lector una importante imagen que se repetirá con distintos disfraces a lo largo del libro. Aunque no se dice explícitamente, el mensaje no puede ser más claro. América ha perdido el rumbo. Thoreau era el único hombre que sabía leer la brújula, y ahora que ha muerto no tenemos ninguna esperanza de volver a encontrarnos a nosotros mismos.

Está la extraña historia de Catherine Weldon, la mujer de clase media que se va al Oeste para convertirse en una de las esposas de Toro Sentado. Hay un relato burlesco del viaje del gran duque ruso Alexis por los Estados Unidos, cazando búfalos con Bill Cody, bajando por el Mississippi con el general George Armstrong Custer y su esposa. Está el general Sherman, cuyo segundo nombre rinde homenaje a un guerrero indio, recibiendo un nombramiento en 1876 (sólo un mes después de la última resistencia de Custer) “para asumir el control militar de todas las reservas en territorio de los sioux y tratar a los indios que allí se encuentren como prisioneros de guerra” y luego, sólo un año más tarde, recibiendo otro nombramiento del Comité Americano para la Estatua de la Libertad “al objeto de decidir si la estatua debe colocarse en la isla Governor o en la de Bedloe”. Está Emma Lazarus muriéndose de cáncer a los treinta y siete años, atendida por su amiga Rose Hawthorne, la cual se transforma de tal modo a causa de la experiencia que se convierte al catolicismo, entra en la orden de Santo Domingo como la hermana Alfonsa y dedica los últimos treinta años de su vida a cuidar enfermos terminales. Hay docenas de episodios semejantes en el libro, todos auténticos, todos basados en hechos reales, y sin embargo Sachs los hilvana de tal manera que se van volviendo cada vez más fantásticos, casi como si estuviese delineando una pesadilla o una alucinación. A medida que el libro avanza adquiere un carácter más inestable -lleno de encuentros y partidas imprevisibles, caracterizado por cambios de tono que se hacen cada vez más rápidos-, hasta que uno llega a un punto en el que le parece que todo empieza a levitar, a elevarse milagrosamente del suelo como un gigantesco globo meteorológico. Al llegar al último capítulo, uno está tan arriba que se da cuenta de que no puede volver a bajar sin caerse, sin quedar aplastado.

Tiene defectos claros, sin embargo. Aunque Sachs se esfuerza por enmascararlos, hay veces en que la novela parece demasiado construida, demasiado mecánica en su orquestación de los sucesos y sólo en raras ocasiones los personajes cobran vida plenamente. Hacia la mitad de mi primera lectura, recuerdo haberme dicho que Sachs era más un pensador que un artista, y a menudo me molestaba su torpeza, la forma en que insistía en algunos puntos, manipulando los personajes para subrayar sus ideas en lugar de dejarles que creasen la acción ellos mismos. No obstante, a pesar de que no estaba escribiendo sobre sí mismo, comprendí lo profundamente personal que el libro debía de ser para él. La emoción dominante era la ira, una ira madura y lacerante que surgía casi en cada página: ira contra América, ira contra la hipocresía política, ira como arma para destruir los mitos nacionales. Pero dado que la guerra de Vietnam aún se estaba librando entonces y dado que Sachs había ido a la cárcel a causa de esa guerra, no era difícil comprender de dónde procedía su ira. Le daba al libro un tono polémico y estridente, pero creo que ése era también el secreto de su fuerza, el motor que impulsaba al libro hacia adelante y que generaba el deseo de continuar leyéndolo. Sachs sólo tenía veintitrés años cuando empezó El nuevo coloso y continuó con el proyecto durante cinco años, en los cuales escribió siete u ocho borradores. La versión publicada tenía 436 páginas y yo me las había leído todas cuando me fui a dormir el martes por la noche. Mi admiración por lo que había logrado empequeñecía cualquier reserva que pudiera haber tenido. Cuando llegué a casa después del trabajo el miércoles por la tarde me senté inmediatamente a escribirle una carta. Le dije que había escrito una gran novela. Cuando deseara compartir conmigo otra botella de bourbon, sería un honor para mí acompañarle vaso a vaso.

A partir de entonces empezamos a vernos con regularidad. Sachs no tenía empleo y eso hacía que estuviera más disponible que la mayoría de la gente que yo conocía, que fuese más flexible en sus hábitos. La vida social en Nueva York tiende a ser demasiado rígida. Una simple cena puede requerir semanas de planificación, y los mejores amigos pueden pasar meses sin tener ningún contacto. Con Sachs, sin embargo, los encuentros improvisados eran la norma. Trabajaba cuando el espíritu le impulsaba a ello (generalmente de noche) y el resto del tiempo vagabundeaba libremente, deambulando por las calles de la ciudad como un flâneur del siglo XIX, dejándose guiar por su instinto. Paseaba, iba a museos y galerías de arte, veía películas a cualquier hora del día, leía libros en los bancos del parque. No estaba sometido al reloj como lo están otras personas. En consecuencia, nunca tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo. Eso no significa que no fuese productivo, pero el muro que separa el trabajo y el ocio se había desmoronado para él hasta tal punto que apenas se daba cuenta de su existencia. Esto le ayudaba como escritor, creo, ya que las mejores ideas siempre se le ocurrían cuando estaba lejos de su mesa. En ese sentido, para él todo entraba en la categoría de trabajo. Comer era trabajar, ver un partido de baloncesto era trabajar, sentarse con un amigo en un bar a medianoche era trabajar. A pesar de las apariencias, apenas había un momento en que no estuviese trabajando.

Mis días no estaban ni mucho menos tan abiertos como los suyos. Había regresado de París el verano anterior con nueve dólares en el bolsillo, y antes que pedirle un préstamo a mi padre (que probablemente no me habría dado de todas formas), me había apresurado a aceptar el primer empleo que me ofrecieron. Cuando conocí a Sachs yo trabajaba para un comerciante de libros raros en el Upper East Side, principalmente sentado en la trastienda escribiendo catálogos y contestando cartas. Entraba todas las mañanas a las nueve y salía a la una. Por las tardes traducía en casa, en ese momento una historia de la China moderna de un periodista francés que había estado destinado en Pekín, un libro chapucero y mal escrito que exigía más esfuerzo del que merecía. Mi esperanza era dejar el empleo con el librero y empezar a ganarme la vida como traductor, pero todavía no estaba claro que mi plan fuese a dar resultado. Mientras tanto, también escribía relatos y hacía alguna que otra reseña de libros, y entre unas cosas y otras no dormía mucho. Sin embargo, veía a Sachs más a menudo de lo que me parece posible ahora, teniendo en cuenta las circunstancias. Una ventaja era que vivíamos en el mismo barrio, y nuestros apartamentos estaban a una distancia que se podía recorrer fácilmente a pie. Esto nos llevó a bastantes citas nocturnas en los bares de Broadway y luego, después de que descubriésemos nuestra respectiva pasión por los deportes, también las tardes del fin de semana, puesto que en los bares siempre ponían los partidos y nosotros no teníamos televisión. Casi enseguida empecé a ver a Sachs una media de dos veces por semana, mucho más que a ninguna otra persona.

Poco después de que empezasen estas citas me presentó a su mujer. Fanny era entonces una estudiante graduada en el departamento de historia del arte de la Columbia, que daba clases en unos cursos de estudios generales y estaba terminando su tesis sobre paisajismo norteamericano del siglo xix. Ella y Sachs se habían conocido en la universidad de Wisconsin diez años antes, tropezando literalmente el uno con el otro en una manifestación pacifista que se había organizado en el campus de la universidad. Cuando Sachs fue arrestado en la primavera de 1967 ya llevaban casi un año casados. Vivieron en casa de los padres de Ben en New Canaan durante el período del juicio, y una vez que se dictó sentencia y Ben fue a prisión (a principios de 1968), Fanny regresó al piso de sus padres en Brooklyn. En esa época solicitó una plaza en el programa para posgraduados de la Columbia y le concedieron una beca de facultad que incluía enseñanza gratuita, una pensión de varios miles de dólares y la obligación de dar un par de cursos. Pasó el resto de ese verano trabajando en una oficina de Manhattan, encontró un pequeño apartamento en la calle 112 Oeste a finales de agosto y comenzó las clases en septiembre. Cada domingo iba a Danbury en tren para visitar a Ben. Menciono todo esto ahora porque por casualidad la vi bastantes veces durante ese año sin tener la menor idea de quién era. Por entonces, yo estudiaba en la Columbia y mi apartamento estaba sólo a cinco manzanas del suyo, en la calle 107 Oeste. Casualmente, dos de mis mejores amigos vivían en su mismo edificio y en varias de mis visitas me tropecé con ella en el ascensor o en el portal. Además, en ocasiones la veía andando por Broadway, otras me la encontraba delante de mí en el mostrador del estanco, y a veces la veía fugazmente entrar en un edificio de la universidad. En primavera incluso estuvimos juntos en una clase, un curso de conferencias muy concurrido sobre historia de la estética que daba un catedrático del departamento de filosofía. Me fijé en ella en todos estos lugares porque la encontraba atractiva, pero nunca pude reunir el valor necesario para hablarle. Había algo en su elegancia que intimidaba, una cualidad amurallada que parecía desalentar a los desconocidos. Supongo que en parte se debía al anillo de boda en su mano izquierda, pero aunque no hubiese estado casada no estoy seguro de que la cosa hubiese sido diferente. Sin embargo, hice un esfuerzo consciente para sentarme detrás de ella en esa clase de filosofía, simplemente con objeto de pasar una hora todas las semanas observándola por el rabillo del ojo. Nos sonreímos una o dos veces cuando salíamos del aula, pero yo era demasiado tímido para ir más allá. Cuando finalmente Sachs me la presentó en 1975, nos reconocimos inmediatamente. Fue una experiencia perturbadora y tardé varios minutos en recobrar la serenidad. Un misterio del pasado había quedado resuelto de repente. Sachs era el marido ausente de la mujer que yo había observado con tanta atención seis o siete años antes. Si me hubiese quedado en el barrio es casi seguro que le habría visto después de su salida de la cárcel. Pero yo me gradué en junio y Sachs no volvió a Nueva York hasta agosto. Para entonces yo ya había dejado mi apartamento y estaba camino de Europa.

No hay duda de que formaban una extraña pareja. En casi cualquier sentido que se me ocurra, Ben y Fanny parecían existir en reinos mutuamente excluyentes. Ben era todo brazos y piernas, un conjunto de ángulos agudos y huesudas protuberancias, mientras que Fanny era baja y redonda, con una cara suave y la piel aceitunada. En comparación con Fanny, Ben era rubicundo, con el pelo rizado y despeinado y una piel que se quemaba fácilmente al sol. Ocupaba mucho espacio, parecía estar constantemente en movimiento, cambiaba de expresión facial cada cinco o seis segundos, mientras que Fanny era equilibrada, sedentaria, gatuna en su forma de habitar su propio cuerpo. No me parecía bella tanto como exótica, aunque tal vez ésa sea una palabra muy fuerte para lo que estoy tratando de expresar. La expresión capacidad de fascinación probablemente se aproximaba más a lo que quiero decir, cierto aire de autosuficiencia que hacía que desearas mirarla, incluso cuando estaba sentada sin hacer nada. No era graciosa en el sentido en que podía serlo Ben, no era rápida, nunca hablaba demasiado. Y, sin embargo, yo siempre tenía la sensación de que era la más lógica de los dos, la más inteligente, la más analítica. La mente de Ben era toda intuición, osada pero no especialmente sutil, una mente a la que le gustaba correr riesgos, penetrar en la oscuridad, hacer conexiones improbables. Fanny, por el contrario, era concienzuda y desapasionada, perseverante en su paciencia, nada propensa a los juicios rápidos o los comentarios infundados. Ella era una erudita, él era un tipo listo; ella era una esfinge, él era una herida abierta; ella era una aristócrata, él era un hombre del pueblo. Estar con ellos era como observar el matrimonio entre una pantera y un canguro. Fanny, siempre magníficamente vestida, con mucho estilo, caminando al lado de un hombre casi treinta centímetros más alto que ella, un niño grande con camiseta negra, pantalones vaqueros y una sudadera gris con capucha. En la superficie no parecía tener sentido. Les veías y tu primera reacción era pensar que no se conocían.

Pero eso era sólo en la superficie. Debajo de su aparente torpeza, Sachs tenía una notable comprensión de las mujeres. No sólo de Fanny, sino de casi todas las mujeres que conocía, y yo me sorprendía una y otra vez al ver con qué naturalidad se sentían atraídas por él. Tal vez tenía algo que ver el hecho de haber crecido con tres hermanas, como si las intimidades aprendidas en la infancia le hubiesen impregnado de un conocimiento oculto, un acceso a los secretos femeninos que otros hombres pasan toda su vida tratando de descubrir. Fanny tenía sus momentos difíciles, y me imagino que la convivencia con ella no había de ser fácil. Su calma exterior era una máscara que ocultaba la turbulencia interior, y en varias ocasiones vi por mí mismo lo rápidamente que podía caer en estados de ánimo sombríos y depresivos, abrumada por una indefinible angustia que de pronto la empujaba al borde de las lágrimas. En esas ocasiones Sachs la protegía, tratándola con una ternura y discreción que podía ser conmovedora, y creo que Fanny aprendió a depender de él por eso, a darse cuenta de que nadie era capaz de entenderla tan profundamente como él. Con mucha frecuencia, esta compasión se expresaba indirectamente, en un lenguaje impenetrable para los extraños. La primera vez que fui a su apartamento, por ejemplo, la conversación durante la cena nos llevó al tema de los niños: tenerlos o no tenerlos, cuál era el mejor momento si los querías, cuántos cambios significaban, etc. Recuerdo haber hablado rotundamente a favor de tenerlos. Sachs, en cambio, se enfrascó en una larga perorata acerca de por qué estaba en desacuerdo conmigo. Los argumentos que utilizó eran bastante convencionales (el mundo es un lugar demasiado terrible, la población es demasiado numerosa, perderían demasiada libertad), pero los expuso con tanta vehemencia y convicción que supuse que hablaba también en nombre de Fanny y que ambos eran totalmente opuestos a convertirse en padres. Años más tarde descubrí que la verdad era justamente la contraria. Habían deseado desesperadamente tener hijos, pero Fanny no podía concebir. Tras numerosos intentos de conseguir que se quedase embarazada, habían consultado con los médicos, habían probado tratamientos de fertilidad, habían utilizado diversos remedios de herbolario, pero nada había servido. Sólo unos días antes de aquella cena en 1975 les habían dado la confirmación definitiva de que nada serviría nunca. Fue un golpe tremendo para Fanny. Según me confesó más adelante, fue su pena más grande, una pérdida que continuaría llorando el resto de su vida. Para evitar que ella tuviese que hablar del asunto delante de mí aquella tarde, Sachs había confeccionado una mezcolanza de mentiras espontáneas, una olla de vapor y cháchara para oscurecer el tema en la mesa. Yo sólo oí un fragmento de lo que realmente dijo, pero eso fue porque pensé que me estaba dirigiendo sus comentarios a mí. Según comprendí más tarde, le había hablado a Fanny todo el rato. Le estaba diciendo que no tenía que darle un hijo para que él siguiera queriéndola.

Yo veía a Ben más a menudo que a Fanny. Cuando la veía a ella Ben estaba siempre presente, pero poco a poco conseguimos formar una amistad propia. En cierto sentido, mi antiguo enamoramiento hacía que esta proximidad pareciese inevitable, pero también se interponía como una barrera entre nosotros, y pasaron varios meses hasta que pude mirarla sin sentirme azorado. Fanny era un viejo sueño, un fantasma de secreto deseo enterrado en mi pasado, y ahora que se había materializado en un nuevo papel -como mujer de carne y hueso, como esposa de mi amigo- reconozco que estaba desconcertado. Esto me llevó a decir algunas estupideces cuando la conocí, y estas meteduras de pata aumentaron mi sensación de culpa y confusión. Durante una de las primeras tardes que pasé en su apartamento incluso le dije que no había escuchado una sola palabra en las clases a las que habíamos asistido juntos.

– Todas las semanas me pasaba la hora entera mirándote -le dije-. La práctica es más importante que la teoría, después de todo, y pensé que para qué iba a perder el tiempo escuchando conferencias sobre estética cuando la belleza estaba sentada allí, justo delante de mí.

Creo que era un intento por mi parte de disculparme por mi comportamiento anterior, pero sonó fatal. Esas cosas no deberían decirse nunca, en ninguna circunstancia, y menos aún en un tono de voz desenfadado. Ponen una carga terrible sobre la persona a quien van dirigidas y no puede salir nada bueno de ello. En cuanto pronuncié esas palabras, vi que a Fanny le sobresaltaba mi brusquedad.

– Sí -dijo, forzando una sonrisita-, recuerdo aquella clase. Era bastante árida.

– Los hombres son monstruos -dije, incapaz de contenerme-. Tienen hormigas en los pantalones y la cabeza llena de porquerías. Sobre todo cuando son jóvenes.

– No son porquerías -dijo Fanny-. Simplemente hormonas.

– También. Pero a veces es difícil advertir la diferencia.

– Siempre tenias una expresión grave en la cara -dijo-. Recuerdo haber pensado que debías ser una persona muy seria. Uno de esos jóvenes que van a suicidarse o a cambiar el mundo.

– Hasta ahora no he hecho ninguna de las dos cosas. Supongo que eso quiere decir que he renunciado a mis viejas ambiciones.

– Lo cual es bueno. No conviene quedarse anclado en el pasado. La vida es demasiado interesante para eso.

A su manera críptica, Fanny me estaba liberando… y también haciéndome una advertencia. Mientras me comportara bien, no me reprocharía mis antiguos pecados. Me hizo sentir como si estuviese sometido a juicio, pero lo cierto es que tenía muchas razones para desconfiar del nuevo amigo de su marido, y no la culpo por mantenerme a distancia. A medida que íbamos conociéndonos mejor, la incomodidad empezó a desvanecerse. Entre otras cosas, descubrimos que el día de nuestro cumpleaños coincidía, y aunque ninguno de los dos creía en la astrología, la coincidencia contribuyó a formar un vínculo entre nosotros. El hecho de que Fanny fuese un año mayor que yo me permitía tratarla con burlona deferencia siempre que surgía el tema, una broma que nunca dejó de arrancarle una risa. Dado que no era persona que se riese fácilmente, lo tomé como señal de progreso por mi parte. Y, más importante, estaba su trabajo. Mis conversaciones con ella sobre pintura norteamericana primitiva condujeron a una duradera pasión por artistas tales como Ryder, Church, Blakelock y Cole, a los cuales apenas había oído nombrar antes de conocer a Fanny. Ella defendió su tesis en la Columbia en el otoño de 1975 (una de las primeras monografías publicadas sobre Albert Pinkham Ryder) y luego fue contratada como conservadora ayudante de arte norteamericano en el Museo de Brooklyn, donde ha continuado trabajando desde entonces. Mientras escribo estas palabras (11 de julio), ella aún no tiene ni idea de lo que le ha sucedido a Ben. Se marchó de viaje por Europa el mes pasado y su regreso no está previsto hasta el Día del Trabajo. Supongo que podría ponerme en contacto con ella, pero no veo de qué serviría. A estas alturas ella no puede hacer nada por él y, a menos que el FBI dé con alguna respuesta antes de que vuelva, probablemente lo mejor es que me calle. Al principio pensé que tal vez era mi deber llamarla, pero ahora que he tenido tiempo de rumiarlo he decidido no estropearle las vacaciones. Ya ha sufrido suficiente, y el teléfono no es la forma más apropiada de darle una noticia como ésta. Me mantendré alejado hasta que vuelva, y entonces la sentaré delante de mí y le contaré en persona lo que sé.

Recordando ahora los primeros días de nuestra amistad, lo que más me llama la atención es cuánto les admiraba a los dos, separadamente y como pareja. El libro de Sachs me había producido una profunda impresión y además de agradarme por su personalidad, me sentía halagado por el interés que mostraba en mi trabajo. Sólo tenía dos años más que yo y, sin embargo, comparado con lo que él había conseguido hasta entonces, yo me sentía un principiante. Me había perdido las reseñas de El nuevo coloso, pero la opinión general era que el libro había generado mucha controversia. Algunos críticos le dieron un palo -fundamentalmente por razones políticas, condenando a Sachs por lo que consideraban su patente “antiamericanismo”-, pero hubo otros que se entusiasmaron y lo aclamaron como uno de los jóvenes novelistas más prometedores aparecidos en varios años. En el aspecto comercial no sucedió gran cosa (las ventas fueron modestas y pasaron dos años hasta que se publicó una edición de bolsillo), pero el nombre de Sachs había quedado colocado en el mapa literario. Lo lógico es que uno pensara que él se sentiría gratificado por todo esto, pero enseguida aprendí que Sachs podía ser irritantemente insensible respecto a estas cosas. Raras veces hablaba de sí mismo como hacen otros escritores, y mi impresión era que tenía poco o ningún interés por seguir lo que la gente llama “una carrera literaria”. No le gustaba la competitividad, no le preocupaba su reputación, no estaba orgulloso de su talento. Ésa era una de las cosas que más me atraían de él: la pureza de sus ambiciones, la absoluta simplicidad con que se planteaba su trabajo. Esto hacía que a veces resultase terco e irritable, pero también le daba valor para hacer exactamente lo que quería. Después del éxito de su primera novela, por ejemplo, empezó inmediatamente a escribir otra, pero cuando tenía aproximadamente cien páginas rompió el manuscrito y lo quemó. Inventar historias era un engaño, dijo, y sin más decidió dejar la literatura. Esto fue a finales de 1973 o principios de 1974, más o menos un año antes de conocernos. Después de eso empezó a escribir ensayos, toda clase de ensayos y artículos sobre una gran variedad de temas: política, literatura, deportes, historia, cultura popular, gastronomía, cualquier cosa en la que le apeteciese pensar esa semana o ese día. Su trabajo estaba muy solicitado, así que nunca tenía dificultades para encontrar revistas donde publicarlo, pero había algo indiscriminado en la forma en que se dedicaba a ello. Escribía con igual fervor para revistas nacionales que para oscuras revistas literarias, casi sin advertir que algunas publicaciones pagaban grandes sumas de dinero por un artículo y otras no pagaban nada. Se negaba a trabajar con un agente porque pensaba que eso corrompería el proceso, y por lo tanto ganaba considerablemente menos de lo que debía ganar. Discutí con él esta cuestión durante años, pero no cedió hasta principios de los años ochenta, cuando contrató a alguien para que negociase en su nombre.

Siempre me asombraba la rapidez con que trabajaba, su habilidad para pergeñar artículos bajo la presión de las fechas fijas, de producir tanto sin agotarse. Para Sachs no era nada escribir diez o doce páginas de una sentada, empezar y terminar todo un artículo sin levantarse ni una sola vez de la máquina. El trabajo era para él como una competición atlética, una carrera de resistencia entre su cuerpo y su mente, pero puesto que podía abatirse sobre sus pensamientos con tal concentración, pensar con tal unanimidad de propósito, las palabras siempre parecían estar a su disposición, como si hubiese encontrado un pasadizo secreto que fuera directamente de su cabeza a la yema de sus dedos. “Escribir a máquina por dinero”, lo llamaba a veces, pero eso era solamente porque no podía resistir la tentación de burlarse de sí mismo. Su trabajo nunca era menos que bueno, en mi opinión, y con mucha frecuencia era brillante. Cuanto más le conocía, más me impresionaba su productividad. Yo siempre he sido lento, una persona que se angustia y lucha con cada frase, e incluso en mis mejores días no hago más que avanzar centímetro a centímetro, arrastrándome sobre el vientre como un hombre perdido en el desierto. La palabra más corta está rodeada de kilómetros de silencio para mí, y hasta cuando consigo poner esa palabra en la página, me parece que está allí como un espejismo, una partícula de duda que brilla en la arena. El idioma nunca ha sido accesible para mí de la misma forma que lo era para Sachs. Estoy separado de mis propios pensamientos por un muro, atrapado en una tierra de nadie entre el sentimiento y su articulación, y por mucho que trate de expresarme, raras veces logro algo más que un confuso tartamudeo. Sachs nunca tuvo ninguna de estas dificultades. Las palabras y las cosas se emparejaban para él, mientras que para mí se separaban continuamente, volaban en cien direcciones diferentes. Yo paso la mayor parte de mi tiempo recogiendo los pedazos y pegándolos, pero Sachs nunca tenía que ir dando traspiés, buscando en los vertederos y los cubos de basura, preguntándose si no había colocado juntos los pedazos equivocados. Sus incertidumbres eran de un orden diferente, pero por muy dura que la vida se volviese para él en otro sentido, las palabras nunca fueron su problema. El acto de escribir estaba notablemente libre de dolor para él, y cuando trabajaba bien, podía escribir las palabras en la página a la misma velocidad que podía decirlas. Era un curioso talento, y como el propio Sachs apenas era consciente de él, parecía vivir en un estado de perfecta inocencia. Casi como un niño, pensaba yo a veces, como un niño prodigio jugando con sus juguetes.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Ceremonia en la sinagoga en la que un muchacho de trece años asume responsabilidades religiosas. (N. de la T.)