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La fase inicial de nuestra amistad duró aproximadamente año y medio. Luego, en un lapso de varios meses, nos marchamos los dos del Upper West Side y comenzó otro capítulo. Fanny y Ben se fueron primero, mudándose a un piso de Brooklyn, en la zona de Park Slope. Era un piso más amplio y cómodo que el antiguo apartamento de estudiante de Fanny cerca de la Columbia, y le permitía ir andando a su trabajo en el museo. Eso fue en el otoño de 1976. En el tiempo que transcurrió entre que encontraron el piso y se mudaron a él, mi mujer, Delia, descubrió que estaba embarazada. Casi enseguida empezamos a hacer planes para mudarnos nosotros también. Nuestro apartamento de Riverside Drive era demasiado pequeño para acoger a un niño y, dado que las cosas ya se estaban volviendo inestables entre nosotros, pensamos que podrían mejorar si dejábamos la ciudad por completo. Entonces yo me dedicaba exclusivamente a traducir libros y, por lo que al trabajo se refiere, daba igual dónde viviésemos.
No puedo decir que tenga el menor deseo de hablar ahora de mi primer matrimonio. Sin embargo, en la medida en que afecta a la historia de Sachs, no creo que pueda evitar el tema por completo. Una cosa lleva a la otra y, me guste o no, yo soy parte de lo sucedido tanto como cualquier otro. De no haber sido por la ruptura de mi matrimonio con Delia Bond, nunca habría conocido a Maria Turner, y si no hubiese conocido a Maria Turner, nunca me habría enterado de la existencia de Lillian Stern, y si no me hubiese enterado de la existencia de Lillian Stern, no estaría aquí sentado escribiendo este libro. Cada uno de nosotros está relacionado de alguna manera con la muerte de Sachs y no me será posible contar su historia sin contar al mismo tiempo cada una de nuestras historias. Todo está relacionado con todo, cada historia se solapa con las demás. Por muy horrible que me resulte decirlo, comprendo ahora que yo soy quien nos unió a todos. Tanto como el propio Sachs, yo soy el punto donde comienza todo.
La secuencia pormenorizada es la siguiente: perseguí a Delia a temporadas durante siete años (1967-1974), la convencí de que se casase conmigo (1975), nos fuimos a vivir al campo (marzo de 1977), nació nuestro hijo David (junio de 1977), nos separamos (noviembre de 1978). Durante los dieciocho meses que estuve fuera de Nueva York, me mantuve en estrecho contacto con Sachs, pero nos vimos menos que antes. Las postales y las cartas sustituyeron a las conversaciones nocturnas en los bares, y nuestros contactos fueron necesariamente más limitados y formales. Fanny y Ben vinieron a pasar un fin de semana con nosotros en el campo y Delia y yo les visitamos en su casa de Vermont un verano durante unos días, pero estas reuniones carecían de la cualidad anárquica e improvisada que tenían nuestros encuentros en el pasado. Sin embargo, no hubo menoscabo en la amistad. De cuando en cuando yo tenía que ir a Nueva York por motivos de trabajo: entregar manuscritos, firmar contratos, recoger trabajo, comentar proyectos con los editores. Esto sucedía dos o tres veces al mes, y siempre que estaba allí pasaba la noche en casa de Fanny y Ben en Brooklyn. La estabilidad de su matrimonio tenía un efecto tranquilizador para mí, y si pude mantener una apariencia de cordura durante ese período, creo que, en parte por lo menos, se debió a ellos. Volver a ver a Delia a la mañana siguiente podía resultar difícil, sin embargo. El espectáculo de la felicidad doméstica que acababa de presenciar me hacía comprender que había estropeado las cosas gravemente para mí mismo. Comencé a temer sumergirme en mi propia confusión, en la profunda espesura del desorden que había crecido a mi alrededor.
No me voy a poner a especular respecto a qué fue lo que nos hundió. El dinero escaseaba durante los últimos dos años que pasamos juntos, pero no quiero citar eso como causa directa Un buen matrimonio puede soportar cualquier presión externa, un mal matrimonio se resquebraja. En nuestro caso, la pesadilla comenzó a las pocas horas de marcharnos de la ciudad, y ese algo frágil que nos había mantenido unidos se deshizo de forma permanente.
Dada nuestra falta de dinero, el plan original era bastante cauto: alquilar una casa en alguna parte y ver si la vida en el campo nos iba bien o no. Si nos gustaba, nos quedaríamos; si no nos gustaba, volveríamos a Nueva York cuando se terminase el contrato de alquiler. Pero luego intervino el padre de Delia y nos ofreció adelantarnos diez mil dólares para pagar la entrada de una casa en propiedad. Teniendo en cuenta que entonces las casas de campo se vendían a precios tan bajos como treinta o cuarenta mil dólares, esta suma representaba mucho más que ahora. Fue una oferta generosa por parte de Mr. Bond, pero al final tuvo un efecto adverso sobre nosotros, porque nos colocó en una situación que ninguno de los dos supo manejar. Después de buscar durante un par de meses, encontramos un sitio barato en Dutchess County, una casa vieja y destartalada con mucho espacio en el interior y unas espléndidas lilas plantadas en el patio. Al día siguiente de mudarnos, una tormenta feroz azotó la ciudad. Un rayo cayó en la rama de un árbol próximo a la casa, la rama se incendió, el fuego se propagó a un cable eléctrico que pasaba por el árbol y nos quedamos sin electricidad. No bien sucedió esto, la bomba de sentina se cerró y en menos de una hora el sótano estaba inundado. Pasé la mayor parte de la noche metido hasta las rodillas en agua fría achicándola con cubos a la luz de una linterna. Cuando llegó el electricista a la tarde siguiente para valorar los daños, nos enteramos de que había que cambiar toda la instalación eléctrica. Eso nos costó varios cientos de dólares, y cuando la fosa séptica se salió al mes siguiente, nos costó más de mil dólares quitar el olor a mierda de nuestro jardín trasero. No podíamos permitirnos ninguna de estas reparaciones, y el asalto a nuestro presupuesto nos trastornó completamente. Aceleré el ritmo de mis traducciones, aceptando cualquier encargo que me hiciesen, y a mediados de la primavera prácticamente había abandonado la novela que llevaba tres años escribiendo. Para entonces Delia estaba inmensa a causa de su embarazo, pero continuaba trabajando duramente en lo suyo (corrección de estilo free-lance) y la última semana antes de ponerse de parto estuvo sentada ante su mesa de trabajo de la mañana a la noche corrigiendo un manuscrito de más de novecientas páginas.
Después del nacimiento de David la situación empeoró. El dinero se convirtió en mi única y avasalladora obsesión, y durante todo el año siguiente viví en un estado de pánico continuo. Puesto que Delia no podía contribuir mucho, nuestros ingresos descendieron en el preciso momento en que los gastos empezaban a aumentar. Me tomé las responsabilidades de la paternidad muy en serio, y la idea de no poder mantener a mi mujer y a mi hijo me llenaba de vergüenza. Una vez, cuando un editor tardó en pagarme un trabajo que le había entregado, fui a Nueva York y entré en su despacho amenazándole con emplear la violencia si no me extendía un cheque allí mismo. En un momento dado, llegué a agarrarle por las solapas y a empujarle contra la pared. Aquél era un comportamiento absolutamente impropio, una traición a todo aquello en lo que creía. No me había pegado con nadie desde que era niño, y el hecho de haber dejado que mis sentimientos me arrastrasen en el despacho de aquel hombre prueba lo trastornado que estaba. Escribía todos los artículos que podía, aceptaba todas las traducciones que me ofrecían, pero no era suficiente. Dando por supuesto que mi novela había muerto, que mis sueños de llegar a ser escritor habían acabado, me puse a buscar un trabajo fijo. Pero aquél era un mal momento y las oportunidades en el campo escasas. Incluso el college local, que había puesto un anuncio pidiendo a alguien que diera un montón de cursos de redacción para estudiantes de primer año por el miserable sueldo de ocho mil dólares al año, recibió más de trescientas solicitudes. Dado que yo no tenía ninguna experiencia docente, me rechazaron sin siquiera hacerme una entrevista. Después intenté entrar en la redacción de varias de las revistas para las cuales escribía, pensando que podría ir diariamente en tren a la ciudad si era preciso, pero los directores se rieron de mí y consideraron mis cartas una broma. Este no es trabajo para un escritor, me contestaron, perdería usted el tiempo. Pero yo ya no era un escritor, era un hombre que se ahogaba. Era un hombre al límite de su resistencia.
Delia y yo estábamos agotados, y con el paso del tiempo nuestras peleas se hicieron automáticas, un reflejo que ninguno de los dos era capaz de controlar. Ella sermoneaba y yo me enfurruñaba; ella arengaba y yo rumiaba amargamente; pasaban días sin que tuviésemos el valor de hablarnos. David era la única cosa que parecía proporcionarnos algún placer y hablábamos de él cuando no existía ningún otro tema, temerosos de pasar los límites de esa zona neutral. Tan pronto como lo hacíamos, los francotiradores saltaban de nuevo a las trincheras, intercambiaban disparos y la guerra de desgaste empezaba de nuevo. Parecía prolongarse interminablemente, un sutil conflicto sin un objetivo definible, hecho de silencios, malentendidos y miradas de dolor y extrañeza. A pesar de eso, creo que ninguno de los dos estaba dispuesto a rendirse. Ambos nos habíamos atrincherado para la batalla y la idea de renunciar ni siquiera se nos había ocurrido.
Todo eso cambió de repente en el otoño de 1978. Una tarde, cuando estábamos sentados en el cuarto de estar con David, Delia me pidió que fuese a buscarle las gafas, que estaban en un estante en su estudio del piso de arriba, y cuando entré en la habitación vi su diario abierto sobre la mesa. Delia llevaba un diario desde que tenía trece o catorce años, y a aquellas alturas constaba de docenas de volúmenes, cuadernos y cuadernos llenos de la saga progresiva de su vida interior. Ella me había leído a veces trozos del mismo, pero hasta esa noche yo nunca me había atrevido a mirarlo sin su permiso. En aquel momento, sin embargo, un tremendo impulso de leer aquellas páginas me dominó. Retrospectivamente, comprendo que esto significaba que nuestra vida juntos ya había terminado, que mi voluntad de defraudar su confianza demostraba que había renunciado a toda esperanza de salvar nuestro matrimonio, pero entonces no fui consciente de ello. En aquel momento, lo único que sentí fue curiosidad. Las páginas estaban abiertas sobre la mesa y Delia acababa de pedirme que entrase en el cuarto. Podía haber imaginado que me fijaría en ellas. Dando por sentado que eso fuese verdad, era casi como si me hubiese invitado a leer lo que había escrito. En cualquier caso, ésa fue la excusa que me di aquella tarde, y ni siquiera ahora estoy seguro de haberme equivocado. Era típico de ella actuar de forma indirecta, provocar una crisis de la cual nunca tuviese que responsabilizarse. Ese era su talento especial: hacer las cosas con sus propias manos mientras se convencía a sí misma de que tenía las manos limpias.
En cuanto miré el diario abierto, y una vez que crucé ese umbral, no pude volver atrás. Vi que el tema de la anotación de aquel día era yo. Y lo que encontré allí era un catálogo exhaustivo de quejas y agravios, un pequeño documento redactado en el lenguaje de un informe de laboratorio. Delia lo había cubierto todo, desde la forma de vestir hasta lo que comía y mi incorregible falta de comprensión humana. Yo era morboso y egocéntrico, frívolo y dominante, vengativo, perezoso, distraído. Aunque todas esas cosas hubiesen sido ciertas, el retrato que hacía de mí era tan poco generoso, tan mezquino en su tono que ni siquiera conseguí enfadarme. Me sentí triste, vacío, aturdido. Cuando llegué al último párrafo, su conclusión era ya evidente, algo que no era necesario expresar. “Nunca he querido a Peter”, escribía. “Fue un error creer que podría. Nuestra vida juntos es un fraude, y cuanto más tiempo continuemos así, más próximos estaremos a la destrucción mutua. No deberíamos habernos casado nunca, dejé que Peter me convenciera y lo estoy pagando desde entonces. No le quería entonces y no le quiero ahora. Por mucho tiempo que me quede con Peter, nunca le querré.”
Fue todo tan repentino, tan definitivo, que casi me sentí aliviado. Comprender que te desprecian de esa manera elimina cualquier excusa para la autocompasión. Ya no podía dudar de cual era la situación y, por muy alterado que estuviese en aquellos primeros momentos, sabía que era yo quien había hecho caer aquel desastre sobre mí. Había tirado por la ventana once años de mi vida en busca de una ficción. Toda mi juventud había sido sacrificada a una ilusión y, sin embargo, en lugar de derrumbarme y llorar lo que había perdido, me sentí extrañamente fortalecido, liberado por la franqueza y la brutalidad de las palabras de Delia. Ahora todo esto me parece inexplicable, pero la realidad es que no vacilé. Bajé con las gafas de Delia, le dije que había leído su diario y a la mañana siguiente me marché de casa. Ella se quedó pasmada por mi capacidad de decisión, creo, pero dado lo mal que nos habíamos interpretado siempre, probablemente era de esperar. En lo que a mí se refería, no había nada más que decir. Estaba hecho y no había lugar para pensarlo dos veces.
Fanny me ayudó a encontrar una habitación realquilada en el bajo Manhattan, y en Navidades ya estaba viviendo en Nueva York otra vez. Un pintor amigo suyo estaba a punto de marcharse a Italia durante un año y ella le convenció de que me alquilase su cuarto libre por sólo cincuenta dólares al mes; el límite absoluto que yo podía permitirme. Estaba situado a la entrada de su loft (que estaba ocupado por otros inquilinos) y hasta el momento en que yo me trasladé allí había servido como una especie de enorme armario trastero. Allí había acumulada toda clase de basura y desechos: bicicletas rotas, cuadros sin acabar, una lavadora vieja, latas de aguarrás vacías, periódicos, revistas e innumerables fragmentos de alambre de cobre. Amontoné estas cosas a un lado de la habitación, lo cual me dejó sólo la mitad del espacio para vivir, pero después de un breve período de ajuste resultó ser suficientemente grande. Mis únicas posesiones domésticas entonces eran un colchón, una mesa pequeña, dos sillas, un hornillo eléctrico, unos cuantos utensilios de cocina y una caja de cartón llena de libros. Era supervivencia básica, sólo lo imprescindible, pero la verdad es que fui feliz en aquella habitación. Como dijo Sachs la primera vez que vino a visitarme, era un santuario de introspección, un cuarto en el que la única actividad posible era el pensamiento. Había una pila y un retrete, pero no había baño, y la madera del suelo estaba en tan malas condiciones que me clavaba astillas cada vez que andaba descalzo. Pero en aquella habitación empecé a trabajar de nuevo en mi novela, y poco a poco mi suerte cambió. Un mes después de que me trasladase, me concedieron una subvención de diez mil dólares. Había enviado la solicitud hacía tanto tiempo que había olvidado por completo que era candidato a ella. Justo dos semanas después de eso obtuve una segunda subvención de siete mil dólares que había solicitado en el mismo ataque de actividad desesperada que la primera. De repente, los milagros se habían convertido en un suceso corriente en mi vida. Le entregué la mitad del dinero a Delia y aún me quedó lo suficiente para mantenerme en un estado de relativo desahogo. Todas las semanas iba en tren al campo para pasar un día o dos con David y dormía en casa de un vecino que vivía cerca. Este arreglo duró aproximadamente nueve meses, y cuando Delia y yo finalmente vendimos la casa en septiembre, ella se mudó a un apartamento en South Brooklyn y yo pude ver a David más tiempo cada vez. Por entonces los dos teníamos abogados y nuestro divorcio ya estaba en marcha.
Fanny y Ben se tomaron un interés activo en mi nueva carrera de soltero. Si tenía que hablarle a alguien de lo que hacía, eran ellos mis confidentes, los únicos a quienes tenía al corriente de mis idas y venidas. Ambos se habían disgustado por mi ruptura con Delia, pero Fanny menos que Ben, creo, aunque ella fue la que más se preocupó por David, centrándose en ese aspecto del problema una vez que comprendió que no existía la menor posibilidad de que Delia y yo volviéramos a vivir juntos. Sachs, por otra parte, hizo todo lo que pudo por persuadirme de que lo intentase de nuevo. Eso continuó durante varios meses, pero una vez que me trasladé a la ciudad y me instalé en mi nueva vida, dejó de insistir en ese punto. Delia y yo nunca habíamos dejado traslucir nuestras diferencias, por lo que nuestra separación fue una desagradable sorpresa para la gente que conocíamos, en especial para unos amigos íntimos como los Sachs. Fanny, sin embargo, al parecer había tenido ciertas sospechas desde el principio. Cuando les di la noticia en su piso la primera noche que pasé separado de Delia, ella calló durante un momento cuando yo acabé de hablar y luego dijo:
– Es algo duro de tragar, Peter, pero en cierto modo probablemente sea lo mejor. Con el paso del tiempo, creo que vas a ser mucho más feliz así.
Ese año dieron muchas cenas y me invitaron a casi todas. Fanny y Ben conocían a muchísima gente, y parecía que medio Nueva York había acabado sentado a la larga mesa oval de su comedor en una ocasión u otra. Artistas, escritores, catedráticos, críticos, editores, galeristas, todos iban hasta Brooklyn, se atiborraban con la comida de Fanny y bebían y charlaban hasta bien entrada la noche. Sachs era siempre el maestro de ceremonias, un maníaco efusivo que contribuía a que las conversaciones se mantuvieran animadas con chistes oportunos y comentarios provocativos, y yo llegué a depender de aquellas cenas como mi única fuente de entretenimiento. Mis amigos velaban por mí y hacían todo lo que estaba en su mano para mostrar al mundo que estaba de nuevo en circulación. Nunca hablaron explícitamente de emparejarme, pero aquellas noches se presentaron en su casa suficientes mujeres libres como para hacerme comprender que se preocupaban de verdad por mis intereses.
A principios de 1979, unos tres o cuatro meses después de mi regreso a Nueva York, conocí a alguien que desempeñaría un papel fundamental en la muerte de Sachs. Maria Turner tenía entonces veintisiete o veintiocho años y era una mujer alta, dueña de sí misma, con el pelo rubio muy corto y una cara huesuda y angulosa. Estaba lejos de ser bella, pero había una intensidad en sus ojos grises que me atraía, y me gustaba la forma en que se movía dentro de su ropa, con una especie de gracia sensual decorosa, una reserva que se desenmascaraba en pequeños destellos de descuido erótico: dejar que su falda resbalara hacia arriba sobre sus muslos cuando cruzaba o descruzaba las piernas, por ejemplo, o la forma en que me tocaba la mano siempre que le encendía un cigarrillo. No es que fuese una provocadora o intentase explícitamente excitar. Me pareció una buena chica burguesa que dominaba las reglas del comportamiento social, pero al mismo tiempo era como si ya no creyese en ellas, como si fuese por la vida con un secreto que tal vez estaría dispuesta a compartir o tal vez no, dependiendo de cómo se sintiera en ese momento.
Vivía en una buhardilla en Duane Street, no lejos de mi habitación de Varick, y cuando la fiesta terminó aquella noche compartimos un taxi hasta Manhattan. Ese fue el principio de lo que llegó a ser una alianza sexual que duró cerca de dos años. Utilizo esa frase como una descripción clínica precisa, pero eso no significa que nuestras relaciones fuesen únicamente físicas, que no tuviésemos ningún interés por el otro más allá de los placeres que encontrábamos en la cama. Sin embargo, lo que ocurría entre nosotros carecía de aderezos románticos o ilusiones sentimentales, y la naturaleza de nuestro entendimiento no cambió significativamente después de aquella primera noche. Maria no estaba ávida del tipo de vínculos que la mayoría de la gente parece desear, y el amor en el sentido tradicional era algo ajeno a ella, una pasión que quedaba fuera de la esfera de sus capacidades. Dado mi propio estado interior en aquella época, yo estaba perfectamente dispuesto a aceptar las condiciones que ella me impuso. No nos exigíamos nada, nos veíamos sólo intermitentemente, llevábamos vidas estrictamente independientes. Y, sin embargo, había un sólido afecto entre nosotros, una intimidad que nunca he podido conseguir con nadie más. Me costó algún tiempo adaptarme, no obstante. Al principio la encontraba un poco aterradora, quizá incluso perversa (lo cual añadía cierta excitación a nuestros contactos iniciales), pero con el paso del tiempo comprendí que era solamente una excéntrica, una persona heterodoxa que vivía su vida de acuerdo con una complicada serie de extraños rituales privados. Para ella cada experiencia estaba sistematizada, era una aventura autónoma que generaba sus propios riesgos y limitaciones, y cada uno de sus proyectos correspondía a una categoría diferente, separada de todas las otras. En mi caso, pertenecía a la categoría del sexo. Ella me nombró su compañero de cama aquella primera noche y ésa fue la función que seguí cumpliendo hasta el final. En el universo de las compulsiones de Maria, yo era únicamente un ritual entre muchos, pero me gustaba el papel que había elegido para mí y nunca encontré ningún motivo de queja.
Maria era artista, pero el trabajo que hacía no tenía nada que ver con la creación de objetos comúnmente definidos como arte. Algunas personas decían que era fotógrafa, otros se referían a ella llamándola conceptualista, otros la consideraban escritora, pero ninguna de estas descripciones era exacta, y en última instancia creo que no se la podía clasificar de ninguna manera. Su trabajo era demasiado disparatado, demasiado idiosincrásico, demasiado personal para ser considerado perteneciente a ningún medio o disciplina específica. Las ideas se apoderaban de ella, trabajaba en proyectos, había resultados concretos que podía exhibir en galerías, pero esta actividad no nacía tanto de un deseo de hacer arte como de la necesidad de entregarse a sus obsesiones, de vivir su vida exactamente corno deseaba vivirla. Vivir era siempre lo primero, y buen número de los proyectos a los que dedicaba más tiempo los hacía exclusivamente para sí misma y nunca los mostraba a nadie.
Desde los catorce años había guardado todos los regalos de cumpleaños que le habían hecho: aún envueltos, pulcramente ordenados cronológicamente en estantes. De adulta, celebraba cada año una cena de cumpleaños en su honor, a la cual invitaba siempre a tantas personas como años cumplía. Algunas semanas se permitía hacer lo que ella llamaba “la dieta cromática”, limitándose a alimentos de un solo color cada día. Lunes, naranja: zanahorias, melones cantalupo, camarones cocidos. Martes, rojo: tomates, caquis, steak tartare. Miércoles, blanco: lenguado, patatas, requesón. Jueves, verde: pepinos, brécol, espinacas. Y así sucesivamente hasta llegar a la última comida del domingo. Otras veces hacía divisiones semejantes basadas en las letras del alfabeto. Pasaba días enteros bajo el hechizo de la b o la c o la w, y luego, tan repentinamente como había empezado, abandonaba el juego y pasaba a otra cosa. Éstos no eran más que caprichos, supongo, mínimos experimentos con la idea de la clasificación y el hábito, pero otros juegos similares podían durar muchos años. Estaba el proyecto a largo plazo de vestir a Mr. L., por ejemplo, un desconocido al que había visto una vez en una fiesta. A Maria le pareció uno de los hombres más guapos que había visto, pero su ropa era una desgracia, pensó, y, sin comunicarle sus intenciones a nadie, se empeñó en mejorar su guardarropa. Todos los años por Navidad le mandaba un regalo anónimo -una corbata, un jersey, una camisa elegante-, y como Mr. L. se movía más o menos en los mismos círculos sociales que ella, se lo encontraba de vez en cuando y se fijaba con placer en los espectaculares cambios producidos en su vestuario. Porque el hecho era que Mr. L. siempre se ponía la ropa que Maria le enviaba. Incluso se acercaba a él en estas reuniones y le alababa lo que llevaba, pero eso era lo más lejos que iba, y él nunca llegó a enterarse de que Maria era la responsable de aquellos paquetes de Navidad.
Se había criado en Holyoke, Massachusetts, hija única de unos padres que se divorciaron cuando ella tenía seis años. Después de terminar sus estudios en el instituto en 1970, se fue a Nueva York con la idea de asistir a una escuela de bellas artes y llegar a ser pintora, pero perdió interés después del primer trimestre y lo dejó. Se compró un camión Dodge de segunda mano y se marchó a hacer un recorrido por el país; se quedaba exactamente dos semanas en cada estado y hacía trabajos temporales por el camino siempre que era posible -de camarera, en granjas, en fábricas-, ganando justo lo suficiente para continuar viajando de un sitio al siguiente. Fue el primero de sus locos y compulsivos proyectos, y en cierto sentido destaca como lo más extraordinario que hizo nunca: un acto totalmente arbitrario y sin sentido al cual dedicó casi dos años de su vida. Su única meta era pasar catorce días en cada estado, aparte de eso era libre de hacer lo que quisiera. Terca y desapasionadamente, sin plantearse nunca lo absurdo de su misión, Maria aguantó hasta el final. Tenía solamente diecinueve años cuando empezó, una chica joven absolutamente sola, y sin embargo consiguió valerse por sí misma y evitar los peores peligros, viviendo el tipo de aventuras con que los chicos de su edad se limitan a soñar. En algún punto de sus viajes una compañera de trabajo le regaló una pequeña cámara de treinta y cinco milímetros y, sin ninguna experiencia ni preparación previa, empezó a tomar fotografías. Cuando vio a su padre en Chicago unos meses después, le dijo que finalmente había encontrado algo que le gustaba hacer. Le enseñó algunas de sus fotos y, sobre la base de aquellos primeros intentos, él le ofreció un trato. Si continuaba haciendo fotografías, le dijo, él correría con sus gastos hasta que estuviera en situación de mantenerse. No importaba cuánto tardase, pero no se le permitía dejarlo. Por lo menos ésa fue la historia que me contó, y nunca tuve motivos para ponerla en duda. Durante los años de nuestra relación, en la cuenta de Maria aparecía un ingreso de mil dólares el primero de cada mes, transferido directamente desde un banco de Chicago.
Regresó a Nueva York, vendió su camión y alquiló un loft en Duane Street, una gran habitación vacía situada en el piso de encima de un negocio al por mayor de huevos y mantequilla. Los primeros meses se sintió sola y desorientada. No tenía amigos, prácticamente no tenía vida propia y la ciudad le parecía amenazadora y desconocida, como si nunca hubiera estado en ella. Sin ningún motivo consciente, empezó a seguir a los desconocidos por la calle, eligiendo a alguien al azar cuando salía de casa por la mañana y dejando que esa elección determinase su destino durante el resto del día. Se convirtió en un método para adquirir nuevos pensamientos, para llenar el vacío que parecía haberla absorbido. Finalmente empezó a salir con su cámara y a tomar fotos de las personas a quienes seguía. Cuando regresaba a casa por la noche, se sentaba y escribía sobre los lugares donde había estado y lo que había hecho, utilizando los itinerarios de los desconocidos para especular acerca de sus vidas y, en algunos casos, para redactar breves biografías imaginarias. Así fue más o menos como Maria encontró accidentalmente su carrera como artista. Siguieron otras obras, todas ellas impulsadas por el mismo espíritu de investigación, la misma pasión por correr riesgos. Su tema era el ojo, el drama de mirar y ser mirado, y sus piezas exhibían las mismas cualidades que uno encontraba en la propia Maria: una meticulosa atención al detalle, una confianza en las estructuras arbitrarias, una paciencia que rayaba en lo insoportable. Para una de sus obras contrató a un detective privado con objeto de que la siguiese por la ciudad. Durante varios días, este hombre le tomó fotos mientras ella hacía sus recorridos y registró sus movimientos en un cuadernito sin omitir nada, ni siquiera los sucesos más banales y momentáneos: cruzar la calle, comprar un periódico, detenerse a tomar un café. Era un ejercicio completamente artificial, pero Maria encontraba excitante que alguien se tomase un interés tan activo en ella. Acciones microscópicas se llenaron de un sentido nuevo, las rutinas más áridas se cargaron de una emoción insólita. Después de varias horas le cogió tanto apego al detective que casi se olvidó de que le estaba pagando. Cuando él le entregó su informe al final de la semana y ella estudió sus propias fotografías y leyó la exhaustiva cronología de sus movimientos, se sintió como si se hubiese convertido en una extraña, como si se hubiese transformado en un ser imaginario.
Para su siguiente proyecto, Maria encontró un trabajo temporal como camarera de habitaciones en un gran hotel del centro. El propósito era reunir información sobre los huéspedes, pero no con un afán de intromisión o comprometedor. De hecho los evitaba intencionadamente y se limitaba a lo que podía averiguar por los objetos desparramados por las habitaciones. Una vez más hizo fotografías; una vez más se inventó historias para acompañarlas basándose en la evidencia disponible. Era una arqueología del presente, por así decirlo, un intento de reconstruir la esencia de algo partiendo únicamente de mínimos fragmentos: un trozo de un billete, una media rasgada, una mancha de sangre en el cuello de una camisa. Algún tiempo después de eso, un hombre trató de ligar con Maria por la calle. Ella no le encontró nada atractivo y le rechazó. Esa misma noche, por pura coincidencia, tropezó con él en la inauguración de una galería en SoHo. Hablaron y esta vez supo por él que el hombre se marchaba a Nueva Orleans con su novia a la mañana siguiente. Maria decidió ir allí también y seguirle con su cámara durante todo el tiempo que durase su visita. No tenía el menor interés en él y la última cosa que buscaba era una aventura amorosa. Su intención era mantenerse oculta, evitar todo contacto con él, explorar su comportamiento exterior y no hacer ningún esfuerzo para interpretar lo que veía. A la mañana siguiente cogió un vuelo desde La Guardia a Nueva Orleans, se inscribió en un hotel y se compró una peluca negra. Durante tres días investigó en docenas de hoteles, tratando de averiguar el paradero del hombre. Lo descubrió al fin y durante el resto de la semana caminó detrás de él como una sombra, tomando cientos de fotografías, documentando cada lugar que él visitaba. También llevaba un diario escrito, y cuando llegó el momento de volver a Nueva York, ella regresó en un vuelo anterior con el fin de estar esperándole en el aeropuerto para hacer una última secuencia de fotografías mientras él bajaba del avión. Fue una experiencia compleja y perturbadora para ella y le dejó la sensación de que había abandonado su vida por una especie de nada, como si hubiese estado haciendo fotografías de cosas que no estaban allí. La cámara ya no era un instrumento que registraba presencias, era una forma de hacer desaparecer el mundo, una técnica para encontrar lo invisible. Desesperada por revertir el proceso que había puesto en marcha, Maria se lanzó a un nuevo proyecto unos días después de su regreso a Nueva York. Cuando iba andando por Times Square con su cámara una tarde, entabló conversación con el portero de un bar topless. Hacía calor y Maria iba vestida con pantalones cortos y una camiseta, una vestimenta desacostumbradamente escasa para ella. Pero aquel día había salido para que se fijaran en ella. Quería afirmar la realidad de su cuerpo, hacer que las cabezas se volvieran a su paso, demostrarse a si misma que seguía existiendo a los ojos de los otros. Maria estaba bien formada, tenía las piernas largas y unos senos atractivos, y los silbidos y los comentarios lascivos de que fue objeto aquel día contribuyeron a reanimar su espíritu. El portero le dijo que era guapa, tan guapa como las chicas que había dentro, y a medida que la conversación continuaba, se encontró de repente con que le estaba ofreciendo un trabajo. Una de las bailarinas había llamado para decir que estaba enferma, le explicó el portero, y si ella quería sustituirla, él le presentaría al jefe y vería si se podía arreglar algo. Casi sin pararse a pensarlo, Maria aceptó. Así fue como nació su siguiente proyecto, una obra que finalmente se conoció como “La dama desnuda”. Maria le pidió a una amiga que fuese al bar aquella noche y le hiciese fotografías mientras actuaba; no para mostrárselas a nadie, sino para ella, para satisfacer su propia curiosidad acerca de su aspecto. Se estaba convirtiendo conscientemente en un objeto, una figura anónima de deseo, y era crucial que entendiese exactamente qué era ese objeto. Sólo lo hizo una vez, trabajando en turnos de veinte minutos desde las ocho de la tarde hasta las dos de la madrugada, pero no se contuvo, y todo el tiempo que estuvo en escena, encaramada detrás de la barra con las luces estroboscópicas coloreadas rebotando sobre su piel desnuda, bailó con toda su alma. Vestida con un taparrabos de pedrería y unos tacones de cinco centímetros, sacudió el cuerpo al ritmo de un estruendoso rock and roll y observó a los hombres que la miraban fijamente. Agitó el trasero ante ellos, se pasó la lengua por los labios, les guiñó un ojo seductoramente cuando ellos le deslizaban billetes de un dólar y la apremiaban a continuar. Como con todo lo demás que intentó, a Maria se le daba bien aquello. Una vez que se puso en marcha, no hubo forma de pararla.
Que yo sepa, sólo en una ocasión fue demasiado lejos. Sucedió en la primavera de 1976, y los efectos últimos de su erróneo cálculo resultaron catastróficos. Se perdieron por lo menos dos vidas, y aunque esto pasó años después, la relación entre el pasado y el presente es ineludible. Maria fue el vínculo entre Sachs y Lillian Stern, y de no ser por la costumbre de Maria de cortejar cualquier tipo de dificultades que se le pusieran por delante, Lillian Stern nunca habría entrado en escena. A partir del momento en que Maria apareció en el piso de Sachs en 1979, se hizo posible un encuentro entre Sachs y Lillian Stern. Fueron necesarias varias piruetas increíbles más antes de que esa posibilidad se realizase, pero el origen de cada una de ellas se remonta directamente a Maria. Mucho antes de que nosotros la conociésemos, salió una mañana para comprar película para su cámara, vio una libreta negra de direcciones tirada en el suelo y la recogió. Ése fue el suceso que inició toda la triste historia. Maria abrió la libreta y el diablo salió volando, salió volando un azote de violencia, confusión y muerte.
Era una de esas libretas de direcciones corrientes fabricadas por la Schaeffer Eaton Company, de unos quince centímetros de largo por diez de ancho, con las tapas flexibles de imitación piel, encuadernación con espiral y media circunferencia para cada letra del alfabeto. Era un objeto muy usado, con más de doscientos nombres, direcciones y números de teléfono. El hecho de que muchas de las anotaciones estuviesen tachadas y reescritas, que casi en cada página se hubiese utilizado una variedad de instrumentos de escritura (bolígrafos azules, rotuladores negros, lápices verdes), sugería que había pertenecido a su propietario durante mucho tiempo. La primera idea de Maria fue devolverlo, pero, como ocurre a menudo con los objetos personales, el propietario no había escrito su nombre en la libreta. Ella lo buscó en todos los lugares lógicos -la parte interior de las tapas, la primera página-, pero el nombre no aparecía por ninguna parte. No sabiendo qué hacer con ella, la dejó caer en su bolsa y se la llevó a casa.
La mayoría de la gente se habría olvidado de ella, creo yo, pero Maria no era persona que rehuyese las oportunidades inesperadas o hiciese caso omiso de las insinuaciones del azar. A la hora de irse a la cama ya había ideado un plan para su siguiente proyecto. Sería un trabajo muy elaborado, mucho más difícil y complicado que todo lo que había intentado antes, pero el alcance del mismo la puso en un estado de intensa excitación. Estaba casi segura de que el dueño de la libreta de direcciones era un hombre. La escritura tenía un aspecto masculino; había más nombres de hombres que de mujeres; el cuaderno estaba muy deteriorado, como si hubiese sido maltratado. En una de esas repentinas y ridículas iluminaciones de las que todo el mundo es presa, imaginó que estaba destinada a enamorarse del dueño de la libreta. Duró solamente un segundo o dos, pero en ese tiempo le vio como el hombre de sus sueños: guapo, inteligente, cariñoso; un hombre mejor que ninguno de los que había amado hasta entonces. La visión se dispersó, pero entonces ya era demasiado tarde. La libreta se había transformado para ella en un objeto mágico, un almacén de oscuras pasiones y deseos soterrados. El azar la había conducido hasta ella, pero ahora que era suya, la veía como un instrumento del destino.
Aquella primera noche estudió las anotaciones y no encontró ningún nombre que le resultase conocido. Pensó que aquél era el punto de partida perfecto. Emprendería el viaje en la oscuridad, sin saber absolutamente nada, y hablaría una por una con todas las personas que aparecían en la libreta. Averiguando quiénes eran empezaría a aprender algo acerca del hombre que la había perdido. Sería un retrato en ausencia, un perfil trazado alrededor de un espacio vacío, y poco a poco del fondo iría surgiendo una figura, formada por todo lo que no era. Esperaba llegar a encontrarle finalmente de esa manera, pero aunque así no fuese, el esfuerzo llevaría consigo su propia recompensa. Quería animar a las personas para que se abriesen a ella cuando las viera, para que le contasen sus historias de encantamiento, lujuria y enamoramiento, para que le confiasen sus secretos más ocultos. Ansiaba trabajar en esas entrevistas durante meses, tal vez incluso años. Habría miles de fotografías que tomar, cientos de declaraciones que transcribir, un universo entero que explorar. O eso pensaba. La suerte quiso que el proyecto descarrilase después de un solo día.
Con una sola excepción, todas las personas estaban apuntadas por el apellido. En la L, sin embargo, aparecía alguien llamado Lilli. Maria supuso que era el nombre de pila de una mujer. De ser así, esta única desviación del directorio podría ser significativa, señal de una intimidad especial. ¿Y si Lilli era el nombre de la novia del hombre que había perdido la libreta de direcciones? ¿O su hermana? ¿O incluso su madre? En lugar de ir por orden alfabético como había pensado en un principio, Maria decidió saltar a la L y hacer primero una visita a la misteriosa Lilli. Si su presentimiento era certero, tal vez se encontraría de pronto en situación de enterarse de quién era el hombre.
No podía acercarse a Lilli directamente, de ese encuentro dependían demasiadas cosas y temía arruinar sus posibilidades entrando en él sin preparación. Necesitaba hacerse una idea de quién era aquella mujer antes de hablar con ella, ver qué aspecto tenía, seguirla durante algún tiempo y descubrir cuáles eran sus costumbres. La primera mañana se dirigió a la zona residencial de las Ochenta Este para localizar el piso de Lilli. Entró en el portal del pequeño edificio para mirar los timbres y los buzones y justo entonces, cuando empezaba a estudiar la lista de nombres de la pared, una mujer salió del ascensor y abrió la puerta interior. Maria se volvió a mirarla, pero antes de que hubiese podido fijarse en su cara, oyó que la mujer decía su nombre.
– ¿Maria?
La palabra fue pronunciada como una pregunta y un instante más tarde Maria comprendió que estaba mirando a Lillian Stern, su vieja amiga de Massachusetts.
– No puedo creerlo -dijo Lillian-. Eres tú realmente, ¿no?
Hacía más de cinco años que no se veían. Cuando Maria emprendió su extraño viaje por los Estados Unidos perdieron el contacto, pero hasta entonces habían estado muy unidas y su amistad se remontaba a la infancia. En el instituto habían sido casi inseparables, dos chicas raras que luchaban juntas para atravesar la adolescencia, que planeaban su huida de la vida en la pequeña ciudad. Maria había sido un poco más seria, la intelectual callada, la que tenía dificultad para hacer amigos, mientras que Lillian había sido la chica con mala reputación, la alocada que se acostaba con todos, tomaba drogas y hacia novillos. Por todo ello, eran aliadas inquebrantables y, a pesar de sus diferencias, era mucho más lo que las unía que lo que las separaba. Maria me confesó una vez que Lillian había sido un gran ejemplo para ella y que gracias a su amistad había aprendido a ser ella misma. Pero la influencia parecía haber sido recíproca. Maria convenció a Lillian de que se fuesen a Nueva York al terminar el instituto y durante los meses que siguieron compartieron un apartamento muy pequeño y lleno de cucarachas en el Lower East Side. Mientras Maria iba a clases de bellas artes, Lillian estudiaba arte dramático y trabajaba de camarera. También conoció a un batería de rock and roll llamado Tom, y cuando Maria se marchó de Nueva York en su camión, él se había convertido en un elemento permanente en el apartamento. Le escribió a Lillian numerosas postales durante los dos años que estuvo en la carretera, pero sin una dirección fija no había manera de que Lillian le contestase. Cuando Maria regresó a la ciudad, hizo todo lo posible por encontrar a su amiga, pero en el antiguo apartamento vivía ahora otra persona, y su nombre no aparecía en la guía telefónica. Trató de llamar a los padres de Lillian a Holyoke, pero al parecer se habían trasladado a otra ciudad, y de repente se encontró sin opciones. Cuando aquel día tropezó con Lillian en el portal, ya había perdido cualquier esperanza de volver a verla.
Fue un encuentro extraordinario para las dos. Maria me dijo que gritaron, cayeron la una en brazos de la otra y luego se echaron a llorar. Cuando fueron de nuevo capaces de hablar, cogieron el ascensor y pasaron el resto del día en el piso de Lillian. Tenían tantas cosas que contarse, dijo Maria, que las historias manaban copiosamente. Comieron juntas, luego cenaron juntas, y cuando ella volvió a casa y se metió en la cama eran casi las tres de la mañana.
A Lillian le habían sucedido cosas curiosas durante esos años, cosas que Maria nunca habría creído posibles. Mi conocimiento de ellas es sólo de segunda mano, pero, después de hablar con Sachs el verano pasado, creo que la historia que Maria me contó era esencialmente exacta. Puede que se equivocara en algunos detalles menores (también pudo equivocarse Sachs), pero a la larga eso no tiene importancia. Aunque Lillian no siempre sea de fiar, aunque su tendencia a la exageración sea tan pronunciada como me cuentan, los hechos fundamentales no son discutibles. En la época de su encuentro accidental con Maria en 1976, Lillian llevaba tres años ejerciendo la prostitución. Recibía a sus clientes en su piso de la calle 87 Este y trabajaba enteramente por libre, una prostituta a jornada parcial con un negocio independiente y próspero. Todo eso es seguro, lo que sigue siendo dudoso es cómo empezó exactamente. Su novio, Tom, parece que estuvo implicado de alguna forma, pero la medida de su responsabilidad no está clara. En ambas versiones de la historia, Lillian contó que él tenía un grave problema de drogas, una adicción a la heroína que acabó por provocar que le echaran de su grupo musical. De acuerdo con la historia que Maria oyó, Lillian seguía desesperadamente enamorada de él. Fue a ella a quien se le ocurrió la idea, y se ofreció a acostarse con otros hombres con el fin de proporcionarle dinero a Tom. Descubrió que era rápido e indoloro, y mientras tuviese contento a su camello, sabía que Tom nunca la dejaría. En esa etapa de su vida, dijo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para retenerle, aunque eso significara que tuviera que caer en lo más bajo. Once años después le contó a Sachs algo totalmente diferente. Era Tom quien la había convencido, dijo, y como le tenía miedo, como él la amenazaba con matarla si no aceptaba, no tuvo más remedio que ceder. En esta segunda versión era Tom quien le concertaba las citas, literalmente chuleando a su novia como medio para cubrir los gastos de su adicción. En última instancia, supongo que no importa qué versión fuera la verdadera. Eran igualmente sórdidas y ambas conducían al mismo resultado. Al cabo de seis o siete meses, Tom desapareció. En la historia de Maria, se largó con otra. En la historia de Sachs murió de una sobredosis. De un modo u otro, Lillian estaba sola de nuevo. De un modo u otro, continuó acostándose con hombres para pagar sus facturas. Lo que asombró a Maria fue el tono desapasionado con que Lillian hablaba del asunto, sin vergüenza ni incomodidad. Era un trabajo como otro cualquiera, dijo, y, bien mirado, era mucho mejor que servir bebidas o comidas. Los hombres iban a babear dondequiera que estuvieses. No podías hacer nada para evitarlo. Tenía mucho más sentido que te pagaran que luchar con ellos; además, unos cuantos polvos extra nunca habían hecho daño a nadie. En todo caso, Lillian estaba orgullosa de lo bien que se lo había montado. Recibía a sus clientes sólo tres días a la semana, tenía dinero en el banco, vivía en un piso cómodo en un buen barrio. Dos años antes se había matriculado de nuevo en una escuela de arte dramático. Le parecía que ahora aprendía y en las últimas semanas había empezado a hacer pruebas para algunos papeles, principalmente en pequeños teatros del centro. Dentro de poco le saldría algo, dijo. Una vez que consiguiera ahorrar otros diez o quince mil dólares, pensaba cerrar el negocio y dedicarse exclusivamente a la carrera teatral. Después de todo, sólo tenía veinticuatro años y toda la vida por delante.
Maria llevaba consigo su cámara aquel día y le hizo una serie de fotos a Lillian durante el tiempo que pasaron juntas. Cuando me contó la historia tres años más tarde, extendió esas fotografías delante de mí mientras hablábamos. Habría treinta o cuarenta. Fotografías grandes en blanco y negro que mostraban a Lillian desde diversos ángulos y distancias; en algunas de ellas había posado, en otras no. Estos retratos fueron mi único encuentro con Lillian Stern. Han transcurrido más de diez años desde ese día, pero nunca he olvidado la experiencia de mirar esas fotos. La impresión que me causaron fue así de fuerte, así de duradera.
– Es guapa, ¿verdad? -dijo Maria.
– Sí, extraordinariamente guapa -dije.
– Salía para comprar comestibles cuando nos tropezamos. Ya ves lo que lleva. Una sudadera, unos vaqueros, unas zapatillas deportivas viejas. Iba vestida para salir cinco minutos a la tienda y volver. Nada de maquillaje, nada de joyas, ningún adorno. Y sin embargo está guapa. Lo suficiente como para cortarte el aliento.
– Es su oscuridad -dije, buscando una explicación-. Las mujeres que tienen rasgos oscuros no necesitan mucho maquillaje. Fíjate qué ojos tan redondos. Las pestañas largas los hacen resaltar. Y también tiene unos buenos huesos, no debemos olvidar eso. Los huesos son fundamentales.
– Es más que eso, Peter. Hay cierta cualidad interior en Lillian que siempre sale a la superficie. No sé cómo decirlo. Felicidad, gracia, espíritu animal. Hace que siempre parezca más viva que los demás. Una vez que atrae tu atención es difícil dejar de mirarla.
– Da la impresión de que se encuentra cómoda delante de la cámara.
– Lillian está siempre cómoda. Está completamente relajada dentro de su piel.
Pasé algunas fotos más y me encontré con una secuencia que mostraba a Lillian de pie delante de un armario abierto en distintas fases del acto de desnudarse. En una foto estaba quitándose los vaqueros; en otra se estaba sacando la sudadera; en la siguiente llevaba sólo unas braguitas blancas minúsculas y una camiseta blanca sin mangas; en la siguiente las braguitas habían desaparecido; en la siguiente la camiseta también había desaparecido. A continuación venían varias fotos de desnudos. En la primera estaba mirando a la cámara, la cabeza inclinada hacia atrás, riéndose, sus pequeños senos casi aplastados contra el pecho, los pezones erizados sobresaliendo contra el horizonte; tenía la pelvis echada hacia adelante y se agarraba la carne de la parte interna de los muslos con las dos manos, su mata de vello púbico oscuro enmarcada por la blancura de sus dedos curvados. En la siguiente estaba vuelta hacia el otro lado, el culo en primer término, sacando una cadera hacia un lado y mirando por encima del otro hombro hacia la cámara, aún riéndose, adoptando la pose de chica de póster. Estaba claro que se divertía, estaba claro que le encantaba tener la oportunidad de exhibirse.
– Esto es material erótico -dije-. No sabía que tomases fotos de chicas desnudas.
– Estábamos arreglándonos para salir a cenar y Lillian quería cambiarse de ropa. La seguí a su dormitorio para poder continuar charlando. Tenía la cámara conmigo y cuando empezó a desnudarse le hice algunas fotos. Sencillamente fue así. Yo no planeaba hacerlo hasta que la vi quitándose la ropa.
– ¿Y no le importó?
– No parece que le importara,¿verdad?
– ¿Te excitó?
– Por supuesto que sí. No soy de piedra, como sabes.
– ¿Qué sucedió luego? No os acostasteis, ¿verdad?
– Oh, no, soy demasiado puritana para eso.
– No estoy tratando de arrancarte una confesión. Tu amiga me parece irresistible. Tanto para las mujeres como para los hombres, diría yo.
– Reconozco que estaba excitada. Si Lillian hubiese dado algún paso entonces, tal vez habría sucedido algo. Yo nunca me he acostado con otra mujer, pero aquel día con ella podría haberlo hecho. Se me pasó por la cabeza, por lo menos, y ésa es la única vez que he sentido eso. Pero Lillian estaba simplemente tonteando con la cámara y la cosa nunca pasó del striptease. Era todo en broma, las dos estuvimos riéndonos todo el rato.
– ¿Llegaste a enseñarle la libreta de direcciones?
– Creo que sí. Creo que fue después de que volviésemos del restaurante. Lillian pasó mucho rato hojeándola, pero, realmente, no pudo decirme a quién pertenecía. Tenía que ser un cliente, por supuesto. Lilli era el nombre que ella utilizaba para su trabajo, pero aparte de eso no estaba segura de nada.
– Pero eso reducía la lista de posibilidades.
– Cierto, pero podía tratarse de alguien a quien ella no había conocido. Un cliente potencial, por ejemplo. Quizá uno de los clientes satisfechos de Lillian le había pasado su nombre a otra persona. Un amigo, un compañero, quién sabe. Así es como Lillian obtenía sus clientes nuevos, por recomendación verbal. El hombre había anotado su nombre en la libreta, pero eso no significaba que hubiese llegado a llamarla. Puede que el tipo que le había dado su nombre tampoco la hubiese llamado. Así es como circulan las putas, sus nombres se propagan en círculos concéntricos, por extrañas redes de información. Para algunos hombres es suficiente con llevar un nombre o dos en sus libretitas negras, para referencias futuras, por así decirlo. Por si su mujer les deja, o para un repentino ataque de lujuria o frustración.
– O cuando están de paso por la ciudad.
– Exactamente.
– Sin embargo, ya tenías tu primera pista. Hasta que apareció Lillian, el dueño de la libreta podía haber sido cualquiera. A partir de entonces, por lo menos, tenías un punto de partida.
– Supongo que sí. Pero las cosas no salieron así. Una vez que empecé a hablar con Lillian, todo el proyecto cambió.
– ¿Quieres decir que se negó a darte la lista de sus clientes?
– No, nada de eso. Me la habría dado si se la hubiese pedido.
– ¿Qué fue entonces?
– No estoy segura de cómo ocurrió, pero cuanto más hablábamos, más forma tomaba nuestro plan. No salió de ninguna de las dos, era algo que flotaba en el aire, algo que parecía existir de antemano. El habernos encontrado por casualidad tenía mucho que ver con ello, creo. Fue todo tan inesperado y maravilloso que estábamos fuera de nosotras. Tienes que entender lo unidas que habíamos estado. Habíamos sido amigas del alma, hermanas, compañeras para toda la vida. Nos queríamos de verdad, y yo pensaba que conocía a Lillian tanto como a mí misma. Y luego, ¿qué sucede? Después de cinco años descubro que mi mejor amiga se ha convertido en una puta. Eso me dejó descolocada. Me sentí fatal, casi como si me hubiese traicionado. Pero al mismo tiempo (y aquí es donde la cosa empieza a volverse turbia) me di cuenta de que la envidiaba. Lillian no había cambiado. Era la misma chica estupenda que había conocido siempre. Alocada, traviesa, excitante. No se consideraba a sí misma una furcia o una mujer caída, su conciencia estaba limpia. Eso era lo que me impresionaba tanto: su absoluta libertad interior, su forma de vivir de acuerdo con sus propias normas sin importarle un comino lo que pensaran los demás. Por entonces yo ya había hecho algunas cosas bastante excesivas. El proyecto de Nueva Orleans, el proyecto de “La dama desnuda”. Iba un poco más lejos cada vez, poniendo a prueba los límites de lo que era capaz de hacer. Pero, comparada con Lillian, me sentía como una bibliotecaria solterona, una virgen patética que no había hecho mucho en ningún terreno. Pensé para mis adentros: si ella puede hacerlo, ¿por qué yo no?
– Estás de broma.
– Espera, déjame terminar. Fue más complicado de lo que parece. Cuando le conté a Lillian lo de la libreta de direcciones y la gente con la que iba a hablar, le pareció algo fantástico, la cosa más sensacional que había oído. Quiso ayudarme. Quiso ir entrevistando a la gente de la libreta, como iba a hacer yo. Recuerda que era actriz, y la idea de fingir que era yo le entusiasmó. Estaba positivamente inspirada.
– Así que cambiasteis los papeles. ¿Es eso lo que estás tratando de decirme? Lillian te convenció para que hicierais un intercambio de personalidad.
– Nadie convenció a nadie de nada. Lo decidimos juntas.
– Pero…
– Pero nada. Fuimos socias a partes iguales desde el principio hasta el final. Y el hecho es que la vida de Lillian cambió a causa de eso. Se enamoró de uno de los hombres que aparecía en la libreta y acabó casándose con él.
– La historia se vuelve cada vez más extraña.
– Fue extraño, ciertamente. Lillian salió con una de mis cámaras y la libreta de direcciones, y la quinta o sexta persona a la que vio era el hombre que llegaría a ser su marido. Yo sabía que había una historia oculta en esa libreta. Pero era la historia de Lillian, no la mía.
– ¿Y tú conociste a ese hombre? ¿No se lo estaba inventando?
– Fui testigo de su boda en el ayuntamiento. Que yo sepa, Lillian nunca le contó cómo se ganaba la vida, pero ¿por qué tenía que saberlo? Ahora viven en Berkeley, California. Él es catedrático, un tipo estupendo.
– ¿Y a ti cómo te fueron las cosas?
– No tan bien. Ni mucho menos. El mismo día que Lillian salió con mi cámara de repuesto, ella tenía una cita por la tarde con uno de sus clientes habituales, Cuando llamó aquella mañana para confirmarlo, Lillian le explicó que su madre estaba enferma y ella tenía que marcharse de la ciudad. Le había pedido a una amiga que la sustituyese, y si a él no le importaba ver a otra por aquella vez, le garantizaba que no lo lamentaría. No recuerdo las palabras exactas, pero ése era más o menos el mensaje. Me puso por las nubes, y después de un poco de persuasión el hombre aceptó. Así que allí estaba yo, sola en el piso de Lillian aquella tarde, esperando a que sonara el timbre, preparándome para echar un polvo con un hombre al que no había visto nunca. Se llamaba Jerome, un hombrecito cuadrado de cuarenta y tantos años con vello en los nudillos y los dientes amarillos. Era vendedor de no sé qué. Bebidas alcohólicas al por mayor, pero lo mismo podían haber sido lápices u ordenadores. Da igual. Llamó al timbre a las tres en punto, y en el mismo momento en que entró en el piso, comprendí que no podría llegar hasta el final. Si hubiese sido medianamente atractivo tal vez habría podido reunir el valor suficiente, pero, con un tipo como Jerome, sencillamente no era posible. Él tenía prisa y no paraba de mirar el reloj, deseoso de empezar, acabar de una vez y marcharse. Le seguí la corriente, sin saber qué hacer, tratando de pensar en algo mientras entrábamos en el dormitorio y nos quitábamos la ropa. Bailar desnuda en un bar topless era una cosa, pero estar allí de pie con aquel vendedor gordo y peludo era algo tan íntimo que ni siquiera podía mirarle a los ojos. Yo había escondido mi cámara en el cuarto de baño y pensé que si quería sacar alguna foto de aquel fiasco tendría que actuar inmediatamente. Así que me disculpé y me fui al baño, dejando la puerta entreabierta una rendija. Abrí los dos grifos del lavabo, cogí mi cámara y empecé a hacer fotos del dormitorio. Tenía un ángulo perfecto. Podía ver a Jerome despatarrado sobre la cama, miraba al techo y se la meneaba con la mano, tratando de ponérsela dura. Era repugnante, pero también cómico, y me alegré de estar registrándolo en película. Supuse que tendría tiempo para diez o doce fotos, pero cuando había tomado seis o siete, Jerome se levantó de la cama de un salto, cruzó hasta el cuarto de baño y abrió la puerta de golpe, antes de que yo tuviese la oportunidad de cerrarla. Cuando me vio allí de pie con la cámara en las manos, se volvió loco. Quiero decir realmente loco, perdió el juicio. Empezó a gritar acusándome de hacerle fotos para poder chantajearle y arruinar su matrimonio, y antes de que yo pudiese reaccionar me había arrebatado la cámara y la machacaba contra la bañera. Traté de huir, pero él me agarró por un brazo y luego empezó a darme puñetazos. Era una pesadilla. Dos extraños desnudos pegándose en un cuarto de baño alicatado en rosa. No paraba de gruñir y gritar mientras me pegaba, chillando a pleno pulmón, y luego me dio un golpe que me dejó sin sentido. Me rompió la mandíbula, aunque te cueste creerlo. Pero eso fue sólo parte del daño. También tenía una muñeca rota, fisuras en un par de costillas y cardenales por todo el cuerpo. Pasé diez días en el hospital y después seis semanas con la mandíbula sujeta con alambres. El pequeño Jerome me dejó hecha papilla. Me pateó hasta casi matarme.
Cuando conocí a Maria en el piso de Sachs en 1979 hacia casi tres años que no se acostaba con un hombre. Tardó todo ese tiempo en recuperarse del trauma de la paliza, y la abstinencia no era tanto una elección como una necesidad, la única cura posible. Aparte de la humillación física que había sufrido, el incidente con Jerome había sido una derrota espiritual. Por primera vez en su vida, Maria había sido castigada. Había sobrepasado sus límites y la brutalidad de esa experiencia había alterado su imagen de sí misma. Hasta entonces se había imaginado capaz de cualquier cosa, cualquier aventura, cualquier transgresión, cualquier audacia. Se había sentido más fuerte que otras personas, inmunizada contra los estragos y los fracasos que afligen al resto de la humanidad. Después del intercambio con Lillian, comprendió hasta qué punto se había engañado a si misma. Descubrió que era débil, una persona confinada dentro de sus propios temores y represiones internas, tan mortal y tan confusa como cualquiera.
Fueron precisos tres años para reparar el daño (en la medida en que llegó a ser reparado), y cuando nuestros caminos se cruzaron en el piso de Sachs aquella noche, ella estaba más o menos dispuesta para salir de su concha. Y fue a mí a quien ofreció su cuerpo, fue sólo porque aparecí en el momento oportuno. Maria siempre se burló de esa interpretación e insinuó que yo era el único hombre con el que podía haberse ido, pero estaría loco si creyera que fue porque poseía algún encanto sobrenatural. Yo era únicamente un hombre entre muchos hombres posibles, mercancía averiada a mi manera, y si respondía a lo que ella buscaba en ese momento, tanto mejor para mí. Fue ella quien estableció las reglas de nuestra amistad y yo las cumplí lo mejor que pude, cómplice gustoso de sus caprichos y urgentes demandas. A petición de Maria acepté que nunca dormiríamos juntos dos noches seguidas. Acepté que nunca le hablaría de ninguna otra mujer. Acepté que nunca le pediría que me presentase a ninguno de sus amigos. Acepté actuar como si nuestra relación fuese un secreto, un drama clandestino que había que ocultarle al resto del mundo. Ninguna de estas restricciones me disgustaba. Me vestía con la ropa que Maria deseaba que llevase, satisfacía su apetito de lugares de encuentro raros (taquillas del metro, salas de apuestas, lavabos de restaurantes), comía las comidas coordinadas por el color que ella preparaba. Todo era juego para Maria, una llamada a la invención constante, y ninguna idea era demasiado disparatada como para no probarla una vez. Hicimos el amor vestidos y desnudos, con luz y sin luz, en interiores y exteriores, sobre su cama y debajo de ella. Nos pusimos togas, trajes de cavernícolas y esmóquines alquilados. Fingimos ser desconocidos, fingimos ser un matrimonio. Hicimos el número del médico y la enfermera, el número de la camarera y el cliente, el número del profesor y la alumna. Todo era bastante infantil, supongo, pero Maria se tomaba estas escenas muy en serio, no como diversiones sino como experimentos, como estudios acerca de la naturaleza cambiante del yo. Si no hubiese sido tan seria, dudo que yo hubiese podido continuar con ella como lo hice. Vi a otras mujeres durante ese tiempo, pero Maria era la única que significaba algo para mí, la única que todavía hoy forma parte de mi vida.
En septiembre de ese año (1979), finalmente se vendió la casa de Dutchess County, y Delia y David se trasladáron a Nueva York v se instalaron en un piso de Brooklyn, en la zona de Cobble Hill. Esto hizo que las cosas mejorasen y a la vez empeorasen para mí. Podía ver a mi hijo más a menudo, pero también significaba contactos más frecuentes con la que pronto sería mi ex mujer. Los trámites de nuestro divorcio estaban por entonces muy avanzados, pero Delia estaba empezando a tener dudas, y en aquellos últimos meses antes de que saliese el fallo hizo un oscuro y débil intento de reconquistarme. Si no hubiese habido un David en la escena, habría podido resistir esta campaña sin ninguna dificultad. Pero el niño claramente sufría por mi ausencia, y yo me sentía responsable de sus pesadillas, sus ataques de asma y sus lágrimas. La culpa es un poderoso persuasor, y Delia instintivamente pulsaba los botones adecuados siempre que yo estaba cerca. Una vez, por ejemplo, después de que un conocido suyo hubiese ido a cenar a su casa, me informó que David se había subido a su regazo y le había preguntado si iba a ser su nuevo papá. Delia no me estaba echando en cara este incidente, simplemente compartía su preocupación conmigo, pero yo cada vez que oía una de estas historias me hundía un poco más en las arenas movedizas del remordimiento. No era que desease vivir con Delia de nuevo, pero me preguntaba si no debería resignarme a ello, si no estaba destinado a estar casado con ella después de todo. Consideraba que el bienestar de David era más importante que el mío propio, y sin embargo, durante un año había estado jugueteando con Maria Turner y las otras, rechazando cualquier pensamiento que se refiriese al futuro. Era difícil justificar aquella vida ante mí mismo. La felicidad no era lo único que contaba. Una vez que te convertías en padre, había obligaciones que no podías rehuir, obligaciones con las que tenias que cumplir, costara lo que costara.
Fanny fue quien me salvó de lo que hubiese sido una decisión terrible. Ahora puedo decir eso, a la luz de lo que sucedió después, pero entonces nada estaba claro para mí. Cuando terminó el contrato de subarriendo de mi habitación de Varick Street, alquilé un apartamento a seis o siete manzanas de la casa de Delia en Brooklyn. No tenía intención de irme a vivir tan cerca de ella, pero los precios en Manhattan eran demasiado altos para mí, y una vez que empecé a buscar al otro lado del río, todos los pisos que me enseñaban parecían estar en su barrio. Acabé cogiendo un apartamento bastante deteriorado en Carroll Gardens, pero el alquiler era asequible y el dormitorio era lo bastante grande como para poner dos camas, una para mí y otra para David. Él empezó a pasar dos o tres noches a la semana conmigo, lo cual era un buen cambio en sí mismo, pero me ponía en una situación precaria con Delia. Me había dejado resbalar de nuevo hasta su órbita, y notaba que mi resolución empezaba a tambalearse. Por una desafortunada coincidencia, Maria estaba pasando dos meses fuera de la ciudad en la época de mi traslado, y también Sachs se había ido a California para trabajar en un guión de El nuevo coloso. Un productor independiente había comprado los derechos cinematográficos de su novela y Sachs había sido contratado para escribir el guión con un guionista profesional que vivía en Hollywood. Volveré a esa historia más tarde, pero ahora la cuestión es que yo estaba solo, desamparado en Nueva York sin mis habituales compañeros. Todo mi futuro estaba en juego otra vez y yo necesitaba a alguien para hablar, para oírme a mí mismo pensar en voz alta.
Fanny me llamó una noche a mi nuevo apartamento y me invitó a cenar. Supuse que se trataba de una de sus acostumbradas cenas con cinco o seis invitados más, pero cuando me presenté en su casa la noche siguiente descubrí que el único invitado era yo. Esto fue una sorpresa para mí. En todos los años que hacía que nos conocíamos, Fanny y yo no habíamos pasado nunca unas horas solos. Ben siempre había estado presente y, salvo los raros momentos en que salía de la habitación o le llamaban por teléfono, apenas habíamos hablado sin que otra persona escuchase lo que decíamos. Yo estaba tan acostumbrado a esta situación que ya ni me molestaba en cuestionaría. Fanny siempre había sido para mí una figura remota e idealizada, y me parecía adecuado que nuestras relaciones fueran indirectas, perpetuamente mediatizadas por otros. A pesar del afecto que había ido creciendo entre nosotros, aún me ponía un poco nervioso estar con ella. Mi timidez tendía a hacerme extravagante y a menudo me esforzaba desesperadamente por hacerla reír, contando chistes malos y haciendo horribles juegos de palabras, traduciendo mi incomodidad en bromas alegres y pueriles. Todo esto me turbaba, ya que nunca actuaba de ese modo con nadie. No soy una persona jocosa y sabía que le estaba dando una impresión falsa de cómo era, pero hasta aquella noche no comprendí por qué me había ocultado siempre de ella. Algunos pensamientos son demasiado peligrosos y uno no debe permitirse acercarse a ellos.
Recuerdo la blusa de seda blanca que llevaba aquella noche y las perlas blancas alrededor de su cuello moreno. Creo que ella se dio cuenta de lo desconcertado que estaba por su invitación, pero no comentó nada, y actuó como si fuese absolutamente normal que unos amigos cenasen de aquella manera. Probablemente lo era, pero no desde mi punto de vista, no con la historia de elusiones que había entre nosotros. Le pregunté si había algo especial de lo que quisiese hablarme. Me dijo que no, simplemente le apetecía verme. Había estado trabajando mucho desde que Ben se fue y al despertarse el día anterior se le ocurrió de repente que me echaba de menos. Eso era todo. Me echaba de menos y quería saber cómo estaba.
Empezamos con unas copas en el cuarto de estar, hablando principalmente de Ben durante los primeros minutos. Mencioné una carta que me había escrito la semana anterior y entonces Fanny me contó una conversación telefónica que había tenido con él aquel mismo día. Ella no creía que la película llegara a hacerse, pero Ben estaba ganando mucho dinero con el guión y eso les vendría bien. La casa de Vermont necesitaba un tejado nuevo y quizá podrían ponerlo antes de que el viejo se hundiera. Puede que después de eso hablásemos de Vermont, o de su trabajo en el museo. No lo recuerdo. Cuando nos sentamos a la mesa habíamos pasado a hablar de mi libro. Le dije a Fanny que continuaba escribiendo, pero menos que antes, ya que ahora varios días de la semana estaban dedicados por completo a David. Le dije que vivíamos como un par de solterones, chancleteando por el apartamento en zapatillas, fumando una pipa por la noche, hablando de filosofía mientras tomábamos una copa de coñac y contemplábamos las brasas de la chimenea.
– Un poco como Holmes y Watson -dijo Fanny.
– Ya llegaremos a eso. Hoy por hoy, la defecación sigue siendo un tema importante, pero una vez que mi compañero deje los pañales, estoy seguro de que abordaremos otros asuntos.
– Podía ser peor.
– Desde luego. No me habrás oído quejarme, ¿verdad?
– ¿Le has presentado a alguna de tus amigas?
– ¿Maria, por ejemplo?
– Por ejemplo.
– He pensado en ello, pero nunca me parece que sea un buen momento. Probablemente porque no deseo hacerlo. Temo que se haga un lío.
– ¿Y qué me dices de Delia? ¿Sale con otros hombres?
– Creo que sí, pero no es muy comunicativa respecto a su vida privada.
– Más vale así, supongo.
– No sé qué decirte. Tal y como están las cosas ahora, parece que está bastante contenta de que me haya ido a vivir a su barrio.
– Dios santo. No estarás animándola,¿verdad?
– No estoy seguro. Seria diferente si estuviese pensando en casarme con otra.
– David no es motivo suficiente, Peter. Si ahora volvieses con Delia, empezarías a odiarte por ello. Te convertirías en un viejo amargado.
– Puede que ya lo sea.
– No digas tonterías.
– Trato de no serlo, pero cada vez me resulta más difícil mirar el desastre que he provocado sin sentirme estúpido.
– Te sientes responsable, eso es todo. Están tirando de ti en direcciones opuestas.
– Siempre que me marcho, me digo que debería haberme quedado. Siempre que me quedo, me digo que debería haberme marchado.
– Eso se llama ambivalencia.
– Entre otras cosas. Si ése es el término que quieres usar, no me opongo.
– O como mi abuela le dijo una vez a mi madre: “Tu padre sería un hombre maravilloso si fuese diferente.”
– Ja.
– Sí, ja. Toda una epopeya de dolor y sufrimiento reducida a una sola frase.
– El matrimonio como pantano, como ejercicio de autoengaño que dura toda una vida.
– Simplemente todavía no has conocido a la persona adecuada, Peter, tienes que darte más tiempo.
– Me estás diciendo que no sé lo que es el verdadero amor. Y cuando lo sepa mis sentimientos cambiarán. Es muy amable por tu parte pensar eso, pero ¿y si no me sucede nunca? ¿Y si no está en mis cartas?
– Lo está, te lo garantizo.
– ¿Por qué estás tan segura?
Fanny hizo una pausa, dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato y alargó la mano para coger la mía.
– Tú me quieres, ¿verdad?
– Claro que te quiero -dije.
– Siempre me has querido,¿no es cierto? Desde el primer momento en que me viste. Esa es la verdad, ¿no? Me has querido todos estos años y aún me quieres.
Retiré la mano y bajé los ojos, agobiado por la vergüenza.
– ¿Qué es esto? -dije-. ¿Una confesión forzada?
– No, sólo trato de demostrar que te casaste con la mujer inadecuada.
– Tú estás casada con otro, ¿recuerdas? Siempre creí que eso te dejaba fuera de la lista de las candidatas.
– No estoy diciendo que deberías haberte casado conmigo, pero no deberías haberte casado con la mujer con la que te casaste.
– Estás hablando en círculos, Fanny.
– Está clarísimo. Lo que pasa es que no quieres entender lo que te estoy diciendo.
– No, hay un fallo en tu argumentación. Reconozco que casarme con Delia fue una equivocación. Pero que te quiera a ti no demuestra que pueda querer a otra. ¿Qué pasaría si tú fueras la única mujer a la que puedo querer? Planteo esta pregunta hipotéticamente, por supuesto, pero es una cuestión crucial. Si es verdad, entonces tu argumentación no tiene sentido.
– Las cosas no son así, Peter.
– Así es como son para Ben y para ti. ¿Por qué hacer una excepción para ti?
– Yo no la hago.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– No tendré que explicártelo todo, ¿verdad?
– Tendrás que perdonarme, pero empiezo a sentirme un poco confuso. Si no supiera que estoy hablando contigo, juraría que estás insinuándote.
– ¿Me estás diciendo que tendrías algún inconveniente?
– Dios, Fanny, estás casada con mi mejor amigo.
– Ben no tiene nada que ver con esto. Esto es estrictamente entre nosotros.
– No, no lo es. Tiene todo que ver con él.
– ¿Y qué crees que está haciendo Ben en California?
– Está escribiendo un guión.
– Sí, está escribiendo un guión. Y también se está tirando a una chica que se llama Cynthia.
– No te creo.
– ¿Por qué no le llamas y lo averiguas tú mismo? Pregúntaselo, simplemente. El te dirá la verdad. Dile: Fanny me ha dicho que te estás tirando a una chica que se llama Cynthia. ¿Es cierto, tío? Él te dará una respuesta sincera, lo sé.
– Creo que no deberíamos estar manteniendo esta conversación.
– Y luego pregúntale por las otras, las anteriores a Cynthia. Grace, por ejemplo. Y Nora, y Martine, y Val. Ésos son los primeros nombres que me vienen a la cabeza, pero si me das un minuto me acordaré de algunos más. Tu amigo es un pichabrava, Peter. No lo sabías, ¿verdad?
– No hables así. Es repugnante.
– Sólo te estoy diciendo la verdad. No es como si Ben me lo ocultase. Cuenta con mi permiso, ¿comprendes? Puede hacer lo que le dé la gana. Y yo también puedo hacer lo que me dé la gana.
– Entonces ¿por qué molestarse en seguir casados? Si todo eso es verdad, no hay razón para que continuéis juntos.
– Nos queremos, ésa es la razón.
– Ciertamente no lo parece.
– Pues es así. Eso es lo que hemos acordado. Si no le diese a Ben esta libertad, no podría conservarle.
– Así que él se va por ahí de correrías mientras tú te quedas en casa esperando a que el marido pródigo vuelva al hogar. No me parece un acuerdo justo.
– Es justo. Lo es porque yo lo acepto, porque me siento feliz así. Aunque apenas he utilizado mi propia libertad, sigue siendo mía, sigue perteneciéndome, es un derecho que puedo ejercer cuando quiera.
– Por ejemplo ahora.
– Eso es, Peter. Finalmente vas a tener lo que siempre has deseado. No tienes por qué sentir que estás traicionando a Ben. Lo que suceda esta noche es algo estrictamente entre tú y yo.
– Eso ya lo has dicho antes.
– Puede que ahora lo entiendas un poco mejor. No tienes por qué quedarte paralizado. Si me deseas puedes poseerme.
– Así, sin más.
– Sí, sin más.
Su crudeza me acobardaba, me parecía incomprensible. Si no hubiera estado tan desconcertado, probablemente me habría levantado de la mesa y me habría ido, pero me quedé sentado en mi silla sin decir nada. Por supuesto, yo deseaba acostarme con ella. Ella lo había comprendido desde el principio, y ahora que me había descubierto, ahora que había convertido mi deseo en una brutal y vulgar proposición, yo apenas sabía quién era ella. Fanny se había convertido en otra. Ben se había convertido en otro. En el espacio de una breve conversación, todas mis certezas acerca del mundo se habían derrumbado.
Fanny me cogió la mano de nuevo y, en lugar de intentar disuadiría, respondí con una débil y azorada sonrisa. Ella debió de interpretarlo como una capitulación, porque un momento después se levantó de su silla y dio la vuelta a la mesa para acercarse a mi. Le abrí los brazos y sin decir una palabra ella se acurrucó en mi regazo, plantó sus caderas firmemente sobre mis muslos y me cogió la cara entre las manos. Empezamos a besarnos, las bocas abiertas, las lenguas agitándose, babeándonos las barbillas, empezamos a besarnos como un par de adolescentes en el asiento trasero de un coche.
Continuamos así durante las tres semanas siguientes. Casi enseguida, Fanny se me hizo reconocible de nuevo, un punto de quietud familiar y enigmático. Ya no era la misma, por supuesto, pero no en ninguno de los sentidos que me habían aturdido aquella primera noche, y la crudeza que había mostrado entonces no se repitió. Empecé a olvidarlo, a acostumbrarme a nuestra nueva relación, a la continua acometida del deseo. Ben seguía fuera de la ciudad y, excepto cuando David estaba conmigo, yo pasaba todas las noches en su casa, durmiendo en su cama y haciendo el amor con su mujer. Di por sentado que me casaría con Fanny. Aunque eso significase destruir mi amistad con Sachs, estaba plenamente dispuesto a llevarlo a cabo. Por el momento, sin embargo, me callaba. Todavía estaba demasiado impresionado por la fuerza de mis sentimientos y no quería abrumaría hablando demasiado pronto. Así es como justificaba mi silencio, por lo menos, pero la verdad era que Fanny mostraba poca inclinación a hablar de nada que no fuera el día a día, la logística del próximo encuentro. Nuestras escenas de amor eran mudas e intensas, un desvanecimiento a las profundidades de la inmovilidad. Fanny era toda languidez y sumisión, y yo me enamoré de la suavidad de su piel, de la forma en que cerraba los ojos siempre que yo me acercaba a ella silenciosamente por detrás y la besaba en la nuca. Durante las dos primeras semanas no deseé nada más. Tocarla era suficiente, y yo vivía para el ronroneo casi inaudible que salía de su garganta, para sentir que su espalda se arqueaba lentamente contra las palmas de mis manos.
Imaginaba a Fanny como la madrastra de David. Imaginaba que los dos pondríamos casa en un barrio diferente y viviríamos allí el resto de nuestras vidas. Imaginaba tormentas, escenas dramáticas y combates de gritos con Sachs antes de que nada de esto fuera posible. Tal vez acabemos llegando a las manos, pensaba. Me encontraba dispuesto a todoy ni siquiera la idea de pelearme con mi amigo me escandalizaba. Insistí para que Fanny me hablase de él, ávido de escuchar sus agravios para justificarme ante mis propios ojos. Si podía probar que él había sido un mal marido, entonces mi plan de quitársela tendría el peso y la santidad de un propósito moral. No estaría quitándosela, estaría rescatándola, y mi conciencia quedaría limpia. Era demasiado ingenuo para comprender que la enemistad también puede ser una dimensión del amor. Fanny sufría por la conducta sexual de Ben; sus extravíos y pecadillos eran una fuente constante de dolor para ella, pero una vez que empezó a hacerme confidencias, la amargura que yo esperaba oír nunca fue más allá de un suave reproche. Abrirse a mí parecía aliviar cierta presión en su interior, y ahora que ella también había cometido un pecado, quizá podría perdonarle los pecados que él había cometido contra ella. Ésta era la economía de la justicia, por así decirlo, el quid pro quo que convierte a la víctima en victimario, el acto que equilibra la balanza. Acabé por aprender muchas cosas acerca de Sachs a través de Fanny, pero no me proporcionaban la munición que buscaba. Más bien, sus revelaciones tenían el efecto opuesto. Una noche, por ejemplo, cuando empezamos a hablar de la época que él pasó en prisión, descubrí que aquellos diecisiete meses habían sido mucho más terribles para él de lo que nunca me había permitido saber. No creo que Fanny estuviera tratando de defenderle expresamente, pero cuando me enteré de las cosas que había soportado (palizas caprichosas, continuos vejámenes y amenazas, un posible incidente de violación homosexual), me resultó difícil experimentar ningún resentimiento contra él. Sachs, visto a través de los ojos de Fanny, era una persona más complicada y angustiada que la que yo creía conocer. No era únicamente el exuberante y agotador extrovertido que llegó a ser mi amigo, era también un hombre que se escondía de los demás, un hombre cargado de secretos que nunca había compartido con nadie. Yo quería una excusa para volverme contra él, pero durante esas semanas que pasé con Fanny, me sentí tan unido a él como siempre. Extrañamente, nada de esto interfería en mis sentimientos hacia ella. Amarla era sencillo, aunque todo lo que rodeaba a ese amor estuviese cargado de ambigüedad. Era ella quien se había arrojado en mis brazos, después de todo, y sin embargo cuanto más la estrechaba, menos seguro me sentía de qué era lo que abrazaba.
La historia coincidió exactamente con la ausencia de Ben. Un par de días antes de su regreso, finalmente planteé el asunto de qué íbamos a hacer cuando él volviese a Nueva York. Fanny me propuso que siguiésemos cómo hasta entonces, viéndonos cuando lo deseáramos. Le dije que eso no era posible, que ella tendría que romper con Ben y venirse conmigo si queríamos continuar. No había lugar para la duplicidad. Debíamos contarle lo que había sucedido, resolver las cosas lo más rápidamente posible y luego hacer planes para casarnos. Nunca se me había ocurrido que no fuera eso lo que Fanny deseaba, pero esto sólo demuestra lo ignorante que era, lo mal que había interpretado sus intenciones desde el principio. No dejaría a Ben, me dijo. Ni siquiera había considerado esa posibilidad. Por mucho que me quisiera, eso no era algo que estuviese dispuesta a hacer.
Aquello se convirtió en una conversación angustiosa que duró varias horas, una vorágine de argumentos circulares que nunca nos llevaban a ninguna parte. Ambos lloramos mucho, implorando al otro que fuese razonable, que cediese, que mirase la situación desde otra perspectiva, pero no dio resultado. Tal vez era imposible que saliera bien, pero tal y como se desarrolló me pareció la peor conversación de mi vida, un momento de ruina absoluta. Fanny se negaba a dejar a Ben y yo me negaba a quedarme con ella a menos que lo hiciera, tiene que ser todo o nada, le repetía yo. La amaba demasiado para conformarme con una parte de ella. En lo que a mi se refería, cualquier cosa que fuera menos que todo, sería nada, una miseria con la cual no podría vivir. Así que me quedé con mi miseria y mi nada, y el asunto terminó con nuestra conversación de aquella noche. A lo largo de los meses que siguieron, apenas hubo un momento en que no lo lamentara, en que no me doliera mi terquedad, pero no había la menor posibilidad de revocar el carácter concluyente de mis palabras.
Todavía ahora no logro comprender el comportamiento de Fanny, supongo que uno podría desechar todo el asunto y decir que simplemente se divertía con una aventurilla mientras su marido estaba fuera de la ciudad. Pero si la relación sexual era lo único que buscaba, no tiene sentido que me eligiese a mí. Dada mi amistad con Ben, yo era la última persona a la que habría recurrido. Tal vez lo hacía para vengarse, por supuesto, aprovechándose de mí para saldar sus cuentas con Ben, pero a la larga no creo que esa explicación profundice lo suficiente. Presupone una especie de cinismo que Fanny nunca tuvo realmente, y quedan sin respuesta demasiadas preguntas. También es posible que pensara que sabía lo que se hacía y luego empezara a amilanarse. Un caso clásico de enfriamiento, por así decirlo, pero entonces ¿cómo interpretar el hecho de que nunca vacilase, de que nunca mostrara el menor asomo de arrepentimiento o indecisión? Hasta el último momento nunca se me pasó por la cabeza que ella tuviese ninguna duda respecto a mí. Si la relación terminó tan bruscamente, tenía que ser porque ella lo esperaba, porque desde el principio había sabido que sucedería así. Esto parece perfectamente verosímil. El único problema es que contradice todo lo que dijo e hizo durante las tres semanas que pasamos juntos. Lo que parece un pensamiento clarificador finalmente no es más que otro tropiezo. En el momento en que uno lo acepta, comienza de nuevo el acertijo.
No todo fue malo para mí, sin embargo. A pesar de cómo terminó, el episodio tuvo ciertas consecuencias positivas, y ahora lo considero una coyuntura clave en mi historia personal. Para empezar, renuncié a la idea de reanudar mi matrimonio. Amar a Fanny me había demostrado lo inútil que eso habría sido y abandoné tales pensamientos de una vez por todas No hay duda de que Fanny fue directamente responsable de este cambio de actitud. De no ser por ella, nunca habría estado en situación de conocer a Iris, y a partir de entonces mi vida habría evolucionado de una forma totalmente diferente. Una forma peor, estoy convencido; una forma que me habría a la amargura contra la cual Fanny me advirtió la primera noche que pasamos juntos. Al enamorarme de Iris cumplí la profecía que ella me había hecho esa misma noche; pero antes de poder creer en la profecía tuve que enamorarme de Fanny. ¿Era eso lo que ella estaba tratando de demostrarme? ¿Era ése el motivo oculto de nuestra disparatada relación? Parece descabellado incluso sugerirlo, y sin embargo concuerda con los hechos mucho más que ninguna otra explicación. Lo que estoy diciendo es que Fanny se echó en mis brazos para salvarme de mí mismo, que hizo lo que hizo para impedirme volver con Delia. ¿Es posible tal cosa? ¿Puede una persona realmente ir tan lejos por el bien de otra? De ser así, los actos de Fanny se convertían ni más ni menos que en extraordinarios, un gesto puro y luminoso de sacrificio personal. De todas las interpretaciones que he considerado a lo largo de los años, ésta es la que más me gusta. Eso no significa que sea cierta, pero puesto que puede serlo, me complace creer que lo es. Después de once años, es la única respuesta que todavía tiene sentido.
Una vez que Sachs volvió a Nueva York, pensé evitar verle. No tenía ni idea de si Fanny iba a decirle lo que habíamos hecho, pero aunque guardase el secreto, la perspectiva de ocultárselo yo me resultaba intolerable. Nuestras relaciones habían sido siempre demasiado honestas y francas como para hacer eso, y yo no estaba de humor para empezar a contarle mentiras en aquel momento. Además, me figuraba que me calaría enseguida, y si Fanny le contaba a qué nos habíamos dedicado, yo estaría exponiéndome a toda clase de desastres. De una forma u otra, no estaba en condiciones de verle. Si lo sabía, actuar como si no lo supiera seria un insulto. Y si no lo sabía, cada minuto pasado en su compañía seria una tortura.
Trabajé en mi novela, me ocupé de David, esperé a que Maria regresase a la ciudad. En circunstancias normales, Sachs me habría llamado al cabo de dos o tres días. Rara vez pasaba más tiempo sin que nos llamásemos, y ahora que había vuelto de su aventura en Hollywood esperaba saber de él. Pero pasaron tres días, y luego otros tres, y poco a poco comprendí que Fanny le había hecho partícipe del secreto. No había ninguna otra explicación posible. Supuse que eso significaba que nuestra amistad había terminado y que nunca volvería a verle. Justo cuando estaba a punto de enfrentarme a esta idea (en el séptimo u octavo día), sonó el teléfono y allí estaba Sachs al otro extremo de la línea, al parecer en excelente forma, gastando bromas con el mismo entusiasmo de siempre. Traté de ponerme a la altura de su animación, pero estaba demasiado desconcertado para hacerlo de un modo convincente. Me temblaba la voz y dije todo lo que no debía. Cuando me invitó a cenar aquella noche, inventé una excusa y le dije que le llamaría al día siguiente para quedar en algo. No le llamé. Pasaron dos días más y entonces Sachs volvió a llamarme, aún de excelente humor, como si nada hubiese cambiado entre nosotros. Hice todo lo que pude por rechazarle, pero esta vez él no aceptó una negativa. Propuso invitarme a almorzar aquella misma tarde, y antes de que se me ocurriese un modo de escaparme, me oí aceptando su invitación. Quedamos en encontrarnos en Costello’s, un pequeño restaurante de Court Street a pocas manzanas de mi casa, al cabo de dos horas. Si yo no aparecía, él sencillamente vendría a mi apartamento y llamaría a la puerta. No había sido lo bastante rápido y ahora iba a tener que dar la cara.
Él ya estaba allí cuando llegué, sentado en un compartimento al fondo del restaurante. Tenía extendido ante sí sobre la mesa de formica el New York Times y parecía absorto en lo que estaba leyendo, mientras fumaba un cigarrillo y sacudía distraídamente la ceniza en el suelo después de cada chupada. Esto ocurría a principios de 1980, la época de la crisis de los rehenes en Irán, de las atrocidades de los jemeres rojos en Camboya, de la guerra de Afganistán. El sol de California había aclarado el pelo de Sachs y su cara bronceada estaba salpicada de pecas. Pensé que tenía buen aspecto, parecía más descansado que la última vez que le había visto. Mientras me dirigía a la mesa, me pregunté cuánto tendría que acercarme antes de que se diese cuenta de que estaba allí. Cuanto antes suceda, peor será nuestra conversación, me dije. Que levantara la vista querría decir que estaba preocupado, lo cual demostraría que Fanny ya le había hablado. Por el contrario, si mantenía la nariz pegada a su periódico, eso indicaría que estaba tranquilo, lo cual podía significar que Fanny aún no le había hablado. Cada paso que yo diera por el restaurante lleno de gente sería una señal a mi favor, una pequeña prueba de que él todavía estaba a oscuras, de que todavía no sabía que yo le había engañado. Llegué hasta el compartimento sin recibir una sola mirada.
– Tiene usted un estupendo bronceado, Mr. Hollywood -dije.
Mientras me sentaba en el banco frente a él, Sachs levantó la cabeza bruscamente, me miró sin expresión por un momento y luego sonrió. Era como si no me esperase, como si yo hubiese aparecido de repente en el compartimento por casualidad. Eso era llevar las cosas demasiado lejos, pensé, y en el breve silencio que precedió a su respuesta, se me ocurrió que sólo había fingido estar distraído. En ese caso, el periódico no era más que un punto de apoyo. Había estado todo el tiempo esperando a que llegase, pasando las hojas simplemente, mirando ciegamente las palabras sin molestarse en leerlas.
– Tú tampoco tienes mal aspecto -dijo-. El frío debe sentarte bien.
– No me molesta. Después de pasar el invierno pasado en el campo, esto me parece el trópico.
– ¿Y qué has estado haciendo desde que yo me fui a masacrar mi libro?
– Masacrando el mío -contesté-. Todos los días añado unos cuantos párrafos a la catástrofe.
– Debes tener ya bastante.
– Once capítulos de los trece que tendrá. Supongo que eso quiere decir que la meta está a la vista.
– ¿Tienes idea de cuándo lo terminarás?
– En realidad, no. Tres o cuatro meses, tal vez. Pero también podrían ser doce. O dos. Cada vez me resulta más difícil hacer predicciones.
– Espero que me dejes leerlo cuando lo hayas terminado.
– Por supuesto, serás la primera persona a quien se lo dé.
En ese momento llegó la camarera a tomar nota de nuestro pedido. Por lo menos eso es lo que recuerdo: una interrupción temprana, una breve pausa en el flujo de nuestra conversación. Desde que me había trasladado a aquel barrio, había ido a almorzar a Costello’s unas dos veces por semana y la camarera me conocía. Era una mujer inmensamente gorda y simpática que andaba como un pato por entre las mesas vestida de uniforme verde pálido y siempre con un lápiz amarillo metido en su pelo gris muy rizado. Nunca escribía con aquel lápiz, usaba otro que llevaba en el bolsillo del delantal, pero le gustaba tenerlo a mano para casos de emergencia. No recuerdo el nombre de esa mujer, pero ella solía llamarme “chati” y se quedaba charlando conmigo siempre que entraba; nunca acerca de nada concreto, pero siempre de un modo que me hacia sentir bienvenido. Incluso con Sachs allí aquella tarde, nos entregamos a uno de nuestros largos intercambios de palabras. Da igual de qué hablásemos, sólo lo menciono para señalar de qué humor estaba Sachs aquel día. No sólo no habló con la camarera (lo cual era sumamente insólito en él), sino que en el mismo momento en que ella se marchó con nuestro pedido, él reanudó la conversación exactamente donde la habíamos dejado, como si no hubiésemos sido interrumpidos. Sólo entonces empecé a comprender lo agitado que estaba. Más tarde, cuando nos sirvieron la comida, creo que no comió más de uno o dos bocados. Fumó y bebió café, ahogando sus cigarrillos en los platillos inundados.
– El trabajo es lo que cuenta -dijo, cerrando el periódico y echándolo sobre el banco a su lado-. Quiero que lo sepas.
– Creo que no te sigo -dije, dándome cuenta de que lo seguía bastante bien.
– Te estoy diciendo que no te preocupes, nada más.
– ¿Preocuparme? ¿Por qué habría de preocuparme?
– No, no debes preocuparte -dijo Sachs, dedicándome una sonrisa cordial y asombrosamente radiante. Por un momento, su expresión fue casi beatífica-. Pero te conozco lo suficiente como para estar bastante seguro de que te preocuparás.
– ¿Me he perdido algo o es que hoy hemos decidido hablar dando rodeos?
– No pasa nada, Peter. Eso es lo único que quiero decirte. Fanny me lo ha contado y no tienes por qué sentirte culpable por ello.
– ¿Qué es lo que te ha contado?
Era una pregunta ridícula, pero yo estaba demasiado aturdido por su serenidad como para decir cualquier otra cosa.
– Lo que ha sucedido mientras estaba fuera. Los rayos y las centellas. Los polvos y los lodos. Toda la maldita historia.
– Ya entiendo. No ha dejado mucho espacio para la imaginación.
– No, no demasiado.
– Bueno, ¿y ahora qué pasa? ¿Es éste el momento en que me das tu tarjeta y me dices que hable con mis padrinos? Tendremos que encontrarnos al amanecer, por supuesto. En un buen sitio, un sitio con el adecuado valor escénico. La acera del puente de Brooklyn, por ejemplo, o tal vez el monumento a la guerra civil de Grand Army Plaza. Algo majestuoso. Un lugar donde el cielo pueda empequeñecernos, donde la luz del sol pueda arrancar destellos a nuestras pistolas levantadas. ¿Qué me dices, Ben? ¿Quieres hacerlo así? ¿O preferirías resolverlo ahora? Al estilo americano. Te inclinas sobre la mesa, me das un puñetazo en la nariz y te vas. A mí me vale cualquiera de las dos cosas. Lo dejo a tu elección.
– También hay una tercera posibilidad.
– Ah, la tercera vía -dije, iracundo y chistoso-. No me había dado cuenta de que tuviésemos tantas opciones.
– Por supuesto que sí. Más de las que podemos contar. En la que yo estaba pensando es muy simple. Esperamos a que nos traigan la comida, nos la comemos, luego pago la cuenta y nos vamos.
– Eso no vale. Así no hay drama. No hay confrontación. Tenemos que airear las cosas. Si ahora nos echamos atrás no me quedaré satisfecho.
– No hay ninguna razón para discutir, Peter.
– Sí que la hay. Hay muchas razones para discutir. Le he pedido a tu mujer que se case conmigo. Si eso no es motivo suficiente para una pelea, entonces ninguno de nosotros merece vivir con ella.
– Si quieres desahogarte, adelante. Estoy dispuesto a escucharte. Pero no tienes que hablar de ello si no lo deseas.
– A nadie puede importarle tan poco su propia vida. Es casi criminal ser tan indiferente.
– No soy indiferente. Simplemente era inevitable que ocurriese antes o después. No soy tonto, después de todo. Sé lo que sientes por Fanny. Siempre lo has sentido. Lo llevas escrito en la cara cada vez que te acercas a ella.
– Fue Fanny quien dio el primer paso. Si ella no hubiese querido, no habría sucedido nada.
– No te estoy echando la culpa. Si yo estuviera en tu lugar, habría hecho lo mismo.
– Eso no quiere decir que esté bien.
– No se trata de que esté bien o mal. Así es como funciona el mundo. Todos los hombres son prisioneros de su polla y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. A veces tratamos de luchar contra ello, pero es siempre una batalla perdida.
– ¿Es ésa una confesión de culpabilidad o estás tratando de decirme que eres inocente?
– ¿Inocente de qué?
– De lo que Fanny me ha contado. Tus aventuras amorosas. Tus actividades extramatrimoniales.
– ¿Ella te ha contado eso?
– Con todo detalle. Acabó dándome una conferencia. Nombres, fechas, descripciones de las víctimas, todo. Ha surtido efecto. Desde entonces mi idea de cómo eres ha cambiado por completo.
– No estoy seguro de que debas creer todo lo que oyes.
– ¿Estás diciendo que Fanny es una mentirosa?
– Claro que no. Lo que pasa es que no siempre comprende del todo la verdad.
– Eso viene a ser lo mismo. Es otra forma de decirlo, nada más.
– No, te estoy diciendo que Fanny no puede remediar pensar lo que piensa. Ella misma está convencida de que le soy infiel, y nada de lo que le diga podrá disuadiría nunca.
– ¿Quieres decir que no lo eres?
– He tenido algún desliz, pero nunca hasta el punto que ella imagina. Considerando todo el tiempo que llevamos juntos, no es un mal récord. Fanny y yo hemos tenido nuestros altibajos, pero nunca ha habido un momento en que haya deseado no estar casado con ella.
– Entonces, ¿de dónde se saca los nombres de todas esas mujeres?
– Yo le cuento historias. Forma parte de un juego. Invento historias acerca de mis conquistas imaginarias y Fanny me escucha. Eso la excita. Las palabras tienen fuerza, después de todo. Para algunas mujeres, no hay mayor afrodisíaco. Ya debes saber eso de Fanny. Le encantan las conversaciones obscenas. Y cuanto más gráfico seas, más caliente se pone.
– No me pareció que se tratara de eso. Siempre que Fanny me hablaba de ti, lo hacía totalmente en serio. Ni una palabra acerca de “conquistas imaginarias”. Eran todas muy reales para ella.
– Porque es celosa, y una parte de ella se empeña en creer lo peor. Ha sucedido ya muchas veces. En cualquier momento dado, Fanny me inventa una relación apasionada con alguien. Esto viene ocurriendo desde hace años, y la lista de mujeres con las que me he acostado se va haciendo cada vez más larga. Hace tiempo que comprendí que no servía de nada negarlo. Eso sólo aumentaba sus sospechas, así que en lugar de decirle la verdad le digo lo que quiere oír. Miento para hacerla feliz.
– Yo no le llamaría a eso felicidad.
– Para mantenernos unidos, entonces. Para mantener cierto equilibrio. Esas historias nos ayudan. No me preguntes por qué, pero una vez que empiezo a contárselas, las cosas vuelven a arreglarse entre nosotros. Tú pensabas que había dejado de escribir novela, pero sigo haciéndolo. Sólo que mi público se ha reducido a una sola persona. Pero es la única que realmente cuenta.
– ¿Y esperas que me crea esto?
– No pienses que me estoy divirtiendo. No es fácil hablar de ello. Pero supongo que tienes derecho a saberlo, y estoy haciendo todo lo que puedo.
– ¿Y Valerie Maas? ¿Vas a decirme que nunca has tenido nada que ver con ella?
– Ése es un nombre que salía a relucir a menudo. Es redactora de una de las revistas para las cuales he escrito. Hace un año o dos comimos varias veces juntos. Comidas estrictamente de trabajo. Comentábamos mis artículos, hablábamos de proyectos futuros, esa clase de cosas. Finalmente a Fanny se le metió en la cabeza que Val y yo estábamos liados. No digo que no me sintiera atraído por ella. Si las circunstancias hubiesen sido diferentes, tal vez habría cometido una estupidez. Fanny intuyó todo eso, creo. Probablemente mencioné el nombre de Val en casa demasiadas veces o hice demasiados comentarios halagadores acerca de lo buena redactora que era. Pero la verdad es que a Val no le interesan los hombres. Vive con otra mujer desde hace cinco o seis años, y yo no hubiese conseguido nada aunque lo hubiese intentado.
– ¿No le contaste eso a Fanny?
– No habría tenido ningún sentido. Una vez que está convencida, no hay forma de sacarla de su error.
– Haces que parezca tan inestable… Pero Fanny no es así. Es una persona equilibrada, una de las personas menos ilusas que he conocido.
– Cierto. En muchos aspectos es realmente fuerte. Pero también ha sufrido mucho, y los últimos años han sido muy duros para ella. No siempre fue así, ¿comprendes? Hasta hace cuatro o cinco años no tenía nada de celosa.
– Hace cinco años es cuando yo la conocí. Oficialmente, quiero decir.
– También es cuando el médico le dijo que nunca podría tener hijos. Las cosas cambiaron para ella después de eso. Lleva dos años viendo a un terapeuta, pero creo que no le ha servido de mucho. No se siente deseable. Piensa que ningún hombre puede quererla. Por eso se imagina que yo me lío con otras mujeres. Porque cree que me ha fallado. Porque cree que debo castigarla por haberme fallado. Una vez que te vuelves contra ti mismo, es difícil no creer que todo el mundo está también contra ti.
– Nada de eso se nota.
– Eso es parte del problema. Fanny no habla lo suficiente. Se lo guarda todo, y cuando algo sale a relucir, es siempre de una forma indirecta. Eso empeora la situación. La mitad del tiempo sufre sin ser consciente de ello.
– Hasta el mes pasado yo siempre había pensado que el vuestro era un matrimonio perfecto.
– Nunca sabemos nada de nadie. Yo solía pensar lo mismo acerca de tu matrimonio y mira lo que os sucedió a Delia y a ti. Ya es bastante difícil seguir la pista de uno mismo. Cuando se trata de otras personas, no tenemos la más remota idea.
– Pero Fanny sabe que yo la quiero. Debo habérselo dicho mil veces, y estoy seguro de que me cree. No puedo imaginar que no me crea.
– Te cree. Por eso pienso que lo sucedido es una buena cosa. La has ayudado, Peter. Has hecho más por ella que nadie.
– Así que ahora me estás dando las gracias por acostarme con tu mujer?
– ¿Por qué no? Gracias a ti, hay una posibilidad de que Fanny empiece a creer en sí misma de nuevo.
– Llame al doctor Arreglalotodo, ¿eh? Repara matrimonios rotos, cura almas heridas, salva parejas en peligro. No es necesario pedir hora, visitas a domicilio las veinticuatro horas del día. Marque nuestro número gratuito. Así es el doctor Arreglalotodo. Le entrega su corazón y no pide nada a cambio.
– No te culpo por estar resentido. Debes estar pasándolo bastante mal, pero por si te vale de algo, Fanny piensa que eres el hombre más maravilloso que ha existido. Te ama. Nunca dejará de amarte.
– Lo cual no cambia el hecho de que quiere seguir casada contigo.
– La historia se remonta demasiado lejos, Peter. Hemos pasado demasiadas cosas juntos. Toda nuestra vida está ligada a eso.
– ¿Y en qué situación quedo yo?
– En la misma que has estado siempre. En la de mi amigo. En la del amigo de Fanny. En la de la persona que más nos importa en el mundo.
– Así que todo vuelve a empezar otra vez.
– Si tú quieres, si. Siempre que puedas soportarlo, es como si nada hubiese cambiado.
Repentinamente, yo estaba al borde de las lágrimas.
– No lo estropees -dije-. Es lo único que te digo. No lo estropees. Cuídala bien. Tienes que prometérmelo. Si no mantienes tu palabra, creo que te mataré. Te buscaré y te estrangularé con mis propias manos.
Me quedé mirando mi plato, luchando por dominarme. Cuando finalmente levanté la vista, vi que Sachs me estaba mirando. Tenía la mirada sombría, en la cara una expresión de dolor. Antes de que pudiera levantarme de la mesa para marcharme, él alargó su mano derecha y la sostuvo en el aire, resistiéndose a bajarla hasta que yo la tomé en la mía.
– Te lo prometo -dijo, estrechándome la mano con fuerza, aumentando la presión cada vez más-. Te doy mi palabra.
Después de ese almuerzo, yo ya no sabia qué creer. Fanny me había dicho una cosa, Sachs me había dicho otra, y en cuanto aceptase una historia, tendría que rechazar la otra. No había ninguna alternativa. Me habían presentado dos versiones de la verdad, dos realidades separadas y distintas, y por mucho que empujara, nunca podría juntarlas. Me daba cuenta de eso y, sin embargo, al mismo tiempo comprendía que ambas historias me habían convencido. En la ciénaga de pesar y confusión en la que estuve hundido durante los meses siguientes, vacilaba entre una y otra. No creo que fuese una cuestión de lealtades divididas (aunque puede que eso formase parte del asunto), sino más bien una certeza de que tanto Fanny como Ben me habían dicho la verdad. La verdad tal y como ellos la veían quizá, pero, no obstante, la verdad. Ninguno de los dos se había propuesto engañarme; ninguno de los dos había mentido intencionadamente. En otras palabras, no había una verdad universal. Ni para ellos ni para nadie. No había nadie a quien culpar o defender, y la única respuesta justificable era la compasión. Les había admirado a los dos durante demasiados años y era inevitable que me sintiera decepcionado por lo que había descubierto, pero ellos no eran los únicos que me habían decepcionado. Estaba decepcionado conmigo mismo, estaba decepcionado con el mundo. Incluso los más fuertes son débiles, me dije; incluso a los más valientes les falta valor; incluso los más sabios son ignorantes.
Me resultaba imposible seguir rechazando a Sachs. Había sido tan franco durante nuestra conversación en aquel almuerzo, tan claro al manifestar su deseo de que nuestra amistad continuara, que yo no era capaz de volverle la espalda. Pero él se había equivocado al suponer que nada cambiaría entre nosotros. Todo había cambiado entre nosotros y, nos gustara o no, nuestra amistad había perdido su inocencia. A causa de Fanny, habíamos penetrado en la vida del otro, habíamos dejado una huella en la historia interna del otro, y lo que antes había sido puro y simple entre nosotros era ahora infinitamente turbio y complejo. Poco a poco, empezamos a adaptarnos a estas nuevas condiciones, pero con Fanny era otra historia. Me mantuve alejado de ella, siempre veía a Sachs a solas. Siempre me disculpaba cuando me invitaba a su casa. Aceptaba el hecho de que ella pertenecía a Ben, pero eso no quería decir que estuviese dispuesto a verla. Ella comprendió mi renuencia, creo, y aunque continuó mandándome recuerdos a través de Sachs, nunca me insistió para que hiciera nada que yo no quisiera. Finalmente me llamó en noviembre, al cabo de seis o siete meses. Fue entonces cuando me invitó a la cena de Acción de Gracias en casa de la madre de Ben en Connecticut. En ese medio año, me había persuadido de que nunca había existido ninguna esperanza para nosotros, de que aun cuando ella hubiese dejado a Ben para vivir conmigo, la cosa no habría salido bien. Eso era un embuste, por supuesto, y no tengo ninguna forma de saber qué habría sucedido, no tengo ninguna forma de saber nada. Pero me ayudó a soportar aquellos meses sin perder la razón, y cuando repentinamente ni la voz de Fanny en el teléfono, pensé que había llegado el momento de ponerme a prueba en una situación real. Así que David y yo nos fuimos en el coche a Connecticut y pasé un día entero en su compañía. No fue el día más feliz de mi vida, pero conseguí sobrevivir. Las viejas heridas se abrieron, sangré un poco, pero cuando regresé a casa aquella noche con David dormido en mis brazos, descubrí que seguía estando más o menos entero.
No quiero sugerir que lograra esta cura yo solo. Una vez que Maria regresó a Nueva York, desempeñó un papel importante en la conservación de mi integridad y me sumergí en nuestras escapadas particulares con la misma pasión que antes. Tampoco era la única. Cuando Maria no estaba disponible, encontraba a otras que me distrajeran de mis penas de amor. Una bailarina que se llamaba Dawn, una escritora que se llamaba Laura, una estudiante de medicina que se llamaba Dorothy. En un momento u otro, cada una de ellas ocupó un lugar singular en mis afectos. Siempre que me paraba a examinar mi comportamiento, llegaba a la conclusión de que yo no estaba hecho para el matrimonio, que mis sueños de echar raíces con Fanny habían estado equivocados desde el principio. Yo no soy monógamo, me decía. Me sentía demasiado atraído por el misterio de los primeros encuentros. Demasiado fascinado por el escenario de la seducción, demasiado hambriento de la excitación de los cuerpos nuevos, y no se podía contar conmigo a largo plazo. Ésa era la lógica que me aplicaba, en cualquier caso, y funcionaba como una eficaz cortina de humo entre mi cabeza y mi corazón, entre mi entrepierna y mi inteligencia. Porque la verdad era que no tenía ni idea de lo que hacía. Había perdido el control y follaba por la misma razón por la que otros hombres beben: para ahogar mis penas, para embotar mis sentidos, para olvidarme de mí mismo. Me convertí en homo erectus, un falo libertino enloquecido. Al poco tiempo estaba enredado en varias relaciones a la vez, haciendo juegos malabares con las novias como un prestidigitador demente, entrando y saliendo de diferentes camas tan a menudo como la luna cambia de forma. En la medida en que este frenesí me mantenía ocupado, supongo que fue una medicina eficaz. Pero era una vida de loco y probablemente me hubiese matado si hubiese durado mucho más tiempo.
Sin embargo, había algo más que el sexo. Trabajaba bien y mi libro finalmente se acercaba a su fin. A pesar de los muchos desastres que me creaba, conseguía continuar escribiendo, avanzar sin reducir el paso. Mi mesa se había convertido en un santuario, y mientras siguiera sentándome allí y luchando por encontrar la palabra siguiente, nadie podría alcanzarme: ni Fanny, ni Sachs, ni siquiera yo mismo. Por primera vez en todos los años que llevaba escribiendo me sentía como si estuviera ardiendo. No sabía si el libro era bueno o malo, pero eso ya no me parecía importante. Había dejado de cuestionarme. Estaba haciendo lo que tenía que hacer y lo estaba haciendo de la única manera que me era posible. Todo lo demás derivaba de eso. No era tanto que empezase a creer en mi mismo como que estaba habitado por una sublime indiferencia. Me había vuelto intercambiable con mi trabajo, y aceptaba ese trabajo en sus propios términos, comprendiendo que nada podría liberarme del deseo de hacerlo. Esto era la sólida epifanía, la luz en la cual la duda se disolvía gradualmente. Aunque mi vida se cayera en pedazos, seguiría habiendo algo por lo que vivir.
Acabé Luna a mediados de abril, dos meses después de mi conversación con Sachs en el restaurante. Mantuve mi palabra y le di el manuscrito; cuatro días más tarde me llamó para decirme que lo había terminado. Para ser más exactos, empezó a gritar por teléfono, abrumándome con tan extravagantes elogios que noté que me ruborizaba. No me había atrevido a soñar con una reacción semejante. Levantó tanto mi ánimo que pude quitar importancia a las decepciones que siguieron, y ni siquiera cuando el libro hizo la ronda de las editoriales neoyorquinas cosechando un rechazo tras otro, permití que eso interfiriera con mi trabajo. Sachs me alentaba asegurándome que no tenía de qué preocuparme, que todo saldría bien al final, y a pesar de la evidencia continué creyéndole. Empecé a escribir una segunda novela. Cuando Luna finalmente fue aceptada (siete meses y dieciséis rechazos después), yo ya estaba bien metido en mi nuevo proyecto. Eso sucedió a finales de noviembre, justo dos días antes de que Fanny me invitase a la cena de Acción de Gracias en Connecticut. Sin duda eso contribuyó a que tomase la decisión de ir. Le dije que sí porque acababa de recibir la noticia acerca de mi libro. El éxito me hacia sentir invulnerable y sabía que nunca habría mejor momento para enfrentarme a ella.
Luego vino mi encuentro con Iris, y la locura de aquellos dos años terminó bruscamente. Eso ocurrió el 23 de febrero de 1981: tres meses después del día de Acción de Gracias, un año después de que Fanny y yo rompiésemos nuestra relación amorosa, seis años después de que empezase mi amistad con Sachs. Me parece a la vez extraño y adecuado que Maria Turner fuese la persona que hizo posible ese encuentro. Una vez más, no fue nada intencionado, no tuvo nada que ver con un deseo consciente de que sucediera algo. Pero sucedió, y de no ser por el hecho de que el 23 de febrero fue la noche en que se inauguraba la segunda exposición de Maria en una pequeña galería de Wooster Street, estoy seguro de que Iris y yo nunca nos habríamos conocido. Habrían pasado décadas antes de que nos encontrásemos de nuevo en la misma habitación, y para entonces la oportunidad se habría perdido. No es que Maria nos reuniese, pero nuestro encuentro tuvo lugar bajo su influencia, por así decirlo, y me siento en deuda con ella por eso. No con Maria como mujer de carne y hueso, quizá, pero si con Maria como espíritu del azar, como diosa de lo impredecible.
Como nuestra relación continuaba siendo un secreto, no tenía sentido que le sirviera de acompañante aquella noche. Me presenté en la galería como otro invitado cualquiera, le di a Maria un beso de enhorabuena y luego me quedé entre la gente con un vaso de plástico en la mano, bebiendo vino blanco barato mientras recorría la sala con los ojos en busca de caras conocidas. No vi a nadie conocido. En un momento dado, Maria miró hacia mi y me guiñó un ojo, pero aparte de la breve sonrisa con la que respondí, mantuve el trato y evité el contacto con ella. Menos de cinco minutos después de ese guiño, alguien se me acercó por la espalda y me dio un golpecito en el hombro. Era un hombre que se llamaba John Johnston, un conocido a quien no había visto en varios años. Iris estaba de pie a su lado y, después de que él y yo intercambiásemos unos saludos, el hombre nos presentó. Basándome en su aspecto, supuse que ella era modelo, un error que la mayoría de la gente sigue cometiendo cuando la ve por primera vez. Iris tenía tan sólo veinticuatro años entonces, una presencia rubia deslumbrante, una estatura de un metro ochenta con una exquisita cara escandinava y los ojos azules más profundos y alegres que se pueden encontrar entre el cielo y el infierno. ¿Cómo hubiese podido adivinar que era una estudiante graduada en literatura inglesa en la Universidad de Columbia? ¿Cómo hubiese podido saber que había leído más libros que yo y que estaba a punto de empezar una tesis de seiscientas páginas sobre las obras de Charles Dickens?
Supuse que ella y Johnston eran íntimos amigos, así que le estreché la mano y me esforcé por no mirarla fijamente. Johnston estaba casado con otra la última vez que yo le había visto, pero deduje que se había divorciado y no se lo pregunté. Luego resultó que él e Iris apenas se conocían. Los tres hablamos durante unos minutos y luego Johnston se dio la vuelta de pronto y empezó a hablar con otra persona, dejándome a solas con Iris. Sólo entonces empecé a sospechar que su relación era casual. Inexplicablemente saqué mi cartera y le enseñé a ella algunas instantáneas de David, presumiendo de mi hijo como si fuese una figura pública famosa. De hacer caso a Iris cuando recuerda esa tarde ahora, fue en ese momento cuando comprendió que estaba enamorada de mí, que yo era la persona con la que iba a casarse. Yo tardé un poco más en comprender lo que sentía por ella, pero sólo unas cuantas horas. Continuamos hablando durante la cena en un restaurante cercano y luego mientras tomábamos una copa en otro lugar. Debían de ser más de las once cuando terminamos. Paré un taxi para ella en la calle, pero antes de abrir la puerta para que entrase, alargué las manos y la cogí, atrayéndola hacia mí y besándola profundamente en la boca. Fue una de las cosas más impetuosas que he hecho nunca, un momento de pasión loca y desenfrenada. El taxi se marchó, e Iris y yo continuamos de pie en medio de la calle, abrazados. Era como si fuésemos las primeras personas que se habían besado nunca, como si hubiésemos inventado juntos esa noche el arte de besar. A la mañana siguiente, Iris se había convertido en mi final feliz, el milagro que me había sucedido cuando menos lo esperaba. Nos tomamos el uno al otro por asalto y nada ha vuelto a ser igual para mi desde entonces.
Sachs fue mi padrino de boda en junio. Hubo una cena después de la ceremonia y hacia la mitad de la comida se levantó para hacer un brindis. Fue muy breve y por eso recuerdo exactamente lo que dijo.
– Tomo estas palabras de la boca de William Tecumseh Sherman -dijo-. Espero que al general no le importe, pero él llegó antes que yo y no se me ocurre una forma mejor de expresarlo. -Luego, volviéndose hacia mí, Sachs levantó su copa y dijo-: Grand me apoyó cuando estaba loco. Yo le apoyé cuando él estaba borracho, y ahora nos apoyamos mutuamente siempre.