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Comenzó la era de Ronald Reagan. Sachs continuó haciendo lo que siempre había hecho, pero en el nuevo orden americano de la década de 1980 su posición se hizo cada vez más marginal. No era que no tuviese público, pero éste se reducía progresivamente y las revistas que publicaban su trabajo eran cada vez más minoritarias. Casi imperceptiblemente, Sachs llegó a ser considerado un caso atávico, alguien en discordia con el espíritu de la época. El mundo había cambiado a su alrededor y en el actual clima de egoísmo e intolerancia, de golpes de pecho, de americanismo imbécil, sus opiniones sonaban curiosamente duras y moralistas. Ya era bastante malo que la derecha estuviera en ascenso en todas partes, pero para él aún era más perturbador el colapso de cualquier oposición efectiva. El Partido Demócrata se había hundido; la izquierda prácticamente había desaparecido; la prensa estaba muda. De repente el bando contrario se había apropiado de todos los argumentos y levantar la voz contra él era considerado de mala educación. Sachs continuó fastidiando, defendiendo aquello en lo que siempre había creído, pero cada vez eran menos las personas que se tomaban la molestia de escucharle. Él fingía que no le importaba, pero yo veía que la batalla le estaba agotando, que aunque intentaba hallar consuelo en el hecho de que tenía razón, iba perdiendo gradualmente la fe en sí mismo.
Si se hubiese hecho la película, tal vez las cosas habrían cambiado para él, pero la predicción de Fanny resultó certera, y después de seis u ocho meses de revisiones, renegociaciones y vacilaciones el productor acabó abandonando el proyecto. Es difícil calcular la medida exacta de la decepción de Sachs. Aparentemente se tomó el asunto jocosamente, gastando bromas, contando historias de Hollywood, y riéndose de las grandes sumas de dinero que había cobrado. Puede que esto fuera un farol o puede que no, pero estoy convencido de que una parte de él había dado gran importancia a la posibilidad de ver su libro convertido en película. Al revés que otros escritores, Sachs no tenía ningún recelo ante la cultura popular y no había tenido ningún sentimiento conflictivo respecto al proyecto. No era cuestión de hacer concesiones, era una oportunidad de llegar a un gran número de personas y no titubeó cuando recibió la propuesta. Aunque nunca lo dijo explícitamente, intuí que la llamada de Hollywood había halagado su vanidad, aturdiéndole con una breve y embriagadora vaharada de poder. Era una reacción absolutamente normal, pero Sachs nunca era indulgente consigo mismo, y es probable que más tarde se arrepintiese de aquellos exagerados sueños de gloria y éxitos. Eso hacia que le resultase más difícil hablar de sus verdaderos sentimientos una vez que el proyecto fracasó. Había mirado a Hollywood como una forma de escapar a la inminente crisis que crecía en su interior, y una vez que quedó claro que no había escape, creo que sufrió mucho más de lo que nunca dejó entrever.
Todo esto es especulación. Que yo notara, no hubo cambios bruscos o radicales en la conducta de Sachs. Su programa de trabajo era el mismo disparatado embrollo de compromisos excesivos y fechas límite, y una vez que el episodio de Hollywood quedó atrás, continuó produciendo tanto como siempre, si no más. Artículos, ensayos y reseñas seguían manando de él a un ritmo asombroso, y supongo que se podría argumentar que, lejos de haber perdido el rumbo, corría a toda velocidad. Si pongo en duda este retrato optimista de Sachs durante aquellos años, es sólo por lo que ocurrió después. En su interior se sucedieron cambios notables, y aunque es bastante sencillo señalar el momento en que empezaron estos cambios -centrar la puntería en la noche de su accidente y echarle la culpa de todo a aquel extraño suceso-, ya no creo que esa explicación sea adecuada. ¿Es posible que alguien cambie de la noche a la mañana? ¿Puede un hombre dormirse siendo una persona y despertarse siendo otra? Tal vez, pero yo no apostaría por ello. No es que el accidente no fuese grave, pero una persona puede reaccionar de mil maneras diferentes ante un roce con la muerte. Que Sachs reaccionase como lo hizo no significa que yo crea que tenía elección. Por el contrario, lo considero un reflejo de su estado mental antes del accidente. En otras palabras, aunque aparentemente a Sachs le fuese más o menos bien por entonces, aunque sólo fuese vagamente consciente de su propia angustia durante los meses y los años que precedieron a aquella noche, estoy convencido de que estaba muy mal. No tengo pruebas que apoyen esta afirmación, excepto la prueba de la percepción retrospectiva. La mayoría de las personas se hubieran considerado afortunadas por haber sobrevivido a lo que le pasó a Sachs aquella noche y luego no le habrían dado más vueltas. Pero Sachs no hizo eso, y el hecho de que no lo hiciese -o, para ser más precisos, el hecho de que no pudiese hacerlo- sugiere que no fue tanto que el accidente le cambiase como que puso de manifiesto algo que anteriormente había estado oculto. Si me equivoco en esto, todo lo que he escrito hasta ahora son estupideces, un montón de meditaciones irrelevantes. Puede que la vida de Ben se rompiese en dos aquella noche, dividiéndose en un antes y un después bien definidos; en cuyo caso todo lo del antes puede borrarse del registro. Pero si eso es verdad, significaría que la conducta humana no tiene ningún sentido. Significaría que nunca se puede entender nada acerca de nada.
Yo no presencié el accidente, pero estaba allí la noche en que sucedió. Habría cuarenta o cincuenta personas en la fiesta, una masa de gente hacinada en los confines de un abarrotado piso de Brooklyn Heights, sudando, bebiendo, armando mucho alboroto en el aire caliente del verano. El accidente ocurrió a eso de las diez, pero para entonces la mayoría de nosotros habíamos subido al tejado para ver los fuegos artificiales. Sólo dos personas vieron caer a Sachs: Maria Turner, que estaba de pie a su lado en la escalera de incendios, y una mujer que se llamaba Agnes Darwin, la cual involuntariamente le hizo perder el equilibrio al tropezar con Maria desde atrás. No hay duda de que Sachs podría haberse matado. Dado que estaba a cuatro pisos del suelo, casi parece un milagro que no lo hiciera. De no ser por las cuerdas de la ropa que cortaron su caída aproximadamente a metro y medio del suelo, no hubiese sido posible que escapara sin alguna lesión permanente: la espalda rota, el cráneo fracturado, o cualquier otra catástrofe. Afortunadamente, la cuerda se rompió bajo el peso de su cuerpo y, en lugar de caer de cabeza sobre el cemento, aterrizó sobre una maraña de alfombrillas de baño, mantas y toallas. El impacto fue tremendo de todas formas, pero nada comparado con lo que pudo haber sido. Sachs no sólo sobrevivió sino que salió del accidente prácticamente ileso: unas cuantas fisuras en las costillas, una contusión leve, un hombro fracturado, algunos chichones y hematomas. Uno podría consolarse con eso, supongo, pero al final el verdadero daño tuvo poco que ver con el cuerpo de Sachs. Eso es lo que todavía me esfuerzo por aceptar, el misterio que todavía intento resolver. Su cuerpo se curó, pero él no volvió a ser el mismo. En esos pocos segundos antes de caer al suelo, fue como si Sachs lo perdiera todo. Su vida voló en pedazos en el aire, y desde ese momento hasta su muerte, cuatro años más tarde, nunca consiguió volver a juntarlos.
Era el 4 de julio de 1986, el primer centenario de la Estatua de la Libertad. Iris estaba haciendo un viaje de seis semanas por China con sus tres hermanas (una de las cuales vivía en Taipé), David estaba pasando dos semanas en un campamento de verano en Bucks County y yo estaba encerrado en mi piso trabajando en un libro nuevo y sin ver a nadie. En circunstancias normales, Sachs habría estado en Vermont en esas fechas, pero el Village Voice le había encargado un artículo sobre las festividades y no pensaba marcharse de la ciudad hasta que lo hubiese entregado. Tres años antes había sucumbido a mis consejos y había llegado a un acuerdo con una agente literaria (Patricia Clegg, que también era mi agente), y era Patricia quien daba la fiesta aquella noche. Dado que Brooklyn estaba situado en un lugar ideal para ver los fuegos artificiales, Ben y Fanny habían aceptado la invitación de Patricia. Yo también había aceptado, pero no pensaba ir. Estaba demasiado metido en mi trabajo como para querer salir de casa, pero cuando Fanny me llamó aquella tarde y me dijo que ella y Ben irían, cambié de idea. No les había visto desde hacía casi un mes y puesto que todo el mundo estaba a punto de dispersarse para las vacaciones supuse que sería mi última oportunidad de hablar con ellos antes del otoño.
En realidad apenas hablé con Ben. La fiesta estaba en todo su apogeo cuando llegué, y al cabo de tres minutos de saludarle, la gente nos había empujado a los extremos opuestos de la habitación. Por pura casualidad me encontré junto a Fanny y al poco rato estábamos tan absortos en nuestra conversación que perdimos la pista de Ben. Maria Turner también estaba allí, pero no la vi entre el gentío. Sólo después del accidente me enteré de que había ido a la fiesta (que estaba de pie al lado de Sachs en la escalera de incendios antes de que se cayera), pero entonces la confusión era tal (invitados que chillaban, sirenas, ambulancias, enfermeros que corrían) que no percibí todo el impacto de su presencia. En las horas que precedieron a aquel momento me divertí mucho más de lo que esperaba. No era tanto la fiesta como estar con Fanny, el placer de volver a hablar con ella, de saber que seguíamos siendo amigos a pesar de todos los años y todos los desastres que quedaban a nuestras espaldas. A decir verdad, me sentía bastante sensiblero aquella noche, presa de pensamientos curiosamente sentimentales, y recuerdo haber mirado la cara de Fanny y haberme dado cuenta -de repente, como si fuese la primera vez- de que ya no éramos jóvenes, de que nuestras vidas se estaban escapando. Puede que fuese el alcohol que habíamos bebido, pero esta idea me golpeó con toda la fuerza de una revelación. Todos estábamos envejeciendo y ya sólo podíamos contar los unos con los otros. Fanny y Ben, Iris y David: aquélla era mi familia. Eran las personas a quienes quería y eran sus almas las que llevaba dentro de mí.
Subimos al tejado con los otros, y a pesar de mi inicial renuencia, me alegré de no haberme perdido los fuegos artificiales. Las explosiones convertían Nueva York en una ciudad espectral, una metrópoli bajo asedio, y saboreé la absoluta confusión de todo ello: el ruido incesante, las corolas de luz, los colores flotando a través de los inmensos dirigibles de humo. La Estatua de la Libertad destacaba a nuestra izquierda en la bahía, incandescente con su gloria iluminada, y en varios momentos tuve la sensación de que los edificios de Manhattan estaban a punto de despegar del suelo para no volver más. Fanny y yo nos sentamos un poco atrás, clavando los talones para mantener el equilibrio a pesar de la pendiente del tejado, los hombros en contacto, hablando de cosas irrelevantes. Recuerdos, las cartas de Iris desde China, David, el articulo de Ben, el museo. No quiero darle demasiada importancia, pero justo unos momentos antes de que Ben se cayese, la conversación nos llevó a la historia que él y su madre nos habían contado acerca de su visita a la Estatua de la Libertad en 1951. Dadas las circunstancias, era natural que la historia saliese a relucir, pero de todas formas fue horrible, porque nada más reírnos de la idea de caerse por la Estatua de la Libertad, Ben se cayó desde la escalera de incendios. Un instante después Maria y Agnes empezaron a gritar. Era como si el haber anunciado la palabra caída hubiese precipitado una caída real, y aunque no existiese ninguna relación entre los dos sucesos, todavía siento náuseas cada vez que pienso en lo sucedido. Todavía oigo los gritos que daban las dos mujeres y todavía veo la expresión en la cara de Fanny cuando oímos que gritaban el nombre de Ben, la expresión de miedo que invadió sus ojos mientras las luces de colores de las explosiones continuaban rebotando contra su piel.
Le llevaron al Long Island College Hospital, aún inconsciente. Aunque se despertó al cabo de una hora, le tuvieron allí casi dos semanas, haciéndole una serie de pruebas en el cerebro para medir la extensión exacta del daño. Creo que le habrían dado el alta antes, pero Sachs no dijo nada durante los primeros diez días; no pronunció ni una sílaba con nadie, ni con Fanny, ni conmigo, ni con Maria Turner (que venía a visitarle todas las tardes), ni con los médicos o las enfermeras. El locuaz e irrefrenable Sachs se había quedado silencioso y parecía lógico suponer que había perdido el habla, que el golpe recibido en la cabeza le había causado graves daños internos.
Fue un periodo infernal para Fanny. Pidió un permiso en el trabajo y pasaba todos los días sentada en la habitación con Ben, pero él se mostraba indiferente a ella, cerraba a menudo los ojos y fingía dormir cuando entraba ella, respondía a sus sonrisas con miradas inexpresivas, daba la impresión de que su presencia no le proporcionaba ningún consuelo. Esto hacía que una situación ya difícil se volviese casi intolerable para ella y creo que nunca la había visto tan preocupada, tan trastornada, tan próxima a la total infelicidad como entonces. Tampoco ayudaba el que Maria continuara yendo. Fanny imputaba toda clase de motivos a aquellas visitas, pero la verdad era que sus sospechas eran infundadas. Maria apenas conocía a Ben y habían transcurrido muchos años desde su último encuentro. Siete años, para ser exactos, puesto que la última vez había sido en la cena en Brooklyn en la que Maria y yo nos conocimos. La invitación de Maria a la fiesta por la Estatua de la Libertad no tenía nada que ver con el hecho de que conociese a Ben, a Fanny o a mí. Agnes Darwin, una editora que estaba preparando un libro sobre el trabajo de Maria, era amiga de Patricia Clegg, y fue quien la llevó a la reunión de aquella noche. Ver caer a Ben fue una experiencia aterradora para Maria, e iba al hospital debido al miedo y la preocupación, porque le habría parecido mal no hacerlo. Yo lo sabía, pero Fanny no, y al ver su congoja cada vez que ella y Maria se cruzaban (comprendiendo que sospechaba lo peor, que se había convencido de que Maria y Ben tenían una aventura secreta) las invité a las dos a almorzar en la cafetería del hospital una tarde para aclarar las cosas.
Según Maria, ella y Ben habían estado charlando durante un rato en la cocina. Él estaba animado y encantador, regalándola con arcanas anécdotas acerca de la Estatua de la Libertad. Cuando empezaron los fuegos artificiales, él sugirió que salieran por la ventana de la cocina para verlos desde la escalera de incendios en lugar de subir al tejado. A ella no le pasó por la imaginación que él hubiese bebido en exceso, pero en un momento dado, de modo completamente inesperado, él dio un salto, pasó las piernas sobre la barandilla y se sentó en el borde del pasamanos de hierro con las piernas colgando en la oscuridad. Esto la asustó, nos dijo, y corrió hacia él y le rodeó con sus brazos desde atrás, agarrándose a su torso para impedirle caer. Trató de persuadirlo de que se bajara, pero él se rió y le dijo que no se preocupara. Justo entonces Agnes Darwin entró en la cocina y vio a Maria y Ben por la ventana abierta. Estaban de espaldas y, con todo el ruido y el jaleo que había fuera, no tenían la menor idea de que ella estuviese allí. A Agnes, una mujer rechoncha y alegre que había bebido más de la cuenta, se le metió en la cabeza salir y reunirse con ellos en la escalera de incendios. Con un vaso de vino en una mano, consiguió hacer pasar su voluminoso cuerpo a través de la ventana, aterrizó sobre la plataforma metiendo el tacón del zapato izquierdo entre dos listones de hierro, y cuando trató de recuperar el equilibrio se tambaleó hacia adelante. No había mucho sitio, y tras dar medio paso tropezó con Maria desde atrás, chocando con la espalda de su amiga con toda la fuerza de su peso. El impacto hizo que los brazos de Maria se abriesen, y en cuanto dejó de agarrar a Sachs, éste se precipitó por encima de la barandilla. Así, de repente, dijo Maria, sin previo aviso. Agnes la empujó a ella, ella empujó a Sachs y un instante después él caía de cabeza al vacío de la noche.
Fanny se sintió aliviada al enterarse de que sus sospechas eran infundadas, pero al mismo tiempo nada había quedado explicado realmente. Para empezar, ¿por qué se había subido Sachs a la barandilla? Siempre había tenido miedo a las alturas y parecía la última cosa que se le hubiera ocurrido hacer. Y si todo iba bien entre él y Fanny antes del accidente, ¿por qué ahora se había puesto en contra de ella? ¿Por qué la rehuía cada vez que entraba en la habitación? Algo había sucedido, algo más que las heridas causadas por el accidente, y hasta que Sachs pudiese hablar o decidiese hacerlo, Fanny no sabría qué era.
Pasó casi un mes antes de que Sáchs me contase su versión de la historia. Estaba ya en casa, todavía recuperándose pero ya levantado, y fui allí una tarde mientras Fanny estaba en el trabajo. Era un día sofocante de principios de agosto. Recuerdo que bebimos cerveza en el cuarto de estar mientras veíamos un partido de béisbol en la televisión sin sonido, y cada vez que pienso en esa conversación veo a los silenciosos jugadores en la pequeña y parpadeante pantalla, haciendo cabriolas en una sucesión de movimientos vagamente observados, un absurdo contrapunto a las dolorosas confidencias que me hacia mi amigo.
Al principio, dijo, apenas se dio cuenta de quién era Maria Turner. La reconoció cuando la vio en la fiesta, pero no pudo recordar el contexto de su anterior encuentro. Nunca olvido una cara, le dijo, pero me está costando ponerle un nombre a la tuya. Evasiva como siempre, Maria se limitó a sonreír, diciendo que probablemente le vendría a la mente al cabo de un rato. Estuve una vez en tu casa, añadió a modo de indicio, pero no quiso decir nada más. Sachs comprendió que estaba jugando con él, pero le gustaba la forma en que lo hacía. Se sentía intrigado por su sonrisa divertida e irónica y no tenía inconveniente en jugar un poco al ratón y al gato. Estaba claro que ella tenía el ingenio necesario, y eso ya era interesante, ya era algo que valía la pena perseguir.
Si ella le hubiese dicho su nombre, me comentó Sachs, probablemente él no habría actuado como lo hizo. Sabía que Maria Turner y yo habíamos tenido una relación antes de que yo conociera a Iris y también sabía que Fanny aún tenía algún contacto con ella, puesto que de vez en cuando le hablaba del trabajo de Maria. Pero había habido una confusión la noche de la cena siete años antes y Sachs nunca había entendido correctamente quién era Maria Turner. Aquel día se habían sentado a la mesa tres o cuatro mujeres jóvenes que se dedicaban a las artes plásticas, y puesto que era la primera vez que Sachs las veía, había cometido el frecuente error de confundir sus nombres y sus caras, asignando el nombre equivocado a cada cara. En su mente, Maria Turner era una mujer baja con el pelo largo castaño, y cada vez que yo se la mencionaba, ésa era la imagen que él veía.
Se llevaron las bebidas a la cocina, un poco menos abarrotada que el cuarto de estar, y se sentaron en un radiador junto a la ventana abierta, agradeciendo la ligera brisa que soplaba contra su espalda. Contrariamente a la afirmación de Maria de que estaba sobrio, Sachs me dijo que estaba ya bastante borracho. La cabeza le daba vueltas y aunque no dejaba de decirse que debía parar, se bebió por lo menos tres bourbons durante la hora siguiente. Su conversación se convirtió en uno de esos absurdos y elípticos intercambios que se producen cuando la gente coquetea en una fiesta, una serie de acertijos, conclusiones erróneas y hábiles estocadas en el arte de cómo superar a otro. El truco consiste en no decir nada sobre uno mismo de la forma más elegante y sinuosa posible, para hacer reír a la otra persona, para mostrarse ingenioso. Como hacía calor y Maria había estado dudando de si ir a la fiesta (porque pensaba que sería aburrida), se había puesto el conjunto más escaso de su vestuario: un body rojo sin mangas con un escote profundísimo, una falda negra diminuta, las piernas desnudas, tacones de aguja, un anillo en cada dedo y una pulsera en cada muñeca. Era un conjunto extravagante y provocativo, pero Maria estaba del humor adecuado y por lo menos le garantizaba que no pasaría desapercibida entre la multitud. Según me dijo Sachs aquella tarde delante del televisor silencioso, su comportamiento había sido intachable durante los cinco últimos años. No había mirado a otra mujer en todo ese tiempo y Fanny había llegado a confiar en él de nuevo. Salvar su matrimonio había sido un trabajo duro; había requerido un enorme esfuerzo por parte de ambos durante un periodo largo y difícil, y él había jurado que nunca volvería a poner en peligro su convivencia con Fanny. Pero en aquel momento estaba allí, sentado en el radiador con Maria en la fiesta, apretado contra una mujer medio desnuda con espléndidas e invitadoras piernas, ya medio perdido el control, con demasiado alcohol circulando por su sangre. Poco a poco, Sachs se sintió dominado por una urgencia casi incontrolable de tocar aquellas piernas, de pasar la mano arriba y abajo por la suavidad de aquella piel. Para empeorar las cosas, Maria llevaba un perfume caro y peligroso (Sachs siempre había tenido debilidad por el perfume), y mientras continuaban sus bromas y burlas, lo más que podía hacer era resistirse a cometer una grave y humillante metedura de pata. Afortunadamente, su inhibición venció a su deseo, pero no pudo evitar imaginar qué habría sucedido si hubiese perdido. Vio las yemas de sus dedos caer suavemente justo encima de la rodilla izquierda; vio su mano subiendo hasta las sedosas regiones de la cara interna del muslo (las pequeñas zonas de carne aún ocultas por la falda), y luego, después de dejar que sus dedos vagasen por allí varios segundos, sintió que se deslizaban más allá del borde de la braguita y penetraban en un edén de nalgas y denso y cosquilleante vello púbico. Era una actuación mental extravagante, pero una vez que el proyector se puso en marcha en su cabeza, Sachs fue incapaz de apagarlo. Tampoco ayudaba que Maria pareciese saber lo que él estaba pensando. Si hubiese dado la impresión de estar ofendida, el encanto se habría roto, pero a Maria evidentemente le gustaba ser objeto de tan lascivos pensamientos, y por la forma en que le devolvía la mirada cada vez que él la observaba, Sachs empezó a sospechar que le estaba estimulando silenciosamente, desafiándole a seguir adelante y a hacer lo que deseaba hacer. Conociendo a Maria, le dije yo, se me ocurrían diversos y oscuros motivos para explicar su comportamiento. Podía estar relacionado con algún proyecto en el que estuviese trabajando, por ejemplo, o estaba divirtiéndose porque sabía algo que Sachs ignoraba, o también, algo más perversamente, había decidido castigarle por no acordarse de su nombre. (Más adelante, cuando tuve la oportunidad de hablar con ella a solas, me confesó que esta última razón era la verdadera.) Pero Sachs no era consciente de nada de esto. Sólo podía estar seguro de lo que sentía, y eso era muy sencillo: deseaba a una mujer desconocida y atractiva, y se despreciaba por ello.
– No veo que tengas nada de que avergonzarte -dije-. Eres humano, después de todo, y Maria puede ser muy seductora cuando se lo propone. Puesto que no sucedió nada, no vale la pena que te hagas reproches.
– No es que yo me sintiera tentado -dijo Sachs despacio, eligiendo cuidadosamente las palabras-. Es que la estaba tentando. Yo no iba a volver a hacer eso, ¿comprendes? Me había prometido a mí mismo que se había terminado, y estaba haciéndolo otra vez.
– Estás confundiendo los pensamientos con los hechos -dije-. Hay un mundo de diferencia entre hacer algo y pensarlo únicamente. Si no hiciésemos esa distinción, la vida sería imposible.
– No estoy hablando de eso. La cuestión era que yo quería hacer algo que un momento antes no había sido consciente de querer hacer. No se trataba de ser infiel a Fanny, se trataba de conocerme a mí mismo. Me pareció espantoso descubrir que era capaz de engañarme de esa manera. Si hubiese parado inmediatamente, la cosa no habría sido tan grave, pero incluso después de comprender lo que estaba haciendo, continué coqueteando con ella.
– Pero no la tocaste. En última instancia, eso es lo único que cuenta.
– No, no la toqué. Pero preparé las cosas de modo que ella tuviese que tocarme a mí. En lo que a mi respecta, eso es aún peor. Fui deshonesto conmigo mismo. Me atuve a la letra de la ley como un buen boy scout, pero traicioné su espíritu por completo. Por eso me caí de la escalera de incendios. No fue realmente un accidente, Peter. Lo provoqué yo. Actué como un cobarde y tuve que pagar por ello.
– ¿Estás diciendo que saltaste?
– No, no fue así de sencillo. Corrí un estúpido riesgo, eso es todo. Hice algo imperdonable porque estaba demasiado avergonzado como para reconocer que quería tocarle la pierna a Maria. En mi opinión, un hombre que llega a tales extremos de autoengaño se merece cualquier cosa.
Por eso la llevó a la escalera de incendios. Era una salida a la incómoda escena que se había desarrollado en la cocina, pero también era el primer paso de un complicado plan, un ardid que le permitiría frotarse contra el cuerpo de Maria y seguir conservando su honor intacto. Esto era lo que tanto le vejaba después, no su deseo, sino la negación de ese deseo como medio engañoso de satisfacerlo. Fuera todo era un caos, dijo. Multitudes que vitoreaban, fuegos artificiales que estallaban, un estruendo frenético y palpitante en sus oídos. Se quedaron de pie en la plataforma durante unos momentos mirando una andanada de cohetes que iluminaban el cielo y luego él puso en práctica la primera parte de su plan. Teniendo en cuenta toda una vida de miedo a tales situaciones, fue notable que no vacilase. Acercándose al borde de la plataforma, pasó la pierna derecha sobre la barandilla, y se estabilizó brevemente agarrándose a la barra con las dos manos, luego pasó también la pierna izquierda. Mientras se balanceaba ligeramente hacia atrás y hacia adelante para establecer su equilibrio, oyó que Maria lanzaba una exclamación. Sachs se dio cuenta de que ella pensaba que estaba a punto de saltar, así que rápidamente la tranquilizó, insistiendo en que sólo trataba de tener mejor vista. Afortunadamente, Maria no quedó satisfecha con su respuesta. Le rogó que se bajara, y como él se negó, ella hizo exactamente lo que él había supuesto, exactamente lo que había calculado conseguir con temerarias estratagemas. Corrió hacia él y le rodeó el pecho con sus brazos. Eso fue todo: un mínimo acto de preocupación que se disfrazó de abrazo apasionado. No le produjo la reacción extática que había deseado (estaba demasiado asustado para prestarle toda su atención), pero tampoco le decepcionó por completo. Notaba su aliento cálido aleteando contra su nuca, notaba sus pechos apretados contra su espina dorsal, notaba su perfume. Fue un momento brevísimo, el más pequeño de los placeres efímeros, pero mientras sus brazos desnudos y esbeltos le estrechaban, experimentó algo que se parecía a la felicidad, un microscópico estremecimiento, una oleada de dicha transitoria. Su jugada parecía haber salido bien. Sólo tenía que bajarse de allí y toda la mascarada habría valido la pena. Su plan era apoyarse contra Maria y utilizar su cuerpo de apoyo para bajarse de la plataforma (lo cual prolongaría el contacto entre ellos hasta el último segundo posible), pero justo cuando Sachs empezaba a desplazar su peso para llevar a cabo esta operación, Agnes Darwin se enganchaba el tacón del zapato y tropezaba con Maria desde atrás. Sachs había aflojado su presa sobre la barra de la barandilla y cuando Maria de pronto chocó con él con un violento empujón, sus dedos se abrieron y sus manos perdieron contacto con la barra. Su centro de gravedad se elevó, sintió que se precipitaba desde el edificio y un instante después estaba rodeado de aire.
– No debí tardar mucho en llegar al suelo -dijo-. Tal vez un segundo o dos, tres como máximo. Pero recuerdo claramente haber tenido más de un pensamiento durante ese tiempo. Primero vino el horror, el momento del reconocimiento, el instante en que comprendí que estaba cayendo. Uno creería que eso habría sido todo, que no habría tiempo de pensar en nada más. Pero el horror no duró. No, eso es falso, el horror continuó, pero hubo otro pensamiento que creció dentro de mí, algo más fuerte que el simple horror. Es difícil darle un nombre. Un sentimiento de absoluta certeza, quizá. Una inmensa y abrumadora sensación de convicción, un sabor a la verdad última. Nunca había estado tan seguro de nada en mi vida. Primero me di cuenta de que caía, luego me di cuenta de que estaba muerto. No quiero decir que tenía la sensación de que iba a morir, quiero decir que ya estaba muerto. Era un hombre muerto que caía por el aire, y aunque técnicamente aún estaba vivo, yo estaba muerto, tan muerto como un hombre enterrado en su tumba. No sé de qué manera expresarlo. Mientras caía, ya estaba más allá del momento de llegar al suelo, más allá del momento del impacto, más allá del momento de hacerme pedazos. Me había convertido en un cadáver y cuando choqué con la cuerda de la ropa y aterricé sobre esas toallas y mantas, ya no estaba allí. Había abandonado mi cuerpo y durante una fracción de segundo me vi desaparecer.
Había preguntas que habría deseado hacerle entonces, pero no le interrumpí. Sachs tenía dificultad para contar la historia, hablaba en un trance de vacilaciones e incómodos silencios, y yo temía que una súbita palabra mía le hiciera perder el hilo. Para ser francos, yo no entendía del todo lo que trataba de decirme. No había duda de que la caída había sido una experiencia espantosa, pero me sentía confuso por lo mucho que se esforzaba en describir los pequeños sucesos que la habían precedido. El asunto con Maria me parecía trivial, carente de verdadera importancia, un trillado cuadro de costumbres del que no valía la pena hablar. En la mente de Sachs, sin embargo, había una relación directa, una cosa había causado la otra, lo cual quería decir que no veía la caída como un accidente o un golpe de mala suerte, sino como una grotesca forma de castigo. Deseaba decirle que estaba equivocado, que estaba siendo excesivamente duro consigo mismo, pero no lo hice. Me quedé allí sentado y le escuché mientras continuaba analizando su propia conducta. Estaba tratando de ofrecerme un relato absolutamente preciso, deteniéndose en minucias con la paciencia de un teólogo medieval, esforzándose en expresar cada matiz de su inofensivo coqueteo con Maria en la escalera de incendios. Era infinitamente sutil, infinitamente trabajado y complejo, y al cabo de un rato empecé a comprender que aquel drama liliputiense había adquirido para él la misma magnitud que la propia caída. Ya no había ninguna diferencia. Un rápido y ridículo abrazo se había convertido en el equivalente moral de la muerte. Si Sachs no hubiera hablado tan seriamente de ello, yo lo habría encontrado cómico. Desgraciadamente, no se me ocurrió reírme. Estaba tratando de ser comprensivo, de escucharle hasta el final y aceptar lo que tuviera que decirme en sus propios términos. Pensándolo ahora, creo que le habría sido más útil si le hubiera dicho lo que pensaba. Debería haberme reído en su cara. Debería haberle dicho que estaba loco y haberle hecho callar. Si en algún momento le fallé a Sachs como amigo, fue aquella tarde hace cuatro años. Tuve mi oportunidad de ayudarle y dejé que se me escapase entre los dedos.
Nunca tomó la decisión consciente de no hablar, dijo. Sencillamente sucedió así y, mientras su silencio continuaba, se sentía avergonzado de sí mismo por ser la causa de preocupación de tantas personas. No hubo daño ni conmoción cerebral, no hubo ningún síntoma de incapacidad física. Entendía todo lo que le decían y en el fondo sabía que era capaz de hablar de cualquier tema. El momento crucial se había producido al principio, cuando abrió los ojos y vio a una mujer desconocida mirándole fijamente a la cara; una enfermera, según descubrió más tarde. La oyó comunicarle a alguien que Rip Van Winkle se había despertado al fin; o tal vez esas palabras iban dirigidas a él, no estaba seguro. Quiso responderle algo, pero su mente era ya un tumulto, girando en todas direcciones al mismo tiempo, y, con el dolor de los huesos haciéndose sentir repentinamente, decidió que estaba demasiado débil para contestar en ese momento y dejó pasar la oportunidad. Sachs nunca había hecho nada semejante, y cuando la enfermera continuó charlando, poco después acompañada por un médico y una segunda enfermera, los tres rodeando su cama y animándole a decirles cómo se encontraba, Sachs continuó pensando en sus cosas como si no estuvieran allí, contento de haberse liberado de la carga de responderles. Supuso que esto le sucedería sólo una vez, pero la vez siguiente ocurrió lo mismo, y la siguiente, y la que vino después de esa. Cada vez que alguien le hablaba, Sachs era presa de la misma extraña compulsión de callarse. A medida que pasaban los días, su resolución de guardar silencio se hacía cada vez más firme, como si fuera una cuestión de honor, un desafío secreto de cumplir una promesa consigo mismo. Escuchaba las palabras que la gente le decía, sopesaba cada frase a medida que entraba en sus oídos, pero luego, en lugar de hacer algún comentario, se daba la vuelta, o cerraba los ojos, o miraba a su interlocutor como si pudiera ver a través de él. Sachs sabía lo infantil y petulante que era esta conducta, pero eso no hacía que le resultase menos difícil dejarla. Los médicos y las enfermeras no le importaban nada y no sentía excesiva responsabilidad hacia Maria, hacia mí o hacia ninguno de sus otros amigos. Fanny era diferente, sin embargo, y hubo varias ocasiones en las que estuvo a punto de echarse atrás por ella. Como mínimo, sentía una punzada de remordimiento cada vez que iba a visitarle. Comprendía lo cruel que estaba siendo con ella y esto le llenaba de una sensación de indignidad, de un horrendo sabor a culpa. A veces, mientras estaba tumbado en la cama luchando con su conciencia, hacia un leve intento de sonreírle, y una o dos veces llegó incluso a mover los labios, produciendo un débil gorgoteo en el fondo de su garganta para convencerla de que estaba haciendo todo lo que podía, de que antes o después emitiría palabras. Se odiaba a sí mismo por esta impostura, pero dentro de su silencio estaban ocurriendo demasiadas cosas y no encontraba la voluntad necesaria para romperlo.
Contrariamente a lo que suponían los médicos, Sachs recordaba todos los detalles del accidente. Le bastaba con pensar en un solo momento de aquella noche para que la noche entera regresara con toda su nauseabunda inmediatez: la fiesta, Maria Turner, la escalera de incendios, los primeros momentos de la caída, la certidumbre de la muerte, las cuerdas de la ropa, el cemento. Nada quedaba borroso, ninguna secuencia era menos vivida que otra. Todo el suceso destacaba con un exceso de claridad, una avalancha de abrumadores recuerdos. Algo extraordinario había sucedido y, antes de que perdiera su fuerza dentro de él, necesitaba dedicarle su atención ilimitada. De ahí su silencio. No era tanto un rechazo como un método, una forma de aferrarse al horror de aquella noche el tiempo suficiente como para entenderlo. Estar callado era confinarse en la contemplación, revivir los momentos de su caída una y otra vez, como si pudiera suspenderse en el vacío para los restos, para siempre a cinco centímetros del suelo, para siempre esperando el apocalipsis del último momento.
No tenía ninguna intención de perdonarse, me dijo. Su culpa era una conclusión sacada de antemano, y cuanto menos tiempo perdiera pensando en ella, mejor.
– En cualquier otro momento de mi vida -dijo-, probablemente habría buscado excusas. Los accidentes existen, después de todo. Todos los días, a todas horas, la gente se muere cuando menos lo espera. Se queman en un incendio, se ahogan en un lago, se estrellan contra un coche, se caen por la ventana. Lo leemos en los periódicos todas las mañanas y uno tendría que ser tonto para no saber que su vida puede acabar de una forma tan brusca y sin sentido como la vida de esos pobres desgraciados. Pero el hecho es que mi accidente no fue debido a la mala suerte. No fui sólo una víctima, fui un cómplice, un socio activo en todo lo que me sucedió, y no puedo ignorar eso. Tengo que asumir parte de la responsabilidad por el papel que desempeñé. ¿Tiene esto sentido para ti, o es sólo un galimatías? No estoy diciendo que coquetear con Maria Turner fuera un crimen. Fue un asunto sucio, una hazaña despreciable, pero no mucho más que eso. Tal vez me habría sentido un mierda por haberla deseado, pero si ese pellizco en mis gónadas fuese todo, a estas alturas lo habría olvidado por completo. Lo que estoy diciendo es que no creo que la sexualidad tuviese mucho que ver con lo sucedido aquella noche. Es una de las cosas que he pensado en el hospital, tumbado en la cama sin hablar durante tantos días. Si realmente hubiese querido perseguir a Maria Turner, ¿por qué iba a hacer cosas tan ridículas para que me tocase? Dios sabe que había formas menos peligrosas de llevar el asunto, cien estrategias más efectivas para llegar al mismo resultado. Pero me convertí en un ser temerario en aquella escalera de incendios, llegué a arriesgar mi vida. ¿Para qué? Por un diminuto achuchón en la oscuridad, por nada en absoluto. Rememorando esa escena en mi cama del hospital, finalmente comprendí que todo era diferente de como yo lo había imaginado. Lo había entendido al revés. El propósito de mis locas payasadas no era conseguir que Maria Turner me abrazase, era arriesgar mi vida. Ella fue sólo un pretexto, un instrumento para subirme a la barandilla, una mano que me guió hasta el borde del desastre. La cuestión era ésta: ¿Por qué lo hice? ¿Por qué estaba tan deseoso de cortejar el riesgo? Debí de hacerme esta pregunta seiscientas veces al día, y cada vez que me lo preguntaba, un tremendo abismo se abría dentro de mí e inmediatamente después caía, caía de cabeza en la oscuridad. No quiero parecer excesivamente dramático; pero esos días en el hospital han sido los peores de mi vida. Me di cuenta de que me había puesto en situación de caer, y que lo había hecho a propósito. Ése fue mi descubrimiento, la irreductible conclusión que se elevaba de mi silencio. Comprendí que no quería vivir. Por razones que aún me parecen inextricables, me subí a la barandilla aquella noche con el fin de matarme.
– Estabas borracho -dije-. No sabías lo que hacías.
– Estaba borracho, y sabía exactamente lo que hacía. Lo que pasa es que no sabía que lo sabía.
– Esos son términos engañosos. Puro sofisma.
– No sabía que lo sabía, y las copas me dieron el valor necesario para actuar. Me ayudaron a hacer aquello que no sabía que deseaba hacer.
– Primero me cuentas que te caíste porque tenias demasiado miedo de tocar la pierna de Maria. Ahora cambias la historia y me dices que te caíste a propósito. No puedo creerme las dos cosas. Tiene que ser la una o la otra.
– Son las dos, una cosa llevó a la otra, y no pueden separarse. No digo que lo entienda, sólo te digo cómo fue, lo que sé que es la verdad. Esa noche estaba dispuesto a acabar conmigo mismo. Todavía lo noto en las entrañas, y me asusta muchísimo ir por ahí con esa sensación.
– En todos nosotros hay una parte que desea morir -dije-, una pequeña caldera de autodestrucción que está siempre hirviendo bajo la superficie. Por alguna razón, se atizó demasiado el fuego para ti esa noche, y sucedió algo disparatado. Pero el que sucediera una vez no quiere decir que vaya a volver a ocurrir.
– Puede que no. Pero eso no borra el hecho de que sucedió, y sucedió por alguna razón. Si me pudo pillar de sorpresa de ese modo, eso debe significar que hay algo que funciona esencialmente mal en mi interior. Debe significar que ya no creo en mi vida.
– Si no creyeses en ella, no hubieras vuelto a hablar. Debiste de tomar alguna decisión. Desde el momento en que volviste a hablar, ya debías de haber resuelto las cosas dentro de ti.
– En realidad no. Entraste en la habitación con David y él se acercó a mi cama y me sonrío. De repente me encontré saludándole. Fue así de sencillo. Tenía tan buen aspecto… Tan moreno y saludable después de sus semanas en el campamento, un niño de nueve años perfecto. Cuando se acercó a mi cama y me sonrió, me pareció imposible no hablarle.
– Tenías lágrimas en los ojos. Pensé que eso significaba que habías resuelto algo, que estabas en el camino de vuelta.
– Significaba que sabía que había tocado fondo. Significaba que comprendía que tenía que cambiar mi vida.
– Cambiar tu vida no es lo mismo que querer ponerle fin.
– Quiero ponerle fin a la vida que he vivido hasta ahora. Quiero que todo cambie. Si no lo consigo, voy a tener graves problemas. Toda mi vida ha sido un desperdicio, una estúpida bromita, una lamentable cadena de pequeños fracasos. La semana que viene cumplo cuarenta y un años y si no me hago dueño de la situación ahora, voy a ahogarme. Me hundiré como una piedra hasta el fondo del mundo.
– Lo que necesitas es volver a trabajar. En cuanto comiences a escribir, recordarás quién eres.
– La idea de escribir me asquea. Ya no significa nada para mí.
– No es la primera vez que hablas así.
– Puede que no. Pero esta vez hablo en serio. No quiero pasarme el resto de mi vida metiendo una hoja en blanco en una máquina de escribir. Quiero levantarme de mi mesa de trabajo y hacer algo. Los días de ser una sombra se han acabado. Ahora tengo que entrar en el mundo real y hacer algo.
– ¿Como qué?
– ¿Quién coño lo sabe? -dijo Sachs.
Sus palabras flotaron en el aire durante unos segundos y luego, sin previo aviso, sonrió. Era la primera sonrisa que le veía desde hacia semanas y, durante un momento, casi volvió a ser él.
– Cuando lo averigüe -dijo-, te escribiré una carta.
Salí del piso de Sachs pensando que superaría la crisis. Tal vez no inmediatamente, pero me resultaba difícil imaginar que con el tiempo las cosas no volverían a la normalidad para él. Tenía demasiada versatilidad, me dije, demasiada inteligencia y vigor para dejar que el accidente le aplastase. Es posible que yo subestimara hasta qué punto su confianza se había tambaleado, pero tiendo a creer que no. Vi lo atormentado que estaba, vi la angustia de sus dudas y sus recriminaciones, pero a pesar de las cosas detestables que dijo de sí mismo aquella tarde, también me había dedicado una fugaz sonrisa, y yo interpreté ese estallido fugitivo de ironía como una señal de esperanza, una prueba de que Sachs era capaz de recuperarse por completo.
Pasaron semanas, sin embargo, y meses, y la situación continuó exactamente igual. Es verdad que recobró buena parte de su sociabilidad y a medida que pasaba el tiempo su sufrimiento se hizo menos evidente (ya no meditaba amargamente en compañía, ya no parecía tan ausente), pero eso era únicamente porque hablaba menos de sí mismo. No era el mismo silencio que el del hospital, pero su efecto era similar. Ahora hablaba, abría la boca y usaba palabras en los momentos apropiados, pero nunca decía nada sobre lo que realmente le importaba, nada sobre el accidente o sus consecuencias, y poco a poco intuí que había metido su sufrimiento bajo tierra, que lo había enterrado en un sitio donde nadie pudiera verlo. Si todo lo demás hubiese sido igual, tal vez esto no me habría preocupado tanto. Hubiese podido aprender a convivir con aquel Sachs más callado y alicaído, pero los signos externos eran demasiado descorazonadores, y yo no podía librarme de la sensación de que eran síntomas de una congoja mayor. Rechazaba los encargos de las revistas, no hacía ningún esfuerzo por renovar sus contactos profesionales, parecía haber perdido todo interés por sentarse delante de su máquina de escribir. Me lo había dicho cuando había vuelto a casa del hospital, pero yo no le creí. Cuando vi que cumplía su palabra, empecé a asustarme. La vida de Sachs giraba en torno a su trabajo, y verle de repente sin ese trabajo hacia que pareciese un hombre que no tenía vida. Iba a la deriva, flotando en un mar de días indiferenciados, y, que yo supiera, le daba exactamente igual volver a tierra o no.
En algún momento entre Navidad y Año Nuevo, Sachs se afeitó la barba y se cortó el pelo, dejándoselo a la medida normal. Fue un cambio drástico y le hacía parecer una persona completamente distinta. Parecía haberse encogido, haberse vuelto más joven y más viejo al mismo tiempo, y me costó más de un mes empezar a acostumbrarme a ello, dejar de sobresaltarme cada vez que entraba en una habitación. No es que tuviese preferencia por una forma u otra, pero lamentaba el simple hecho del cambio, cualquier cambio en sí mismo. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, su primera respuesta fue un encogimiento de hombros evasivo. Luego, después de una breve pausa, dándose cuenta de que yo esperaba una respuesta más completa, murmuró algo acerca de no querer cuidarse tanto. Mantenimiento mínimo, dijo, nada de complicaciones en la higiene personal; además quería aportar su granito de arena al capitalismo. Afeitándose tres o cuatro veces a la semana ayudaría a la compañía de hojas de afeitar, lo cual significaba que estaba contribuyendo al bien de la economía americana, a la salud y la prosperidad de todos.
Éste era un argumento muy pobre, pero después de esa primera mención, el tema no volvió a surgir. Claramente, Sachs no quería extenderse sobre el asunto, y yo no le pedí más explicaciones. Eso no significa que no fuese importante para él. Un hombre es libre de elegir su aspecto, pero en el caso de Sachs yo sentí que era un acto especialmente violento y agresivo, casi una forma de automutilación. El lado izquierdo de su cara y cuero cabelludo habían recibido cortes profundos en la caída y los médicos le habían dado puntos en varias zonas alrededor de la sien y en la parte inferior de la barbilla. Con barba y pelo largo, las cicatrices de esas heridas habían quedado ocultas. Desaparecido el pelo, las cicatrices se habían vuelto visibles, las señales y las hendiduras quedaban expuestas para que todo el mundo las viera. A menos que yo le hubiera malinterpretado gravemente, creó que ésa es la razón de que Sachs hubiese cambiado su aspecto, quería exhibir sus heridas, anunciarle al mundo que aquellas cicatrices eran lo que entonces le definía, mirarse todos los días al espejo y recordar lo que le había sucedido. Las cicatrices eran un amuleto contra el olvido, una señal de que nada de ello se perdería nunca.
Un día de mediados de febrero salí a comer con mi editora en Manhattan. El restaurante estaba en la zona de las Veinte Oeste y después de terminar la comida eché a andar por la Octava Avenida hacia la calle 34, donde pensaba coger el metro para volver a Brooklyn. Cuando estaba a cinco o seis manzanas de mi destino, vi a Sachs al otro lado de la calle. No puedo decir que esté orgulloso de lo que hice entonces, pero en aquel momento me pareció que tenía sentido. Sentía curiosidad por saber qué hacía en aquellos vagabundeos suyos, estaba deseoso de tener alguna información acerca de cómo pasaba sus días, así que en lugar de llamarle me rezagué y me mantuve escondido. Era una tarde fría, el cielo estaba gris y en el aire había amenaza de nieve. Durante las siguientes dos horas seguí a Sachs por las calles, espiando a mi amigo por las gargantas de Nueva York. Mientras escribo esto ahora, suena mucho peor de lo que realmente fue, por lo menos en términos de lo que yo pretendía hacer. No tenía intención de espiarle, no deseaba averiguar ningún secreto, buscaba algo esperanzador, un destello de optimismo que calmase mi preocupación. Me dije: va a sorprenderme; va a hacer algo o ir a alguna parte que me demostrará que está bien. Pero pasaron dos horas y no sucedió nada. Sachs vagó por las calles como un alma perdida, deambulando al azar entre Times Square y Greenwich Village siempre con el mismo paso lento y contemplativo, sin apresurarse en ningún momento, sin que en ningún momento pareciese importarle dónde estaba. Dio monedas a los mendigos. Se detuvo para encender un cigarrillo cada diez o doce manzanas. Curioseó en una librería durante varios minutos, donde sacó uno de mis libros de un estante y lo miró con cierta atención. Entró en una tienda de pomo y hojeó unas revistas de mujeres desnudas. Se paró delante de un escaparate de una tienda de electrónica. Finalmente se compró un periódico, entró en un café en la esquina de Bleecker y MacDougal Street y se instaló en una mesa. Allí fue donde le dejé, justo cuando una camarera se le acercó a preguntarle qué quería. Lo encontré todo tan desolador, tan deprimente, tan trágico, que no fui capaz de contárselo a Iris cuando volví a casa.
Sabiendo lo que sé ahora, veo lo poco que entendí entonces. Estaba sacando conclusiones de lo que venía a ser una evidencia parcial, basando mi reacción en un puñado de hechos observables y fortuitos que sólo contaban una pequeña parte de la historia. Si hubiese dispuesto de más información, tal vez habría tenido una imagen diferente de lo que estaba sucediendo, lo cual me habría hecho menos proclive a la desesperación. Entre otras cosas, ignoraba por completo el papel tan especial que Maria Turner había asumido para Ben. Se habían visto regularmente desde octubre, pasaban los jueves juntos desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde. No me enteré de esto hasta dos años después. Según me contaron ambos (en conversaciones separadas por dos meses al menos), nunca hubo relaciones sexuales entre ellos. Dado lo que sé de los hábitos de Maria, y dado que la historia de Sachs concuerda con la de ella, no veo ningún motivo para poner en duda lo que me dijeron.
Reflexionando ahora sobre la situación, tiene perfecto sentido que Sachs recurriese a ella. Maria era la personificación de su catástrofe, la figura central del drama que había precipitado su caída, y por lo tanto nadie podía ser tan importante para él. Ya he hablado de su determinación de aferrarse a los sucesos de aquella noche. ¿Qué mejor método para conseguirlo que estar en contacto con Maria? Convirtiéndola en una amiga, podría tener constantemente ante sus ojos el símbolo de su transformación. Sus heridas permanecerían abiertas, y cada vez que la viese podría revivir la misma secuencia de tormentos y emociones que había estado tan cerca de matarle. Podría repetir la experiencia una y otra vez, y con suficiente práctica y esfuerzo quizá aprendería a dominarla. Así es como debió de empezar. El desafío no era seducir a Maria o llevársela a la cama, era exponerse a la tentación y ver si tenía la fuerza necesaria para resistirla. Sachs estaba buscando una cura, una forma de recobrar su autoestima, y sólo las medidas más drásticas servirían. Para averiguar lo que valía, tenía que arriesgarlo todo de nuevo.
Pero había algo más que eso. No era sólo un ejercicio simbólico para él, era un paso adelante hacia una verdadera amistad. A Sachs le habían conmovido las visitas de Maria al hospital, y ya entonces, durante las primeras semanas de su recuperación, creo que comprendió lo profundamente que el accidente había afectado a Maria. Ése fue el vínculo inicial entre ellos. Ambos habían vivido algo terrible y ninguno de los dos se inclinaba a desecharlo como un simple producto de la mala suerte. Y lo que es más importante, Maria era consciente del papel que había desempeñado en lo sucedido. Sabía que había animado a Sachs la noche de la fiesta y era lo bastante honrada consigo misma como para reconocer lo que había hecho, para darse cuenta de que hubiese estado moralmente mal buscar excusas. A su manera, estaba tan trastornada por el suceso como Sachs, y cuando finalmente él la llamó en octubre para darle las gracias por acudir al hospital tan a menudo, ella lo vio como una oportunidad de reparar parte del daño que había causado. No estoy únicamente haciendo suposiciones cuando digo esto. Maria no me ocultó nada cuando hablamos el año pasado, y toda la historia viene directamente de sus labios.
– La primera vez que Ben vino a mi casa -me dijo-, me hizo muchas preguntas sobre mi trabajo. Probablemente sólo lo hacía por cortesía, ya sabes lo que pasa: te sientes incómodo, no sabes de qué hablar y empiezas a hacer preguntas. Al cabo de un rato, sin embargo, me di cuenta de que se interesaba. Saqué alguno de mis viejos proyectos para que los viera y sus comentarios me parecieron muy inteligentes, mucho más perspicaces que la mayoría de las cosas que oigo. Lo que pareció gustarle especialmente era la combinación de documental y ficción, la objetivación de estados interiores. Comprendió que todas mis obras eran historias, y aunque fueran historias verdaderas, también eran inventadas. O aunque fueran inventadas, también eran verdaderas. Así que hablamos de eso durante un rato y luego pasamos a otros temas, y cuando se marchó yo ya estaba empezando a concebir una de mis extrañas ideas. El hombre parecía sentirse tan perdido y desdichado que pensé que tal vez sería una buena cosa que empezásemos a trabajar juntos en un proyecto. No tenía nada especifico en mente en ese momento, sólo que la obra sería acerca de él. Vino a visitarme de nuevo unos días después y cuando le dije lo que estaba pensando, pareció comprenderlo inmediatamente. Eso me sorprendió un poco. No tuve que defender mi idea ni convencerle. Simplemente dijo sí, eso parece una idea prometedora, y seguimos adelante y lo hicimos. A partir de entonces, pasamos todos los jueves juntos. Durante los cuatro o cinco meses siguientes pasamos todos los jueves trabajando en la obra.
Hasta donde puedo juzgarlo, la obra nunca llegó a concretarse. Al contrario de lo que ocurría con otros proyectos de Maria, éste no tenía ningún principio organizativo o propósito claramente definido y, en lugar de empezar con una idea concreta como siempre había hecho en el pasado (seguir a un extraño, por ejemplo, o localizar los nombres que aparecían en una libreta de direcciones), “jueves con Ben” era básicamente informe: una serie de improvisaciones, un álbum de fotos de los días que pasaron juntos. Habían acordado de antemano que no seguirían ninguna regla. La única condición era que Sachs llegaría a casa de Maria a las diez en punto y a partir de ahí tocaban de oído. Generalmente Maria le hacía fotos, tal vez dos o tres carretes, y luego pasaban el día hablando. Unas cuantas veces le pidió que se disfrazara. En otras ocasiones grabó sus conversaciones y no hizo ninguna fotografía. Cuando Sachs se afeitó la barba y se cortó el pelo, resultó que lo había hecho por consejo de Maria, y la operación tuvo lugar en su loft. Ella captó con su cámara todo el proceso: el antes, el después y todos los pasos intermedios. Empieza con Sachs delante de un espejo cogiendo unas tijeras con la mano derecha. En cada foto sucesiva hay un poco menos de pelo y luego se le ve dándose espuma en las mejillas y después afeitándose. Maria dejó de tomar fotos en ese punto (para dar unos toques finales a su corte de pelo) y luego hay una última foto de Sachs, con el pelo corto y sin barba, sonriendo a la cámara como uno de esos muchachos de peinado engominado que vemos en las paredes de las barberías. Me pareció un toque simpático. No sólo era divertida en sí misma, sino que demostraba que Sachs era capaz de disfrutar. Después de ver esa foto, comprendí que no había soluciones sencillas. Yo le había subestimado, y la historia de esos meses era mucho más complicada de lo que yo me había permitido creer. Luego venían las fotos de Sachs en la calle. En enero y febrero, al parecer, Maria le había perseguido por la calle con su cámara. Sachs le había dicho que quería saber qué se sentía al saberse observado, y Maria le había complacido resucitando uno de sus viejos proyectos: sólo que esta vez estaba hecho al revés. Sachs hacía el papel que ella había interpretado, y ella se convirtió en el detective privado. Ésa era la escena con la que tropecé en Manhattan cuando vi a Sachs andando al otro lado de la calle. Maria también estaba allí, y lo que yo había tomado como una prueba concluyente de la desgracia de mi amigo no era más que una broma, un pequeño juego, una tonta representación del Espía contra Espía. Sólo Dios sabe cómo es posible que no viese a Maria aquel día. Debí de concentrarme tanto en Sachs que estaba ciego para todo lo demás. Pero ella sí me vio, y cuando finalmente me lo contó el otoño pasado, me sentí abrumado por la vergüenza. Afortunadamente, ella no consiguió tomar ninguna fotografía en la que estuviéramos Sachs y yo juntos. Todo habría salido a relucir entonces, pero yo le iba siguiendo a demasiada distancia como para que ella pudiera tomarnos en la misma instantánea.
Le hizo varios miles de fotos en total, la mayoría de las cuales estaban todavía en copias de contacto cuando yo las vi en septiembre pasado. Aunque las sesiones de los jueves nunca se convirtieron en un trabajo coherente, tuvieron un papel terapéutico para Sachs, que era el propósito que Maria se había trazado desde el principio. Cuando Sachs fue a visitarla en octubre, ella comprendió que era un hombre al límite de sus fuerzas. Se había metido tanto en su dolor que ya no era capaz de verse. Digo esto en un sentido fenomenológico, de la misma manera en que se habla de autoconciencia o del modo en que uno se forma una imagen de sí mismo. Sachs había perdido la capacidad de salirse de su pensamiento y evaluar dónde estaba, de medir las dimensiones precisas del espacio que le rodeaba. Lo que Maria consiguió a lo largo de esos meses fue sacarle de su propia piel. La tensión sexual fue parte del asunto, pero también estaba su cámara, el constante asalto de su cámara ciclópea. Cada vez que Sachs posaba para una fotografía, se veía obligado a representarse a sí mismo, a jugar al juego de fingir ser quien era. Al cabo de un tiempo, debió de surtir efecto. Al repetir el proceso tan a menudo, debió de llegar un momento en que empezó a verse a través de los ojos de Maria, momento en que el proceso se invirtió y pudo encontrarse a sí mismo de nuevo. Dicen que una cámara puede robarle el alma a una persona, en este caso creo que fue justamente lo contrario. Creo que con esta cámara el alma de Sachs le fue devuelta gradualmente.
Estaba mejorando, pero eso no quería decir que estuviese bien, que fuera a ser nunca la persona que había sido. En el fondo, él sabía que nunca podría volver a la vida que había llevado antes del accidente. Había tratado de explicármelo durante la conversación que tuvimos en agosto, pero yo no lo había entendido. Había pensado que hablaba de trabajo -de escribir o no escribir, de abandonar su carrera o no abandonarla-, pero resultó que hablaba de todo: no sólo de sí mismo, sino de su vida con Fanny también. Al cabo de un mes de volver del hospital, ya estaba buscando la forma de romper su matrimonio. Fue una decisión unilateral, producto de su necesidad de hacer borrón y cuenta nueva, y Fanny no fue más que la víctima inocente de la purga. Pasaron los meses, sin embargo, y él no se sintió capaz de decírselo. Probablemente esto explica las muchas contradicciones desconcertantes de su comportamiento durante esa época. No quería herir a Fanny, pero sabía que iba a herirla. Y este conocimiento aumentaba su desesperación, le hacía odiarse más a sí mismo. De ahí el largo periodo de vagancia e inacción, de recuperación y decadencia simultáneas. Aunque sólo fuera eso, creo que esto indica la bondad esencial de Sachs. Se había convencido a sí mismo de que su supervivencia dependía de un acto de crueldad, y durante varios meses prefirió no cometerlo, revolcándose en las profundidades de un tormento privado para ahorrarle a su mujer la brutalidad de su decisión. Estuvo a punto de destruirse a sí mismo por bondad. Ya tenía el equipaje hecho, pero se quedaba porque los sentimientos de Fanny significaban tanto para él como los suyos propios.
Cuando la verdad salió a relucir finalmente, ya apenas era reconocible. Sachs nunca consiguió decirle francamente a Fanny que quería dejarla. Le faltó valor para ello; su vergüenza era demasiado profunda para que fuese capaz de expresar tal sentimiento. De una forma mucho más oblicua y sinuosa, empezó a hacerle saber a Fanny que ya no era digno de ella, que ya no merecía estar casado con ella. Le estaba destrozando la vida, le dijo, y antes de que la arrastrara consigo a un sufrimiento desesperado, ella debía reducir sus pérdidas y salir corriendo. Creo que no hay duda de que Sachs lo creía así. Intencionadamente o no, había fabricado una situación en la cual estas palabras podían decirse de buena fe. Después de meses de conflicto e indecisión, había encontrado el modo de no herir los sentimientos de Fanny. No tendría que hacerle daño anunciándole su intención de marcharse. Invirtiendo los términos del dilema, la convencería de que le abandonase, ella iniciaría su propia salvación; él la ayudaría a defenderse y a salvar su vida.
Aunque las motivaciones de Sachs quedaran ocultas para él, al fin se estaba poniendo en una situación que le permitiría conseguir lo que deseaba. No pretendo parecer cínico, pero me parece que sometió a Fanny a muchos de los complicados autoengaños y tramposas inversiones que utilizó con Maria Turner en la escalera de incendios el verano anterior. Una conciencia excesivamente refinada, una predisposición al sentimiento de culpa frente a sus propios deseos, llevaron a un hombre bueno a actuar de una forma curiosamente solapada, una forma que comprometía su propia bondad. Esta es la esencia de la catástrofe. Aceptaba las debilidades de todo el mundo, pero cuando se trataba de él mismo exigía la perfección, un rigor casi sobrehumano hasta en los actos más nimios. El resultado era la decepción, una atónita conciencia de sus propios defectos, lo cual le empujaba a demandas cada vez mayores respecto a su conducta, lo cual a su vez le llevaba a decepciones cada vez más asfixiantes. Si hubiese aprendido a quererse un poco más, no habría tenido la capacidad de causar tanta infelicidad a su alrededor. Pero Sachs se veía impulsado a hacer penitencia, a asumir su culpa como la culpa del mundo y a llevar sus huellas en la propia carne. No le culpo por lo que hizo. No le culpo por decirle a Fanny que le dejara o por desear cambiar su vida. Simplemente le compadezco, le compadezco indeciblemente por las cosas terribles que hizo caer sobre su cabeza.
Pasó algún tiempo antes de que su estrategia surtiera efecto, pero ¿qué puede pensar una mujer cuando su marido le dice que se enamore de otro, que se libre de él, que huya de él para no volver jamás? En el caso de Fanny, ella desechó estas palabras como tonterías, como una nueva evidencia de la creciente inestabilidad de Ben. No tenía la menor intención de hacer ninguna de estas cosas, y a menos que él le dijese claramente que todo había terminado, que ya no quería estar casado con ella, Fanny estaba decidida a quedarse donde estaba. El empate duró cuatro o cinco meses. Un periodo insoportablemente largo, me parece a mí, pero Fanny se negaba a retroceder, creía que él la estaba poniendo a prueba, tratando de hacerla salir de su vida a empujones para ver con cuánta tenacidad se resistía ella, y si ella se daba por vencida entonces, los peores temores de Ben respecto a sí mismo se verían confirmados. Tal era la lógica circular de su lucha por salvar su matrimonio. Cada vez que Ben le hablaba, ella interpretaba que sus palabras significaban lo contrario de lo que había dicho. Márchate quería decir no te marches; ama a otro quería decir ámame; renuncia quería decir no renuncies. A la luz de lo que sucedió después, no estoy tan seguro de que ella estuviese equivocada. Sachs parecía saber lo que quería, pero una vez que lo consiguió, ya no tuvo ningún valor para él. Para entonces era demasiado tarde. Lo que había perdido, lo había perdido para siempre.
De acuerdo con lo que Fanny me dijo, nunca hubo una ruptura decisiva entre ellos. Sachs la sometió a una guerra de desgaste, agotándola con su persistencia, debilitándola lentamente hasta que ya no tuvo fuerzas para luchar. Al principio hubo unas cuantas escenas de histeria, me dijo ella, unos cuantos estallidos de lágrimas y gritos, pero todo eso acabó finalmente. Poco a poco, ella se quedó sin argumentos y cuando Sachs finalmente pronunció las palabras mágicas, diciéndole un día de principios de marzo que una separación a prueba podría ser una buena idea, ella se limitó a asentir con la cabeza y a seguirle la corriente. En esa época yo no sabía nada de esto. Ninguno de los dos me había confiado sus problemas, y dado que mi vida era particularmente frenética por entonces, no podía verlos tan a menudo como hubiera deseado. Iris estaba embarazada; estábamos buscando una casa nueva; yo viajaba en tren a Princeton dos veces a la semana para dar clases y trabajaba intensamente en mi siguiente libro. Sin embargo, parece que desempeñé un papel inconsciente en sus negociaciones matrimoniales. Lo que hice fue proporcionarle a Sachs una excusa, un modo de marcharse sin que pareciese que daba un portazo. Todo se remonta a aquel día de febrero en que le seguí por la calle. Yo acababa de pasar dos horas y media con mi editora, Ann Howard, y en el curso de nuestra conversación se había mencionado el nombre de Sachs más de una vez. Ann sabía que éramos amigos íntimos. Ella también había estado en la fiesta del 4 de julio y, puesto que sabía lo del accidente y las dificultades que él había tenido desde entonces, era normal que me preguntase cómo estaba. Le dije que aún estaba preocupado por él, ya no tanto por su estado de ánimo como por el hecho de que no daba ni golpe.
– Hace ya siete meses -dije-, y eso son unas vacaciones demasiado largas, sobre todo para alguien como Ben.
Así que hablamos de trabajo durante unos minutos, preguntándonos qué haría falta para que volviera a ponerse en marcha, y justo cuando estábamos empezando el postre, a Ann se le ocurrió una idea que me pareció interesante.
– Debería reunir sus viejos artículos y publicarlos como libro -dijo-. No sería difícil. Lo único que tendría que hacer sería elegir los mejores, quizá retocar un par de frases aquí y allá. Pero una vez que se siente a trabajar, ¿quién sabe lo que puede ocurrir? Tal vez eso le haga empezar a escribir otra vez.
– ¿Estás diciendo que te interesaría publicar ese libro? -pregunté.
– No sé -dijo-. ¿Es eso lo que estoy diciendo? -Ann hizo una pausa y luego se rió-. Supongo que es lo que acabo de decir, ¿no? -Se calló de nuevo, como para frenarse antes de ir demasiado lejos-. Pero qué demonios, ¿por qué no? No será que no conozca el trabajo de Ben. Lo leo desde que estaba en el instituto. Puede que ya sea hora de que alguien le retuerza el brazo y le obligue a hacerlo.
Media hora después, cuando vi a Sachs en la Octava Avenida, estaba aún pensando en esta conversación con Ann. La idea del libro se había instalado cómodamente dentro de mí y por una vez me sentía animado, más esperanzado de lo que había estado en mucho tiempo. Tal vez eso explique por qué me deprimí tanto luego. Encontré a un hombre que vivía en lo que parecía un estado de absoluta abyección y no estaba dispuesto a aceptar lo que había visto. Mi amigo, que había sido tan brillante, vagando durante horas, casi en trance, apenas distinguible de los hombres y mujeres destrozados que le mendigaban unas monedas. Aquella noche llegué a casa angustiado. La situación estaba fuera de control, me dije, y a menos que actuara deprisa, no había plegaria que lograra salvarle.
Le invité a almorzar la semana siguiente, y no bien se sentó en su silla, me lancé a hablarle del libro. Esta idea había sido barajada en unas cuantas ocasiones anteriores, pero Sachs siempre se había resistido a comprometerse. Le parecía que los artículos publicados en revistas eran cosas del momento, escritas por razones específicas en momentos específicos, y un libro sería un lugar demasiado permanente para ellos. Me había dicho una vez que se les debía dejar morir de muerte natural. Que la gente los leyera y los olvidara; no había necesidad de erigirles una tumba. Como ya conocía esta defensa, no le presenté la idea en términos literarios. Hablé de ella estrictamente como proposición económica, un trato de dinero en efectivo. Le dije que había estado viviendo a costa de Fanny durante los últimos cuatro meses, y ya era hora de que empezase a contribuir. Si no estaba dispuesto a buscar un trabajo, lo menos que podía hacer era publicar ese libro. Olvídate de ti mismo por una vez, le dije. Hazlo por ella.
Creo que nunca le había hablado con tanto énfasis. Estaba tan excitado, tan lleno de apasionado sentido común, que Sachs empezó a sonreír antes de que yo llegara a la mitad de mi arenga. Supongo que había algo cómico en mi comportamiento de aquella tarde, pero era porque yo no había esperado ganar tan fácilmente. Resultó que no hizo falta mucho para convencer a Sachs. Decidió hacer el libro en cuanto se enteró de mi conversación con Ann, y todo lo que dije después de eso fue innecesario. Trató de hacerme callar, pero como yo pensaba que eso significaba que no quería hablar del asunto, continué argumentando con él, lo cual era un poco como decirle a alguien que se coma un plato que ya tiene en el estómago. Estoy seguro de que me encontró risible, pero eso no cuenta ahora. Lo que importa es que Sachs aceptó hacer el libro, y en ese momento aquello me pareció una gran victoria, un paso gigantesco en la dirección adecuada. Yo no sabía nada respecto a Fanny, por supuesto, y por lo tanto no tenía ni idea de que el proyecto era simplemente una maniobra, un movimiento estratégico que le ayudaría a poner fin a su matrimonio. Eso no quiere decir que Sachs no pensase publicar el libro, pero sus motivos eran completamente diferentes de los que yo imaginaba. Yo veía el libro como un camino de regreso al mundo, mientras que él lo veía como una huida, como un último gesto de humildad antes de escabullirse en la oscuridad y desaparecer.
Así fue como encontró el valor para hablarle a Fanny de una separación a prueba. Él se iría a Vermont para trabajar en el libro, ella se quedaría en la ciudad, y mientras tanto ambos tendrían oportunidad de reflexionar acerca de lo que deseaban hacer. El libro hizo posible que él se marchara con la bendición de Fanny, que ambos fingiesen ignorar el verdadero propósito de su partida. Durante los siguientes dos meses, Fanny organizó el viaje de Ben a Vermont como si aún fuese uno de sus deberes de esposa, desmantelando activamente su matrimonio como si creyese que se mantendrían casados para siempre. El hábito de cuidar de él era tan automático a aquellas alturas, estaba tan profundamente arraigado en ella, que probablemente no se paró a pensar qué estaba haciendo. Esa fue la paradoja del final. Yo había vivido algo muy parecido con Delia: esa extraña posdata en que una pareja no está ni unida ni separada, en que lo último que les mantiene unidos es el hecho de que están separados. Fanny y Ben actuaron de la misma manera. Ella le ayudó a salir de su vida y él aceptó esa ayuda como la cosa más natural del mundo. Ella bajó al sótano y subió montones de artículos viejos; hizo fotocopias de los originales amarillentos y casi desintegrados; visitó la biblioteca y buscó en los rollos de microfilms artículos perdidos; puso en orden cronológico toda la masa de recortes, hojas arrancadas y páginas deterioradas. El último día incluso salió a comprar archivadores de cartón para guardar los papeles, y a la mañana siguiente, cuando llegó el momento de que Sachs se fuera, le ayudó a bajar los archivadores y a meterlos en el maletero del coche. Nada de romper limpiamente. Nada de emitir señales inequívocas. En ese momento, creo que ninguno de los dos hubiese sido capaz de hacerlo.
Eso fue a finales de marzo. Inocentemente, acepté lo que Sachs me dijo, creí que se marchaba a Vermont para trabajar. Se había ido allí solo otras veces, y el hecho de que Fanny se quedase en Nueva York no me pareció raro. Después de todo, ella tenía su trabajo y, puesto que nadie había mencionado cuánto tiempo estaría fuera Sachs, supuse que seria una estancia relativamente corta. Un mes tal vez, seis semanas como máximo. Organizar el libro no seria una tarea difícil y yo no veía que pudiera llevarle más de eso. Y aunque así fuera, no había nada que le impidiera a Fanny visitarlo. Así que no puse ninguna objeción a sus planes. Todo me parecía razonable, y cuando Sachs vino a despedirse la última noche, le dije que me alegraba mucho de que se fuera. Buena suerte, le deseé, te veré pronto. Y eso fue todo. Planease lo que planease entonces, no dijo una palabra que me hiciera pensar que no volvería.
Cuando Sachs se marchó a Vermont, dirigí mis pensamientos a otro lado. Estaba atareado con mi trabajo, con el embarazo de Iris, con los problemas de David en el colegio, con la muerte de algunos parientes por ambos lados de la familia, y la primavera pasó muy rápidamente. Tal vez me sentí aliviado cuando se fue, no lo sé, pero no hay duda de que la vida en el campo había mejorado su estado de ánimo. Hablábamos por teléfono más o menos una vez a la semana y deduje por esas conversaciones que las cosas le iban bien. Había empezado a trabajar en algo nuevo, me dijo, y yo interpreté esto como un suceso tan trascendental, un cambio de actitud tan importante, que de repente me permití dejar de preocuparme por él. Aunque iba retrasando su regreso a Nueva York, prolongando su ausencia a lo largo del mes de abril, luego mayo y luego junio, yo no me alarmé. Sachs está escribiendo de nuevo, me dije, Sachs vuelve a estar sano, y por lo que a mí se refería, eso significaba que todo estaba en orden en el mundo.
Iris y yo vimos a Fanny en varias ocasiones esa primavera. Recuerdo por lo menos una cena, un almuerzo de domingo, y un par de salidas al cine. Para ser absolutamente sincero, no detecté ninguna señal de angustia o inquietud en ella. Es verdad que hablaba muy poco de Sachs (lo cual debería haberme alertado), pero siempre que lo hacia parecía complacida, incluso excitada por lo que estaba sucediendo en Vermont. Ben no sólo estaba escribiendo otra vez, nos contó, sino que estaba escribiendo una novela. Esto era mucho mejor que nada de lo que ella hubiera podido imaginar, tanto que no importaba que hubiese dejado de lado el libro de artículos. Dijo que trabajaba frenéticamente, casi sin pararse a comer o dormir, y aun suponiendo que estos informes fueran exagerados (por Sachs o por ella), no dejaban lugar a hacer más preguntas. Iris y yo nunca le preguntamos por qué no iba a visitar a Ben. No se lo preguntamos porque la respuesta era evidente. Él estaba enfrascado en su trabajo, y después de esperar tanto tiempo a que esto ocurriera, ella no deseaba interferir.
Ella nos estaba ocultando la verdad, por supuesto, pero lo más importante es que también a Sachs le mantenía al margen de la situación. Sólo lo supe más tarde, pero durante todo el tiempo que él pasó en Vermont, parece que estuvo tan poco enterado como yo de lo que Fanny pensaba. Ella no podía suponer que las cosas saldrían así. Teóricamente, aún había alguna esperanza para ellos. Pero una vez que Ben cargó el coche con sus pertenencias y se marchó al campo, ella comprendió que habían terminado. Bastaron una o dos semanas para que esto sucediera. Aún le tenía afecto y le deseaba lo mejor, pero ya no sentía ningún deseo de verle, ningún deseo de hablarle, ningún deseo de hacer un esfuerzo más. Habían hablado de dejar la puerta abierta, pero ahora parecía que la puerta se había desvanecido; no es que se hubiese cerrado, sencillamente ya no existía. Fanny se encontró mirando una pared vacía, y después de eso dio media vuelta y se alejó. Ya no estaban casados, y lo que ella hiciese con su vida a partir de entonces era asunto suyo.
En junio conoció a un hombre que se llamaba Charles Spector. Creo que no tengo derecho a hablar de esto, pero en la medida en que afectó a Sachs, es imposible evitar mencionarlo. La cuestión crucial aquí no es que Fanny acabase casándose con Charles (la boda tuvo lugar hace cuatro meses), sino que cuando empezó a enamorarse de él aquel verano no le comunicase a Ben lo que estaba sucediendo. Una vez más, no se trata de atribuir culpas. Había razones para su silencio y, dadas las circunstancias, creo que actuó correctamente, sin pizca de egoísmo ni de engaño. La historia con Charles la cogió por sorpresa y en aquella primera etapa aún estaba demasiado confusa como para saber cuáles eran sus sentimientos. En lugar de precipitarse a contarle a Ben algo que tal vez no durara, decidió callarse durante algún tiempo para ahorrarle más dramas hasta que estuviese segura de lo que deseaba hacer. Sin que fuese culpa suya, este periodo de espera duró demasiado tiempo. Ben descubrió lo de Charles por pura casualidad -al regresar a casa a Brooklyn una noche le vio en la cama con Fanny- y el momento de ese descubrimiento no pudo haber sido más inoportuno. Considerando que Sachs fue quien forzó la separación en primer lugar, probablemente esto no debería haber importado, pero importó. Hubo otros factores también, pero éste contó tanto como cualquiera de ellos. Hizo que la música continuara sonando, por así decirlo, y lo que podría haber terminado en ese punto, no terminó. El vals de los desastres continuó, y después de eso no hubo forma de pararlo.
Pero eso ocurrió más tarde, y no quiero adelantarme. En la superficie todo parecía funcionar como en los últimos meses. Sachs trabajaba en su novela en Vermont, Fanny iba a su trabajo en el museo e Iris y yo esperábamos a que naciera nuestra hija. Después de que Sonia llegara (el 27 de junio), yo perdí el contacto con todo durante las siguientes seis u ocho semanas. Iris y yo vivíamos en Bebelandia, un país donde el sueño está prohibido y el día es indistinguible de la noche, un reino amurallado gobernado por los caprichos de un minúsculo monarca absoluto. Les pedimos a Fanny y a Ben que fuesen los padrinos de Sonia y ambos aceptaron con efusivas declaraciones de orgullo y gratitud. Después empezaron a llegar los regalos; Fanny trajo los suyos en persona (ropa, mantas, sonajeros) y los de Ben llegaron por correo (libros, ositos, patitos de goma). Yo estaba especialmente conmovido por la reacción de Fanny, por el hecho de que pasara por nuestra casa al salir del trabajo sólo para tener a Sonia en brazos durante diez o quince minutos, arrullándola con toda clase de cariñosas tonterías. Parecía radiante con la niña en brazos, y siempre me daba pena pensar que nada de aquello había sido posible para ella. “Preciosidad mía”, llamaba a Sonia, “ángel mío”, “mi oscura flor de pasión”, “corazón mío”. A su manera, Sachs no era menos entusiasta que ella, y yo interpretaba que los pequeños paquetes que recibíamos continuamente por correo eran una señal de verdadero progreso, una prueba decisiva de que ya estaba bien. A principios de agosto empezó a insistir en que fuésemos a Vermont a verle. Dijo que quería enseñarme la primera parte de su libro, y que le presentásemos a su ahijada.
– Me la habéis ocultado durante demasiado tiempo -dijo-. ¿Cómo podéis esperar que me ocupe de ella si ni siquiera sé qué aspecto tiene?
Así que Iris y yo alquilamos un coche y una sillita de bebé y nos fuimos al norte a pasar unos días con él. Recuerdo que le preguntamos a Fanny si quería venir con nosotros, pero al parecer la ocasión no era oportuna. Acababa de empezar el texto para el catálogo de la exposición de Blakelock, que iba a organizar en el museo aquel invierno (su exposición más importante hasta la fecha), y le preocupaba no tenerlo listo a tiempo. Pensaba visitar a Ben en cuanto lo terminara, me explicó, y como me pareció una excusa legítima, no le insistí. Una vez más, me habían puesto delante una prueba significativa y, una vez más, no hice caso. Fanny y Ben no se veían desde hacía cinco meses y sin embargo yo aún no había caído en la cuenta de que tenían dificultades. Si me hubiese molestado en abrir los ojos durante unos minutos, tal vez habría visto algo. Pero estaba entregado a mi propia felicidad, demasiado absorto en mi pequeño mundo como para prestar atención.
No obstante, el viaje fue un éxito. Después de pasar cuatro días y tres noches en su compañía, llegué a la conclusión de que Sachs pisaba tierra firme de nuevo y me marché sintiéndome tan unido a él como lo había estado en el pasado. Estoy tentado de decir que fue como en los viejos tiempos, pero no sería exacto, habían pasado demasiadas cosas después de su caída, se habían producido demasiados cambios en los dos para que nuestra amistad fuese exactamente lo que había sido, pero eso no quiere decir que esos nuevos tiempos fuesen menos buenos que los viejos. En muchos sentidos, eran mejores. En la medida en que representaban algo que yo creía haber perdido, algo que había desesperado de volver a encontrar, eran mucho mejores.
Sachs nunca había sido una persona organizada, y me sorprendió ver lo concienzudamente que se había preparado para nuestra visita. Puso flores en la habitación donde Iris y yo dormíamos, en la cómoda había toallas perfectamente dobladas y había hecho la cama con la precisión de un hotelero veterano. En el piso de abajo, la cocina estaba bien surtida de alimentos, había una buena provisión de vino y cerveza y, según descubrimos cada noche, los menús de la cena habían sido planeados de antemano. Estos pequeños gestos eran significativos, pensé, y contribuyeron a marcar el tono de nuestra estancia. La vida cotidiana era más fácil para él de lo que lo había sido en Nueva York y poco a poco había conseguido recuperar el control de sí mismo. Tal y como me dijo en una de nuestras conversaciones nocturnas, era un poco como estar en prisión de nuevo, no había ninguna preocupación externa que le embarullara. La vida se había reducido al mínimo esencial y ya no tenía que preguntarse cómo pasar el tiempo. Cada día era más o menos una repetición del anterior. Hoy se parecía a ayer, mañana se parecería a hoy y lo que sucediera la semana que viene se confundiría con lo que había sucedido ésta. Esto era un consuelo para él. El elemento sorpresa había quedado eliminado, lo cual le hacia sentirse más despierto, más capaz de concentrarse en su trabajo.
– Es curioso -continuó-, pero las dos veces que me he sentado a escribir una novela estaba aislado del resto del mundo. Primero, en la cárcel cuando era un muchacho, y ahora aquí en Vermont, viviendo como un ermitaño en el bosque. Me pregunto qué diablos significa.
– Significa que no puedes vivir sin los demás -dije-. Cuando están ahí en carne y hueso, el mundo real es suficiente. Cuando estás solo, tienes que inventarte personajes, los necesitas para que te hagan compañía.
Durante toda la visita, los tres estuvimos atareados en no hacer nada. Comíamos y bebíamos, nadábamos en la alberca, charlábamos. Sachs había instalado una pista de baloncesto cubierta detrás de la casa y durante una hora más o menos cada mañana hacíamos canastas y jugábamos simples (me ganaba estrepitosamente todas las veces). Mientras Iris dormía la siesta, él y yo nos turnábamos para pasear a Sonia por el jardín, meciéndola hasta que se dormía mientras hablábamos. La primera noche me acosté tarde y leí el manuscrito del libro que estaba escribiendo. Las otras dos noches los dos nos quedamos levantados hasta muy tarde comentando lo que había escrito hasta entonces y lo que faltaba. El sol brilló tres de los cuatro días, la temperatura era cálida para aquella época del año. En conjunto, todo fue casi perfecto.
Sachs sólo había escrito un tercio de su libro en aquel momento y la parte que yo leí estaba aún muy lejos de ser la versión definitiva. Sachs lo entendía así y cuando me dio el manuscrito la primera noche que pasé allí, no buscaba una crítica detallada ni sugerencias de cómo mejorar éste o aquel párrafo. Lo único que quería saber era si a mí me parecía que debía continuar.
– He llegado a un punto en el que ya no sé qué estoy haciendo -dijo-. No sé si es bueno o malo. No sé si es lo mejor que he hecho nunca o si es un montón de basura.
No era basura, eso me quedó claro desde la primera página, pero a medida que avanzaba en la lectura del resto del borrador también me di cuenta de que Sachs había dado con algo que valía la pena. Aquél era el libro que yo siempre había imaginado que era capaz de escribir, y si había hecho falta un desastre para que lo empezara, entonces quizá no había sido realmente un desastre. O eso es lo que me dije entonces. Fueran los que fueran los problemas que me encontré en el manuscrito, fueran los que fueran los cortes o cambios que sería preciso hacer al final, lo esencial era que Sachs había empezado y yo no iba a permitir que parase.
– Tú sigue escribiendo y no mires atrás -le dije durante el desayuno a la mañana siguiente-. Si consigues llegar hasta el final, será un gran libro. Toma nota de mis palabras: un libro grandioso y memorable.
Me es imposible saber si hubiese podido llevarlo a cabo. Entonces me sentía seguro de que sí, y cuando Iris y yo nos despedimos de él el último día, ni siquiera se me pasó por la cabeza dudarlo. Una cosa eran las páginas que había leído, pero Sachs y yo también habíamos hablado, y basándome en lo que me dijo sobre el libro durante las dos noches siguientes, estaba convencido de que tenía dominada la situación, que entendía lo que tenía por delante. Si eso es cierto, entonces no puedo imaginar nada más terrible. De todas las tragedias que mi pobre amigo creó para sí mismo, dejar este libro inacabado se convierte en lo más difícil de soportar. No quiero decir que los libros sean más importantes que la vida, pero el hecho es que todo el mundo se muere, todo el mundo desaparece al final, y si Sachs hubiese logrado terminar su libro, hay una posibilidad de que le hubiese sobrevivido. Eso es lo que quiero creer, en cualquier caso. Tal y como está ahora, el libro no es más que una promesa de libro, un libro en potencia encerrado en una caja llena de páginas manuscritas sucias y un puñado de notas. Eso es todo lo que queda de él, junto con nuestras dos conversaciones nocturnas al aire libre, sentados bajo un cielo sin luna atestado de estrellas. Pensé que su vida estaba empezando otra vez, que había llegado al inicio de un extraordinario futuro, pero resultó que estaba casi al final. Menos de un mes después de que le viese en Vermont, Sachs dejó de trabajar en su libro. Salió a dar un paseo una tarde de mediados de septiembre y la tierra se lo tragó de repente. Ésa es la esencia del asunto, y desde ese día no volvió a escribir una palabra más.
Para conmemorar lo que nunca existirá, le he dado a mi libro el mismo titulo que Sachs planeaba usar para el suyo: Leviatán.