38913.fb2 Leviat?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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4

No volví a verle en casi dos años. Maria era la única persona que sabia dónde estaba, y Sachs le había hecho prometer que no lo diría. La mayoría de la gente habría roto esa promesa, creo, pero Maria había dado su palabra y por muy peligroso que fuera para ella el mantenerla, se negó a abrir la boca. Debí de encontrármela al menos una docena de veces en esos años, pero aun cuando hablamos de Sachs, nunca dejó traslucir que supiera más sobre su desaparición que yo. El verano pasado, cuando finalmente me enteré de todo lo que había estado ocultando, me enfadé tanto que tuve ganas de matarla. Pero ése era mi problema, no el de Maria, y yo no tenía derecho a desfogar mi frustración con ella. Una promesa es una promesa, después de todo, y aunque su silencio acabó causando mucho daño, no creo que se equivocara al hacer lo que hizo. Si alguien debería haber hablado, era Sachs. Él era el único responsable de lo que sucedió y era su secreto lo que Maria estaba protegiendo. Pero Sachs no dijo nada. Durante dos años enteros permaneció escondido y sin decir una palabra.

Sabíamos que estaba vivo, pero a medida que pasaban los meses sin tener noticias suyas, ni siquiera eso era seguro. Sólo quedaban fragmentos, unos cuantos hechos fantasmales. Sabíamos que se había marchado de Vermont, que no lo había hecho conduciendo su coche, y que durante lo que fue un espantoso momento Fanny le había visto en Brooklyn. Aparte de eso, todo eran conjeturas. Puesto que no había llamado para anunciar que volvía, supusimos que tenía algo urgente que decirle, pero fuera lo que fuera, nunca llegaron a hablar de ello. Sencillamente apareció una noche de repente (“con los ojos enloquecidos”, como dijo Fanny) e irrumpió en el dormitorio del piso. Eso llevó a la espantosa escena que he mencionado antes. Si la habitación hubiese estado a oscuras, tal vez hubiese sido menos embarazoso para todos, pero había varias luces encendidas, Fanny y Charles estaban desnudos sobre la colcha, y Ben lo vio todo. Estaba claro que era la última cosa que esperaba encontrar. Antes de que Fanny pudiera decir una palabra, él ya había salido de la habitación, tartamudeando que lo sentía, que no sabía nada, que no había querido molestarla. Ella se levantó apresuradamente de la cama, pero cuando llegó al vestíbulo, la puerta del apartamento se había cerrado de golpe y Sachs bajaba corriendo la escalera. Ella no podía salir desnuda, así que corrió al cuarto de estar, abrió la ventana y le llamó. Sachs se detuvo un momento en la calle y la saludó con la mano.

– ¡Mis bendiciones a los dos! -gritó.

Luego le tiró un beso, dio media vuelta y echó a correr hasta perderse en la noche.

Fanny nos telefoneó inmediatamente. Se figuró que tal vez vendría a nuestra casa, pero su presentimiento resultó equivocado. Iris y yo pasamos media noche esperándole, pero Sachs no apareció. A partir de entonces, no volvió a dar señales de vida. Fanny llamó a la casa de Vermont repetidamente, pero nadie contestó. Esa era nuestra última esperanza, y a medida que pasaban los días parecía cada vez menos probable que Sachs regresase allí. El pánico se apoderó de nosotros; hubo un contagio de pensamientos morbosos. No sabiendo qué hacer, Fanny alquiló un coche el primer fin de semana y se fue a la casa del campo. Según me informó por teléfono después de su llegada, las pruebas eran desconcertantes. La puerta principal no estaba cerrada con llave, el coche estaba en su lugar habitual en el patio y el trabajo de Ben estaba extendido sobre la mesa del estudio: las páginas terminadas del manuscrito en una pila, las plumas desparramadas a su lado, una página a medio escribir aún en la máquina; en otras palabras, parecía como si estuviera a punto de volver en cualquier momento. Si hubiese planeado marcharse por algún tiempo, dijo ella, habría cerrado la casa. Habría desaguado las cañerías, habría quitado la luz, habría vaciado la nevera.

– Y se habría llevado su manuscrito -añadí yo-. Aunque hubiese olvidado lo demás, es imposible que se hubiera marchado sin eso.

La situación no tenía sentido. Por mucho que la analizásemos, siempre nos encontrábamos con el mismo acertijo. Por una parte, la marcha de Sachs había sido inesperada. Por otra, se había marchado por voluntad propia. De no ser por aquel fugaz encuentro con Fanny en Nueva York, tal vez habríamos sospechado que habla sucedido algo sucio, pero Sachs había llegado a la ciudad ileso. Un poco cansado, quizá, pero básicamente ileso. Y sin embargo, si no le había ocurrido nada, ¿por qué no había vuelto a Vermont? ¿Por qué había abandonado su coche, su ropa, su trabajo? Iris y yo lo hablamos con Fanny una y otra vez. Repasamos una posibilidad tras otra, pero nunca llegamos a una conclusión satisfactoria. Había demasiados vacíos, demasiadas variables, demasiadas cosas que ignorábamos. Al cabo de un mes de darle vueltas, le dije a Fanny que fuese a la policía y denunciase la desaparición de Ben. Ella se resistió a la idea, sin embargo. Ya no tenía ningún derecho sobre él, dijo, lo cual significaba que no debía interferir. Después de lo que había sucedido en el piso, él era libre para hacer lo que quisiera, y ella no era quién para obligarle a volver. Charles (a quien ya habíamos conocido y que resultó estar en buena posición económica) estaba dispuesto a contratar a un detective privado de su bolsillo.

– Simplemente para saber que Ben está bien -dijo-. No se trata de obligarle a volver, se trata de saber si ha desaparecido porque quiere desaparecer.

Iris y yo pensamos que el plan de Charles era sensato, pero Fanny no le permitió llevarlo a cabo.

– Nos dio su bendición -dijo-. Eso equivale a decirnos adiós. He vivido con él durante veinte años y sé lo que piensa. No quiere que le busquemos. Ya le he traicionado una vez y no estoy dispuesta a volver a hacerlo. Tenemos qué dejarle en paz. Volverá cuando esté preparado para volver y hasta entonces tenemos que esperar. Creedme, es lo único que podemos hacer. Tenemos que quedarnos quietos y aprender a vivir con ello.

Pasaron unos meses, luego fue un año, y luego dos. Y el enigma seguía sin resolverse. Cuando Sachs se presentó en Vermont en agosto pasado hacía mucho tiempo que yo había renunciado a encontrar una respuesta. Iris y Charles creían que había muerto. Pero mi desesperanza no nacía de nada tan concreto. Nunca había tenido un sentimiento fuerte respecto a si Sachs estaba vivo o muerto -ninguna intuición repentina, ningún conocimiento extrasensorial, ninguna experiencia mística-, pero estaba más o menos convencido de que nunca volvería a verle. Digo “más o menos” porque no estaba seguro de nada. Durante los primeros meses después de su desaparición, pasé por diversas reacciones violentas y contradictorias, pero estas contradicciones se apagaron gradualmente, y al final términos tales como tristeza o ira o dolor ya no parecían pertinentes. Había perdido contacto con él y sentía su ausencia cada vez menos como una cuestión personal. Siempre que trataba de pensar en él, me fallaba la imaginación. Era como si Sachs se hubiese convertido en un agujero en el universo. Ya no era simplemente un amigo desaparecido, era un síntoma de mi ignorancia respecto a todas las cosas, un emblema de lo incognoscible. Probablemente esto suena vago, pero no puedo expresarlo mejor. Iris me dijo que me estaba volviendo budista, y supongo que eso describe mi posición con tanta exactitud como cualquier otra cosa. Fanny era cristiana, dijo Iris, porque nunca había abandonado su fe en el regreso de Sachs; ella y Charles eran ateos; y yo era un acólito zen, un creyente en el poder de la nada. Desde que me conocía, dijo, era la primera vez que yo no expresaba una opinión.

La vida cambió, la vida continuó. Aprendimos, como Fanny nos había rogado que hiciésemos, a vivir con ello. Ella y Charles vivían juntos ahora y, a nuestro pesar, Iris y yo nos vimos obligados a reconocer que era una buena persona. Entre cuarenta y cinco y cincuenta años, arquitecto, casado anteriormente, padre de dos hijos, inteligente, desesperadamente enamorado de Fanny, irreprochable. Poco a poco conseguimos establecer una amistad con él, y todos aceptamos una nueva realidad. La primavera pasada, cuando Fanny mencionó que no pensaba pasar el verano en Vermont (sencillamente no podía, dijo, y probablemente no podría nunca), se le ocurrió de pronto que tal vez a Iris y a mi nos gustaría utilizar la casa. Quería dejárnosla gratis, pero nosotros insistimos en pagarle una especie de alquiler. Así que llegamos a un acuerdo que por lo menos cubriría sus costes: una parte proporcional de los impuestos, el mantenimiento, etc. Esa es la razón de que yo estuviera en la casa cuando Sachs apareció el verano pasado. Llegó sin previo aviso, entrando una noche en el patio en un baqueteado Chevy azul, pasó aquí un par de días y luego desapareció de nuevo. Mientras tanto habló sin parar. Habló tanto que casi me asustó. Pero fue entonces cuando me enteré de su historia, y dado lo decidido que estaba a contarla, creo que no omitió nada.

Continuó trabajando, dijo. Después de que Iris y yo nos marcháramos con Sonia, continuó trabajando durante tres o cuatro semanas más. Nuestras conversaciones acerca de Leviatán le habían sido útiles, al parecer, y se volcó en el manuscrito aquella misma mañana, decidido a no irse de Vermont hasta que hubiese terminado un borrador del libro entero. Todo parecía ir bien. Avanzaba cada día y se sentía feliz con su vida monacal, más feliz de lo que se había sentido en años. Luego, una tarde de mediados de septiembre, decidió salir a dar un paseo, el tiempo había cambiado ya y el aire era vigorizante, impregnado de los olores del otoño. Se puso su cazadora de lana y subió la colina que había frente a la casa, en dirección norte. Calculó que quedaba una hora de luz diurna, lo cual significaba que podría caminar durante media hora antes de dar la vuelta para regresar. Normalmente, habría pasado esa hora haciendo unas canastas, pero el cambio de estación estaba en todo su apogeo y deseaba echar un vistazo a lo que sucedía en el bosque: ver las hojas rojas y amarillas, observar el sesgo del sol poniente entre los abedules y los arces, vagabundear en el resplandor de los colores del aire. Así que emprendió el paseo pensando únicamente en lo que iba a preparar para la cena cuando volviera a casa.

Una vez que entró en el bosque, sin embargo, se distrajo. En lugar de mirar las hojas y las aves migratorias, empezó a pensar en su libro. Los pasajes que había escrito ese mismo día afluían rápidamente a su cabeza, y antes de que pudiera darse cuenta, estaba redactando nuevas frases mentalmente, planificando el trabajo que debía hacer al día siguiente. Siguió andando, abriéndose paso por entre las hojas muertas y la espinosa maleza, hablando en voz alta, canturreando las palabras de su libro, sin prestar ninguna atención al lugar donde se encontraba. Podía haber seguido así durante horas, dijo, pero en un momento dado notó que veía mal. El sol ya se había puesto y, debido a la espesura del bosque, la noche caía rápidamente. Miró a su alrededor con intención de orientarse, pero nada le resultaba familiar y se dio cuenta de que nunca había estado en aquella parte. Pensando que era un idiota, se dio media vuelta y echó a correr en la dirección de la cual venía. Sólo tenía unos minutos antes de que desapareciera todo y comprendió que nunca lo conseguiría. No tenía linterna, ni cerillas, ni ningún alimento en los bolsillos. Dormir a la intemperie prometía ser una experiencia desagradable, pero no se le ocurría ninguna alternativa. Se sentó en un tocón y se echó a reír. Se encontró ridículo, dijo, una figura cómica de primer orden. Luego la noche cayó por completo y ya no pudo ver nada. Esperó que saliera la luna, pero en lugar de eso el cielo se nubló. Se rió de nuevo. Decidió no volver a pensar en el asunto. Estaba a salvo donde estaba, y que se le helara el culo una noche no le iba a matar. Así que hizo lo que pudo por ponerse cómodo. Se tumbó en el suelo, se cubrió de mala manera con algunas hojas y ramitas y trató de pensar en su libro. Al poco rato, incluso consiguió quedarse dormido.

Se despertó al amanecer, helado hasta los huesos y tiritando, las ropas mojadas por el rocío. La situación ya no le parecía tan graciosa. Estaba de pésimo humor y le dolían los músculos. Estaba hambriento y desaliñado, y lo único que deseaba era salir de allí y encontrar el camino de vuelta a casa. Tomó lo que le pareció el mismo sendero que había seguido la tarde anterior, pero después de andar durante cerca de una hora, empezó a sospechar que se había equivocado. Consideró la idea de dar la vuelta y regresar al punto de partida, pero no estaba seguro de poder encontrarlo, y aunque lo encontrara, era dudoso que lo reconociese. El cielo estaba oscuro aquella mañana, con densas bandadas de nubes que ocultaban el sol. Sachs nunca había sido un hombre de campo, y sin una brújula para orientarse no sabia si caminaba hacia el este o el oeste, el norte o el sur. Por otra parte tampoco era que estuviese atrapado en una selva primitiva. El bosque tenía que acabar antes o después, y no importaba mucho qué dirección siguiera, siempre y cuando andase en línea recta. Una vez que llegase a una carretera, llamaría a la puerta de la primera casa que viera. Con un poco de suerte, la gente que viviera en ella podría decirle dónde se encontraba.

Pasó mucho tiempo antes de que todo esto sucediera. Como no llevaba reloj, nunca supo exactamente cuánto, pero calculó que tres o cuatro horas. Para entonces estaba completamente malhumorado, y maldijo su estupidez durante los últimos kilómetros con una creciente sensación de ira. Una vez que llegó al final del bosque, sin embargo, su disgusto desapareció y dejó de compadecerse. Estaba en una carretera estrecha de tierra, y aunque no sabía dónde se encontraba y no había ninguna casa a la vista, podía consolarse con la idea de que lo peor ya había pasado. Anduvo diez o quince minutos más, haciendo apuestas consigo mismo respecto a la distancia que lo separaba de casa. Si eran menos de cinco kilómetros se gastaría cincuenta dólares en un regalo para Sonia. Si eran más de cinco pero menos de diez, se gastaría cien dólares. Más de diez serian doscientos. Más de quince serian trescientos. Más de veinte serian cuatrocientos, y así sucesivamente. Mientras estaba colmando de regalos imaginarios a su ahijada (osos pandas de peluche, casas de muñecas, caballitos), oyó el motor de un coche a lo lejos, detrás de él. Se detuvo y esperó a que se acercara. Resultó ser una camioneta roja que iba a bastante velocidad. Pensando que no tenía nada que perder, Sachs sacó la mano para llamar la atención del conductor. La camioneta pasó lanzada por delante de él, pero antes de que Sachs tuviese tiempo de darse la vuelta, frenó en secó. Oyó un clamor de guijarros que salían volando, se levantó una polvareda y luego una voz le llamó preguntándole si quería que le llevase. El conductor era un joven de veintipocos años. Sachs supuso que era un muchacho de la zona, un peón caminero o un ayudante de fontanero, tal vez, y aunque al principio no tenía muchas ganas de hablar, el muchacho resultó ser tan amable y simpático que pronto se encontró metido en conversación con él. Había un bate de metal de softball <strong>[2]</strong> tirado en el suelo delante del asiento de Sachs y cuando el muchacho puso el pie en el acelerador para poner la camioneta en marcha de nuevo, el bate dio un salto y golpeó a Sachs en el tobillo. Ésa fue la apertura, por así decirlo, y después de disculparse por la molestia, el chico se presentó como Dwight (Dwight McMartin, según supo Sachs más tarde) y comenzaron una discusión sobre softball. Dwight le dijo que jugaba en un equipo patrocinado por la brigada de bomberos voluntarios de Newfane. La temporada oficial había terminado la semana anterior, y el primer partido de desempate estaba programado para aquella tarde. “Si el tiempo aguanta”, añadió varias veces, “si el tiempo aguanta y no llueve.” Dwight era el jugador de primera base y el número dos de la liga en carreras completas, un mozo fornido al estilo de Moose Skowron. Sachs le dijo que intentaría ir al campo a verle y Dwight le contestó con toda seriedad que valdría la pena, que ciertamente sería un partido fantástico. Sachs no podía evitar sonreír, estaba desgreñado y sin afeitar, había zarzas y partículas de hojas pegadas a su ropa y la nariz le chorreaba como un grifo. Probablemente parecía un vagabundo, pero Dwight no le hizo ninguna pregunta personal. No le preguntó por qué iba andando por una carretera desierta, no le preguntó dónde vivía, ni siquiera le preguntó su nombre. Puede que fuera un bobalicón, pensó Sachs, o puede que fuera simplemente un buen chico, pero, fuese lo que fuese, resultaba difícil no agradecer aquella discreción. De pronto Sachs lamentó haber estado tan retirado durante los últimos meses. Debería haber salido y haberse tratado un poco más con sus vecinos; debería haber hecho un esfuerzo para saber algo acerca de la gente que le rodeaba. Casi como una cuestión ética, se dijo que no debía olvidar el partido de softball de aquella noche. Le haría bien, pensó, le daría algo en que pensar que no fuese su libro. Si tenía personas con quien hablar, tal vez no sería tan probable que se perdiese la próxima vez que saliera a pasear por el bosque. Cuando Dwight le dijo dónde estaban, Sachs se asustó de hasta qué punto se había alejado de su camino. Evidentemente había subido la colina y luego había bajado por el otro lado, y había acabado dos pueblos más al este de donde vivía. Había cubierto sólo quince kilómetros a pie, pero la distancia de regreso en coche era bastante más de cuarenta y cinco. Sin ninguna razón especial, decidió contarle todo el asunto a Dwight. Por gratitud, quizá, o simplemente porque ahora lo encontraba gracioso. Puede que el chico se lo contase a sus compañeros de equipo y todos se rieran a su costa. A Sachs no le importaba. Era un cuento ejemplar, el clásico chiste de tontos, y no le importaba ser blanco de las burlas por su propia tontería. El señorito de ciudad hace de Daniel Boone en los bosques de Vermont y ya veis lo que le pasa, chicos. Pero una vez que empezó a contar sus desventuras, Dwight respondió con inesperada compasión, lo mismo le había ocurrido a él una vez, le contó a Sachs, y no le hizo ni pizca de gracia. Sólo tenía once o doce años, y se asustó muchísimo, se pasó toda la noche acurrucado detrás de un árbol esperando que un oso le atacara. Sachs no estaba seguro, pero sospechaba que Dwight estaba inventándose esa historia para hacerle sentir un poco menos desdichado. En cualquier caso, el chico no se rió de él. Por el contrario, una vez que oyó la historia de Sachs, incluso se ofreció a llevarle a casa. Ya llegaba tarde, dijo, pero unos minutos más no importarían, y si él estuviera en el lugar de Sachs le gustaría que alguien hiciera lo mismo por él.

En ese momento iban por una carretera asfaltada, pero Dwight dijo que conocía un atajo para ir a casa de Sachs. Significaba dar la vuelta y retroceder dos o tres kilómetros, pero una vez que hizo los cálculos en su cabeza, decidió que valía la pena cambiar de rumbo, así que frenó bruscamente, dio la vuelta en medio de la carretera y siguió en la otra dirección. El atajo resultó ser un sendero estrechísimo, una cinta de tierra de una sola dirección y llena de baches que atravesaba un oscuro y espeso bosque. Poca gente lo conocía, dijo Dwight, pero si no estaba equivocado les llevaría a otro camino de tierra un poco más ancho y ese segundo camino les escupiría en la autopista del condado a unos seis kilómetros de la casa de Sachs. Probablemente Dwight sabía lo que decía, pero nunca tuvo la oportunidad de demostrar la exactitud de su teoría. Menos de dos kilómetros después de que tomaran el primer camino de tierra, tropezaron con algo inesperado. Y antes de que pudiesen rodearlo, su viaje llegó a su fin.

Todo sucedió muy rápidamente. Sachs lo experimentó como una agitación en las tripas, un vuelco en la cabeza y una corriente de miedo en las venas. Estaba tan agotado, me dijo, y transcurrió tan poco tiempo entre el principio y el final que nunca pudo asimilarlo como algo real, ni siquiera retrospectivamente, ni siquiera cuando estaba sentado contándomelo dos años después. Un momento avanzaban por el bosque, dijo, y al momento siguiente se habían detenido. En el camino, más allá, había un hombre apoyado en el maletero de un Toyota blanco fumando un cigarrillo. Parecía tener cerca de cuarenta años, era más bien alto, esbelto, vestido con una camisa de trabajo de franela y unos pantalones color caqui flojo, la única cosa en la que Sachs se fijó era que llevaba barba, parecida a la que solía llevar él, pero más oscura. Pensando que el hombre tendría algún problema con el coche, Dwight se bajó de la camioneta y caminó hacia él, preguntándole si necesitaba ayuda. Sachs no oyó la respuesta del hombre, pero el tono parecía enojado, innecesariamente hostil, y mientras continuaba mirándoles a través del parabrisas se sorprendió cuando el hombre respondió a la segunda pregunta de Dwight con algo aún más violento: vete a tomar por culo, o algo así. Fue entonces cuando la adrenalina empezó a bombear por sus venas, dijo Sachs, e instintivamente alargó la mano para coger del suelo el bate de metal. Dwight, sin embargo, era demasiado buena persona para darse por enterado. Siguió andando hacia el hombre, ignorando el insulto como si no importara y repitiendo que lo único que quería era ayudarle. El hombre retrocedió agitado y luego corrió a la parte delantera del coche, abrió la puerta del pasajero y se agachó para sacar algo de la guantera. Cuando se irguió y se volvió de nuevo hacia Dwight tenía una pistola en la mano. Disparó una vez. El muchachote aulló y se agarró el estómago, entonces el hombre disparó de nuevo. El muchacho aulló una segunda vez y empezó a andar tambaleándose, gimiendo y llorando de dolor. El hombre se volvió para seguirle con los ojos y Sachs saltó de la camioneta, sosteniendo el bate en la mano derecha. Ni siquiera pensó, me dijo. Corrió hacia el hombre, que estaba de espaldas, justo cuando se oyó el tercer disparo. Aferró bien el mango del bate y lo blandió con todas sus fuerzas. Apuntó a la cabeza del hombre, esperando partirle el cráneo en dos, esperando matarle, esperando que sus sesos se derramaran por el suelo. El bate golpeó con una fuerza horrible, machacando un punto justo detrás de la oreja del hombre. Sachs oyó el ruido del impacto, el crujido del cartílago y el hueso, y luego el hombre se derrumbó. Cayó muerto en medio del camino, y todo quedó en silencio.

Sachs corrió hacia Dwight, pero cuando se agachó para examinar el cuerpo del muchacho, vio que el tercer disparo le había matado. La bala había penetrado en la parte de atrás de su cabeza y tenía el cráneo destrozado. Sachs había perdido su oportunidad, era todo cuestión de tiempo y él había sido demasiado lento. Si hubiese conseguido llegar al hombre una fracción de segundo antes, ese último disparo habría fallado, y en lugar de estar mirando un cadáver, estaría vendando las heridas de Dwight y haciendo todo lo posible por salvarle la vida. Un momento después de pensar esto, Sachs notó que su cuerpo empezaba a temblar. Se sentó en el suelo, puso la cabeza entre las rodillas y se esforzó por no vomitar. Pasó el tiempo. Sintió que el aire se colaba por entre sus ropas; oyó a un gayo graznar en el bosque; cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, cogió un puñado de tierra del camino y lo aplastó contra su cara, se metió la tierra en la boca y la masticó, dejando que la arenilla arañara sus dientes, notando los guijarros contra la lengua. Masticó hasta que no pudo soportarlo más, entonces se inclinó y escupió aquella porquería, gruñendo como un animal enfermo y enloquecido.

Si Dwight hubiese vivido, dijo, toda la historia habría sido diferente. La idea de huir nunca se le habría ocurrido y, una vez eliminado ese primer paso, no habría sucedido ninguna de las cosas que se siguieron del mismo. Pero allí de pie, solo en el bosque, Sachs cayó presa de un pánico profundo e incontrolado. Dos hombres habían muerto, y la idea de ir a la policía del estado le parecía inimaginable. Ya había cumplido condena en prisión. Había sido convicto, y sin testigos que corroboraran su historia, nadie iba a creer una palabra de lo que dijera. Todo era demasiado absurdo, demasiado increíble. No podía pensar con mucha claridad, por supuesto, pero todos sus pensamientos se centraban enteramente en él. No podía hacer nada por Dwight, pero por lo menos podía salvar su propio pellejo. Y en medio de su pánico la única solución que se le ocurrió fue salir pitando de allí.

Sabía que la policía deduciría que había un tercer hombre. Seria evidente que Dwight y el desconocido no se habían matado el uno al otro, ya que un hombre con tres balas en el cuerpo difícilmente tendría la fuerza necesaria para matar a un hombre de un porrazo, y aunque así hubiese sido, no habría podido andar seis metros por el camino después de haberlo hecho, y menos aún cuando una de esas balas estaba encajada en su cráneo. Sachs sabia también que era inevitable que dejase algún rastro tras sí. Por muy concienzudamente que limpiase sus huellas, un equipo forense competente no tendría dificultad en encontrar algo con lo que empezar a trabajar: una huella dactilar, un mechón de pelo, un fragmento microscópico. Pero nada de eso cambiaría las cosas. Siempre y cuando consiguiese quitar sus huellas dactilares del camión, siempre y cuando se llevase el bate consigo, no habría nada que le identificase como el hombre desaparecido. Ésa era la cuestión crucial. Tenía que asegurarse de que el hombre desaparecido pudiese ser cualquiera. Una vez que hiciese eso estaría libre de irse a casa.

Pasó varios minutos frotando la superficie de la camioneta: el salpicadero, el asiento, las ventanillas, los tiradores exteriores e interiores de las puertas, todo lo que se le ocurrió. No bien terminó, lo hizo de nuevo, y luego una vez más para mayor seguridad. Después de recoger el bate del suelo, abrió la portezuela del coche del desconocido, vio que la llave estaba aún puesta y se metió detrás del volante. El motor arrancó al primer intento. Habría huellas de las ruedas, por supuesto, y esas huellas desvanecerían cualquier duda acerca de la presencia de un tercer hombre, pero Sachs estaba demasiado asustado para marcharse a pie. Eso es lo que habría sido más sensato: alejarse andando, irse a casa, olvidarse de todo el horrible asunto. Pero su corazón latía demasiado deprisa para hacer eso, sus pensamientos galopaban desatados, y actos serenos de ese tipo ya no eran posibles. Ansiaba la velocidad, ansiaba la velocidad y el ruido del coche, y ahora que ya estaba preparado, lo único que deseaba era irse, estar sentado en el coche y conducir lo más rápido que pudiese. Sólo eso podría equipararse al tumulto que había en su interior, sólo eso le permitiría silenciar el estruendo de terror en su cabeza.

Condujo hacia el norte por la autopista interestatal durante dos horas y media, siguiendo el río Connecticut hasta llegar a la latitud de Barre. Allí fue donde el hambre le pudo finalmente. Temía que le costara trabajo retener el alimento, pero no había comido nada en veinticuatro horas y sabía que tenía que intentarlo. Dejó la autopista en la salida siguiente, condujo por una autovía durante quince o veinte minutos y luego se detuvo a almorzar en un pueblo cuyo nombre no recordaba. Para no correr riesgos, ordenó dos huevos pasados por agua y una tostada. Después de comer, entró en el servicio de caballeros y se aseó, sumergiendo la cabeza en un lavabo lleno de agua caliente y quitándose las ramitas y manchas de tierra de la ropa. Esto le hizo sentirse mucho mejor. Cuando pagó la cuenta y salió del restaurante, comprendió que el paso siguiente era dar la vuelta e irse a Nueva York. No iba a ser posible callarse la historia. Eso estaba claro ya, y una vez que se dio cuenta de que tenía que hablar con alguien, supo que esa persona tenía que ser Fanny. A pesar de todo lo que había sucedido durante el último año, de repente anheló volver a verla.

Cuando se encaminó al coche del muerto, Sachs se fijó en que tenía matrícula de California. No sabia cómo interpretar este descubrimiento, pero de todas formas le sorprendió. ¿Cuántos otros detalles se le habrían escapado? Antes de volver a la autopista y dirigirse al sur, se salió de la carretera y aparcó al lado de lo que parecía ser una gran reserva forestal. Era un lugar aislado, sin rastro de nadie en kilómetros a la redonda. Sachs abrió las cuatro puertas del coche, se puso a gatas y examinó el interior exhaustivamente. Aunque lo hizo a conciencia, los resultados de esta búsqueda fueron decepcionantes. Encontró algunas monedas encajadas en el asiento delantero, unas cuantas bolas de papel esparcidas por el suelo (envolturas de comidas rápidas, pedazos de billetes, paquetes de cigarrillos arrugados), pero nada que llevara un nombre, nada que le diera un solo dato acerca del hombre que había matado. La guantera resultó igualmente poco reveladora, ya que sólo contenía el manual del Toyota, una caja de balas del calibre 38 y un cartón sin abrir de Camel con filtro. Sólo quedaba el maletero, y cuando Sachs finalmente lo abrió, el maletero resultó ser otra historia.

Había tres maletas dentro. La más grande estaba llena de ropa, artículos de afeitar y mapas. En el fondo, metido en un sobre blanco, había un pasaporte. Cuando miró la fotografía de la primera página, Sachs reconoció al hombre de la mañana; era el mismo hombre pero sin barba. El nombre era Reed Dimaggio, la inicial intermedia era N. Fecha de nacimiento: 12 de noviembre de 1950. Lugar de nacimiento: Newark, New Jersey. El pasaporte había sido expedido en San Francisco en julio de ese año y las últimas páginas estaban vacías, sin sellos de visados ni de aduanas. Sachs se preguntó si no sería falso. Dado lo que había sucedido en el bosque aquella mañana, parecía casi seguro que Dwight no era la primera persona a quien Dimaggio había asesinado y, si era un matón profesional, era posible que viajase con documentación falsa. Sin embargo, el nombre era demasiado singular, demasiado raro para no ser real. Debía de haber pertenecido a alguien, y por falta de otras pistas de la identidad del hombre, Sachs decidió aceptar que ese alguien era el hombre a quien había matado. Reed Dimaggio. Hasta que encontrara algo mejor, ése era el nombre que le daría.

La siguiente era una maleta de acero, una de esas cajas plateadas y brillantes en las que los fotógrafos llevan a veces su equipo. La primera se había abierto sin necesidad de llave, pero ésta estaba cerrada y Sachs pasó media hora luchando por forzar las bisagras. Las martilleó con el gato y la llave de aflojar las ruedas, y cada vez que la caja se movía, oía el entrechocar de objetos metálicos en su interior. Supuso que eran armas: cuchillos, pistolas y balas, las herramientas del oficio de Dimaggio. Cuando la caja cedió finalmente, sin embargo, reveló una desconcertante colección de objetos diversos, en absoluto lo que Sachs había supuesto. Encontró carretes de alambre, despertadores, destornilladores, microchips, cordel, masilla y varios rollos de cinta adhesiva negra. Uno por uno, fue cogiendo cada objeto y estudiándolo, esforzándose por desentrañar su finalidad, pero ni siquiera después de haber revisado todo el contenido de la caja pudo adivinar qué significaban aquellas cosas. Sólo más tarde cayó en la cuenta, mucho después de volver a la carretera. Conduciendo hacia Nueva York esa noche, de repente comprendió que aquéllos eran los materiales para construir una bomba.

La tercera pieza de equipaje era una bolsa de bolos. No había nada extraordinario en ella (era una pequeña bolsa de cuero con segmentos rojos, blancos y azules, una cremallera y un asa de plástico blanco), pero a Sachs le daba más miedo que las otras dos e instintivamente la había dejado para el final. Se daba cuenta de que allí podía haber oculta cualquier cosa. Considerando que pertenecía a un loco, a un maníaco homicida, ese cualquier cosa se volvía cada vez más monstruoso para él. Cuando terminó con las otras dos maletas, Sachs casi había perdido el valor necesario para abrirla. Antes que enfrentarse con lo que su imaginación había puesto allí dentro, casi se había convencido a sí mismo de tirarla, pero no lo hizo. Justo cuando estaba a punto de sacarla del maletero y arrojarla al bosque, cerró los ojos, titubeó y luego, de un solo tirón, abrió la cremallera.

No había una cabeza en la bolsa. No había orejas cercenadas, ni dedos cortados, ni genitales arrancados. Lo que había era dinero. Y no simplemente un poco de dinero, sino montones, más dinero del que Sachs había visto nunca junto. La bolsa estaba abarrotada de dinero: gruesos fajos de billetes de cien dólares sujetos con cintas de goma, cada uno de los cuales representaba tres, cuatro o cinco mil dólares. Cuando Sachs terminó de contarlo, estaba razonablemente seguro de que el total sumaba entre ciento sesenta y ciento sesenta y cinco mil. Su primera reacción al descubrir el dinero fue alivio, gratitud de que sus temores hubiesen quedado en nada. Luego, al sumarlo por primera vez, una sensación de conmoción y mareo. La segunda vez que contó el dinero, sin embargo, se dio cuenta de que se estaba acostumbrando a ello. Eso fue lo más extraño, me dijo: lo rápidamente que digirió todo el improbable suceso. Cuando contó el dinero de nuevo, ya había empezado a considerarlo suyo.

Conservó los cigarrillos, el bate de softball el pasaporte y el dinero. Todo lo demás lo tiró, esparciendo el contenido de la maleta y de la caja de metal en el interior del bosque. Unos minutos después depositó las maletas vacías en un basurero en las afueras de un pueblo. Eran ya más de las cuatro y tenía un largo camino por delante. Se detuvo a cenar en Stringfield, Massachusetts, fumándose los Camel de Dimaggio mientras bebía café, y llegó a Brooklyn poco después de la una de la madrugada. Allí fue donde abandonó el coche, dejándolo en una de las calles adoquinadas cerca de Gowanus Canal, una tierra de nadie de almacenes vacíos y manadas de delgados perros vagabundos. Tuvo cuidado de limpiar las huellas dactilares de todas las superficies, pero eso no fue más que una precaución añadida. Las puertas no estaban cerradas, la llave estaba puesta, y era seguro que el coche sería robado antes de que acabase la noche.

Hizo el resto del camino a pie, con la bolsa de bolos en una mano y el bate y los cigarrillos en la otra. En la esquina de la Quinta Avenida con President Street, metió el bate en un contenedor de basura atestado, empujándolo de lado entre los montones de periódicos y cortezas de melón. Ese era el último asunto importante del que tenía que ocuparse. Aún le quedaba más de un kilómetro, pero a pesar de su agotamiento caminó cansinamente hacia su piso con una creciente sensación de tranquilidad. Fanny estaría allí para él, pensó, y una vez que la viera, lo peor habría terminado.

Eso explica la confusión que siguió. A Sachs no sólo le cogió desprevenido lo que vio cuando entró en el piso, sino que no estaba en condiciones de asimilar el más mínimo dato nuevo acerca de nada. Su cerebro estaba ya sobrecargado y había vuelto a casa a ver a Fanny precisamente porque creía que allí no habría sorpresas, porque era el único lugar donde podía contar con que le cuidaran. De ahí su desconcierto, su reacción de aturdimiento cuando la vio desnuda revolcándose sobre la cama con Charles. Su certidumbre se había disuelto en humillación y lo único que pudo hacer fue murmurar unas palabras de disculpa antes de salir corriendo del piso. Todo había sucedido a la vez, y aunque consiguió recuperar suficiente serenidad como para gritar sus bendiciones desde la calle, eso no fue más que un farol, un débil esfuerzo de último minuto para salvar la cara. La verdad era que se sentía como si el cielo se hubiese desplomado sobre su cabeza. Se sentía como si le hubieran arrancado el corazón.

Corrió calle abajo, corrió sólo para alejarse, sin tener ni idea de qué hacer a continuación. En la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida vio una cabina telefónica y eso le dio la idea de llamarme y pedirme una cama para pasar la noche. Cuando marcó mi número, sin embargo, estaba comunicando. Yo debía de estar hablando con Fanny en ese momento (ella me llamó inmediatamente después de que Sachs se marchase), pero Sachs interpretó que la señal de comunicar significaba que Iris y yo habíamos descolgado el teléfono. Era una conclusión sensata, ya que no parecía muy probable que ninguno de los dos estuviese hablando a las dos de la madrugada. Por lo tanto, no se molestó en volver a intentarlo. Cuando recuperó su moneda la utilizó para llamar a Maria. El timbre la sacó de un profundo sueño, pero una vez que oyó la desesperación en su voz le dijo que fuera inmediatamente. Los metros pasaban con poca frecuencia a aquella hora, y cuando Sachs cogió uno en Grand Army Plaza y llegó a su loft de Manhattan, ella estaba ya vestida y completamente despierta, sentada a la mesa de la cocina, bebiendo su tercera taza de café.

Era el sitio lógico adonde ir. Incluso después de su retirada al campo, Sachs había permanecido en contacto con Maria, y cuando finalmente hablé con ella de estos temas el otoño pasado, me mostró más de una docena de cartas y postales que él le había enviado desde Vermont. También habían tenido varias conversaciones telefónicas, me dijo ella, y en los seis meses que Sachs pasó fuera de la ciudad, no creía que hubieran transcurrido nunca más de diez días sin tener noticias de él de una manera u otra. La cuestión era que Sachs confiaba en ella y después de que Fanny saliera de su vida tan repentinamente (y con mi teléfono aparentemente descolgado), era lo natural que recurriese a Maria. Desde su accidente en junio del año anterior, era la única persona con la que se había desahogado, la única persona a la que le había permitido penetrar en el santuario de sus pensamientos. En resumidas cuentas, probablemente estaba más cerca de él en aquel momento que ninguna otra persona.

Sin embargo, resultó ser un terrible error. No porque Maria no estuviese dispuesta a socorrerle, no porque no quisiera dejarlo todo y ayudarle a salir de la crisis, sino porque estaba en posesión del único dato lo bastante poderoso como para convertir un desagradable infortunio en una tragedia a gran escala. Si Sachs no hubiese ido a su casa, estoy seguro de que las cosas se habrían resuelto rápidamente. El se habría tranquilizado después de una noche de descanso y luego habría acudido a la policía a contarles la verdad. Con ayuda de un buen abogado habría salido en libertad. Pero un nuevo elemento se añadió a la ya inestable mezcla de las últimas horas y acabó produciendo un compuesto letal, una cubeta de ácido que emitía sus peligros con un silbido en medio de una ondulante profusión de humo.

Incluso ahora me resulta difícil aceptarlo. Y hablo como alguien que debería saberlo, alguien que ha pensado mucho en los temas que aquí hay en juego. Toda mi edad adulta la he pasado escribiendo historias, poniendo a personas imaginarias en situaciones inesperadas y a menudo inverosímiles, pero ninguno de mis personajes ha experimentado nunca nada tan inverosímil como lo que Sachs vivió aquella noche en casa de Maria Turner. Si todavía me altera informar de lo que sucedió es porque lo real va siempre por delante de lo que podemos imaginar. Por muy disparatadas que creamos que son nuestras invenciones, nunca pueden igualar el carácter imprevisible de lo que el mundo real escupe continuamente. Esta lección me parece ineludible ahora. Puede suceder cualquier cosa. Y de una forma u otra, siempre sucede.

Las primeras horas que pasaron juntos fueron muy dolorosas y ambos las recordaban como una especie de tempestad, un golpeteo interior, un torbellino de lágrimas, silencios y palabras ahogadas. Poco a poco Sachs consiguió contar la historia. Maria le tuvo abrazado la mayor parte del tiempo, escuchando con arrebatada incredulidad mientras él le contaba todo lo que había sucedido. Fue entonces cuando le hizo su promesa, cuando le dio su palabra y juró que guardaría el secreto de los asesinatos. Más adelante pensaba convencerle de que fuese a la policía, pero por ahora su única preocupación era protegerle, demostrarle su lealtad. Sachs se estaba desmoronando, y una vez que las palabras comenzaron a salir de su boca, una vez que empezó a oírse describiendo las cosas que había hecho, fue presa de la repugnancia. Maria trató de hacerle comprender que había actuado en defensa propia -que no era responsable de la muerte del desconocido-, pero Sachs se negó a aceptar sus argumentos. Quisiera o no, había matado a un hombre, y las palabras nunca borrarían ese hecho. Pero si no hubiese matado al extraño, dijo Maria, el extraño le habría matado a él. Tal vez si, respondió Sachs, pero a la larga hubiera sido preferible a la posición en que se encontraba ahora. Habría sido mejor morir, dijo, mejor que le hubieran pegado un tiro aquella mañana que tener aquel recuerdo consigo para el resto de su vida.

Continuaron hablando, tejiendo y destejiendo estos argumentos torturados, sopesando el hecho y sus consecuencias, reviviendo las horas que Sachs había pasado en el coche, la escena con Fanny en Brooklyn, su noche en el bosque. Recorrieron el mismo terreno tres o cuatro veces, ambos incapaces de dormir, y luego, en mitad de esta conversación, todo se detuvo. Sachs abrió la bolsa de los bolos y mostró a Maria lo que había encontrado en el maletero del coche, con el pasaporte encima del dinero. Lo sacó y se lo tendió, insistiendo en que le echara un vistazo, empeñado en demostrar que el desconocido había sido una persona real, un hombre que tenía un nombre, una edad, un lugar de nacimiento. Esto hacia que todo resultara muy concreto, dijo. Si el hombre hubiese sido anónimo, tal vez habría sido posible pensar en él como en un monstruo, imaginar que merecía morir, pero el pasaporte le desmitificaba, le mostraba como un hombre igual a cualquier otro. Ahí estaban sus datos, el perfil de una vida real. Y ahí estaba su foto. Increíblemente, el hombre sonreía en la fotografía. Según le dijo Sachs a Maria cuando le puso el documento en la mano, estaba convencido de que aquella sonrisa le destruiría. Por muy lejos que se fuera de los sucesos de aquella mañana, nunca conseguiría escapar a ella.

Así que Maria abrió el pasaporte, pensando ya en lo que le diría a Sachs, buscando unas palabras que le tranquilizaran, y miró la foto fugazmente. Luego la miró de nuevo, llevando los ojos una y otra vez del nombre a la fotografía, y de repente (así fue como me lo contó el año pasado) sintió que su cabeza estaba a punto de estallar. Esas fueron las palabras exactas que utilizó para describir lo sucedido: “Sentí que mi cabeza estaba a punto de estallar.”

Sachs le preguntó qué pasaba. Había visto el cambio en su expresión y no lo entendía.

– Dios santo -dijo ella.

– ¿Estás bien?

– Esto es una broma, ¿no? No es más que un estúpido chiste, ¿verdad?

– No te entiendo.

– Reed Dimaggio. Ésta es una foto de Reed Dimaggio.

– Eso es lo que dice ahí. No tengo ni idea de si es un nombre real.

– Le conozco.

– ¿Qué?

– Le conozco. Estaba casado con mi mejor amiga. Yo asistí a su boda. Le pusieron mi nombre a su hija.

– Reed Dimaggio.

– Sólo hay un Reed Dimaggio. Y ésta es su foto. La estoy mirando ahora mismo.

– Eso no es posible.

– ¿Crees que me lo estoy inventando?

– El hombre era un asesino. Le disparó al muchacho a sangre fría.

– Me da igual. Le conozco. Estaba casado con mi amiga Lillian Stern. De no ser por mí, no se habrían conocido.

Ya era casi de día, pero continuaron hablando todavía durante varias horas más, siguieron levantados hasta las nueve o las diez de la mañana mientras Maria le contaba su historia con Lillian Stern. Sachs, cuyo cuerpo se había ido desmoronando por el agotamiento, encontró fuerzas renovadas y se negó a acostarse hasta qué ella hubiese terminado. Oyó hablar de la infancia de Maria y Lillian en Massachusetts, de su traslado a Nueva York después de terminar sus estudios en el instituto, del largo período en el que perdieron contacto, de su inesperado reencuentro en el portal de la casa de Lillian. Maria le explicó la historia de la libreta de direcciones, desenterró las fotografías que le había hecho a Lillian y las extendió en el suelo ante él, le contó su experimento de cambiar de identidad. Esto había llevado directamente a que Lillian conociese a Dimaggio, le dijo, y a la apasionada relación amorosa que siguió. Maria nunca le había conocido muy bien y, excepto que le agradó, no podía decir mucho acerca de él. Sólo recordaba unos cuantos detalles al azar. Por ejemplo que había combatido en Vietnam, pero ya no tenía claro si había sido llamado a filas o se había alistado voluntario. Debieron de licenciarle a principios de los años setenta, sin embargo, ya que sabía con certeza que había ido a la universidad con una beca especial para los soldados y cuando Lillian le conoció en 1976 ya había terminado la carrera de letras y estaba a punto de irse a Berkeley como estudiante graduado en historia americana. En total le había visto cinco o seis veces, y varios de esos encuentros habían tenido lugar al principio, justo cuando él y Lillian se estaban enamorando. Lillian se marchó a California con él al mes siguiente, y después de eso Maria sólo le vio en dos ocasiones: en la boda en 1977 y después del nacimiento de su hija en 1981. El matrimonio terminó en 1984. Lillian habló varias veces con Maria durante el período de la separación, pero desde entonces sus contactos habían sido irregulares. Con intervalos cada vez más largos entre cada llamada.

Nunca había visto ninguna crueldad en Dimaggio, dijo, nada que sugiriese que fuese capaz de hacerle daño a nadie, y mucho menos de dispararle a un desconocido a sangre fría. No era un criminal, era un estudiante, un intelectual, un profesor, y él y Lillian habían vivido una vida bastante aburrida en Berkeley. Él daba clases como adjunto en la universidad y trabajaba en su tesis doctoral; ella estudiaba arte dramático, tuvo varios trabajos a tiempo parcial y actuaba en montajes teatrales y películas de estudiantes. Los ahorros de Lillian les ayudaron durante los dos primeros años, pero después el dinero escaseaba y con mucha frecuencia llegar a fin de mes era una proeza. Ciertamente no se podía decir que fuese la vida de un delincuente, dijo Maria.

Tampoco era la vida que ella había imaginado que su amiga elegiría. Después de los alocados años de Nueva York, parecía extraño que Lillian se hubiese emparejado con alguien como Dimaggio. Pero ya había pensado en dejar Nueva York, y las circunstancias de su encuentro habían sido tan extraordinarias (tan “arrebatadoras”, como dijo Maria) que la idea de marcharse con él debió de parecerle irresistible, no tanto una elección como una obra del destino. Es verdad que Berkeley no era Hollywood, pero tampoco Dimaggio era un ratón de biblioteca con gafas de montura metálica y el pecho hundido. Era un hombre joven, fuerte y guapo, y la atracción física no debió de ser ningún problema. Igualmente importante, él era más inteligente que nadie que ella hubiese conocido: hablaba mejor y sabía más, y tenía opiniones acerca de todos los temas. Lillian, que no había leído más de dos o tres libros en su vida, debió de quedar subyugada por él. Maria opinaba que probablemente pensó que Dimaggio la transformaría, que el mero hecho de conocerle la libraría de su mediocridad y la ayudaría a hacer algo de sí misma. Llegar a ser estrella de cine era solamente un sueño infantil. Tal vez tenía el físico adecuado, puede que incluso tuviera suficiente talento, pero, como Maria le explicó a Sachs, Lillian era demasiado perezosa para conseguir su objetivo, demasiado impulsiva para perseverar y concentrarse, demasiado carente de ambición. Cuando le pidió consejo a Maria, ésta le dijo francamente que se olvidase del cine y se agarrase a Dimaggio. Si él estaba dispuesto a casarse con ella, debía apresurarse a aceptar. Y eso es exactamente lo que Lillian hizo.

Que Maria supiese, el matrimonio parecía ir bien. Lillian nunca se quejaba, por lo menos, y aunque Maria empezó a tener algunas dudas después de su visita a California en 1981 (encontró a Dimaggio adusto y dominante, carente de sentido del humor), lo atribuyó a la agitación de la primera paternidad y se guardó sus pensamientos. Dos años y medio después, cuando Lillian la llamó para anunciarle su inminente separación, Maria se sorprendió. Lillian afirmó que Dimaggio estaba saliendo con otra mujer, pero luego, en la frase siguiente, mencionó algo acerca de que su pasado “la había alcanzado”. Maria siempre había supuesto que Lillian le había contado a Dimaggio cuál había sido su vida en Nueva York, pero al parecer nunca había llegado a hacerlo y, una vez que se trasladaron a California, decidió que seria mejor para ambos que no lo supiera. Una noche, cuando ella y Dimaggio estaban cenando en un restaurante de San Francisco, un antiguo cliente de ella se sentó en la mesa de al lado. El hombre estaba borracho y, después de que Lillian se negase a darse por enterada de sus miradas, sonrisas y detestables guiños, se levantó e hizo en voz alta unos comentarios insultantes, revelando su secreto allí mismo delante de su marido. Según Lillian le contó a Maria, Dimaggio se puso furioso cuando llegaron a casa. La tiró al suelo de un empujón, le dio patadas, arrojó los cacharros de cocina contra la pared, la llamó “puta” a gritos. Si la niña no se hubiese despertado, dijo ella, posiblemente la habría matado. Al día siguiente, cuando volvió a hablar con Maria, Lillian ni siquiera mencionó este incidente. Esta vez su historia era que Dimaggio “se había vuelto muy extraño”, que se trataba con “un puñado de radicales idiotas” y que estaba “insoportable”. Así que al final se había hartado de él y le había echado de casa. Con ésa ya eran tres versiones diferentes, dijo Maria; un ejemplo típico de cómo se enfrentaba Lillian a la verdad. Una de las historias podía ser auténtica. Incluso era posible que lo fuesen todas, pero era igualmente posible que las tres fuesen falsas. Con Lillian nunca se sabía, le explicó a Sachs. Tal vez Lillian le había sido infiel a Dimaggio y él la había dejado plantada. Quizá había sido así de sencillo. O quizá no.

Nunca se divorciaron oficialmente. Dimaggio, que había terminado su doctorado en 1982, llevaba dos años dando clases en una pequeña universidad privada de Oakland. Después de la ruptura final con Lillian (en el otoño de 1984), se trasladó a un apartamento de una sola habitación en el centro de Berkeley. Durante los nueve meses siguientes fue todos los sábados a recoger a la pequeña Maria para pasar el día con ella. Siempre llegaba puntualmente a las diez de la mañana y siempre la devolvía a las ocho de la noche. Luego, después de casi un año de esta rutina, un buen día no se presentó. No dio ninguna excusa, ninguna explicación. Lillian llamó a su apartamento varias veces durante los dos días siguientes, pero nadie contestó. El lunes trató de localizarle en su trabajo, y cuando nadie cogió el teléfono en su despacho, volvió a marcar y preguntó por la secretaria del departamento de historia. Sólo entonces se enteró de que Dimaggio había dejado su puesto en la universidad. La semana pasada, le dijo la secretaria, el mismo día en que entregó las notas finales del semestre. Le había dicho al director que le habían contratado para un puesto en Cornell, pero cuando Lillian llamó al departamento de historia de Cornell, le dijeron que nunca habían oído hablar de él. Después de eso, jamás volvió a ver a Dimaggio. Durante los dos años siguientes fue como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra. No escribió, no llamó, no hizo un solo intento de ponerse en contacto con su hija. Hasta que se materializó en el bosque de Vermont el día de su muerte, la historia de esos dos años eran un completo vacío.

Mientras tanto, Lillian y Maria continuaron hablando por teléfono. Un mes después de la desaparición de Dimaggio, Maria le propuso a Lillian que hiciese la maleta y se fuese a Nueva York con la pequeña Maria. Incluso se ofreció a pagar el billete, pero, considerando que Lillian estaba completamente arruinada entonces, ambas decidieron que sería mejor utilizar el dinero para pagar facturas, así que Maria le giró a Lillian un préstamo de tres mil dólares (hasta el último centavo que podía permitirse), y el viaje fue pospuesto para alguna fecha futura. Dos años más tarde aún no había tenido lugar. Maria siempre imaginaba que iría a California a pasar un par de semanas con Lillian, pero nunca encontraba un buen momento, y lo más que podía hacer era cumplir sus plazos de trabajo. Después del primer año empezaron a llamarse menos. En un momento dado Maria le envió otros mil quinientos dólares, pero habían transcurrido ya cuatro meses desde su última conversación y sospechaba que Lillian estaba en muy mala situación. Era una forma terrible de tratar a una amiga, dijo, cediendo nuevamente a un ataque de llanto. Ni siquiera sabía qué hacía Lillian, y ahora que había sucedido esto tan terrible, veía lo egoísta que había sido, se daba cuenta de que le había fallado miserablemente.

Quince minutos después Sachs estaba tumbado en el sofá del estudio de Maria, deslizándose hacia el sueño. Podía ceder a su agotamiento porque ya había trazado un plan, porque ya no tenía dudas respecto a lo que iba a hacer. Después de que Maria le contase la historia de Dimaggio y Lillian Stern, había comprendido que la coincidencia de la pesadilla era en realidad una solución, una oportunidad en forma de milagro. Lo esencial era aceptar el carácter sobrenatural del suceso; no negarlo, sino abrazarlo, aspirarlo como una fuerza sustentadora. Donde todo había sido oscuridad para él, ahora venía una claridad hermosa e impresionante. Iría a California y le daría a Lillian Stern el dinero que había encontrado en el coche de Dimaggio, no sólo el dinero, sino el dinero como un símbolo de todo lo que tenía que dar, de su alma entera. La alquimia de la retribución así lo exigía, y una vez que hubiese realizado este acto, quizá habría un poco de paz para él, quizá tendría una excusa para continuar viviendo. Dimaggio había quitado una vida; él le había quitado la vida a Dimaggio. Ahora le tocaba a él, ahora tenían que quitarle la vida a él. Ésa era la ley interior y, a menos que encontrase el valor para eliminarse, el circulo de la maldición no se cerraría nunca. Por mucho que viviese, su vida nunca volvería a pertenecerle; entregándole el dinero a Lillian Stern, se pondría en sus manos. Esa sería su penitencia: utilizar su vida para darle la vida a otra persona; confesar; arriesgarlo todo en un insensato sueño de piedad y perdón.

No habló de ninguna de estas cosas con Maria. Temía que no le entendiera y le horrorizaba la idea de confundirla, de causarle alarma. Sin embargo, retrasó su marcha lo más que pudo. Su cuerpo necesitaba descanso, y puesto que Maria no tenía prisa por deshacerse de él, acabó quedándose en su casa tres días más. En todo ese tiempo no puso los pies fuera del loft. Maria le compró ropa nueva; compró comida y la cocinó para él; le suministró periódicos mañana y tarde. Aparte de leer los periódicos y ver las noticias de la televisión, Sachs no hizo casi nada. Dormía. Miraba por la ventana. Pensaba en la inmensidad del miedo.

El segundo día salió un breve articulo en el New York Times que informaba del descubrimiento de dos cadáveres en Vermont. Así fue como Sachs se enteró de que el apellido de Dwight era McMartin, pero la noticia era demasiado esquemática para dar algún detalle acerca de la investigación que al parecer se había iniciado. En el New York Times de esa tarde había otro articulo que ponía el énfasis en lo desconcertadas que estaban las autoridades locales, pero nada de un tercer hombre, nada acerca de un Toyota blanco abandonado en Brooklyn, nada acerca de una prueba que estableciera un lazo entre Dimaggio y McMartin. El titular decía misterio en los bosques del norte. Esa noche, en las noticias de ámbito nacional una de las cadenas recogía la historia, pero aparte de una breve e insulsa entrevista con los padres de McMartin (la madre llorando delante de la cámara, el padre inexpresivo y rígido) y una fotografía de la casa de Lillian Stern (“Mrs. Dimaggio se niega a hablar con los periodistas”), no había nada significativo. Salió un portavoz de la policía y dijo que las pruebas de parafina demostraban que Dimaggio disparó la pistola que mató a McMartin, pero aún no habían encontrado explicación a la muerte del propio Dimaggio. Estaba claro que había un tercer hombre implicado, añadió, pero no tenían ni idea de quién era o adónde había ido. Prácticamente, el caso era un enigma.

Durante todo el tiempo que Sachs pasó con Maria, ella no paró de llamar al número de Lillian en Berkeley. Al principio, nadie contestó al teléfono. Luego, cuando lo intentó de nuevo una hora más tarde, oyó la señal de comunicar. Después de varios intentos más, llamó a la operadora y le preguntó si había avería en la línea. No, le informó ésta, el teléfono había sido descolgado. Cuando vieron el reportaje en la televisión la tarde siguiente, la señal de comunicar se hizo comprensible. Lillian se estaba protegiendo de los periodistas, y durante el resto de la estancia de Sachs en Nueva York Maria no logró comunicar con ella. A la larga, tal vez fuera mejor así. Por muchas ganas que tuviese de hablar con su amiga, Maria se habría visto en apuros para contarle lo que sabía: que el asesino de Dimaggio era un amigo suyo que estaba a su lado en aquel mismo momento. Las cosas ya eran demasiado espantosas sin tener que buscar las palabras para explicar todo eso. Por otra parte, a Sachs le hubiese sido útil que Maria hubiese conseguido hablar con Lillian antes de que él se fuera. Eso le habría allanado el camino, por así decirlo, y sus primeras horas en California habrían sido considerablemente menos difíciles. Pero Maria no podía saberlo. Sachs no le dijo nada acerca de su plan, y aparte de la breve nota de agradecimiento que dejó sobre la mesa de la cocina cuando ella salió a comprar la cena el tercer día, ni siquiera se despidió. Le avergonzaba comportarse así, pero sabía que ella no le dejaría partir sin una explicación y lo último que deseaba era mentirle. Así que cuando salió a hacer la compra, reunió sus pertenencias y bajó a la calle. Su equipaje consistía en la bolsa de los bolos y una bolsa de plástico en la que había metido sus trastos de afeitar, el cepillo de dientes y las pocas prendas que Maria había encontrado para él. Desde allí fue andando a West Broadway, paró un taxi y le pidió al chófer que le llevara al aeropuerto Kennedy. Dos horas más tarde, tomaba un avión hacia San Francisco.

Ella vivía en una pequeña casa de estuco rosa en la planicie de Berkeley, un barrio pobre de jardines descuidados, fachadas desconchadas y aceras agrietadas y llenas de malas hierbas. Sachs aparcó su Plymouth alquilado poco después de las diez de la mañana, pero nadie abrió la puerta cuando llamó al timbre. Era la primera vez que estaba en Berkeley, pero en lugar de irse a explorar la ciudad y volver más tarde, se sentó en los escalones de la entrada y esperó a que Lillian Stern apareciese. El aire palpitaba con una inusitada dulzura. Mientras hojeaba su ejemplar del San Francisco Chronicle, le llegaba el olor de los arbustos de jacarandá, la madreselva y los eucaliptus, el impacto de California eternamente en flor. No le importaba cuánto tiempo tuviera que estar allí sentado. Hablar con aquella mujer se había convertido en la única tarea en su vida, y hasta que eso sucediera era como si el tiempo se hubiera detenido para él, como si nada pudiera existir ante la ansiedad de la espera. Diez minutos o diez horas, se dijo: con tal que apareciera, le daría igual.

En el Chronicle de esa mañana había un articulo sobre Dimaggio, y resultó ser más largo y completo que nada de lo que Sachs había leído en Nueva York. De acuerdo con las fuentes locales, Dimaggio había pertenecido a un grupo ecologista de izquierdas, un pequeño grupo de hombres y mujeres comprometidos con el cierre de las centrales nucleares, las compañías madereras y otros “saqueadores de la tierra”. El articulo especulaba con la posibilidad de que Dimaggio hubiese estado cumpliendo una misión encomendada por este grupo en el momento de su muerte, una acusación enérgicamente negada por el presidente de la sección de Berkeley de los Hijos del Planeta, el cual afirmaba que su organización era ideológicamente contraria a cualquier forma de protesta violenta. El periodista sugirió a continuación que Dimaggio podía haber actuado por iniciativa propia, haber sido un miembro renegado de los Hijos que estaba en desacuerdo con el grupo en cuestiones tácticas. Nada de esto quedaba probado, pero fue un duro golpe para Sachs enterarse de que Dimaggio no era un delincuente común. Había sido algo completamente diferente: un idealista enloquecido, un creyente en una causa, una persona que había soñado con cambiar el mundo. Eso no eliminaba el hecho de que había matado a un muchacho inocente, pero de alguna manera agravaba la situación. Él y Sachs habían defendido las mismas cosas. En otro tiempo y otro lugar, incluso pudieran haber sido amigos.

Sachs pasó una hora con el periódico, luego lo echó a un lado y se quedó mirando a la calle. Pasaron docenas de coches por delante de la casa, pero los únicos peatones eran o los muy viejos o los muy jóvenes: niños pequeños con sus madres, un negro viejísimo que caminaba con pasitos menudos apoyado en un bastón, una mujer asiática de pelo blanco con un andador de aluminio. A la una, Sachs abandonó temporalmente su puesto para buscar algo de comer, pero regresó a los veinte minutos y consumió su almuerzo de comida rápida en los escalones. Contaba con que ella volviese a las cinco y media o las seis, confiando en que hubiese ido a su trabajo como siempre, en que continuara haciendo su vida normal. Pero eso era sólo una suposición. No sabía si tenía trabajo, y aunque lo tuviese, no era en absoluto seguro que aún estuviese en la ciudad. Si la mujer había desaparecido, su plan no valdría nada, y, sin embargo, la única manera de averiguarlo era continuar sentado donde estaba. Durante las últimas horas de la tarde sufrió un ataque de ansiedad, viendo cómo las nubes se oscurecían sobre su cabeza mientras el crepúsculo daba paso a la noche. Las cinco se convirtieron en las seis, las seis en las siete, y a partir de entonces lo más que consiguió fue no sentirse abrasado por la decepción. Se fue a buscar más comida a las siete y media, pero regresó de nuevo a la casa y continuó esperando. Ella podía estar en un restaurante, se dijo, o visitando a unos amigos, o haciendo cualquier otra cosa que explicara su ausencia. Y si volvía, o cuando volviera, era esencial que él estuviera allí. A menos que hablase con ella antes de que entrase en la casa, podía perder su oportunidad para siempre.

A pesar de todo, cuando finalmente apareció, cogió a Sachs por sorpresa. Pasaban unos minutos de la medianoche, y como ya no la esperaba, había permitido que su vigilancia se relajara. Había apoyado el hombro contra la barandilla de hierro forjado, había cerrado los ojos y estaba a punto de adormilarse, cuando el sonido del motor de un coche le hizo volver al estado de alerta. Abrió los ojos y vio el coche aparcado en un espacio justo al otro lado de la calle. Un instante después, el motor quedó silencioso y las luces se apagaron. Aún dudoso de si se trataba de Lillian Stern, Sachs se puso de pie y observó desde su posición en los escalones, el corazón latiendo con fuerza, la sangre cantando en su cerebro.

Ella fue hacia él con una niña dormida en los brazos, sin molestarse en mirar a la casa mientras cruzaba la calle. Sachs oyó que murmuraba algo en el oído de su hija, pero no pudo entender lo que era. Se dio cuenta de que él no era más que una sombra, una figura invisible oculta en la oscuridad, y que en el momento en que abriera la boca para hablar, la mujer se llevaría un susto de muerte. Vaciló durante unos momentos, luego, sin poder ver aún su cara, se lanzó al fin, rompiendo su silencio cuando ella estaba a medio camino del jardín.

– ¿Lillian Stern? -dijo.

En el mismo momento en que oyó sus palabras, supo que su voz le había traicionado. Había querido que la pregunta tuviera cierto tono de cordialidad, pero le había salido torpemente, sonó tensa y beligerante, como si pensara hacerle daño.

Oyó que un rápido y tembloroso jadeo escapaba de la garganta de la mujer, la cual se detuvo en seco, acomodó a la niña en sus brazos y luego respondió en una voz baja que ardía de cólera y frustración:

– Lárguese de mi casa. No quiero hablar con nadie.

– Sólo quiero decirle algo -dijo Sachs, comenzando a descender los escalones. Agitó las manos abiertas en un gesto de negación, como para demostrar que venia en son de paz-. Estoy esperándola aquí desde las diez de la mañana. Tengo que hablar con usted. Es muy importante.

– Nada de periodistas. No hablo con ningún periodista.

– Yo no soy periodista. Soy un amigo. No necesita decirme una palabra si no quiere. Sólo le pido que me escuche.

– No le creo. Usted no es más que otro de esos asquerosos pelmazos.

– No, está usted equivocada. Soy un amigo. Soy amigo de Maria Turner. Es ella quien me ha dado su dirección.

– ¿Maria? -dijo la mujer. Su voz se había suavizado de modo repentino e inconfundible-. ¿Conoce usted a Maria?

– La conozco muy bien. Si no me cree, puede entrar en casa y llamarla. Yo esperaré aquí hasta que termine.

Él había llegado hasta el último escalón, y la mujer volvía a andar hacia él, como si se sintiese libre de moverse ahora que se había mencionado el nombre de Maria. Estaban de pie en el camino de baldosas a medio metro el uno del otro y, por primera vez desde su llegada, Sachs pudo distinguir sus facciones. Vio la misma cara extraordinaria que había visto en las fotografías en casa de Maria, los mismos ojos oscuros, el mismo cuello, el mismo pelo corto, los mismos labios llenos. Él era casi treinta centímetros más alto que ella, y mientras la miraba, la cabeza de la niña descansando sobre su hombro, se dio cuenta de que a pesar de las fotografías no esperaba que fuese tan hermosa.

– ¿Quién demonios es usted? -preguntó ella.

– Me llamo Benjamin Sachs.

– ¿Y qué quiere de mi Benjamin Sachs? ¿Qué está usted haciendo aquí delante de mi casa a medianoche?

– Maria trató de hablar con usted. Ha estado llamándola varios días, y como no pudo comunicar con usted, decidí venir yo.

– ¿Desde Nueva York?

– No tenía otra elección.

– ¿Y por qué quería verme?

– Porque tengo algo importante que decirle.

– No me gusta cómo suena eso. Lo último que necesito es otra mala noticia.

– Esto no es una mala noticia. Una noticia extraña, quizá, incluso increíble, pero decididamente no es mala. En lo que a usted concierne, es muy buena. Asombrosa, de hecho. Toda su vida está a punto de cambiar para mejor.

– Está usted muy seguro de sí mismo, ¿no?

– Sólo porque sé lo que me digo.

– ¿Y no puede esperar hasta mañana?

– No. Tengo que hablar con usted ahora. Concédame media hora y luego la dejaré en paz. Se lo prometo.

Sin decir una palabra más, Lillian Stern sacó un llavero del bolsillo de su abrigo, subió los escalones y abrió la puerta de la casa. Sachs cruzó el umbral tras ella y entró en el recibidor a oscuras. Nada estaba sucediendo como él lo habla imaginado, e incluso después de que ella encendiera la luz, incluso después de verla subir la escalera para llevar a su hija a la cama, se preguntó cómo iba a encontrar el valor de hablar con ella, de decirle lo que había ido a decirle.

Oyó que cerraba la puerta del dormitorio de su hija, pero en lugar de volver abajo entró en otra habitación y utilizó el teléfono. Él oyó claramente que marcaba un número, pero luego, justo cuando pronunciaba el nombre de Maria, cerró la puerta de un portazo y él no pudo oír la conversación que siguió. La voz de Lillian se filtraba por el techo como un rumor sin palabras, un errático murmullo de suspiros y pausas y estallidos ahogados. A pesar de que deseaba desesperadamente saber lo que decía, no lograba entenderlo por más que aguzara el oído, y abandonó el esfuerzo después de un minuto o dos. Cuanto más duraba la conversación, más nervioso se ponía. Sin saber qué hacer, dejó su puesto al pie de la escalera y empezó a vagar por las habitaciones de la planta baja. Había sólo tres y todas estaban en un lamentable desorden. Había platos sucios amontonados en el fregadero de la cocina; el cuarto de estar era un caos de cojines tirados por el suelo, sillas volcadas y ceniceros rebosantes; la mesa del comedor se había venido abajo. Una por una, Sachs encendió las luces y luego las apagó. Era un lugar miserable, descubrió, una casa de infelicidad y zozobra, y le aturdía sólo mirarla.

La conversación telefónica duró quince o veinte minutos mas. Cuando oyó que Lillian colgaba, Sachs estaba de nuevo en el recibidor, esperándola al pie de la escalera. Ella bajaba con expresión ceñuda y malhumorada, y por el ligero temblor que detectó en su labio inferior, Sachs dedujo que había estado llorando. El abrigo que llevaba antes había desaparecido y había sido sustituido el vestido por unos vaqueros y una camiseta blanca. Se fijó en que iba descalza y llevaba las uñas pintadas de un rojo vivo. Aunque él la miraba directamente todo el tiempo, ella se negó a devolverle la mirada mientras descendía la escalera. Cuando llegó abajo, él se apartó para dejarla pasar, y sólo entonces, cuando iba camino de la cocina, se detuvo y se volvió hacia él, hablándole por encima del hombro izquierdo.

– Maria dice que le dé saludos de su parte -dijo-. También dice que no entiende qué hace usted aquí.

Sin esperar una respuesta, continuó y entró en la cocina. Sachs no sabía si quería que le siguiera o que se quedara donde estaba, pero decidió entrar. Ella encendió la luz del techo, soltó un leve gemido al ver el estado de la habitación y luego le dio la espalda y abrió un armario. Sacó una botella de Johnnie Walker, encontró un vaso vacío en otro armario y se sirvió un whisky. Habría sido imposible no ver la hostilidad que se escondía en aquel gesto. Ni le ofreció una copa, ni le pidió que se sentara, y de pronto Sachs comprendió que estaba a punto de perder el control de la situación. Había sido iniciativa suya, después de todo, y ahora estaba allí con ella, inexplicablemente vacilante y mudo, sin tener idea de cómo empezar. Ella bebió un sorbo de su vaso y le miró desde el otro lado de la habitación.

– Maria dice que no entiende qué está usted haciendo aquí -repitió.

Su voz era ronca e inexpresiva, y sin embargo esa misma inexpresividad transmitía desdén, un desdén que rayaba en el desprecio.

– No -dijo Sachs-, supongo que no.

– Si tiene usted algo que decirme, más vale que me lo diga ya. Y luego quiero que se vaya. ¿Comprende? Quiero que salga de aquí.

– No voy a causarle ningún problema.

– No hay nada que me impida llamar a la policía, ¿sabe? Lo único que tengo que hacer es coger el teléfono y su vida se irá a la mierda. Quiero decir, ¿en qué maldito planeta ha nacido usted? ¿Le pega un tiro a mi marido y luego viene aquí y espera que sea amable con usted?

– Yo no le pegué un tiro. En mi vida he tenido una pistola en la mano.

– Me da igual lo que hiciera. No tiene nada que ver conmigo.

– Por supuesto que sí. Tiene mucho que ver con usted. Tiene mucho que ver con nosotros dos.

– Quiere que le perdone, ¿no es cierto? Por eso ha venido. Para caer de rodillas y suplicar mi perdón. Pues no me interesa. No es cosa mía perdonar a la gente. Ése no es mi trabajo.

– ¿El padre de su niña ha muerto y está usted diciendo que no le importa?

– Le estoy diciendo que no es asunto suyo.

– ¿No ha mencionado Maria el dinero?

– ¿El dinero?

– Se lo ha dicho,¿no?

– No sé de qué me está hablando.

– Tengo dinero para usted. Por eso estoy aquí. Para darle el dinero.

– No quiero su dinero. No quiero nada de usted. Sólo quiero que se vaya.

– Me está rechazando antes de haber oído lo que tengo que decir.

– Porque no me fío de usted. Usted busca algo y no sé lo que es. Nadie regala dinero por nada.

– Usted no me conoce, Lillian. No tiene la menor idea de cómo soy.

– He aprendido lo suficiente. He aprendido lo suficiente como para saber que no me gusta.

– Yo no he venido aquí para gustarle, he venido para ayudarla, eso es todo, y lo que piense de mí no tiene importancia.

– Está usted loco, ¿lo sabe? Habla como un loco.

– La única locura seria que usted negara lo sucedido. Le he quitado algo, y ahora estoy aquí para devolvérselo. Es así de sencillo. Yo no la elegí. Las circunstancias me la dieron, y ahora tengo que cumplir mi parte del trato.

– Está usted empezando a hablar como Reed. Un hijo de puta charlatán, hinchado con sus estúpidos argumentos y teorías. Pero no cuela, profesor. No hay trato. Son todo imaginaciones suyas y yo no le debo nada.

– Exactamente. Usted no me debe nada. Soy yo quien le debe algo.

– Tonterías.

– Si mis razones no le interesan, no piense en ellas. Pero acepte el dinero. Si no lo acepta por usted, hágalo al menos por su hija. No le estoy pidiendo nada, sólo quiero que lo coja.

– Y luego, ¿qué?

– Luego nada.

– Estaré en deuda con usted, ¿no? Eso es lo que usted quiere que piense. Una vez que acepte el dinero, usted creerá que le pertenezco.

– ¿Que me pertenece? -dijo Sachs, cediendo repentinamente a su exasperación-. ¿Que me pertenece? Ni siquiera me gusta. Por la forma en que ha actuado conmigo esta noche, cuanto menos tenga que ver con usted mejor.

En ese momento, sin el menor indicio de lo que iba a venir, Lillian empezó a sonreír. Fue una interrupción espontánea, una reacción absolutamente involuntaria a la guerra de nervios que se había producido entre ellos. Aunque no duró más de un segundo o dos, Sachs se animó. Se había establecido una leve comunicación, pensó, una pequeña conexión, y aunque no sabía lo que la había provocado, intuyó que el estado de ánimo había cambiado.

Después de eso no perdió el tiempo. Aprovechando la oportunidad que acababa de presentarse, le dijo que se quedara donde estaba, la dejó allí y salió de la casa para recoger el dinero del coche. No tenía sentido tratar de explicarle nada. Había llegado el momento de ofrecer alguna prueba, de eliminar las abstracciones y dejar que el dinero hablara por sí mismo. Era la única manera de que ella le creyese: dejar que lo tocara, dejar que lo viera con sus propios ojos.

Pero ya nada era sencillo. Ahora que había abierto el maletero del coche y volvía a mirar la bolsa, dudó de seguir su impulso. Desde el principio se había visto dándole el dinero de golpe: entrando en la casa, dejándole la bolsa y marchándose.

Tenía que haber sido un gesto rápido, como en un sueño, una acción que no durase nada. Descendería como un ángel de misericordia y la colmaría de riqueza, y antes de que ella se diese cuenta de que estaba allí, él se habría desvanecido. Ahora que había hablado con ella, sin embargo, ahora que había estado frente a frente con ella en la cocina, veía lo absurdo que había sido ese cuento de hadas. Su animosidad le había asustado y desmoralizado. Y no tenía forma de prever qué sucedería a continuación. Si le daba todo el dinero inmediatamente, perdería la pequeña ventaja que aún tenía sobre ella. Entonces sería posible cualquier cosa, podría seguirse de ese error cualquier grotesca inversión. Ella podría humillarle negándose a aceptarlo o, peor aún, podría coger el dinero y luego dar media vuelta y llamar a la policía. Ya había amenazado con hacerlo y, dada la profundidad de su cólera y sus suspicacias, él no la consideraba incapaz de traicionarle.

En lugar de llevar la bolsa a la casa, contó cincuenta billetes de cien dólares, se metió el dinero en los dos bolsillos de la chaqueta y luego cerró la cremallera de la bolsa y el maletero. Ya no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Era un acto de pura improvisación, un salto a ciegas hacia lo desconocido. Cuando se volvió hacia la casa de nuevo, vio a Lillian de pie en la puerta, una pequeña figura iluminada con las manos en las caderas, observándole atentamente mientras él se ocupaba de sus asuntos en la tranquila calle. Cruzó el jardincillo sabiendo que los ojos de ella estaban fijos en él, repentinamente alborozado por su propia incertidumbre, por la locura de ese algo terrible que estaba a punto de suceder.

Cuando llegó a lo alto de los escalones, ella se hizo a un lado para dejarle pasar y cerró la puerta tras él. Esta vez él no esperó una invitación. Entrando en la cocina antes que ella, se acercó a la mesa, apartó una de las desvencijadas sillas de madera y se sentó. Un momento después, Lillian se sentó frente a él. No hubo más sonrisas, no hubo más destellos de curiosidad en sus ojos. Había convertido su cara en una máscara, y mientras él la miraba buscando una señal, buscando alguna pista que le ayudara a empezar, se sintió como si estuviera examinando una pared. No había forma de comunicarse con ella, no había forma de adivinar lo que estaba pensando. Ninguno de los dos habló. Cada uno esperaba a que el otro diera el primer paso, y cuanto más se prolongaba el silencio, más obstinadamente parecía ella resistir. En un momento dado, comprendiendo que estaba a punto de ahogarse, que en sus pulmones estaba empezando a formarse un grito, Sachs levantó el brazo derecho y barrió tranquilamente todo lo que había delante de él y lo tiró al suelo. Vasos sucios, tazas de café, ceniceros y cubiertos cayeron con un estrépito atroz, rompiéndose y resbalando sobre el linóleo verde. La miró directamente a los ojos, pero ella se negó a reaccionar, continuó sentada allí como si nada hubiese ocurrido. Un momento sublime, pensó él, un momento memorable y, mientras seguían mirándose, casi empezó a temblar de felicidad, una felicidad salvaje que brotaba de su miedo. Luego, sin que su corazón dejara de latir fuertemente, sacó los dos fajos de billetes de sus bolsillos, los dejó sobre la mesa con un golpe y los empujó hacia ella.

– Esto es para usted -dijo-. Es suyo si lo quiere.

Ella echó una mirada al dinero durante una fracción de segundo, pero no hizo ningún movimiento para tocarlo.

– Billetes de cien -dijo-. ¿O sólo lo son los de arriba?

– Son de cien de arriba abajo. Cinco mil dólares en total.

– Cinco mil dólares no es poca cosa. Ni siquiera los ricos le harían ascos a cinco mil dólares. Pero no es precisamente una cantidad de dinero que le cambie la vida a nadie.

– Esto es solamente el principio. Lo que podríamos llamar una entrada.

– Ya. ¿Y de qué resto está usted hablando?

– Mil dólares al día. Mil dólares al día mientras dure.

– ¿Y cuánto durará?

– Mucho tiempo. Suficiente como para que pague sus deudas y deje su trabajo. Suficiente como para que se vaya de aquí. Suficiente como para que se compre un coche nuevo y un nuevo vestuario. Y una vez que haya hecho todo eso, todavía tendrá tanto que no sabrá qué hacer con ello.

– ¿Y qué se supone que es usted? ¿Mi hada madrina?

– Sólo un hombre que está pagando una deuda, nada más.

– ¿Y qué pasaría si le dijera que no me gusta el arreglo? ¿Qué pasaría si le dijera que prefiero recibir todo el dinero de una vez?

– Ése era el primer plan, pero las cosas han cambiado desde que he llegado aquí. Ahora estamos en el Plan B.

– Creí que estaba usted intentando ser amable conmigo.

– Y lo estoy. Pero quiero que usted también lo sea conmigo. Si lo hacemos de esta manera, hay más probabilidades de que la cosa se mantenga equilibrada.

– Me está usted diciendo que no se fía de mí, ¿no es eso?

– Su actitud me pone un poco nervioso. Estoy seguro de que lo comprenderá.

– ¿Y qué sucede mientras me hace esos pagos diarios? ¿Se presenta todas las mañanas a la hora acordada, me entrega el dinero y se larga, o también piensa quedarse a desayunar?

– Ya se lo he dicho antes: no quiero nada de usted. Usted recibe el dinero libre de cargas, y no me debe nada.

– Ya, bueno, más vale que dejemos las cosas claras, tío listo. No sé lo que le habrá dicho Maria de mi, pero mi coño no está en venta. Por ninguna cantidad de dinero. ¿Comprendido? Nadie me obliga a irme a la cama con él. Yo follo con quien me da la gana, y el hada madrina se guarda su varita mágica. ¿Hablo claro?

– Me está usted diciendo que no entro en sus planes. Y yo acabo de decirle que usted no entra en los míos. No veo cómo podríamos dejarlo más claro.

– Está bien. Ahora déme algún tiempo para pensar en todo esto. Estoy muerta y necesito irme a dormir.

– No tiene que pensarlo. Ya sabe la respuesta.

– Puede que sí y puede que no. Pero no voy a hablar más del asunto esta noche. Ha sido un día muy duro y estoy que me caigo. Pero sólo para demostrarle lo amable que puedo ser, voy a dejarle dormir en el sofá del cuarto de estar. En honor de Maria… y sólo por esta vez. Es tardísimo y no encontrará un motel si se pone a buscarlo ahora.

– No tiene por qué hacer eso.

– No tengo por qué hacer nada, pero eso no significa que pueda hacerlo. Si quiere quedarse, quédese. Si no, váyase. Pero más vale que se decida ya, porque yo me voy a la cama.

– Se lo agradezco.

– No me lo agradezca, agradézcaselo a Maria. El cuarto de estar es un desastre. Si algo le estorba, tírelo al suelo. Ya me ha demostrado que sabe hacerlo.

– No suelo utilizar formas de comunicación tan primitivas.

– Con tal que no se comunique más conmigo esta noche, me da igual lo que haga aquí abajo. Pero el piso de arriba queda fuera de los límites. ¿Entendido? Tengo una pistola en la mesilla de noche, y si alguien viene merodeando, sé utilizarla.

– Eso sería como matar a la gallina de los huevos de oro.

– No, no lo sería. Puede que usted sea la gallina, pero los huevos están en otra parte. Bien guardaditos en el maletero de su coche, ¿recuerda? Aunque matase a la gallina, seguiría teniendo todos los huevos que necesito.

– Así que ya estamos amenazando otra vez

– No creo en las amenazas. Solamente le estoy pidiendo que sea amable conmigo, eso es todo. Que sea muy amable. Y que no se le meta ninguna idea rara en la cabeza acerca de quién soy yo. Si es así, tal vez podamos hacer negocios juntos. No le prometo nada, pero si no jode las cosas, puede que incluso aprenda a dejar de odiarle.

A la mañana siguiente le despertó un aliento cálido que rozaba su mejilla. Cuando abrió los ojos se encontró mirando la cara de una niña, una niña inmovilizada por la concentración, que exhalaba trémulamente por la boca. Estaba de rodillas al lado del sofá y su cabeza estaba tan próxima a la de él que sus caras casi se tocaban. Por la escasa luz que se filtraba a través de su pelo, Sachs dedujo que serían sólo las seis y media o las siete. Llevaba menos de cuatro horas durmiendo, y en aquellos primeros momentos después de abrir los ojos se sentía demasiado atontado, demasiado pesado como para mover un solo músculo. Deseaba volver a cerrar los ojos, pero la niña le estaba observando demasiado atentamente, así que continuó mirándola a la cara y lentamente cayó en la cuenta de que era la hija de Lillian Stern.

– Buenos días -dijo ella al fin, interpretando su sonrisa como una invitación a hablar-. Creí que no ibas a despertarte nunca.

– ¿Llevas mucho tiempo aquí sentada?

– Unos cien años, me parece. He bajado a buscar mi muñeca y entonces he visto que estabas durmiendo en el sofá. Eres muy largo, ¿lo sabías?

– Sí, lo sé. Soy lo que se llama una espingarda.

– Señor Espingarda -dijo la niña, pensativa-. Es un buen nombre.

– Y apuesto a que el tuyo es Maria, ¿no?

– Para algunas personas sí, pero a mi me gusta llamarme Rapunzel. Es mucho más bonito, ¿no crees?

– Mucho más. ¿Y cuántos años tienes, señorita Rapunzel?

– Cinco y tres cuartos.

– Ah, cinco y tres cuartos. Una edad estupenda.

– Cumpliré seis en diciembre. Mi cumpleaños es el día después de Navidad.

– Eso quiere decir que recibes regalos dos días seguidos. Debes ser muy lista para haberte inventado un sistema tan bueno.

– Hay gente con suerte. Eso es lo que dice mamá.

– Si tienes cinco años y tres cuartos, probablemente ya has empezado a ir al colegio, ¿no?

– A la guardería. Estoy en la clase de Mrs. Weir. Clase uno, cero, cuatro. Los niños la llaman señora Rara. [3]

– ¿Parece una bruja?

– No. Creo que no es lo bastante vieja para ser bruja. Pero tiene una nariz larguísima.

– ¿Y no deberías arreglarte ya para ir a la guardería? No querrás llegar tarde.

– Hoy no voy, tonto. Los sábados no hay cole.

– Claro. A veces parezco idiota, ni siquiera sé qué día es hoy.

Ya estaba despierto, lo bastante despierto como para sentir la necesidad de levantarse. Le preguntó a la niña si le apetecía desayunar, y cuando ella contestó que estaba muerta de hambre, Sachs se levantó rápidamente del sofá y se puso los zapatos, contento de tener esta pequeña tarea por delante. Se turnaron para entrar en el cuarto de baño de la planta baja, y después de haber vaciado la vejiga y haberse echado agua en la cara, él entró en la cocina para empezar. Lo primero que vio allí fueron los cinco mil dólares, que estaban aún sobre la mesa, en el mismo sitio donde él los había puesto la noche anterior. Le desconcertó que Lillian no se los hubiera llevado al piso de arriba. ¿Había un significado oculto en esto, se preguntó, o era simplemente una negligencia por su parte? Afortunadamente, Maria estaba aún en el cuarto de baño, y cuando se reunió con él en la cocina, Sachs ya había retirado el dinero de la mesa y lo había guardado en el estante de un armario.

La preparación del desayuno comenzó mal. La leche se había agriado en la nevera (lo cual eliminaba la posibilidad de tomar cereales) y, puesto que las existencias de huevos también parecían haberse agotado, no podía hacer torrijas o una tortilla (la segunda y tercera elección de la niña). Sin embargo, consiguió encontrar un paquete de pan integral en rebanadas y, una vez que desechó las cuatro primeras (que estaban cubiertas de moho azulado), decidieron tomar tostadas con mermelada de fresa. Mientras el pan estaba en el tostador, Sachs desenterró del fondo del congelador una lata de zumo de naranja cubierta de una costra de escarcha, lo mezcló en una jarra de plástico (que primero tuvo que fregar) y lo sirvió con el desayuno. No había café de verdad, pero después de registrar sistemáticamente los armarios, finalmente descubrió un frasco de café instantáneo descafeinado. Mientras bebía el amargo brebaje hizo muecas y se agarró la garganta. Maria se rió de su actuación, lo cual le impulsó a tambalearse por la cocina y a emitir una serie de espantosos ruidos como náuseas.

– Veneno -murmuró, mientras se dejaba caer al suelo-, los bribones me han envenenado.

Esto la hizo reír aún más, pero una vez que él terminó su numerito y se sentó de nuevo en la silla, su diversión desapareció rápidamente y él notó una expresión preocupada en sus ojos.

– Sólo estaba fingiendo -dijo.

– Ya lo sé -dijo ella-. Es que no me gusta que la gente se muera.

Él comprendió su equivocación, pero era demasiado tarde para deshacer el daño.

– No voy a morirme -dijo.

– Sí, te morirás. Todo el mundo tiene que morirse.

– Quiero decir hoy. Ni mañana tampoco. Voy a estar por aquí mucho tiempo.

– ¿Por eso has dormido en el sofá? ¿Porque te vas a quedar a vivir con nosotras?

– No creo. Pero estoy aquí para ser tu amigo. Y el amigo de tu madre también.

– ¿Eres el nuevo novio de mamá?

– No, sólo soy su amigo. Si ella me deja, voy a ayudarla.

– Eso está bien. Ella necesita a alguien que la ayude. Hoy entierran a papá y está muy triste.

– ¿Es eso lo que te ha dicho?

– No, pero la vi llorando. Por eso sé que está triste.

– ¿Es eso lo que vas a hacer hoy? ¿Ir a ver cómo entierran a tu papá?

– No, no nos dejan ir. El abuelo y la abuela dijeron que no podíamos ir.

– ¿Y dónde viven tu abuelo y tu abuela? ¿Aquí en California?

– Creo que no. Es en un sitio muy lejos. Hay que ir allí en avión.

– En el Este, quizá.

– Se llama Maplewood. No sé dónde está.

– ¿Maplewood, New Jersey?

– No lo sé. Está muy lejos. Siempre que papá hablaba de ese sitio decía que estaba en el fin del mundo.

– Te pones triste cuando piensas en tu padre, ¿verdad?

– No puedo remediarlo. Mamá dice que él ya no nos quería, pero me da igual, me gustaría que volviese.

– Estoy seguro de que él quería volver.

– Eso creo yo. Lo que pasa es que no pudo. Tuvo un accidente y, en lugar de volver con nosotras, tuvo que irse al cielo.

Sachs pensó que era muy pequeña y sin embargo se comportaba con una tranquilidad casi aterradora, sus fieros ojitos taladrándole mientras hablaba, impávida, sin el menor temblor de confusión. Le asombraba que pudiera imitar la actitud de los adultos tan bien, que pudiera parecer tan dueña de sí misma, cuando en realidad no sabía nada, no sabía absolutamente nada. La compadeció por su valor, por el fingido heroísmo de su cara luminosa y seria, y deseó poder retirar todo lo que había dicho y convertirla de nuevo en una chiquilla, en algo distinto de aquel patético adulto en miniatura con huecos entre los dientes y una cinta amarilla colgada del pelo rizado.

Mientras terminaba los últimos fragmentos de sus tostadas, Sachs vio en el reloj de la cocina que eran sólo las siete y media pasadas. Le preguntó a Maria cuánto tiempo pensaba que su madre seguiría durmiendo, y cuando ella le dijo que podían ser dos o tres horas más, de pronto se le ocurrió una idea. Vamos a prepararle una sorpresa, dijo, si nos ponemos a ello ahora, tal vez podamos limpiar toda la planta baja antes de que se despierte. ¿No estaría bien? Bajará aquí y se encontrará todo ordenado y reluciente. Seguro que eso le hará sentirse mejor, ¿no crees? La niña dijo que sí. Más que eso, pareció entusiasmada con la idea, como si estuviera aliviada de que al fin hubiera aparecido alguien que se hiciera cargo de la situación. Pero debemos hacerlo en silencio, dijo Sachs, llevándose un dedo a los labios, tan silenciosos como duendes.

Así que los dos se pusieron a trabajar, moviéndose por la cocina en rápida y silenciosa armonía mientras recogían la mesa, barrían la vajilla rota del suelo y llenaban el fregadero de agua caliente jabonosa. Para reducir el ruido al mínimo, vaciaron los platos con los dedos, manchándose las manos con la basura al echar los restos de comida y colillas en una bolsa de papel. Era un trabajo sucio, y mostraron su asco sacando la lengua y fingiendo vomitar. Sin embargo, Maria hizo más de lo que le correspondía, y una vez que la cocina quedó en un estado pasable, marchó al cuarto de estar con un entusiasmo que no había disminuido, deseosa de pasar a la siguiente tarea. Eran ya cerca de las nueve y el sol entraba por las ventanas, iluminando delgados rastros de polvo en el aire. Mientras contemplaban el desastre que tenían delante, y comentaban por dónde sería mejor que empezaran a atacar, una expresión de recelo cruzó la cara de Maria. Sin decir una palabra, levantó un brazo y señaló una de las ventanas. Sachs se volvió y un instante después lo vio. Un hombre de pie en el jardincillo mirando la casa. Llevaba una corbata a cuadros y una chaqueta de pana marrón; era un hombre bastante joven que se estaba quedando prematuramente calvo y que parecía estar debatiendo consigo mismo si subir los escalones y tocar el timbre o no. Sachs le dio una palmadita a Maria en la cabeza y le dijo que se fuera a la cocina y se sirviera otro vaso de zumo. Parecía que ella iba a negarse, pero luego, no queriendo decepcionarle, asintió y obedeció de mala gana. Entonces Sachs cruzó el cuarto de estar sorteando obstáculos y fue a la puerta principal, la abrió lo más suavemente que pudo y salió fuera.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Soy Tom Mueller -dijo el hombre-, del San Francisco Chronicle. Me pregunto si podría hablar un momento con Mrs. Dimaggio.

– Lo siento. No concede entrevistas.

– Yo no quiero una entrevista, sólo quiero hablar con ella. A mi periódico le interesa conocer su versión de la historia. Estamos dispuestos a pagar por un artículo en exclusiva.

– Lo siento, no hay nada que hacer. Mrs. Dimaggio no habla con nadie.

– ¿No cree usted que la señora debería tener la oportunidad de rechazarme personalmente?

– No, no lo creo.

– ¿Y quién es usted, el agente de prensa de Mrs. Dimaggio?

– Un amigo de la familia.

– Ya. Y es el que habla en su nombre.

– Eso es. Estoy aquí para protegerla de tipos como usted. Ahora que hemos aclarado esa cuestión, creo que es hora de que se vaya.

– ¿Y cómo sugiere usted que me ponga en contacto con ella?

– Podría escribirle una carta. Eso es lo que se hace generalmente.

– Buena idea. Yo le escribo una carta y usted puede tirarla antes de que ella la lea.

– La vida está llena de decepciones, Mr. Mueller. Y ahora, si no le importa, creo que es hora de que se vaya. Estoy seguro de que no desea usted que llame a la policía. Pero está usted en la propiedad de Mrs. Dimaggio, ¿sabe?

– Sí, lo sé. Muchas gracias, hombre. Me ha ayudado usted muchísimo.

– No se preocupe tanto. Esto también pasará. Dentro de una semana, no habrá nadie en San Francisco que se acuerde de esta historia. Si alguien les menciona a Dimaggio, la única persona que les vendrá a la cabeza será Joe.

Eso puso fin a la conversación, pero incluso después de que Mueller se hubiese marchado del jardincillo, Sachs continuó de pie delante de la puerta, decidido a no moverse hasta que hubiese visto que el hombre se alejaba en su coche. El periodista cruzó la calle, se metió en el coche y arrancó. Como gesto de despedida levantó el dedo corazón de la mano derecha al pasar por delante de la casa, pero Sachs se encogió de hombros ante la obscenidad, comprendiendo que no tenía importancia, que únicamente era una prueba de lo bien que había manejado el enfrentamiento. Cuando se dio la vuelta para entrar, no pudo reprimir una sonrisa al recordar la rabia del hombre. Más que como un agente de prensa, se sentía como un alguacil y, en resumidas cuentas, no era una sensación enteramente desagradable.

En cuanto entró en la casa, levantó la cabeza y vio a Lillian de pie en lo alto de la escalera. Llevaba un albornoz blanco, tenía los ojos hinchados y el pelo revuelto y luchaba por espabilarse.

– Supongo que debería darle las gracias -dijo, pasándose la mano por el pelo corto.

– ¿Gracias de qué? -dijo Sachs, fingiendo ignorancia.

– Por deshacerse de ese tipo. Lo ha hecho con mucha elegancia. Me ha dejado impresionada.

– ¿Eso? Bah. No ha sío ná, señora. Estaba haciendo mi trabajo, ná más.

Ella sonrió fugazmente al oír su tonillo de paleto.

– Si ése es el trabajo que quiere, puede quedárselo. Se le da mucho mejor que a mí.

– Ya le dije que no soy malo en todo -dijo él hablando con voz normal-. Si me da una oportunidad, puede que incluso le resulte útil.

Antes de que ella pudiera contestar a este último comentario, Maria se acercó corriendo. Lillian apartó los ojos de Sachs y dijo:

– Hola, nena. Te has levantado muy temprano, ¿no?

– No adivinarás nunca lo que hemos estado haciendo -dijo la niña-. No podrás creerlo cuando lo veas, mamá.

– Bajaré dentro de unos minutos. Primero tengo que darme una ducha y vestirme. Acuérdate de que hoy vamos a casa de Billie y Dot y no debemos llegar tarde.

Desapareció de nuevo y durante los treinta o cuarenta minutos que tardó en arreglarse, Sachs y Maria reanudaron su asalto al cuarto de estar. Rescataron cojines del suelo, tiraron periódicos y revistas empapadas en café, pasaron la aspiradora por la alfombra de lana para quitar la ceniza de los cigarrillos de los intersticios. Cuantas más zonas lograban despejar (dándose cada vez más espacio para moverse), más deprisa trabajaban, hasta que al final empezaron a parecer dos actores a cámara rápida de una película muda.

Habría sido difícil que Lillian no notase la diferencia, pero cuando bajó reaccionó con menos entusiasmo del que Sachs esperaba.

– Qué bien -dijo, deteniéndose brevemente en el umbral y asintiendo con la cabeza-, estupendo. Procuraré dormir hasta tarde más a menudo.

Sonrió, hizo una pequeña exhibición de gratitud y luego, casi sin molestarse en mirar a su alrededor, se dirigió a la cocina para buscar algo que comer.

Sachs se sintió mínimamente aliviado por el beso que ella plantó en la frente de su hija, pero después de que Lillian mandara a Maria al piso de arriba para cambiarse de ropa, él ya no supo qué hacer consigo mismo. Lillian apenas le prestó atención, moviéndose en la cocina dentro de su propio mundo privado, así que él no se apartó de su sitio en la puerta, permaneciendo allí en silencio mientras ella sacaba del congelador una bolsa de café auténtico (que a él se le había escapado) y ponía agua a hervir. Iba vestida con ropa informal -unos pantalones anchos oscuros, un jersey blanco de cuello vuelto y unos zapatos planos-, pero se había puesto lápiz de labios y sombra de ojos y había un inconfundible olor a perfume en el aire. Una vez más, Sachs no tenía ni idea de cómo interpretar lo que pasaba. Su comportamiento era incomprensible para él -unas veces amistosa, otras distante, unas veces alerta, otras distraída-, y cuanto más trataba de entenderlo, menos lo entendía.

Finalmente le invitó a tomar una taza de café, pero incluso entonces apenas le habló, y continuó actuando como si no estuviese segura de si quería que él se quedara allí o desapareciera. Por falta de otra cosa que decir, Sachs empezó a hablar de los cinco mil dólares que había encontrado sobre la mesa esa mañana, abrió el armario y señaló dónde habla guardado el dinero. Esto no pareció impresionarla mucho.

– Ah -dijo, asintiendo al ver el dinero, y luego volvió la cabeza y miró por la ventana al patio trasero mientras se bebía su café en silencio.

Impertérrito, Sachs dejó su taza sobre la mesa y anunció que iba a darle el plazo de ese día. Sin esperar una respuesta, fue al coche y cogió el dinero de la bolsa. Cuando regresó a la cocina tres o cuatro minutos después ella seguía de pie en la misma postura, mirando por la ventana, con una mano en la cadera, siguiendo alguna reflexión secreta. Él se acercó a ella, agitó los mil dólares delante de su cara y le preguntó dónde los ponía. Donde usted quiera, dijo ella. Su pasividad estaba empezando a ponerle nervioso, así que en lugar de dejar el dinero sobre la encimera, Sachs se acercó a la nevera, abrió la puerta de arriba y metió el dinero en el congelador. Esto produjo el efecto deseado. Ella se volvió hacia él con expresión de desconcierto y le preguntó por qué había hecho aquello. En lugar de contestar, él fue al armario, retiró los cinco mil dólares del estante y puso los fajos en el congelador. Luego, dando unas palmaditas sobre la puerta del congelador, se volvió a ella y dijo:

– Activo congelado. Puesto que no me dice si quiere el dinero o no, pondremos su futuro en hielo. No es mala idea, ¿eh? Enterraremos sus ahorrillos en la nieve y cuando llegue la primavera y empiece el deshielo, usted mirará aquí dentro y descubrirá que es rica.

Una vaga sonrisa empezó a formarse en las comisuras de su boca, indicando que se había ablandado, que él había conseguido que entrase en el juego. Bebió otro sorbo de café para ganar un poco de tiempo mientras preparaba su respuesta.

– No me parece una buena inversión -dijo finalmente-. Si el dinero se queda ahí parado, no producirá intereses, ¿verdad?

– Me temo que no. No hay intereses hasta que usted empiece a interesarse. Después, el cielo es el límite.

– No he dicho que no me interese.

– Cierto. Pero tampoco ha dicho que le interese.

– Mientras no diga que no, puede que esté diciendo sí.

– O puede que no esté diciendo nada. Por eso no deberíamos volver a hablar del asunto. Hasta que usted sepa lo que quiere hacer, mantendremos la boca cerrada, ¿de acuerdo? Fingiremos que no pasa nada.

– Por mi parte, de acuerdo.

– Estupendo. En otras palabras, cuanto menos digamos, mejor.

– No diremos una palabra. Y un día abriré los ojos, y usted no estará aquí.

– Exactamente. El genio volverá a la botella y usted no tendrá que pensar en él nunca más.

Su estrategia parecía haber dado resultado, pero, aparte de producir un cambio general de humor, era difícil saber qué había conseguido con esa conversación. Cuando unos momentos después Maria entró en la cocina dando saltos, engalanada con un jersey rosa y blanco y unos zapatos de charol, él descubrió que había conseguido mucho. Jadeante y excitada, la niña le preguntó a su madre si Sachs iba con ellas a casa de Billie y Dot. Lillian dijo que no, y Sachs estaba a punto de interpretarlo como una indicación de que debía marcharse y buscar un motel cuanto Lillian añadió que, no obstante, podía quedarse, que puesto que ella y Maria no volverían hasta muy tarde, él no tenía por qué darse prisa en irse de la casa. Podía ducharse y afeitarse si quería, dijo, y con tal que cerrase la puerta firmemente tras él y se asegurase de echar la llave, no importaba cuándo se fuera. Sachs casi no supo cómo responder a este ofrecimiento. Antes de que se le ocurriera algo que decir, Lillian se había llevado a Maria al cuarto de baño de la planta baja para cepillarle el pelo y cuando salieron de nuevo ya se daba por sentado que ellas saldrían antes que él. Todo esto le pareció chocante a Sachs, un giro difícil de entender, pero ahí estaba y lo último que deseaba hacer era oponerse. Menos de cinco minutos después, Lillian y Maria salían por la puerta principal y menos de un minuto después de eso habían desaparecido, alejándose en su polvoriento Honda azul y perdiéndose en el brillante sol de media mañana.

Pasó cerca de una hora en el cuarto de baño del piso de arriba; primero en remojo en la bañera, luego afeitándose delante del espejo. Le resultaba absolutamente extraño estar allí, desnudo y acostado en el agua mientras miraba las cosas de Lillian: los infinitos tarros de cremas y lociones, los lápices de labios, los estuches de sombra de ojos, los jabones, los esmaltes de uñas y los perfumes. Había una forzada intimidad en todo ello que le excitaba y le repugnaba a la vez. Ella le había permitido entrar en su reino secreto, el lugar donde realizaba sus rituales más íntimos y sin embargo, incluso allí, sentado en el corazón de su reino, no estaba más cerca de ella que antes. Podía oler y tocar todo lo que quisiera, lavarse la cabeza con su champú, afeitarse la barba con su maquinilla, lavarse los dientes con su cepillo, y, sin embargo, el hecho de que ella le hubiera permitido hacer todas estas cosas sólo demostraba lo poco que le importaban.

No obstante, el baño le relajó, le hizo sentirse casi adormilado y durante varios minutos vagó por las habitaciones del piso de arriba, secándose distraídamente el pelo con una toalla. Había tres dormitorios pequeños en el segundo piso. Uno de ellos era de Maria, el otro pertenecía a Lillian y el tercero, poco mayor que un armario grande, evidentemente habla servido en otro tiempo como estudio de Dimaggio. Estaba amueblado con una mesa de despacho y una librería, pero habían metido tantos trastos en sus estrechos confines (cajas de cartón, montones de ropa vieja y juguetes, un televisor en blanco y negro) que Sachs no hizo más que asomar la cabeza antes de cerrar de nuevo la puerta. Luego entró en el cuarto de Maria, y curioseó sus muñecas y sus libros, las fotos de la guardería en la pared, los juegos de mesa y los animales de peluche. A pesar de que estaba desordenado, el cuarto resultó estar en mejores condiciones que el de Lillian. Este era la capital del desastre, el cuartel general de la catástrofe. Tomó nota de la cama sin hacer, los montones de ropa y lencería tirados por todas partes, el televisor portátil coronado por dos tazas de café manchadas de lápiz de labios, las revistas y los libros esparcidos por el suelo. Sachs examinó algunos de los títulos que había a sus pies (una guía ilustrada de masajes orientales, un estudio sobre la reencarnación, un par de novelas policíacas de bolsillo, una biografía de Louise Brooks) y se preguntó si se podía sacar alguna conclusión de aquel surtido. Luego, casi en un rapto, empezó a abrir los cajones de la cómoda y a revisar la ropa de Lillian, examinando sus bragas, sus sostenes y sus medias, sosteniendo cada artículo en la mano un momento antes de pasar al siguiente. Después de hacer lo mismo con lo que había en el armario, volvió su atención a las mesillas de noche, recordando repentinamente la amenaza que ella le había hecho la noche anterior. Después de mirar a ambos lados de la cama, sin embargo, concluyó que le había mentido. No encontró ninguna pistola.

Lillian había desconectado el teléfono, y en el mismo instante en que él lo enchufó de nuevo, empezó a sonar. El ruido le hizo dar un salto, pero, en lugar de contestar, se sentó en la cama y esperó a que la persona que llamaba renunciase. El timbre sonó dieciocho o veinte veces más. En cuanto cesó, Sachs lo cogió y marcó el número de Maria Turner en Nueva York. Ahora que ella había hablado con Lillian, no podía posponerlo por más tiempo. No se trataba únicamente de aclarar malentendidos entre ellos, se trataba de limpiar su conciencia. Aunque sólo fuera eso, le debía una explicación, una disculpa por haberse marchado de su casa como lo hizo.

Se imaginaba que estaba enfadada, pero no se había preparado para la andanada de insultos que siguió. En cuanto ella oyó su voz, empezó a llamarle de todo: idiota, hijoputa, traidor. Nunca la había oído hablar así -a nadie, en ninguna circunstancia-, y su furia se hizo tan grande, tan monumental, que pasaron varios minutos hasta que le permitió hablar. Sachs estaba mortificado. Mientras permanecía allí sentado escuchándola, comprendió finalmente algo que había sido demasiado estúpido para reconocer en Nueva York. Maria se había enamorado de él y, aparte de todas las evidentes razones para su ataque (lo repentino de su marcha, la afrenta de su ingratitud), estaba hablando como una amante desdeñada, como una mujer que ha sido abandonada por otra. Para empeorar las cosas, imaginaba que esa otra había sido su mejor amiga. Sachs se esforzó por sacarla de su error. Había ido a California por razones personales, le dijo. Lillian no significaba nada para él, aquello no era lo que ella pensaba, etcétera; pero lo hizo torpemente y Maria le acusó de mentir. La conversación estaba a punto de volverse peligrosa, pero Sachs consiguió resistir la tentación de contestarle y al final el orgullo de Maria venció a su ira, lo cual significaba que ya no tenía ganas de continuar insultándole. Empezó a reírse de él, o tal vez de sí misma, y luego, sin ninguna transición perceptible, la risa se convirtió en llanto, un espantoso ataque de sollozos que le hizo sentirse tan desdichado como ella. La tormenta tardó en pasar, pero luego pudieron hablar. No es que la conversación les llevara a ninguna parte, pero por lo menos el rencor había desaparecido. Maria quería que llamase a Fanny -sólo para que ella supiera que estaba vivo-, pero Sachs se negó. Llamarla sería arriesgado, dijo. Una vez que empezaran a hablar, seguramente le contaría lo de Dimaggio, y no quería implicaría en ninguno de sus problemas. Cuanto menos supiera, más segura estaría, y ¿por qué meterla en aquello cuando no era necesario? Porque era lo correcto, dijo Maria. Sachs repitió su argumentación de nuevo, y durante la siguiente media hora continuaron hablando en círculos, sin que ninguno de los dos lograra convencer al otro. Ya no había bueno ni malo, sólo opiniones, teorías e interpretaciones, una ciénaga de palabras y conflictos. Para lo que sirvieron, lo mismo les habría dado callarse todas aquellas palabras.

– Es inútil -dijo Maria finalmente-. No estoy consiguiendo comunicarme contigo, ¿verdad?

– Te escucho -contestó Sachs-. Lo que pasa es que no estoy de acuerdo con lo que dices.

– Sólo vas a empeorar las cosas, Ben. Cuanto más tiempo te lo guardes, más difícil será cuando tengas que hablar.

– Nunca tendré que hablar.

– Eso no puedes saberlo. Quizá te encuentren, y entonces no tendrás elección.

– No me encontrarán nunca. Eso sólo podría ocurrir si alguien les diera el soplo, y tú no me harás eso. Por lo menos no lo creo. Puedo confiar en ti,¿no es cierto?

– Puedes confiar en mí. Pero yo no soy la única persona que lo sabe. Ahora también Lillian está enterada, y no estoy segura de que sea tan capaz de cumplir una promesa como yo.

– No hablará. No tendría sentido que lo hiciera. Tiene demasiado que perder.

– No cuentes con el sentido común cuando trates con Lillian. Ella no piensa igual que tú. No juega con tus mismas reglas. Si no has comprendido eso ya, estás buscando problemas.

– Problemas es lo único que tengo. Unos pocos más no me harán daño.

– Márchate, Ben. No me importa dónde vayas o qué hagas, pero métete en el coche y aléjate de esa casa. Ahora mismo, antes de que Lillian vuelva.

– No puedo hacer eso. Ya he empezado esto y tengo que continuar hasta el final. No tengo otro remedio. Esta es mi oportunidad y no puedo desperdiciarla por miedo.

– Te hundirás hasta el fondo.

– Ya lo estoy. El propósito de esto es salir a la superficie.

– Hay maneras más sencillas.

– No para mí.

Hubo una larga pausa al otro extremo de la línea, una inhalación, otra pausa. Cuando Maria habló de nuevo, le temblaba la voz.

– Estoy tratando de decidir si debo compadecerte o sólo abrir la boca y gritar.

– No tienes por qué hacer ni una cosa ni la otra.

– No, supongo que no. Puedo olvidarme de ti, ¿no es eso? Siempre cabe esa opción.

– Puedes hacer lo que quieras, Maria.

– Cierto. Y si quieres correr riesgos, allá tú. Pero recuerda que te lo dije, ¿de acuerdo? Recuerda que traté de hablarte como amiga.

Estaba muy alterado cuando colgaron. Las últimas palabras de Maria habían sido una especie de despedida, una declaración de que ya no estaba con él. No importaba qué les hubiera llevado al desacuerdo, que éste hubiera sido provocado por los celos, por una declaración sincera, o por una combinación de las dos cosas. El resultado era que ya no podría recurrir a ella. Aunque Maria no pretendiera que él se lo tomase así, aunque se alegrara de volver a tener noticias suyas, la conversación había dejado demasiadas nubes, demasiadas incertidumbres. ¿Cómo podría acudir a ella en busca de ayuda cuando el mero hecho de hablar con él le causaría dolor? Él no había querido ir tan lejos, pero una vez las palabras habían sido pronunciadas, comprendía que había perdido a su aliada, a la única persona con la que podía contar para que le ayudase. Llevaba en California poco menos de un día y sus naves ya estaban ardiendo.

Podría haber reparado el daño llamándola de nuevo, pero no lo hizo. En lugar de eso volvió al cuarto de baño, se vistió, se cepilló el pelo con el cepillo de Lillian y se pasó las siguientes ocho horas y media limpiando la casa. De vez en cuando hacía una pausa para comer algo, rebuscando en la nevera y en los armarios de la cocina hasta encontrar algo comestible (sopa de lata, salchichas de hígado, frutos secos), pero aparte de eso trabajó sin interrupción hasta más de las nueve. Su objetivo era dejar la casa impecable, convertida en un modelo de orden y tranquilidad domésticos. No podía hacer nada con los muebles deteriorados, naturalmente, ni con los techos agrietados de los dormitorios o el esmalte herrumbroso de los fregaderos, pero por lo menos podía dejar la casa limpia. Atacando las habitaciones una por una, restregó, quitó el polvo, pulió y ordenó avanzando metódicamente de la parte de atrás a la de delante, de la planta baja al primer piso, de la mayor suciedad a la menor. Fregó los retretes, reorganizó los cubiertos, dobló y guardó ropa, recogió piezas de rompecabezas, utensilios de un juego de té en miniatura, los miembros amputados de muñecas de plástico. Por último, reparó las patas de la mesa del comedor, sujetándolas con un surtido de clavos y tornillos que encontró en el fondo de un cajón de la cocina. La única habitación que no tocó fue el estudio de Dimaggio. No le apetecía volver a abrir la puerta, pero aunque hubiese deseado entrar allí, no habría sabido qué hacer con todos los trastos. Le quedaba poco tiempo ya y no habría podido terminar el trabajo.

Sabía que debía marcharse. Lillian había dejado claro que no quería que estuviera en la casa cuando ella volviese, pero en lugar de coger el coche e ir a buscar un motel, volvió al cuarto de estar, se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá. Sólo quería descansar unos minutos, estaba cansado por todo el trabajo que había hecho y le parecía que no había nada de malo en quedarse un rato más. A las diez, sin embargo, aún no se había dirigido a la puerta. Sabía que contrariar a Lillian podía ser peligroso, pero la idea de salir por la noche le llenaba de temor. En la casa se sentía seguro, más seguro que en ninguna parte, y aunque no tenía derecho a tomarse esta libertad, sospechaba que no sería mala cosa que al entrar le encontrase allí. Se quedaría sorprendida, tal vez, pero al mismo tiempo esto afirmaría una cuestión importante, la única cuestión que era preciso dejar bien sentada. Ella vería que no había forma de librarse de él, que él era ya un hecho ineludible en su vida. Dependiendo de cómo respondiera, él podría juzgar si lo había entendido así o no.

Su plan era fingir que dormía cuando ella llegase. Pero Lillian volvió tarde, mucho después de la hora que había mencionado aquella mañana, y para entonces los ojos de Sachs se habían cerrado contra su voluntad y estaba dormido de verdad. Fue un desliz imperdonable -estaba despatarrado en el sofá con todas las luces encendidas-, pero al final no pareció tener gran importancia. El ruido de una puerta al cerrarse le sobresaltó a la una y media y lo primero que vio fue a Lillian de pie en la puerta con Maria en los brazos. Sus ojos se encontraron, y durante un instante una sonrisa cruzó por sus labios. Luego, sin decirle una palabra, subió la escalera con su hija. Él supuso que volvería a bajar después de meter a Maria en la cama, pero al igual que había ocurrido con otras muchas suposiciones que había hecho en aquella casa, se equivocó. Oyó que Lillian entraba en el cuarto de baño del piso de arriba y se lavaba los dientes y luego, al cabo de un rato, siguió el sonido de sus pasos cuando entró en su dormitorio y encendió la televisión. El volumen estaba bajo y lo único que distinguía era un murmullo de voces, un ruido sordo de música que hacia vibrar las paredes. Se sentó en el sofá, plenamente consciente ahora, suponiendo que bajaría en cualquier momento para hablar con él. Esperó diez minutos, luego veinte, luego media hora, y al final la televisión se calló. Después de eso esperó otros veinte minutos y como ella no había bajado aún, comprendió que no tenía intención de hablar con él, que ya se había dormido. Era un triunfo en cierto modo, pensó, pero ahora que había pasado, no estaba completamente seguro de cómo interpretar la victoria. Apagó las lámparas del cuarto de estar, se acostó de nuevo en el sofá y se quedó allí tumbado en la oscuridad con los ojos abiertos, escuchando el silencio de la casa.

Después de eso no se habló más de que se trasladara a un motel. El sofá del cuarto de estar se convirtió en la cama de Sachs y empezó a dormir allí todas las noches. Todos lo dieron por sentado y ni siquiera se mencionó nunca el hecho de que ahora él pertenecía a la casa. Era algo natural, un fenómeno tan poco digno de ser comentado como un árbol o una piedra o una partícula de polvo en el aire. Eso era precisamente lo que Sachs esperó desde el principio, y sin embargo su papel entre ellas nunca estuvo claramente definido. Todo se había organizado de acuerdo con un entendimiento secreto e inexpresado, y él sabia instintivamente que seria un error preguntarle a Lillian qué quería de él. Tenía que averiguarlo él solo, encontrar su sitio basándose en los indicios y gestos más pequeños, en los comentarios y evasivas más inexcrutables. No era que temiese lo que pudiera suceder si cometía una equivocación (aunque nunca dudó de que la situación pudiera volverse en su contra, de que ella pudiera cumplir su amenaza y llamar a la policía), sino que más bien quería que su conducta fuera ejemplar. Esa era en primer lugar la razón por la que había ido a California: para reinventar su vida, para encarnar una idea de bondad que le permitiera tener una relación completamente diferente consigo mismo. Pero Lillian era el instrumento que había elegido y sólo a través de ella podría lograrse esta transformación. Lo había concebido como un viaje, como una larga travesía por las tinieblas de su alma, pero ahora que se encontraba en camino, no estaba seguro de viajar en la dirección correcta.

Tal vez no habría sido tan duro para él si Lillian hubiese sido otra persona, pero el esfuerzo de dormir bajo el mismo techo que ella todas las noches le tenía en permanente desequilibrio. Después de sólo dos días, se asustó al descubrir lo desesperadamente que deseaba tocarla. Se dio cuenta de que el problema no era su belleza, sino el hecho de que su belleza era la única parte de sí misma que ella le permitía conocer. Si hubiese sido algo menos intransigente, menos reacia a tratarle de una forma directamente personal, él habría tenido algo más en que pensar y el hechizo del deseo tal vez se habría roto. Pero ella se negaba a revelarse ante él, lo cual significaba que nunca se convirtió en algo más que un objeto, algo más que la totalidad de su yo físico, y ese yo físico tenía un tremendo poder: deslumbraba y asaltaba, aceleraba el pulso, echaba abajo cualquier resolución elevada. No era ésta la clase de lucha para la que Sachs se había preparado. No encajaba en absoluto en el esquema que tan cuidadosamente había trazado en su cabeza. Ahora su cuerpo se había sumado a la ecuación, y lo que antes le había parecido sencillo se había transformado en una maraña de estrategias febriles y motivaciones clandestinas.

A ella le ocultó todo esto. Dadas las circunstancias, su único recurso era responder a su indiferencia con una calma inalterable, fingir que estaba satisfecho con que las cosas estuvieran de aquel modo. Adoptaba una actitud alegre cuando estaba con ella; se mostraba imperturbable, amistoso, acomodaticio; sonreía de vez en cuando; nunca se quejaba. Puesto que sabía que ella ya estaba en guardia, que ya había sospechado que sus sentimientos eran aquellos de los que ahora se sentía culpable, era especialmente importante que nunca le pillara mirándola de la forma en que deseaba mirarla. Una sola mirada le habría destruido, especialmente con una mujer tan experta como Lillian. Durante toda su vida los hombres la habían mirado fijamente y sería sumamente sensible a sus miradas, al menor indicio de intención en sus ojos. Esto le producía una tensión casi insoportable siempre que ella estaba cerca, pero aguantaba valientemente y nunca abandonaba la esperanza. No le pedía nada, no esperaba nada de ella y rezaba para llegar a vencerla por agotamiento. Esa era la única arma que tenía a su disposición y la sacaba siempre que tenía la oportunidad. Se humillaba ante ella con ese propósito, con tan apasionada abnegación que su misma debilidad se convertía en una especie de fuerza.

Durante los primeros doce o quince días ella apenas le dirigió la palabra. Él no tenía ni idea de qué hacía durante sus largas y frecuentes ausencias de la casa y, aunque hubiese dado casi cualquier cosa por averiguarlo, nunca se atrevió a preguntárselo. La discreción era más importante que el conocimiento, pensaba, y antes que correr el riesgo de ofenderla, prefería guardarse su curiosidad y esperar a ver lo que pasaba. Casi todas las mañanas ella salía de casa a las nueve o las diez, a veces regresaba por la tarde y otras veces no volvía hasta muy tarde, bien pasada la medianoche. A veces salía por la mañana, regresaba a casa por la tarde para cambiarse de ropa y luego desaparecía durante el resto de la noche. En dos o tres ocasiones no volvió hasta la semana siguiente. Entonces entraba en la casa, se cambiaba de ropa y volvía a marcharse rápidamente. Sachs suponía que pasaba las noches en compañía de algún hombre -tal vez siempre el mismo, tal vez diferentes hombres-, pero era imposible saber adónde iba durante el día. Parecía probable que tuviese alguna clase de trabajo, pero eso era sólo una suposición. Que él supiera, también podía pasar las horas dando vueltas en el coche, yendo al cine, o a la orilla del mar mirando las olas.

A pesar de estas idas y venidas, Lillian nunca dejaba de decirle cuándo volvería. Lo hacía más por Maria que por él y, aunque sólo daba una hora aproximada (“Volveré tarde”, “Hasta mañana por la mañana”), esto le ayudaba a organizar su tiempo y a evitar que la casa cayera en un estado de confusión. Estando Lillian fuera tan a menudo, la tarea de cuidar a Maria recaía casi toda en Sachs. Ese era el giro más extraño de todos, porque por muy seca y distante que ella fuera cuando estaban juntos, el hecho de que Lillian no vacilara en dejarle al cuidado de su hija demostraba que ya confiaba en él, tal vez más de lo que ella misma sabía. Sachs trataba de encontrar consuelo en esta paradoja. Nunca dudó de que en algún sentido ella se estaba aprovechando de él -cargando sus responsabilidades en un primo voluntario-, pero en otro sentido el mensaje parecía bastante claro: se sentía segura con él, sabia que no estaba allí para hacerle daño.

Maria se convirtió en su compañera, su premio de consolación, su infalible recompensa. Le preparaba el desayuno todas las mañanas, la acompañaba al colegio, la recogía por la tarde, le cepillaba el pelo, la bañaba, la metía en la cama por la noche. Eran éstos placeres que él no podía haber imaginado, y a medida que el lugar que él ocupaba en la rutina de la niña se hacía más sólido, el afecto entre ellos se hacía más profundo. Antes Lillian le encargaba a una mujer que vivía en la misma manzana el cuidado de Maria, pero aunque Mrs. Santiago era amable, tenía una familia numerosa y raras veces le hacía mucho caso a Maria excepto cuando alguno de sus hijos se metía con ella. Dos días después de que Sachs se instalara en la casa, Maria anunció solemnemente que no volvería jamás a casa de Mrs. Santiago. Prefería la forma en que él se ocupaba de ella, dijo, y si no le molestaba demasiado, pasaría su tiempo con él. Sachs le dijo que estaría encantado. Iban andando por la calle, de vuelta del colegio, y un momento después de darle esa respuesta sintió que su manita le agarraba el pulgar. Continuaron andando en silencio durante medio minuto y luego Maria se detuvo y dijo:

– Además, Mrs. Santiago tiene sus propios hijos, y tú no tienes niños, ¿verdad?

Sachs ya le había dicho que no tenía hijos, pero negó con la cabeza para indicarle que su razonamiento era correcto.

– No es justo que alguien tenga demasiados y otra persona esté completamente sola, ¿verdad? -continuó Maria. De nuevo Sachs negó con la cabeza y no la interrumpió-. Creo que esto está bien -dijo ella-. Ahora tú me tendrás a mí y Mrs. Santiago tendrá sus propios hijos, así todo el mundo estará contento.

El primer lunes alquiló un apartado de correos en la estafeta de Berkeley para tener una dirección, devolvió el Plymouth a la sucursal más próxima de la agencia de coches y se compró un Buick Skylark de nueve años por menos de mil dólares. El martes y el miércoles abrió once cuentas de ahorros en distintos bancos de la ciudad. Temía depositar todo el dinero en el mismo sitio, y abrir múltiples cuentas parecía más prudente que entrar en alguna parte con ciento cincuenta mil dólares en billetes. Además, llamaría menos la atención cuando sacara el dinero para sus pagos diarios a Lillian. Mantendría su negocio en permanente rotación y eso evitaría que alguno de los cajeros o directores de banco llegase a conocerle bastante bien. Al principio pensó en visitar un banco distinto cada once días, pero cuando descubrió que para retirar mil dólares se necesitaba una firma especial del director, empezó a ir a dos bancos diferentes cada mañana y a utilizar los cajeros automáticos, que desembolsaban un máximo de quinientos dólares por operación. Eso ascendía a retiradas semanales de quinientos dólares en cada banco, una suma insignificante de acuerdo con cualquier criterio. Era una solución eficaz y además prefería introducir su tarjeta de plástico en la ranura y apretar unos botones que tener que hablar con una persona.

De todos modos, los primeros días fueron duros para él. Sospechaba que el dinero que había encontrado en el coche de Dimaggio era robado; lo cual podía significar que los números de serie de los billetes habían sido transmitidos por ordenador a los bancos de todo el país. Pero, obligado a elegir entre correr ese riesgo o guardar el dinero en la casa, había decidido lo primero. Era demasiado pronto para saber si se podía fiar de Lillian, y dejar el dinero debajo de sus narices no sería la forma más inteligente de averiguarlo. En cada banco al que iba esperaba que el director mirase el dinero, se excusase un momento y regresase al despacho con un policía detrás, pero nada de eso sucedió. Los hombres y las mujeres que abrieron sus cuentas fueron sumamente corteses. Contaron su dinero con una veloz destreza de robot, sonrieron, le dieron la mano y le dijeron que estaban encantados de tenerle como cliente. Como bonificación por empezar con depósitos iniciales superiores a los diez mil dólares, recibió cinco tostadores, cuatro radio-relojes, un televisor portátil y una bandera americana.

Al principio de la segunda semana sus días seguían ya una pauta regular. Después de llevar a Maria al colegio volvía andando a casa, fregaba los platos del desayuno y a continuación se dirigía en coche a dos bancos de su lista. Una vez realizadas las retiradas (con alguna ocasional visita a un tercer banco con el fin de sacar dinero para él), se iba a uno de los cafés de Telegraph Avenue, se instalaba en un rincón tranquilo y pasaba una hora bebiendo cappuccinos mientras lela el San Francisco Chronicle y el New York Times. Ambos periódicos informaban sorprendentemente poco respecto al caso. El Times había dejado de hablar de la muerte de Dimaggio incluso antes de que Sachs se fuera de Nueva York y, exceptuando una breve entrevista con un capitán de la policía de Vermont, no volvieron a publicar nada más. En cuanto al Chronicle, también parecía estar cansándose del asunto. Después de una racha de artículos acerca del movimiento ecológico y los Hijos del Planeta (todos ellos escritos por Tom Mueller), dejaron de mencionar el nombre de Dimaggio. Sachs se sintió aliviado por ello, pero aunque la presión hubiese disminuido, nunca se atrevió a suponer que no pudiera volver a aumentar. Durante toda su estancia en California continuó examinando los periódicos todas las mañanas. Se convirtió en su religión privada, su forma de oración diaria. Repasa los periódicos y contén el aliento. Asegúrate de que no te están siguiendo. Asegúrate de que puedes seguir viviendo otras veinticuatro horas.

El resto de la mañana y las primeras horas de la tarde las dedicaba a tareas prácticas. Como cualquier otra ama de casa americana, hacia la compra, limpiaba, llevaba la ropa sucia a la lavandería, se preocupaba de comprar la marca adecuada de mantequilla de cacahuete para el almuerzo que la niña se llevaba al colegio. Los días que le sobraba tiempo se detenía en la juguetería del barrio antes de recoger a Maria. Se presentaba en el colegio con muñecas y cintas para el pelo, con cuentos y lápices de colores, con yoyós, chicle y pendientes adhesivos. No lo hacía para sobornarla. Era una simple muestra de afecto, y cuanto más la conocía más en serio se tomaba el trabajo de hacerla feliz. Sachs nunca había pasado mucho tiempo con niños, y le asombró descubrir cuánto esfuerzo implicaba cuidarlos. Fue preciso un enorme ajuste interior, pero una vez que se adaptó al ritmo de las demandas de Maria, empezó a recibirlas con alegría, a disfrutar del esfuerzo en sí mismo. Incluso cuando ella no estaba le mantenía ocupado. Era un remedio contra la soledad, una forma de aliviar la pesada carga de tener que pensar siempre en sí mismo. Cada día ponía mil dólares en el congelador. Los billetes estaban guardados en una bolsa de plástico para protegerlos de la humedad, y cada vez que Sachs añadía un nuevo plazo, comprobaba si ella había retirado parte del dinero. No habla tocado ni un solo billete. Pasaron dos semanas y la suma continuaba incrementándose mil dólares al día. Sachs no tenía ni idea de cómo interpretar ese desapego, ese extraño desinterés por lo que le había dado. ¿Significaba que no quería participar de ello, que se negaba a aceptar sus condiciones? ¿O le estaba diciendo que el dinero no era importante, que no tenía nada que ver con su decisión de permitirle vivir en la casa? Ambas interpretaciones tenían sentido, y por lo tanto se anulaban la una a la otra y él no tenía forma de entender lo que estaba sucediendo en la mente de Lillian, de descifrar los hechos con los que se enfrentaba.

Ni siquiera su creciente intimidad con Maria parecía afectar a Lillian. No provocaba ataques de celos ni sonrisas de aliento. Ninguna respuesta que él pudiera medir. Entraba en casa mientras él y la niña estaban acurrucados en el sofá leyendo un libro, o tirados en el suelo dibujando, o preparando una fiesta para las muñecas, y lo único que hacía era decir hola, darle un beso mecánico a su hija en la mejilla y luego subir a su cuarto, donde se cambiaba de ropa para volver a salir. No era más que un espectro, una hermosa aparición que entraba y salía de casa a intervalos irregulares sin dejar rastro. Sachs pensaba que ella tenía que saber lo que estaba haciendo, que tenía que haber una razón para aquel enigmático comportamiento, pero ninguna de las razones que se le ocurrían le satisfacía. Como máximo, llegó a la conclusión de que ella le estaba poniendo a prueba, provocándole con aquel juego del escondite para ver cuánto tiempo podría soportarlo, quería saber si él se derrumbaría, quería saber si su voluntad era tan fuerte como la de ella.

Luego, sin ninguna causa aparente, todo cambió de repente. Una tarde a mediados de la tercera semana, Lillian entró en casa con una bolsa de comestibles y anunció que se iba a hacer cargo de la cena aquella noche. Estaba de excelente humor, gastaba bromas y parloteaba de una forma ágil y divertida, y la diferencia en su actitud era tan grande, tan desconcertante, que la única explicación que Sachs pudo encontrar era que había tomado alguna droga. Hasta entonces nunca se habían sentado los tres juntos a comer, pero Lillian no parecía darse cuenta del extraordinario adelanto que aquella cena representaba. Sacó a Sachs de la cocina a empujones y trabajó sin cesar durante las siguientes dos horas preparando lo que resultó ser un delicioso guiso de verduras y cordero. Sachs estaba impresionado, pero dado todo lo que había precedido a aquella actuación, no estaba dispuesto a aceptarla sin más. Podía ser una trampa, un truco para hacerle bajar la guardia, y aunque lo que más deseaba era seguirle la corriente, dejarse llevar por el flujo de la alegría de Lillian, no conseguía hacerlo. Estaba rígido y torpe, le faltaban las palabras, y el aire despreocupado que tanto se había esforzado en adoptar con ella le abandonó de repente. Lillian y Maria mantuvieron la conversación, y al cabo de un rato él era poco más que un observador, una presencia agria que acechaba en los márgenes de la fiesta. Se odió por actuar de aquella manera y cuando rechazó un segundo vaso de vino que Lillian estaba a punto de servirle, empezó a pensar en si mismo con asco, como en un estúpido total.

– No te preocupes -dijo ella mientras le servía el vino de todas formas-. No voy a morderte.

– Eso ya lo sé -contestó Sachs-. Es sólo que pensaba…

Antes de que pudiera terminar la frase Lillian le interrumpió:

– No pienses tanto -dijo-. Bébete el vino y disfrútalo. Te sentará bien.

Al día siguiente, sin embargo, fue como si nada de esto hubiese sucedido. Lillian se marchó de casa temprano, no regresó hasta la mañana siguiente y durante el resto de la semana continuó brillando por su ausencia casi siempre. Sachs se sentía aturdido por la confusión. Incluso sus dudas eran ahora motivo de duda, y poco a poco sintió que se hundía bajo el peso de la terrible aventura. Quizá debería haber escuchado a Maria Turner. Quizá no tenía derecho a estar allí y debería hacer sus maletas y marcharse. Una noche, durante varias horas, incluso jugó con la idea de entregarse a la policía. Así, por lo menos terminaría la agonía. En lugar de tirar el dinero en una persona que no lo quería, quizá debería emplearlo en contratar a un abogado, quizá debería empezar a pensar en cómo evitar ir a la cárcel.

Luego, menos de una hora después de pensar esto, todo se alteró de nuevo. Era entre las doce y la una de la noche y Sachs se estaba quedando dormido en el sofá del cuarto de estar. Oyó pasos en el piso de arriba. Se figuró que Maria iba al cuarto de baño, pero justo cuando estaba a punto de dormirse otra vez, oyó que alguien bajaba por la escalera. Antes de que se pudiera apartar la manta y ponerse de pie, encendieron la lámpara del cuarto de estar y su cama improvisada quedó inundada por la luz. Automáticamente se tapó los ojos y cuando se obligó a abrirlos un segundo después vio a Lillian sentada en la butaca en frente del sofá, tapada con su albornoz.

– Tenemos que hablar -dijo.

Él estudió su cara en silencio mientras ella sacaba un cigarrillo del bolsillo del albornoz y lo encendía con una cerilla. La seguridad en sí misma y la ostentosa pose de las últimas semanas habían desaparecido, e incluso su voz sonaba vacilante, más vulnerable de lo que lo había sido nunca. Dejó las cerillas en la mesita baja que había entre ellos. Sachs siguió el movimiento de su mano, luego echó una ojeada a las palabras escritas en el sobre de cerillas, momentáneamente distraído por las letras verde chillón impresas sobre un fondo rosa. Resultó ser el anuncio de un teléfono erótico y justo entonces, en uno de esos espontáneos relámpagos de intuición, se le ocurrió que nada carecía de significado, que todo en el mundo estaba relacionado con todo.

– He decidido que no quiero que sigas considerándome un monstruo -dijo Lillian.

Ésas fueron las palabras con las que inició la conversación, y durante las siguientes dos horas le contó más acerca de si misma que durante todas las semanas anteriores, hablándole de un modo que erosionó gradualmente los sentimientos que había albergado contra ella. No era que ella se disculpase por nada, no era que él se apresurase a creer lo que decía, pero poco a poco, a pesar de su cautela y suspicacia, Sachs comprendió que ella no estaba en mejor situación que él, que la había hecho tan desgraciada como ella a él.

Tardó un rato, sin embargo. Al principio supuso que sólo era un número, otra estratagema para mantenerle con los nervios de punta. En el torbellino de insensateces que le asaltó, incluso consiguió convencerse de que ella sabía que él estaba planeando huir; como si pudiese leer sus pensamientos, como si hubiese entrado en su cerebro y le hubiese oído pensar. No había bajado para hacer las paces con él. Había bajado para ablandarle, para asegurarse de que no levantara el campo antes de haberle dado todo el dinero. Para entonces Sachs estaba al borde del delirio, y si Lillian no hubiese mencionado el dinero, él nunca hubiese sabido hasta qué punto la había juzgado mal. Ése fue el momento en que la conversación dio un giro. Ella empezó a hablar del dinero, y lo que dijo se parecía tan poco a lo que él esperaba, que de repente se sintió avergonzado, lo bastante avergonzado como para empezar a escucharla de verdad.

– Me has dado ya cerca de treinta mil dólares -dijo ella-. Continúa entrando, más y más cada día, y cuanto más dinero hay, más me asusta. No sé cuánto tiempo piensas continuar con esto, pero treinta mil dólares es suficiente. Es más que suficiente, y creo que deberíamos parar antes de que las cosas se nos vayan de las manos.

– No podemos parar -se encontró Sachs diciéndole-. No hemos hecho más que empezar.

– No estoy segura de que pueda soportarlo más.

– Puedes soportarlo. Eres la persona más dura que he visto en mi vida, Lillian. Con tal que no te preocupes, puedes soportarlo perfectamente.

– No soy dura. No soy dura ni soy buena, y cuando llegues a conocerme, desearás no haber puesto nunca los pies en esta casa.

– El dinero no tiene nada que ver con la bondad. Tiene que ver con la justicia, y si la justicia significa algo, tiene que ser igual para todos, tanto si son buenos como si no.

Entonces ella empezó a llorar, mirándole fijamente y dejando que las lágrimas corriesen por sus mejillas, sin tocarlas, como si no quisiese reconocer que estaban allí. Era una forma orgullosa de llorar, pensó Sachs, a la vez una revelación de congoja y una negativa a someterse a ella, y la respetó por dominarse tan bien. Mientras las ignorase, mientras no se las secara, esas lágrimas no la humillarían.

A partir de ese momento, Lillian habló casi todo el tiempo, fumando sin parar mientras sostenía un largo monólogo de arrepentimientos y autorrecriminaciones. A Sachs le resultó difícil seguir buena parte del mismo, pero no se atrevía a interrumpirla, temiendo que una palabra equivocada o una pregunta inoportuna la hicieran detenerse. Ella divagó durante un rato sobre un hombre que se llamaba Frank, luego habló de otro que se llamaba Terry y luego, un momento más tarde, estaba repasando los últimos años de su matrimonio con Dimaggio. Eso la llevó a una historia acerca de la policía (la cual al parecer la había interrogado después de que el cadáver de Dimaggio fuese descubierto), pero antes de haber terminado eso, le estaba contando su plan de mudarse, de marcharse de California y empezar de nuevo en algún otro sitio. Estaba bastante decidida a hacerlo cuando él apareció en su puerta y todo se vino abajo. Ya no era capaz de pensar, no sabía si iba o venía. Él esperó que continuara un poco más con eso, pero entonces pasó al tema del trabajo, alardeando de cómo se había defendido sin Dimaggio. Tenía permiso para ejercer como masajista, le contó, y también trabajaba como modelo para los catálogos de los grandes almacenes, y en conjunto había conseguido mantener la cabeza fuera del agua. Pero entonces, muy bruscamente, desechó el tema con un ademán como si careciese de importancia y empezó a llorar otra vez.

– Todo saldrá bien -dijo Sachs-, ya lo verás. Todo lo malo ha quedado atrás. Lo que pasa es que todavía no te has dado cuenta.

Fue el comentario indicado y puso fin a la conversación con una nota positiva. No se había resuelto nada, pero Lillian pareció aliviada por su comentario, conmovida por su intento de animarla. Cuando le dio un rápido abrazo de agradecimiento antes de irse a la cama, él resistió la tentación de estrecharla con más fuerza de la que debiera. No obstante, fue un momento exquisito para él, un momento de verdadero e innegable contacto. Sintió su cuerpo desnudo bajo el albornoz, la besó suavemente en la mejilla y comprendió que estaban de nuevo en el punto de partida, que todo lo que había ocurrido hasta aquel momento había quedado borrado.

A la mañana siguiente, Lillian salió de casa a la misma hora de siempre, desapareciendo mientras Sachs y Maria iban camino del colegio. Pero esta vez había una nota en la cocina cuando regresó, un breve mensaje que parecía alentar sus más locas e improbables esperanzas. “Gracias por lo de anoche”, decía. “XXX.” Le gustó que hubiese usado el símbolo de los besos en lugar de firmar. Aunque la hubiese puesto allí con la más inocente de las intenciones -como un acto reflejo, como una variante del saludo tradicional-, la triple X también sugería otras cosas. Era el mismo código para el sexo que había visto en el sobrecito de cerillas la noche anterior, y le excitó imaginar que ella lo hubiese hecho a propósito, que hubiese utilizado esos símbolos en lugar de su nombre con el fin de introducir esa asociación en su mente.

Fortalecido por esta nota, hizo algo que sabía que no debería haber hecho. Ya en el momento en que lo hacía comprendió que era un error, que estaba empezando a perder la cabeza, pero ya no era capaz de detenerse. Después de terminar sus rondas de la mañana, buscó la dirección del centro de masajes donde Lillian le había dicho que trabajaba. Estaba en Shattuck Avenue, en la zona norte de Berkeley, y sin siquiera molestarse en pedir una cita se metió en el coche y se dirigió allí. Quería sorprendería, entrar sin haber sido anunciado y saludarla muy despreocupadamente, como si fueran viejos amigos. Si ella estaba libre en ese momento, le pediría un masaje. Eso le proporcionaría una excusa legítima para que ella le tocara de nuevo, e incluso mientras saboreaba el contacto de sus manos sobre su piel podría calmar su conciencia diciéndose que la estaba ayudando a ganarse la vida. Nunca me han dado un masaje profesional, le diría, y quería saber cómo era. Encontró el lugar sin dificultad, pero cuando entró y le preguntó por Lillian Stern a la mujer del mostrador recibió una respuesta glacial.

– Lillian Stern me dejó plantada la primavera pasada -dijo la mujer- y no ha vuelto a aparecer por aquí.

Era lo último que esperaba y salió de allí sintiéndose traicionado, abrasado por la mentira que ella le había dicho. Lillian no acudió a casa aquella noche, y él casi se alegró de quedarse solo, de ahorrarse la incomodidad de tener que verla. No había nada que decir, después de todo. Si le mencionaba dónde había estado aquella tarde, su secreto sería descubierto y eso destruiría cualquier posibilidad que aún tuviera con ella. A la larga, tal vez había sido una suerte pasar por aquello entonces y no más tarde. Tendría que ser más cuidadoso con sus sentimientos, se dijo. Se acabaron los gestos impulsivos, se acabaron los arranques de entusiasmo. Era una lección que necesitaba aprender, y esperaba no olvidarla.

Pero la olvidó. Y no sólo con el tiempo, sino al día siguiente. Una vez más, había ya anochecido. Una vez más, él ya había acostado a Maria y estaba acampado en el sofá de la sala, aún despierto esta vez, leyendo uno de los libros de Lillian sobre la reencarnación. Le horrorizó que a ella pudiera interesarle semejante charlatanería y continuó leyéndolo con una especie de sarcasmo vengativo, estudiando cada página como si fuera un testamento de la estupidez de ella, de la asombrosa superficialidad de su mente. Era una ignorante, una descerebrada mezcla de manías e ideas incompletas. ¿Cómo podía esperar que una persona así le entendiera, que asimilara la décima parte de lo que él estaba haciendo? Pero luego, justo cuando estaba a punto de cerrar el libro y apagar la luz, Lillian entró por la puerta principal, la cara arrebolada por el alcohol, con el vestido negro más ajustado y escueto que él había visto nunca, y no pudo evitar sonreír al verla. Era así de arrebatadora. Era así de guapa y, ahora que estaba de pie en la habitación con él, Sachs no podía apartar los ojos de ella.

– Hola, chico -dijo ella-. ¿Me has echado de menos?

– Sin cesar -dijo él-. Desde el último minuto que te vi hasta ahora mismo.

Pronunció la frase con suficiente arrojo como para que sonara a broma, a burla jocosa, pero la verdad era que lo decía en serio.

– Estupendo. Porque yo también te he echado de menos.

Ella se detuvo delante de la mesita baja, soltó una risita y luego dio una vuelta completa con los brazos extendidos como una modelo, girando hábilmente sobre la punta de sus pies.

– ¿Qué te parece mi vestido? -preguntó-. Seiscientos dólares en una rebaja. Un auténtico chollo,¿no crees?

– Valía hasta el último centavo. Y es justo el tamaño adecuado. Si fuera un poco más pequeño, la imaginación no tendría nada que hacer. Casi no lo llevarías cuando te lo pusieras.

– Ésa es la idea. Sencillo y seductor.

– No estoy seguro de que sea sencillo. Lo otro sí, pero decididamente no es sencillo.

– Pero tampoco ordinario.

– No, en absoluto. Está demasiado bien hecho para serlo.

– Estupendo. Alguien me dijo que era ordinario y quería conocer tu opinión antes de quitármelo.

– ¿Quieres decir que el desfile de modelos se ha terminado?

– Por completo. Se está haciendo tarde y no puedes esperar que una mujer de mi edad se pase toda la noche de pie.

– Mala suerte. Justo cuando estaba empezando a disfrutarlo.

– Eres un poco lerdo a veces, ¿no?

– Probablemente. En general se me dan bien las cosas complicadas, pero las cosas sencillas tienden a confundirme.

– Como quitar un vestido, supongo. Si tardas un poco más, voy a tener que quitármelo yo misma. Y eso no tendría tanta gracia, ¿verdad?

– No, no la tendría. Sobre todo porque no parece muy difícil. No hay botones ni corchetes con los que aturullarse, ni cremalleras que se enganchen. Basta con tirar desde abajo y sacarlo.

– O empezar por arriba e irlo bajando. La elección es suya, Mr. Sachs.

Al momento se sentó a su lado en el sofá y un instante después el vestido cayó al suelo. Lillian le acometió con una mezcla de furia y picardía, atacando su cuerpo en breves y jadeantes arranques, y él no hizo nada para detenerla. Sachs sabía que estaba borracha, pero aunque sólo fuera un accidente, aunque sólo fuese el alcohol y el aburrimiento lo que la había empujado a sus brazos, estaba dispuesto a aceptarlo. Tal vez nunca tuviera otra oportunidad, se dijo, y después de cuatro semanas de esperar que ocurriera precisamente aquello, habría sido inimaginable que la rechazara.

Hicieron el amor en el sofá y luego hicieron el amor en la cama de Lillian, e incluso después de que se le pasara el efecto del alcohol, ella siguió mostrándose tan ardiente como lo habla estado en los primeros momentos, ofreciéndose a él con un abandono y una concentración que anulaban cualquier resto de duda que él pudiera tener. Le arrastró, le vació, le destrozó. Y lo más notable fue que por la mañana temprano, cuando se despertaron y se encontraron en la cama, la emprendieron de nuevo, y esta vez, con la pálida luz extendiéndose por los rincones de la pequeña habitación, ella le dijo que le quería, y Sachs, que en ese momento la miraba a los ojos, no vio nada en ellos que le impidiera creerla.

Era imposible saber qué había sucedido, y él nunca encontró el valor necesario para preguntarlo. Simplemente se dejó llevar, flotando en una ola de inexplicable felicidad, sin desear nada más que estar exactamente donde estaba. De la noche a la mañana él y Lillian se habían convertido en una pareja. Ella se quedaba en casa con él durante el día, compartiendo las tareas domésticas, asumiendo de nuevo sus responsabilidades de madre de Maria, y cada vez que él la miraba era como si ella repitiese lo que le había dicho aquella primera mañana en la cama. Pasó una semana y, cuando menos probable parecía que ella se retractara, más llegó él a aceptar lo que estaba sucediendo. Durante varios días seguidos llevó a Lillian de compras, colmándola de vestidos y de zapatos, ropa interior de seda, pendientes de rubíes y un hilo de perlas. Disfrutaron de buenos restaurantes y vinos caros, charlaron, hicieron planes, follaron interminablemente. Era demasiado bueno para ser cierto, tal vez, pero entonces él ya no era capaz de distinguir qué era bueno y qué era cierto. En realidad, ya no era capaz de pensar en nada.

No hay forma de saber cuánto tiempo podría haber durado aquello. Si hubiesen estado los dos solos, tal vez habrían conseguido hacer algo con aquella explosión sexual, aquella historia de amor disparatada y absolutamente increíble. A pesar de sus implicaciones demoniacas, es posible que Sachs y Lillian hubiesen podido instalarse en alguna parte y tener una vida real juntos. Pero tropezaron con otras realidades, y menos de dos semanas después de que empezase esta nueva vida, ya estaba siendo cuestionada. Se habían enamorado, quizá, pero también habían alterado el equilibrio de la casa, y a la pequeña Maria no la hacía nada feliz el cambio. Había recuperado a su madre, pero también había perdido algo, y desde su punto de vista esta pérdida debía de parecer el derrumbamiento de un mundo. Durante casi un mes, ella y Sachs habían vivido juntos en una especie de paraíso. Había sido el único objeto de su afecto y él la había mimado y contemplado como nadie lo había hecho nunca. Ahora, sin una sola palabra de advertencia, él la había abandonado. Se había trasladado a la cama de su madre y en lugar de quedarse en casa y hacerle compañía, la dejaba con niñeras y salía todas las noches. Se sentía agraviada por todo ello. Le guardaba rencor a su madre por haberse interpuesto entre ellos y le guardaba rencor a Sachs por abandonarla, y después de soportarlo durante tres o cuatro días, la obediente y afectuosa Maria se convirtió en un horror, en una pequeña máquina de malos humores, pataletas y lágrimas de rabia.

El segundo domingo Sachs propuso una excursión familiar a la Rosaleda de Berkeley Hills. Por una vez, Maria parecía de buen humor y, después de que Lillian cogiese un edredón viejo del armario de arriba, los tres se metieron en el Buick y se fueron al otro extremo de la ciudad. Todo fue bien durante la primera hora. Sachs y Lillian se tumbaron sobre el edredón, Maria jugó en los columpios y el sol desvaneció las últimas nieblas de la mañana. Ni siquiera cuando Maria se golpeó la cabeza en una barra de las estructuras metálicas un poco más tarde, parecía haber algún motivo de alarma. Acudió corriendo hacia ellos llorando, igual que hubiera hecho cualquier otro niño, y Lillian la abrazó y la calmó, besándole la marca roja en la sien con especial cuidado y ternura. Era una buena medicina, pensó Sachs, el tratamiento tradicional, pero en este caso surtió poco o ningún efecto. Maria siguió llorando, negándose a dejarse consolar por su madre y, aunque la herida no era más que un arañazo, se quejaba vehementemente, sollozando con tanta fuerza que casi se ahogaba. Impertérrita, Lillian la abrazó de nuevo, pero esta vez Maria la rechazó, acusándola de apretarla demasiado fuerte. Sachs vio el agravio en los ojos de Lillian cuando sucedió esto. Y luego, cuando Maria la apartó de un empujón, también un relámpago de cólera. De repente parecían estar al borde de una crisis total. Un vendedor de helados había detenido su carrito a unos quince metros del edredón, y Sachs, pensando que esto podía ser una distracción útil, le ofreció a Maria comprarle un cucurucho. Hará que te sientas mejor, le dijo, sonriendo lo más comprensivamente que pudo, y luego corrió hacia la sombrilla multicolor aparcada en el sendero un poco más abajo de donde estaban ellos. Resultó que se podía elegir entre dieciséis sabores diferentes. No sabiendo cuál escoger, se decidió por una combinación de pistacho y tutifruti. Aunque no fuera más que eso, pensó, el sonido de las palabras le haría gracia. Aunque sus lágrimas habían disminuido cuando regresó Maria miró las bolas de helado verde con desconfianza, y cuando él le alargó el cucurucho y ella lo probó, armó un escándalo espantoso. Hizo una mueca terrible, escupió el helado como si fuera veneno y afirmó que era “asqueroso”. Esto llevó a otro ataque de sollozos y luego, cuando su furia fue en aumento, cogió el helado en la mano derecha y se lo arrojó a Sachs. Le dio de lleno en el estómago, manchándole toda la camisa. Mientras él miraba el desaguisado, Lillian corrió hacia donde estaba Maria y la abofeteó.

– ¡Estúpida mocosa! -chilló-. ¡Miserable y desagradecida mocosa! ¡Te mataré! ¿Te enteras? ¡Te mataré aquí mismo delante de toda esta gente!

Y luego, antes de que Maria tuviese tiempo de levantar las manos y protegerse la cara, volvió a abofetearla.

– ¡Basta! -dijo Sachs. Su voz era dura, traslucía espanto y cólera, y durante un momento estuvo tentado de tirar a Lillian al suelo de un empujón-. No te atrevas a ponerle una mano encima a la niña.

– Vete a la mierda -dijo ella, tan enfadada como él-. Es mi hija y haré con ella lo que me dé la real gana.

– Nada de pegarle, no lo consentiré.

– Si se lo merece, le pegaré. Y nadie va a impedírmelo. Ni siquiera tú, listillo.

La cosa empeoró antes de mejorar. Sachs y Lillian se insultaron durante los siguientes diez minutos, y si no hubiesen estado en un lugar público, discutiendo delante de varias docenas de espectadores, Dios sabe hasta dónde habrían llegado. Dadas las circunstancias, finalmente se controlaron y frenaron su mal humor. Cada uno pidió disculpas al otro, se besaron e hicieron las paces, y no se volvió a hablar del asunto durante el resto de la tarde. Los tres fueron al cine y luego a cenar a un restaurante chino, y cuando volvieron a casa y metieron a Maria en la cama, el incidente estaba prácticamente olvidado. O eso creían. En realidad ésa fue la primera señal de fatalidad, y desde el momento en que Lillian abofeteó a Maria hasta el momento en que Sachs se marchó de Berkeley cinco semanas después, nada volvió a ser igual para ellos.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Variedad de béisbol que se juega con una pelota blanda (N. de la T.)

  2. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a>Weird significa raro, misterioso. (N. de la T.)