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Un antiguo mural

En el grabado que guardaba entre mis notas y que más de una vez me había propuesto describir en mi proyectada narración, como patria secreta de mis presentimientos y presunciones, con la esperanza de que mi talento y facultades dieran para tanto, se veía un dulce paisaje arcádico, un calvero situado al pie de una sucesión de colinas que se diluían en el infinito, con escasos arbustos, hierbas sedosas, flores, olivos de ramaje revuelto por el vendaval y robles contrahechos, en suma, una estimable reproducción del antiguo mural que, años atrás, durante un viaje a Italia, había tenido ocasión de admirar con toda la magnificencia de su audaz colorido y considerables proporciones, que presenta el paisaje en el momento en que la aurora, lentamente, surge del mar para alumbrar a los humanos y hace brillar con delicados resplandores las gotas de rocío prendidas de las briznas de hierba y de las hojas; cae el rocío, la quietud es total, el viento descansa, es la hora que quisiéramos eterna; aunque la noche ya ha puesto su huevo de plata, Eros, hijo del dios del viento según ciertas leyendas, aún no ha salido de él, aún está todo como antes, aún no ha tenido lugar lo que podríamos llamar evento, es el momento inmediatamente anterior, pero ya se ha realizado el noble acto de la fecundación y concepción, en el que los dos poderosos elementos primordiales, el viento impetuoso y la oscuridad de la noche, han copulado, porque todavía no hay sombras, aún estamos en el umbral del «después», ¡es la mañana primigenia!, y por ello este momento extraordinario no puede compararse, ni siquiera como contrapunto, con aquel otro en el que Helios desaparece por el horizonte con su carro y sus caballos, y todos los seres vivos, poseídos por la angustia de lo efímero, tratan de dar alcance al sol que se va, ¡todo, menos permanecer aquí!, ¡eso, no!, y lo persiguen alargando sus sombras hasta el infinito, y, con el dolor de la despedida, se tiñen de un rojo de sangre y relucen como el oro; pero en este momento matinal todo aparece muerto, inerte, pálido, gris, sale de la oscuridad con apenas un frío fulgor de plata, y si antes hablé de colorido audaz es sólo porque éste ya no es el tono plata de la noche, que absorbe con avidez los colores del mundo y los disuelve en un fulgor metálico y único, no, ahora todo lo que existe ha recibido ya el color que le corresponde, pero en germen, los colores no viven aún, el cuerpo desnudo de Pan, que descansa en el centro geométrico del cuadro con fastuosa sensualidad, resplandece con un bronceado opulento, mientras el modesto carnero que yace a sus pies tiene la piel de un blanco agrisado, como le corresponde, la hierba es verde cardenillo, el roble, verde botella, la piedra tiene una blancura inmaculada, las tenues vestiduras de las tres ninfas son de seda turquesa, verde aceituna y rojo púrpura; aunque, como ellas están inmóviles en esta frontera entre la noche y el día, bañada de rocío, porque ya han terminado el último movimiento de su noche pero todavía no han iniciado el primero de su día, así también los colores de sus ropajes y sus cuerpos son simples siluetas sin sombra, lo mismo que los colores de los árboles, las hierbas y las piedras, que tampoco proyectan sombras, y si ellas, situadas en la frontera entre el fin y el principio, nada tienen que las una -y es que cada una mira en una dirección, por lo que el cuadro, incluso en nuestra pequeña reproducción da sensación de gran amplitud-, tampoco los colores tienen relación entre sí, el rojo es rojo por sí mismo, el azul es azul porque es azul y no porque el verde sea verde, como si el pintor del cuadro, en su ignorancia bárbara y simplificadora, hubiera captado el momento de la creación o, simplemente, retratado con escrupulosa minuciosidad el carácter de una mañana de verano en la que el ser humano, sin saber por qué, se despierta sobresaltado, abandona su lecho caliente y oscuro y, ya que está despierto, decide ir a hacer sus necesidades, pero al salir afuera se siente envuelto en un silencio impresionante en el que ni la gota de rocío cae, para no turbar la calma, y aunque él sabe que el sol, con su luz cálida y amarilla, no tardará en fundir esta rigidez mortal y hacer renacer las cosas a la vida, de nada le sirven su conocimiento y su experiencia frente al silencio de la no existencia, y si hasta ahora había buscado la muerte a tientas en la oscuridad de la noche o en las sombras del día, ahora la descubre de pronto ante sí y, anonadado, no acierta ni a expulsar del cuerpo su orina caliente, en este instante de palidez y de color que hasta ahora había pasado durmiendo, caliente y feliz, en el seno de los dioses.

Quizá ni siquiera fuera Pan el que estaba sentado en la piedra, ya que, a pesar de mis extensos y meticulosos estudios, no había podido averiguarlo con certeza, y era posible que mi lámina representara, por ejemplo, a Hermes, no al padre sino al hijo, ¡y que no habría diferencia! -si así fuera, las ninfas no serían compañeras de juegos amorosos sino la misma diosa-madre-, porque todos los detalles del cuadro, por nimios que fueran, tenían una ambigüedad que interrogaba y afirmaba a la vez, por lo que llegué a suponer, y en el fondo era esta suposición lo que me excitaba, que el pintor quizá había mezclado deliberadamente las claves, representando al padre donde había querido representar hijo o, viceversa, pintando al hijo con intención de plasmar al padre en su juventud y presentando a la madre como la amante de ambos; la del manto verde aceituna que, a la derecha del cuadro, con la cabeza inclinada y los ojos brillantes de atención, sigue el movimiento de sus dedos en las cuerdas de la lira, parece bastante mayor que el desnudo mancebo, afirmación que debemos aventurar aun cuando, por un lado, temamos que, ansiosos de corroborar nuestra suposición, nos hemos dejado engañar por nuestros ojos, y, ñor otro, sepamos muy bien que los dioses no tienen edad, lo cual, evidentemente, por lo que se refiere a las ninfas, no es del todo exacto, ya que ellas, según la tradición, poseen un grado de inmortalidad que es proporcional a su proximidad a lo divino, porque también las hay mortales: inmortales son las ninfas del mar, lo mismo que el mar, pero no las náyades de las fuentes y, menos aún, las ninfas de los prados, los bosques y los árboles, especialmente, las que habitan en los robles, que mueren cuando muere el árbol; y si, siguiendo los confusos indicios de nuestro pintor, tratáramos de deducir su edad por su cara -el dedo pulsa la cuerda más alejada de la lira, su mirada mide las distancias con exactitud, quiere arrancar al instrumento un leve glissando-, no tenemos más que recordar la antigua fórmula para calcular la edad, según la cual la corneja vive lo que cuatro hombres; el ciervo, lo que cuatro cornejas; el cuervo, lo que tres ciervos; nueve vidas de cuervo tiene la palmera, y las ninfas, las hijas de Zeus dotadas de hermosa cabellera, pueden alcanzar la edad de diez palmeras; quizá ella anduviera por el sexto cuervo y, si me parecía mayor que el muchacho, no es porque hubiera calculado su edad según la escala de los humanos ni descubierto en su cara ni la más pequeña arruga, sino porque parecía adornada con la sabiduría de la maternidad, que no poseían las otras dos, más próximas a la edad del muchacho, por no decir de su misma edad, y que no parecían conocer aquel estado de dicha que se halla más allá del dolor; no sabría decir por qué, pero me parecía que también el cuello que asomaba de los hondos pliegues del manto recogido sobre el hombro daba un indicio de la edad, y qué cuello el que se erguía bajo el cabello castaño oscuro recogido en un moño flojo que sujetaba una cinta plateada, quizá resultaba tan fascinador aquel cuello porque unos rizos rebeldes que se retorcían en la nuca acentuaban su desnudez, y es que ya se sabe que es la mezcla de vestidura y desnudez lo que nos seduce; y, si osara describir la nuca de la ninfa, sin duda evocaría la impresión que me causó la nuca de mi prometida, imagen que yo conservaba, ¿que conservaba?, ¡que veneraba!, cuando, mirando juntos un álbum, ella se inclina para examinar un detalle del grabado y yo, al ver su perfil, siento el deseo de inclinarme, posar los labios en su nuca y acariciar con mis besos su piel tersa para sentir su calor y su perfume mientras mi boca sube hasta la raíz del pelo, algo que me impiden hacer el decoro y la buena educación.

Y después, cuando la mañana ya ha dorado la última plata de la noche, ¡ah, cómo me gustaría poder cantar con frases semejantes las antiguas auroras! Los dedos empiezan a tañer las cuerdas, suenan dulces acordes y ella se dispone a saludar con su lira al sol cuyos rayos ya calientan el roble que ahora proyecta una sombra amable.

Huelga decir que a su espalda tenía un roble, retorcido, viejo a nuestros ojos, quizá herido por un rayo hacía mucho tiempo, porque parecía mutilado en cierto modo, ya que el viento había arrancado sus ramas secas y en su lugar habían nacido pequeños haces de brotes tiernos, y esta circunstancia me reafirmó no sólo en mi suposición de que ella tenía que ser muy vieja sino que indicaba bien a las claras que no era otra que la ninfa del roble; la que esta mañana tañe las cuerdas de la lira no es otra que Driopé, de la que sabemos que, con la belleza de su esbelta figura y la nobleza de sus rasgos, despertó tan gran pasión en el dios Hermes, que apacentaba sus corderos en los prados de Arcadia, que el enamorado dios la persiguió durante mucho tiempo -digamos de paso que esta persecución sólo puede considerarse larga si la calculamos a escala humana, ya que duró tres vidas de hombre, lo que no es más que una tercera parte de la vida de la corneja- hasta que su amor fructificó esplendorosamente, lo cual no es un caso excepcional, desde luego; podríamos agregar que la ninfa que, como su nombre indica, es la criatura femenina merced a la cual el hombre se convierte en nymphios, es decir, el que ha alcanzado su condición de hombre, esto es, de esposo, se limitó a desempeñar su papel, mientras que el dios cumplía como tal, y aquel al que la bella Driopé trajo al mundo de los inmortales por este amor no podía ser medido con el patrón al que estaba acostumbrada su pobre madre-niña, mortal, servicial y casi humana.

Desde luego, nada más lejos de nuestra intención que afirmar que Driopé fuera una criatura pusilánime, frágil o asustadiza, ya que nos consta que era alta, de fuerte osamenta y se la describe dotada de extremidades robustas, y cuando los dioses o los hombres la perseguían con sus requerimientos amorosos, ella no siempre huía, sino que a veces se encaraba con ellos; entonces permanecía firme, como si hubiera echado raíces, fuerte como un roble, resoplaba, enseñaba los dientes, golpeaba con fuerza y hasta hubiera mordido, y cuando se despojaba de su manto verde para lavarse el sudor en una fuente fresca, en sus muslos, endurecidos por la carrera y en sus bien torneados brazos se transparentaban fuertes músculos bajo la piel color de perla, también el pecho tenía firme, redondo y en su sitio, pero el clítoris, según se descubriría en el momento de la consumación, tenía, para aumentar su placer, el tamaño del falo de un niño recién despierto, por lo que no es de extrañar que el dios deseara suavizar esta rudeza, domesticar la fiereza y convertir la dureza en ternura; y no obstante, cuando, después de cortar con los dientes el cordón umbilical, ella contempló el fruto de su amor que entreabría los ojos, berreaba, reía y pataleaba entre sus muslos sobre la placenta, no pudo reprimir un grito de horror propio de una tierna doncella y escondió el rostro entre las manos, pero ¿cómo iba a saber ella que no había razón para asustarse, que había alumbrado a un dios? ¡Y cómo iba a saber ella que lo que estaba viendo era lo que tenía que ver!, porque era como si, en lugar de rendirse a las ansias del alegre Hermes, hubiera yacido con un carnero hediondo, pues el recién nacido tenía la cabeza cubierta de un pelo largo y duro y, de su frente, del lugar en que en los hombres y en los dioses el hueso forma dos ligeras elevaciones, asomaban unos cuernecillos curvados, y sus pies, ¡qué espanto!, no tenían planta sino pezuñas, sonrosadas y blandas todavía, pero ya se sabe que con los años se endurecen espantosamente, baten el suelo, sacan chispas de las piedras y se vuelven negras.

Driopé, horrorizada del fruto de su cuerpo, se levantó y se fue corriendo.

Aquí termina su historia, no sabemos qué fue de ella, si quisiéramos saber más, tendríamos que poner a trabajar nuestra imaginación.

Lo que sabemos es que Hermes encontró a su hijo en la hierba y que no sólo no le sorprendió su aspecto sino que le encantó; porque el chico ya se sostenía sobre sus pies, mejor dicho, sus pezuñas, se revolcaba riendo, daba volteretas, se bañaba en el rocío deleitándose con el roce de la hierba, perseguía a las avispas y las moscas, arrancaba y mordisqueaba los pétalos de las flores, golpeaba con los cuernos, aún blandos, las peñas y los troncos, con lo que el dolor apenas le cosquilleaba en el cuerpo, y hasta se divirtió haciendo pipí en una mariposa y caca en la cabeza de una serpiente; como puede verse, su naturaleza funcionaba perfectamente, por lo que no es de extrañar que su padre se sintiera orgulloso y, puesto que a los padres les falta tiempo para tratar de ver repetida su propia historia en sus hijos, Hermes recordó la mañana de su propio nacimiento, cuando la dulce Maya lo alumbró y lo puso en la cuna, y él, aprovechando un momento de descuido, se bajó de la cuna, salió de la cueva, se hizo una lira con el caparazón de una tortuga y se fue a correr mundo, y, cuando las orejas de los caballos de Helios desaparecieron tras el resplandor purpúreo del horizonte -naturalmente, conocemos la fecha exacta, era el anochecer del cuarto día del mes lunar-, mató dos bueyes sin más armas que sus manos, los desolló, inventó rápidamente el fuego para asar la carne, robó después toda una manada para ocultar su travesura y volvió a la cuna; pero ahora se puso al pequeño sobre los hombros y, lo mismo que Apolo había hecho con él, subió a presentarlo a los dioses, para que se alegraran con él.

Dionisos fue el que más se alegró de la llegada del neófito, al que inmediatamente se impuso el nombre de Pan, palabra que, en la lengua de los inmortales, significa todo, el Todo, porque, o mucho nos equivocamos, o los dioses vieron condensado en él este concepto.

Muchas eran en el cuadro las señales que indicaban que el mozo que presidía la escena era Pan: con una mano se lleva a los labios un Caramillo, símbolo inconfundible de su identidad, con el que, según la leyenda, hace bailar a las ninfas por la noche y despierta a la mañana; según unas versiones, es un dios irascible y petulante, que se enfada si se le molesta mientras duerme la siesta a la sombra del roble, según otras, es el más amable de los dioses, alegre, benévolo, juguetón, fecundo y amante de la algazara, la música y el barullo; no obstante, no podía sustraerme a la duda de que quizá aquél no fuera el poderoso dios fálico, pero ¿qué otro dios podía ser? Parecía imposible hallar respuesta satisfactoria a esta pregunta, y es que no sólo sostenía en la otra mano una vara con hojas, la vara que, según la leyenda, Hermes recibió de Apolo a cambio de su lira, sino que no tenía el cuerpo peludo, ni cuernos, ni pezuñas, a no ser que el hermoso carnero que, cual perro guardián, yacía a sus pies simbolizara todo lo que faltaba en su cuerpo, representado con imagen de hombre; de sobra sabemos que hay artistas que se empeñan en hermosear lo que es perfecto en su fealdad, porque se resisten a pintar con pelo, pezuñas y cuernos a quien lleva el nombre del «Todo», lo cual, desde luego, sólo puede atribuirse a la ridícula debilidad humana, y no me parece imposible, aunque no me corresponda a mí denunciarlo, que, a causa de esta risible debilidad, el pintor se esforzara por embellecer la historia de los dioses, a trueque de confundirnos a todos; porque, si no es seguro que se trate de Hermes, ¿qué pinta la dichosa vara?, ¿y el caramillo? Todo era muy desconcertante y sin duda no me hubiera demorado tanto en esta cuestión de no ser porque el esclarecimiento del enigma estaba íntimamente relacionado con los preparativos de mi proyectada narración, yo reflexionaba, indagaba, jugaba con las diversas posibilidades, ensayaba e iba retrasando el comienzo de la labor porque tenía miedo de hincar el hacha en el tronco de una tarea tan difícil, porque, tan pronto como me parecía factible inclinarme por una solución o la otra, surgía una idea nueva, como la de que quizá en realidad no fuera ni Pan ni Hermes, sino el mismo Apolo, del que dice la leyenda que también se había enamorado de Driopé y la había perseguido, como es de rigor; pero como la bella doncella del roble, muy sensatamente, rechazó sus galanteos, el ardiente Apolo se convirtió en tortuga, a fin de poder acercarse a las retozonas ninfas; Driopé arrimó a su hermoso pecho la pequeña tortuga que, al instante, se convirtió en serpiente y la poseyó debajo del manto; pero la burbuja de esta idea no tardó en estallar, porque, de ser así, ¿cómo hubiera llegado la lira a manos de Driopé, si ya hemos dicho que Hermes la fabricó la mañana de su nacimiento, cuando salió de la cueva, episodio que no ocurrió sino algún tiempo después?

Mi pregunta hubiera quedado sin respuesta y mis suposiciones no hubieran pasado de suposiciones de no haberme llamado la atención la actitud de las otras dos ninfas, las que estaban a la izquierda del grabado; una de ellas, al igual que el joven de piel morena, estaba sentada en una piedra blanca, con un manto rojo púrpura, un tamboril en el regazo y los palillos en las manos, pero le faltaba la cara, se había saltado la pintura de la pared; por la posición de su cuerpo, sin embargo, se adivinaba que, cuando tenía cara, miraba hacia adelante; ella es la que mira hacia el exterior del cuadro, la que nos mira a nosotros y, dondequiera que nos situemos, nos sigue con una mirada quizá severa, quizá bondadosa o quizá tierna, pero, más que la ninfa sin cara, me intrigó la otra, la del manto turquesa que está inmediatamente detrás de ella, porque ella era de toda la escena la única que mostraba interés por el joven al que antes me he aventurado a llamar pan, era la más hermosa de las tres, con mejillas redondas, frente serena, pelo rubio y rizado recogido por una guirnalda y figura frágil y delicada, adelanta un poco una cadera y tiene las manos a la espalda, en señal de reposo, abandono y confianza, en sus enormes ojos castaños, dulces y un poco tristes, hay una melancólica añoranza, ¡y sin embargo…! A punto estuve de lanzar un grito de alegría al hacer el descubrimiento, acababa de darme cuenta de que la misma melancolía se reflejaba en los ojos del joven que, no obstante, miraba en otra dirección, al parecer, ajeno a las miradas de deseo que se posaban en su pecho, él miraba fuera del cuadro por encima del hombro de Driopé, la musa que tocaba la lira, y, como la dirección de su mirada no podía en modo alguno ser fruto de un capricho o casualidad, era indudable que estaba mirando a alguien que le miraba a su vez; alguien al que no se veía porque no estaba en el calvero sino entre los árboles del bosque.

A mí me interesaba, sobre todo, el bosque en el que este amor imposible podía hacerse posible y, aunque no se consumara, era este amor lo que yo deseaba describir.

Pero volvamos al cuadro, a ver si, a la luz de lo que ahora sigue, consigo aclarar por qué me preocupaba tanto esta escena, a pesar de que no tenía intención de mencionar siquiera el fresco ni a los personajes representados en él; ahora me pareció reconocer a Salmakis en la figura de la ninfa que se retira a segundo término, y este nombre, que echó más leña al fuego de mis emociones -porque me parecía la clave para resolver el enigma-, me trajo a la memoria una tercera historia no menos complicada, estamos en el buen camino, pensé, satisfecho, y es que Hermes, como es bien sabido, tuvo otro hijo, designación dudosa, quizá, para una criatura fruto del amor entre Hermes y Afrodita, si más no, porque ambos, según ciertas genealogías, son hermanos, hijos de Urano -el cielo nocturno- y Hemera -la luz del día-, y, por si no fuera bastante, hermanos gemelos; también sé que su nacimiento se produjo al cuarto día del mes lunar y, por lo tanto, en el fruto de su amor se mezclaron en idéntica proporción los rasgos faciales de ambos, así como sus cualidades físicas y psíquicas, al igual lúe dos caudalosos arroyos mezclan sus aguas impetuosas, ¡quién ha de poder entonces distinguir un agua de la otra! así, en el niño, se Mezclaron en igual medida las propiedades que nosotros llamamos femeninas y las masculinas y que en ciertos dioses se aunan armoniosamente, y, para hacer inconfundible esta divina mezcla de hembra y varón, la criatura recibió un nombre compuesto por el de Hermes, su padre y Afrodita, su madre.

Ya se sospechará a quién me refiero: sí, el recién nacido era Hermafrodita, al que, inmediatamente después de su nacimiento, Afrodita confió a las ninfas del monte Ida que lo criaron con esmero, pero, apenas repuestos de nuestra consternación -¡otra madre que abandona a su hijo!-, tenemos que reconocer que en un dios es natural esta conducta, cada uno de ellos es un todo en sí mismo, ésta es una cualidad común a todos ellos, podríamos decir que los dioses eran ya unos demócratas natos; pero volvamos a la historia de Hermafrodita; cuando creció era tanta su hermosura que muchos lo confundían con el mismo Eros y estaban convencidos de que Eros también era fruto de los ijares de Hermes y el vientre de Afrodita, lo cual parece poco probable; a los quince años empezó su deambular, viajó por toda el Asia Menor y, fiel a su instinto, se embelesaba con todas las aguas dondequiera que las encontrara, hasta que en Caria, junto a un hermoso manantial, conoció a Salmakis.

En este punto se complica también nuestra tercera historia, porque de ella existen versiones distintas que ponen de manifiesto cómo el paso del tiempo oscurece los hechos, lo cual sin duda es consustancial con la naturaleza de las leyendas, a las que la memoria de los hombres pone límites, pero, si no nos equivocamos en nuestras deducciones, podríamos suponer que el claro manantial formaba un pequeño estanque en el lugar en el que brotaba de la tierra y que Salmakis, la del manto turquesa, se miraba en el espejo de sus aguas mientras peinaba su cabellera, pero cuando había desenredado los nudos de la noche y ya la recogía, no se sintió satisfecha o quizá algo turbó su reflejo en el agua, porque soltó sus cabellos y empezó a peinarlos de nuevo, y así una vez y otra, hoy de una persona que se pasa la vida peinándose diríamos que está loca, pero a una ninfa no se le pueden reprochar estas cosas.

Y, al igual que en cualquier encuentro trascendental entre humanos, también en éste la primera mirada, el descubrimiento del otro, la sorpresa, es lo de menos, un hecho apenas perceptible, ¡y no por azar!, porque en lo sucesivo dos seres hechos el uno para el otro y reunidos por los dioses se reconocerán el uno en el otro y precisamente este reconocimiento hará que no sientan la necesidad de hacer lo que es habitual en las relaciones cotidianas, es decir, salir de sí mismos, mirar al exterior y, movidos por la presencia del otro, cruzar el linde de la propia personalidad, no, en este caso, las dos personalidades pueden fundirse en una sola espontáneamente, aquí no existen las habituales barreras, y después, al mirar atrás hacia este momento cuya importancia ya reconocerán, tendrán la extraña sensación de no haber percibido, no haber percibido en absoluto, lo que en realidad habían sentido claramente, y así ocurrió en este caso divino: Hermafrodita contemplaba el agua y le pareció que Salmakis, que se miraba en ella para peinarse, no era sino otro de los atributos de aquellas aguas que le encantaban, un detalle que él estaba viendo, sí, pero ¡cuántas cosas se reflejaban en el agua!, el cielo, las peñas, las lentas nubes blancas, los espesos juncos de la orilla, y Salmakis, a su vez, que contemplaba su propio rostro mientras se peinaba, lo distinguió como una de tantas imágenes que ella percibía, bajo el reflejo de su cara, de sus brazos desnudos y del peine reluciente, los destellos plateados de los peces que nadaban ondulando las aletas, y las doradas estrías de la arena del fondo del estanque: para ella, la aparición de Hermafrodita en el espejo tuvo el mismo efecto que la de una araña acuática que, rozando apenas con sus largas patas la superficie del agua, estremeció con minúsculas ondas el reflejo de su cara; en aquel momento, Hermafrodita no pensaba en nada, sólo estaba triste, infinitamente triste, tan triste como siempre; ahora bien, la tristeza nos impide reflexionar profundamente sobre las cosas, porque a él la creación no sólo le había otorgado íntegramente lo que a nosotros nos adjudica de modo parcial, sino que, además, le había dotado de deseos, pero no le había sido concedido gozar de las pequeñas y dulces alegrías de satisfacerlos, porque cada uno de sus anhelos encerraba ya en sí mismo su propia satisfacción, podríamos decir que la creación le había negado la normal satisfacción porque él mismo era la satisfacción de la creación, y de ahí su tristeza, aquella tristeza infinita que a mí, no obstante, me reafirmaba en mi suposición de que en aquel grabado yo no estaba viendo a Hermes ni a Pan que, como es bien sabido, son alegres y audaces y tampoco en Apolo se observa propensión a la tristeza, que con el mismo afán seducía a diosas que a divinos efebos, a ninfas que a pastores, y del que no conocemos ni un solo lance en el que él no supiera con exactitud cómo resolver los problemas de la dicotomía sexual; no, la tristeza era rasgo exclusivo de Hermafrodita, decidí, insólita peculiaridad del que ahora se halla en el momento culminante de su existencia, el momento en el que la sorprendida Salmakis, sin apartar la mirada de su reflejo, deja caer el peine en el regazo; aún no se miran cara a cara, pero se ven, y es posible que Salmakis creyera reconocer a Eros en el recién llegado, lo que habría de prestarse a un cúmulo de malas interpretaciones en posteriores narraciones, quizá pensara que era la hermosa faz de Eros la que se deslizaba sobre la suya como una araña acuática, y Salmakis, a pesar de ser una especie de marisabidilla mitológica, era sin duda lo bastante complaciente como para enamorarse de él en el acto, pero en aquel momento no importaban el cómo ni el porqué, un reflejo se superponía al otro, ojo sobre ojo, nariz sobre nariz, boca sobre boca, frente sobre frente, y el triste Hermafrodita sintió lo que nunca había sentido, ¡los labios de ambos gustaban la voluptuosidad divina!, y conoció lo que experimenta cualquier mortal que se entrega a otro, ¡imagina!, y mientras el mundo queda en suspenso, parece que estalla una tormenta, que relampaguea y truena, que las rocas se precipitan al mar, ¡imagina!, ¡qué voluptuosidad cuando todo un dios reconocido se sale de sus propios límites!, y entonces Salmakis perdió su reflejo y Hermafrodita perdió el agua, los dos perdieron aquello para lo que fueron creados y por ello no debe sorprendernos que no permanecieran unidos más que nosotros, los mortales, a pesar de que la leyenda nos habla de un amor perfecto.

Al llegar a este punto traté de hacer un resumen de todo lo que sabía y todo lo que ignoraba acerca del hermoso y misterioso joven que, por encima del hombro de Driopé, miraba a alguien con anhelo, mientras Salmakis lo miraba a él con el mismo sentimiento, y comprendí que ninguno de ellos lograría a la persona deseada, ¡aun siendo dioses!, pero ¿qué significado tiene todo ello?, ¡como si estuviera permitido hacer semejantes preguntas! Yo me sentía tan desconcertado por mis propios sentimientos como parecían estarlo las figuras del grabado por sí mismas y por las demás; en la mirada de Salmakis tenía yo que reconocer, clara y directamente, sin amaneramiento ni artificio, la mirada de Helene, mi prometida, cuando, anhelante, triste y comprensiva, trata de identificarse con mis pensamientos y emociones, mientras yo, el condenado, el maldito, el incapaz de amar, a pesar de amarla tanto, al igual que el joven del grabado con el que por cierto no puedo compararme en belleza, no la miro a ella, y no es sólo que no le agradezca su amor sino que incluso me pone nervioso, me repele, me irrita, y no la miro porque miro a otra persona, ¡otra persona, naturalmente!, y hasta puedo permitirme la arrogante afirmación de que esa otra persona me atrae con más fuerza que el amor tangible de Helene, porque promete conducirme no al puerto de un entrañable idilio familiar, sino a la ciénaga de mis instintos, una selva, un infierno poblado de fieras salvajes, un lugar desconocido que siempre nos atrae más que lo conocido, lo previsible y aprehensible, pero, al contemplar mi confusión sentimental, también hubiera podido acordarme de otra historia que no afectaba mi vida de modo menos brutal e inmediato, ¡dejémonos ya de mitologías!, de una mujer hermosa y fragante cuyo nombre debo silenciar, para salvaguardar su reputación, aquella mujer que, contra mi voluntad, mal que me pesara, era el eje de mi vida secreta, inapelablemente hermosa y arisca, tal como suele representarse al destino en las modernas estampas seudoclásicas y que me recuerda a Driopé, que no pudo corresponder a mi encendido amor porque estaba enamorada del hombre al que de modo deliberadamente equívoco, califico en mis «Memorias» de paternal amigo, ocultando su verdadera identidad bajo el nombre supuesto de Claus Diestenweg, entre otras razones, porque me proponía relatar que él no amaba a esta mujer con la misma fuerza con que hubiera podido amarla yo, y que en realidad ni siquiera la amaba a ella sino a mí, y me deseaba con una pasión tan ciega que cedía a las ardorosas demandas de la mujer sólo para percibir, de rechazo, algo del amor que yo sentía por ella, para gozar en ella de lo que yo le negaba, amándome a mí en la mujer, y yo, para poder acercarme a ella, estaba obligado a tratarlo, por lo menos, como amigo, a quererlo como a un padre, con la esperanza de descubrir, a través de él, cómo tenía yo que ser para que ella me amara a mí solo; esta historia ocurrió siendo yo muy joven, empezó cuando llegué a Berlín, después del horrendo crimen y suicidio de mi padre, y duró hasta que otra terrible tragedia, que no consiguió extinguir los efectos de la anterior, deshizo el triángulo; y entonces, como yo carecía del valor y de la fuerza necesarios para morir, tuve que empezar otra vida, ¡y qué árida, qué vacía, qué aburguesadamente aburrida, qué mediocre y qué falsa era esta nueva vida! Pero, pensaba yo, ¿podía una catástrofe semejante, una irreversible catástrofe humana como ésta, podía una tan espantosa conmoción frente a lo inalcanzable, ser el proceso por el que el hombre logra acercarse a lo que de divino hay en él?, ¿ha de ser todo tragedia y sólo tragedia? Así pues, ¿es inútil este cúmulo de material, notas, ideas, papeles y pensamientos? Después de la tragedia nos miramos en los dioses, pero nosotros no somos dioses, ni mucho menos, y por consiguiente tan incapaz me siento de decir quién es el galán del grabado y de explicar por qué me interesa todo esto como de adivinar cómo habría de superar yo algo que sólo los dioses pueden superar.

A pesar de todo, no podía olvidarme del grabado.

Como el que, para resolver un misterio, debe considerar no sólo las pruebas concluyentes sino también factores adversos, yo debatía conmigo mismo diciéndome que, en efecto, el personaje era tan hermoso como Eros, su belleza me cautivaba, pero no era Eros, y, aunque estaba triste como Hermafrodita, no podía ser éste, porque sostenía en las manos el caramillo de Pan y la vara de Hermes, no obstante, agregaba, aportando un nuevo argumento para el enigma, mientras contemplaba complacido su falo, dibujado con el primoroso trazo de una miniatura, Pan no podía ser, porque el potente dios fálico nunca es representado en postura tan indecorosa, con los muslos abiertos y en posición frontal, ¡nunca!, siempre lo vemos de lado o en una postura que oculta el miembro a la mirada; y es lógico, porque desde la punta de los cuernos hasta las pezuñas es el falo personificado, por ello sería absurdo y hasta ridículo que alguien quisiera decidir, con mediocre criterio humano, si hay que representar el falo grande o pequeño, moreno o blanco, delgado o grueso, o decidir si debe colgar flácido junto a los testículos o erguirse como una maza encarnada; el de mi grabado era un apéndice pequeño y delicado, inocente como el de un recién nacido, suave y sin vello como el resto del cuerpo, de piel tersa y reluciente de ungüento, y cuando ya nada más podía sopesar, porque no había en el grabado detalle que no hubiera examinado minuciosamente a simple vista y con la lupa, ni alusiones que no hubiera tratado de aclarar con ayuda de textos bien documentados, sustrayéndolas a la oscuridad de mi ignorancia y falta de erudición, y cuando al fin comprendí que me era completamente indiferente quién estuviera representado en aquella pintura, y que no era la historia lo que me interesaba -las leyendas de Apolo, Hermes, Pan y Hermafrodita se confundían en mi cabeza lo mismo que todo lo que yo tenía el propósito de contar de mí mismo, y bien está que así sea-, ni me interesaban sus cuerpos ilusorios sino la circunstancia de que el objeto de mi proyectada narración parecía idéntico al tema de la pintura y que quizá donde mejor podría apreciarse este tema fuera en sus miradas, las miradas que, si bien objetivamente se fijan en el cuerpo, trascienden de lo meramente corpóreo, pero, sea como fuere, para poder hablar de eso, yo tenía que situarme en el lugar hacia el que miraba el muchacho, hacia el que miro también yo, el bosque, para ver quién está allí, entre los árboles, a quién ama él tan desesperadamente, mientras otra criatura le ama a él con igual desesperación, ¿y por qué tiene que ser así?, ¿por qué? -con lo que volveríamos al punto de partida-; yo no podía, pues, dar mayor calado a las sin duda banales preguntas de mi vida, con ayuda de unos frescos de la Antigüedad, no hay manera, así que mejor dejarlo y hablar a cara descubierta de lo que nos atañe, de nuestro propio cuerpo y nuestras propias miradas, este mero pensamiento me hacía estremecerme, pero entonces, de pronto, descubrí algo para lo que hasta aquel momento había estado ciego, algo que en vano había buscado mirando con lupa las pantorrillas, los dedos de los pies, los brazos, la boca, los ojos y la frente del muchacho, comprobado con la regla la dirección de su mirada y hasta tratado de determinar con complicados cálculos el lugar en el que se hallaba aquel ser misterioso, sencillamente, no me había dado cuenta de que no eran dos rizos de pelo lo que tenía en la frente sino dos cuernecillos, así que teníamos delante a Pan, con toda seguridad y sin lugar a dudas, sólo que a mí había dejado de interesarme este dato.

Y también el bosque.

Cuando, al anochecer, me situaba en la ventana de mi alojamiento de la Weissenburgstrasse fingiendo ante mí mismo una cierta abstracción y preparado para esconderme detrás de la cortina, a fin de no tener que avergonzarme de estar espiando, y poder presenciar con tranquilidad una escena que tenía lugar dos veces a la semana, me sentía presa de la misma trémula excitación que me estremecía cuando examinaba la lámina, porque, al igual que en un relato clásico, por más que éste presente las historias humanas de forma abstracta y sublimadas en grado superlativo, la hora y el lugar de la acción se indican con toda exactitud, y así era en mi pequeña escena callejera, para la que no sólo estaba señalada la hora, el anochecer, sino también los días de la semana: martes y viernes; también puntualmente sentía yo la excitación en la garganta, el estómago y la región del pubis; ni siquiera sé qué cuadro era más importante para mí, si el fresco clásico, o el real y vivo que podía ver a través del cristal de la ventana, aunque, de todos modos, hubiera querido empezar mi narración con esta escena, pero excluyendo al observador y sus sentimientos creativos, comparables a la exaltación amorosa, es decir, no presentar la historia como si fuera observada por alguien, sino directamente, en su secuencia natural, tal como se producía repetidamente; llega el carro; en la cercana Wörther Platz ya están encendidos los faroles de gas, pero el farolero aún tiene que dar la vuelta a toda la plaza abriendo los globos y subiendo las llamas azules y amarillas con su vara ahorquillada antes de llegar a nuestra calle, no obstante, aún no estaba oscuro, aún no había acabado de despedirse la luz del día cuando el carro cerrado pintado de blanco se detenía junto al bordillo, bajo los plátanos, frente a la puerta del sótano de la carnicería de enfrente, y un joven carretero saltaba del pescante después de arrojar las riendas sobre la reluciente y gastada palanca del freno; en el invierno o cuando soplaba viento frío, con un movimiento rápido, sacaba dos mantas grises de debajo del asiento y tapaba con ellas a los caballos, para que no se les enfriara el sudor mientras se desarrollaba la escena, pero cuando hacía calor, en otoño, en primavera y en verano, cuando la luz del crepúsculo se filtraba entre los árboles y el aire tibio resbalaba por los tejados oscuros de los modestos bloques de pisos, esta operación se suprimía, hacía restallar el látigo en sus botas y lo colgaba junto a las riendas; entonces ya estaban las tres mujeres en la acera, al lado del carro, y cuando yo, desde el cuarto piso, a la sombra del alero las miraba, el carro me tapaba sus garridas figuras; un momento antes, sus cabezas habían surgido, una tras otra, por la empinada escalera que subía de las profundidades del sótano; de las tres, una era más robusta, aunque no gruesa, la madre que, por lo menos desde esta distancia, parecía poco mayor que sus dos hijas, hubiera podido pasar por la hermana mayor de las gemelas, que eran tan parecidas que se las confundía y sólo viéndolas de cerca era posible distinguirlas por el color del pelo, que una tenía rubio ceniza y la otra, un poco más oscuro, con reflejos cobrizos, pero los ojos, azules y un poco vacuos, en sus caras redondas y blancas, eran idénticos, yo las conocía sólo de vista, nunca había entrado en las frías entrañas de la tienda de baldosas blancas, a veces las veía en la calle, a la hora del almuerzo, mientras paseaban del brazo por la plaza, moviendo las faldas al unísono con su contoneo de caderas, o cuando lanzaba una mirada furtiva a través de los barrotes de la ventana de la tienda y ellas estaban detrás del mostrador como dos diosas sanguinarias, con las mangas de la blusa subidas hasta el codo, cortando carnes rojas; por la buena de frau Hübner, mi patrona, que también guisaba para mí y les compraba el embutido y la carne, sabía de ellas todo lo que los comadreos podían revelar, aunque yo no pensaba utilizar en mi narración ninguno de los detalles personales conocidos en el barrio, a mí me interesaba mucho más el mero desarrollo de la escena, digamos, su coreografía muda y la interesante trama de relaciones que descubría.

El carro procedía del gran matadero de la Eldenaer Strasse.

El carretero no tendría más de veinte años, es decir, era apenas mayor que las muchachas y aún poseía la flexibilidad de la juventud que su duro trabajo le haría perder con los años, tenía la piel morena y lustrosa y el pelo negro y brillante, y por la camisa, siempre desabrochada, asomaba el vello rizado del pecho; en este momento, las mujeres se parecían todavía más porque las tres llevaban encima del vestido batas blancas manchadas de sangre.

Con paso elástico, él iba hacia la parte trasera del carro y, al pasar, les acariciaba las mejillas, una a una, tanto a la madre como a las hijas, que parecían esperarlo, como si ya sintieran en la cara el roce de la áspera palma de su mano, y le seguían, riendo, dándose codazos, empujoncitos y pellizcos, como para compartir lo que el hombre había dado a cada una; entonces él abría el carro, se echaba sobre los hombros un paño blanco que también tenía grandes manchas de sangre y todos empezaban a descargar el pedido.

Las mujeres llevaban las piezas pequeñas, piernas, costillares, cabezas abiertas por la mitad y, en fuentes de esmalte azul, los despojos: hígado, bazo, corazón, vientre y ríñones, mientras el hombre, disimulando el esfuerzo para impresionarlas, se echaba al hombro los medios cerdos y los cuartos de ternera y los bajaba al sótano; bien, hasta aquí todo estaba claro, pero en este punto hubieran empezado las dificultades en mi relato, porque aunque aparentemente todos ponían mucha atención y diligencia en su trabajo, no perdían ocasión de tocar, palpar y empujarse unos a otros y ellas, so pretexto de ayudarle, le ponían las manos en el pecho, el cuello, los brazos y las manos, y después se comunicaban unas a otras el placer del contacto y a veces hasta conseguían arrimársele pero, por mucha habilidad y avidez que pusieran en el juego, no parecía ser éste el objeto, ni que se dieran por satisfechas al conseguirlo, sino que daba la impresión de ser el preludio de un contacto más pleno e intenso, que había que preparar gradualmente; pero a mí me estaba vedado contemplarlo, ya que ellos desaparecían en el sótano durante unos minutos interminables, a veces, hasta media hora, mientras el carro de la carne permanecía en la calle sin vigilancia y abierto, y a él se acercaban perros despeluzados y gatos famélicos, husmeando y dando lengüetazos a las gotas de sangre y desechos y que, sorprendentemente, no se atrevían a trepar al carro; yo esperaba pacientemente, detrás de mi cortina, a la media luz de la habitación, y, si tardaban mucho en reaparecer, en mi imaginación se abría y expandía el sótano y ellos, libres de sus ropas ensangrentadas, envueltos en el manto vivo de la piel desnuda, se habían trasladado a aquella arcádica campiña sin que yo supiera cómo, es decir, ¡sí lo sabía, naturalmente!, porque imaginaba un pasadizo subterráneo que iba de la ciudad al campo donde se superponían los dos cuadros, el visto y el imaginado, ahora estaban limpios, inocentes y naturales, y aquí es donde se hubiera complicado mi relato acerca del guapo mozo y las tres mujeres.

Me enojaba que frau Hübner entrara en mi habitación sin llamar, entre otras razones, porque aquellas tardes de martes y viernes, mientras me hallaba pendiente de la escena real y de las fantasías que suscitaba, me invadía una excitación sensual tan fuerte que, para aplacarla -remedio que forzosamente acrecentaba mi voluptuosidad-, no podía resistir la tentación de tocarme por dentro del pantalón; no me movía del sitio, permanecía firme detrás del ala que formaba la cortina recogida hacia un lado; el temor a ser sorprendido aumentaba mi excitación y, con los cinco dedos de la mano, me asía el miembro que me abultaba la bata, duro y erecto, y, con el tiento del sibarita, levantaba los blandos testículos al mismo tiempo que el pene, que se endurecía por momentos con el aflujo de la sangre, como si buscara la fuente de lo que pronto brotaría, pero, al mismo tiempo, mostrando ante mí mismo cierto refinado autodominio, seguía contemplando lo que ocurría en la calle, observaba después la falta de acción y miraba a los transeúntes que nada sospechaban; yo no buscaba una satisfacción rápida, demorándola me mantenía en el linde de la acción real y de mi fértil imaginación, porque la voluptuosidad que desataran en mí los latidos convulsos y estremecidos que acompañan a la eyaculación me hubiera privado precisamente de lo que alimenta el placer que el cuerpo halla en sí mismo con la ayuda de fantasías ajenas al tiempo y el espacio, mientras que con esta demora se hacía durar el placer, y con el goce del propio cuerpo podía yo experimentar el placer de cuerpos ajenos, de manera que podríamos decir que la hora de mi vergüenza se convertía en una hora de comunión con la humanidad, una hora creativa, por lo que me hubiera contrariado sobremanera que, precisamente en un momento semejante, hubiera entrado en la habitación la excelente frau Hübner; y es que yo no sólo veía la calle, sino que estaba con ellos en el sótano, yo era el hombre y era las tres mujeres, sentía sus caricias en mi cuerpo, pero sus juegos, cada vez más atrevidos, llevaban a mi fantasía a aquel calvero, porque aquél era su lugar, el carretero era Pan, y la madre y las hijas, las ninfas, y no había en ello falsedad ni exageración, porque yo conocía bien aquel bonito prado, por lo que mi fantasía no me llevaba a un lugar extraño, sino que me hacía retroceder un poco en el tiempo a aquel escenario que pervive en mí como recuerdo de los veranos de Heiligendamm.

Mi antiguo mural me recordaba vagamente este otro calvero completamente real.

Porque, cuando bajabas por el dique, resbalando en las piedras y luego seguías por el sendero del páramo, protegiéndote la cara con el brazo para que las cañas no te lastimaran los ojos, llegabas a una bonita ensenada en la que, como he dicho ya, sorprendí al joven conde Stolberg, mi compañero de juegos, tumbado en la hierba, jugando con su pito: estaba boca arriba, con el pantalón bajado hasta las rodillas, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca abierta, con el vaivén le había resbalado la gorra de marinero de la cabeza y había quedado colgada de una mata con las cintas azul marino en el agua; tenía las caderas levantadas, formando un pequeño puente y sólo podía separar los muslos lo que le permitía el pantalón arrebujado en las rodillas; con rápidos movimientos de los dedos, tironeaba del prepucio de su pequeño glande -en él todo era pequeño y bien formado- y a cada oscilación asomaba de su mano una especie de bichito de cabeza roja que enseguida volvía a esconderse; él tenía la cara vuelta hacia el cielo y, con el tronco arqueado, la boca abierta y los párpados apretados, daba la impresión de estar hablando con las alturas, fervorosamente concentrado en sí mismo, conteniendo la respiración; y cuando yo, escandalizado, le pedí explicaciones, él, con simpática afabilidad, me inició en las agradables prácticas con las que podíamos dar placer al cuerpo, no había por qué asustarse, no comprendía mi indignación, ¿por qué no hacía yo lo mismo? Nos miraríamos el uno al otro y quizá así resultara aún mejor; decía que, por este sendero, al cabo de diez minutos largos de una marcha asfixiante por la bochornosa armósfera del páramo se llegaba al calvero en cuestión, el paisaje se abría repentinamente y a lo lejos se divisaba el bosque que allí llamaban «la Selva» donde, de haber conseguido escribir mi relato, hubiera situado a mis cuatro personajes, utilizando un lenguaje claro y conciso.

Con aquel muchacho, hacia el que, desde que nos unía nuestro secreto me sentía atraído con más fuerza, pero al que, al mismo tiempo, comprensiblemente, también temía, y hasta odiaba, recorríamos a menudo aquel camino, lo cual para mí era como un pequeño coqueteo con la muerte, porque no conseguía olvidar lo que Hilde me había cuchicheado una vez, como si supiera de qué hablaba y supiera también que sus palabras pulsaban en mí una fibra muy sensible: «el que se aparta del sendero y se adentra en terreno pantanoso ¡es hijo de la muerte!».

A pesar de todo, hacia allí nos íbamos, pero necesitábamos un motivo que explicara nuestra desaparición en el cañaveral, y la circunstancia de que en el calvero estuviera el jardín de los caracoles del doctor Kohler nos proporcionaba un excelente pretexto y era la tapadera de nuestra diversión favorita, porque decíamos que queríamos visitarlo, observar a los animalitos, hablar con los empleados y hasta con el mismo sabio sobre los hábitos de los caracoles, que así se convirtieron en aliados nuestros, y seguramente de la ciénaga de aquellas primeras mentiras salieron aquellos fantasmas de los que, atemorizado, había hablado a mi padre.

Pero para escribir mi relato tendría que destapar mi vida, desgarrando el velo con que me ocultaba la verdad a mí mismo.

Sin embargo, como esos minutos y esas horas me dejaban insatisfecho, la sensualidad de mi cuerpo se convirtió en mi peor enemigo, en nada ayudaba el tiempo, eran tantos, tan diversos e irreconciliables los deseos que en mi cuerpo vivían su propia vida que yo no podía comprenderlos ni controlarlos, es decir, dominarlos, dominarlos on la razón; no encontraba un equilibrio entre razón y sensualidad ue hubiera hallado expresión en un lenguaje diáfano y certero, no, eso no lo había conseguido, por eso a cada minuto y cada hora, como dulce y fiel compañero, iba conmigo el pensamiento de poner fin a mi vida, lo cual, por otra parte, no era más que coquetería porque mis aficiones, sueños e ilusiones, la ambición del éxito literario y el goce de los pequeños placeres secretos me deparaban tanta satisfacción que hubiera sido una estupidez privarme de ella por decisión propia; me decía que también en el sufrimiento hay voluptuosidad, pero en esto tensaba excesivamente las cuerdas, iba demasiado lejos y por ello continuamente tenía que imaginar mi muerte, que me liberaría de esta tensión, yo quería gozar de la liberación, incluso reconozco que me había habituado de tal modo a gozar del sufrimiento que era incapaz de reconocer cuándo era feliz de verdad y cuando, la víspera de mi partida, tendido en la alfombra, en brazos de mi prometida, volví a abrir los ojos por primera vez y mi mirada fue al maletín negro en el que había guardado cuidadosamente el material recopilado para mi proyectado trabajo, incluso entonces, cuando en su cuerpo maravilloso fluían los jugos de nuestra pasión, el primer pensamiento coherente que me vino a la cabeza fue que aquí, en ese instante, debía yo reventar, acabar, sucumbir, dejar de existir, ser borrado de la faz de la tierra, así no quedarían de mí más que unos cuantos relatos amanerados, trabajitos que habían visto la luz en varias revistas literarias y que muy pronto caerían en olvido, lo mismo que el maletín de charol negro que contenía los verdaderos secretos de mi vida en un borrador tosco, una redacción que otros ojos no podrían descifrar.

Alguien revuelve en mis papeles con manos no autorizadas, este Alguien, este agente secreto que podría aparecer después de mi muerte para presentar una demanda contra mí, a causa de los escritos hallados en mi legado, se me ha aparecido en sueños más de una vez, no tiene cara, tampoco puedo deducir con exactitud su edad, pero la mmaculada pechera de su camisa, el cuello duro, la corbata de pintas, el alfiler de brillantes que la adorna y, sobre todo, su levita, que empieza a tener brillo, me resultan reveladores; con dedos largos y huesudos, ducho en la práctica del registro, revuelve en los papeles, de vez en cuando, se acerca uno a los ojos, de lo que deduzco que es coito de vista, aunque no puedo ver si usa gafas, lee una frase y, con gran satisfacción, descubre en ella un sentido distinto del que yo pretendía darle, así pues, he conseguido engañarle también a él, no en vano he redactado mis notas de manera que mis ideas fugaces y mis digresiones quedaran dentro del marco del más riguroso decoro burgués, entre otras razones, porque la buena de frau Hübner aprovecha mi ausencia para curiosear en mis papeles: de modo que yo me había convertido en un intruso clandestino en mi propia vida, me veía a mí mismo como un malhechor, un pobre engendro, a pesar de que me hubiera gustado aparecer a los ojos del mundo como un perfecto caballero, por lo tanto, el de la usada levita, la pechera almidonada y el alfiler de corbata, esta figura burguesa, intachable y hueca, era yo: mientras yo, secretamente, orgulloso de mi astucia, confiaba en que, recopilando mis vivencias en clave con la debida precaución, siempre podría acceder a ellas, ya que tenía mi propia llave, pero, como correspondía a la índole del asunto, era tan complicado el mecanismo que, cuando por fin me decidí a abrirla, mi mano, temblorosa de miedo, no encontró el ojo de la cerradura.

Así pues, tuve que seguir siendo siempre un misterio, un secreto hasta para mí mismo, algo que no lamento de modo especial, ya que, ¿por qué tendría que ocuparse el mundo de algo que no existe y que, por lo tanto, no podía considerarse ni siquiera como un secreto públicamente reconocido? Por lo tanto, debía seguir siendo un misterio y un secreto por qué me había yo llevado a Heiligendamm los dos libritos, los trabajos científicos del doctor Kohler sobre la Helix pomatia o caracol de viña y qué relación podía existir entre estos caracoles, aquella intrascendente escena callejera y el magnífico mural.

Porque, en mi opinión, estos caracoles que Kohler describía en sus libros con frases escuetas y objetivas y que los huéspedes del sanatorio consumían a docenas en el desayuno -triturados con la cascara, crudos, aliñados con especias y unas gotas de limón-, eran parte tan esencial de la cura como la gimnasia respiratoria de la tarde; el doctor clasifica meticulosamente los caracoles en especies y subespecies, según su aspecto, constitución, habitat y propiedades, y afirma que son animalitos solitarios y en extremo nerviosos, a los que, según ha podido comprobarse, asusta incluso el contacto con un congénere, por lo que pueden tardar horas, días, semanas y hasta meses en descubrir, tanteando primero con sus finos tentáculos y, después, cuando ya han tomado confianza, con la boca y el ondulado pie, que han nacido el uno para el otro, y, una vez hecho el descubrimiento, desisten de seguir caminando en busca de otra pareja, porque, fundamentalmente, todo caracol puede emparejarse con cualquier caracol, son las criaturas más extraordinarias de la naturaleza, las únicas que conservan y viven la primitiva bisexualidad de las especies, por su carácter andrógino, encarnan algo que nosotros sólo vagamente podemos recordar; quizá su extraordinaria sensibilidad y timidez se deban a que, al ser cada individuo completo en sí mismo, la unión es infinitamente más difícil que si de hallar la simple complementariedad se tratara, y cuando al fin copulan, dan y reciben al mismo tiempo, en igualdad y reciprocidad; a medida que Kohler avanza en su minuciosa descripción del proceso, su estilo se hace más apasionado, y dice que los caracoles se unen con tanta fuerza -lo cual no es de extrañar, ya que la suya es la fuerza de los antiguos dioses- que, según ha podido comprobarse con experimentos, para separarlos es preciso desgarrar sus cuerpos; por otra parte, en mi relato tampoco hubieran aparecido los caracoles más que los personajes del mural; el estudio de sus costumbres formaba parte del trabajo de documentación, ese material que enriquece la obra sin ser mencionado explícitamente, porque en toda obra de arte que se precie hay mucha información soterrada, aunque quizá sí los hubiera incluido, al fin y al cabo, en alguna escena de importancia secundaria, a modo de símbolo, arrastrándose por un helecho en el linde del bosque o por la olorosa hojarasca putrefacta, quizá, una pareja que se estudiara con los ojos de sus cuernecillos.

Sí, cada paso que yo había dado en mi vida -ya fuera en busca de una muerte vulgar, ya fuera en busca de la felicidad de la vulgaridad- conducía a este bosque.

No era un bosque espeso, pero cuando te tropezabas con un sendero entre los árboles y lo seguías al azar, no tardabas en darte cuenta de que tenía razón el vulgo al llamarlo selva, aquí nadie venía a marcar los árboles con tiza, talarlos y llevárselos en un carro, ni a recoger leña o buscar fresas silvestres, frambuesas, moras o setas, como si aquí, desde tiempo inmemorial, no hubiera ocurrido nada que no pudiéramos describir más que como historia natural de flora y fauna, que no es poco, desde luego; los árboles germinan, crecen, vegetan y, al cabo de los lentos siglos, mueren y, en la medida en que los rayos del sol consiguen atravesar sus frondosas copas, germina, crece y decae el sotobosque, arbustos, helechos, matorrales, hiedra, ortigas y maleza, flores de colores vivos o de enfermiza transparencia, según la estación, y, cuando las hojas de los árboles les tapan la luz definitivamente, van muriendo poco a poco para dar paso a los liqúenes, musgos y hongos que prefieren la fría penumbra y, al favorecer la descomposición, mantienen la vida en el esponjoso suelo; había silencio en el bosque, también el silencio era viejo e impenetrable, ni el viento llegaba a turbarlo, y el aire estaba cargado de unos olores tan densos que a los pocos minutos sentías un mareo gratamente embriagador; aquí hacía siempre más calor que fuera, en el mundo despejado, era un calor húmedo que te dejaba la piel viscosa como el cuerpo de un caracol; no había caminos propiamente dichos, los senderos no habían sido abiertos por el pie del hombre aplastando la vida, era la vida misma del bosque la que, con caprichosa e imprevisible benevolencia, había abierto pasos interrumpiendo los procesos que se desabollaban en la superficie del suelo, pausas a las que sólo nuestro pertinaz racionalismo se atreve a dar nombre, habituado como está a sacar sus conclusiones sin reparar en otros hechos, quizá esencialmente más importantes, y utilizar el descanso de la naturaleza con atolondramiento.

Barrancos por los que ruedan y entrechocan las piedras, hondonadas sembradas de compactos terrones traídos por los torrentes, alfombras de musgo o de hojarasca tan gruesas que ahogan hasta a los hongos; se puede caminar pero no sin obstáculos, ya que cortan el paso unas matas que han crecido gracias al calor de un rayo de sol, o el grueso tronco de un árbol caído o una roca de lava afilada, lisa y negra, de las que, según cuenta la leyenda, fueron arrojadas por los gigantes de los mares septentrionales a las costas bajas donde, después de las batallas, surgieron los bosques silenciosos.

Penumbra verde.

De tarde en tarde oyes algo que araña, martillea, crepita. No sabes de qué manera transcurre y se desvanece el tiempo, pero, mientras oigas crujir las ramas a tu paso y te parezca que cada crujido turba tu sosiego, aún no estás aquí del todo.

Mientras desees llegar a un lugar que te parezca tuyo, aunque no sepas cómo ha de ser ese lugar, mientras no estés dispuesto a seguir la senda que se abre casualmente ante ti, aún no estás aquí del todo.

Detrás de la permeable cortina del bosque parece que tiembla el tronco de un árbol, como si se hubiera movido alguien que se escondía detrás, lo mismo que tú, que apareces y desapareces entre la espesura.

Mientras eso te guste.

Todos pueden verte o, más exactamente, cualquiera puede verte y sin embargo siempre estás a cubierto.

No he sabido describir el bosque, pero me hubiera gustado hablar de las sensaciones que despertaba en mí.

Mientras trates de recordar los recodos, encrucijadas y obstáculos de los senderos que dejas atrás, para volver al punto de partida, y el miedo a perderte haga que mires las plantas como si fueran rostros humanos o indicadores, atribuyéndoles carácter, propiedades e historia propias, para que ellas, en compensación, te guíen a tu regreso, aún no estás aquí del todo.

Aunque ya sepas que no estás solo con ellas, tampoco estás aquí del todo.

Me hubiera gustado hablar de las criaturas del bosque como Köhler hablaba de sus caracoles, y para ello me hubiera servido de su estilo.

Cuando ya has dejado de tener sensaciones, más exactamente, cuando te das cuenta de que ha pasado el tiempo, pero no te interesa saber si es poco o mucho.

Cuando estás de pie y no sabes que estás de pie, y ves algo y no sabes qué has visto y cuando, sin saber por qué, abres los brazos como si también fueras árbol.

Este relato no podía escribirse.

Cuando te parece que, probablemente, el árbol no siente.

Y has oído crujidos, esos sonidos incesantes, pero no te has dado cuenta de que los oías.

Mientras sepas que estás en el bosque pero ya no recuerdes cómo has entrado en él porque has extraviado las señales.

Mientras tiendas el oído, mientras recuerdes los indicadores perdidos, no estarás aquí del todo, porque crees ser observado.

Y cuando, fugazmente, entre el verde de dos árboles, pasa el azul y desaparece.

Vas tras él sin saber que lo sigues, y no lo encuentras.

Mientras veas diferencias entre árboles y colores, mientras caviles acerca del significado de los nombres, seguirás sin estar aquí del todo.

Mientras sigas creyendo que fantaseas cuando esa criatura huidiza se te aparece fugazmente como un destello de azul entre el verde y tú la persigues, inquieto, sin ver el camino, ni las ramas que te rozan la cara, ni oír rechinar tus pasos, ni darte cuenta de que te has caído, y te levantes y sigas corriendo tras ella, con la piel abrasada por las ortigas y arañada por las espinas, porque quieres alcanzar lo que huye delante de ti, que se escabulle y reaparece, y tú, a pesar de todo, crees que es un señuelo que no deberías seguir.

Mientras quieras imponerte, mientras sigas pensando en ello, siempre se te escaparán esas criaturas, que olfatean desde lejos tu olor agrio.

Ahora se ha parado en una hondonada y, si te estás quieto, puedes ver sus ojos entre las hojas que se agitan blandamente sin un susurro, unos ojos que brillan en los tuyos, y ya no es la misma criatura sino otra, alguien, una presencia, y dejas pasar el tiempo en este intercambio de miradas y cuando ves que ella está desnuda descubres que también tú estás desnudo.

Pero, mientras desees acercarte a su desnudez y apartes las ramas para verla mejor, mientras desees que su desnudez roce por fin la tuya y se convierta en tu desnudez y por eso quieras seguir avanzando a pesar de tenerla delante, todavía no estarás aquí del todo.

Y, mientras sigas buscando a esas criaturas a las que hasta ahora has ahuyentado y dispersado con tu torpeza y tu olor agrio, mientras esperes poder volver a encontrarlas y te reproches no haber sido más hábil y precavido, no estarás aquí del todo y nadie podrá acercarse a ti.

Pero el azar vendrá en tu ayuda porque, por haber venido, también formas parte de esto, un poco.

Das media vuelta y lo que hasta ahora tenías a la espalda está ahora delante de ti; en el suave margen de un arroyo ves a la criatura, tendida boca abajo sobre el musgo, dejas que tu mirada resbale por su espalda, ascienda por la curva de sus nalgas y baje por sus piernas, tiene la cabeza apoyada en el brazo, mira en dirección a ti, te observa, y ello te produce tanta alegría que no sólo los labios se te abren en una sonrisa, sino que hasta los dedos de los pies empiezan a sonreír, y las rodillas, y ya no te mueves, has encontrado tu lugar, tu risa es tu lugar en la tierra y entonces descubrirás que sus ojos no miran tus ojos, sino que hay un tercero en el cuadro, en aquella pequeña hondonada, el que creías desaparecido para siempre, y que están mirándose ellos dos, y piensas que de ellos podrías aprender.

Ellos te observan como los observas tú.

Pero aún no eres tú, aún son tus pensamientos, mientras trates de aprender no estarás aquí del todo.

Con tu acecho los asustas, con un sobresalto desaparecen en la espesura.

Así también te escondes tú del que te observa.

Y entonces, durante mucho tiempo, no encuentras a nadie.

Mientras desees algo para ti, estará mudo el bosque.

Pero ya es otro silencio, es un silencio que se te ha metido por los poros de la piel, la risa tienes que sentirla en los huesos.

Y por fin, entonces cambias de olor.