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Nuestro álamo conservaba sus últimas hojas que, antes de caer, aún tenían que amarillear un poco más; las alborotaba una corriente de aire, muy débil como para mover las erguidas ramas, que apenas se estremecían, mientras las hojas giraban, se agitaban y entrechocaban al extremo de su corto tallo.
Las trémulas hojas amarillas que volteaban al sol acentuaban el azul del firmamento lejano; la mirada huía hacia aquel intenso cobalto, como si el ojo distinguiera entre cerca y lejos y no estuviera contemplando un vacío que también tiene límites insuperables.
Hacía un calórenlo agradable en la habitación, el fuego rugía en la estufa de cerámica blanca, el humo de nuestros cigarrillos descendía en nubes perezosas para volver a subir al menor movimiento.
Yo estaba sentado en el cómodo y amplio sillón, frente a su escritorio, lugar de privilegio que él siempre me cedía, trabajando en mis notas; repasaba mentalmente los incidentes del ensayo de la víspera mientras miraba por la ventana a través de las volutas azuladas de humo de cigarrillo; las imágenes se superponían.
Gestos y palabras cuyo significado e intención comprendemos de pronto, incidentes que pueden parecer fortuitos en el momento de producirse, fisuras o abismos de imperfección que separan al actor de la obra, al intérprete de su papel y que los actores, aplicando las estrictas reglas del oficio, tratan de salvar, esforzándose en hacernos o¡ vidar la triste verdad de que la identificación total, la fusión total, no puede existir, por más que te empeñes.
Al redactar mis notas, trabajo que hacía de forma mecánica, n parecía que la ley que realmente me interesaba -suponiendo que ti ley existiera- no se encontraba en el evidente engranaje de la acción en el trazo de los movimientos ni en el sonido de las palabras, a pesar de su indudable importancia, puesto que movimientos y palabras son la envoltura de la historia, sino que es preciso buscar dicha ley en esas fisuras y abismos que de manera fortuita se abren entre las palabras y los movimientos, en las anomalías y las imperfecciones. Él estaba un poco apartado, tecleando con regularidad en la máquina de escribir, sin levantar los dedos más que para dar rápidas chupadas al cigarrillo, yo no sabía qué escribía, no sería una poesía, con tanto ímpetu y perseverancia, quizá un guión para su programa de radio, aunque tampoco era probable, ya que de la radio nunca traía a casa ni un solo papel, ni a la inversa: iba y venía entre los dos escenarios de su vida con las manos vacías, como si deliberadamente quisiera mantenerlos separados; tenía las piernas extendidas en una postura que debía de resultar bastante incómoda, pero así aprovechaba un oblicuo rayo de sol para calentarse los pies descalzos.
Cuando advirtió que yo estaba ocioso, mirando por la ventana, dijo, sin levantar la vista, que teníamos que limpiar los cristales.
Tenía los dedos de los pies tan finos y bien formados como los de las manos; me gustaba oprimirle la planta con el puño y reseguir las afiladas uñas con la punta de la lengua.
Yo nunca escribía las notas inmediatamente después del ensayo, sino por la noche o, si conseguía madrugar, al día siguiente; para percibir y valorar la causa y el efecto de la acción tenía que distanciarme de esa acción.
Yo no contesté, pero me gustaba la idea de limpiar ventanas a dúo.
Esta costumbre mía de tomar notas empezó como un capricho, una solitaria gimnasia mental que no dejaba de causarme escrúpulos, sobre todo cuando regresaba a casa en el tranvía, por la tarde, entre una humanidad comprimida y taciturna: la originalidad es el lujo de la intelectualidad privilegiada, pensaba entonces, y me decía que debía liberarme del papel de observador condenado a la inactividad y, por lo menos, intentar sacar partido a la amarga realidad de que, durante años, no había sido actor de los llamados acontecimientos históricos, sino, en el mejor de los casos, su triste víctima y que, por consiguiente, también formaba parte de la masa sin rostro, sin que importara si era una parte importante o insignificante, un sujeto despreciable y extraño para mí mismo, una especie de enorme ojo sin cuerpo; ahora bien, cuando esa gimnasia mental se convirtió en una rutina metódica, mi vida cambió en cierta medida.
En aquellas páginas escritas descuidadamente se perfilaba un cuadro coherente, compuesto por hechos interesantes, del proceso de montaje de una obra teatral, de manera que insensiblemente fui adentrándome en ese laberinto de problemática salida que es el identificarse con unos seres desconocidos, y, a partir de aquel momento, el escribir la representación con sus menores detalles, movimientos y palabras, así como sus implicaciones ocultas y evidentes, el seguir el proceso de realización y erigirme en su cronista, dejó de ser una manía personal, porque, al corresponder a su trabajo con mi trabajo en prenda de solidaridad humana, me hice un hueco en aquella pequeña comunidad, cuyos esfuerzos trataban de reflejar esas notas; era un papel modesto, secundario, sin duda, pero que me satisfacía porque me lo habían adjudicado ellos.
Era domingo por la mañana, él hacía la comida, de vez en cuando se levantaba, iba a la cocina, volvía y seguía escribiendo a máquina.
Si mal no recuerdo, fue frau Kühnert la primera persona a quien hablé de aquello, ella se lo dijo a Thea, que, con su vehemencia característica, debió de comunicarlo a los demás; al cabo de un tiempo observé que se me trataba no ya con deferencia sino con precaución que todos se esforzaban por ser coherentes y ganarse mi confianza como si pretendieran retocar su perfil en el cuadro que yo hiciera de ellos.
Le pregunté qué escribía.
Su testamento, dijo.
En realidad, no me daba cuenta de lo natural que había llegado a hacérseme nuestra convivencia, aparentemente tan intrascendente y apacible, ni de que su casa no era ya tan sólo un sitio familiar sino un hogar; tampoco me preguntaba qué significaba esa sensación, porque creía saberlo.
Me preguntó que en qué pensaba.
Había silencio, no sé cuánto rato hacía que había dejado de oírse la máquina de escribir, él debía de estar mirándome a mí mientras yo miraba el árbol y el cielo.
Cuando me volví para decirle que no pensaba en nada, vi en sus ojos que hacía rato que me miraba, y en sus labios se insinuó una sonrisa.
En algo debía de pensar, aunque no fuera más que en la nada, y se reía con suavidad.
Realmente, no pensaba en nada, dije, sólo miraba las hojas del árbol.
Y era verdad que no pensaba en nada que pudiera expresarse con palabras, porque eso no se piensa con el pensamiento, era sólo un sentimiento al que me había entregado plácidamente y con la mente en blanco; entre el sosiego y la paz del cuadro que contemplaban mis ojos y mi propia situación en medio de la comodidad hogareña que gozaba mi cuerpo, entre mi sentimiento y el objeto de mi sentimiento no existía tensión alguna, y eso debía de haber leído él en mi cara; un estado de espíritu y de cuerpo que también recibe el nombre de felicidad, pero su pregunta hizo que este sentimiento pareciera frágil y vulnerable.
Porque él estaba pensando, prosiguió, si no estaría pensando yo también que esto debía continuar.
Le pregunté qué quería decir, como si no lo hubiera entendido.
La sonrisa desapareció de sus labios, desvió de mi cara su mirada inquisitiva, bajó la cabeza y, pronunciando las palabras trabajosamente, como si hubiéramos intercambiado nuestros papeles y fuera él el que tuviera que hablar en lengua extranjera, preguntó si había pensado semejante cosa.
Tuvo que transcurrir un rato antes de que yo pudiera pronunciar la palabra que en su lengua tiene más fuerza que en la mía, sí.
Él desvió la mirada y, aparentando distracción, levantó cuidadosamente con dos dedos la hoja que tenía en la máquina, yo me volví otra vez hacia la ventana y los dos nos quedamos callados y quietos; a la confesión apasionada, formulada con palabras cautelosas, siguió un silencio tenso, que incitaba a contener la respiración y hasta los latidos del corazón para percibirlo mejor.
Él preguntó por qué hasta ahora no le había dicho nada.
Pensaba que él se daría cuenta.
Era una suerte estar lejos y no tener que mirarle a la cara, la mirada o la proximidad hubieran podido turbarle, pero, por otra parte, ello hacía la situación cada vez más peligrosa, porque alguien podía decir algo definitivo e irrevocable; el claro rayo de sol que entraba por la ventana parecía poner un muro entre los dos, y era como si nuestras palabras no pudieran cruzar el muro y mantuviéramos dos monólogos en lugar de un diálogo, como si, pese a compartir el calor de nuestra habitación común, estuviéramos en habitaciones separadas.
Por qué no se me había ocurrido decirlo hasta ahora, si hacía tiempo que lo sabía, preguntó después.
Le dije que lo ignoraba, pero pensaba que no importaba.
Poco después se levantó, pero no arrastró la silla hacia un lado como acostumbraba sino que la retiró con cuidado, no lo miré, y me pareció que él tampoco me miraba, no cruzó la frontera del rayo de sol que se había convertido en un muro que nos separaba; se fue a la cocina y, si se puede atribuir un significado al ritmo y la fuerza de los pasos, yo diría que la cadencia de los suyos trataba de relajar la tensión que habían provocado nuestras palabras, que optaba por la prudencia.
Y quizá aquel silencio, aquel clima íntimo y familiar, fuera más elocuente que las palabras, veladas por silencios y reticencias, porque las palabras podían apuntar vagamente a lo definitivo, a la posibilidad de sellar nuestra relación, y el silencio, por el contrario, a circunstancias que ambos conocíamos y que estaban en contradicción con el sentido que se adivinaba en aquellas palabras; pero el que pudiéramos hablarnos en un lenguaje de insinuaciones, que nuestro léxico poseyera una estética común, me hacía pensar que quizá tuviéramos más posibilidades de las que yo creía; pero sin duda él era más esconfiado y más precavido.
Cuando me dejó solo se apoderó de mí una desazón extraña y humillante, mis movimientos involuntarios y el afán de frenarlos plasmaban, en el lenguaje corporal, encubierto y diáfano a la vez, las emociones que no había expresado nuestro diálogo; sin apartar la mirada del álamo, me revolvía en el sillón, me rascaba; de repente, todo en mí era agitación y hormigueo; al frotarme la nariz, el ligero olor a nicotina de mis dedos me hizo pensar en encender un cigarrillo, nervioso, arrojé la pluma a la mesa como si ya no fuera a usarla más, y al momento palpaba los papeles buscándola, la agarré, la manoseé, le di vueltas y la oprimí con fuerza, para que me ayudara a seguir escribiendo mis notas, pero ¿a quién podían interesar aquellas tonterías?, me hubiera gustado levantarme para ver qué escribía él en realidad, qué testamento era aquél, pero seguí sentado, para que el cambio de posición no malograra el momento, como si tuviera que velar sobre algo que, en realidad, tal vez fuera preferible soslayar o rehuir algo de lo que quizá más me valdría escapar.
Entonces él volvió, lo que me tranquilizó inmediatamente, me sentía ansioso de averiguar qué podía ocurrir ahora, qué nos había quedado dentro, qué se podía decir aún, eso que no se sabe hasta que se dice o cuando ya se ha dicho; sólo que mi nueva calma era como una caricatura de la anterior, yo no podía mirarlo, todavía no, quería seguir siendo el mismo que él había dejado al marcharse.
En el roce de sus pies descalzos en el suelo percibió mi oído el leve cambio que se había operado en él mientras estaba fuera, en los pasos que ahora se acercaban no había recelo, ni tampoco aquella precaución de antes, sino quizá deferencia y ponderación y también una cierta objetividad, que había recuperado en la cocina al destapar la olla con el paño; la coliflor hervía, el vapor le dio en la cara y, aunque a simple vista se adivinaba que ya estaba tierna, sacó un tenedor del cajón y la pinchó, con cuidado, para que no se deshicieran los blancos manojitos -la coliflor se deshace fácilmente si se pasa el punto de cocción- y luego apagó el gas de la olla; aquí, en la habitación, oí -o por lo menos me pareció oír-, vi -creí ver- y advertí en sus pasos que aquella rutina había calmado en él la agitación que en mí se había intensificado desagradablemente.
Se quedó detrás de mí y apoyó las manos en mis hombros, sin oprimir, sólo dejando sentir su contacto; todos sus músculos estaban libres de tensión, por eso sus manos no me pesaban, lo que hacía el ademán muy cordial pero también reservado.
Incliné el cuerpo hacia atrás y levanté la mirada, rozándole el vientre con esa zona del cráneo que tiene el tamaño de la palma de la mano, que tanto goza con la proximidad y la caricia de la mano del otro y que quizá está infravalorada por lo que a sensibilidad se refiere; él me miraba sonriendo.
Le pregunté qué pasaría ahora con nosotros.
Sus dedos se crisparon un poco en mis hombros, transmitiéndome con ello algo de su fuerza; nada, dijo. No hacía falta más fuerza para mitigar la dureza de esta palabra.
Pero yo quería experimentar con esa parte de mi cráneo que reacciona de un modo tan peculiar y que en el recién nacido se llama fontanela; he podido comprobar que, si bien con la edad se cierra y endurece, responde a ciertos estímulos exteriores con tanta sensibilidad como si fuera todavía un tejido palpitante surcado de venas violeta y, en cierto modo, es más sensible que los órganos llamados sensoriales porque parece estar especializada exclusivamente en los estímulos amigables u hostiles y los detecta de modo infalible; yo quería comprobarlo una vez más e, insensiblemente, apretaba esta zona contra su vientre con la misma fuerza con que él asía mis hombros.
Y, recalcando las palabras, dijo que debía comprenderlo, que no lo intepretara mal, pero que no era casualidad, o por lo menos a él no se lo parecía, que hasta ahora yo me hubiera callado lo que pensaba acerca de nosotros, pero que no quería inmiscuirse en mi vida, no es que se retractara de lo dicho, eso sería una tontería, pero no quería influir en mí en modo alguno.
Yo me reí en su cara y le dije que eso era absurdo, porque en tal caso hubiera tenido que ser más precavido desde el principio.
La sonrisa pasó de sus ojos a sus labios, me miró fijamente sin moverse y me atrajo hacia sí por encima del respaldo del sillón.
Ya es tarde, dijo.
Tarde para qué, le pregunté.
Muy tarde, repitió con voz más grave.
La postura de nuestros cuerpos, mirando yo hacia arriba y él hacia abajo de manera que yo sentía en la boca el aliento de sus palabras, parecía infundirle más seguridad.
Le rogué que, a pesar de todo, me dijera qué pensaba.
No podía, contestó, no podía hablar de ello.
Tenía la camisa blanca desabrochada hasta las caderas y el suave calor de su piel me acariciaba como un recuerdo; el olor corporal nos comunica casi tanta información como la palabra, el gesto o el brillo de la mirada, sólo que, a diferencia del oído y la vista, el olfato actúa en el cerebro con señales más profundas y encubiertas.
Le dije que no quería decírmelo.
De acuerdo, no quería.
Cautelosamente, aparté sus brazos, pero él se inclinó más aún y, al apoyar las manos en los brazos del sillón, su camisa me rozó la cara, mas aún, me la envolvió, nuestras caras estaban muy cerca, aunque yo deseaba que no hablara con el cuerpo sino con la boca, que no dijera con el cuerpo lo contrario de lo que diría con la boca y que no encontraba palabras para decir.
Y para no cumplir esta exigencia imposible me besó en la boca casi con rabia, yo le dejé, pero bajo el suave calor y los ásperos surcos de sus labios mi boca permaneció quieta, no pude remediarlo.
Dijo que valía más que siguiera con mi trabajo y que también él tenía que terminar el suyo, el beso y las palabras tenían el mismo objeto, poner punto final.
No iba a librarse tan fácilmente, dije, agarrándole la mano cuando daba media vuelta para marcharse.
Era inútil mi obstinación, por más que él lo deseara, y yo debía comprender ya de una vez que lo deseaba, no podía remediarlo, él no quería saber ni lo que haría dentro de un momento, ni quería saberla ni le interesaba, porque así era él, y le revolvería el estómago que ahora empezáramos a hablar de eso; ¿y qué quería yo de él en realidad? ¿Por ejemplo, que nos pusiéramos a hablar de cómo había que arreglar el apartamento? ¿O comunicar al ayuntamiento nuestras serias intenciones, lo cual tampoco sería una idea tan descabellada? ¡Vaya campanada! ¿O quizá ponernos a hacer planes para un futuro común? ¿Es que no basta con lo que tenemos? ¿No me basta con que él se sienta feliz, con que se sienta feliz mientras estoy con él, es esto lo que quiero oír? Más que esto no hay, y más vale que no lo eche a perder.
Muy bien, pero antes él quería más, quería otra cosa, decía otra cosa, hablaba de otra manera, ¿por qué se retractaba ahora?
Él no se retractaba de nada, eso era sólo una obsesión mía.
Era un cobarde, dije.
Muy bien, era un cobarde.
Porque nunca había amado ni sido amado.
Que si me parecía bonito decir eso.
Yo no podía vivir sin él.
Sin él, con él, niñerías; sin embargo, antes me había dicho que él tampoco podía.
¿Qué quería entonces?
Nada.
Retiró su mano de la mía, y otra vez el movimiento refrendó sus palabras, se alejó, quizá para volver al único lugar de la habitación que le ofrecía seguridad, su máquina de escribir, la tarea que se había impuesto y quería terminar, pero, en el centro de la habitación, en el oblicuo rayo de sol, se paró, vuelto a medias de espaldas a mí, mirando por la ventana también él, mirando al cielo, como gozando del calor del sol; su camisa blanca revelaba al trasluz el contorno de su cuerpo delgado, el cuerpo cuyo olor permanecía en mí.
En aquel olor estaba la última noche, y en la última noche el recuerdo de todas las noches.
En la noche, la oscuridad de la habitación, poblada de vagos reflejos, en la oscuridad, las manchas fosforescentes que aparecen cuando cierras los ojos y, en los trémulos destellos del interior de los ojos, el olor de la manta, la sábana, la almohada y, en la ropa, el vestigio de todo lo anterior: el frío del aire que ventiló la habitación, el jabón de la colada y, en la suavidad de la plancha, la mano de la madre.
Debajo de la ropa, nuestros cuerpos y, en nuestros cuerpos, el deseo; una vez saciados, los cuerpos reposan en la cama revuelta, piel con piel, en la piel, la emanación de los poros, en los poros, la secreción de grasas, el sudor prendido en el vello, en el pelo apelmazado, humedad en los pliegues del cuerpo, vehículos atascados, despachos, restaurantes, el olor de toda una ciudad en el aroma salobre del esperma insípido, el amargor del tabaco en la saliva dulzona, en la cálida cavidad de la boca, los alimentos que se disuelven en la saliva, las caries, los restos de comida entre los dientes, el dentífrico, el alcohol que fermenta en el estómago, la pasión que se enfría en el cuerpo dormido, el torbellino de los sueños con excitaciones que no se apaciguan, el frío despertar, el agua que despeja, el jabón, la crema de afeitar mentolada y el día de ayer en la camisa colgada del respaldo de la silla.
Magnífico, dije, así que por fin tenemos algo de lo que no podemos hablar, me parece formidable.
Ya basta, que a ver si cerraba la boca de una vez.
Abajo, en el patio, una niña llamaba a gritos a su madre, que no la oía o no quería oírla; me daba un poco de envidia la niña, quizá porque había nacido aquí y nadie la obligaría a marcharse o quizá por la inocente testarudez con que se resistía a darse por enterada de que no querían hacerle caso; sus gritos eran cada vez más mortificantes y más histéricos, hasta que calló bruscamente, como si alguien la hubiera estrangulado, y sólo se oía botar una pelota con golpes secos.
Él volvió a sentarse a su mesa, yo debía dejar de mirarlo, sabía que volvería a hablar y que, si lo miraba, desistiría.
Tomé la pluma, la última palabra estaba en la página quinientos cuarenta y dos, desde aquí debía continuar.
Golpeó unas teclas; en aquella calma, yo echaba de menos los gritos de la niña, tuve que esperar a que hubiera escrito varias líneas para que, con naturalidad y como si no pudiera esperarse otra cosa, dijera en el silencio, con voz suave, que aún nos quedaban dos meses, sesenta y siete días para ser exactos, y que si acaso no tenía yo intención de regresar a mi país.
Yo miraba fijamente las últimas palabras que había en el papel, la descripción de la escena desierta, y le pregunté por qué se defendía con tanto empeño, de qué tenía miedo; mi pregunta no ocultaba que yo no podía ni quería responder a la suya con claridad.
Lo tendría en cuenta, dijo entonces, como si finalmente hubiera encontrado una prueba palpable de mis propósitos, no lo olvidaría y trataría de asumirlo.
Nos mirábamos con un placer malsano por encima del rayo de sol que nos separaba; él sonreía triunfalmente por haber conseguido que me traicionara a mí mismo, y mi cara se contagió de su sonrisa.
Pero yo volveré, dije no sin ironía, porque no quería dejar que se saliera por la tangente.
Encontraría el piso vacío, yo ya sabía que él no pensaba quedarse.
Eso son fantasías infantiles, dije, cómo iba él a marcharse de aquí.
Quizá no era tan cobarde como yo me figuraba.
Así que había hecho planes para un futuro venturoso sin contar conmigo.
Para ser sincero, sí, algo había planeado, pensaba desaparecer antes de que yo me fuera, para que pudiera marchar sin tener que despedirme de él.
Una idea magnífica, dije, casi odiándolo por aquella sonrisa suya, por los destellos de su mirada que acompañaban cada palabra, quizá también por mi propio miedo y por su desdeñosa arrogancia, me reí con fuerza y agregué te felicito.
Muchas gracias.
Sonriendo ampliamente, nos mirábamos a los ojos con rabia, no podíamos ni desviar la mirada ni poner en ella más encono.
Es curioso que, al mirarme en sus ojos, me viera a mí mismo más odioso y desfigurado que a él; no era un momento aparte, ni una hora especial, ni un día distinto de los que habíamos pasado juntos, pero era la primera vez, desde que el destino nos había unido, mejor dicho, desde que nos habíamos tropezado en la ópera, que expresábamos, con palabras elegidas cuidadosamente, lo que deseábamos de verdad, aunque lo que tan extraordinario nos parecía entonces en nada se distinguía de todas las cosas que se dicen por primera vez; quizá buscábamos el uno en el otro un hogar seguro, quizá cada palabra y cada gesto no eran sino nuevas formas de búsqueda, quizá la seguridad que buscábamos no pueda encontrarse porque está en la misma búsqueda.
Era como si hubiéramos tratado de hacer más profundo y duradero, de formalizar, un sentimiento fortuito, que estaba ahí, que existía, que podía nacer entre dos personas, pero que no tenía trascendencia porque, tal como él había dicho más de una vez, los dos pertenecíamos al sexo masculino, y porque la ley de los sexos quizá sea más fuerte que la ley de la personalidad, algo que entonces yo no quería comprender ni aceptar, convencido como estaba de que se trataba de algo que afectaba a mi libertad de individuo y de persona.
Aquel primer momento prefiguró todos los momentos siguientes, es decir, en los momentos siguientes persistía mucho de aquel primer momento.
Cuando lo vi en lo alto de la escalera, a la luz mate del vestíbulo de la ópera, con su amigo francés, en medio de la multitud que acudía a la representación, me pareció que lo conocía desde hacía tiempo, mucho tiempo, y no sólo a él, sino a todo lo suyo, y no me refiero únicamente al traje exquisitamente elegante, la corbata un poco floja y con alfiler, sino también a su desaliñado amigo, y hasta la evidente relación que existía entre ellos, a pesar de que entonces yo no tenía más que una vaga idea de lo que podía ser una relación amorosa entre dos hombres, pero un inmediato sentimiento de confianza puso en aquel encuentro una inexplicable franqueza, una gran familiaridad, esa naturalidad total, en la que ni nos preguntamos, ni nos preocupamos, ni nos damos cuenta de lo que nos pasa.
Cuando se liberó del abrazo de Thea, que su amigo observó con la extrañeza que forzosamente debía provocar tanta vehemencia, nos estrechamos la mano; como se acostumbra en estos casos, yo dije mi apellido y él, el suyo, mientras su amigo se presentaba a frau Kühnert y a Thea dando sólo el nombre de pila, como si fuera un mozalbete de suburbio, un nombre compuesto, Pierre-Max, oí dos veces consecutivas, el apellido, Dulac, no lo supe hasta después.
Tras aquel apretón de manos, ni nos miramos, pero una sintonía interior hizo que -mientras yo hablaba con su amigo y él charlaba con frau Kühnert y con Thea y todos subíamos la suntuosa escalera alfombrada de rojo púrpura-, con un cierto movimiento de los hombros, nos señaláramos mutuamente la dirección, por así decir, y, aunque no nos tocábamos, a partir de aquel momento nuestros cuerpos fueran inseparables, querían estar cerca y así seguirían; con naturalidad, sin llamar la atención, con una seguridad que no era ni sorprendente ni controlable, inmediatamente se habían fijado un objetivo concreto, acerca de cuya finalidad y posibilidades, era yo el único que abrigaba dudas, como se vería después, de manera que él podía seguir charlando tranquilamente sin mirarme, mientras yo, gracias a aquella seguridad y desenvoltura que me infundían su proximidad y su aroma, que ya había percibido, conversaba con el francés que iba a mi izquierda.
Yo no llamaría complicidad a aquel sentimiento, era muy oscuro y muy profundo para eso; por ejemplo, diría que era como si, en una veloz carrera desde el propio pasado, regresara uno al presente y lo percibiera tan irreal y misterioso como una ciudad desconocida por la que el recién llegado camina desorientado; ni asomo, pues, de esa alegría chispeante que acompaña a toda nueva relación que promete un placer erótico, sino más bien el íntimo gozo de una ansiada llegada a puerto.
Para mí tuvo una importancia especial aquel momento, y quizá hoy me acuerdo de él con tanta exactitud porque despertamos bastante expectación al ir en compañía de Thea, personaje famoso que inmediatamente atrajo las miradas de curiosidad del público, curiosidad que se hacía extensiva a nosotros y se manifestaba en ojeadas mal disimuladas; por un impulso irresistible, la gente quería ver, descubrir, examinar al hombre en compañía del cual aparecía la celebridad, y nosotros cuatro debíamos de componer un cuadro muy vistoso en medio de la convencional concurrencia.
También aquí Thea actuaba, hacía el papel de la actriz célebre de vida escandalosa, y en su honor hay que decir que lo representaba con gran economía de medios, como si no advirtiera aquellas miradas ávidas, admirativas, burlonas o envidiosas, ya que concentraba toda su atención en Melchior, ¡mirad!, ¡es él!, quería decir el desenfadado movimiento con que se colgó de su brazo, desviando hacia él el homenaje que recibía de sus admiradores; su cara sin maquillar, de pómulos tártaros, asumió la belleza a la que tenía acostumbrado a su público y que éste esperaba de ella: con los ojos entornados, alzó hacia Melchior una mirada de risueña picardía, buscando en los ojos de él protección para su incógnito, a fin de no tener que mirar hacia ningún otro sitio, como si no le importara ni dónde ponía los pies y se dejara guiar, aunque era ella la que guiaba, y esta ostensible sumisión la hacía aparecer, con su larga falda negra, abierta hasta la rodilla, sus zapatos de tacón de aguja y su blusa de fina, casi transparente, seda gris antracita, aún más frágil y, sobre todo, más rendida que en cualquier otro de sus papeles, además de reservada y discreta.
Hablaba volublemente, pero a media voz, hurtando las palabras a los oídos curiosos, hablaba sólo con los labios y la sonrisa, dominándose, imitando perfectamente, con un punto de burlona exageración, la banal charla de sociedad, y aderezando la actuación con algo de la tensión del ensayo de la tarde, una energía acumulada que, bien dosificada, le servía para tratar de amortiguar y desviar la alegría y la emoción elementales que le producía la presencia de Melchior, la proximidad de su cuerpo; pero los recursos teatrales, aunque utilizados con cuentagotas, o precisamente por estar tan magistralmente medidos, no podían pasar inadvertidos, las gentes se paraban, se volvían, la seguían con la mirada, cuchicheaban a nuestra espalda, la observaban descaradamente o con disimulo, se daban codazos, señalaban con el dedo, las mujeres inspeccionaban su indumentaria, devoraban con los ojos su grácil manera de andar, los hombres, aparentando indiferencia, le acariciaban los pechos con la imaginación, palpaban las esbeltas caderas o daban una palmada en el trasero, redondo y prieto, en suma, todos y cada uno hacían con ella lo que les apetecía, como si fuera de su exclusiva propiedad, la amante de todos, o la hermanita pequeña, mientras ella desfilaba, aparentemente absorta en su pareja, el elegido, y nosotros, gracias a ella, también recibíamos atención, convertidos, a los ojos de los espectadores, en comparsas de su apoteósica entrada.
Yo, más por decir algo en aquella situación que por auténtica curiosidad, fingiendo ignorancia y extrañeza, pregunté al francés, un chico delgado, moreno y melenudo, qué le había traído hasta aquí, y él, mientras subíamos la escalera, se inclinó hacia mí con una expresión cortés, reservada y francamente condescendiente; tenía los ojos rasgados y pequeños, parecía que el globo ocular no tenía espacio para moverse, lo que les daba una expresión fija y penetrante, pero lo que a mí me interesaba realmente no era su respuesta sino lo que tan dulcemente susurraba Thea al hombre que yo sentía en mi hombro, mi brazo, mi costado.
El francés, en frases casi perfectas pero con el fuerte acento de su lengua materna, respondió que él no residía aquí, es decir, en esta zona de la ciudad, pero que le gustaba visitarla y venía con frecuencia, y por eso nuestra invitación no podía ser más oportuna, ya que tenía intención de ver esta obra, pero no comprendía mi extrañeza, ¿por qué no había de venir? Él no era tan ajeno a este mundo como yo parecía imaginar, al contrario, se encontraba aquí más a gusto que en el sector occidental, puesto que era marxista y miembro del partido comunista.
Su retórica hábil y sinuosa, la intención inequívocamente agresiva de su respuesta, la sensibilidad con que instintivamente había adivinado en mí al posible rival, su tono autocomplaciente, su expresión un poco insolente pero no desenfadada, su mirada fija y provocativa, que reflejaba al mismo tiempo una simpática combatividad juvenil y un prejuicio cerril, todo ello me sorprendió, y, aunque enseguida acepté el reto, me parecía fuera de lugar una acalorada controversia política en aquel entorno frío, árido y formal, y de buena gana me hubiera echado a reír, ¿qué sandeces son ésas? Su declaración me hizo el efecto de un chiste un poco picante, efecto que acentuaban tanto el gesto de infantil desafío de su bien parecido semblante como su indumentaria que, según los cánones locales, había que calificar de descuidada, su llamativo inconformismo tenía el sello de otra cultura, el grueso jersey, un poco raído y no muy limpio, la larga bufanda de lana roja que le daba dos vueltas al cuello y le caía por la espalda, eran observados por la concurrencia, rigurosamente aseada y endomingada, es decir, adocenada y rancia, con ojos de sorpresa y reproche, casi podías oír el murmullo de desaprobación; pero, por una parte, yo no quería ofenderlo y, por otra, también me sentía objeto del interés general, por lo que opté por dominar el impulso y le respondí con una sonrisa afable, en la que también había cierta superioridad, que sin duda había interpretado mal mi sorpresa, ya que yo no pretendía pedirle explicaciones ni hacerle reproches, sino que, por el contrario, me consideraba afortunado de haberle conocido, ya que hacía más de seis años, y recalqué seis años, que, en este hemisferio oriental, no había tenido ocasión de hablar con una persona que, por firme convicción, se confesara comunista.
Qué quería decir con eso, preguntó.
A lo que, con la superioridad del experto en la materia, respondí que nada más que lo dicho, y que él no tenía más que hacer el cálculo y sacar conclusiones.
Si me refería a la primavera del sesenta y ocho, dijo, perdiendo aplomo, y mientras yo, saboreando mi ventaja, movía la cabeza afirmativamente, en efecto, precisamente en aquello estaba pensando, él me miraba fijamente, indeciso, pero en el momento en que dejé de mover la cabeza agregó con vehemencia que no le parecía que de aquellos hechos pudiera sacarse la enseñanza de que había que abandonar la lucha.
Y, mientras Thea despotricaba contra su director, esta vibrante consigna, pronunciada por unos labios infantiles, resultaba conmovedora, fervorosa, enérgica y, por lo tanto, convincente; pero, ¿a qué lucha se refería? ¿Con quién y contra quién? La situación era tan grotesca que me quedé con la mente en blanco, y, en aquella pausa tragicómica, se oyó la cháchara de Thea, que decía que Langerhans haría un embajador estupendo, en Tirana, por ejemplo, o quizá un simple jefe de estación, no tenías más que verle quitarse y ponerse las gafas en su ridícula nariz y revolverse el grasiento pelo con sus dedos de salchicha para imaginártelo estampando sellos en un papel pero, por todos los santos, que dejara la dirección teatral, no era broma ni exageración, Melchior conocía la escena, la cuarta escena del tercer acto, la del consejo privado, bien, pues era la única escena potable de toda la obra, una escena escalofriante en la que seis personajes siniestros están sentados alrededor de la mesa, una mesa enorme, increíble, que él había mandado hacer, bien, pues para aquella escena había elegido a los seis actores más abominables que tenía, ya podía imaginarse Melchior cómo disfrutaban los pobres y lo agradecidos que trabajaban, ¡lo hacían francamente bien!, revolviendo carpetas, rascándose, tartamudeando y mordiéndose las uñas, también Langerhans se mordía las uñas sin parar, ¡qué asco!, y aquellos seis individuos ni siquiera desean acabar cuanto antes para irse a su casa, como todo el mundo, a ellos les es completamente igual la hora, porque hace treinta años que esperan un papelito, hace treinta años que no se enteran de nada, ni es de esperar que se enteren ya, imagine, ya verá qué aburrimiento, aquello aburría hasta a las ovejas, y esto era lo único que sabía hacer, aburrir, ¿cómo iba a tener ni la más remota idea de lo que es una mujer, ni de lo que una mujer espera de un hombre este plúmbeo burócrata del teatro?
Tras una ligera vacilación, dije que me parecía que estábamos pensando en dos cosas completamente distintas y hablando de dos cosas completamente distintas, que él hablaba de París, naturalmente, y yo, no menos naturalmente, de Praga.
Es decir, prosiguió Thea, si alguna idea tenía, debía de ser de lo más burdo e impresentable, y esto le hacía recordar una historia, una pequeña aventura picante que quería contar a Melchior.
No era la primera vez que él se tropezaba aquí con ese escepticismo, lamentable pero totalmente intrascendente desde una perspectiva histórica, respondió el francés, pero no creía que la torpe acción de los rusos pudiera poner en tela de juicio el hecho incontrovertible de que ésta era la patria del socialismo, y agregó unas frases inconexas acerca del derecho a la propiedad de los medios de producción.
La aventura había ocurrido entre ella y Langerhans, aún se sonrojaba al pensarlo, y cuando por fin llegaron al extremo en que no sabían qué hacer el uno con el otro, ella se propuso descubrir a toda costa al ser humano que él llevaba dentro, quería saber quién era realmente.
Tan ridicula era su demagogia a mis ojos como lamentable era a los suyos mi escepticismo, y no creía, dije, que él calificara de torpe acción el que un ejército extranjero hubiera sofocado los disturbios estudiantiles de París.
Muy propio de la élite descerebrada llamar disturbios a una revolución.
Muy propio de los ideólogos miopes predicar que el fin justifica los medios.
Los dos nos habíamos parado en la escalera mientras los demás continuaban, pero Melchior, un peldaño más arriba, se volvió rápidamente, como si mi hombro tirara de él, y entonces vi en la cara del francés que, con toda su indignación, en el fondo, estaba disfrutando con algo que a mí me parecía bochornoso, penoso, ridículo y superfluo, aquella conversación a la que me había dejado arrastrar y en la que ni siquiera parecía expresar mi propia opinión o, en todo caso, sólo parte de una opinión no formada del todo, ya que no puede existir ecuanimidad total cuando la fina membrana del autodominio cede ante la acometida de irracionales pasiones primarias mal reprimidas, de una ofuscación que no dispone sino de un lenguaje puramente sensitivo que sería preferible callar que expresar, por lo que mi furor estaba dirigido menos contra él que contra mí mismo; él, que, con aquel cuerpo desmesuradamente largo y delgado y sus desmesuradas ideas, parecía sentirse como el pez en el agua y no advertía las miradas de cólera, ¡y de envidia!, que le lanzaban aquellos entre los que, aparentemente, se encontraba como en su propia casa, ni se daba cuenta de que, con su pelambrera y su mugrienta bufanda roja, les parecía un payaso, un provocador que hacía burla de la forma de vida y los lastimosos esfuerzos de todos ellos, aunque el verdadero payaso era yo.
Parece ser, dijo con una calma afrentosa, que él y yo hablábamos idiomas diferentes.
Eso parece, dije, pero, por muy a gusto que aquí se encontrara, pregunté entonces, sin poder ni querer reprimir la irritación, si no había reparado en el detalle de que él podía cruzar el Muro y nosotros, no.
Yo había levantado la voz y las dos mujeres se habían parado, si más no, porque el brazo de Melchior había resbalado de la mano de Thea, y nos miraban; frau Kühnert, horrorizada, echaba chispas desde detrás de los gruesos cristales de las gafas como advirtiendo: ¡cuidado, que se oye hasta la última palabra!, pero yo no podía callar y, aunque estaba abochornado, dije que no debía sorprenderle tanto que habláramos idiomas diferentes, puesto que diferente era nuestra libertad personal.
Entonces Melchior cortó la discusión, alzando la mano con el gesto autoritario de un maestro de escuela y me dijo que tuviera cuidado, que por la boca de su amigo hablaban Robespierre y Marat, que yo no lo sabía pero que allí tenía a un revolucionario a carta cabal.
Molesto conmigo mismo, con una última llamarada de mi ridícula ira cargada de envidia, dije que precisamente por eso discutía con él.
Entonces también yo era un revolucionario, me preguntó con ojos de espanto e incredulidad levantando las gruesas cejas; estaba divirtiéndose a costa de su amigo.
Naturalmente que lo soy, respondí sonriendo ampliamente con todo mi furor.
Su tono de complicidad nos situaba en un plano común y daba a la escena un giro inesperado que me liberaba de mi bochorno; él había comprendido mi agitación y también mi vergüenza, con su comprensión la disipaba, con su comprensión se ponía a mi lado y se alejaba del francés, gracias a él volví a respirar.
Pero entonces el francés se echó a reír inesperadamente; era una risa átona, con la que quería hacer resaltar su superioridad sobre mí, pero la risa también estaba dirigida a Melchior, con el que sin duda ya había dejado atrás discusiones como ésta, tan atrás que habían quedado más allá de todo posible acuerdo, o quizá en esto consistía el acuerdo, y como rechazando la inmundicia de aquella común actitud nuestra de compadreo y cínica superioridad, y, con ella, la repugnancia que habíamos suscitado en él, agitó una mano barriéndonos de su mundo y dando a entender que no se podía razonar con nosotros, que éramos unos irresponsables sin remedio.
El gesto con el que irguió su hermosa cabeza al tiempo que volvía la cara para otro lado tenía un empaque realmente heroico, mientras que nuestra actitud, a pesar del triunfo común, era cínica.
Un acomodador de librea gris, que parecía surgido de tiempos remotos y que no apartaba su obsequiosa mirada de Thea, nos abrió la puerta del palco de honor del primer piso.
Desde una altura de casi cuatro metros contemplábamos la platea, las manchas claras de las caras que oscilaban o se inmovilizaban formando distintas composiciones en la sala, las butacas púrpura y blanco dispuestas en filas arqueadas, y el escenario, de amplia boca, flanqueada por columnas corintias con capiteles dorados; el telón estaba subido y se veía el decorado: sobre un fondo pintado en los grises del alba se alzaban las torres oscuras y las tapias melladas del patio de la fortaleza prisión, sumido en las negras sombras de la noche, del que partían lóbregos pasadizos que conducían a las, mazmorras; tras los barrotes de unas celdas excavadas en los gruesos muros se adivinaban espectrales figuras humanas. Nada se movía y sin embargo todo parecía vivir, hasta nosotros llegaba un destello -quizá el cañón del arma de un guardián-, un rechinar de cadenas, un tintineo, entre el sordo murmullo del público y las rápidas escalas de los músicos que afinaban sus instrumentos, y después pareció que entre las oscuras sombras de los muros de la fortaleza pasaba fugazmente la tela rosa de un vestido de mujer y que una ligera corriente de aire traía el eco de una voz melodiosa que daba una orden; porque cuando un escenario de estas dimensiones está abierto antes de que empiece la representación y el aliento de los espectadores aún no ha caldeado el espacio, se percibe en el ambiente un soplo que huele un poco a engrudo.
En el palco se procedió a la distribución de asientos con una ronda de silenciosos cumplidos que enmascaraban una dura batalla, y la cortesía no disimulaba del todo las preferencias que se insinuaban en miradas y gestos apenas esbozados; porque no era indiferente dónde se sentaba cada cual: yo quería seguir al lado de Melchior, y lo mismo quería él, pero no podía separarme del francés, ni él de mí, sin hacer patente que nuestra incompatibilidad era no sólo ideológica sino también física, que nos molestaba y repugnaba nuestra proximidad, y una hostilidad tan evidente hubiera violentado a Melchior, algo que yo quería evitar; por otra parte, estaba tan claro que Pierre-Max y Melchior formaban pareja que ni Thea ni yo nos atrevíamos a situarnos entre los dos, pero ella, que había organizado aquella velada teatral sólo por Melchior, no renunciaría a sentarse a su lado, mientras que frau Kühnert, a pesar de que en aquel momento mantenía cierta reserva, modestamente, daba a entender que nos consideraba compañía poco grata y que lo único que ella quería era sentarse al lado de Thea; ello me colocaba en situación de desventaja, ya que, consciente del mudo reproche de Thea por mi imprudente y desconsiderado comportamiento, yo deseaba sentarme entre ellos dos, para no renunciar ni a la proximidad de Melchior ni a la posibilidad de desagraviarla a ella, lo que, evidentemente, resultaba inviable, puesto que yo no tenía derecho a separarlos.
Ante nosotros estaban los ocho sillones de la primera fila del palco, y la tarea de desenredar los hilos de nuestras relaciones, con la adecuada distribución de los puestos.
En tales situaciones, el egoísmo calibra la magnitud de los sentimientos y, cubriéndose con el manto de la consideración, actúa sin escrúpulos; durante nuestros calculados movimientos de cortesía sonaron dos señales, dos breves sílabas acompañadas de sendos ademanes imperiosos, ¡ven¡, dijo Melchior en francés a su amigo, que se mantenía a la expectativa, en posición neutral, y ¡vamos!, dijo Thea con impaciencia dirigiéndose a mí.
Entonces se vio claramente que, por mucho que Melchior se hubiera resistido a acudir al teatro, Thea había hecho bien en insistir o, más exactamente, no le había fallado su instinto al inducirla a forzar este encuentro, ya que, en definitiva, ella sólo podía conseguir algo que él deseara también.
Melchior no había renunciado tan rudamente a sentarse al lado de su amigo por mera consideración o cortesía hacia Thea, sino por verdadera atracción, él tenía que escoger, y su elección estaba determinada por el hecho de que ambos, Thea y él, eran aquí los personajes principales y a ellos correspondía la presidencia.
Thea también se mostraba posesiva y cariñosa conmigo, estábamos muy pendientes el uno del otro, pero lo que entre nosotros no pasaba de escarceos y suspiros, entre ellos parecía estar en el umbral de la consumación, es decir, su atracción no era tan unilateral como había tratado de hacerme creer frau Kühnert, aparte de que la diferencia de edad no era de veinte años sino de diez a lo sumo, lo que hacía su relación quizá insólita pero no ridícula; sea como fuere, en el momento en que ellos tomaron el mando se vio que nosotros no éramos más que el séquito de la pareja protagonista, y ni el hecho de que, en el orden de la jerarquía, se me hubiera asignado un lugar superior al del francés, podía hacerme olvidar esta diferencia.
Yo no tenía mucha experiencia en la percepción de las radiaciones afectivas que parten del hombre, y pensaba que quizá las interesadas revelaciones que acerca de Melchior me había hecho frau Kühnert me habían inducido a error y que este flujo de simpatía que sentía en mi hombro no estaba destinado a mí sino a Thea, ya que en torno a ella girábamos ambos.
Así nos sentamos: a un extremo, el francés, ahora reducido al silencio; entre él y Melchior, yo; a la derecha de Melchior, Thea, y, al otro extremo, frau Kühnert, que era la única que ocupaba el sitio que quería.
Yo procuraba que mi codo no rozara ni por casualidad el de Melchior en el brazo del sillón, pero él, con la sagacidad del líder, pareció darse cuenta inmediatamente de que me sentía incómodo en el asiento que él me había asignado, porque, por un lado, me violentaba haber desplazado al francés del lugar que lógicamente le correspondía y, por otro lado, me aguijoneaban los celos, como si yo tuviera algún derecho sobre Thea, Thea, que ni me pertenecía ni yo deseaba que me perteneciera, y, sin embargo, me dolía perderla, me la habían arrebatado en mis barbas, pero yo se la quitaría al otro, y entonces él, como si quisiera complicar más todavía aquella penosa situación, me puso la mano en la rodilla afectuosamente, me miró un momento a los ojos sonriendo, nuestros hombros se rozaron casualmente, él hizo una mueca y, como si nada hubiera ocurrido, se volvió hacia Thea recomponiendo su sonrisa.
Con la sonrisa que tenía a flor de labios me pedía disculpas por el enojoso incidente de antes, pero en sus grandes ojos azules había una sonrisa más profunda y más elocuente que me decía que aquel al que exhibía como amigo no era más que una pantalla, un escudo con el que se protegía para no quedar por completo a merced de Thea; había, sí, una cierta relación, pero no debía tomarla en serio, era algo superficial, sin importancia, podía considerarla prácticamente liquidada, con lo que, sencillamente, traicionaba al amigo, renegaba de él, al tiempo que, con el gesto de su cara, se aproximaba a mí, tratando claramente de tranquilizarme; cierto, Thea lo perseguía, estaba entusiasmada, y él se dejaba querer, le parecía encantadora, y la ironía con que frunció sus bellos labios estaba provocada tanto por la situación como por su propia persona, lo que le daba un aire de simpática arrogancia, pero tampoco por ella debía preocuparme, él no tenía intención de conquistarla, otra cuestión que podíamos considerar zanjada, de hombre a hombre.
Ni sus visajes ni su expresión podían pasar inadvertidos a los interesados, pero, por otra parte, su descarada franqueza y su hipocresía -porque en aquel momento comprendí que, a pesar de las apariencias, no era sincero, algo que después, cuando mis celos se disiparon, no sabría ver, y confiaba en él-, su desfachatez y su deslealtad pie causaron pésima impresión, pero no tuve la fuerza, ni quizá la posibilidad, de rechazar esta prueba de confianza tan poco ética; aquella situación me aterraba, y fingía mirar al escenario, al tiempo que, como un ladrón, espiaba a derecha e izquierda, para ver si los demás habían notado algo, aunque, en el fondo, también estaba disfrutando con el riesgo de nuestro juego particular.
Mi conciencia me susurraba que, si tomaba en serio su mudo mensaje, estaría robándoselo a dos personas, a una apenas la conocía, pero con la otra sería desleal, y este pensamiento convertía mi inquietud en alarma; aunque el francés no podía haberse dado cuenta de nada, porque tenía el cuerpo inclinado hacia adelante y, con la barbilla apoyada en el antepecho almohadillado de terciopelo, contemplaba la platea que zumbaba suavemente debajo de nosotros, y Thea, aunque hubiera visto cómo Melchior me ponía la mano en la rodilla, no hubiera dado importancia al gesto, sólo la mirada severa de frau Kühnert me advertía que -por más que lo intentara- no podría escapar ni un segundo a su vigilancia y que ella protegía celosamente los intereses de Thea.
Aún sentía el efecto de la sonrisa y la mueca de Melchior cuando yo, a mi vez, me incliné hacia adelante y, distanciándome de los demás, me apoyé en el antepecho, para disimular la confusión que me causaba el calor que despedía su cuerpo; me parecía que me había hablado con sinceridad, su voz resonaba en el vacío, como si retumbara en una oscura caverna.
Los aplausos empezaron en los palcos del tercer piso, sonaron después encima de nosotros, en el segundo, y, cuando el director de la orquesta apareció en la puerta del foso, se precipitaron en cascadas e inundaron la platea hasta las primeras filas, y entonces se apagaron las luces de la enorme araña de cristal que colgaba de la cúpula decorada con rosetones.
Porque yo conocía también su voz, una voz cálida y profunda que denotaba vigor, seguridad y decisión, que daba la impresión de no tomarse muy en serio, de estar jugando consigo misma, no ya para dar una falsa apariencia, sino para establecer una distancia prudente, y que podía ser dulce como un ronroneo; yo no sabía de dónde ni cómo la conocía ni voy a afirmar que buscara en mi memoria la clave de esta sensación de familiaridad, pero su voz se movía dentro de mí con seguridad, recorriéndome con sus ecos, probando su impostación en distintos puntos, como si buscara su lugar y significado en la circunvolución justa del cerebro, ese puntito diminuto, ese nervio, ese lugar en el que se encontraba el compartimiento, cuidadosamente aislado e inaccesible en aquel momento, que guardaba su recuerdo.
Cuando, casi dos meses antes de aquella velada teatral, llegué a Berlín, se me alojó en la primera casa de la Chausseestrasse, cerca de la puerta de Oranienburg, en una habitación del cuarto piso de una vieja casa de vecindad, fúnebre y gris; naturalmente, allí no había ninguna puerta de la ciudad, el nombre era el único vestigio de una topografía de la que la historia había arrasado, quemado y barrido literalmente muchas cosas, y comprendo que decir que la casa era fúnebre y gris no es decir mucho, porque en los barrios en los que la guerra ha dejado en pie algo antiguo y original todas las casas son fúnebres y grises, aunque no carezcan de estilo, siempre y cuando no entendamos por estilo lo puramente ornamental y reconozcamos sin prejuicios que cada edificio es reflejo de las circunstancias materiales y espirituales del momento de su construcción, a eso y nada más llamamos estilo.
Como estilo es también la destrucción, que en la historia humana se encadena con la misma perseverancia que la construcción, pero en ese barrio no fue total ni sistemática como en los demás, en los que nada quedó en pie y, entre los flamantes edificios de nueva construcción, seguía soplando el viento del vacío; aquí fue posible tapar huecos, cubrir el chamuscado esqueleto de las casas con la carne de las paredes nuevas, aquí habían quedado las suficientes piedras unas encima de otras como para que pareciera lo más práctico poner unas piedras más para ofrecer un rudimentario abrigo contra la intemperie, aún quedaban muchos fundamentos de antes de la devastación que ofrecían garantías de solidez, y aunque los parches, remiendos y los fríos muros nuevos no podían restituir a los edificios su empaque de antes de la destrucción, subsistía el viejo trazado de calles y plazas, y algo se había heredado de la antigua estructura y carácter de la ciudad, aunque de aquel estilo recio y ostentoso, exuberante y frugal a la vez, mundano y austero, de aquel estilo vital, no quedaba más que el recuerdo.
Tras la fachada del nuevo estilo se adivinaba la sangre del viejo sistema, el antiguo principio, la imagen muerta del viejo orden.
La Hannoversche Strasse, la espléndida Friedrichstrasse, la intersección de la antigua Elsásserstrasse, rebautizada Wilhelm-Pieck-Strasse y la Chausseestrasse, que antiguamente formaban una bonita plaza, languidecían en esta triste resurrección: un decorado desierto y silencioso de tiempos de penuria por el que, de tarde en tarde, traqueteaba un tranvía; a un extremo de la pequeña plaza se levantaba una vieja columna anunciadora olvidada, con el vientre abierto por la metralla, y en las lunas de los escaparates, casi opacas de polvo, se reflejaba la esfera rota del reloj que coronaba la columna y que, en este oscuro espejo, daba la hora por haber dejado de señalarla, parado a las cuatro y media de un tiempo difunto.
Y en el subsuelo, bajo la fina corteza de la calzada, a intervalos, se oía pasar el metro, un ratear que crecía, que vibraba bajo los pies y se extinguía en las profundidades, pero era un metro que no podía utilizarse, las estaciones, que habían quedado indemnes, estaban tapiadas; los primeros días de mi estancia, yo no sabía qué eran aquellas salidas ciegas que había en las aceras centrales de la Friedrichstrasse, hasta que frau Kühnert, solícita, me lo explicó, dijo que aquella línea que pasaba por debajo de nosotros unía los barrios occidentales, que a nosotros no nos pertenecía, eso dijo, «a nosotros, no» y que no la buscara en los nuevos planos de la ciudad, porque no la encontraría, pero yo no sabía a qué se refería; entonces me pidió que prestara atención, que me lo explicaría: si yo, pongamos por caso, viviera en el lado oeste, es decir, si yo fuera un occidental, podría subir, por ejemplo, en Kochstrasse, y cruzar por aquí en el tren, exactamente debajo de nosotros había una estación, en la que el tren aminoraba la marcha pero no paraba, cruzaba por toda nuestra zona y entraba otra vez en el llamado Sector Occidental y allí podía yo apearme en la estación de Reinickendorf, ¿lo había entendido ya?
Cada cual conoce su ciudad, pero los nombres de las calles de una ciudad extraña y la ubicación del este y oeste, incluso para el individuo dotado del más certero sentido de la orientación y los más exactos conocimientos topográficos, quedan en pura abstracción, no se asocian imágenes al nombre ni se asocian experiencias a la imagen; esto lo comprendía yo, porque no es preciso haber nacido aquí para comprender que debajo de la calzada está algo que en realidad no está, es decir, que hemos de hacer como si no existiera y como si sólo pudiera existir en nuestro recuerdo de la vieja capital, a pesar de que hoy sigue formando parte del sistema circulatorio de la ciudad, es decir, que existe, pero sólo para los del otro lado, que no pueden apearse en las estaciones bloqueadas y vigiladas por centinelas, si más no, porque un tren fantasma no tiene estaciones y, por lo tanto, ni ellos pueden existir para nosotros, ni nosotros para ellos.
Digo que lo comprendo casi todo, salvo una cosa: por qué el tren aminora la marcha en estas estaciones inexistentes ni para qué sirven los centinelas, tanto éstos como los otros, y, puesto que las estaciones están tapiadas, qué vigilan, y por dónde salen cuando terminan la guardia; de algún modo lo entiendo, dije, sólo que no me parece lógico, o quizá no entiendo esta lógica.
Si seguía hablándole en este tono de burla, no me contestaría, dijo on el orgullo herido del nativo, lo que me cerró la boca.
También la habitación del cuarto piso de la casa de la Chausseestrasse tenía algo de este estilo; cuando, por las oscuras puertas dobles artísticamente talladas, entrabas en el amplio recibidor que parecía un saluón de recepciones, te salía al encuentro una vaharada del pasado: el recibidor estaba completamente vacío, en el oscurecido parquet que en ciertos lugares había sido reparado con sencillas tablas, y crujía a cada paso que dabas; pero resultaba fácil imaginarse sonidos más débiles, amortiguados por mullidas alfombras orientales, por ejemplo, los pasos de una doncella que, a la luz de la gran lámpara del techo, acude presurosa a abrir la puerta a damas y caballeros vestidos de etiqueta; tortuosos corredores con suelo de madera de pino comunicaban la cocina, las habitaciones del servicio y dependencias auxiliares con la parte noble de la vivienda, habitada por los señores, cinco grandes habitaciones cuyas elegantes ventanas en arco daban ahora a estas sombrías fachadas; a mí se me instaló en el que había sido el cuarto de una criada.
Por la ventana de mi cuarto de criada veía el ennegrecido muro de incendios de la casa de al lado, que estaba tan cerca que apenas dejaba entrar la luz del día; era, pues, un alojamiento modesto, con una cama de hierro, un gran armario que crujía por todas las juntas, la mesa de rigor con un tapete manchado, una silla y, en las paredes, por lo menos una veintena de diplomas cuidadosamente enmarcados, que sabe Dios por qué mi arrendador había colgado precisamente allí.
Cuando, echado en la cama, miraba por la ventana, ensimismado, me parecía ver, en el perfil del negro mapa del muro de enfrente, el tejado que se reventaba y se venía abajo y las llamaradas que asomaban por el hueco, y sentir el vendaval que avivaba el fuego e imprimía esta huella para la posteridad y para mis ojos; vegetación de hollín sembrada por las llamas en una pared que había resistido a la destrucción.
Yo procuraba no ver en aquel cuartito más que un apeadero transitorio y pasar allí el menor tiempo posible, y, cuando no tenía nada mejor que hacer, me desnudaba, me metía en la cama, que tenía un hoyo en el centro y, para aislarme del entorno, me tapaba un oído con una mano y metía en el otro el auricular de mi radio de transistores; en el piso vivían cuatro niños pequeños, su abuelo, la abuela paralítica, el padre, que casi todas las noches llegaba borracho y la madre, una mujer pálida, de aspecto sorprendentemente juvenil para haber tenido cuatro criaturas y cuya fragilidad, nerviosa vitalidad, cálidos ojos castaños y febril dinamismo me recordaban a Thea, o mejor a la inversa, como si Thea, en uno de sus papeles de juventud, representara su propio personaje, suponiendo que se aviniera a ello.
Por esta razón, yo escuchaba programas que no me interesaban, es decir, escuchar casi nunca escuchaba, miraba fijamente por la ventana y no hubiera podido decir si pensaba en algo, simplemente dejaba que el cuerpo flotara en aquel vacío sin asidero ni horizonte para huir de mis recuerdos.
En mi cerebro, que se cerraba al recuerdo, fue entrando, poco a poco, una voz grave, de una grata suavidad, una voz risueña, cuya jovialidad, casi visible, marcaba la cara desconocida del que hablaba, y al poco rato, sin darme cuenta, estaba escuchándole, aunque en realidad no prestaba atención a lo que decía sino a cómo lo decía, ¿quién sería?
Conversaba con una vieja gloria de la canción ligera, en un tono tan distendido y natural como si estuvieran en un café en lugar de una emisora de radio, y por la torrencial charla de la anciana, sus risitas y sus arrumacos, se notaba que se había olvidado del micrófono, lo que daba a la entrevista una intimidad casi palpable; aunque no se trataba de una chachara trivial, el diálogo estaba salpicado de antiguas grabaciones de las que el hombre parecía estar bien documentado, y daba la impresión de conocer también perfectamente aquel mundo del pasado que era el verdadero motivo del diálogo, la gran ciudad palpitante y frívola, electrizante y cruel que revivía en la risa y el arrullo juvenil de la anciana; lo sabía todo, pero no presumía de sus conocimientos, al contrario, con frecuencia se dejaba rectificar de buen grado o reconocía francamente su error, aun sin excluir la posibilidad de que la dama pudiera dejarse engañar por la subjetividad de sus recuerdos, pero ello no resultaba ofensivo, porque él, con su afabilidad y su justificado entusiasmo, había conquistado a la anciana; cuando terminó el programa y él se despidió hasta la semana siguiente a la misma hora, me quité el auricular y, como si hubiera saciado todas mis necesidades físicas y espirituales, apagué la radio.
A la semana siguiente a la misma hora empezó el programa, pero me sorprendió que no hablara él sino que fueran famosos cantantes de ópera los que presentaban antiguas grabaciones, verdaderas piezas de museo de gran valor e interés; cantaban Lotte Lehmann, Schaliapin y Richard Tauber, y él se limitaba a anunciarlos, lo que a mí, pese a la decepción, no dejó de agradarme; era modesto, reservaba su locuacidad para las entrevistas, y yo me dije que haría bien en mantenerse fiel a ese principio.
Y se ha mantenido, pero yo no volví a escucharlo, me olvidé de él; una noche entré en la cocina a buscar un vaso de agua, y encontré a mi joven casera limpiando puerros; trabajaba fuera de casa, en una fábrica de productos de amianto, según dijo, siempre en turno de día, Por ser madre de cuatro hijos pequeños, y por la noche preparaba la comida del día siguiente; me senté a charlar con ella, mejor dicho, yo hablaba y ella respondía, brevemente; estaba cortando un puerro Cuando me decidí a decirle que, si no tenía inconveniente, trasladaría el armario de una pared a la otra, porque donde ahora estaba tapaba la poca luz que entraba en la habitación, ella no contestó y siguió cortando el puerro en rodajas anchas, y entonces me aventuré a agregar que, si me lo permitían, mientras ocupara la habitación, quitaría los diplomas de la pared.
La mano que sostenía el cuchillo quedó inmóvil y la mujer me miró con sus cálidos ojos castaños; durante un segundo de silencio sostuve su mirada sin recelo, admirando su serena belleza; sólo me pareció extraño que encogiera sus delgados hombros como el gato arquea el lomo antes de bufar, luego hundió la mano del cuchillo en el barreño de agua y, cerrando los ojos como si estuviera a punto de echarse a llorar, empezó a gritar frases enrevesadas y plagadas de modismos que en aquel entonces me resultaban prácticamente incomprensibles, descargando en mi cara, todavía sonriente y confiada, la ira acumulada por tantas vejaciones como había tenido que soportar; pero qué se han creído, chillaba, que vamos a aguantárselo todo, si aún tendremos que bailarles el agua, cerdos extranjeros, amarillos del carajo, pandilla de negros muertos de hambre, que no la dejaban descansar ni en su día de fiesta, y encima exigencias, si hasta la mierda tienes que limpiarles, si ni en tu propia casa puedes estar tranquila, si en todo se meten y te ciscan los cacharros, pero qué se han creído, no tienes más que ver lo que son ellos y lo que somos nosotros, y no importa de dónde vengan, y es que ni se han enterado de que la escobilla del retrete sirve para limpiar la mierda de su culo asqueroso.
Al oír lo de los amarillos y los negros me levanté y, con ademán apaciguador, acerqué una mano a su hombro, para tranquilizarla, pero la sola idea del contacto hizo que su cuerpo se agarrotara en actitud defensiva y sus denuestos subieran de tono, mientras buscaba el cuchillo entre los vegetales que nadaban en el barreño, por lo que me pareció más prudente retirar la mano y, como la sorpresa me había hecho perder la facultad de hablar en un idioma que no era el mío, para calmarla no supe sino tartamudear que no se alterara, que me marcharía lo antes posible, pero con mis palabras no hice sino echar leña al fuego y ella siguió chillando detrás de mí por el pasillo y las últimas palabras me las gritó en la oscuridad del gran recibidor vacío.
El director de orquesta, vadeando el río de aplausos, subió al podio, miró a derecha e izquierda, encogió los hombros y levantó los brazos a la luz las lámparas de los atriles, como el que va a empezar a nadar, mientras un silencio expectante se extendía por la sala; en el escenario amanecía una fría mañana.
Acercando los labios al oído del francés, susurré que, como podía ver, estábamos en una prisión, pero su cara permaneció impasible al tenue resplandor del crepuscular escenario.
Y fue como si, tras una calma momentánea, los vibrantes cuatro primeros compases de la obertura devolvieran a la sala el estruendo de los aplausos que acababan de apagarse, pulverizando, barriendo y silenciando todo lo puramente teatral; cuatro compases breves, desgarrados y sobrecogedores, ecos de un estallido telúrico, que ridiculizaban y empequeñecían los humanos afanes, y tú, asomado al abismo, presa de vértigo, mudo y estremecido, oyes de boca de un clarinete una melodía melancólica, tierna y amorosa, que sube de las profundidades pidiendo misericordia, a la que se unen los dulces fagots y los oboes implorantes, ansiosos de libertad, pero la escarpada pared del abismo devuelve el suspiro convirtiéndolo en airado retumbar de trueno, que crece como un río tumultuoso que todo lo inunda y se filtra por las grietas y hendiduras de los muros que se alzan ante él: pero es en vano que el agua arrastre peñas, guijarros y grava, porque, al cabo, su fuerza será como la de un simple arroyo, comparada con el poder que la hace crecer, que la domina y al que no podrá vencer, mientras arriba, fuera, lejos, no suene el ansiado toque de trompeta, conocido, esperado e inesperado, de la redención triunfal, la liberación, simple como una bofetada, símbolo pueril, voz de libertad ante la que el alma se desnuda, como se desnuda el cuerpo para gozar del amor.
Cuando terminó la obertura y por fin me atreví a cambiar de postura, ya que no me había parecido correcto moverme antes, el francés y yo nos arrellanamos en el sillón casi a la vez; él me sonrió complacido, a los dos nos había gustado lo que acabábamos de escuchar, y esta común aprobación puso fin a las hostilidades; por una grieta de la muralla, un fino rayo de sol de teatro incidía en el patio de la prisión.
Aquel domingo por la mañana no volvimos a hablar, el propio Melchior estaba avergonzado de su cinismo y de su falta de sensibilidad; después, mientras poníamos la mesa, intercambiamos varias frases, pero comimos en silencio y sin mirarnos.
Antes de que acabáramos de almorzar -él todavía tenía en el plato un poco de coliflor, puré de patata y un trocito de carne-, sonó el teléfono, él dejó cuchillo y tenedor en el plato con gesto de irritación, pero en el rápido movimiento con que, simulando impaciencia, asió el auricular que tenía detrás, había tanta ansia que comprendí que su irritación y su impaciencia eran fingidas, como si con ellas pretendiera pedirme disculpas por anticipado.
Desde luego, no le gustaba que nos interrumpieran las comidas, ya que este acto, más que servir para la necesaria alimentación, constituía una especie de ritual que daba contenido al tiempo que pasábamos juntos y dignificaba nuestra relación.
Nunca le pregunté ni me pregunté a mí mismo cómo comía cuando yo no estaba, pero creo que no debía de ser mucha la diferencia; Probablemente, cuando estaba solo ponía la mesa con el mismo esmero, aunque sin tomarse excesivas molestias ni exagerar la nota, a juzgar por los fines de semana que pasamos en casa de su madre, en su ciudad natal, donde, entre los muebles antiguos del comedor, casi cada detalle, desde la simétrica colocación de los cubiertos hasta la manera de servir las viandas, denotaba la secular cultura protestante e la mesa -frugal y ceremoniosa a la vez- que era para ellos una especie de segunda naturaleza y que él no sólo había adoptado sino que en mi presencia exageraba con amaneradas pretensiones estéticas; aquel domingo, sin embargo, mientras comíamos en silencio -por primera vez, yo pude observar sus movimientos, el ritmo de su masticación y deglución como si lo mirara por el ojo de la cerradura-, cada uno de nosotros se esforzaba por encerrarse en sí mismo, por aislarse, por no incomodar al otro con su presencia, como preparando la retirada total; con lo que se puso de manifiesto que el ceremonial exagerado, pedante y metódico que él observaba en nuestras comidas y en todas las actividades cotidianas en general, no era simplemente signo de una afectación hasta entonces incomprensible, sino una norma de conducta que practicaba en atención a mí, a nosotros dos, por la que marcaba e imprimía carácter al tiempo que pasábamos juntos y a cada uno de sus movimientos, en previsión de un final inevitable; por eso se esforzaba en dar a cada momento el empaque más estético, impresionante y solemne posible, para hacerlo memorable, para que fuera un recuerdo fácil, tangible, concreto.
En la mesa ardían velas en antiguos candelabros de plata, no sólo por estética y solemnidad, sino también para no tener que usar fósforos ni encendedor al fumar, que podían ensuciar el blanco mantel adamascado, y para que ningún elemento prosaico profanara la exquisita elegancia con la que se pretendía excluir al mundo vil; en la mesa siempre había flores, las servilletas adamascadas tenían servilleteros de plata con las iniciales grabadas, el vino no se sacaba en su botella de origen sino decantado en un recipiente de cristal tallado, lo cual, dicho sea de paso, no le hacía ningún favor; no obstante, a pesar de que tanta delicadeza hubiera podido resultar irritante, las comidas transcurrían sin tensión ni rigidez, y ello se debía a que él comía con buen apetito, engullía casi con voracidad, aunque, eso sí, masticando bien cada bocado y, si algo quedaba en mi plato, lo terminaba; también bebía copiosamente, aunque sin emborracharse ni alegrarse siquiera.
El que llamaba era Pierre, y, después de tomar el último bocado, empecé a quitar la mesa, buscando un pretexto para salir de la habitación y no estorbar; hablaban en francés, y eso hacía que Melchior se transformara de un modo curioso, como si estuviera electrizado, reacción a la que era completamente ajena la persona de Pierre; aun admitiendo que mi prevención estuviera causada por los celos, en estos casos yo tenía la impresión de que él se convertía en otro, como si renunciara a su atractiva naturalidad para asumir una personalidad distinta y obsequiosa, parecía el típico estudiante modelo, el primero de la clase, que, para mejorar la nota, habla con voz engolada, estira el cuello y vocaliza cuidadosamente, como si masticara las palabras en lugar de pronunciarlas, aunque no parecía hacerlo sólo por perfeccionismo, sino porque buscaba a su otro Yo, una persona a la que adivinaba en su interior y trataba de encontrar dando a sus frases la entonación correcta; me violentaba oírle, pero no sólo por él sino porque en su conducta reconocía yo mis propios esfuerzos; se recostó en el respaldo cómodamente, de lo que deduje que se preparaba para una larga charla, y me indicó con una seña que le dejara el plato y la copa.
En la cocina, amontoné los cacharros sucios en la mesa al lado del fregadero, pero no los fregué: mi generosidad y altruismo por lo que a Pierre se refería no llegaban a tanto; también hubiera podido irme al dormitorio, desde luego, pero cuando volví a la sala seguían hablando, mejor dicho, ahora hablaba Pierre, extensamente, y Melchior escuchaba sonriendo, mientras rebañaba el plato con la yema del dedo, que luego chupaba.
Abrí la ventana y me asomé porque no quería oír ni las pocas palabras que entendía, sólo quería estar presente.
En este juego del desdoblamiento de la personalidad, por el que él buscaba una identidad nueva por medio de otra lengua, existía un sutil mensaje destinado a mí, y después de nuestra conversación de la mañana, mi oído distinguía este leve matiz de otra manera.
Cuanto mejor pronunciaba la lengua extranjera, cuanto más desterraba el acento de su lengua materna, que tenía grabada en la cara, la boca, la garganta y hasta en la actitud de su cuerpo, más se apartaba de su personalidad; y era natural, porque, en su propia lengua, el ser humano no habla con frases pulidas ni cuida la pronunciación, sino que se expresa espontáneamente, con un propósito interior y una armonía personal en la que se manifiesta la instantánea, infinita, inviolable e inatacable perfección del consenso de una comunidad lingüística; cuando el ser humano habla en su lengua materna, incluso una frase mal hilvanada combina despreocupación y rigurosa disciplina, la regla se auna al desenfado, y no cabe el error ni la falsa entonación; el error es imposible porque toda falta, todo defecto de pronunciación o giro incorrecto denota un falseamiento de la realidad; y, a la inversa, cuanto más imperfecto y forzado estaba él en esta perfección mimética, extrañamente desvaída e insípida, tanto más evidente era para mí que yo, que sólo lo conocía en su lengua materna, en la actitud y el gesto que correspondían a su lengua materna, no lo conocía en realidad, porque no era idéntico a sí mismo, porque estaba siempre pronto a esta transformación, por lo cual yo no podía confiar en la persona a la que creía conocer, ya que era dos personas y tenía dos lenguas, entre las que podía elegir a capricho; por lo tanto, seria inútil que yo tratara de hacer míos sus sentimientos, ni de coaccionarlo personalmente y mucho menos a través de Thea; la mitad de él siempre quedaría libre, no era susceptible a la coacción, en este terreno yo no podría poner pie, ahí empezaba un mundo privado que me estaba vedado, al que no podía ni asomarme a mirar, mis celos serían inútiles, porque, aunque él no amara a este francés, amaría al que fue su verdadero padre, su alma querría expresarse en su lengua; hasta ahora yo había entendido su historia como resultado de avatares pretéritos, había sido inútil que él intentara explicármelo, yo era muy obtuso para comprender que esta división física y psíquica era su verdadera historia, él había tenido que optar por su padre francés, muerto por los alemanes, oponiendo su alma a su cuerpo y su cuerpo a su lengua materna, no sólo porque era su verdadero padre -a quién interesa el esperma de un desconocido-, sino porque no había podido decidir de otro modo; por justicia histórica, había tenido que rechazar al padre alemán al que no había conocido pero al que amaba, cuyo rostro había contemplado durante horas en fotografía, cuyo apellido llevaba y que había muerto de frío en un campo nevado o en una trinchera.
Si hasta entonces también nos parecía agradable cierta tensión entre nosotros, la que me producía aquella larga conversación telefónica, que me excluía en más de un sentido, era difícilmente soportable; durante unos minutos me calenté a los fatigados rayos del sol de invierno; el que entraba en la habitación había ido desplazándose lentamente, ahora sólo quedaba una fina raya que daba en un ojo y el pelo de Melchior y en la pared, encima de su cabeza; volví a la sala, saqué la manta de debajo del cojín, me eché en el sofá, de cara a la pared y, como el que al fin encuentra consuelo, me envolví en la manta suave y cálida.
Quizá él tenía razón, quizá yo no tomaba en serio su historia y consideraba los sentimientos de odio hacia su condición de alemán como un odio de sí mismo que tenía otras causas, del mismo modo en que él se resistía a aceptar la triste historia de mi vida; a pesar de que más de una vez le había hecho llorar, y en una ocasión me dijo fríamente que no podía ver en ella más que la consecuencia, a escala personal, y, por consiguiente, trágica, del aniquilamiento de los movimientos de masas anarquistas, comunistas y socialistas europeos, a consecuencia de la pugna entre las dos superpotencias: los dos éramos el triste producto de aquella destrucción, dijo, dos típicas mutaciones, y se reía.
Un tanto ofendido, aludí a los aspectos peculiares de la historia húngara, y estaba ofendido porque a nadie le gusta que se vea en su historia personal un síntoma, la secuela de una enfermedad o, incluso, de una degeneración a escala europea, pero, por más que yo argumentaba, él se mantenía en sus trece, y se enfrascó en una larga disertación geopolítica acerca de las razones por las que precisamente el levantamiento húngaro del cincuenta y seis -él decía levantamiento y no revolución- fue el primer síntoma grave, que también podía considerarse punto de inflexión, de la reciente historia europea, porque significó el final de todas las luchas inspiradas por el espíritu tradicional, su práctica liquidación; los húngaros habían apelado heroicamente pero también con una gran ingenuidad a un postulado europeo tradicional que, como se vería, había dejado de existir; desde luego, el levantamiento había tenido resonancia y, naturalmente, había dejado tras de sí unos cuantos cadáveres húngaros.
Unos cuantos miles, puntualicé, entre los que murieron luchando y los que fueron ejecutados, entre ellos, mi amigo.
Esos principios, prosiguió como si no hubiera oído mi inciso, perdieron su eficacia una vez terminada la segunda guerra mundial, sólo que Europa, con la vergüenza de no haber podido defenderse y la euforia de la victoria, no reparó en que los soldados de las dos grandes potencias que se abrazaban en el Elba sobre el cadáver carbonizado de Hitler representaban el auténtico poder mundial.
Por distintos que sean sus objetivos, ya se llamen autodeterminación nacional o justicia social, para las dos grandes potencias todo se reduce a lo mismo, dijo, las dos quieren impedir un desarrollo que no dependa del juego de intereses que cada cual ha amoldado a su propia ideología.
Lo que, por un lado, significa una regresión del desarrollo a un estadio predemocrático, con lo que se condenan al fracaso cualesquiera esfuerzos por alcanzar una independencia democrática o nacional, a lo cual, y que no se me olvidara esto, la otra superpotencia que proclama principios de libertad y autodeterminación da rápidamente su bendición; por otro lado, no se permite que se desarrollen y realicen los modelos surgidos de la emancipación de la burguesía, y los esfuerzos racionales en pro de la igualdad de derechos y la justicia social, radicales por naturaleza, son sacrificados en el altar del conservadurismo, a lo que, a su vez, la otra superpotencia, que predica la justicia social, se apresura a dar su aprobación, por un lado, porque ella misma es conservadora y, por otro, porque todo cambio social, cualquiera que sea la idea de igualdad en la que se apoya, amenazaría su estructura jerárquica.
Así están las cosas, dijo, como si se burlara del apasionamiento de su digresión política; yo, aprovechando la pausa de su vacilación, que estaba provocada tanto por la reflexión como por la ironía de sí mismo, expresé la duda de que pudiera equipararse tan drásticamente a las dos grandes potencias, tanto por lo que se refiere a sus fines como a sus prácticas.
Que no creyera, prosiguió sin hacer caso de mi objeción, que no había oído aquella discusión mientras subíamos la escalera del teatro; aunque él hablaba con Thea, nos escuchaba, y tuvo la impresión de que en nuestro pequeño duelo verbal se percibía el desmoronamiento de los valores europeos tradicionales más claramente que en la llamada arena política, en la que la cautelosa fraseología diplomática o Ia cruda retórica del debate tratan o bien de limar asperezas, o bien de acentuarlas hasta el absurdo; sencillamente, somos ridículos, dijo, no necesitamos el Muro para nada, nos ladramos unos a otros como perros rabiosos, sin sospechar, sin preguntarnos, sin tratar de averiguar lo que puede haber al otro lado, y sin pensar siquiera en que, al fin y al cabo, el Muro fue levantado para que nos ladráramos los unos a los otros.
Se habían despedido por lo menos tres veces y vuelto a empezar, estaban tan lanzados que no podían parar, hacía más de cuarenta minutos que hablaban, y yo no sólo adivinaba sino que también oía y entendía que, escudándose en la lengua extranjera, Melchior hablaba de mí, cotilleaba o me utilizaba en beneficio propio en su polémica; charlaban, argüían, peleaban y chismorreaban como dos viejas, mientras yo me envolvía en un mudo furor y en la manta y trataba de adormilarme al arrullo de la abominable cantinela de su voz, ansioso por alejarme de todo: puesto que solo me dejaba, solo quería estar.
Porque, por convincente que fuera cada uno de sus razonamientos, y tanto más convincente por cuanto que, a diferencia de mí, él nunca se apasionaba, no se acaloraba, no perdía los estribos, no estallaba, como si no tuviera emociones, por espinoso que pudiera ser el tema objeto de su análisis, y categórica e implacable su facultad analítica, que él matizaba de ironía, yo me mantenía siempre escéptico ante sus efectistas teorías, porque tenía la impresión de oír hablar a una persona que rehuía sistemáticamente cada punto esencial de su vida y de sí mismo, y que analizaba estas maniobras de evasión con un racionalismo lógico sin fisuras, para ocultar una sensibilidad en carne viva.
Como era habitual en mí, yo prestaba menos atención a lo que él decía que a cómo lo decía, y trataba de asimilar los elementos del estilo, mucho más delatores, ese bloqueo de los sentimientos, esa maniobra distante y deliberada, a base de frialdad o ironía, para comprenderlo desde su propia perspectiva, siempre atento a descubrir el punto que él acababa de soslayar y, con esta pequeña clave, tratar de descifrar su personalidad; pero tenía la impresión de moverme entre sombras, cada uno de sus gestos no era más que una insinuación, su aspecto, su sonrisa, su voz, hasta su entorno eran simples alusiones; otra alusión era Thea, a la que él deseaba pero no quería, y Pierre-Max, al que no quería y del que no podía prescindir, y hasta yo mismo no era más que una alusión.
En una ciudad desconocida, el forastero, con ayuda de los ojos, la nariz, la lengua y los oídos, establece puntos de referencia que para el indígena resultan extraños, incomprensibles y hasta irritantes, sirviéndose del trazado de las calles, ya sea éste regular o irregular, las fachadas de los edificios, el ambiente de las casas y el aspecto de sus habitantes, su complexión, su forma de vestir, la lentitud o la rapidez de sus reacciones, porque en una ciudad en la que no puede sernos de ayuda la familiaridad que se consigue por el hábito, no es posible separar el exterior del interior con la misma nitidez que en nuestra propia ciudad, en la que estamos habituados a mantener separados los estímulos externos de los impulsos internos; en una ciudad extraña se confunden lo esencial y lo accidental como si una espesa niebla los envolviera, se superponen fachadas y caras, ruidos y expresiones faciales, escaleras y movimiento, color, olor, luz y beso, comida y abrazos, porque ignoramos el origen y la historia de todo ello y, por consiguiente, es más fuerte su efecto; esta ignorancia nos hace regresar al paraíso de la ecuánime observación infantil y recuperar el placer del descubrimiento, ¡qué feliz irresponsabilidad!, quizá por eso al ser humano de nuestro siglo le guste tanto moverse y recorra las grandes ciudades del mundo, solo, en pareja o en manada, en busca de esa grata familiaridad con las cosas, porque es el único estado aceptado universalmente en el que, sin responsabilidades agobiantes ni propósitos exigentes, se puede saltar ese grueso muro que separa los hechos de la niñez inconsciente de las vivencias de la edad adulta responsable, el estado en el que, por fin, ¡oh, delicia!, puede confiar uno en la propia nariz, paladar, oídos y ojos, los elementales e infalibles órganos de los sentidos.
Por lo tanto, eran inútiles sus elaborados razonamientos, inútil su teoría masoquista y amargada con la que pretendía negar que se odiaba a sí mismo y demostrar que no era alemán, que era un farsante que se recreaba en su mentira, que ésta era toda la verdad que podía extraer de sí mismo y que, por lo tanto, tenía que marcharse; nada significaba para él que yo percibiera en su casa el mismo fluido peculiar que, por ejemplo, exhalaba por dentro y por fuera el reconstruido teatro de la ópera, y que no sólo no era distinto del que había percibido en el lujoso piso convertido en vivienda proletaria de la Chausseestrasse, sino que lo simbolizaba, del mismo modo en que el objetivo de cada ciudad, de cada edificio público importante, es sublimar la experiencia de lo cotidiano en el plano abstracto de la arquitectura.
Desde luego, algo sabía yo del pasado de esta ciudad, pero no más de lo que puede descubrir una amena guía de viaje; por ejemplo, a causa de mi interés por el teatro conocía la historia de la ópera y de sus varias reformas, y sabía que el príncipe Federico, al que el mundo, que juzga y clasifica por categorías históricas, llamaría el Grande, se ocupaba intensamente de los planes de ampliación de su futura capital siendo todavía príncipe heredero, en compañía de Von Knobelsdorff, su arquitecto preferido, y cuando subió al trono, a la muerte de su padre -Federico Guillermo, el Rey Soldado-, nadie pudo impedir que acometiera sus ambiciosos proyectos, con la consiguiente demolición, devastación y destrucción; todas las casas de la burguesía, modestas y carentes de pretensiones artísticas, de anchura y altura diversas, edificadas durante el reinado de su antipático padre en la avenida Unter den Linden, las mandó arrasar sin temor a ser tachado de arbitrario, para levantar en su lugar suntuosos palacios de cinco pisos de estilo veneciano cuyas preciosas fachadas parecían contemplar el entorno con frío desdén; pero finalmente el conocimiento de estos datos no sirvió sino para que en mi cabeza se estableciera una muy curiosa asociación de ideas que asombró a Melchior.
Yo sabía que de los edificios públicos que se levantaron en Unter den Linden para uso de la corte, el primero fue el teatro de la ópera, que, al igual que todos los proyectados por Knobelsdorff, fue construido en estilo clásico siguiendo fielmente los cánones de Palladio y Scamozzi, pero, detrás de la sobria geometría de los grandes planos exteriores, fríos y simétricos, se dio rienda suelta al gusto personal del arquitecto y de su patrón, en un interior de un barroco exuberante que se desbordaba en asimétricos ornamentos en blanco, oro y púrpura; ahora bien, para el emplazamiento del futuro edificio se había elegido el enorme solar que se había abierto entre la ciudadela y el antiguo foso, que hoy es una callejuela que aún se llama «Festungsgraben», o «Foso de la Fortaleza».
Era como si, al abrir un viejo arcón militar, cuadrado y pintado de gris, encontraras una primorosa caja de música de oro y pedrería, con figuritas que bailan al son de dulces melodías sobre un zócalo de jade.
La mullida alfombra rojo cereza sobre el suelo blanco del apartamento, los muebles de laca blanca, la cortina granate con lirios dorados que caía formando profundos pliegues desde el techo hasta el suelo, las paredes blancas y lisas, el espejo barroco, los esbeltos candelabros y las pequeñas velas con sus llamas amarillo tiznado que humeaban a la corriente de aire, todo ello, a mis ojos, ofrecía el mismo contraste fascinador entre exterior e interior; y la misma decidida pretensión de distanciarse de lo externo, de lo actual, de lo real se manifestaba en el lenguaje de las piedras y los objetos, en el revoque de los muros fin de siglo, que se caía a trozos y, no obstante, parecía recién terminado, en las profundas heridas que las ráfagas de las ametralladoras de la guerra habían abierto en los bloques de casas burguesas y en las viviendas de los patios interiores construidas para el servicio y el proletariado, en aquel minúsculo apartamento del quinto piso y en el templo de la música que representaba la cultura de la ciudad.
Algún motivo tendrían para darse tanta prisa, seguramente para romper con el aborrecido pasado lo antes posible, lo cierto es que, a los dos arios de iniciadas las obras, ya estaba terminado el edificio; era una construcción impresionante para su época, que no sólo estaba destinada a la ópera sino también a diversos actos y fiestas sociales, por lo que, en la planta baja, donde ahora están las taquillas y el vestíbulo, Knobelsdorff puso cocinas y despensas, habitaciones para el personal y otras dependencias, encima de las cuales levantó tres enormes salas comunicadas entre sí, que, con ayuda de dispositivos mecánicos de elevación y descenso, se convertían en un gran salón de baile, y no es de extrañar que ya en aquel entonces se considerara una maravilla esta triple división que, a pesar de las varias restauraciones y modificaciones realizadas en el edificio, se ha conservado hasta nuestros días.
Cuando interrumpí la cínica confesión de Melchior por la que se reconocía amigo de falsedades, con precaución, para no herir su susceptibilidad, traté de exponer mis observaciones, le dije que no sólo no podía descubrir falsedad alguna en la forma en que él había decorado su apartamento, sino que, por el contrario, este pragmatismo burgués, mezcla de frugalidad proletaria y exquisitez aristocrática, esta ambivalencia que incorpora todos los símbolos y elementos del pasado, no los encontraba sólo en su casa sino en toda la ciudad; él entornó los ojos y guardó silencio, y aunque comprendí que me adentraba en un terreno al que él no podía ni quería seguirme, le dije que la impresión general no me parecía atractiva ni íntima, pero que la encontraba sincera y, sobre todo, muy alemana y que, a pesar de que no conocía el estilo del otro lado, me atrevía a afirmar que todo esto era característico de aquí, por lo que no era tanto mi entendimiento como mi nariz y mis ojos los que recusaban sus apreciaciones acerca de su nación y sus manifestaciones que, a mi modo de ver, reflejaban odio de sí mismo.
Bastaba, le dije, con que contemplara atentamente ese teatro: en la última reforma, que en realidad más que reforma fue reconstrucción, desaparecieron los dioses y los angelitos, se eliminaron las paredes divisorias de los palcos y se redujeron al mínimo los dorados y los adornos, como si se pretendiera purgar del espacio interior todo el pasado, aunque se respetó, sí, algún que otro motivo ornamental, como los emblemas rococó en el antepecho de los palcos y en lo alto de la bóveda; daba la impresión de que se había querido diluir la exuberante fastuosidad del interior de antaño para asimilarla a la fría simplicidad de la fachada, una idea congruente para la arquitectura actual, que a un tiempo preserva y destruye el pasado, conservando, concretamente, su adusta uniformidad, con lo que refleja perfectamente el espíritu del momento que sólo aspira a satisfacer las necesidades básicas; por otra parte, agregué, aquí olía todo a desinfectante, como si existiera una enfermedad contagiosa.
Este miedo al pasado, estas contorsiones estilísticas entre conservación y eliminación los había observado también en las casas particulares, por lo que no creía que él pudiera considerarse un caso aparte, al contrario, repetía e imitaba involuntariamente esta ambigüedad, porque su modesto piso interior de proletario, que él había amueblado con exquisitas reliquias de sus antepasados burgueses a fin de distinguirse de los demás, podía compararse con el espacioso piso de la Chausseestrasse, construido para una vida de lujo, en el que ahora vivía una modesta familia proletaria con cuatro niños.
Parecía que no acababa de entender lo que le decía y, sentado frente a él a la grata luz de las velas, yo percibía en su rostro sus sinceros esfuerzos por reprimir la impaciencia.
Ya que tan versado estaba yo en la historia de la arquitectura alemana, dijo, y tanto sabía también del alma del pueblo alemán, no ignoraría lo que había escrito Voltaire en su Diario después de su encentro con Federico el Grande.
Él, naturalmente, sabía que yo lo ignoraba.
Se inclinó hacia adelante, puso su mano en mi rodilla con gesto de amistosa superioridad y me miró con una sonrisa en los ojos en la que se reflejaba una ironía que en parte estaba dirigida hacia sí mismo.
Medía un metro sesenta, dijo significativamente, recalcando las sílabas como un pedagogo, tenía una figura desmedrada pero bien proporcionada, mantenía una postura tan erguida que rayaba en lo grotesco, pero sus rasgos faciales eran agradables y denotaban inteligencia y afabilidad, cuando juraba, algo que hacía con tanta frecuencia como un carretero, el tono de su voz era francamente simpático, llevaba su hermoso cabello castaño claro recogido en una coleta, siempre se peinaba él mismo y lo hacía con esmero; para empolvarse, no se sentaba delante del espejo con gorro de dormir, camisón y pantuflas, sino envuelto en una vieja bata de seda, bastante sucia por cierto, tampoco le gustaba la ropa de paisano y año va y año viene vestía el sobrio uniforme de su regimiento de infantería, nunca se le veía con zapatos, siempre calzaba botas, ni le gustaba llevar el sombrero debajo del brazo como era costumbre en aquella época, en general, a pesar de su simpatía personal, su actitud y su aspecto tenían un algo forzado: por ejemplo, hablaba el francés mejor que el alemán y sólo utilizaba su lengua materna con personas que no sabían francés, ya que su propia lengua le parecía bárbara.
Aún no había acabado de hablar cuando Melchior me oprimió las rodillas con las manos, se inclinó hacia adelante y me estampó dos besos conciliadores en las mejillas, gesto que él entendía más como prólogo de una nueva enseñanza que como punto final; yo me man tuve distante, ahora me tocaba a mí mostrarme receloso y, en cierto modo, ofendido, aunque también me divertía comprobar que no podía apearlo de sus obsesiones con sutilezas.
Ello me reafirmó en la convicción de que, para conseguir buenos resultados, no se le podía atacar con teorías sino con el simple lenguaje de los sentidos, pero más adelante hablaré del insensato objetivo que yo perseguía y de lo erróneo, torpe y estúpido que era mi planteamiento.
Con la frente muy cerca de la mía, sin dejar de mirarme a los ojos, movió la cabeza de arriba abajo.
Como ahora verás, dijo con vehemencia, al bueno de Federico no le faltaban razones para hablar de barbarie, para hacer demoler las construcciones de su padre ni, seguramente, para mantener aquella postura tensa y forzada, y entonces rae preguntó si conocía la historia del teniente Katte.
No, respondí, no la conozco.
Pues él me la contaría, con lo que me haría progresar no poco en germanología.
A veces, yo tenía la impresión de que hacíamos experimentos el uno con el otro, pero sin saber exactamente con qué objeto.
Estábamos sentados frente a frente, él se había recostado cómodamente en su butaca y, como de costumbre, tenía los pies en mi regazo, y mientras me hablaba, yo le hacía masaje, lo que daba al contacto corporal una justificación innecesaria y una plácida monotonía; durante un momento se quedó inmóvil con la cara ladeada, mirando la copa de vino, luego tomó un trago, paseó la mirada por la habitación y finalmente me contempló con una expresión seria, pensativa y sentimental, pero su cambio de actitud nada tenía que ver conmigo, sino con la complicada historia que estaba evocando rápidamente antes de empezar el relato.
Dieciocho años tenía el extraño príncipe, empezó, que a los veintiocho subiría al trono e iniciaría la puesta en práctica de sus grandes proyectos de construcción, cuando, después de una violenta disputa con su padre, desapareció de palacio.
En vano lo buscan por todas partes, hasta que, de las confesiones de los criados, se deduce que, probablemente, ha huido y que un amigo suyo, un tal Hans Hermann von Katte, teniente de la Guardia Real, no es ajeno a su marcha.
El rey en persona, con su escolta, sale en persecución de los fugitivos, y es fácil adivinar la zozobra de la pobre reina mientras dura la caza.
La escolta regresa de Küstrin el veintisiete de agosto por la mañana, pero nadie puede, o quiere, dar noticias sobre el paradero del príncipe; por la tarde llega el rey.
La reina sale a su encuentro, angustiada, y aún caminan el uno hacia el otro cuando sus miradas se encuentran y el rey grita, colérico: ¡vuestro hijo ha muerto!
La reina se detiene, paralizada, las palabras de su esposo la consternan pero aún abriga una esperanza y balbucea: ¿cómo es posible?, ¿cómo es posible?, ¿acaso Su Majestad ha de ser asesino de su propio hijo?
Pero el rey ni se detiene ante su aterrorizada esposa y, al pasar por su lado, le ladra que ese canalla miserable no es hijo suyo sino un vil desertor que merece la muerte, y le ordena, furioso, que le entregue el cofre en el que guarda las cartas del príncipe.
El rey no pierde tiempo en abrir el cofre sino que lo rompe de dos puñetazos, agarra los papeles que contiene y se marcha hecho un basilisco.
En palacio todos se esconden, huyendo de su cólera, la reina acude junto a sus hijos, pero al poco aparece el rey y cuando los niños se acercan a besarle la mano los rechaza brutalmente y por poco no los pisa con sus botas mientras carga contra la princesa Federica, que está un poco apartada.
Sin decir palabra, el rey le golpea la cara con el puño por tres veces y la princesa se desploma sin sentido; si fraülein Sonnefeld no llega a sostenerla, hubiera podido abrirse la cabeza con el canto de un armario.
Pero el furor del rey no amaina, y la hubiera emprendido a puntapiés con la princesa, que estaba en el suelo, de no haberse interpuesto la reina y los niños con gritos y llanto para protegerla y recibido en sus cuerpos los golpes de las regias botas y del bastón.
La princesa Federica escribiría en sus Memorias que no tenía palabras para describir su desesperada situación; la cara abotargada y sanguínea del rey estaba violácea, la cólera le ahogaba, sus ojos parecían los de una fiera salvaje y echaba espuma por la boca; la reina gemía y agitaba los brazos como aletea un pájaro indefenso, los niños, abrazados a las rodillas del rey, sollozaban violentamente, hasta el pequeño, que no tenía más de tres años, y las dos damas de honor de la princesa, frau Von Kamecke y fraülein Sonnefeld, pálidas e inmóviles de consternación, no se atrevían ni a abrir la boca; y ella, la infeliz, que no había cometido otro delito que el de amar al príncipe más que a nada en el mundo y confesarlo en sus cartas, volvió en sí bañada en un sudor frío y temblando de pies a cabeza.
Y es que el rey no se limitó a golpear brutalmente a la princesa, sino que le lanzó terribles amenazas y la culpó de ser la causa de la destrucción de la casa real; con sus insidias, su inmoralidad y sus intrigas había sumido a la familia en la vergüenza y el infortunio, gritó, y lo pagaría con la cabeza; tampoco la reina se libró de sus iras, y como la cólera le había hecho olvidar que ya había declarado muerto al príncipe, ahora escupió a la cara de su esposa las blasfemias más monstruosas y le juró que enviaría a su hijo al cadalso, sí, al cadalso.
Parecía que nada podría contener sus maldiciones, su furor, sus amenazas y su sed de venganza cuando una voz temerosa anunció que el teniente Katte había sido conducido a palacio.
Esto serenó un poco al rey, mejor dicho, los que lo rodeaban advirtieron que desviaba de ellos su cólera, porque la sola mención de aquel apellido avivó las llamas de su odio, y la fiera que hasta ahora había rabiado dentro de su jaula salió afuera; iba a tener mucho trabajo el verdugo, lanzó a la reina y, con estas palabras, abandonó las habitaciones de los niños.
El rey no pudo arrojarse de inmediato sobre la nueva presa, porque en su gabinete aguardaban los caballeros Von Grunkow y Mylius, a los que, con voz ronca y entre imprecaciones, dijo que debían interrogar a Katte pero que, cualquiera que fuera su confesión, debía servir para abrir un proceso contra su hijo; tras hacer un breve resumen de lo sucedido, declaró que el príncipe era no sólo un traidor a la patria sino un vil criminal y un desertor, un miserable gusano, un engendro, un monstruo que no merecía piedad.
En aquel momento fue introducido en el gabinete el teniente Von Katte, un hombre de veintiséis años, alto y bien parecido, de ojos grandes y, es de suponer, tez mortalmente pálida, que inmediatamente se arrojó a los pies del rey, el cual, abalanzándose sobre él con furia desatada, le arrancó del cuello la cruz de caballero de la Orden de San Juan y le dio de puntapiés y bastonazos hasta que le faltó la respiración y el teniente quedó inerte en el suelo; porque el rey de Prusia, que también era gran maestre de la Orden de San Juan, tenía derecho a despojar dé la cruz a alguien como ese Von Katte.
Volviendo al relato, se reanimó al teniente con un cubo de agua y unas bofetadas y se procedió al interrogatorio. Katte respondió a las preguntas con tanta sinceridad, fortaleza de espíritu y lealtad a su rey que con su actitud impresionó vivamente no sólo a sus interrogadores sino al mismo monarca.
El teniente reconoció estar enterado de los planes de fuga del príncipe y, puesto que lo amaba con toda la fuerza de su corazón, tenía el firme propósito de quebrantar el juramento de fidelidad al rey y seguirlo, pero ignoraba a qué corte pensaba huir el príncipe y no creía que la reina ni la princesa Federica estuvieran enteradas, ya que habían mantenido los planes en el más estricto secreto.
Después del interrogatorio, lo despojaron del uniforme, le dieron un taparrabo y, casi desnudo, lo llevaron por la ciudad hasta el cuerpo de guardia.
El consejo de guerra tenía que dictar sentencia, pero sus miembros permanentes no se atrevían a emitir veredicto en asunto tan delicado, por lo que eligieron por sorteo a doce oficiales para se encargaran de la ingrata tarea.
El conde Döhnoff y el conde Linger solicitaron al consejo de guerra una pena menos severa, pero los demás, vista la gravedad del caso, recomendaron aplicar al coronel Fritz -por orden del rey, no podía darse otro nombre al príncipe heredero- y al teniente Katte la pena de muerte.
Cuando se leyó a Katte la sentencia, éste, con voz serena, dijo que se encomendaba a la Providencia y acataba la voluntad de su rey, que nada malo había hecho, y que, si morir debía, sería por una causa desconocida pero sin duda noble.
Un tal coronel Schenk recibió la orden de conducir al condenado a la ciudadela de Küstrin, en la que también el príncipe heredero se hallaba preso.
Llegaron a las nueve de la mañana y el resto del día lo pasó Katte en compañía de un sacerdote, con el que habló de su vida de desenfreno con gran arrepentimiento y estuvo toda la noche en fervorosa oración.
Entretanto, en el patio de la ciudadela se levantaba el cadalso, y se nacía de manera que quedara a la altura de la celda en la que se encontraba el príncipe heredero; por orden expresa del rey se derribó el antepecho de la ventana y se amplió la abertura hasta ras del suelo y luego se tapó con una tela negra el hueco, por el que bastaba dar un paso para pasar de la celda al patíbulo.
Los ruidosos trabajos fueron ejecutados por nueve albañiles y diecisiete carpinteros, dirigidos por sus maestros, en presencia del príncipe, que debía de pensar que era su propia ejecución la que se preparaba.
A las siete menos seis minutos de la mañana, el capitán Löpel, comandante de la fortaleza, entró en la celda del príncipe para comunicarle que, por voluntad del rey, debía presenciar la decapitación de Katte; el capitán Löpel llevaba sobre el brazo una túnica marrón, y pidió al príncipe que se la pusiera.
Cuando el príncipe se hubo cambiado, fue retirada la tela negra del agujero de la pared y el príncipe pudo ver el nuevo cadalso, construido con gran pericia.
Transcurrieron tres interminables minutos, y su amigo, vestido con una túnica marrón idéntica a la suya, fue conducido hasta lo alto del tablado, entonces se ordenó al príncipe que se acercara a la abertura de la pared.
La similitud que ponía de manifiesto la vestidura causó en el príncipe un efecto tan devastador -especialmente, porque había sido idea de su padre-, que se hubiera arrojado al vacío de no haberlo sujetado los guardias que a partir de aquel momento no soltaron sus brazos; después no querría despojarse de la túnica y durante tres años la llevó día y noche, hasta que se cayó a pedazos.
Cuando lo sujetaron, el príncipe empezó a gemir, a gritar y a suplicar que aplazaran la ejecución por el amor de Dios, que él escribiría al rey, que juraba renunciar a todo, al trono y a la vida, si se perdonaba a Katte, no pedía más que poder escribir al rey suplicando clemencia.
Mientras él rogaba y sollozaba, fue leída la sentencia.
Después de las últimas palabras, Katte, también sujeto por los brazos, se acercó a él y se miraron en silencio un momento.
¡Dios mío, exclamó el príncipe, qué espantosa desgracia la que me envías! Mi querido y único amigo, yo soy culpable de tu muerte, yo, que con gusto moriría en tu lugar.
Tenían que sujetarlo, pero Katte, que le llamó mi querido príncipe, respondió con voz débil que mil vidas que tuviera las mil daría por él, pero ahora debía despedirse de este mundo de sombras, y con estas palabras se arrodilló debajo de la cuchilla.
Se le había concedido la gracia de que sus criados lo acompañaran en sus últimos momentos, pero cuando uno de ellos fue a vendarle los ojos, él apartó suavemente las manos trémulas que sostenían el pañuelo y, alzando los ojos al cielo, dijo: en tus manos encomiendo mi espíritu.
Los dos verdugos le inclinaron la cabeza bajo la guillotina, los dos criados retrocedieron y el príncipe se desmayó en brazos de los guardias.
Por orden del rey, el cadáver decapitado de Katte debía permanecer hasta la noche ante los ojos del príncipe.
Desde su lecho, el príncipe vio el torso desnudo, el cuello cercenado y, en el cesto, la ensangrentada cabeza.
Tiritando de fiebre y sollozando de horror, exhaló un grito tan penetrante que los centinelas que patrullaban por el adarve se pararon un momento, luego volvió a perder el conocimiento.
Acurrucado junto a la pared de la celda, el príncipe lloró durante dos semanas, sin apenas dormir, sólo de vez en cuando aceptaba un trago de agua pero rechazaba el alimento; al fin se secaron sus lágrimas, pero permaneció varios meses mudo y cuando empezó a hablar otra vez dijo que nunca se quitaría la túnica marrón, pero al fin la tela se gastó y entonces el dolor se le incrustó en la piel.
El cadáver del teniente Katte fue puesto en el féretro aquella misma noche y enterrado dentro de la muralla de la fortaleza.
Yo, furioso como estaba, debí de quedarme traspuesto, porque, cuando acabó la conversación telefónica, el silencio y la quietud de la habitación me hicieron despertar con sobresalto.
Después de colgar el teléfono, él debió de quedarse unos minutos sentado en la silla, pensativo, yo sólo percibía el silencio, la pausa durante la cual él repasaba y almacenaba lo oído y lo dicho, y por eso me parecía que lo que yo percibía no era su presencia sino su ausencia.
Y, después del sobresalto, debí de pasar del duermevela a un sueño más profundo del que me despertó él al empujarme y acostarse a mi lado debajo de la manta.
Fue acomodándose poco a poco, con cautela, para no despertarme, pero yo no cedía terreno, no ansiaba sentir la leve excitación de su proximidad y no le dejaba más sitio que el que se apropiaba, ni abría los ojos, me hacía el dormido.
Él estuvo un rato sin moverse, apretado contra la pared, con mis rodillas clavadas en su vientre; un poco me aparté, como en sueños, pero cuanto más despierto estaba, con más empeño me hacía el dormido.
Ya podía dejarle un poco más de sitio, dijo; me había descubierto, sabía que no dormía.
Traté de relajarme, para no delatarme más aún.
Me había pasado un brazo por debajo de la nuca y con el otro trataba de atraerme, pero mis rodillas dobladas contrariaban su propósito al no dejarle sitio suficiente para que se pusiera cómodo.
Entonces pareció que se resignaba a mi rechazo y se acostumbraba a la forzada postura de su cuerpo, dejó de moverse, respiraba tranquilamente con la frente apoyada en mi hombro, trataba de conciliar el sueño, pero al fin se incorporó, furioso, y retiró el brazo de debajo de mi nuca; prepárate, dijo, ahora verás, me arrancó la manta y, apretándose contra la pared, se arrastró hasta el suelo.
Le oía desnudarse, el roce de la camisa y de la cremallera del pantalón y los golpes de la ropa en el suelo, luego se inclinó sobre mí, me puso las manos en las caderas, desabrochó el botón del pantalón, tiró e las perneras desde los tobillos, yo no me movía, mi cuerpo sólo cedía a la fuerza, me quitó los calcetines, me puso las palmas de las manos en las nalgas y, levantándome el trasero, me quitó el pantalón.
Volvió a subir al sofá por el lado de la pared, andando de rodillas y me desabrochó la camisa; puesto que el juego consistía en que yo me hiciera el muerto, ahora él disponía de más espacio, ya que sólo quebrantando las reglas del juego hubiera podido yo volver a doblar las rodillas y disputarle el sitio, y es que cuando me quitó los pantalones mis piernas se habían estirado y así debían seguir.
Tuvo que sacarme la mano de debajo del cojín, estirarme los brazos, levantármelos, forcejear con las mangas de la camisa bajo el peso de mi cuerpo, gruñendo, resoplando y gimiendo, lo que también formaba parte del juego, porque yo estaba tan rígido que no debía de resultarle fácil la operación.
Cuando encontró por fin un apoyo firme en el blando sofá y se inclinó sobre mí con las rodillas separadas, el olor de su cuerpo me inundó de un modo casi brutal, y es que la envoltura de la ropa retiene el olor impidiéndole salir al mundo exterior, pero cuando la ropa desaparece, el aliento del cuerpo se derrama impetuosamente, como el agua del río al ser liberada de la esclusa.
Cuando me hubo arrancado materialmente la camisa, la arrojó lejos y se acostó a mi lado con un suspiro y es que, como los brazos me habían quedado paralelos y extendidos sobre la cabeza rozando la pared con la muñeca doblada, sin querer, también le había dejado sitio en el cojín; entonces buscó a su espalda y a tirones sacó la manta que había quedado aprisionada entre nuestras piernas, puso un extremo bajo mi espalda y sujetó el otro con la suya; la ventana estaba abierta, entraban ráfagas de aire fresco; ronroneando de gusto, arropó nuestros cuerpos calientes con la manta y, rodeándome la nuca con un brazo y la espalda con el otro, apoyó la cabeza en el cojín delante de mi cara.
Yo no abrí los ojos, hubo un largo compás de espera, hasta que su cuerpo y el mío se rozaron; los dos cuerpos, paralelos y vueltos el uno hacia el otro, esperaban cada uno a que el otro renunciara a sus principios morales manifiestos; en realidad, él no me había desnudado de mis ropas sino de mi enfado, de mi orgullo, de mi exasperación y de mi cólera, de mi resolución a vivir sin él si no podía estar con él, en su casa, y aunque en el juego de desnudar mi pasividad había restablecido nuestra antigua unión, la apatía de mi cuerpo dejaba adivinar que me prestaba al juego sin convicción y no estaba dispuesto a deponer mi actitud combativa ni rendirme a su proximidad, su fragancia y su calor; por supuesto, todo venía de la conversación de aquella mañana, interrumpida en el punto culminante de nuestra mutua irritación.
No menos manifiesta era la ambivalencia de su actuación, desde luego, porque un acto, cuanto más enérgico y decidido es, más transparente resulta; él había inclinado la cabeza ante mí, pero no habia pedido perdón, había dominado su orgullo y ofrecido reparación; desde su punto de vista, todo este proceso de aproximarse y desnudar al que le habían impulsado sus sentimientos, unos sentimientos que como mejor podía él mostrarme era con su cuerpo, eran gestos de humildad cristiana, pero no debían interpretarse como una humillación, como tampoco es una humillación el lavatorio de pies, pero si ahora yo, después de todo ello, no respondía a las dulces agresiones de su pleitesía, él no daría ni un paso más, aquí estaba la frontera; al otro lado, prevalecen los principios morales inflexibles y crudos.
Entonces moví los brazos que tenía levantados, le pasé uno por la nuca y lo abracé con el otro, y él, separándome las rodillas con una de las suyas, introdujo un muslo entre los míos; ahora su cabeza estaba en mi hombro, su cadera en mi cadera y los dos cuerpos, vueltos el uno hacia el otro, se rozaban en toda su extensión.
Era un contacto tan rico de emociones y deseos que esta fracción de tiempo inconmensurable en la que se encontraron piel y piel, calor y calor, olor y olor -era físicamente imposible un mayor contacto-, fue como un profundo suspiro de dicha y bienaventuranza, que borraba distancias y diferencias; eso podrían sentir las paralelas en el infinito.
Era tan profunda y apasionada la armonía que generaba el simple contacto de los dos cuerpos que salvaba discrepancias e incluso doblegaba principios morales, como si en ella estuviera contenida la satisfacción física, aunque sin dar por ello la falsa impresión de que, por el simple contacto, nuestros cuerpos podían expresar sentimientos que la razón nos decía que no podían ser permanentes; por ello, debo decir que, en realidad, uno y otro cuerpo cuidaban fríamente del propio interés, tanteándose y manteniéndose en jaque mutuamente, como si dijeran: sólo si tú te entregas sin reservas me abandonaré a la locura del momento; esta alternancia de pasión y frialdad, instinto y razón, proximidad y distancia procedía de la necesidad de buscar una unión nueva y completa a ambos cuerpos que, presa del deseo, buscaban el momento de la satisfacción.
La inseguridad de nuestros cuerpos se convertía en la única seguridad, y ello era bueno, el cuerpo encendido de deseo observaba la falta de deseo del cuerpo y cuanto más se complacía cada cuerpo en esta observación, más se distendían ambos; quizá fui yo el que, al cabo de unos minutos, se durmió, oyendo entrechocar suavemente las amarinas hojas del álamo, agitadas por el viento, y sosegarse su respiración.
Nos dormimos abrazados, con su pecho en mi pecho, su cadera pegada a mi cadera, su cabeza en mi hombro, su pelo en mi boca, nuestras piernas entrelazadas debajo de la manta; pero estábamos tan juntos no sólo porque el sofá era estrecho, sino también porque, al estar relleno de crin vegetal, era duro y tenía el borde un poco aplastado, y aun dormidos teníamos que abrazarnos para no resbalar al suelo.
Despertamos al mismo tiempo; como sobresaltado en lo más profundo del sueño, su cuerpo se estremeció sobre el mío despertándome, y yo, que tenía el hombro y el brazo dormidos por el peso de su cabeza, me aparté, buscando la postura más cómoda a la que siempre tiende el cuerpo espontáneamente.
Me parece que abrimos los ojos a la vez y, cuando su cabeza resbaló de mi hombro al cojín, nos miramos a los ojos desde muy cerca.
Como cada uno de nuestros movimientos y sensaciones eran idénticos, no éramos conscientes de ellos hasta verlos reflejados en los del otro; así, mis ojos descubrieron en los suyos la mirada aparentemente neutra con que yo le observaba.
Nuestro sueño había sido igual de breve y profundo; había anulado el tiempo, y el conocimiento volvía con una cierta extrañeza, pero no de aturdimiento sino de una claridad diáfana, así, imaginaba yo, deben de ver el mundo los bebés.
En sus ojos veía lo que él leía en los míos, que aún no eran pensamientos, sonreímos al unísono, como por mutuo impulso, como si mis labios dibujaran su sonrisa y los suyos, la mía, lo que suscitó en ambos la misma reacción; retrayéndonos púdicamente de esta intimidad no buscada ni deseada, bajamos la cabeza, mejor dicho, inclinamos la cabeza el uno hacia el otro, de modo que nuestras frentes se tocaron.
Yo no cerré los ojos, y supuse que él tampoco los había cerrado o, si acaso, había vuelto a abrirlos enseguida.
La mirada, ya dispuesta a volver del extravío del sueño a la actividad de la vigilia en aquel ambiente de mutua satisfacción, podía contemplar ahora, en la oscuridad de debajo de la manta, el mundo de los sentidos, un panorama en forma de cuña visto desde arriba.
Formaban los costados de la cuña dos cuerpos que divergían simétricamente, dos cajas torácicas, una, la suya, cubierta de fino vello, y dos vientres, cóncavos por la tensión de la postura, uno liso y duro y más flácido el otro; debajo, los oscuros testículos formaban un blando nido en el vértice cerrado por los muslos, y los miembros, uno, el suyo, un poco más largo y grueso y el otro, un tanto cómico, recogido en su posición de descanso, yacían juntos en la misma paz que nosotros aquí arriba, en brazos el uno del otro.
De todos modos, dada la diferencia de complexión, la figura geométrica que formábamos no podía ser completamente regular, además, yo estaba un poco más arriba, por lo que nuestras sensaciones no podían ser idénticas sino sólo semejantes, su postura era un poco más cómoda, el peso de la parte baja de su cuerpo descansaba en mi muslo y, para no pintar un cuadro excesivamente idílico, y por qué había de hacerlo, reconozco que mi muslo estaba deseando librarse del peso; a pesar de esta incomodidad, mientras descansábamos en una armonía casi perfecta, nos pareció que nuestra mirada, despertando en nosotros una sensación simétrica de nuestra identidad, inducía la erección; lenta, casi imperceptiblemente, empezaron a erguirse nuestros flácidos genitales, congestionándose y tensándose, endureciéndose, tropezando y cruzándose, mientras la sensación de reciprocidad acrecentaba el impulso.
El simétrico y sincrónico proceso no podía ser más elocuente, pero también nos parecía cómico, porque, a pesar de que reflejaba un sentimiento sincero, reconocíamos en él la mecánica prácticamente implacable del instinto, el sistema que rige nuestros sentimientos; y entonces nuestras cabezas entrechocaron porque, como pillados en falta, apartamos la mirada al mismo tiempo y nos echamos a reír.
Sonó más como un grito de victoria que como una carcajada.
Un estallido de bronca alegría, alegría por la potencia que proclama el falo al erguirse con su: «¡mirad qué hombre!», alegría por la expansión de un órgano vivo, alegría por la capacidad de procrear, la ruda alegría de pertenecer al sexo fuerte, la risa que produce descubrir la primitiva mecánica de los instintos arcaicos, lo que llamamos cultura; cultura que nos hace gozar doblemente de los instintos primitivos, porque yo no sólo siento sino que sé que siento, y siento más porque lo sé.
El grito fue la manifestación sonora de nuestra alegría y también de nuestra rudeza y violencia elementales, fue una forma de comunicación que, potenciada por el humor, resultó en un placer mayor que el que hubiera podido producir una consumación por manipulación; ahora bien, como el ser humano, aun inconscientemente, siempre busca aumentar el placer, lo atraje hacia mí, pero él me rechazó con brutalidad y empezamos a pelear en el sofá como dos fieras.
En la realidad no existen ni la simetría perfecta ni la identificación total, un ocasional equilibrio en la diversidad es lo más que podemos alcanzar, y, aunque la pelea no era en serio, tampoco acabó en un abrazo, él me había apartado de sí porque hasta aquel momento yo me había sacrificado en aras de la simetría total, asumiendo la postura más incómoda, para que él se sintiera a gusto en mis brazos, como dando a entender que él era el más débil, es decir, que no era tan hombre como aparentaba, aunque la realidad es que yo aceptaba la forzosa desigualdad que se traducía en la postura de los cuerpos para aumentar mi propio placer, ya que la simetría perfecta no existe, sólo el deseo de alcanzarla, como tampoco puede haber movimiento que no precise de otro movimiento complementario.
La pelea empezaba a ir en serio y, a pesar de que los dos procurábamos escrupulosamente que siguiera siendo un juego, aumentaba la violencia; a la postre, se trataba de ver quién hacía caer a quién, quién sometía a quién, es decir, de una victoria total que destruyera toda idea de equilibrio; nos habíamos enredado en la manta, que después debió de resbalar, porque ahora nos retorcíamos desnudos y sudorosos en el estrecho sofá, al principio riendo, después en silencio, lanzando de vez en cuando una especie de grito de batalla, para a continuación impresionar al adversario con un alarido triunfal, nos golpeábamos con los puños, nos mordíamos, hacíamos palanca con los pies contra la pared, pataleábamos, nos retorcíamos brazos y piernas, y los muelles del sofá crujían, chirriaban, chasqueaban y gemían, y probablemente él se alegraba por lo menos tanto como yo de ver aflorar en esta lucha toda la hostilidad y el dolor que hasta entonces habían estado sumergidos.
Nuestros cuerpos, que un momento antes se habían ofrecido mutuamente pruebas palpables de deseo, ahora, sin que nos diéramos cuenta del cambio ni del peligro moral que este cambio entrañaba habían encontrado una actividad distinta, aunque no menos elemental, que transformaba los sentimientos, más aún, los hacía cambiar de signo: mis músculos y mis huesos, olvidando la delicadeza y la ternura del deseo, hablaban ahora con sus huesos y sus músculos en el lenguaje de la cólera.
Hasta que, jadeando roncamente, resbalé del sofá.
Traté de arrastrarlo en mi caída, pero él me golpeó la cara y, apoyándose en ella, volvió al sofá, y era natural porque de los dos yo era el más sensible.
Él se puso de rodillas y me miró con una sonrisa muda, los dos respirábamos con dificultad, luego, súbitamente cohibido, porque ninguno sabíamos qué hacer, ni con el triunfo ni con la derrota, se tendió de espaldas, también yo me puse boca arriba en la alfombra, y nos quedamos en silencio, respirando hondo para tranquilizarnos.
Y, mientras yo estaba abajo, con los brazos extendidos y él arriba, también con los brazos extendidos, jadeando y con una mano colgando, una mano que, con sólo levantar un poco la mía, yo hubiera podido tocar, pero que no toqué, sino que dejé que me colgara junto a la cara -me gustaba imponerme esta pequeña privación, que en cualquier momento podía subsanar-, tuve la sensación de que ya había visto antes aquel techo en el que el resplandor del sol de media tarde reverberaba en tres haces de luz divergentes en los que temblaban las sombras difusas de las ramas del árbol, y era como si esta mano doblada y yerta ya la hubiera visto antes, como si ya hubiera vivido antes esta historia increíble.
No encontraba explicación a esta sensación, aunque tampoco la busqué con mucho afán, pues interiormente no me sentía tan ajeno a este cuadro como para no comprenderlo, y es que, a veces, el cerebro anda remiso en darte los datos que pides de los recuerdos que almacena, te los deja adivinar insinuándolos, y en el fondo es de agradecer que demore revelar claves secretas, que no tenga prisa por poner ti a una situación placentera; que sea tan considerado.
Quizá, si le hubiera tomado la mano…
Porque entonces él gritó dos veces, como si tuviera que librarse de una angustia mortal, una asfixia, un dolor insoportable o de un placer delirante, la voz dolorida lo convulsionó agarrotándole el pecho y la garganta; gritaba su dolor al silencio de la habitación, y yo me quedé como fulminado, incapaz de moverme o socorrerlo, mirando estupefacto la lucha del cuerpo postrado de aquel hombre; en el fondo, yo sospechaba que fingía, que hacía teatro, su mano seguía colgando, tenía los ojos abiertos, vidriosos y sin vida y los pies flácidos.
Respiraba profundamente, su pecho temblaba y se convulsionaba lleno de aire, y el mismo temblor convulso le agitaba todo el cuerpo; vi que quería gritar otra vez, quizá a la tercera pudiera expulsar lo que se le había quedado dentro las otras dos y que amenazaba con partirle el corazón.
Quizá yo fuera incapaz de moverme porque era un cuadro muy bello.
Pero él no podía gritar porque no podía expulsar el aire, como si los alvéolos pulmonares hubieran chupado todo el oxígeno y, abotargados, fueran incapaces de cumplir su función; el cuerpo que se asfixiaba parecía querer levantarse, saltar, escapar, o quizá, simplemente, incorporarse, pero la falta de oxígeno lo había dejado sin fuerzas, y se debatía con simples movimientos reflejos, hasta que, por fin, el convulso esfuerzo de los músculos logró extraer de su garganta un sonido agudo y profundo a la vez, un quejido jadeante, entrecortado y desesperado que fue haciéndose más regular a medida que iba entrando el aire.
Temblando violentamente, sollozaba a gritos en mis brazos.
Nos sobran razones para ensalzar la sabia inventiva de nuestra lengua materna, que nos habla de dolores desgarradores, y es que la lengua lo sabe todo de nosotros, porque es verdad que una observación puede ser tajante, que el pelo se pone de punta y que el corazón se rompe: en estas frases hechas condensa la lengua miles de años de experiencia humana, y ella ha descubierto por nosotros lo que nosotros no sabemos o no queremos saber; con los dedos y con la palma de la mano que tenía en su espalda percibía yo que dentro de él, en las cavidades de su cuerpo, había algo que iba a estallar, como si las membranas de una mucosa se desgarraran.
Mis dedos y mi mano veían en la oscuridad viva de su cuerpo.
A cada espasmo, se repetían los sollozos, y siempre había algo más que quería salir.
Bajo las costras del tiempo se abrían las llagas de los años.
Incorporándose a medias, se apoyó en mí, que, sentado en el borde del sofá, lo abrazaba torpemente; tenía su frente en mi hombro, sus lágrimas calientes me resbalaban por el pecho, su nariz se me instaba en el hueco de la clavícula y sus labios viscosos de mocos y saliva se me pegaban a la piel; yo, naturalmente, le susurraba al oído toda clase de tonterías, quería tranquilizarlo, consolarlo hasta que comprendí que otro cuerpo no podría infundir ánimo a su cuerpo, que toda efusión amorosa contendría las fuerzas que pugnaban por salir, que él debía llorar, y le dije que llorara, y con mi voz y mi cuerpo magullado traté de ayudarle a llorar.
Qué ridicula, toda nuestra chachara intelectual.
Entonces comprendí por primera vez algo que ya sabía, que él, tras su fría reserva aparente, se aferraba a mí con todas sus fuerzas; en las breves pausas de su llanto, sus labios se pegaban a mi piel, y su dolor hacía que lo que quería ser beso fuera casi mordisco; por primera vez, sentí que no tenía casi nada que darle, y que por eso rechazaba su mano; algo que a él le pareció completamente natural, pero que a mí me impulsaba a intentar aún lo imposible.
Cuando se hubo tranquilizado un poco y fueron alargándose los intervalos de hipo infantil entre las crisis de llanto, parecía que sobre los hombros de su cuerpo de hombre tenía una cara de niño viejo.
Lo acosté y lo arropé, le enjugué las lágrimas y le limpié los mocos, no quería ver su cara en aquel estado; me senté en el borde del sofá, le tomé la mano, hice lo que corresponde al más fuerte y hasta disfruté un poco con aquella simulación de fuerza, después, cuando él se tranquilizó del todo, recogí toda la ropa esparcida por el suelo, me vestí y cerré la ventana.
Como un niño gravemente enfermo que siente la solícita presencia de la madre, él cerró los ojos y se durmió.
Yo me senté en su sillón, frente a su escritorio, a la luz del crepúsculo, vi mi pluma y los papeles en los que había empezado a escribir las notas sobre la obra; me quedé mirando por la ventana, y cuando él empezó a moverse y despertó había oscurecido del todo.
La estufa de cerámica había vuelto a caldear la habitación; los dos estábamos deprimidos y callados.
No encendí la luz, a tientas, busqué su cabeza y dije que, si quería, podíamos salir a pasear.
No le apetecía mucho, dijo, no sabía qué le había pasado, le gustaría acostarse, aunque, naturalmente, si yo quería, podíamos salir.
Esta ciudad, situada en el centro del bien cuidado parque de Europa, era -según su peregrina hipótesis que yo había ampliado con mis propias impresiones- más el curioso monumento de una destrucción irreparable que una ciudad auténtica y viva; una ruina conservada con un escalofriante sentido artístico en un parque romántico, porque una ciudad viva y verdadera nunca es sólo el fósil de un pasado no liquidado, sino una corriente impetuosa que discurre des de el pasado hacia el futuro saliéndose constantemente del cauce de la tradición, solidificándose durante décadas y siglos y volviendo a fluir, una sucesión de impulsos enérgicos cuajados en piedra, un movimiento continuo hacia una meta desconocida, y, sin embargo, uno está acostumbrado a ver, ya sea para condenarla o para elogiarla, en esta vitalidad desbordante, irresponsable y oportunista, destructiva y creativa, avariciosa y derrochadora, la esencia misma de una ciudad, su talante; pero esta ciudad o, por lo menos, la mitad que yo conocía, había perdido estas propiedades, que dan a la ciudad su erotismo particular, no las había conservado ni desarrollado, a lo sumo, las había remendado precariamente y esterilizado o, peor, había extinguido su pasado con vergüenza, se había convertido en una urbanización, un refugio, un abrigo, un enorme dormitorio, de manera que a las ocho de la noche ya estaba muerta, con las ventanas oscurecidas y, detrás de las cortinas cerradas, el resplandor azulado de los televisores, la luz de aquella pequeña ventana interior por la que sus habitantes podían mirar hacia un mundo más vivo, por encima del Muro; por lo que yo había podido observar, veían más los programas del otro lado que los de éste, con lo que se aislaban del escenario de su vida real del mismo modo en que trataba de aislarse Melchior; por razones perfectamente comprensibles, preferían atisbar hacia aquel mundo extraño e irreal del otro lado que los hacía vibrar, que contemplarse a sí mismos.
Y cuando nosotros, a esa hora, más tarde o, incluso, en plena noche, descendíamos de nuestro palomar del quinto piso a las calles desiertas, el eco de nuestros pasos nos hacía percibir aquella soledad disociada de todo y de todos y nuestra mutua interdependencia, con más intensidad que allá arriba, donde, detrás de la puerta cerrada, podíamos tener la ilusión de vivir en una ciudad y no en lo alto de una montaña de ladrillos declarada monumento de guerra.
Algunos mamíferos superiores, como los gatos, los zorros, los perros o los lobos marcan con su orina y excrementos el territorio que reivindican, defienden y consideran dominio propio; otras especies inferiores y menos agresivas -topos, ratones, hormigas, ratas, escarabajos y lagartos- se mueven por corredores conocidos: nosotros, a semejanza de estos últimos, condicionados por nuestro bagaje cultural, el respeto a la tradición y una educación burguesa y movidos por una refinada sensibilidad, elegíamos, como por imperativo biológico, con el gusto un tanto estragado de intelectuales fin de siècle fascinados por una estética decadente, el ideal de la belleza de las flores del mal, los parajes de la ciudad que parecían más indicados para el típico paseo.
Una persona a la que se limita la libertad de movimientos se sentirá impulsada, a fin de preservar por lo menos una apariencia de libertad personal, a ponerse a sí misma límites dentro de esos límites.
En nuestros paseos nocturnos, ni por casualidad nos acercábamos a los barrios nuevos, en los que hubiéramos encontrado sólo la brutal realidad de un triste desierto, la plasmación arquitectónica de una árida ideología enemiga de todo individualismo, que contempla al ser humano como una bestia de carga y, para proveer a sus necesidades básicas de descansar, procrear y cuidar de la prole, lo mete en cajones de cemento; ¡por ahí, no!, con esta consigna elegíamos siempre las calles en la que aún hubiera algo que ver, sentir y oler de una cierta individualidad, por maltrecha, degradada, remendada y tiznada que estuviera.
Hubiera podido decirse que nos movíamos entre los bastidores de una tragedia de la personalidad que se desarrollaba a escala europea y que, en definitiva, sólo podíamos escoger entre lo malo y lo peor, y en esto consistía nuestra aparente libertad.
Ibamos por Prenzlauer Allee, que de tal «allee», o avenida, no conservaba más que el nombre y por la que, de tarde en tarde, pasaba retumbando un tranvía vacío, o un Trabant que exhalaba venenosas nubecitas de gas por el tubo de escape de su motor de dos tiempos, y, al cabo de una buena media hora de camino, después de rodear un solar del tamaño de un bloque de casas abierto por las bombas e invadido por la maleza, podíamos torcer por Ostseestrasse o, mejor, un poco más allá, por Pistoriusstrasse y, después de dejar atrás el viejo cementerio parroquial llamado todavía de San Jorge, al cabo de otros veinte minutos, por una serie de tortuosas callejuelas, llegábamos al Weissensee, el lago Blanco.
El pequeño lago, en cuyas oscuras aguas perezosos cisnes de plumaje sucio nadaban durante el día y ágiles patos negros buceaban en busca de los trozos de pan que les echaba la gente, está rodeado de unos cuantos árboles, restos de un antiguo parque, en el que antes se levantaba un palacio de verano y ahora hay un edificio sin pretensiones que alberga una cervecería.
Aquel domingo por la noche dimos el paseo más corto y torcimos hacia Dimitroffstrasse por Kollwitzstrasse, antes Weissenburgerstrasse, en la que, en mi novela, cada vez más complicada, situaba yo la casa de aquel joven que había llegado a Berlín en el último decenio del siglo pasado y del que, por los relatos de Melchior, suponía que se parecía un poco a mí.
Melchior no sospechaba, naturalmente, que a su lado yo vivía una doble vida o, mejor, una vida múltiple: aparentemente, también a mí me gustaba este itinerario, porque se prestaba al plácido paseo y, después de caminar apenas diez minutos por la ancha Dimitroffstrasse, podías perderte por los estrechos senderos que serpenteaban entre los árboles del parque Friedrich, donde mi fantasía me mostraba secretamente escenas dramáticas entre las densas sombras de los árboles.
Era otoño, oscurecía temprano, las horas interminables pasadas a la luz artificial de la sala de ensayos, los paseos del anochecer con Thea por el campo y las veladas y las noches con Melchior en la ciudad consumían mi tiempo en apretada sucesión, eran días muy agitados; a veces, estando con Melchior, me sorprendía a mí mismo pensando en Thea, y viceversa, sentado tranquilamente con Thea en la fría hierba de la orilla de un lago, añoraba a Melchior tan intensamente que mi imaginación parecía traérmelo en carne y hueso; ambos giraban lentamente, ajenos el uno al otro, uniéndose y separándose en un mundo desconocido e inimaginable, en el que me encontraba tan aislado de mi pasado como de mi futuro, lo que no podía dejar de considerar una bendición.
Por lo demás, cuando, por fin, a las tres de la tarde, termina uno un ensayo teatral, ya tome en él parte activa o sea simple espectador; y sale a una calle sin importancia, cuyo nombre no importa, con sol o con nubes, con viento o con lluvia, y se encuentra, entre casas de verdad, habitadas por personas de verdad, en una acera transitada por seres humanos de la más diversa catadura y condición, guapos o feos, alegres o tristes, viejos o jóvenes, elegantes o desastrados, que van a sus quehaceres con la diligencia y la decisión que nacen de una profunda convicción, atentos al tictac del tiempo, con sus bolsos, sus redes de la compra, sus carteras y sus paquetes, que entran y salen, que conducen sus coches, que se apean y andan por la acera, que compran y venden, que se saludan con una alegría fingida o sincera, para despedirse enseguida con indiferencia, con irritación o, quizá, con un suspiro de dolor, que, en el tenderete callejero, untan de mostaza la salchicha que cruje, jugosa, entre los dientes, mientras gorriones atrevidos y palomas de plumas esponjadas acechan las migas, y los tranvías circulan repletos de más gente, y los camiones zumban y se bambolean bajo el peso de una carga heterogénea y misteriosa, entonces resulta todo tan inquietante e irreal como si esta escena no fuera la auténtica y verdadera; porque aquí, en la calle, el movimiento, la belleza, la fealdad, la felicidad o la indiferencia no son símbolo ni plasmación de un proceso íntegro y coherente, generado por sentimientos con los que uno pueda identificarse, son irreales precisamente porque no pueden ser conscientes de la propia realidad; el apresurado transeúnte, ya sea un eminente profesor de psicología, un peón de albañil o una prostituta en busca de cliente, ajusta al entorno su expresión facial y sus movimientos con la precisión y naturalidad del actor profesional, es decir, que, por un lado, se neutraliza a sí mismo y asume la personalidad que en la calle le corresponde, sigue escrupulosamente las reglas que rigen el comportamiento social y, por otro, tomando en consideración la luz y la temperatura, vigila su ritmo corporal supeditándolo a la cadencia de la circulación, y presta atención al tiempo, su tiempo, naturalmente: apenas un instante; circunstancias de carácter general y principios consensuados regulan, durante el breve instante de su paso por esta existencia común, todo lo que él hace o deja de hacer, porque él no hace lo que hace en el contexto de su vida completa, como ocurre en el escenario, donde, según las reglas de la tragedia o de la comedia, en el movimiento más pequeño se refleja, y debe reflejarse, toda la vida, nacimiento y muerte; y puesto que, probablemente, el tiempo también es perspectiva, en la calle el hombre sólo tiene de sí mismo una visión muy limitada e inmediata, y por ello el mundo real es tan irreal para el que sale a la calle con la mirada acostumbrada a la perspectiva más amplia o por lo menos más universal del teatro.
Entonces Thea, con el chaquetón de esponjosa lana roja desabrochado, cruzaba la calle andando deprisa hacia su coche y, con las llaves en la mano, me hacía un ademán interrogativo e imperioso; la interrogación encerraba una invitación, y el imperativo, el mensaje de que teníamos cosas que hacer ella y yo y debía abreviar las despedidas, aunque sabía que yo casi siempre estaba a su disposición.
Solíamos llevar a frau Kühnert a su casa de la Steffelbauerstrasse, aunque a veces también la dejábamos plantada en la puerta del teatro.
Cuando una persona, sola o en compañía de otras personas, sale a la calle por la puerta del escenario de un teatro a las tres de la tarde y se encuentra sumida repentinamente en aquel absurdo estado de irrealidad, y además hay demasiada luz en la calle, se le ofrecen dos posibilidades: o bien echa a andar inmediatamente por este mundo lastimosamente limitado y gris pero que ofrece perspectivas más tangibles y tiempos mensurables, y, sin pararse a cavilar sobre la relación entre las apariencias y la realidad, como sería su obligación, toma un bocado rápido, aunque no tiene hambre; bebe algo, aunque no tiene sed; hace la compra, aunque no necesita nada, y, mientras se concentra en sus funciones vitales fundamentales y su deseo de adquisición, se sitúa dentro del estrecho horizonte de la vida real, con perspectivas tan limitadas hacia el exterior como hacia el interior, o bien trata de proteger y defender su alienación del llamado mundo real, escapando de la cruel y restrictiva escena del tiempo, aunque no sepa adónde.
Yo no había comprendido, o no quería comprender, que lo que yo vivía no era real; aunque las señales estaban ante mis ojos, en cada gesto de Thea, y también dentro de mí, no era capaz de reconocerlas, pero tampoco me atrevía a llamar realidad a aquella experiencia.
Yo era producto de mi tiempo, estaba contagiado de las ideas de la época, al igual que todos, ansiaba descubrir al fin la realidad verdadera, no falseada, en la que está todo lo que es único y personal pero no es en sí única ni personal; había teorías, artículos de prensa y discursos de personajes públicos que se referían a una realidad que había que conquistar, por la que había que luchar, y yo tenía vivos remordimientos porque hacia dondequiera que mirara sólo veía mi propia verdad; la verdad ideal, absoluta y perfecta no aparecía por ninguna parte, y yo tenía la sensación de que mi verdad, por fastidiosa, cruel o placentera y, por lo tanto, sólida y completa que pudiera parecerme, era un espejismo.
Curiosamente, yo sentía y sabía exactamente qué era lo que debía sentir y saber, y no obstante me preguntaba dónde estaba la verdad, si mi verdad no es tal verdad, qué hago yo con esta falsa verdad, se preguntaba mi razón, pero todas mis preguntas eran inútiles, ya que a la postre yo creía que lo irreal no era verdad, creía que yo era una curiosa transición entre realidad y verdad, y que el ideal, inalcanzable, planeaba sobre mi cabeza y disponía de mí contra mi voluntad, ejemplarizante y déspota, porque yo no me amoldaba a él, ni él me representaba ni yo podría alcanzarlo, porque era tan superior a mí que yo no era digno de adornarme con su nombre, así que no soy más que un vil gusano, hubiera tenido que pensar de mí, si el ser humano fuera capaz de denigrarse tanto, y el que, a pesar de mis protestas, yo pensara esto de mí significa que la violación ideológica de la época, sin que yo me diera cuenta, me había alcanzado de pleno; yo renunciaba voluntariamente al derecho de disponer libremente de mí.
Thea no tenía ideales, mejor dicho, sus ideales nacían de sus instintos, ni creo que le preocuparan los ideales, y precisamente por ello era tan refractaria al estilo teatral que exige vivir el papel, tratar de convertirse en el personaje; ella no quería contaminar la vivencia de su propia realidad, desvirtuar todo lo que hace a una persona vital y apasionada y que es también la célula germinal de todos los ideales, reduciéndola a simple herramienta al servicio de una forma estética, rigurosamente limitada, estrecha e incómoda, que otros presentaran como realidad o, en virtud de determinados convencionalismos, aceptaran como realidad; esta actuación le hubiera parecido vergonzosa, falsa y ridícula, porque ella no se preguntaba quién era, ella tenía que realizarse a través de sus gestos, lo que era tarea mucho más arriesgada que la de identificarse con sólo una frase del diálogo; sirviéndose de sí misma como ser humano lilbre, exento de las dudas de la época, representaba aquello que nos es común a todos, porque ella sabía que no había ni podía haber en su cara ni en su cuerpo un solo rasgo, expresión o inclinación que no pudiéramos reconocer y compartir inmediatamente.
Aquellas tardes que pasábamos juntos, con su presencia, con los gestos instintivos que traducían su libertad interior…; me ayudaba a salir, me sacaba casi a rastras, del caos de mis extraviadas ideas.
Al fin y al cabo, Thea y yo éramos muy parecidos en más de un aspecto.
A diferencia de frau Kühnert y del mismo Melchior, que, con su propio cuerpo, con su vida, se bloqueaban el camino que conducía a profundidades ocultas y sorprendentes, nosotros creíamos que sólo allí, en las raíces que se hundían en los lodos de los sentimientos, en los orígenes, podíamos encontrar la razón de nuestra existencia.
Yo estaba convencido de que -a pesar de ser necio y torpe, ruin, feo, cruel, adulador e intrigante, todo lo que, estética, moral y espiritualmente se considera deleznable- compensaba mi inferioridad estética, espiritual y moral y mis dudosas inclinaciones con un instinto falible e insobornable: yo primero siento y después pienso, porque no soy tan cobarde como los que primero piensan y sólo después se permiten sentir, de acuerdo con las normas vigentes; por ello, yo sé, en última instancia, y de modo irrevocable lo que está bien y lo que está mal, lo que es lícito y lo que no lo es, porque en mí el sentido moral no es una doctrina rígida desligada del sentimiento; por lo tanto, yo luchaba tan esforzadamente como Thea para defender la primacía de los sentimientos, también yo quería servirme de ella, como ella se servía de mí, también yo deseaba, contra todo convencionalismo cobarde y todo banal tabú moral, cuando menos explorar las corrientes profundas de nuestro triángulo, y también yo creía que nuestra situación no era desesperada, porque en tal caso mi intuición no hubiera sido infalible como creía yo y hubiera tenido que reconocer mi fracaso moral.
Y no es cómico que el ser humano prefiera dejarse cortar la cabeza antes que reconocer tan penosa derrota.
Ella siempre tenía dificultades con el motor de arranque, y solía refunfuñar a ver si iba a tener que batallar con esta mierda hasta que se muriera de vieja.
Y qué extraño también que yo me creyera libre estando con Melchior, cuando el deseo que experimentaba mi cuerpo me hacía el efecto de una prisión.
Desde el momento en que, del revoltijo de la guantera o, a veces, de algún roto de la tapicería, Thea sacaba sus gafas cojas y se las colocaba en la nariz, irguiendo la cabeza con tiento en busca del equilibrio y porfiando con el motor de arranque, hasta que por fin ponía el coche en marcha, caracterizaba todos sus movimientos una mezcla curiosa, que yo encontraba muy atractiva, de diletantismo meticuloso, y arrogante negligencia y hasta atolondramiento; por un lado, se ensimismaba, se desentendía de lo que ocurría en la calle y de los procesos internos del motor que debía comprobar desde el cuadro y, por otro, cuando se daba cuenta de alguna de aquellas distracciones que hacían peligrar nuestra integridad física, se esforzaba por rectificar su error con diligencia, como una niña buena, intento dificultado por las gafas que, con el movimiento, se habían torcido o resbalado de su sitio.
A pesar de todo, yo me sentía seguro a su lado; cuando observaba, por ejemplo, que no veía que nos acercábamos a una curva, no prestaba atención a la línea divisoria o venían muchos coches en sentido contrario como para seguir en el carril de adelantamiento, bastaba con que yo comentara tranquilamente qué helada, o qué mojada, estaba la carretera, o qué tramo más recto, o cuántas curvas, para que ella subsanara el error; cierto que mi seguridad era de una índole especial, mi confianza descansaba en una base más sólida que las normas de tráfico, en el momento en que subía al coche, me despedía de la vida con un: Dios mío, si ha llegado mi hora, paciencia, asimilando con ello aquel elemento humorístico que parecía regir su comportamiento al volante, según el cual su confianza en su ciclo vital era muy grande como para preocuparse por las minucias de unas normas de seguridad inmediatas; ella tenía otras cosas en qué pensar, no podía morir tontamente, por casualidad y, sin que hubiera involucrado en nuestro desplazamiento a los dioses ni a la Providencia, sus movimientos daban a entender que el ser humano nunca muere por uo descuido, que la muerte tiene otra causa, incluso cuando parece deberse a una imprudencia, no hay más que leer los periódicos, de los pequeños percances no hay prudencia ni Providencia que te salve, si te haces un corte en un dedo, o pisas un trozo de vidrio, una concha o un clavo siempre es por casualidad, pero morirse, nadie se muere por casualidad, ni pensarlo; yo estaba totalmente de acuerdo con esta teoría de que la vida debe completar su ciclo, aunque apoyaba los pies en el suelo con más fuerza de la necesaria, demostración de la ridícula ambivalencia de mi actitud frente a la muerte, que no dejaba de tener gracia.
Salíamos de la ciudad a todo gas, zumbando, echando humo y petardeando.
Si la víspera de mi marcha definitiva de Berlín no hubiera destruido todas mis notas de los ensayos, aún podría seguir en ellas, casi día a día, los cambios que observaba en Thea; últimamente estaba más callada, seria y reservada; habitualmente, viajábamos sin hablar.
En mi decisión de destruir las notas, que quemé en la estufa de cerámica de Melchior, influyó no poco frau Kühnert que, al observar cómo se estrechaban mis relaciones con Thea, me atacaba con el furor de los celos mal reprimidos y la falsa abnegación de quien se resigna a lo inevitable, tratando de convencerme de que lo que yo observaba en Thea como un cambio singular y apasionante no significaba absolutamente nada, que estaba harta de verlo y que era una suerte que yo no me diera cuenta de que no era más que un instrumento en manos de Thea, un medio para conseguir un fin, que me utilizaría y luego me desecharía; menos mal, dijo, que así la descargaba a ella de ciertas tareas actuando en su lugar; hacía veinte años que conocía a Thea, hacía veinte años que seguía su vida paso a paso y podía decirme, con la exactitud de un horario de trenes, el día, la hora y el minuto en que haría cada cosa, y si no viera lo mucho que Thea se había encariñado conmigo últimamente, no me hablaría con tanta franqueza.
Al primer ensayo se presentaba siempre concentrada, seria e inaccesible, se explayó la mujer, ufanándose de su gran conocimiento de Thea; no era lo que se dice una belleza, pero yo ya la conocía, podía resultar muy sugestiva, aunque, entre nosotros, no entendía cómo lo conseguía, se hacía algo en el pelo, lo teñía, lo cortaba o se lo soltaba; no hablaba con nadie, ni siquiera con ella, pasaba hasta el último minuto libre con Arno, del que había vuelto a enamorarse como en su juventud, se iba corriendo a casa nada más terminar el ensayo, se lo llevaba de excursión, algo que a él, escalador profesional, debía de fastidiarle bastante, guisaba, pintaba la casa, limpiaba y cosía, hasta que, hacia el final de la segunda semana de ensayos o comienzo de la tercera, al salir del teatro, la llamaba agitando una mano lo mismo que ahora y se la llevaba por ahí en el coche, entraban en un bar, se emborrachaba y se comportaba como un indeseable, buscaba pelea, cantaba, eructaba, insultaba a los camareros, se peaba y vomitaba, lo había hecho muchas veces, ya tendría ocasión de verlo yo también, y había que sacarla de los peores tugurios imaginables para llevarla a casa, y al día siguiente avisaba al teatro de que estaba en las últimas, que no contaran con ella, que lo sentía mucho, pero que el médico había dicho que tardaría meses en recuperarse, o que sufría una crisis nerviosa, una úlcera de estómago, una grave enfermedad, no, no daría detalles, era algo muy íntimo, cosas de mujeres, probablemente un tumor en la matriz, porque perdía mucha sangre, o un cólico nefrítico, o bien se presentaba en el teatro haciendo de tripas corazón para luego sufrir una crisis de llanto en pleno ensayo y decir que devolvía el papel; naturalmente, entonces había que rogar y suplicar, decir que era insustituible, consolarla, convencerla, y entonces caía en una profunda depresión, y aquí se ponía seria la cosa, porque era incapaz de levantarse y de vestirse, iba desgreñada, se cortaba las uñas de las manos y de los pies ella misma y le remordía la conciencia porque había vuelto a fallar a los compañeros, los queridos y excelentes compañeros, y lo agradecida que estaba de poder trabajar con un director tan extraordinario como Langerhans, que era capaz de conseguir que ella lo diera todo, absolutamente todo.
Entonces es la cortesía personificada, se desvive por los demás, compra regalos, quiere tener un hijo, se aburre mortalmente con Arno, que se pasa el día encerrado entre las cuatro paredes de aquel triste apartamento, cuando su mundo son las cumbres de las montañas, le gustaría poder comprarle por lo menos una casita con jardín, lo siente mucho, pero la hace muy desgraciada tener que vivir con un desgraciado, y ella, frau Kühnert, tenía que meterla en el coche cada tarde casi a la fuerza, para que se fuera a su casa, y por la noche tenía función, al salir no se iba a casa sino que andaba pendoneando con cualquiera hasta el amanecer y luego se acostaba con el cualquiera y se enamoraba de él, y quería divorciarse porque así no podía vivir, hablaba por los codos, se hacía de rogar, y quería seducir a todo el mundo sin excepción, ya fuera hombre o mujer, y a todo el que no respondía a sus encantos, quizá porque también tenía que luchar con las dificultades de su papel, le tomaba antipatía, lo mortificaba, ensayaba mal con él adrede, lo ponía en evidencia, pero también los demás la aborrecían, mortificaban y ponían en evidencia, no fuera yo a creerme que este proceso que se repetía periódicamente fuera exclusivo de Thea, todos se parecían, aquello era un manicomio, pero ahora estábamos en una fase -por eso decía que no podía hablarse de cambio- en la que Thea tenía que concentrarse, se acercaba la noche del estreno, poco a poco reducía gas, empezaba a darse cuenta de que volvía a estar sola, de que nadie la ayudaría ni podría ayudarla, mejor dicho, que estos apasionados sentimientos sólo están permitidos en el escenario, porque si ella se dejara dominar por sentimientos de semejante intensidad en su vida personal, estaría perdida; ¡oh, no!, Thea no era tan franca y espontánea como yo suponía, ella se administraba con mucha economía y, a la postre, no le interesaba nada más que aquello que pasaba en el escenario y cómo lo resolvía ella y, si le permitía que me diera un consejo, no debía creer que en Thea pudiera producirse cambio alguno, más que en la medida en que cada nuevo papel le ofrecía una nueva forma de expresar sus apasionados sentimientos, que el número de variaciones era infinito, pero que ella misma no existía, que por más que lo intentara nunca podría ver a la verdadera Thea, ahora, por ejemplo, no la veía a ella sino sólo la diferencia, esa nítida divisoria o lo que fuera que la separaba de la mujer fría y calculadora que, frente al cadáver de su suegro, no desea sino ser reina, algo que una persona normal nunca haría, pero lo que hacía a Thea singular era que siempre conseguía encontrarse a sí misma en papeles que en realidad no le iban, precisamente porque ella no era nada, y que si yo quería ayudarla realmente, no debía olvidarlo.
Pero yo no tenía intención de ayudar a Thea, probablemente, frau Kühnert se había dejado engañar por mis atenciones, mi cortesía y mi servicial deferencia, que en realidad nacían de una curiosidad apasionada, a mí me halagaba que también Thea demostrara interés por mí, pero, de querer ayudar a alguien, sería a Melchior, y por ello tenía la sensación de ser yo el que estaba utilizando a Thea y no a la inversa; frau Kühnert no podía desanimarme ni ofenderme, porque yo, con la sangre fría del delincuente profesional que prepara un gran golpe, no esperaba sino el momento más propicio para realizar mis fines, contando con que su carácter contribuyera a crear las circunstancias más favorables.
A pesar de todo, tuvo que transcurrir algún tiempo hasta que empecé a adivinar cuándo llevaríamos a frau Kühnert a la salida y cuándo la dejaríamos abandonada en la puerta del teatro; Thea nunca decía adonde íbamos, como si no lo supiera o como si fuera tan evidente que no tenía por qué molestarse en dar explicaciones, lo importante era marcharse de allí, a cualquier sitio, sola, mejor dicho, conmigo, lo que para ella venía a ser otra forma de soledad, y cuando, por ejemplo, tomábamos la dirección de la fosa de Müggelheim, el castillo de Köpenick, el parque natural situado al sur de Grünau o Rahnsdorf, siempre dejábamos a frau Kühnert en la Steffelbauerstrasse, que nos pillaba de camino, pero también era posible que Thea eligiera estos puntos de destino a fin de acompañar a casa a su amiga, por lo que el motivo de la elección sería el deseo de hacerle un favor; pero cuando salíamos de la ciudad hacia el norte, en dirección a Potsdam, por la carretera que seguía el apacible curso del Havel, o por el este hacia Strausberg o Seefeld, la dejábamos en tierra, y Thea se despedía con un simple ademán, y a veces ni eso, y frau Kühnert, ocultando los celos y la mortificación bajo una aparente indiferencia, no se daba por enterada y Thea hacía como si aquello fuera lo más natural del mundo.
Estas cosas no dejaban de tener secuelas, pero al parecer eran secuelas que la amistad entre las dos mujeres podía resistir.
En el fondo, yo no tenía razones para dudar de lo que frau Kühnert me había dicho de Thea, ya que ella la conocía desde hacía más tiempo, más íntimamente y desde una perspectiva más personal que yo; aunque no mejor, ya que ella la conocía sólo como una mujer puede conocer a otra mujer, y aquellos pequeños impulsos ocultos, aquellos matices secretos de los movimientos, las palabras y los gestos de Thea que estaban destinados exclusivamente a los hombres, ella sólo podía percibirlos como una observadora externa, mientras que yo los sentía, como iniciado, incluso como instrumento y como víctima, en mi propio cuerpo, así pues, la perspectiva desde la que veíamos a Tea era totalmente distinta; por otra parte, ya empezaba a conocer a frau Kühnert lo suficiente como para saber orientarme entre las trampas de sus intenciones y percibir el plan y el objeto de sus exageraciones. Por ejemplo, yo comprendía por qué siempre aumentaba el número de años: ni la diferencia de edad entre Thea y Melchior era de veinte años, ni hacía veinte años que ella conocía a Thea, sino que tanto en un caso como en el otro los años eran sólo diez, pequeña exageración que, por otra parte, no me hacía dudar de la veracidad de sus confidencias, porque exageración y exactitud, indiscreción y mentira eran instrumentos tácticos de una estrategia sentimental formidable y arrebatada.
Posiblemente, su supersticiosa insistencia en esta cifra mágica no se debía a una refinada perfidia femenina, no parecía empeñarse tanto en doblar los años porque ella, que era un poco más joven pero mucho menos interesante que Thea, simplemente quisiera insinuar la verdadera edad de la rival, sino que se empeñaba en ponerle años por la misma razón por la que se había mostrado tan implacablemente sincera conmigo en lo que se refería a su histerismo profesional; aquellas ruines revelaciones con las que traicionaba desvergonzadamente su amistad no tenían otro objeto que el de mantenerme apartado de Thea, con razones biológicas, estéticas y éticas.
He de reconocer que, si bien no di gran importancia ni pensé mucho en estas revelaciones, en cierta medida neutralizaron mi interés y trocaron mi papel de sujeto sentimentalmente interesado por el más inocuo de observador imparcial; frau Kühnert se interpuso entre nosotros, en el momento crucial en que nuestra mutua atracción hubiera podido hacernos converger, pero con el monólogo de sus celos aparentemente inocente, se aventuraba en terreno enemigo, lugar en el que, según las reglas que rigen la estrategia del amor entre hombres y mujeres, no se le había perdido nada.
Con mano firme, con una calma casi mítica, Thea rechazó la incursión.
No escapaba a su atención ni uno solo de los ataques soterrados de frau Kühnert, ni de los trucos de diplomacia sentimental ensayados en secreto, Thea estaba siempre en guardia, como lo había estado ya aquella tarde tormentosa de finales de octubre, cuando frau Kühnert me acorraló en un rincón del pasillo de los camerinos para susurrarme agitadamente aquel monólogo, psicológicamente fascinador y objetivamente impecable, acerca de la creación de un personaje y la necesidad de mantener distancias, y Thea salió del camerino y vino rápidamente hacia nosotros; le bastó ver la acalorada cara de su amiga para saber no ya lo sucedido, sino también lo que tenía que hacer; utilizando inmediatamente su omnisciencia y su omnipotencia sobre la otra, me tomó de la mano y diciendo: «Ya has cotilleado bastante», rozó con los labios la mejilla de su amiga, con un beso fugaz, porque ella siempre tenía prisa, tenía que correr, que volar, conmigo, evidentemente me liberó de mi comprometida situación y me arrastró literalmente hacia la puerta, con lo que frau Kühnert debió de sentirse descubierta y castigada y, después de aquel beso recibido y no recibido, quedó escandalizada y físicamente hundida, como quien acaba de recibir una puñalada en el corazón, casi me pareció ver cómo le sangraba el pecho.
El impulso de su triunfal salida llevó a Thea hasta el otro lado de la calle, pero cuando subimos al coche pude darme cuenta de que la escena la había puesto de mal humor.
Hasta después de un buen rato, cuando ya nos habíamos apeado del coche, no habló; no recuerdo en qué dirección salimos de la ciudad: lo mismo que cuando iba con Melchior, yo me dejaba llevar, por ello cada rasgo de su cara y cada uno de sus movimientos formaban parte del paisaje desconocido que me impresionaba con la fuerza de la novedad; rodábamos a todo gas por una carretera casi vacía cuando, inesperadamente, nos desviamos por una pista de tierra que se adentraba por un terreno llano como un plato, salpicado de bosquecillos y lagos y surcado de canales y otros cursos de agua, bajo la redonda bóveda del firmamento; el coche se bamboleaba, saltaba, se estremecía y, en una suave subida, empezó a toser; ella dejó de dar gas, esperó a que el motor se parara y puso el freno de mano.
Al fin y al cabo, una vez fuera de la ciudad, lo mismo daba un sitio que otro.
Era una de esas elevaciones engañosas, de perfil suave -te parece que no ha de costarte mucho subir, pero llegas arriba sin respiración-, el sendero que ascendía desde la pista era estrecho y duro y daba la impresión de que en lo alto de la cuesta desaparecía en el firmamento invitándote a seguirlo, y el pie no podía resistirse; ella, con as manos hundidas en los oblicuos bolsillos del chaquetón, subía delante, despacio, pensativa, mientras yo me preguntaba cómo se forman y quién abre con sus pisadas estos pequeños senderos.
Como si sirviera de algo cavilar sobre la manera en que el hombre envuelve el mundo en la red de sus misteriosos fines, para después quedar prendido él en la red que otros han tendido antes.
El sol, en el ocaso, asomaba fugazmente tras unos nubarrones alargados y oscuros, en un cielo con fulgores amarillos, azules y púrpuras, el viento soplaba con fuerza, pero en aquel llano no encontraba más asidero que nosotros, y el paisaje estaba mudo.
De vez en cuando se oía la voz de un pájaro, pasaban sombras largas y difuminadas y se encendían destellos de sol, como frías llamaradas.
En el aire transparente de la llanura, la mirada distinguía las formas lejanas con nitidez, y el cuerpo agradecía el frío del ambiente que lo vigorizaba y estimulaba a moverse.
Esto sólo se siente en las llanuras del norte, donde el paisaje es ancho y el aire cristalino extrae del cuerpo su calor haciéndole sentir la energía que este calor encierra y dándole dinamismo.
Ella se paró, y yo me quedé a varios pasos de distancia porque hubiera sido una impertinencia acercarse demasiado en esta inmensidad, y tampoco ella esperó a que yo llegara a su lado para mirarme a los ojos un momento, como si quisiera cerciorarse de algo y decir que no había que enfadarse con Sieglinde, que era una buena muchacha y tenía razón en todo.
Cuando llegamos a lo alto de la suave cuesta, la serena hermosura que se extendía ante nosotros tenía una majestad tan esplendorosa que las palabras sólo hubieran servido para empañarla.
Desde allí el sendero bajaba en pendiente más pronunciada, la leve comba del suelo parecía ceder bajo el peso de su derisa masa y el terreno se hundía bruscamente en un repliegue que abrigaba un pequeño estanque en el que centelleaba la luz, más allá, se extendía la franja pálida de un barbecho y, cerrando el horizonte, un bosque claro al que la silueta redonda de unos arbustos dispersos daba serena intimidad.
Estuvimos un rato en aquel otero, alto sólo en apariencia, en la actitud habitual del paseante ocioso, abstraídos en la contemplación de la naturaleza que se extendía ante nuestros ojos, sobre la que las personas tienden a la grandilocuencia: ¡aquello era tan hermoso, tan increíblemente hermoso, que me parecía que no iba a poder moverme, que tendría que quedarme allí hasta el último momento de mi vida!, lo cual hay que admitir que no es sino el resignado reconocimiento de que, por mucho que nos guste la naturaleza, no sabemos qué hacer con ella, no podemos identificarnos, lo deseamos, pero no podernos, es demasiado grande, demasiado distante, o nosotros somos muy extraños a ella, quizá también demasiado vitales, y es posible que hasta el momento de nuestra muerte, cuando tengamos que abandonarla no encontremos un nuevo punto de vista, que tal vez sea el definitivo, aunque quizá ya sea tarde, ya que por sí sola, sin nosotros, también ella perecería; cuando descendimos a ras del lago y nos situamos a ese nivel desde el que todo parece más normal y corriente y el panorama deja de tener esa belleza solitaria y sobrecogedora, ella se paró y se volvió a mirarme.
A veces me gustaría sacarle los ojos, dijo en un tono de voz reposado, pensativo y tierno.
Como si hubiera tenido que impregnarse de la calma del viento, de las nubes y del paisaje, para mirar atrás, a un pasado inmediato.
Pero, de no ser por ella, dijo, quizá ya se hubiera suicidado.
Ahora vibraba en su voz algo de aquella melancolía no del todo exenta de autocompasión que la contemplación del paisaje había dejado en nosotros como una dolorida añoranza, pero también de esto tenía que librarse, porque en realidad ella no se compadecía en absoluto, ella enfocaba la vida real desde su perspectiva de actriz de teatro, es decir, si tenía que compadecerse de sí misma, esta autocompasión no se traducía en signos aparentes; divertida por su propia irreprimible curiosidad, sonrió con ironía, pero preguntó a pesar de todo qué me había contado frau Kühnert de ella.
Me repugnó su sonrisa, su mezquindad me pareció fuera de lugar frente a aquel paisaje, aunque la reconociera; yo no quería contestar, además, no entraba en mis planes traicionar ahora a frau Kühnert; nada de particular, respondí, aunque no conozco a nadie que tenga una idea más primitiva de la forma en que un papel germina y se desarrolla dentro del actor, proseguí, eligiendo el camino fácil de la respuesta abstracta.
Ella respondió a mi evasiva con una agria sonrisa y me preguntó si me refería a un actor cualquiera o a ella en particular.
A un actor cualquiera, respondí.
No, no era primitiva, dijo pensativa, pero pensativa más bien porque yo no había querido contestar a su pregunta; era inculta, desde luego, pero inteligente y sabía muchas cosas, y su cara, con obstinación, volvió a asumir su sonrisa sarcástica.
Si me había contado, me preguntó, que a veces ella se desmadraba y se comportaba con ordinariez, porque su relación era tan íntima que su amiga sabía hasta el último detalle de su vida privada.
Yo la miré con extrañeza, ella asintió, seguramente no esperaba más de mí, y me puso la mano en el brazo con suavidad.
Porque ella sólo tenía a dos personas en el mundo, lo demás no contaba, eran estupideces, dijo, pero hiciera lo que hiciera, sabía que Slempre podía volver a su lado, allí siempre encontraría refugio.
Ya lo sé, le dije.
Nos miramos fijamente, un poco como antes habíamos mirado el paisaje, porque yo lo sabía, y ella podía estar segura de que lo sabía; fue el momento en el que ella no sólo perdonó la diplomacia psicológica de frau Kühnert, sino también la traición espiritual con la que yo trataba de servir a los intereses de Melchior.
Dos seres humanos se miraban frente a frente en un paisaje cuyo aliento era más fuerte que el nuestro y se comprendían; pero no con la razón ni con el instinto, porque en nuestra comprensión desempeñaba el papel principal una circunstancia natural a la que hasta ahora no habíamos concedido especial importancia ni con la razón ni con el instinto, a saber, el hecho de que ella era una mujer y yo era un hombre.
El momento desbordaba nuestras posibilidades y nuestros propósitos, nos remitía a nuestras diferencias naturales y, por consiguiente, a la única posibilidad de conciliarias, con lo que, sustrayéndose a nuestro control, nos turbaba a los dos.
Ella no permitió que creciera la confusión, sino que, rápidamente, retiró la mano de mi brazo y se encogió de hombros con gesto divertido; dueña de sí, se volvió con cierta coquetería y echó a andar por el sendero, fuera ya definitivamente del tiempo de la ciudad que quedaba atrás y volviendo la espalda también al paisaje, en dirección al bosque lejano.