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Yo no podía llorar, quizá había llorado por última vez en el entierro de mi madre, hacía año y medio, cuando los helados terrones caían sobre el ataúd con golpes tétricos, retumbando en mi cráneo abierto, en mi estómago y en mi corazón, destruyendo la paz interior de mi cuerpo, ignorada hasta entonces, revelándome brusca e inesperadamente la miseria de mi existencia física.
Y si hasta aquel momento ni la agitación, ni el miedo, ni la alegría habían podido turbar mi paz oscura e inconsciente, en adelante ocurriría lo contrario; todo lo que llamamos hermoso o feo, color, forma, proporción y apariencia, dejó de tener significado, a pesar de que el estómago, en alerta permanente, seguía digiriendo la comida que entraba a la fuerza, el corazón latía con precaución, ya que había que seguir bombeando la sangre, los intestinos gruñían, roncaban y se vaciaban desabridamente, la orina ardía, el puro dolor de ser cuerpo vivo quería escapar con el aliento, no podía, y se quedaba en los pulmones, oprimiéndolos, porque no había manera física de expulsar la angustia sorda y profunda del alma por la respiración, y yo me oía aspirar como si cada bocanada de aire fuera mi último suspiro; sentía asco de mí mismo, y mientras cada nervio trataba de descubrir lo que estaba ocurriendo y lo que aún podía ocurrir dentro de mí, aparentemente permanecía tranquilo e insensible, incluso indiferente, a lo que ocurría a mi alrededor y, naturalmente, no podía llorar.
A pesar de todo, de vez en cuando me acometía un hipo, como si me subiera una flema a la garganta, y entonces sentía la ingenua esperanza de que el calor benéfico de las lágrimas pudiera hacerme volver a Ia feliz inconsciencia de la niñez, donde para el consuelo basta la tierna fuerza de un abrazo, sólo que a mí me faltaba ese calor envolvente y, en lugar de llorar, me quedaba yerto y frío, pero ni aunque alguien hubiera estado observándome lo hubiera notado, porque la sensación duraba poco y no salía al exterior.
De todos modos, no dejaba de complacerme mi aislamiento, por lo menos no incordiaba a nadie con mis dolencias físicas y mis angustias.
La tarde de la que ahora, cerca ya del fin de mi relato, deseo hablar, yo estaba echado en la cama; si tuviera que definir con una palabra el estado de la espera de la muerte, diría silencio, un silencio lúgubre, como el que había en casa aquel anochecer de diciembre, nublado y quieto, la hora y el tiempo más afines a mi estado de ánimo ya que la luz del sol me producía el mismo agobio que mi propio cuerpo y que la oscuridad total, sólo el crepúsculo me aliviaba un poco; en aquella casa que ahora me parecía extraña estaban todas las puertas abiertas, las luces apagadas y los radiadores tibios -ya no quedaba carbón-, en el lejano comedor sonaba a intervalos en el silencio la voz potente de la tía Klara, que hablaba tenazmente a la abuela, sin recibir respuesta -desde que mi padre había ingresado a mi hermana en una institución de Debrecen, la abuela había enmudecido por completo-, y aunque a aquella distancia yo no distinguía ni prestaba atención a las palabras, mi oído percibía su cadencia, que me recordaba la de la voz de mi madre, y me parecía que aún subsistía en el ambiente algo conocido y familiar para un oído ingenuo. Era el veintiocho de diciembre de mil novecientos cincuenta y seis, recuerdo exactamente la fecha porque al día siguiente, veintinueve de diciembre de mil novecientos cincuenta y seis, enterramos a mi padre.
Cuando sonó el timbre por segunda vez, oí pasos, una puerta que se abría y voces, y entonces, para que nadie se diera cuenta de lo poco que me interesaba quién hubiera venido ni qué pudiera ocurrir ahora, me levanté de la cama; en la puerta de mi habitación estaba Hedi Szán.
Para hablar con más propiedad, tendría que decir que allí estaba una criatura extraña, con unos brazos demasiado largos, una figura humana iluminada por el resplandor del crepúsculo que se reflejaba en las paredes blancas, una niña disfrazada de mujer, una niña asustada que apenas recordaba a la deslumbrante Hedi de antaño, la que sí era toda una mujer.
El abrigo era de su madre, una antigualla con cuello de piel, recuperada de algún baúl impregnado de naftalina, pero daba la impresión de que todo lo que llevaba puesto se lo habían dado, parecía agotada, o quizá sólo necesitada de sueño, su pelo, su fabulosa melena, aquella ondulante catarata de oro en cuya fragante masa yo hundía los dedos con voluptuosidad, era ahora un material indefinible e incoloro que enmarcaba una cara entumecida por el frío, y tiritaba, atemorizada, como el que, sin saber cómo, se encuentra en un trance apurado; quizá sólo estaba como todo el mundo aquellos días.
Pero a mí no me preocupaba su hermosura perdida, quizá sólo imaginada, ni me intrigaba el abrigo, a mí me dolía su mirada, su angustia, la ausencia de su sonrisa, a pesar de que yo le sonreía, porque no quería que notara mi propio sufrimiento, no deseaba su conmiseración, aquel triste afán, aprendido de los mayores, de olvidar el propio dolor, tratando de compartir el dolor ajeno.
Sentí que todo mi ser se retraía y sublevaba, porque sabía a qué venía.
A pesar de todo, había en su aspecto un detalle de un carácter práctico que reconfortaba: llevaba botines y gruesos calcetines de lana doblados sobre el tobillo.
Me saludó, y sin duda respondí al saludo, no sé, sólo conservo el recuerdo de mi propia sonrisa forzada, porque traté de sonreírle con la alegre despreocupación de antaño, como si desde entonces nada hubiera ocurrido y nada pudiera ocurrir mientras ella y yo reconociéramos esa sonrisa; dimos unos pasos el uno hacia el otro, y nos paramos, indecisos, era incómodo asumir unos papeles que nos recordaban tantas cosas: eran muchos los muertos; entonces, tratando de sortear obstáculos, yo me reí y le dije que me alegraba mucho de que hubiera venido, porque no nos habíamos visto desde el entierro de mi madre.
Mi risa acabó de asustarla, y quizá vio en mi frase un amargo reproche, sus grandes ojos se llenaron de lágrimas -¡quién sabe cuánto tiempo llevaban acumulándose!-, pero para no llorar, y también para atajar mis frases hirientes, echó la cabeza hacia atrás con altivez, y su pelo se movió casi como en los viejos tiempos; no, dijo, no venía por eso, no era tan estúpida, no quería que me enfadara, aunque tampoco sabía qué decirme, sólo quería despedirse de nosotros, dijo textualmente de nosotros, y agregó que se había presentado una buena oportunidad, que al día siguiente una persona las llevaría a las dos hasta la ciudad fronteriza de Sopron por una suma relativamente razonable y que, una vez allí, ya verían, y se encogió de hombros; también había estado en casa de Livia y de la tía Hüvös, pero en casa de Livia no había nadie y por eso quería pedirme que le dijera, ¿qué?, pues nada, sólo que había estado aquí y que se iba; había venido cruzando el bosque, pensando en pasar por casa de Kálmán, y aquí calló bruscamente y se quedó esperando, en actitud interrogativa y suplicante, para que yo le confirmara lo increíble, pero deprisa, porque tenía que regresar a casa antes del toque de queda.
Desde el momento en que, luchando por contener las lágrimas, había empezado a hablar, farfullando atropelladamente trivialidades, sin aludir ni con una palabra a aquello que más profundamente nos conmovía a los dos, como si quisiera protegernos, se había transformado por completo y ahora volvía a ser la de antes, no hermosa pero sí fuerte, y tal vez era esto lo que entonces nos parecía hermoso en ella.
Yo moví la cabeza afirmativamente.
No le bastó este movimiento, tuve que pronunciar un «sí» átono y seco mirándola a los ojos, no pude zafarme, a pesar de sentir toda la crueldad, el ensañamiento incluso, que supone extinguir la última chispa de esperanza en quien se resiste a aceptar los hechos, el «sí» que es cruel porque, aun siendo tímido y lastimoso, es definitivo.
Y sobre aquel «sí» no había más que decir; ella me había comunicado lo más importante: que se iban; de sus palabras, que no me causaron gran impresión, deduje que, posiblemente a causa de algún trágico suceso, se iban solas madre e hija, que en el plural faltaba el tercer componente que antes ponía en la voz aquel matiz de odio, aquel tono quejumbroso de aversión infantil que inspiraba el amante de la madre, el hombre que se había interpuesto entre ellas dos; no teníamos mucho tiempo, pero, por lo que se refería al amante, las posibilidades eran evidentes, o había muerto, o estaba herido, o quizá había huido del país o sido arrestado, porque, si hubiera desaparecido por razones, digamos, personales, el odio no se hubiera borrado de su voz, y el que las dos mujeres se fueran solas, abandonando al amante en manos de la historia impersonal, era síntoma de un hecho que yo situaba en el ámbito de los «síes» implacables, junto a todo lo que durante las últimas horas Hedi había descubierto acerca de mí y de la muerte de Kálmán.
Por consiguiente, mi «sí» quería decir que yo sabía que ella sabía todo lo que había que saber acerca de la muerte de Kálmán y acerca de mí, y que nada nuevo podía yo agregar, al igual que tampoco ella tenía necesidad de dar más explicaciones, porque sabía que yo sabía. Nos miramos con los ojos muy abiertos, desorbitados, mejor dicho, no nos mirábamos sino que contemplábamos en los ojos del otro aquel «sí» impersonal y evasivo que los dos comprendíamos, que nos avergonzaba, que aludía a la muerte y al número de los muertos, quizá veíamos también en nuestros ojos la vergüenza de los vivos, los hechos que no precisaban explicación y que eran inexplicables, como si, a pesar de nuestra prisa nerviosa, aún pudiéramos tomarnos tiempo para esperar a que se extinguiera en nuestros ojos el reflejo de nuestra vergüenza, pero ¿cómo?, hablando, explicando, relatando, describiendo, pero ¿qué?, si en el momento de la despedida no podía encararse un futuro común y del pasado común nada podía salvarse, y uno de nosotros ni llorar podía, era imposible que nos relacionáramos humanamente.
No callábamos porque no tuviéramos nada que decirnos, sino porque la desesperanza y la vergüenza por nuestra indefensión nos impedían hablar de la infinidad de cosas que bullían dentro de nosotros; sólo olvidando lo que ambos sabíamos hubiéramos podido sustraernos a la vergüenza de nuestro destino.
Este silencio vivo invadiría nuestro futuro, el de ella, allí donde fuera, el mío, aquí, lo que no suponía una diferencia apreciable; en común teníamos el gesto hermético con que nuestras caras ocultaban su dolor por consideración al otro y la mirada con que, aun en su indiferencia, se consolaban nuestros ojos, que, pese a comprenderse, no podrían volver a hablarse, nuestro nuevo acuerdo era: ¡mejor terminar, al fin y al cabo estamos vivos! Esto nos unía, a pesar de todo, y lo sabíamos.
Y no sólo no podía contárselo a ella, sino a nadie, no podía ni quería.
Yo ya no sentía la necesidad de hablar de ello, se me había podrido con mis muertos, y ella se iba.
En el crepúsculo, las sillas alrededor de la mesa, cuatro sillas solitarias, y entonces se me ocurrió que hubiera debido invitarla a sentarse, pero entre nosotros se interponían, además de las sillas, en las que ella nunca se sentó, aquellas tardes de antaño, en las que ella entraba impetuosamente en mi habitación y, hablando sin parar, iba directamente de la puerta a la cama, en la que se tumbaba boca arriba o de bruces.
Le pregunté, como si fuera lo más importante del mundo, qué pasaría con Kristian, a pesar de que los dos sabíamos que en realidad con mi pregunta yo pretendía soslayar las cuestiones más importantes.
En sus labios se dibujó una sonrisa leve y amarga, un poco desdeñosa, mi maniobra de distracción debía de parecerle pueril, quizá romántica y hasta superflua, aquel asunto, afortunadamente, ya quedaba atrás, decía el arco displicente de su sonrisa distante, hacía tiempo que no se veían, respondió encogiéndose de hombros, para darme a entender que de él, de Kristian, no se despediría, así pues, algo seguiría muy vivo y doloroso, ya le escribiría desde el mundo libre, dijo utilizando esta radiofónica expresión con ironía, naturalmente, además, agregó, lo que hubo entre ellos era cosa de niños, aunque sin duda Kristian era un chico muy guapo, y una risa sonora y ordinaria que hizo relucir sus dientes alteró bruscamente su expresión de indiferencia y hasta de cinismo, ¡te lo regalo!, ahora prefería a los feos, por eso, agregó, también yo quedaba fuera de concurso, lástima.
Si no hubiera dicho que me lo regalaba, si no hubiera pronunciado aquellas palabras claramente y en voz alta, si no hubiera profanado con su risa mi gran secreto, que yo trataba de olvidar y que hasta entonces creía sólo mío, si no hubiera trivializado nuestra solidaridad de antes, le hubiera sido mucho más difícil marcharse, me parece que ahora lo comprendo.
Pero entonces, cuando nos miramos a los ojos a través de la fingida indiferencia con que tratábamos de disimular el miedo provocado por esta nueva vergüenza, vimos en lugar del «sí» de la comprensión y la complicidad un «no» de ruptura irrevocable.
Un afecto intacto hubiera podido hacernos sufrir, si renegábamos de él nos sería fácil olvidarlo.
Después, más de una vez, en los rasgos de personas desconocidas, he visto el rostro alterado que tenía Hedi al despedirse; sobre todo, cuando, en las situaciones más banales, percibía en una cara aquella crispada inmovilidad que, incluso en su hostilidad, evocaba sentimientos amistosos, pero también observaba que, por más que trataba de brindar confianza, simpatía y comprensión, una íntima aversión me lo impedía, una invencible parálisis de los sentimientos, una rigidez dolorosa y familiar, que con el tiempo se comunicó a mi expresión, como si me hubiera nacido otra cara encima de la mía, una cara desconfiada, egoísta, ansiosa y arrogante, animada de un constante deseo de afirmación, que cubre con aparente dureza lo que es excesivamente blando, que dice sí y no al mismo tiempo, y, con su ambivalencia, no provoca más que malestar, porque ni con su afirmación ni con su negación desea involucrarse; me parecía que en toda cara ansiosa, insegura o indignada, en el gesto del que se mantiene al acecho tras una aparente jovialidad, dispuesto para el ataque, del impertinente, del pusilánime, del ladino y del servil, descubría mi propia cara transformada, que me reconocía en todas las caras cuyos ojos rehuyen la mirada del desconocido, por miedo a la vergüenza de no ser capaces de establecer contacto; después, cuando empecé a reflexionar sobre estas cosas, me parecía que, cada cual a su manera, según su talante o filiación, todos llevaban impresa en sus rasgos de forma indeleble la huella de los acontecimientos del pasado, todo lo que, escudándose en una expresión ambigua, deseaban olvidar y hacer olvidar.
Por ello, no puedo considerar fruto de la casualidad el que tuvieran que transcurrir tantos años, casi toda mi juventud, después de aquella despedida dolorosa y pronto olvidada, antes de que pudiera romper de pronto este silencio y, por primera vez -aparte esta confesión escrita, quizá también por última vez-, empezara a hablar; y tuvo que ser en el extranjero y a un extranjero, que sólo podía hacerse de todo ello una idea muy remota, y en una lengua que no era la mía, en la plataforma de un tranvía de Berlín, y sin el menor recato, con el impulso incontenible de un vómito de sangre.
Era un domingo por la noche, también de otoño, en el aire tibio se percibía ya un soplo húmedo y destemplado, casi se notaba en la boca su sabor metálico, y el tranvía iluminado traqueteaba apaciblemente por la ciudad, oscura y desierta, a ¿esar de la hora relativamente temprana.
Como de costumbre, viajábamos en la plataforma vacía porque allí, so pretexto de sujetarnos, podíamos asirnos de la mano, íbamos al teatro, y no recuerdo con motivo de qué Melchior empezó a hablar de la sublevación de Berlín de mil novecientos cincuenta y tres, cuando, el dieciséis de junio, una lluviosa mañana, dos celosos funcionarios del partido, instructores del pueblo, se dirigían tranquilamente al bloque cuarenta, todavía en construcción, de la Stalinallee, después Karl-Marx-Allee, para convencer a los descontentos y, por supuesto, hambrientos obreros de la construcción -encofradores, albañiles y carpinteros- de la imperiosa necesidad de aumentar la cuota de producción; pero aquella mañana los hombres no sólo no se mostraron dispuestos a comprender lo evidente -cierto, hacía una mañana de perros-, sino que exigieron la inmediata revocación del nuevo reglamento, echaron a los emisarios y poco faltó para que dieran una paliza a los bienhechores del pueblo, no menos indignados que ellos; después, unos ochenta individuos marcharan en dirección a la Alexanderplatz en cerradas filas, coreando consignas recién inventadas, tales como, dijo Melchior: «Wir sind keine Knechte, Berliner fordert euer Rechte.» [1]
La indignación, expresada en toscas rimas, en las que él encontraba una métrica muy bella, la rapidez con que crecía el pequeño grupo hasta formar un impetuoso río de gente, la plataforma abierta, el tranvía que iluminaba la noche otoñal con sus luces amarillas, su mano, que ahora había perdido algo de su cariñosa sensibilidad, en mi mano, el traqueteo cencerreante, el sabor de la bruma tibia en mi lengua, aquella sonrisa con la que se distanciaba de sí mismo y de su relato, el sardónico regocijo de sus ojos, suavizado por destellos de humor, las palabras familiares que en la lengua extranjera me parecían más reales y elocuentes, como «instructores del pueblo», «cuota de producción», «intereses de la economía popular», todo ello me conmovía, no sabía por qué.
Me parecía sentir en los pies y en los brazos la tensión de la alerta constante, y tuve la sensación de que ahora, por fin, mi cara se libraba de aquella repulsiva parálisis.
Me había hecho retroceder en el tiempo, me había puesto en movimiento, me había ofrecido la posibilidad de una apertura que hasta ese momento ni siquiera había deseado, y mientras su consigna evocaba la creciente multitud que se dirigía hacia a Alexanderplatz, mi propio tranvía de Budapest había quedado atascado en medio de la negra muchedumbre, en el punto de la plaza Marx, en el que, habitualmente, chirriando sobre los raíles, describe un amplio viraje hacia el bulevar Szent István.
Albañiles recién bajados del andamio, amas de casa con el cesto de la compra, estudiantes, chicos de la calle, funcionarios, dependientes de comercio, curiosos, desocupados, viandantes, perros también, seguramente, todos se unieron a la marcha, dijo conteniendo la emoción, y como, en la plaza, al arremolinarse la gente, pareció que la marcha perdía la dirección, empezó a oírse el grito de «¡A Leipziger Strasse, a Leipziger Strasse!», que, poco a poco, se convirtió en expresión de la voluntad general; había cambiado el viento y ahora marchaban sobre los edificios del Gobierno; de pronto, aparecieron ante ellos dos funcionarios del partido, como si con su sola presencia en la calzada pudieran detener aquella riada humana indignada, compuesta ahora por unas doce mil personas que, por su vasto caudal, avanzaba con lentitud; «¡hay que evitar el derramamiento de sangre!», gritó uno, y «¡no vayáis al Sector Occidental, que no corra la sangre!», vociferó otro, y la marcha se detuvo unos momentos, como para tomar aliento, y se oyó un nervioso arrastrar de pies, «¿es que vais a disparar sobre nosotros?», se oyó preguntar desde las primeras filas, y «¡dispararemos si pasáis!». Dijo Melchior que sólo dos palabras, «sangre» y «disparar», de las que se pronunciaron en la cabeza de la marcha, llegaron a los oídos incrédulos de la multitud que, con rabia impotente, se puso en movimiento otra vez, ahora con más fuerza, su cometido era exigir el pan, y por eso había que barrer de allí a aquellos dos.
Era martes, dije yo, agitado, yo estaba allí, lo vi todo, íbamos colgados del estribo del tranvía que avanzaba muy despacio, veíamos todo lo que ocurría, dije hablando con rapidez, como si algo me obligara a responder a su relato con mi relato, a su agitación con mi agitación. Vistas desde allí arriba, las cabezas de tanta gente eran un espectáculo no ya insólito sino desconcertante; la plaza, apenas iluminada por las débiles farolas, parecía caldeada no sólo por un aire muy suave para la estación, sino por infinidad de pies que desfilaban pisando periódicos y octavillas, venían de todas las direcciones, de dos en dos, en largas columnas cerradas, individualmente, en grupos formados sobre la marcha, con pancartas y banderas y se movían en las más diversas direcciones; por ello parecía que los objetivos eran vagos y contrapuestos, sin que aquellas columnas diversas que se esforzaban por avanzar en direcciones distintas, diluyéndose o condensándose, llegaran a estorbarse entre sí, al contrario, como si no hubiera ni que prever semejante contingencia, se movían con decisión y sin prisa hacia su objetivo, la ciudad toda parecía echarse a la calle por los portales, las fábricas, los bares, las escuelas y las oficinas, junto al bordillo, espaciados, había policías, aparentemente indiferentes, o quizá impotentes, que nada podían ni querían hacer frente a aquella inundación que fluía por todos los huecos, lo que provocaba la extraña sensación de que por ello eran tan tolerantes entre sí los grupos que iban en direcciones distintas y con objetivos diversos, porque en ellos o sobre ellos actuaba un principio organizador más poderoso, una fuerza invisible, y el vocerío, los gritos alegres, las consignas vibrantes, los miles de pies que rítmica o desacompasadamente se arrastraban, repicaban, se atrepellaban o crujían, formaban un único fragor confuso y alegre a la vez, tan ligero como el fino relente en el aire cálido del anochecer; no obstante, en el movimiento general y en el clamor que en oleadas se elevaba de aquella masa se distinguía claramente a los que bajo ningún concepto estaban dispuestos a participar, que, siguiendo instrucciones, observaban desde el bordillo y a los que quizá aún no se habían decidido entre sumarse a la acción o retirarse prudentemente hacia un destino particular; éstos, en su mayoría, eran ciudadanos cargados de paquetes o de niños pequeños que deseaban llevarlos a lugar menos peligroso.
El tranvía paró con una sacudida, y el cobrador, para indicar claramente que de allí no pasaba, apagó las luces; nosotros saltamos al suelo, yo iba con dos compañeros de clase con los que ni antes había tenido mucho trato ni después he frecuentado: un chico alto, fuerte y bien parecido llamado István Szentes que, a la más mínima, se liaba a gritos y a bofetadas con unos y otros, y Stark que continuamente guiñaba sus negros ojos tristes, curiosos y un poco miopes y quería estar en todas partes y con todo el mundo, como si le moviera un apasionado afán de asociación, pero siempre temía represalias.
Chicos, me parece que me voy a mi casa, decía, preocupado como siempre; me parece que me voy a mi casa, repetía, pero seguía con nosotros, entusiasmado.
Y esto era lo portentoso, lo impresionante, lo extraordinario de la situación: desde el momento en que saltamos del tranvía y nos envolvió la fuerza irresistible del movimiento, y nos encontramos rodeados de un grupo de hombres jóvenes con aspecto de obreros que cantaban: «Csepel Rojo empieza el combate, vía Váci le sigue a la lucha», vociferando su «vía Váci» con tanto ardor como si quisieran pregonar de dónde venían a todo el mundo y hasta al mismo oscuro cielo del otoño -en realidad, parecían venir directamente de la ducha: aún tenían mojado el pelo de la nuca-, aquí abajo, en medio de la multitud, donde ya habíamos dejado de observar las cosas desde arriba y desde fuera, no nos planteamos en qué dirección íbamos ni por qué; y no es que no hubiésemos podido escabullirnos, ninguno de los imperativos habituales nos retenía allí, pero precisamente por ello tenías que elegir una dirección cualquiera como la única posible, porque en aquellas horas la arrolladora sensación de libertad que irradiaba de la multitud dejaba abiertas todas las posibilidades y todo lo permitía, y cuando todas las posibilidades están abiertas, puedes elegir; sólo se te exige un requisito, el de caminar, como si el ser humano, por esta facultad elemental y común, sólo tuviera que ceder al puro instinto primario de mover el cuerpo, caminar con los que están a su lado, yo con ellos, y ellos, conmigo.
Por consiguiente, aquellos compañeros de clase con los que iba casualmente cuando me encontré en medio de la corriente, ahora, de repente, los sentía muy próximos, ellos determinaban y dominaban mis sentimientos como si fuéramos amigos íntimos y yo lo supiera todo de ellos; ahora, de pronto, la antipatía que me inspiraban me parecía absurda, cosa del pasado, eran amigos y hermanos míos, como si ellos y sólo ellos pudieran hacerme familiares todas aquellas caras desconocidas pero no extrañas.
Stark había expresado con palabras esta sensación extraña y enardecedora; estaba asustado de algo que le agradaba, esta sensación arrolladora le daba ganas de escapar, de irse a casa, y Szentes, para demostrar que le comprendía y disipar sus temores, le dio un fuerte golpe en la espalda sonriendo ampliamente, esto se te pasa con un mamporro, y los tres soltamos una carcajada.
A aquella primera hora del anochecer aún no se me había tragado la multitud, aún no me había hecho desaparecer, no me había sepultado como tantas veces después, aún no había anulado mi personalidad, sino que me había brindado la oportunidad de integrarme en ella, de sentirme parte de un todo e idéntico al todo, merced a la necesidad más elemental de mi cuerpo, la del movimiento, que comparto con todos mis semejantes, porque aquella multitud, lejos de carecer de rostro, como quiere el tópico, hacía que yo recibiera de ella el mío propio, en la medida en que yo le daba un rostro.
Como yo no era tonto ni ignorante, sabía bien dónde me encontraba y adivinaba lo que ocurría, de modo que cuando, a los pocos instantes, se produjo aquel hecho impresionante, pude compartir la pasión que se apoderó de la multitud; marchábamos riendo todavía cuando, por la calle Bajcsy-Zsilinkszky, con siniestro chirriar de orugas y sordo zumbido de motor, apareció un tanque con la escotilla de la torreta abierta; al principio, parecía que su cañón de acero venía hacia nosotros deslizándose sobre las cabezas de la gente, pero luego la muchedumbre se separó, abriendo un amplio foso, el paso se hacía más lento y vacilante para acelerarse después, y fue haciéndose el silencio, un silencio cargado de ansiedad y expectación, y entonces, como una ola gigantesca que estallara sobre nuestras cabezas, se elevó un clamor triunfal para saludar la llegada del tanque, porque alrededor de la torreta, envueltos en una nube de gas entre parda y azul, había soldados sin armas que, de pie o sentados, expresaban sus pacíficas intenciones agitando las manos; por entre la algarabía que llegaba hasta nosotros se distinguían palabras sueltas y fragmentos de frases entrecruzadas, gritos de: «¡Hermanos!» «¡Camaradas!» «¡El ejército, con nosotros!» «¡Compatriotas!» Szentes pescó palabras sueltas que repitió para sí y luego gritó con fuerza, como si, por primera vez en la vida, hubiera podido arrancar de raíz su ira permanente, porque se sentía libre, «¡No disparéis!», apenas unos pasos más allá vimos los rostros sonrientes de los soldados que saludaban, yo no gritaba con los demás, tenía mis razones, pero también saludaba, y alrededor de nosotros los jóvenes del pelo mojado respondían con la misma sonrisa y gritaban a coro a los soldados: «¡Todos los húngaros están con nosotros, todos los húngaros nos siguen!» A lo que bocas invisibles respondían desde lejos: «¡El pueblo de Petöfi y de Kossuth unido y de la mano!»
En aquel entonces, la plaza Karl Marx tenía unos adoquines combos, oscuros y relucientes, y cuando el tanque, describiendo un giro de noventa grados con elegancia a pesar de su pesadez, encaró el hueco que se abría entre los dos tranvías parados en el centro de la plaza, las piedras hicieron saltar chispas de las orugas que chirriaban con estridencia y volvió a hacerse el silencio, pero ahora era un silencio festivo e ilusionado como el que precede a una fastuosa ceremonia, o cuando, durante un partido de fútbol, el delantero centro ídolo de la hinchada envía el balón al fondo de la red desde una posición dudosa, y el público contiene el aliento esperando la decisión del árbitro, y es que era problemático que el tanque pudiera pasar por el hueco que había entre los dos tranvías; involuntariamente, tratabas de calcularlo con la mirada, y si por una parte la plebe temía el choque de los dos colosos de acero, por otra, se resignaba a lo inevitable, como si intuyera ya lo que iba a ocurrir, hasta que, finalmente, tras el feliz resultado de la maniobra, el silencio fue roto por la violenta erupción de un grito de victoria, una cascada de risas, el desbordamiento de una alegría general ingenua y primitiva, y ahora, mientras el tanque se alejaba en dirección a la vía Váci, ni yo tuve razones para no gritar con los demás.
Seguimos marchando y, a los pocos pasos, la multitud encontró un obstáculo inesperado: delante del escaparate del estudio de fotografía El álbum de las sonrisas, donde la acera describía un amplio arco, la masa humana se apretaba formando una pared, porque le cerraban el paso los tranvías parados en la calzada, pero a nadie parecía impacientar el atasco.
Delante del iluminado escaparate, una mujer frágil, con anorak, estaba subida a una especie de caja, era sólo una silueta de mujer, que quedaba a bastante altura, las cabezas levantadas que la escuchaban sólo le tapaban los pies, que mantenía quietos, como si hubiera echado raíces, mientras movía la cabeza con vehemencia, agitándola de arriba abajo y de derecha a izquierda, girándola y adelantándola, como si recibiera del pecho o del cuello el impulso para cada movimiento, que hacía brincar y ondear su largo cabello; parecía que si aquella mujer no levantaba el vuelo era sólo porque su obstinación la mantenía pegada a la caja: Szentes me oprimió el muslo con una esquina de su tablilla de dibujo para llamar mi atención, ¡mira!, era más alto y la descubrió antes que yo, que estaba atento a lo que Stark nos leía en voz alta de una octavilla recogida del suelo, «quinto, fuera los obstruccionistas; sexto, abajo la política económica stalinista; séptico, viva la hermana Polonia; octavo, comités de trabajadores en las fábricas; noveno, saneamiento de la agricultura y cooperativas independientes; décimo, programa de desarrollo nacional», y, a pesar de que la voz de la mujer casi no llegaba hasta nosotros, Stark interrumpió la lectura y, como si fuera lo más natural del mundo, empezó a repetir lo que ella decía: «Ya se abren las fauces del averno, se quiebra el palo mayor con fuerte crujido, cuelga la vela desgarrada», y no me sorprendió, sino que me alegró profundamente que esta poesía, que todos sabíamos de memoria, fuera recitada por mi prima, ya que la mujer subida a la caja no era otra que la ex esposa de mi primo Albert, a cuya casa de Györ había querido ir yo hacía año y medio, simple de mí, con unas expectativas infundadas, cuando me escapé de casa.
A partir de aquel momento sentí alivio, reconozco que fue una reacción infantil, pero dejó de preocuparme mi situación especial, es decir, la situación especial de los míos: no era yo el único de la familia que estaba allí; en realidad, cada uno de los que aquella noche estaban en la calle tenía su propia situación especial y nadie se la echaba en cara, porque eso hubiera roto la unidad que se había convertido en patrimonio de todos; no traté de acercarme a la mujer ni dije a los otros que la conocía, sería mi secreto, el argumento irrefutable de que también yo tenía derecho a estar allí; la pequeña Verocska, como la llamaba mi madre, en tono entre cariñoso y divertido por sus aficiones teatrales, declamaba allá arriba y yo marchaba aquí abajo, el mismo derecho teníamos los dos, aunque yo no me atrevía a gritar con los que tenían más derecho, como Szentes, que unas semanas antes, a pesar de saber quién era mi padre, me había soltado, en un acceso de aquel furor suyo: «¡hemos estado viviendo en un gallinero, ¿te enteras?, en un gallinero, como animales!», o Stark, que vivía cerca de allí, en la calle Visegrádi, y al fin había optado por no irse a casa, y hacía poco se había ofrecido a prestarme sus plumas de dibujo, porque en las tiendas no se encontraban, pero como su casa estaba cerrada tuvimos que ir a la sinagoga cercana donde su madre hacía la limpieza, y ella fue con nosotros y nos abrió la puerta de la calle, y en la cocina ya estaba puesta la mesa para dos, y en el fogón había una olla muy pequeña y, a pesar de mis azoradas protestas, tuve que quedarme a almorzar y comer lo que había preparado la madre, porque ella, con una delicadeza infinita, me dio a entender que sabía quién era mi padre; a pesar de todo, salíamos juntos, cada cual debía llevar su propia carga y por eso yo tenía derecho a sentir lo mismo que ellos, si más no, porque ellos no me lo discutían, a pesar de mi situación especial, pero también porque yo percibía la diferencia entre conceptos, y creía saber, y desde el momento en que en la mujer que recitaba había reconocido a la pequeña Verocska, lo comprendí con claridad, porque no era un desinformado ni un bruto, que esto era una revolución y que yo estaba en ella, y que si mi padre hubiera estado allí -naturalmente, yo comprendía que él no podía estar, aunque no sabía dónde estaba, dónde se escondía, para su vergüenza- lo hubiera definido con el término opuesto.
Y estas dos palabras contradictorias, que ahora me venían a la mente con tanta claridad, me dieron la clave para descifrar mis sentimientos en la confusión que me asfixiaba, dos palabras cuyo peso, significado y definición política yo había descubierto precozmente gracias a los debates que mi padre mantenía con sus contemporáneos; para mí, en aquel momento, aquello era la revolución, no recuerdo el concepto que en su léxico político definía lo contrario, pero yo lo interiorizaba de un modo muy personal, como si una palabra fuera el cuerpo de él y la otra, el mío, como si él y yo, cada cual con su palabra, estuviéramos en las antípodas de una misma entidad; esto es una revolución, repetí para mis adentros, como si se lo dijera a él, y lo dijera con un oscuro afán de venganza, con malsana satisfacción, como si buscara desquitarme por todo, fuera lo que fuere, a lo que él no podría responder más que con el concepto opuesto; pero yo no tenía la sensación de haberme distanciado de él por esta causa, al contrario, su cuerpo, aquel pobre cuerpo, encorvado y roto desde la muerte de mi madre, aquel cuerpo que daba lástima, una lástima de una esterilidad desoladora, aquel hombre hundido, suspendido temporalmente de sus funciones desde junio último, a causa de su lamentable actuación en los procesos, pero que desplegaba una frenética energía y se había asociado a personajes sospechosos, desconocidos para mí, que se decían amigos suyos, aquel hombre lo sentía yo ahora, en nuestra incompatibilidad, tan próximo como aquel día en que, siendo niño, me acerqué a él mientras dormía y, movido por la curiosidad y también por la elemental necesidad de palpar nuestra similitud física, le puse la mano entre los muslos; pero ahora yo me mantenía frío y, a pesar de la sensación de proximidad y de identificación física, había diferencia entre nosotros; yo marchaba con gentes a las que apenas conocía pero que, no obstante, me inspiraban un sentimiento fraternal, porque significaban para mí lo mismo que Kristian, el hijo del soldado desaparecido, Hedi, la hija del deportado, Livia, que vivía de las sobras de la cocina de la escuela, Prém, cuyo padre era un fascista borracho, Kálmán, que, por ser hijo de un panadero independiente, era considerado enemigo del pueblo y hasta lo mismo que Maja, con la que registrábamos los papeles de nuestros padres, en busca de pruebas de traición; cegados por la ingenuidad y la credulidad, nos habíamos sumergido en la ciénaga de la época, algo que te marcaba profundamente, pero había que tratar de borrar la marca, y por eso yo marchaba con ellos, y sufría por ellos, porque en las caras de los amigos de mi padre había visto qué era lo que podían esperar, y también temía el efecto que pudiera causar en el cuerpo maltrecho, convulsionado y febril de mi padre aquella marea que ahora me arrastraba, pero ya no podía ni quería seguir reprimiendo mis sentimientos.
Avanzábamos con apreturas, cuerpo contra cuerpo, hacia el bulevar.
Yo estaba habituado a definirme por medio de conceptos -los rigurosos conceptos morales de mis abuelos que regulaban las emociones y las pasiones de modo que se ajustaran a su forma de vida burguesa y puritana, y los más difusos conceptos ideológicos y políticos de mis padres-, era éste un ejercicio que reflejaba la clase de educaron que había recibido, y era natural que el proceso de autodefinición por el que, en medio de esta multitud, yo trataba de separarme e mi padre, romper con él para siempre, me hiciera sentirme otra vez niño, porque mi temor por él, la necesidad infantil de identificarme con él y comprenderlo, resultaban un vínculo más fuerte, ya que en definitiva era con sus conceptos de mí con los que yo tenía que justificar mi presencia aquí, ahora, en esta multitud -¿o sería, acaso, nuestro dolor compartido por la muerte de mi madre?-, y cuando superado el atasco echamos a correr para unirnos a los que marchaban delante -un imperativo elemental de la masa es el de cerrar filas-, la cartera y la tablilla de dibujo que me golpeaban las piernas, y la escuadra, que continuamente resbalaba, me restaban algo de fervor revolucionario, como si me recordaran mi situación de dependencia y sumisión, para hacerme comprender que allí no se me había perdido nada: esto era lo que me parecía oír a cada golpe de la cartera, a cada movimiento de la escuadra, como si tuviera que irme a casa aunque no fuera más que para liberarme de estos molestos objetos, ¡no hay que desfallecer!, me decía para animarme, yo iba en la buena dirección, me repetía en medio de aquellos que, al parecer, no estaban entorpecidos por estos escrúpulos, al otro lado del puente de Margit tomaré el tranvía, me decía, a pesar de que estaba seguro de no encontrarlo en casa.
Con estas reflexiones, me tranquilizaba saber que mi casa estaba en las afueras, por encima de la ciudad, lejos de este terreno que se estaba poniendo cada vez más peligroso, también por lo que a los sentimientos se refería.
Yo no me equivocaba, no reapareció sino al cabo de una semana, hasta entonces nos tuvo sin noticias, ni una llamada telefónica, dije a Melchior, nada.
También fue por la tarde, ya empezaba a oscurecer, le conté, yo estaba con Kristian en la verja, era el veintiocho o el veintinueve, hablábamos de la composición del nuevo Gobierno, ¡no!, yo llevaba un pan en la mano, porque aquel día habían vuelto a hacer pan, el domingo la panadería de Kálmán había cocido pan y Kristian me contaba riendo cómo había conseguido llegar a casa desde Kalocsa, y con su risa llenaba las pausas en las que evitábamos hablar de Kálmán; el año antes, después de mucho batallar, había conseguido ingresar en una academia militar: siempre fue su mayor deseo ser oficial como su padre, en Kalocsa acababan de empezar las maniobras de otoño cuando, en plena puzsta, los habían mandado a casa, tal como estaban, de uniforme, y él se reía, cada cual podía ir a donde quisiera, naturalmente, habían tenido que librarse del uniforme porque la gente los tomaba por agentes de la Seguridad del Estado, cuando de pronto dijo, sorprendido, ¡ahí está tu padre!, que, efectivamente, saltaba la cerca entre los arbustos, por la parte posterior, donde el jardín lindaba con la zona prohibida.
Kristian se despidió, confuso y turbado por su confusión, ¡bueno, adiós!, dijo con una última carcajada, comprendí que no quería ser testigo de aquella llegada clandestina, desapareció rápidamente en el crepúsculo, y aquélla fue la última vez que lo vi, mientras mi padre subía hacia la casa, pero sin cruzar el césped, sino dando un rodeo por entre los arbustos que rodeaban el jardín y bajo unos árboles; por un ligero movimiento de su cabeza, comprendí que me había visto, pero ahora se me apareció de un modo totalmente distinto a como lo había imaginado durante aquellos días de angustiada espera, alguien me había dicho en cierta ocasión que las cosas siempre resultan distintas de como uno las teme o las espera; llevaba una ropa que no era suya, una gabardina y, debajo, un traje de verano, de hilo crudo, ajado pero no roto, arrugado y sucio de barro, lo que era extraño, porque no había llovido en toda la semana; aunque estaba sin afeitar, yo hubiera dicho que parecía tranquilo, de no ser porque una agitación interna, que no podía ser ni de acoso ni de miedo, daba elasticidad y ligereza a su cuerpo; vi que estaba más delgado todavía, quizá eran el nervio y la agilidad de la fiera salvaje lo que le daba aquel aire tan extraño.
El traje de verano fue lo primero que tocaron mis manos, antes de que él pudiera darme un beso, fue un movimiento involuntario y ni aún hoy he podido comprender cómo la mirada es capaz de distinguir un traje de verano de todos los demás trajes de verano con absoluta seguridad, cómo pude yo saber que había vuelto a casa con el traje que llevaba János Hámar la primavera del año anterior, cuando se presentó en casa recién salido de la cárcel, el mismo que tenía puesto el día en que, en la puerta de la Oficina de Reparaciones, dos desconocidos le obligaron a subir a una limusina con cortinillas negras, el mismo traje con el que, cinco años después, se arrodilló junto a la cama de mi madre -por lo tanto, tenían que haber estado juntos, o bien János le había prestado el traje, le había ayudado, le había escondido, quizá había luchado con él en aquel grupo armado que mi padre había organizado meses antes con sus amigos-, y mientras yo trataba de vencer mi aversión a aquel traje, dije algo sin pensar que hizo que él me diera dos bofetadas, con soltura y precisión, fríamente, y a punto estuve de caer al suelo, pero eso te lo contaré después, dije a Melchior, ahora aún no lo comprenderías.
Yo hablaba a los ojos de Melchior.
El cubría con una mano la mano con la que yo me sostenía y con la otra se colgaba de la correa del tranvía; la manga del anorak nos cubría la cara y las manos, que hubieran delatado a los ojos de los pasajeros nuestro amor prohibido; teníamos las caras muy juntas, sentíamos nuestro aliento, pero yo no hablaba a su cara ni a su entendimiento sino a sus ojos.
Pero al recordarlo me parece que no hablaba a un par de ojos sino a uno solo, enorme, atento, maravilloso, que de vez en cuando tenía que parpadear, para esconder rápidamente tras las pestañas el destello de la comprensión, para reposar, aguardar, almacenar; el temblor de la bella curva del párpado denota inseguridad y duda y, con su insistente movimiento, me insta a prescindir de detalles; él desea una visión de conjunto, ya que de lo contrario tendría que asimilar demasiadas cosas a la vez, no sólo imaginar a personas desconocidas, orientarse en lugares extraños y situar fechas imprecisas, para seguir un relato personal y, por lo tanto, sesgado, de hechos que hasta entonces él conocía por descripciones históricas de carácter general, sino que, además, tenía que habérselas con mis deficiencias lingüísticas para deducir, de palabras mal aplicadas y mal pronunciadas, lo que yo pretendía decir.
Aún era verano, dije, quizá tres semanas después de que lo suspendieran de sus funciones, expliqué, cuando un domingo por la mañana nos visitaron por lo menos treinta personas, la calle estaba Ilena de coches, todos eran hombres, sólo había una mujer y acompañaba a su padre, un anciano de cara agria y demacrada, que no hacía más que mecerse en silencio sobre las patas traseras de la silla y, sólo una vez, en que su hija fue a hablar, salió de su pasividad y se volvió hacia ella para imponerle silencio con un ademán.
Yo aproveché un pequeño incidente familiar para colarme en el despacho de mi padre, en el que los visitantes -evidentemente, todos ellos viejos conocidos que mantenían una de sus frecuentes reuniones- fumaban formando pequeños grupos mientras discutían con vehemencia o, simplemente, charlaban; mi padre había salido para pedir a la abuela que hiciera café, pero en la cocina estaba también el abuelo y, antes de que ella pudiera responder con un «sí» forzado, con aire ofendido, el abuelo, rompiendo un silencio de seis años, observó secamente, rojo de la asfixia que le provocaba la cólera, que, sintiéndolo mucho, la abuela no tenía tiempo, ya que, como de costumbre, se iba a la iglesia y que, si quería ofrecer café a sus invitados, lo hiciera él.
Mi padre, que había hablado como si se dirigiera a su secretaria, no estaba preparado para esta respuesta, tanto menos por cuanto que el abuelo le negaba este favor en nombre de la abuela, por parecerle intolerable entrar en contacto con aquella gente: está bien, muchas gracias por la gentileza, farfulló mi padre, y cuando regresó rápidamente a su despacho, blanco de ira, no se dio cuenta de que yo le seguía, o quizá después de aquella escena le era indiferente mi presencia.
Por si acaso, yo me situé al lado de la puerta que daba a mi habitación, junto a la que, un poco incómoda y violenta, con la espalda apoyada en el marco, estaba la muchacha, que llevaba un bonito vestido de seda estampado en tonos oscuros.
Por su paso enérgico y rígido a la vez, por la forma en que encogía un hombro, por el mechón de pelo que le caía en la frente, quizá también por la determinación con que cruzaba por entre los reunidos, envueltos en una espesa nube de humo, se adivinaba que le movía un propósito extraordinario, algo que quizá había decidido hacía tiempo; apartó el sillón, sacó del bolsillo la llave del escritorio, abrió el cajón, pero entonces como si de pronto se sintiera indeciso o quisiera recapacitar, no sacó nada de él sino que, lentamente, se dejó caer en la silla y miró a los reunidos.
Este cambio de actitud y su mirada, que se extendió por toda Ia habitación como una vibración, hizo que unos enmudecieran o bajaran la voz involuntariamente y otros se volvieran a mirarle, terminaran la frase en voz alta, y luego prosiguieran en tono más bajo; él permanecía inmóvil, abstraído.
Entonces, con un movimiento que empezó lentamente y fue tomando velocidad, volvió a abrir el cajón, sacó un objeto, cerró el cajón con un puño del que asomaba el cañón de una pistola y dejó la pistola encima de la mesa con un golpe seco.
Un golpe, y silencio: un silencio compasivo, atónito, indignado.
Fuera, delante de las ventanas abiertas, los árboles estaban quietos, a intervalos regulares, se oía el siseo de los aspersores que regaban el césped.
De pronto sonó una risa nerviosa a la que se unieron otras varias, aunque vacilantes, entre ellas, la de un oficial joven, coronel, un hombre rubio de cara redonda y pelo cortado a cepillo, que, despacio, se levantó, se quitó la guerrera con galones de oro y, con una amplia sonrisa, la colgó cuidadosamente del respaldo de la silla; entonces todos empezaron a gritar a la vez, pero él se sentó tranquilamente y, en medio del griterío, empezó a subirse cuidadosamente las mangas de su camisa blanca.
Gritaban a mi padre que no fuera ridículo, que no hiciera teatro, le llamaban Köles, el alias que había utilizado en la clandestinidad, le daban a entender que comprendían sus sentimientos y simpatizaban con su gesto, pero no podían permitirse histerismos ni números de circo, debía conservar la serenidad.
No, no estaba loco, precisamente a causa de los acontecimientos de los últimos meses había recobrado su sano juicio, dijo mi padre sin levantar la voz ni mirar a nadie, y volvió a hacerse el silencio, un silencio cortante, vacío y mudo, y agregó que les había rogado que vinieran para averiguar si aún quedaban en este país hombres que, al igual que él, no estuvieran dispuestos a darse por vencidos.
Plenamente consciente de su dignidad, confirmada por el silencio de su auditorio, y seguro de su facilidad de palabra, mi padre mantenía una actitud relajada, con las manos apoyadas en los brazos del sillón; no deseaba hacer una escena ni dar una conferencia, prosiguió en voz baja, sólo sentía el deseo simple, humano y, lo admitía, romántico, de recordar a los reunidos el deber que habían asumido, no para un determinado tiempo y lugar, sino para toda la vida -sonrió-, y a la vista de la tendencia de la política interna tenía la sensación de que ya no existía la posibilidad de sustraerse a este deber, no miraba a nadie a los ojos al decir esto sino que, sonriendo, deslizaba entre las caras aquella mirada glacial que tanto temía yo y que unas veces me parecía alucinada, otras, deliberadamente cruel, y otras, angustiada; quería proponerles algo muy simple y, sin marcar una pausa, como si por su boca hablara una máquina, prosiguió: tras mucho reflexionar, había sacado la conclusión de que, a fin de impedir un posible golpe de Estado de los contrarrevolucionarios, había que formar una milicia totalmente independiente del ejército, la policía y los servicios de seguridad que dependiera directamente de la autoridad suprema.
Se percibió casi físicamente cómo las últimas palabras de su frase quedaban suspendidas en el aire entre la aprobación de unos y el vivo e indignado rechazo de otros; al cabo de unos instantes estalló un tumulto indescriptible de sillas volcadas accidental o deliberadamente puñetazos en mesas y rodillas, gritos, risas burlonas, silbidos no todos forzosamente hostiles, carraspeos, carcajadas y aclamaciones atronadoras, a pesar de que, indudablemente, algunos permanecieron mudos; la joven se separó del marco de la puerta para decir algo, su cara estaba moteada de rojo y tenía una expresión de vivo disgusto, el coronel volvía su faz redonda y risueña hacia uno y otro lado, y el anciano de expresión taciturna dejó de mover la silla un momento, indicó a su hija que se callara y siguió meciéndose.
Debo reconocer -dije a Melchior diecisiete años después, en la plataforma del tranvía de Berlín- que aquella escena no me asustó ni disgustó, al contrario, disfrutaba con ella, me alegraba y no sólo porque, contra toda prudencia, de la que, evidentemente, tampoco hubiera sido capaz, me sintiera orgulloso de la dignidad, el arrojo y la descabellada decisión de mi padre, que, a los ojos de un adolescente, cualquiera que fuera su causa, habían de tener algo fascinante y ejemplar, si hasta Prém, al que el fascista de su padre pegaba con un bastón y una correa, estaba orgulloso de lo fuerte que podía ser aquel cerdo borracho, pero es que en mi caso había más, yo sabía de mi padre algo que aquellas personas ignoraban, ellas juzgaban su planteamiento desde el punto de vista político e ideológico, y yo, exclusivamente desde mis sentimientos, yo sabía que, pese a sus protestas, él montaba aquella melodramática escena porque el único medio de librarse de su propia locura era proyectarla hacia el exterior; puesto que mi padre estaba loco, cómo no iba a alegrarme yo de aquella su aparente lucidez, porque, desde la muerte de mi madre, más exactamente, desde la llegada de János Hamar, había estado luchando contra la locura, hacía unos días, mientras cenábamos en la cocina, de repente, se quedó mirándome, pero en sus ojos se advería que no me veía a mí sino a otro, quizá a otros o a algo que le atormentaba continuamente, y debía de ser tan fuerte la tortura que, lentamente, abrió la boca, llena como la tenía y, como si tuviera que luchar contra esos adversarios, por más que ello le horrorizaba, empezó a gritar con todas sus fuerzas, escupiendo comida a medio masticar por toda la mesa y por mi cara, de sus ojos inmóviles caían las lágrimas y, delante de la pared de baldosas blancas, me gritaba «pero, ¿por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué?», sin poder parar, y mientras yo forcejeaba con él, calló bruscamente pero no por mi abrazo, por Ia presión de mi mano ni de mi cuerpo, ni por los medios que pueda aplicar una persona en una situación semejante, no sé por qué, quizá ese alguien o ese algo había vencido dentro de él, con mi mano y con mi cuerpo sentía yo su insensibilidad, se había puesto rígido, ya no estaba allí, tenía la cabeza inclinada sobre el plato de verdura, como si tener verdura en el plato fuera el colmo de la humillación.
Melchior se soltó de la correa e hizo una seña con la cabeza; nos apeamos.
Estábamos en una plaza, final de trayecto, el tranvía se alejó lentamente, chirriando sobre las vías a nuestra espalda y desapareció con sus luces pálidas; ahora hubiéramos tenido que dirigirnos hacia Festungsgraben, donde se levantaba el teatro, rigurosamente clásico, inundado de luz entre unos árboles raquíticos: era uno de los pocos edificios que se habían salvado de la aberración de la guerra, que había destruido el bello bosquecillo de castaños.
Otras personas caminaban en la misma dirección, relucientes zapatos negros de hombre y trajes de noche baratos que rozaban el asfalto o se enganchaban en un tacón dorado; nos quedamos un rato parados, como esperando a que se fuera la gente para tener aquella plaza oscura para nosotros solos unos minutos.
Los dos sentíamos la necesidad de estar a solas.
Era curioso, proseguí mientras nos encaminábamos lentamente hacia el teatro por la calle oscura, que mi padre siempre se equivocara y llamara a la plaza de Marx por su antiguo nombre de plaza de Berlín; te espero en la plaza de Berlín, pero enseguida rectificaba: en la plaza de Marx, debajo del reloj; lo he recordado, expliqué, porque aquel domingo no pudieron ponerse de acuerdo, estuvieron horas gritando -hasta el momento en que la joven del vestido de seda, a pesar de la tajante prohibición de su padre, tomó la palabra-, como si no pudieran decidirse acerca de cómo tomar su propuesta, por un lado, lo acusaban de fomentar la disensión y el sectarismo, algunos incluso lo tachaban de conspirador o de vulgar provocador y le pedían el nombre de su jefe, dando a entender que lo denunciarían; por otra parte, también se opinaba que la situación era insostenible, que los servicios de seguridad estaban secuestrados, que la policía nunca había merecido confianza, que el ejército estaba politizado y corrupto, en suma, que algo había que hacer, siempre que no fuera demasiado tarde, porque se estaba soltando de las cárceles a muchos delincuentes comunes y si ayer todos eran enemigos de todos, hoy todos confraternizaban con todos, los comunistas más leales eran puestos en la picota, se buscaban, y encontraban, chivos expiatorios, las disposiciones oficiales eran inoperantes, porque no se transmitían o no se aplicaban. Todo el mundo se dedicaba a escarbar en el pasado y a pescar en río revuelto, hasta volvía a hablarse de la cuestión española, los periódicos se desmadraban, el aparato estaba plagado de saboteadores y manipuladores, las más viles plumas mercenarias exigían libertad de prensa, nadie trabajaba, la economía estaba postrada, cada cual se preocupaba de sus negocios y cínicamente servía a dos amos, y por no hablar de la labor de zapa del enemigo, en resumen, el país era ingobernable y precisamente por ello cualquier medida enérgica parecería una provocación, no debía ponerse en peligro la unidad creando nuevas fracciones, pero quién habla aquí de unidad si ni los de arriba son capaces de encontrar un criterio común, sería una temeridad enfrentar entre sí a las distintas organizaciones del Estado, no había que fomentar el particularismo sino la confianza, todo dependía de la propaganda, cualquier medida radical sería echar más leña al fuego, mejor depurar la prensa que hace semejantes propuestas llevando el agua al molino del enemigo, no se puede mear contra el viento, y no se apaga un incendio con aceite; mi padre, mientras tanto, permanecía mudo y quieto, pero ahora su mirada no era distante, ya no miraba entre las caras sino que observaba a los que hablaban con una sonrisa lánguida, casi satisfecha y perfectamente amistosa, como el que por fin ha alcanzado su objetivo y ha vuelto al hogar, lo cual, con el tiempo, no hizo sino enrarecer aún más el ambiente, ya que precisamente aquellos que no estaban contra él ni contra su propuesta no podían menos que sospechar, puesto que tan tranquilo se mostraba, que también él fuera un provocador, que, con aquella estúpida historia de la pistola, no hubiera pretendido sino levantar la liebre, mientras otros, los que más duramente lo atacaban, no comprendían cómo podía permanecer impasible si no tenía un jefe situado en las más altas esferas y se preguntaban de qué información dispondría mientras ellos, candorosamente, enseñaban las cartas que tan celosamente habían ocultado hasta ahora.
Cuando, por efecto de la suspicacia y el cansancio se calmó la algarabía y perdieron vehemencia los ademanes, él volvió a hablar, en voz baja y serena; no les había rogado que vinieran, dijo en tono firme, para discutir con ellos si estas medidas eran o no necesarias, sino para decidir su forma de aplicación.
Tanta arrogancia disipó las sospechas -sólo el que manifiesta sus propias convicciones puede mostrar semejante agresividad- y restableció la calma.
Aquellas personas razonaban únicamente en términos ideológicos y políticos; ocupados en defender sus puntos de vista, los que ellos consideraban consecuentes, no comprendían que él no había disipado sus sospechas, no les había convencido, no había rebatido sus objeciones con una lógica brillante, sino con una argumentación disparatada, no se daban cuenta de que tomaba las riendas un loco.
Él se disponía a seguir hablando cuando la joven que estaba a mi lado, levantando el brazo en ademán defensivo y suplicante a la vez -vi que le temblaban los dedos- dijo: perdón, y me sorprendió voz profunda, ronca y penetrante que salía de aquel cuerpo frágil tembloroso, perdón, pero, oyéndolos, tenía la impresión de haber venido a parar aquí por equivocación, procedente no ya de otro país sino de otro planeta, francamente, no sabía, ni le interesaba, dónde vivían los miembros de la respetable concurrencia, pero en el país en el que vivía ella en estos momentos era una tarea más importante y más útil el restablecimiento de un sufragio universal libre y secreto que Ia provocativa creación de un cuerpo de seguridad armado, y debían tener presente que no era ella la única que lo creía así.
Mientras ella hablaba, temblando de agitación, su padre interrumpió el apático balanceo de la silla, apoyó los pies en el suelo y se quedó con la mirada fija en el espacio, con un gesto de impávida aprobación y con la tristeza del que sabe con exactitud cuál va a ser el final.
Inaudito, sencillamente inaudito, parecía que había ocurrido algo escandaloso, a lo que no podías ni debías responder, algo que no debías ver ni oír, algo de lo que no tenías que darte por enterado, que quedaba fuera de toda discusión, que había que pasar por alto inmediatamente, sólo que la reacción no se producía; todos estaban estupefactos.
El padre de la joven apoyó las cuatro patas de la silla en el suelo con un ruido seco, un movimiento deliberado y también elocuente, con el que daba su respuesta, ¡ya basta!, luego, despacio y majestuosamente, se puso en pie a fin de relajar la tensión, se acercó a mi padre, le puso la mano en el hombro con gesto apaciguador y empezó a hablar en una voz ni muy alta ni muy baja, todos habían comprendido sin duda que él consideraba su propuesta digna de atención, en cualquier caso, lo bastante importante como para volver a debatirla, quizá en un foro más amplio o, por el contrario, en un círculo más restringido, precisamente porque se habían expuesto argumentos válidos tanto de un signo como de otro; personalmente, en el momento presente y en las circunstancias actuales, consideraba prematuro e inviable definirse; ya volvían a hablar todos a la vez, adoptando involuntariamente el mismo tono reflexivo y dilatorio, ni muy alto ni muy bajo, como si nada hubiera ocurrido, cambiando de tema rápidamente o, si continuaban con el mismo, sin agitación alguna.
Algunos se levantaban, carraspeaban, se movían, encendían un cigarrillo, salían a la terraza, disimuladamente, intercambiaban miradas alusivas a lo sucedido, se reían; hacían en definitiva lo que suele hacer la gente en una sociedad en la que hay diversidad de opiniones o en una recepción un poco aburrida.
Aunque parezca increíble, dije a Melchior mientras caminábamos, me consta que aquella reunión no fue un fracaso, ya que es posible que las palabras de la mujer ayudaran a los presentes a aclarar sus propias ideas; porque, días después, mi padre y yo habíamos quedado citados en la plaza Marx para ir a comprar zapatos o no sé qué, esperé hora y media y no se presentó, y cuando por fin llegó a casa aquella noche, con la ropa y el pelo impregnados de olor a tabaco, me dijo con voz procupada pero ya más firme que había estado en una reunión muy importante, más aún, trascendental, de la que, naturalmente, no había podido marcharse, y de aquella disculpa insólitamente explícita deduje que, si bien su plan no había sido aceptado había conseguido un respiro, una demora en su locura, por lo menos, no había sufrido una nueva derrota.
Yo había enmudecido, aunque me hubiera gustado seguir hablando, pero no sabía qué más podía decir ni cómo me había enfrascado en aquella historia que ahora, de pronto, me parecía falsa, extraña y muy lejana; nuestros pasos sonaban en los adoquines con ritmo regular, Melchior callaba, no podía saber qué había querido decir yo, pero no preguntaba, no nos mirábamos, y me hacía bien no tener qué hablar.
Y en el silencio punteado por nuestros pasos, que tampoco era silencio sino ausencia de las palabras adecuadas, me invadió la sensación de que todo lo dicho hasta entonces no era sino charla ociosa, un montón de palabras incoherentes y vacías, extrañas a mi lengua, y pensé que es inútil hablar cuando no se tienen las palabras; ni en mi propia lengua encontraría palabras que en esta historia pudieran conducir a algún sitio, porque tampoco la historia conduce a sitio alguno, no hay nada, ni historia hay cuando el recuerdo continuamente queda prendido en detalles que son, o parecen, insignificantes; en aquel momento, por ejemplo, yo daba vueltas por la plaza Marx de entonces, esperando a mi padre, y no podía arrancarme de allí; pero ¿por qué iba a contarle esto?
Porque uno sólo puede contar fragmentos, pero yo quería contarlo todo, decirlo todo a la vez, verterlo en su cuerpo, empaparlo en mi historia, hincarme en él con las raíces de mi gran amor; pero ¿dónde empieza y dónde acaba el ansiado todo? ¿Cómo había de surgir un todo en una lengua que no era la mía y que yo no sabía articular?
Porque si hasta entonces había callado todo aquello, si no se lo había contado a nadie era porque no quería hacer de ello un relato de aventuras, un cuento que no era tal cuento, un suceso que las palabras convertirían en fábula inofensiva; era preferible sepultarlo vivo en la cripta del recuerdo, porque sólo allí encontraría un lugar tranquilo.
Era como si, en aquella calle oscura, hubiera profanado a los muertos.
¿Y no es el silencio el todo más perfecto?
Ibamos uno al lado del otro, hombro con hombro, pero, trastornado como estaba, no me daba cuenta de que todo aquello me deprimía tanto porque antes, más que a él, había hablado a sus ojos, y ahora me faltaban sus ojos.
Al mismo tiempo, mientras el frío y acompasado repicar de nuestros pies nos acercaban al teatro, cada paso iba mitigando aquel deseo de contar, ya no era tan fuerte, sí, sería preferible dejarlo sin final, ahora entraríamos en el teatro y veríamos la función, y lo que había quedado por decir me lo tragaría valerosamente, con lo que tampoco la penosa conversación tendría final.
Los potentes haces luminosos de los focos sacaban de la bruma otoñal el edificio del teatro que parecía una monstruosa y deforme caja de cartón; cuando entramos en aquella cruda claridad, entre gentes que, deslumbradas y presurosas, acudían a tomar el yantar de la distracción y el olvido, me hubiera gustado decirle algo más, algo ingresante e ingenioso, para cerrar aquel paseo frustrado.
Sabes una cosa, dije sin pensar, porque con el recuerdo seguía deambulando por aquella plaza, la plaza de Karl Marx, que mi padre, fiel a la costumbre, seguía llamando plaza de Berlín, me ha quedado grabada en la memoria por otra razón, proseguí en un tono que quería ser indiferente, y es que de Ilkovits, una taberna de mala nota, salía un grupo de hombres y mujeres medio borrachos, y una prostituta veterana, al verme, se me acercó tambaleándose y yo, pensando que quería preguntarme algo, me volví hacia ella, servicial, pero la mujer se me colgó del brazo, me mordió una oreja y me susurró que si me iba con ella me la lamería con mucho gusto, gratis, porque debía de tener una pollita muy mona.
Y no le faltaba razón, agregué riendo, para que resultara más cómico todavía.
Él se paró y se volvió a mirarme, pero no sonreía, sino que me miraba con su expresión más distante.
Yo, confuso, seguí contando que la mujer había dicho que no era más que una puta borracha, no una dama distinguida, pero que no tuviera miedo, que ella sabía mejor que nadie lo que gusta a los caballeros jóvenes y simpáticos como yo.
La indiferencia de su expresión traducía desdén, y entonces, lentamente, me asió del codo y cuando su cara se acercó a la mía apareció una pequeña sonrisa, pero no en sus labios, sino en sus ojos, una sonrisa que no respondía a mi pequeña evasiva jocosa sino que reflejaba el decidido propósito de darme un beso en la boca aquí, en medio de la plaza iluminada, delante de la gente que entraba en el teatro.
Aquel beso cálido y suave arrastró consigo otros besos, en la nariz, los párpados que yo había cerrado involuntariamente, la frente y la garganta, como si, con aquel suave tanteo de sus labios, buscara algo; no creo que alguien se diera cuenta o, si acaso, que concediera al hecho toda la importancia que tenía, por lo que los transeúntes se perdieron un gran momento, luego, dejamos caer los brazos que, más que atraernos el uno al otro, nos mantenían a una distancia prudencial y nos miramos.
Yo había recuperado aquel ojo grande y único.
Y ahora él se rió, es decir, entre sus labios suaves brillaron sus dientes blancos, grandes y feroces, señaló hacia la puerta y dijo que no teníamos obligación de entrar.
No la teníamos, cierto.
También sin nosotros habría función.
Desde luego.
Y ahora, en medio de la gente que entraba en el teatro, aquel ojo expresó algo muy distinto.
Podría ser, dije.
Él me sonreía de un modo misterioso, afable y sereno, pero yo no entendí su sonrisa, porque no era la sonrisa habitual que yo amaba y odiaba; no obstante, tenía que obedecerla, me había rendido a ella, y él, quizá por primera vez en la historia de nuestra relación, me había tomado en serio.
Debía de haber descubierto algo de mi personalidad, no sé si algo aborrecible o adorable, con lo que hasta ahora no había contado o para lo que no había encontrado explicación hasta aquel momento.
Yo tenía la sensación de que quizá fuera preferible seguir escondiéndole mi cara con palabras.
Él no se movía del sitio, parecía que estuviéramos discutiendo.
Con su traje oscuro impecablemente cortado y las manos a la espalda por debajo del abrigo y el pecho ligeramente inclinado hacia adelante, me miraba entornando los ojos a la luz cegadora, como si acabara de asaltarle una grave duda.
Ahora la gente había empezado a mirarnos, pero se equivocaba.
Vámonos a casa, dije.
Él se encogió de hombros ligeramente y pareció que iba a echar a andar, pero yo no podía moverme del sitio.
Le dije que todo esto se lo había contado movido por un sentimiento de inseguridad y resignación, para que comprendiera por qué cuando estaba entre la multitud no había podido irme a casa, no era algo importante, pero ahora él lo comprendería.
Agregué que no quería decir más.
Él lo comprendía, naturalmente, lo comprendía, me respondió con impaciencia, pero no estaba seguro de si lo que había comprendido era lo que yo quería que comprendiera.
Hubiera sido fácil decir algo, cualquier cosa, para romper mi silencio atormentado, y sufría, porque quería hablar y no podía, pero tampoco tenía intención de desmentir lo que él había descubierto de mi personalidad y de lo que con tan ávida impaciencia se había apoderado, y esto me hacía comprender que debía contárselo todo; pero no me fallaba el idioma porque yo quisiera decir verdades fuertes, sino todo lo contrario, un pudor desconocido hasta ahora me impedía describirle aquellos simples sucesos, un pudor muy íntimo, más fuerte que el de la desnudez corporal, me amordazaba, porque todas las vivencias personales de las que hubiera podido hablar, contempladas con la perspectiva de los años, parecían insignificantes, tontas, ridículas, en comparación con hechos a los que el silencioso recuerdo histórico ha dado empaque de tragedia.
Desde luego, no me parecía apropiado enjuiciar ahora el resultado final de aquellos acontecimientos, pero tampoco podía hablarle de la tablilla de dibujo, de la escuadra que me resbalaba mientras corría ni de la pesada cartera.
Pero estos objetos banales formaban parte de mi revolución personal, ya que con su peso y su engorro me obligaron a zanjar una cuestión que, considerada de un modo superficial, carece de peso y significado, puesto que, en el contexto de los hechos, a nadie interesará si un rubio estudiante de bachillerato se sale de una masa de medio millón de personas o se queda en ella; pero para mí esta alternativa significaba si creía necesario y sería capaz de matar al padre, lo que no era una trivialidad, sino una cuestión que aquel martes por la noche tendrían que decidir todos los que constituían aquella multitud.
Si el dilema se hubiera planteado entonces con esta crudeza, seguro que ninguno de nosotros hubiera permanecido allí, arropado por la masa, marchando en la dirección marcada por una fuerza desconocida, sino que cada cual hubiera escapado a todo correr hacia su modesto o lujoso cubil; entonces no hubiéramos sido una masa humana sino una horda rabiosa, una muchedumbre enloquecida, una turba destructora poseída por una cólera irracional; porque, en el fondo, el ser humano no se diferencia mucho de los animales salvajes, él ansia la paz, el calor del sol, un nido blando y tranquilidad para procrear, y no se muestra agresivo hasta que ve amenazado el nido, el alimento y la seguridad de la prole, y aun entonces no es en matar en lo primero que piensa.
Eso sucedió también entonces; al aire tibio de aquel anochecer, el espíritu combativo se manifestaba sólo en la acción de marchar, éramos muchos y marchábamos, acción que, naturalmente, iba dirigida contra algo o contra alguien, pero no estaba muy claro contra qué ni contra quién, cada cual podía pensar lo que mejor le pareciera, acarrear sus propias reivindicaciones, sus propios engorros, sus propias preguntas, aún no tenía que decidirse o, si ya se había decidido, aún no necesitaba saber con exactitud qué dirían los demás a su decisión, por eso coreaba las consignas, por eso gritaba, o callaba.
No creo que pudiera haber algo que no tuviera significado, cada grito, cada frase, cada verso, ¡hasta el silencio!, me servían para auscultar y probar mis sentimientos personales, descubrir mis puntos de contacto con la masa, mi afinidad y posible identificación con ella.
Cualquier objeto, ya sea una regla de dibujo, una poesía o una bandera, puede servir de base al pensamiento, sobre esta base fijamos los pensamientos para los que no encontramos palabras, el objeto no es entonces sino la señal tangible de mudos instintos animales y oscuros sentimientos indefinibles, el escenario de su plasmación, la superficie en la que se inscriben, quizá más que el objeto o el hecho en sí sean sólo un pretexto.
No podía seguir soportando la luz de los focos.
Si hubiera podido hablar, si no a él, por lo menos, a mí mismo, hubiera tenido que decir que -cuando salimos disparados de las apreturas del atasco que se había formado en la plaza Marx y a la carrera nos unimos a los que marchaban delante- el deseo de irme a casa se había disipado, sencillamente, olvidé que hacía un momento quería ir a casa, y de este olvido era responsable la ciudad, que convertía las piedras en casas, las casas en calles, las calles en direcciones definidas y en posibilidades concretas.
A partir de este momento, todo funcionó según las leyes naturales: las aguas de los manantiales buscan los arroyos, que confluyen en el río, que se dirige hacia el mar, ¡qué simple y qué poético! De las bulliciosas calles laterales salían cuerpos humanos que, atraídos por la masa, se intercalaban entre los que avanzaban por el bulevar; seguramente, Verocska ya habría terminado su improvisada actuación con el grito de «Vosotros, que no lo sabíais, veréis ahora cómo se divierte el pueblo», porque los que habían superado el atasco corrían hacia nosotros con estruendo de pasos y se comprimían a nuestra espalda, y aquella aglomeración empujaba en la misma dirección, la única posible, hacia adelante, hacia el puente Margit; pero esto no significaba que los motivos individuales, que tenían cada uno su temperatura y que, al entrar en fricción, descargaban fuerzas y hacían saltar chispas y llamaradas, hubieran podido encenderse aún en una voluntad común, ya que faltaba el combustible adecuado; no obstante, se había producido un cambio, todos debían de sentirlo, porque había cesado el griterío, no sonaban risas, ni versos, ni arengas, no se agitaban banderas, era como si, en aquella dirección común, la única posible, todos se remitieran a un mínimo común denominador: el sonido de los propios pasos.
Esta acumulación de pasos, esta percusión rítmica y atronadora que llenaba la garganta del bulevar Szent István, bastaba para consolidar el sentimiento de unidad, sentimiento que intensificaba la gente que se apiñaba en las ventanas agitando las manos: a pesar de no marchar con nosotros, estaban con nosotros, y nosotros estábamos con ellos; la multitud empezó a sentir su peso y su fuerza, y la marcha se hizo más lenta y solemne.
El ancho cañón del bulevar Szent-István asciende suavemente desde la desembocadura de la calle Pannonia, llamada ahora de László-Rajk, para, al llegar a la calle Pozsonyia, desembocar en el puente Margit, describiendo un suave arco; ni la subida, ni el arco, ni la desembocadura llaman la atención en los días de calma y, si aquella noche yo no hubiera marchado con la multitud, nunca les hubiera dado importancia; y es que normalmente te limitas a utilizar tu ciudad, sin fijarte en la configuración de sus calles y plazas.
En la cabeza del puente confluyeron dos columnas que venían de direcciones distintas y con distinto talante, lo que explicaba por qué nuestro paso era ahora más lento y nuestra columna más compacta, silenciosa y seria; mientras nosotros subíamos la pendiente, la multitud que teníamos enfrente bajaba por el puente y los que bajaban no nos aventajaban sólo por el trazado de su trayectoria, también estaban mejor organizados, eran más jóvenes y enérgicos y su aire, más alegre y marcial, como si su cohesión y su fuerza fuera ya una victoria; venían cogidos del brazo, cantando, gritando consignas al ritmo de su paso y, sin romper sus filas, que cubrían todo el ancho del puente, entraron en la plaza que forma la intersección de las calles, describieron un ancho arco y enfilaron la calle Balassa-Bálint; nuestro grupo, que subía, peor organizado, pero más compacto y aglutinado por emociones individuales y motivos personales, tuvo que intercalarse, a presión, desordenada y torrencialmente, en turbulentas oleadas, en los huecos radiales de aquellas filas que se abrían en abanico.
Hay horas en las que el sentimiento de hermandad hace que el ser humano olvide las necesidades y miserias del cuerpo, el cansancio, el amor, el hambre, el frío, la sed, el calor y hasta las ganas de orinar; aquélla fue una de estas horas.
Szentes dijo que eran estudiantes que venían de la plaza Bem, y nos sumamos a sus filas, rompiendo su orden y unidad, y ellos nos absorbieron contagiándonos su alegría y su determinación; unos y otros, que venían de distintas direcciones y aquí mezclaban su distinta idiosincrasia, cambiaban impresiones a voz en cuello con desconocidos como si fueran amigos de siempre; ellos nos decían quién les había dirigido un discurso, qué opiniones representaba y qué exigía, y nosotros les hablábamos de los tanques y los soldados, y de la marcha de los obreros de la vía Váci y les asegurábamos que el ejército estaba con nosotros, y este enardecido griterío, este apresurado intercambio de noticias, al tiempo que creaba cierta efervescencia en la columna, un tanto distorsionada, le infundía nuevo vigor.
Con este ánimo marchamos hacia el Parlamento.
Szentes, como si pensara que yo había de tener una opinión distinta sobre los acontecimientos y no quisiera que ello trascendiera, se inclinó hacia mí para que Stark no le oyera -nuestras caras estaban muy cerca una de otra en medio de la excitación general- y me dijo que ahora podía ver con mis propios ojos que el sistema estaba acabado.
Lo veía, naturalmente, respondí, apartando la cara, pero no sabía cómo acabaría.
Ya divisábamos la oscura cúpula del Parlamento, con la gran estrella luminosa en la cúspide, que habían instalado hacía sólo unos meses.
Yo debía de estar muy gracioso con mi tablilla de dibujo, mi cartera y mi expresión taciturna y responsable, mientras trataba de conciliar los extraordinarios acontecimientos de aquella noche con las experiencias vividas en mi casa, porque mi preocupación por el futuro sorprendió a Szentes, que se echó a reír; pero, antes de que yo pudiera comprender de qué se reía, sentí que me abrazaban por la espalda y una mano blanda y cálida me tapaba los ojos.
Siempre buscando tres pies al gato, gritó Kálmán, que saltaba de alegría, agitando los brazos, y de pronto los tres estudiantes de bachillerato nos vimos rodeados de sonrientes aprendices de panadero; pero no podíamos pararnos, teníamos que continuar.
Por cierto que, en la plaza, al pie del monumento a Kossuth, perdí la tablilla de dibujo; Kálmán había trepado al monumento y yo subí tras él, queríamos ver el gentío que llenaba la plaza, cuando la muchedumbre, con un griterío que te hacía temblar hasta el tuétano empezó a pedir que se apagara la estrella, fuera la estrella, fuera la estrella; pero entonces se apagaron todas las farolas de la plaza y sólo quedó iluminada la estrella de la cúpula, y se alzó un rugido de protesta que se convirtió en un concierto de silbidos y abucheos; de pronto, se hizo el silencio, y en aquel silencio la gente hizo antorchas con los periódicos y las levantó en alto, y, como si un viento de tormenta barriera una pradera inmensa formando furiosos remolinos, la plaza se inundó de luz, se inflamó, las llamas corrieron y se extinguieron sobre las cabezas de la multitud en la enorme plaza, pero volvieron a encenderse, se extendieron, saltaron, se dispersaron, llamaradas blancas que enseguida amarilleaban, pavesas rojas que caían a los pies de la gente; horas después, mi cartera quedó en el cruce de las calles Pushkin y Sándor Brody, en el asfalto desierto, donde Kálmán, mientras corría comiendo su rebanada de pan con mermelada de ciruela, cayó bajo los disparos hechos desde una azotea, y yo pensé que había sido muy listo al arrojarse al suelo para esquivarlos, y creía que lo que le manchaba la cara era mermelada.
Si después -cuando Hedi vino a despedirse y con aquella mirada interrogativa y suplicante me pidió a mí, el testigo, que le confirmara lo increíble-, si después yo hubiera podido hablar de aquello o si ella no hubiera comprendido de antemano que las palabras tendrían que ser falsas y patéticas, le hubiera hablado de aquella mano cálida, fuerte y cariñosa, la mano de un amigo, y no del hecho, inútil a fin de cuentas, de su muerte, de cómo lo llevamos a un portal y luego lo subimos a un piso, a pesar de que ya no había nada que hacer, porque murió mientras lo transportábamos o quizá en la misma plaza, pero nos parecía que el hecho de transportarlo podía prolongarle la vida un poco más, o devolvérsela, a pesar de que tenía el cuerpo acribillado, pero algo había que hacer; y mientras acarreábamos su cuerpo muerto, sentíamos las manos viscosas de la sangre que le chorreaba, porque su sangre vivió más que él, que ya estaba muerto, y tenía los ojos abiertos, y la boca, y la cara desfigurada y ensangrentada, muerto, y yo no pude hacer más que ir aquella misma noche a dar la noticia a su madre, que trabajaba en el hospital János, y días después, dos meses antes de que se suicidara, asiendo con las dos manos el traje de hilo de János Hamar, llamar asesino a mi padre, que había vuelto a casa a escondidas, diligencia que también cumplí escrupulosamente. No quería hablar de la muerte de mi amigo, ni de muerte ni de entierros, ni de los cementerios iluminados por las velas, todas las velas de aquel otoño e invierno, sino del último contacto de su cuerpo, de que yo fui la última persona a quien tocó y de que tenía en la mano aquel trozo de pan con mermelada de ciruela -se lo había dado una mujer que, en la esquina de la calle Pushkin, por la ventana de una planta baja, repartía rebanadas de pan untado con mermelada de ciruela que sacaba de una olla de barro-, describir el tacto y el olor inconfundibles de su mano, la perfección de los músculos, la piel, las proporciones y radiaciones que nos hacen reconocer a una persona, ja oscuridad blanda y cálida que de pronto nos aparta de los acontecimientos históricos y, con un único y leve contacto, nos transporta de lo extraño a lo familiar, a una intimidad de roces, olores y sensaciones en la que es fácil reconocer esta mano sin igual.
Para que Melchior pudiera comprender al fin algo de mí, en aquel momento, hubiera tenido que hablar -aquí, delante del teatro de esta plaza de Berlín inundada de luz blanca- del último y breve episodio feliz de mi historia, de aquella oscuridad que se me posó en los ojos, en la que todavía lo reconozco, ¡naturalmente, es Kálmán! o Kristian, no, Kálmán, ¡Kálmán!, sí, hubiera tenido que hablar de aquel último, pequeño fragmento de alegría infantil, y, como no tengo ninguna mano libre, en una llevo la tablilla de dibujo y en la otra la cartera que después perderé, tengo que mover con fuerza la cabeza, alegremente, para sacudirme su mano, me parece tan inesperado, tan increíble que esté aquí, como si hubiera encontrado la consabida aguja en el pajar.
Melchior, sin decir nada, observaba mi silencio, que no podía ser más elocuente.
Aquella tarde de diciembre, tampoco fui yo el primero que se movió, sino Hedi, que inclinó la cabeza.
No quería seguir participando en aquel empeño por cerrar los ojos a los acontecimientos, por negárnoslos mutuamente, y me pidió que la acompañara a la puerta.
Ni siquiera allí nos miramos a la cara, yo contemplaba la calle sombría y ella revolvía en su bolso.
Pensé que quizá fuera a darme la mano, lo que sería ridículo, pero del bolso sacó un osito de peluche roñoso que enseguida reconocí, era el talismán de las chicas, y me dijo que se lo diera a Livia.
Al agarrar el muñeco, rocé casualmente sus dedos, y me pareció que ella quería confiarnos a nosotros dos todo lo que dejaba tras de sí.
Ella se fue y yo entré en casa.
La abuela salía de la sala, seguramente venía en mi busca, huyendo de la charla de consuelo de la tía Klara; yo era el único con aún podía hablar.
Me preguntó quién había venido.
Hedi, le dije.
La pequeña judía del pelo rubio, preguntó.
Estaba delante de la puerta blanca del recibidor, a la última luz de la tarde, vestida de negro de pies a cabeza, con mirada inexpresiva.
Si se le había muerto alguien, me preguntó.
Se marcha, dije.
Adonde.
No lo sé.
Esperé hasta que se hubo alejado en dirección a la cocina, fingiendo tener algo que hacer allí, y me fui a la habitación del abuelo.
Hacía un mes que no entraba nadie, sin él estaba exánime, árida, nada removía el polvo.
Cerré la puerta y me quedé quieto, luego dejé el oso de felpa encima de la mesa, entre los libros y papeles que daban testimonio de la actividad de sus últimos días.
El tres de noviembre había empezado a trabajar en el proyecto de una reforma electoral que no pudo terminar antes del veintidós de noviembre.
Recordé la fábula que solía contar, de las tres ranas que caen en el cubo de la leche; en esta agua tan espesa seguro que no me ahogo dice la optimista, pero aún no ha acabado decirlo cuando se le pega la boca y se hunde; si la optimista se ha hundido, ¿cómo no voy a ahogarme yo?, dice la pesimista, y también se hunde, pero la tercera, la realista, se limita a hacer lo que hacen las ranas, y mueve las patas sin parar hasta que nota algo sólido debajo, algo firme y duro en lo que puede apoyarse para saltar, ella ignora que ha hecho mantequilla, ¿qué sabe una rana?, pero puede salir del cubo.
Quité el osito de encima de la mesa, comprendí que sería un grave error dejarlo allí.
De Livia sabía que había aprendido a tallar cristal; un día, quizá dos años después, al pasar por la calle Prater, miré por la ventana de un semisótano que un listón inclinado mantenía abierta, y vi a varias mujeres sentadas ante las muelas que giraban y chirriaban, y allí estaba Livia, con la bata mal abrochada, moviendo hábilmente una copa sobre la muela; estaba embarazada.
Aquel verano recibí carta de János Hamar, una carta muy cariñosa, que venía de Montevideo, en la que me decía que si en algo podía ayudarme lo haría encantado, no tenía más que escribirle, pero que prefería que fuese a verle y, si quería, podía quedarme a vivir con él; estaba en el cuerpo diplomático y llevaba una vida tranquila y agradable, aún le quedaban dos años de servicio y le gustaría hacer conmigo un largo viaje, que le contestara a vuelta de correo, porque también él se había quedado solo y ya no quería cambiar las cosas; pero esta carta no me llegó hasta mucho después.
A pesar de todo, yo creía que ahora, poco a poco, cautelosamente, regresarían todos los que aún vivían, pero no volví a ver a ninguno. Cuando, años después, cayó otra vez en mis manos el osito de felpa, me dolía tanto verlo que lo tiré.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> No somos esclavos, berlineses, reclamad vuestros derechos. (N. de la t.)