38922.fb2 Libro del recuerdo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Libro del recuerdo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Las noches de nuestras alegrías

No, no y no, hubiera dicho yo si, en aquel instante memorable, alguien, con las palabras memorables del filósofo griego, hubiera descrito la vida como un río de rápida corriente y mantenido que nada se repite, porque el agua fluye, y no es posible hundir la mano dos veces en la misma agua, que lo pasado no vuelve, que lo nuevo viene empujando a lo viejo, para envejecer a su vez con la llegada de lo más nuevo.

Si así fuera, si pudiéramos sentir la incontenible corriente de lo nuevo sin influencias que la falsearan, si la sombra de lo viejo no se proyectara continuamente sobre ello, nuestra vida transcurriría como si estuviera llena de prodigios, cada momento del día y de la noche, desde el nacimiento hasta la muerte, sería un milagro que nos estremecería hasta la médula, de manera que no podríamos distinguir la alegría del dolor, el frío del calor, ni lo dulce de lo amargo; no habría línea divisoria ni frontera entre los polos opuestos de nuestros sentimientos porque no habría zona intermedia, por lo que no tendríamos la palabra para designar el momento, no tendríamos día ni noche, no saldríamos llorando y gimiendo del cálido claustro materno a este mundo frío y aburrido, y al morir nos desintegraríamos como las piedras erosionadas por el hielo, la lluvia y el calor del sol, porque no habría decadencia ni angustia, ni habría lenguaje, y es que sólo se puede dar nombre a los hechos que se repiten y, por falta de repetición, no habría lenguaje racional, sólo el don divino de la inmutable alegría de la adoración de lo invariable en el cambio.

Y, aunque así fuera -todos, de niños, hemos querido sorprender al tiempo, descubrir, en una habitación oscura, el momento en el que el día se hace noche, para captar y asimilar el significado, aparentemente sencillo, de las palabras que definen el hecho, invisible e incomprensible, de la huida de la luz-, aunque nos convenciéramos de que no hay división entre el día y la noche, aun así, al cabo de un tiempo, cansados de rebotar en la pared de piedra de la constante variabilidad divina, buscaríamos refugio en conceptos humanos más flexibles y tendríamos que reconocer que ahora es de noche, a pesar de que no hemos visto cuándo ha oscurecido, porque la vista capta la diferencia, pero no la línea divisoria, que quizá ni exista; no obstante, es de noche, porque está oscuro, porque no es de día, lo mismo que ayer y que anteayer, y podemos acostarnos con la idea, tranquilizadora pero amarga, de que volverá la luz.

Pero yo, a pesar del don divino de la continuidad y la eternidad, tengo la sensación de que nuestros órganos sensoriales y, por consiguiente, nuestra sensibilidad, son muy toscos como para percibir en lo nuevo lo viejo que lo presagiaba, intuir en lo presente lo futuro y descubrir en cada experiencia física una historia anterior ya conocida por el cuerpo.

Entonces parece que, en efecto, el tiempo se para, pero no por designio divino sino como si el pie, en lugar de sumergirse en el río de aguas rápidas, se hundiera en una ciénaga; y aunque desea permanecer en la mortalmente aburrida superficie de las repeticiones que, a fin de cuentas, le parece la única prueba aceptable de la vida, en su lucha por permanecer a flote acaba sepultándose a sí mismo.

Pero nada más lejos de mi intención que incurrir en pedantería filosófica, si me extiendo en estas consideraciones es sólo para describir con la mayor exactitud posible el sentimiento de casi irreprimible indignación que me acometió en aquella situación, inaudita y penosa, cuando, hacia el final del segundo mes de mi estancia en Heiligendamm, estando yo de pie al lado del bonito escritorio blanco de mi habitación, ¡oh no!, no era una equivocación, ya otra vez había estado así, en bata, sin lavar ni afeitar, esperando el terrible juicio del destino, que ahora había dispuesto que, bajo la mirada curiosa, acuosa y fría de un policía, tuviera que leer la carta de mi prometida, y si la situación no hubiera sido tan tremendamente evocadora, por lo dispar, ni esta mirada severa y suspicaz me hubiera acosado, el solo saludo ya me hubiera perturbado, mejor dicho, sumido más profundamente en este desfallecimiento consciente.

Mi vida, mi bien, mi amor, escribía mi prometida, algo inaudito, y mi cabeza, en la que esta introducción retumbaba como dos candentes bofetadas, y en la que los espantosos recuerdos ponían un doloroso vértigo, apenas tenía fuerzas para sostenerse sobre mis hombros; mientras mis ojos recorrían aquellas líneas, un sudor frío brotó de todo mi cuerpo, con manos temblorosas metí la carta en el sobre y, como el que busca, como el que necesita un apoyo, me así al respaldo del sillón, aunque lo que yo deseaba era escapar.

Escapar de allí, del caos de mi vida, propósito cuya realización impedía, evidentemente, la presencia de mi extraño visitante, aparte de que el ser humano no puede satisfacer sus deseos de huida lo mismo que un animal, ya que no tiene un lugar donde refugiarse de la vorágine de su alma.

El digno funcionario está en la puerta de la terraza, y yo había accedido a su insolente petición de abrir en su presencia la recién llegada carta de mi prometida sólo porque aquella misma mañana Hans Baader, el criado del hotel, de un solo corte de su navaja de afeitar, había matado al joven sueco al que yo había tenido el placer de conocen en la mesa redonda del desayuno al día siguiente de mi llegada, en tan extrañas circunstancias, es decir, en el momento en que se nos anunció la muerte del conde Stolberg; la víctima yacía en un charco de sangre, en la suite contigua, y el policía de Bad Doberan, que había acudido rápidamente al lugar del crimen en coche de caballos, después de sacar de un oscuro rincón de la carbonera al trastornado asesino que gemía de desesperación, no había tardado ni media hora en averiguar las tiernas relaciones que nos unían a Gyllenborg y a mí con fraülein Stolberg y con el criado; con mi actitud cortés y servicial, no exenta de condescendencia, yo trataba de disipar cualquier sospecha que me asociara con aquella sórdida historia que había conducido al crimen. Yo daba gracias al destino y a mi intransigencia por no figurar e» las fotografías artísticas que el pobre Gyllenborg había hecho de la condesa ligera de ropa y del criado completamente desnudo y que quizá en este momento ya estuvieran en manos del policía que registraba sus efectos personales; a pesar de que mi joven e infortunado amigo había tratado de convencerme por todos los medios y hasta con lágrimas en los ojos de que posara, decía que necesitaba una tríada, al lado del cuerpo robusto y tosco del criado, mi figura delicadamente angulosa, para que «los dos polos de la salud flanquearan una exquisita morbidez».

Por consiguiente, yo pude rechazar tajantemente la insinuación, formulada con fría cortesía oficial en alambicados términos legales, de que yo hubiera mantenido con el criado y con fraülein Stolberg una relación menos que lícita y, por consiguiente, pudiera saber algo acerca del móvil del asesinato; no había pruebas, era como si, en los dos meses que había durado nuestra trágica relación, yo hubiera temido que ésta pudiera ser descubierta, y siempre me acercaba a la suite de Gyllenborg convertida en estudio fotográfico por la puerta de la terraza, como hacía mi padre veinte años atrás, cuando visitaba a fraülein Wohlgast, en busca de los placeres de la noche, por lo que no podía haber testigos de mis visitas de las tardes y las noches; por ello, no debía mostrarme ni locuaz ni reticente, sino, sencillamente, atribuir cualquier sospecha a una grotesca calumnia, un vil infundio y, encogiéndome de hombros con aparente indiferencia, aseguré al inspector que yo absolutamente nada sabía acerca de las relaciones que pudiera mantener el asesinado herr Gyllenborg con las susodichas personas.

Naturalmente, agregué, mi amistad con él no era tan íntima como para que pudiera haber tenido conocimiento de algo semejante, pero me parecía un hombre de gusto refinado y excelente educación, para quien, cualesquiera que pudieran ser sus inclinaciones, una relación con un criado, y una relación moralmente reprobable además, sería imposible; frente al inspector, yo hacía el papel del inocente, casi estúpido, y es que a todo trance tenía que mantenerme al margen de aquel asunto porque, siendo el criado menor de edad, podían condenarme no sólo por atentado contra la moral sino por corrupción de menores; a fin de dar soporte psicológico a mi aparente candor, pregunté al inspector en tono confidencial, volviendo a encogerme de hombros, si había tenido ocasión de verle las manos a fraülein Stolberg.

El inspector me miraba sin pestañear, tema el par de ojos mas extraños que yo había visto en toda mi vida, claros y transparentes, fríos y casi incoloros, una extraña mezcla de azul desvaído y gris brumoso, y, sin duda, por alguna afección, lagrimeaban continuamente, como si cada una de sus intencionadas preguntas y de mis inocentes y autocomplacientes respuestas le llenara de tristeza, como si le angustiara todo aquel asunto, el crimen, las mentiras y hasta la verdad oculta, mientras su cara y también sus pupilas permanecían impávidas y frías.

También ahora me dio a entender sólo con la mirada que no comprendía mi pregunta y me agradecería que le explicara por qué había mencionado a la señorita en relación con este caso.

Naturalmente, yo contaba con que ella no me traicionaría, que callaría e incluso lo negaría todo, a pesar de que las fotografías que había dejado Gyllenborg la implicaban.

Su muda invitación me hizo enmudecer a mi vez, y me limité a mostrar con mi propia mano cómo los dedos de fraülein Stolberg estaban pegados, como una pezuña, dije, por eso siempre llevaba guantes.

El inspector, un hombre corpulento que irradiaba jovialidad, calma y competencia profesional, aspecto que sin duda era de gran utilidad para su trabajo, estaba frente a mí, en el vano de la puerta de la terraza, con los brazos cruzados, ya que hablábamos de pie, lo que significaba que aquello no era un interrogatorio, aunque tampoco una charla amistosa; ahora sonreía, pero sus ojos llorosos daban a su sonrisa una expresión francamente dolorosa y, en respuesta a mi argumentación, observó que, según había podido comprobar, a ciertas personas psíquicamente lábiles, no sólo no repelen las deformaciones físicas sino que las fascinan.

Me sentí enrojecer y, del brillo de sus ojos húmedos, deduje que el delator cambio de color de mi rostro no había escapado a su observación, pero el sentimiento que involuntariamente había desatado en mí repercutió en él, y la satisfacción por haberme pillado estimuló de tal modo su secreción lacrimal que, de no haber sacado el pañuelo del bolsillo de su amplio y deforme pantalón, con un movimiento que, comparado con su calma habitual, cabría calificar de violento, sin duda se hubiera derramado por su cara gruesa y colorada.

Así pues, pensé involuntariamente, yo debía contarme entre las personas psíquicamente lábiles, porque ahora me vino de pronto a la mente el momento en que la joven condesa, en el silencio del compartimiento, turbado sólo por el traqueteo del tren, bajo la luz pálida y oscilante de la lámpara del techo, lenta e implacablemente, se quitó el guante y, mirándome fijamente a los ojos, me descubrió el secreto de su mano.

Asustado, conteniendo la respiración, yo miraba aquella extremidad que recordaba la de un animal: sólo tenía en cada mano -la naturaleza había procedido de forma simétrica- cuatro dedos, ya que el corazón y el anular formaban uno solo, ancho y aplastado, que acababa en una uña anormalmente pálida; debo reconocer que esta curiosa deformación no me afectó ni me repelió demasiado, ¡tenía razón el inspector!, sino que más bien me daba la clave, no por cruel menos interesante, de aquella belleza frágil y vulnerable que durante el viaje había admirado a hurtadillas, hechizado, sin poder descifrar.

Era como si, con aquel gesto, ella quisiera decirme que todas las características de nuestro cuerpo, sus propiedades, virtudes, defectos y pasiones, están grabadas en los rasgos de nuestra cara y que el pudor no tiene otro objeto que el de extender un piadoso velo sobre lo evidente, aunque aquella cara poseía la armonía de la perfección; todos sus finos trazos, arcos y protuberancias se complementaban entre sí y, no obstante, antes de ver aquella mano horrible, me parecía que, de un momento a otro, aquella perfección podía precipitarse en la sima de la inseguridad, como si pudiera bastar un instante para desfigurar aquellas facciones; era increíble, pero yo tenía la sensación de estar presenciando la demostración de una ley natural, según la cual la belleza sólo podía alcanzar la plenitud a través de la deformidad, como si la perfección no fuera sino una degeneración de lo imperfecto y como si toda belleza estuviera siempre jugando al escondite con la fealdad y la degeneración, porque sus labios, carnosos y sensuales, se estremecían con un leve temblor, como si tuvieran que reprimir una fuerte emoción o un dolor, pero sus ojos estaban bien abiertos, y su mirada, penetrante y desdeñosa, daba la impresión de estar desafiando continuamente y, al mismo tiempo, previniendo una inminente destrucción; en aquella cara veía yo tanto el miedo como el deseo de aniquilamiento, su locura envuelta en belleza me fascinaba, y por eso aquel lento movimiento, aquella imperturbable dignidad con que al fin me descubrió no sólo el secreto de su mano sino de todo su cuerpo, atormentado y estremecido por el deseo, me impulsó a hacer un gesto extravagante e impremeditado: tomé aquella extraña mano y, reconociendo en su repulsivo aspecto la causa de mi fascinación, la besé.

Ella no sólo toleró mi respetuoso beso, sino que me abandonó la mano sin reservas -así lo percibí claramente- para retirarla después poco a poco, gozando del cálido contacto de mis labios, pero entonces advertí que no la retiraba realmente sino que pretendía otra cosa, más terrible y extrema; a causa de nuestra torpeza, sus guantes cayeron al suelo y entonces ella, con aquel dedo monstruoso, me dio un zarpazo y, mientras nos mirábamos en silencio, mudos como ladrones -su madre dormitaba a su lado, mecida por el traqueteo del tren-, su ancha uña me arañó los labios y la lengua, correspondiendo a mi homenaje con la humillación.

Aquella sonrisa era inolvidable, la misma sonrisa que Gyllenborg captaría después en una no menos inolvidable fotografía.

Pero la imagen que predominaba en aquella fotografía no era la de jos dos cuerpos que yo conocía íntimamente, sino la de un pesado cortinaje recogido hacia un lado formando pliegues diagonales que iban desde el ángulo superior hasta el centro, donde la tela se retorcía para cubrir un banco o taburete del estudio y formaba un drapeado que desaparecía por los ángulos inferiores de la fotografía, con lo que se creaba la impresión de que la imagen no estaba completa, que aquello era sólo un fragmento de una fotografía, de manera que los modelos que aparecían sobre el suntuoso cortinaje tampoco tenían poses bien definidas; una corona de laurel recogía el ensortijado cabello del criado que, sentado sobre las piernas cruzadas y abombando el pecho, ocupaba el centro de la imagen, sus manos grandes y nudosas descansaban sobre las rodillas, pero su mirada, a diferencia de su cuerpo, no estaba vuelta hacia el observador, sino que, siguiendo los pliegues del cortinaje, contemplaba algo que quedaba fuera de la fotografía, por encima de la cabeza de fräulein Stolberg, que se hallaba situada delante de él, con una rodilla en tierra, tapando con su hermoso cuello y su cabeza inclinada el vientre del criado, cuyos musculosos muslos y pantorrillas enmarcaban su cara, que tenía aquella sonrisa sensual y exquisitamente cruel.

Pero con esto no he dicho todavía nada sobre la fotografía que, evidentemente, decía más acerca de su creador que de las personas que le habían servido de modelos; porque Gyllenborg, ateniéndose a una ley estética de los antiguos griegos, sólo había desnudado el cuerpo del hombre, pero procurando que su sexo quedara escondido, mientras que el cuerpo de la mujer lo había cubierto con una tela que, fruncida sobre un hombro, formaba pliegues en diagonal y dejaba un pecho al descubierto, tela que había sido sumergida en agua o aceite porque relucía y se amoldaba al cuerpo subrayando con provocativa impudicia lo que en rigor debía cubrir.

La fotografía hubiera podido ser detestable, cursi y del peor gusto, muestra espeluznante de una ambición artística pedante y rancia que, buscando con afán la armonía de las proporciones, escamoteaba todas las partes del cuerpo antiestéticas, deformes o consideradas vergonzosas que, en realidad, son atributos naturales irrenunciables de la perfección humana; pero en la fotografía, y así hay que consignarlo en honor del fotógrafo, la condesa tenía los dedos sanos doblados sobre la palma de la mano y levantaba ante sí sus dedos de pezuña, y como si su cabeza no percibiera el calor que brotaba de entre los abiertos muslos del criado, ¡y, oh, dioses, qué fragante calor podía exhalar aquel vientre!, parecía dedicar por entero su sonrisa ¡precisamente, su sonrisa cruel!, a aquel horrible remate de sus extremidades, con lo que aquella composición relamida y preciosista se convertía en una parodia satánica; pero el objeto de la burla no eran las dos figuras retratadas, sino el observador que atisbaba por el ojo de la cerradura; se burlaba de mí, de ti, de todo el que contemplaba la fotografía, ¡quizá incluso de su mismo autor!, porque lo que decía era que uno debe aceptar su deformidad con una sonrisa, con una sonrisa deben asumirse las crueldades objetivas de la realidad, esto es auténtica inocencia, todo lo demás es simple simulación, ornamento, convencionalismo, pose y pretensión; por esta sonrisa dedicada a la deformidad, también la corona de laurel del criado se convertía en una parodia demoníaca, la forzada indiferencia con que desviaba la mirada siguiendo los estúpidos pliegues de la cortina resultaba paródica, como paródica era aquella cruda y ostentosa sensualidad, que unía a ambos personajes, a pesar de la deliberada indiferencia con que desviaban la mirada, con lo que, a la postre, también la hermosura de su cuerpo, crudamente revelada, aparecía lastimosa.

Mi confusión hubiera podido ser mayor si el inspector no hubiera mostrado tanto tacto, o habilidad profesional, frotándose largamente los ojos; lo hacía con movimientos leves y cuidadosos, envolviendo el meñique en el pañuelo de hilo, para eliminar el humor amarillento que suele dejar el lagrimeo constante; pero la premiosa operación era un pretexto, como si, lejos de aprovecharse de mi azoramiento, quisiera darme tiempo para que me tranquilizara, como diciendo: no hay prisa, nada nos apremia, si no ahora, ya me lo contará otro día, y, si otro día no, en cualquier momento le diría lo que tuviera que decirle, a él le era igual, por lo que su actitud, más que considerada, era insidiosamente implacable.

Y no dejaba de surtir efecto su táctica, porque la infinita alegría que me producía el haber podido reprimir toda señal de excitación me había puesto fuera de mí y me había hecho perder el sentido de la orientación que necesitaba para dominar la situación, dejándome en el punto exacto en el que él quería tenerme; pues muy bien, pensé, se lo contaré todo y así acabaremos de una vez.

Parecía fácil contarlo todo, porque en realidad ese Todo no era Nada: de un juego amoroso entre cuatro personas una había querido salirse y otra había pretendido coaccionarla con unas fotografías comprometedoras; y si yo, para contar esta minucia, hubiera encontrado la primera palabra justa, si hubiera podido reunir el valor para pronunciar la primera frase clave, ¿por qué no había de contárselo todo?

Afortunadamente, en aquel momento sonaron tres discretos golpecitos en la puerta, pero mi sobresalto no se debió a los golpes sino a la cordura que me habían hecho recuperar.

La cordura hizo que me percatara de mi alteración, tenía la impresión de que dentro de mí había algo que quería aflorar, manifestarse y algo que debía sepultarse y reprimirse, y esta batalla de impulsos opuestos me produjo un mareo, y cuando, por entre las brumas de mi desfallecimiento, vi venir hacia nosotros la figura del dueño del hotel, ajetreada y oficiosa, el inspector me sujetó del brazo rápidamente y me instó a sentarme, pero yo, haciendo acopio de fuerzas, rehusé y aproveché el movimiento para tomar la carta de la bandeja que me acercaba el recién llegado, y que ya sabía quién me enviaba.

Por extraño que pueda parecer, no era la situación en sí lo que me trastornaba sino más bien los detalles: la oscura sombra que proyectaba sobre mí la figura del inspector, como si esto fuera más importante que las palabras que se pronunciaban o se callaban, o que las olas sonaran con aquel rumor tan cercano, tan claro y sedante, a pesar de estar cerradas las ventanas y cómo la luz fría del invierno que entraba por la ventana contemplaba el delirio febril de mi alma.

Yo no comprendía, por ejemplo, aunque lo supiera, qué había ocurrido, ni comprendía, a pesar de todo, por qué me traía el correo el dueño del hotel y no el criado, sí, Hans, el criado, al que yo acababa de desterrar de mi corazón, más aún, de mis sentidos, no comprendía dónde estaba, ni por qué aquello me dolía tanto; dolía la traición.

Tampoco comprendía por qué el desconocido, que había vuelto a cruzarse de brazos, me decía que leyera la carta, y lo decía como si, además de nosotros, hubiera en la habitación una tercera persona que debía leer una carta, yo no comprendía por qué él decía lo que yo debía hacer, y me avergonzaba de la cobarde prisa con que obedecí su orden disfrazada de cortés invitación, y me avergonzaba tanto que deseaba que el cobarde fuera un extraño, pero el extraño era yo.

Ni siquiera ahora, al cabo de los años, mientras escribo estas líneas, comprendo realmente lo que entonces pasó por mí, la magnitud del peligro por sí sola no lo explica, quizá ahora sí lo comprendo, pero me producen un vivo sonrojo las escenas de mi desmoronamiento, mi delirio, mi disimulo, mi traición y la abyecta sumisión con la que trataba de salvarme; la vergüenza por todo ello es como un coágulo de sangre atascado en una arteria, que no va ni arriba ni abajo, ni la razón más poderosa, ni la explicación más minuciosa podría extinguir mi vergüenza, disolver el doloroso coágulo; la sensación de derrota moral no se ha mitigado.

Era una carta breve, apenas media cuartilla, escrita en un arrebato de felicidad, «Mi vida, mi bien, mi amor», decía la introducción en la que mis ojos quedaron prendidos, dos veces, tres, otra más tuve que leerlo, para comprender lo que había captado la mirada, porque con esta introducción se anunciaba de pronto un fantasma, el fantasea de aquella mujer que ya he mencionado en páginas anteriores de estos recuerdos, la mujer que, siendo un fantasma, estaba en mí más viva que nadie, pero de la que no puedo hablar, porque no me es lícito, y cuya imagen o, más exactamente, cuyo olor, el olor de su boca de su vientre, de sus brazos, brotaba de aquella introducción, un aroma que, ni aun persiguiéndolo, hubiera yo podido encontrar; sólo ella había tenido estas palabras para mí, sólo ella me había amado así sólo ella me había dado estos nombres, a pesar de que yo era plenamente consciente de que la carta que estaba leyendo era de Helene.

En aquel momento, con la nostalgia de aquel aroma perdido, debió de nacer en mí la decisión de que, a pesar de todo, debía escapar de Helene.

Diez largos años de mi vida, una vida de la que yo renegaba y quería olvidar, me contemplaban desde aquella cariñosa introducción, era inútil que Helene se la hubiera apropiado, no era suya, y aquella extraña asociación de ideas no era simple casualidad, puesto que yo sabía que la policía estaba bien informada de aquellos diez largos años que yo había pasado en compañía de anarquistas, y si ahora no me defendía con instinto de fiera salvaje, tendría que responder de aquellos diez años, y sería vana la esperanza de poder escapar de mis actividades subversivas y hasta criminales en el refugio de los brazos de Helene.

La muerte me miraba, la muerte de las múltiples caras y, no obstante, única, que acecha en cada esquina, la muerte anhelada y temida, la muerte de aquella mujer única y fragante, me miraba ahora desde el cadáver ensangrentado del amigo al que había negado públicamente, pero también todas las muertes y los asesinatos, la lenta y dolorosa agonía de mi madre al lado de mi padre, la denigrante muerte de mi padre, entre Görlitz y Löbau, junto al paso a nivel siete, bajo las ruedas del tren, el cadáver mutilado de la adolescente a la que él había violado, la muerte, saco de gusanos que rezuma sudor, orina, mierda, saliva y moco, a pesar de que ahora la carta de Helene parecía brindarme la posibilidad de una vida feliz. «Desde aquella mañana maravillosa, en la que oficiamos nuestro rito de despedida doloroso y sublime, llevo a un hijo tuyo bajo mi corazón», me escribía y, a fin de acelerar la boda, me pedía que regresara cuanto antes, y lo mismo me rogaban sus padres, y al pie, como contraseña de confirmación, la inicial de su nombre.

Si el destino se goza en estas incongruencias y yo tengo que leer esta carta bajo la mirada acuosa de un sabueso de la policía que investiga las circunstancias de un asesinato, entonces, todo, absolutamente todo, puede ser sólo apariencia y mentira, pensaba una parte de mí, mientras la otra no podía menos que perder la cabeza de alegría por la posibilidad de que la vida continuara, al contrario, cuanto más claramente comprendía que esto no era más que engaño e ilusión, una falsa evasión hacia una esperanza color de rosa, más fuerte era la tentación de dejarse arrastrar al júbilo insensato.

Quería ella acaso que a este cuerpo indigno, que esperaba encontrar al fin la libertad en la ansiada y temida muerte le naciera un hijo.

¡Qué espantosos demonios brotan de nuestro pensamiento!

Me eché a reír estrepitosamente y tuve que apoyarme en los brazos del sillón para no caer.

Ya no recuerdo cuándo guardé la carta, pero aún me parece estar viendo los esfuerzos de mis manos temblorosas.

Primero, mi mano tuvo que luchar con el sobre y el papel, y, después de esta pequeña victoria, agarrarse al respaldo del sillón para impedir que yo cayera al suelo; quizá de aquel incontrolable temblor brotaba mi risa.

Reía como un loco, diría, si mi voz no hubiera delatado que precisamente con la risa trataba de refugiarme en la locura.

A partir de aquel momento, me llevaba el demonio de la voz.

Unos diez años después, en la extensa obra del barón Jakob Johann von Uexküll encontré esta frase esclarecedora y grata a mi corazón: «Cuando un perro corre, el animal mueve las patas; cuando camina un erizo, las patas mueven al animal.»

Esta sutil diferencia me ayudó a comprender que en mi risa se percibía el instinto de huida, carente de todo sentido moral, de un animal inferior, no era yo el que se refugiaba en la risa sino la risa la que me salvaba de mi crítica situación.

Era sin duda un hecho revelador que delataba mi mortal desesperación, pero al momento la risa dio un vuelco, cambió de dirección, de plan y, sobre todo, de significado, dejó de ser una ruda carcajada para convertirse en una hilaridad que se ahoga en su propio regocijo, mejor dicho, más que risa, era erupción de un júbilo turbulento; sin duda no era ya una risa verdadera, sino forzada e improcedente, y, aunque parezca extraño, mi oído registraba hasta el menor de sus quiebros y distorsiones, como si estuviera oyéndola con los oídos del inspector; a partir de aquel momento rió por mi boca la pura e incontenible alegría de vivir, hasta que las lágrimas inundaron mis ojos, y entonces la risa se ahogó en un gorgoteo y me invadió la emoción, pero al fin recobré el control y, aunque tartamudeando, pude hablar.

– Disculpe -murmuré enjugándome los ojos, y el demonio que seguía siendo el dueño de mi voz, en su arrogancia, incluso se permitió el lujo de imprimirle un tono de sinceridad, como si quisiera demostrar que la mentira y la traición pueden ir de la mano con la verdad y la lealtad, ¡no hay de qué avergonzarse!, mejor que actitudes supuestamente inocentes, modestas y puras, no hay una clara demarcación moral en los fenómenos mundanos, y de nada sirven los remilgos y convulsiones del alma, ¡adelante, sin miramientos!, y parecía que en la tierna carta de mi prometida, que llegaba como llovida del cielo, tenía el medio más convincente y eficaz para desviar cualquier sospecha de mi persona-. Disculpe, comprendo que no es el momento de reír, estoy avergonzado, pero debo decir que no es mía la culpa, ya que, de no haberme instado usted a ello, nunca se me hubiera ocurrido leer una carta personal en presencia de un extraño, y también debo pedir perdón al difunto que se encuentra en la habitación contigua -dije entonces con la voz serena, fría y objetiva de mi demonio y el gesto altivo del hombre de mundo-, pero tampoco era mi intención ofenderle a usted, y por ello debo asegurarle que la carta es de carácter estrictamente privado y, para disipar cualquier suposición de que pueda estar relacionada con el triste suceso de hoy venciendo mi natural pudor, le diré que se trata de una muy feliz noticia, que no tengo inconveniente en compartir.

Respiré, y aún recuerdo que había bajado la cabeza y que mi voz se había oscurecido definitivamente, me resultaba desagradable y hasta penoso lo que acababa de decir.

Él callaba, por lo que, al cabo de unos momentos, tuve que levantar la cabeza.

Fue como si estallara en el aire el irisado cristal de una pompa de jabón.

A través del falso lente de una lágrima, sus ojos me observaban, y mientras nos mirábamos a los ojos tuve la impresión de que éste era el primer momento en el que su cara mostró auténtico asombro y estupefacción.

– Al contrario -respondió en voz baja, y yo observé con profunda satisfacción el tinte granate que cubría su cara apopléjica, ya que era evidente que no se trataba del color de la vergüenza sino de la ira-, al contrario -repitió con acento ya francamente patético-, soy yo quien debe disculparse, si más no, y su observación al respecto está justificada, por haberme excedido en mis atribuciones, llevado de un exceso de celo, y deseo hacer hincapié en que su desconfianza es comprensible, por más que aquí no pudiera hablarse de suposiciones ni sospechas, tanto menos por cuanto que ya tenemos al culpable, lo cual, por otra parte, no significa que el caso esté cerrado; por consiguiente, no sólo deseo pedirle disculpas por haber dado lugar a esta impresión, sino rogarle que considere mi insistencia como una medida de seguridad, imprescindible en casos semejantes, o acaso una deformación profesional de la curiosidad humana, pero sea lo que fuere, no me lo tome a mal. Ahora bien, así las cosas, permita que sea el primero en expresarle la más cordial enhorabuena y le ruego no olvide que quien así habla, y habla así de corazón, es un hombre que constantemente está en contacto con el lado más lamentable de la existencia, un hombre que tiene contadas ocasiones para alegrarse con las naturales y halagüeñas incidencias de la vida.

El rojo de sus mejillas fue palideciendo poco a poco, sonrió amistosamente, no sin melancolía y, en lugar de hacer una reverencia de despedida, inclinó ligeramente la cabeza, movimiento que yo imité, pero no se movió de su sitio, sino que se quedó con los brazos cruzados al oblicuo sol invernal que entraba por la puerta de la terraza, proyectando en mí su sombra.

– ¿Me haría usted un favor? -preguntó al fin, titubeando.

– Encantado.

– Verá, soy un gran fumador y he olvidado los cigarros en el coche. ¿Puedo pedirle uno de los suyos?

Este curioso gesto de disculparse por una impertinencia para, a renglón seguido, incurrir deliberadamente en otra, tensar sin necesidad las cuerdas de una situación ya tirante para hacer sentir el dominio sobre el otro, me recordó a alguien o algo, en aquel momento no recordaba a quién ni qué, sólo que ya había pasado por aquello, y mi repulsión casi física me confirmó que aquel hombre tenía que ser de una muy baja extracción.

– Por supuesto, sírvase -respondí, complaciente, pero no me moví como hubiera sido lo natural, porque no quería destaparle la caja de los cigarros con mis propias manos, ni me hice a un lado para dejarle pasar.

Ya me había encontrado tan indefenso ante otra persona y con el mismo desdén la había tratado.

Pero él no se inmutó, pausadamente pasó por mi lado y se dirigió hacia la mesa que estaba a mi espalda, para sacar un cigarro de la caja que días atrás me había regalado Gyllenborg; este recuerdo me hizo el efecto de un rayo, y ni ánimo tuve para volverme; sabía perfectamente cuál era su propósito, porque en la habitación del muerto había una caja igual, y ahora ya tenía un indicio.

Era tan profundo el silencio entre nosotros que hasta le oí romper la anilla del puro, luego, con la misma parsimonia, volvió a situarse frente a mí.

– ¿No tendría un cuchillo? -preguntó con una sonrisa afable, y yo me limité a señalar mi escritorio.

Él encendió el cigarro ceremoniosamente, y tuve la impresión de que era el primero que fumaba en su vida; hizo chasquear la lengua en mudo elogio del aroma, exhaló el humo en silencio y yo me sentí obligado a mirarle a los ojos.

Pero comprendía que, por mucho que me esforzara, no podría resistir hasta que él acabara de fumar.

– ¿Desea algo más de mí?

– Pues no, señor -dijo con un amistoso movimiento de cabeza-. bastante tiempo le he robado ya, y sin duda mañana podré tener de Huevo el placer de hablar con usted.

– Por si considera imprescindible la entrevista, aquí tiene mi tarjeta -dije-, ya que mañana por la noche pienso estar de regreso en Berlín.

Él se quitó el puro de la boca, asintió satisfecho y expulsó el humo con las palabras.

– Muy agradecido.

Guardó cuidadosamente mi tarjeta en la cartera, ya no quedaba sino despedirse; con el cigarro en la mano, salió de la habitación sin decir palabra.

Yo estaba exhausto y, cual dos mitades de un témpano de hielo arrastradas por las aguas de un río impetuoso, cual dos puntos luminosos en la noche, las dos mitades de mi yo se alejaban más y más una de otra; mientras una tarareaba marchas triunfales, la otra entonaba un canto fúnebre por la sangrienta derrota sufrida, mientras una, hurgando en el recuerdo, se preguntaba de qué conocía a aquel antipático personaje, a quién le recordaba y se irritaba al buscar en vano la solución del misterio en el mundo de los recuerdos, la otra sopesaba las posibilidades de una fuga e imaginaba ya con todo detalle cómo, al llegar a la capital, se escabulliría entre la multitud de la estación Anhalter y subiría al tren para Italia; aunque debo agregar que existía en mí un tercer Yo que, extrañamente, abarcaba estas dos mitades alejadas entre sí, y la mirada de este Tercero me mostraba un cuadro, surgido sin duda del almacén de los recuerdos y que, al parecer, no tenía relación con nada, un cuadro del jardín de mi niñez, una calurosa tarde de finales de verano, en la que, paseando entre los árboles, observé que en la pila de piedra del pequeño surtidor estaba ahogándose un lagarto verde, apenas asomaba media cabeza, con la boca abierta, las orejas y los ojos abiertos ya estaban debajo del nivel del agua, no podía ir hacia adelante ni hacia atrás, ni hacia arriba ni hacia abajo, a pesar de que agitaba frenéticamente sus patitas esparrancadas, esta imagen era mi primera impresión del mundo, quizá la más antigua; era un verano seco, probablemente el lagarto se había acercado a la pila a beber y había resbalado; yo lo miraba, rígido de repugnancia, con la sensación de ser, más que un testigo, el mismo Dios, porque podía decidir sobre su vida y su muerte, y la decisión me horrorizaba de tal modo que me parecía preferible dejar que se ahogara, pero hundí las manos en el agua hasta sitiuarlas debajo de su cuerpo y, por el solo contacto o por el impulso que le di, movido por la repugnancia, saltó a la hierba, donde se quedó quieto, respirando, mientras su corazón hacía temblar todo su precioso cuerpo, y esta imagen, el intenso verde esmeralda de la hierba y el lagarto inmóvil, tenía un colorido tan vivo y unas formas tan nítidas que, más que recuerdo, parecía realidad presente; yo volvía a estar en el viejo jardín y no aquí, en esta habitación.

El lagarto verde era yo, y tan desconcertado estaba ahora por el don de la vida recuperada, la moratoria arrancada a la muerte, los latidos del corazón y el aire que respiraba como antes por el hecho os estar ahogándome.

No me había dado cuenta de que llevaba mucho tiempo sentado, con la mente habitada por aquella escena, sentado no sé dónde, pero ya no estaba de pie, ni de que, por debajo de las manos con las que me cubría la cara, corrían lágrimas.

Me parecía oír en mis sollozos el llanto del niño de entonces, como si él, asustado y con los ojos secos, estuviera viendo todo lo que je aguardaba y sólo supiera preguntarse insistentemente una y otra vez: por qué, por qué, quién ha decidido esto, quién lo ha dispuesto así y por qué.

Como si ya entonces se hubiera hecho esta pregunta infinitamente estúpida y aún siguiera haciéndosela.

Yo no lloraba al amigo, a Gyllenborg, el hombre apuesto, joven y alegre, que aun muerto, me inspiraba admiración y envidia, porque, comoquiera que hubiera acabado su vida, con una sola fotografía diabólicamente bella, había dicho mucho más que yo, con palabras torpemente hilvanadas, a pesar de todos mis esfuerzos, batallas y vacilaciones; lo envidiaba porque, en aquellos dos meses de anarquía sentimental, yo no había conseguido escribir ni una sola frase aceptable de mi relato, en tanto que él, aquejado de erupciones de causa desconocida y de la fiebre que le producía un pulmón enfermo, con esa elegancia natural y despreocupada que da la proximidad de la muerte, trataba cuestiones que yo, con el esforzado ardor del diletante, apenas llegaba a vislumbrar; lo admiraba y envidiaba porque él no se arredraba, era arrojado, consecuente e implacable para llevar a término el proceso de lo que se gestaba dentro de sí, porque no confundía el objeto de su interés y fascinación con sus propias ideas, sino que los amalgamaba, e ideas no tenía más que las que espontáneamente le sugería el objeto, en tanto que yo tejía fantasías y cavilaciones, tratando de salvarme con las ideas que arrancaba a mis propias palabras, y en esto consiste la diferencia entre arte y diletantismo, y es que no se debe confundir el objeto de la contemplación con el medio utilizado para observarlo; él había cumplido su objetivo, por él y en él se había completado algo, no debía, pues, compadecerlo; y tampoco de Hans me compadecía, ni de su joven vigor, ahora a merced del destino, y, sin embargo, qué celestial placer y qué regalo infernal el de estrechar con mis débiles brazos su cuerpo musculoso y prieto, qué gozo el de acariciar su cabello color de fuego, su piel blanca y lisa, sus pecas, algunas, del tamaño de antojos, en cuyo relieve tropezaban las yemas de los dedos y palpar el vello sedoso y el fluido cálido de su vientre -yo no lloraba los placeres perdidos y traicionados, ni las formas de su cuerpo que había poseído y asimilado hasta lo más íntimo con todos mis poros, ¡a pesar de que no era una simple forma humana lo que languidecería lentamente entre los muros despiadados de una fría cárcel!, ni lloraba mi terrible traición, ni a mi madre a la que en este momento añoraba tan vivamente que ni me atrevía a pensar en ella, ni a Helene, a la que pensaba abandonar, ni a mi hijo no nacido aún, al que nunca vería, ni a mí mismo, padre involuntario a fin de cuentas, ni a mi propio padre, ni a la niña a la que él había asesinado sádicamente, y cuyo cadáver, una mañana no menos soleada y terrible, había tenido que identificar, en el curso de un proceso farragoso e implacable, conjuntamente con Hilde, nuestra criada que, meses después, para vengarse de su destino, se había arrogado el papel de primera mujer de mi vida y que ya había muerto, no, no lloraba por ellos, ni lloraba por mí-.

Mientras mis ojos veían el lagarto salvado de la muerte, mi cerebro trabajaba como un motor sobrecalentado innecesariamente que accionado por el vapor de las emociones, extraía con sus engranajes correas, pistones y palancas, de lo más profundo del alma, todo lo que tuviera alguna similitud, todo lo que pudiera doler tanto como duelen las cosas en la niñez; no me había hecho llorar el agotamiento ni el peligro, sino el desvalimiento que sentí ante tanta miseria humana.

Y en aquel momento creí saber a quién me recordaba la figura del inspector, y comprendí también que con mis fuertes convulsiones lloraba yo a mi única muerta, mi único amor, que con mis sollozos salía de dentro de mí la mujer limpia de todas estas inmundicias, la mujer de la que no puedo hablar.

Estaba sofocado y empapado en mis lágrimas y, al mismo tiempo, estremecido por la espantosa miseria de mi cuerpo, y me parecía que todos mis miembros desfallecían, y sin saber por qué, de pronto, tuve que levantar la mirada.

¿Quién posee la divina facultad de distinguir cada una de las partículas de tiempo que hay en un instante, a pesar de que sólo en nosotros, los humanos, y en quién si no, estas sutiles distinciones divinas tejen su finísima tela?

Sí, a ella, a la única, la vi entonces en la puerta, muda y acusadora, enlutada, con un velo en la cara, una mano todavía en el picaporte, cerrando suavemente la puerta; me asombraba verla vestida de negro, estaba muerta, ¡pero no podía llevar luto por sí misma!, aunque enseguida comprendí que la que allí estaba no era ella sino fraülein Stolberg.

Qué curioso también que, en este extraño momento, el fuerte dolor que sentía cediera ante una emoción más dolorosa todavía, el sufrimiento que produce una pérdida irreparable, pero la fraülein sólo podía ver en mi semblante aquella fuerte emoción, sin saber que no estaba provocada por ella.

Levantó el velo, volvió a introducir la enguantada mano en el manguito, vaciló, y es que no podía saber qué se hace en una situación como ésta, su cara estaba blanca como el mármol, fría e impenetrable, con una agitación que me parecía extraña y hasta repelente, a pesar de que lo que yo veía en ella era mi propio dolor, incluso en la sonrisa angustiada y dolorida que temblaba en sus labios y que yo sentía en los míos.

Yo la había visto por última vez en aquella tumultuosa escena de horas antes cuando, asustados por los gritos histéricos de una camarera, todos nos habíamos precipitado al pasillo y ella y varias personas más corrían hacia la puerta entreabierta de la suite de nuestro amigo Gyllenborg, sin sospechar lo ocurrido, incluso disfrutando aparentemente con todo aquel revuelo.

Ahora su pequeña sonrisa debía ayudarla a mitigar el dolor, hacerlo menos humillante, yo le veía en la cara que habían terminado para siempre sus pequeños juegos crueles para dar paso a una crueldad mayor que se insinuaba en la sonrisa, aunque ésta hacía que el dolor fuera peor, porque lo acrecentaba la vergüenza de que aún se pudiera, o se debiera, sonreír, la vergüenza que sentía yo al descubrir que aún podía sonreír, y esta sonrisa quizá trascendía la muerte, una muerte que aún no era la mía, desde luego.

Con la sombra de su crueldad en la sonrisa, bella y orgullosa a la par que humilde, se acercó rápidamente; con la misma sonrisa la esperaba yo, pero era tan grande el peso que aquella sonrisa me ponía en los hombros que no podía levantarme, y entonces ella sacó las manos del manguito, dejó caer al suelo la preciosa piel y asiéndome la cara y hundiéndome los dedos en el pelo murmuró:

– ¡Mi buen amigo!

De su garganta salió el gemido de un llanto ahogado y una exclamación susurrada, y aunque me duela confesarlo, el contacto de sus manos me produjo una voluptuosidad dolorosa.

El placer me traspasó como un rayo levantándome de mi asiento, mi cara rozó el encaje de su vestido hasta quedar a la altura de la suya, sus labios firmes y frescos rozaron mi piel húmeda de llanto, ella buscaba algo, vacilante y ansiosa, algo que debía encontrar rápidamente, y también yo, torpe y ávido, buscaba algo en su rostro liso e inabordable, y cuando sus labios encontraron los míos, en aquel instante fugaz en que sentí el fresco contorno de su boca, aquella delicada protuberancia, aquel arco hechicero, en mis labios -algo similar parecía ocurrirle a ella, porque sus labios no querían abrirse-, su cabeza cayó hacia atrás y se apoyó en mi hombro, mientras ella se abrazaba a mí casi violentamente, para que no lo sintiéramos a él, pero en los labios percibimos el sabor de su boca y comprendimos que no podríamos volver a tocarnos sin la presencia del muerto.

Así, fuertemente abrazados, unidos pechos y vientres, estuvimos largo rato o, por lo menos, un rato que se hizo largo; y si antes el dolor había encontrado alivio en el contacto y las caricias, en las energías sensuales que se inflaman bruscamente para extinguirse enseguida, ahora este abrazo frenético pero desapasionado era la forma de compartir un dolor que se abría paso hasta nuestra pena y nuestra culpa, una pena que no nos permitía expulsar al muerto sino que nos impulsaba a dejar que se interpusiera entre nosotros.

Quizá ella necesitó tanto rato para que su cuerpo helado se calentara al contacto con el mío, encendido por la fiebre del llanto, porque ahora empezó a susurrar con la cara contra mi hombro, en un tono cómplice, malicioso, misterioso y, en cualquier caso, improcedente.

– He sido una niña buena -dijo casi riendo-. Les he mentido.

Yo sabía de qué hablaba, precisamente de algo que yo quería saber, un hecho implícito pero importante, que no podía preguntar sin delatarme y cuyo conocimiento me daba tiempo, la ocasión de escapar.

Pero como también ella se disponía a huir, traicionándome se hubiera traicionado a sí misma, y aún pretendía que le estuviera agradecido.

Pero yo quería desaparecer de aquella vida mía sin dejar rastro, ni siquiera el de una pregunta delatora, precipitada y curiosa que permitiera a los que quedaban deducir mi propósito, yo no quería dejar tras de mí más huella que el vacío.

Ella así lo comprendió, aunque no podía saber qué era lo que comprendía; y aunque yo no tenía intención de rehusarle mi agradecimiento, tuve que apartarla un poco, para que su cara me confirmara mis suposiciones.

Y escrito estaba en su cara, pero en una cosa me había equivocado: no reía sino que lloraba.

Enjugué con la lengua sus copiosas lágrimas, contento de poder mostrar mi agradecimiento de forma tan simple, y cuando volví a atraerla hacia mí, en ambos se desvaneció perceptiblemente la extraña sensación de antes, de que no estábamos solos.

Pero ahora me di cuenta de pronto del mortal silencio de mi habitación, del sordo silencio de toda la casa y del infinito silencio del que llegaba la luz que calladamente entraba por la ventana. Entonces pensé que ya se habrían llevado al criado. Después ella dijo en voz baja que en realidad sólo venía a despedirse, que se marchaban.

También yo pensaba regresar a casa, mentí, pero no me parecía aconsejable unirme a ellas.

No debía temer nada, susurró cálidamente junto a mi cuello, como si murmurara palabras de amor, ella y su madre irían en el coche a Kühlungsbronn, donde seguramente pasarían unos días antes de regresar a su finca de Sajonia.

Al cabo de los años, después de muchos años de vida respetable exenta de pasiones y excesos, aún me pregunto qué pudor me impide hablar de aquella despedida.

Fue como si no quisiéramos despedirnos, cuando en realidad nos disponíamos a huir el uno del otro, lo antes y más lejos posible, pero de él, del que se quedaba aquí, tuviéramos que despedirnos amorosamente.

Ella no me había delatado, había mentido por mí, y no es seguro ni mucho menos, que yo hubiera hecho lo mismo en su lugar, por que, incluso en esta situación, en esta despedida imposible, ella era la más fuerte de los dos.

Me apartó de sí, incluso dio unos pasos atrás y, más que mirarnos, mirábamos al muerto en nosotros.

Le habíamos dejado demasiado espacio al separarnos y por eso era ahora tan fuerte.

Confuso, desconcertado, sin saber cómo zafarme de él, que no hacía más que crecer y crecer entre nosotros -aparte de que su cadáver yacía en la habitación contigua-, murmuré que quizá lo correcto fuera ahora despedirme de su madre, pensando que, si salíamos juntos de la habitación, podríamos liberarnos de aquel sentimiento por nuestro amigo muerto; pero entonces brilló en sus ojos una luz hostil, una expresión dolorida que uno podría sentir la tentación de definir como reproche y odio: reproche, porque yo, con un pretexto tan socorrido, tratara de sustraerme al muerto y odio porque así la rechazaba también a ella, la viva; así pues, tuve que quedarme.

Y en esta decisión de quedarme influyeron fatalmente la viva y el muerto.

Pero entonces ella sonrió como sonríe una mujer madura por la torpeza de un niño.

Al cabo de un momento se quitó el sombrero y, lentamente, se despojó de los guantes; arrojó el sombrero y los guantes encima de la mesa, se acercó a mí y me tocó la cara con aquellos dedos.

– ¡Qué tonto, qué terriblemente tonto!

Yo callé.

– Es natural -dijo, mientras yo, copiando involuntariamente el movimiento de su mano, sentí que no tocaba la cara de aquella mujer a la que he amado y siempre amaré, sino que mis dedos reseguían lentamente la cara de la mujer a la que había amado él, el muerto, más aún, que era él quien la amaba con mi cuerpo y mis manos, como tampoco a mí me abrazaba ella.

No hubo más palabras entre nosotros, tampoco nos quedaban movimientos que no fueran de él.

Con solemne lentitud consumamos el uno con el otro el tiempo del muerto, y durante aquella hora larga, clara y serena hasta el último momento, también Hans, el asesino, había desaparecido.

Como respondiendo a una agitación interior, se dilataban y contraían nuestras pupilas y, a través del velo sensorial de nuestros ojos, yeíamos la muerte.

Mientras se vestía, se calzaba los guantes, se arreglaba el pelo y se Ponía el sombrero delante del espejo, no me miró ni una sola vez, corno si sus ojos me dijeran que, si insistía, ahora ya podía despedirle de su madre.

Después de lo que habíamos hecho durante aquella larga hora, hubiera desentonado una despedida convencional, mejor dejar las cosas como estaban.

Quizá yo insinué una negativa o quizá también ella lo comprendió así.

Se echó el velo sobre la cara y se fue.

A la noche siguiente, yo estaba de pie junto a la ventanilla del tren que se alejaba veloz, quería contemplar la tierra que ahora abandonaba para siempre y que otros, más felices o más desgraciados que yo, llaman patria.

Estaba oscuro, era una brumosa noche de invierno y, naturalmente, no se veía nada.