38922.fb2 Libro del recuerdo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Llega un telegrama

Aunque no hubiera podido decir que avanzaba con regularidad -constantemente, alguna fuerte ráfaga me obligaba a pararme y esperar a que hubiera pasado y era difícil hasta mantenerse en pie-, debía de llevar una buena media hora andando por el dique cuando sentí que algo tomaba un sesgo amenazador.

El viento no soplaba de cara, sino más bien del mar, y yo ladeaba un poco el cuerpo, oponiendo a su acometida la cabeza y los hombros, con el cuello del abrigo subido para protegerme la cara de las salpicaduras de las olas que estallaban en las piedras, y tenía que enjugarme la frente una y otra vez del agua nebulizada que, en pequeños regueros salados, me entraba en los ojos, resbalaba por los lados de la nariz y llegaba hasta la boca; hubiera podido cerrar los ojos, ya que tampoco veía nada, pero deseaba mirar la oscuridad, como si, por una curiosa paradoja, tuviera que mantenerlos abiertos precisamente porque estaba oscuro; al principio, cruzaban por delante de la luna sólo escuadrillas de nubes grises y translúcidas, finas franjas como de humo que venían de tierra e iniciaban la travesía hacia un destino misterioso, y la calma indiferente, la lentitud augusta con que se movía la luna, hacía aquella premura francamente cómica; siguieron nubes de más empaque, densas y macizas, pero no menos ágiles, y la noche se oscureció por completo, como si en un escenario inmenso se hubiera tapado el único foco con una pantalla opaca, el agua ya nada podía reflejar, ya no cabrilleaban crestas blancas en las olas lejanas, hasta que, con la misma brusquedad, volvió la luz, y así una vez y otra, con una cadencia irregular e imprevisible, se sucedían la claridad y la negrura, hasta que llegó la oscuridad definitiva; no he aludido al teatro por casualidad, ya que el curioso fenómeno de que el viento empujara las nubes en dirección opuesta a aquella en que tenía que soplar aquí abajo, esta contraposición de voluntades entre cielo y tierra poseía fuerza dramática, y la intriga se mantendría hasta que allá arriba, en aquella acción imparable, se produjera un vuelco decisivo, aunque a saber cuál, quizá el viento girara o quizá se parara dentro de las nubes acumuladas para arrojarlas al mar en forma de lluvia, lo cierto es que los lapsos de oscuridad eran cada vez más largos, y los claros, más cortos, hasta que la luna, abandonando por fin tierra y agua a su propia oscuridad, desapareció por completo y a partir de aquel momento no pude ver dónde ponía el pie.

Y quizá ahora resultaba más emocionante el juego, porque yo, olvidando el miedo, percibía en lo que suele llamarse la furia de los elementos la plasmación de la tempestad que bullía en mi interior; tenía ante los ojos mis propios sentimientos, incluso me sentía protegido, como si aquello no fuera más que una escenografía montada para mi diversión.

Un soberbio ejercicio de autosugestión, lo reconozco, pero ¿por qué no iba a sentirme yo protagonista de aquella majestuosa tempestad, si hacía semanas que no pensaba sino en que tenía que quitarme la vida como fuera, y qué más en consonancia con mi estado de ánimo que este mundo enfurecido y encerrado en su propia oscuridad que, con toda su energía destructora, no sólo no podía extinguirse a sí mismo sino ni siquiera infligirse daño alguno, ya que tenía sobre sí tan poco poder como yo sobre mí?

La víspera por la noche, la víspera de mi marcha -y hago hincapié porque el contacto con el mar había hecho retroceder todas mis vivencias anteriores a una distancia sedante, de manera que no me hubiera sorprendido si alguien hubiera dicho que eso era un error, que yo no había llegado aquella tarde sino hacía dos semanas, o dos años, y tenía que confirmarme a mí mismo que entre mi marcha y el paseo por la orilla del mar había transcurrido un tiempo corto, lo que no significaba, desde luego, que esta grata distorsión del tiempo me ayudara a desenmarañar mis sentimientos, si bien la contemplación de la tempestad nocturna me había permitido distanciarme lo suficiente como para, por lo menos, poder pensar en lo sucedido-, aquella noche, decía, que ahora parecía hallarse a una bienhechora distancia, yo no había vuelto a casa muy tarde y, en la oscura escalera, en la que aún no habían reparado la luz, había estado tanto rato hurgando con la llave en la cerradura, que frau Kühnert, que estaba en la cocina preparando, como de costumbre, el bocadillo del día siguiente para su marido, advirtió mi llegada, yo la oí con espanto andar por el pasillo con paso rápido, pararse un momento y abrir la puerta, en la mano tenía un sobre verde y, sonriendo, como si hubiera estado preparándose desde hacía rato para recibirme, como si estuviera esperándome, me lo tendió muy colorada, sin darme tiempo de entrar, saludar y agradecerle su amabilidad; por efecto de aquella seguridad, en gran medida, risible, que me infundía la proximidad del mar embravecido durante aquella noche oscura, yo había vencido la angustia que se había apoderado de mí la víspera en aquella puerta y que no rne había abandonado hasta mi llegada; ahora hasta me divertía recordar a frau Kühnert, como en una foto desconocida y quemada por sobreexposición, en el momento en que me tendía el telegrama exclamando:

– ¡Un telegrama, señor mío, ha llegado un telegrama, un telegrama para usted!

Y si yo, por ese instinto que nos hace mirar los objetos que se nos ponen en la mano, hubiera mirado el telegrama en lugar de mirarla a ella, tal vez no hubiera advertido que su sonrisa era tan extraordinaria e insólita no porque ella no sonriera habitualmente, sino porque con ella pretendía disfrazar su avidez, el deseo de fisgar en mi vida, la insaciable curiosidad que, pese a toda su experiencia teatral, no conseguía ocultar; porque, una vez tuve el telegrama en la mano y, después de echar una mirada a la dirección, volví a encararme con ella conteniendo la indignación, su sonrisa ya había desaparecido, sus grandes ojos saltones, desde detrás de las gafas de fina montura de oro, estaban fijos en un punto, mi boca, atentos a una confesión trascendental y largo tiempo demorada y en sus facciones se reflejaba, si no un odio virulento todavía, sí una expectación desprovista de toda compasión; quería saber cómo reaccionaría yo a la noticia, incomprensible para ella pero sin duda demoledora, me daba la impresión de que ella ya había leído el telegrama y me sentí palidecer -fue el momento en que me invadió la angustia-, pero pensé que debía dominarme, porque fuera cual fuera el texto del telegrama y viniera de donde viniera, aquella mujer sabía ya o pretendía saber de mí muchas cosas como para que yo pudiera seguir allí, y nada trataba yo de impedir con más ahínco sino que la gente se empeñara en husmear en mi vida, es decir, que no sólo tendría que encajar con dignidad la presunta mala noticia, sino que también tendría que mudarme de alojamiento.

frau Kühnert tenía una fealdad que asustaba y agobiaba: alta, angulosa, de hombros anchos, vista de espaldas, cuando llevaba pantalones, parecía un hombre, porque no sólo tenía unos brazos muy largos y unos pies muy grandes, sino, además, un trasero liso de oficinista viejo; el pelo, que ella misma se teñía de rubio, lo llevaba corto y peinado hacia atrás, que era, quizá, lo más indicado, pero en nada contribuía a hacerla más femenina; tan fea era que no podía disimularlo ni con toda la habilidad con que distribuía y filtraba la luz en su casa espaciosa y burguesa; durante el día, las pesadas cortinas de terciopelo, siempre echadas sobre los estores de encaje, impedían el paso del sol y creaban penumbra; por la noche, las lámparas de pie con oscuras pantallas de seda y los apliques de la pared con sombreretes de papel encerado despedían una luz mate, las arañas no se encendían nunca, por lo que el profesor Kühnert se veía obligado a hacer extrañas maniobras; el profesor era bajo, llegaba a su mujer poco más arriba del hombro, tenía la complexión delicada y la piel blanca que transparentaba las palpitantes arterias azuladas de las sienes, el cuello y las manos, también sus ojos eran pequeños, hundidos y tan inexpresivos como los movimientos con que, discreta y calladamente, a aquella media luz, realizaba su trabajo de investigación, calificado de sumamente importante; ni siquiera en su robusto escritorio negro había lámpara, y cuando frau Kühnert me avisaba de que me llamaban por teléfono, yo podía observar cómo él, con sus dedos largos y delgados, tanteaba como un ciego en el montón de periódicos, notas, libros y revistas hasta encontrar lo que buscaba, lo sacaba, cruzaba la habitación pasando por delante de la pantalla azulada y temblona del televisor, se acercaba a un aplique de la pared y allí, en el círculo de luz opalescente y amarilla de la lamparita, situada a gran altura, se ponía a leer, apoyado a veces en la pared; por la oscura mancha que su hombro y su cabeza habían dejado en el papel amarillo pálido se adivinaba que éste era un proceso habitual, y cuando una súbita inspiración o una larga reflexión interrumpían la tranquila lectura y el profesor tenía que ir al escritorio a hacer una anotación, volvía a pasar por delante del televisor, lo que al parecer no molestaba a frau Kühnert, entronizada en su butacón, más de lo que incomodaban al profesor los sonidos incoherentes que salían del aparato o la oscuridad; nunca les oí intercambiar ni una palabra, aunque su silencio no parecía deberse a fútiles rencillas ni era esa demostración de resentimiento con la que suelen castigarse las parejas mal avenidas pero que mantienen una relación apasionada, a fin de conseguir algo del otro; no, aquel silencio no tenía finalidad alguna; seguramente, un odio que había ido enfriándose poco a poco los había sumido en aquella pasividad, odio cuya causa ya no podía adivinarse; parecían contentos y tranquilos y se comportaban como dos animales salvajes de distinta especie que, si bien siempre acusan la presencia del otro, reconocen que la ley de la especie es más fuerte que la del sexo; y ellos, como no podían ser ni pareja ni presa uno del otro, nada tenían en común.

Yo, a pesar de mi indignación, contemplaba la cara de frau Kühnert con resignación, porque sabía por experiencia que no podría librarme de ella fácilmente, al contrario, cuanto más me esforzara por rehuirla, más vehemente e inquisitiva se mostraría, la miré a los ojos y pensé: aguanta el chaparrón, ya que será el último; sobre su frente estrecha y abultada asomaban las raíces negras de su pelo teñido, hirsutas como las cerdas de un cepillo -mientras, mis dedos palpaban que el sobre estaba abierto-, su larga nariz parecía más afilada que nunca, la pintura de sus labios estaba agrietada, y yo, naturalmente, no pude evitar que mi mirada se extraviara hacia su busto, porque esta era quizá la única parte de su cuerpo que compensaba un poco de tanta fealdad: tenía un pecho grande, desproporcionadamente generoso, que sin el sujetador decepcionaba, seguramente, pero los pezones que se destacaban claramente a través del ceñido jersey no tenían artificio, desde luego, y mientras estábamos en la puerta del oscuro recibidor, en el momento en que ella empezaba a gritar de nuevo, apareció Kühnert en la puerta de la sala, con la camisa blanca desabrochada hasta la cintura -siempre llevaba camisa blanca y, cuando leía o hacía sus anotaciones, primero, se arrancaba la corbata y, luego, se desabrochaba la camisa, para acariciarse el pecho liso y sin pelo como el de un niño-, que se iba a la cama.

Aquel cambio no me pareció muy importante, a pesar de que trajo consecuencias francamente desagradables, si más no, porque hasta aquel momento había podido caminar en la oscuridad con total seguridad, puesto que siempre sentía bajo los pies el mismo suelo un poco resbaladizo; a pesar de no ver nada, oía el rugido y el chapoteo de las olas a la misma distancia y sentía la misma cantidad de salpicaduras salobres, por lo que podía entregarme a gozar a ciegas de la galerna, de mis fantasías y mis recuerdos: no tenía más que seguir andando en la misma dirección y no dejar el dique, y para ello me bastaba con palpar el suelo a través de las suelas de los zapatos y, naturalmente, calibrar las salpicaduras del mar, y así lo hice hasta que, al detenerme un momento para tantear el terreno, una ola me golpeó en la cara, lo cual tampoco hubiese sido tan grave, ya que no me entró mucha agua por el cuello, aunque no podía decirse que estuviera caliente, ni me mojó el abrigo, de modo que hasta me pareció divertido y, de no haberme impedido el viento abrir la boca, me hubiera reído, pero al momento me golpeó la ola siguiente, más grande, y ello me minó la moral.

Yo creía haber caminado hasta entonces por el centro del dique, y ahora, después de esperar en vano a que se calmara el viento, traté de seguir por el interior, más resguardado del mar, pero no pude, porque el viento no amainaba y, si me descuidaba, podía barrerme y, además, a los pocos pasos, me di cuenta de que me encontraba en el borde del dique, entre unas piedras enormes y afiladas; así pues, de allí no podía pasar, y el dique, mucho más estrecho de lo que yo creía, no me protegería de las olas; a pesar de todo, no hice lo que, en aquellas circunstancias, parecía lo más sensato, ni se me ocurrió la idea de dar media vuelta; yo sabía por la guía que allí la marea no subía más de doce centímetros, por lo que no podía tener consecuencias catastróficas, y pensé que se trataba, simplemente, de un tramo peligroso, seguramente, el dique describía un arco y por eso era más estrecho o, por alguna razón, se había hundido parcialmente y, cuando dejara atrás este trecho peligroso, volvería a ver las luces de Nienhagen y estaría seguro.

El viento cesó bruscamente.

A pesar de todo, no puedo decir que estuviera furioso con frad Kühnert, ni mucho menos, ni que ella me gritara de aquel modo tan insoportable porque estuviera furiosa conmigo: si en las últimas semanas habíamos estrechado relaciones, relativamente hablando, yo seguía dando importancia a mantener las debidas distancias, lo cual, en mi opinión, debía hacer imposible exteriorizar claramente un sentimiento o una emoción, en el caso de que los experimentara; no, lo cierto era que ella, sencillamente, no sabía hablar bajo.

Era como si no conociera un término medio entre el mutismo absoluto y la verborrea desenfrenada y estridente; y esta curiosa disposición -no sabría llamarla de otro modo- estaba condicionada sin duda tanto por las penosas relaciones con su marido, en las que no utilizaba la voz en absoluto, como por la circunstancia de trabajar de apuntadora en uno de los teatros más prestigiosos de la ciudad, el «Volkstheater», es decir, para ganarse la vida tenía que apagar el timbre grave y sonoro de su voz, la cual aun así conservaba la fuerza suficiente como para que se la oyera desde el más alejado rincón del escenario; por ello, no cabe duda de que su voz era el eje de su vida, y su fealdad no era sino un divertido aditamento, aunque yo creo que ella no era plenamente consciente de aquella fealdad, lo esencial era la voz, una voz, empero, que ella raramente podía utilizar con normalidad.

Yo había sido testigo de los disgustos que aquella voz le ocasionaba y observado cómo la hacía destacarse; por las mañanas, cuando estábamos sentados uno al lado del otro en el tablado del director, en la sala de ensayos que, por sus proporciones, más parecía una escuela de equitación o la nave de montaje de una fábrica, y, en la tensión generada por una diferencia de opinión o una dificultad aparentemente insoluble, empezaban a hablar todos a la vez, defendiendo cada cual su opinión, y el nivel del ruido subía como el mercurio del termómetro en una calentura, porque, además, los aburridos tramoyistas, los irritables figurantes, las sastras y los electricistas aprovechaban la ocasión para intercambiar comentarios, o cuando el ambiente estaba tan cargado que todos se empeñaban en dar su opinión sobre el tema objeto de discusión y la confusión llegaba al punto culminante, siempre era frau Kühnert la primera a la que una nerviosa actriz apostrofaba: «¿No podrías chillar un poco más, Sieglinde?», o un oficioso ayudante de dirección gritaba que, si no cerraba la boca, la echaba, porque esto no era una taberna, y hasta entonces no agregaba que lo mismo valía para los demás, y que todos hicieran el favor de callarse; en estas ocasiones, la cara de frau Kühnert expresaba una gran extrañeza, parecida a la del niño que, con toda inocencia, estaba tocando el silbato tranquilamente detrás de un arbusto, cuando los mayores se ponen a reñirle de repente, o como si fuera la primera vez que ello le sucedía y hasta entonces ni remotamente se hubiera visto en tal situación; sus exoftálmicos ojos no podían reflejar mayor estupefacción, un rubor infantil que le teñía súbitamente la piel desde el cuello hasta la frente revelaba su viva confusión y en el labio superior aparecían gotitas de sudor que ella se enjugaba, abochornada, y todos teníamos que reconocer que debía de ser muy triste estar en constante conflicto con el medio a causa de una característica elemental, pero la airada amonestación y la palabra ruda indicaban que su voz no sólo predominaba en cualquier algarabía sino que, además, estaba cargada de una explosiva pasión primordial que hería y ofendía el oído y que su descontrolado volumen era, además de molesto, revelador de ciertos instintos; a pesar de todo, yo quedé completamente desconcertado cuando me entregó el telegrama en la puerta con aquel sofoco y aquellos gritos, ya que nuestra relación no justificaba tanta exaltación.

Pero ello precisamente hacía tan difícil soslayar aquella intromisión descarada e inexplicable; ni la primera frase podía interpretarse como simple anuncio: por potente que fuera su voz, y el eco llenó toda la casa, a fin de cuentas, no me decía sino que tenía un telegrama, pero esta simple notificación estaba punteada por fuertes jadeos que imprimían un fuerte acento dramático a las palabras más banales y, puesto que yo no podía permanecer indiferente ante tanta excitación, involuntariamente, adopté la actitud que ella se había propuesto transmitirme, y por más que yo trataba de dominarme, ella, a pesar de la oscuridad de la escalera y el recibidor, debió de percibir claramente mi indignación y, aún con el picaporte en la mano, ladeó un poco la cabeza y hasta sonrió, y a la frase siguiente, no exenta de ironía, su voz ya había cambiado de registro:

– ¿Se puede saber dónde diablos se había metido, señor mío?

– ¿Por qué?

– Hace más de tres horas que llegó el telegrama. Si no hubiera usted vuelto a casa yo hubiera pasado otra noche sin dormir.

– Estaba en el teatro.

– Si hubiera estado en el teatro, hubiera llegado hace más de una hora. Y no me contradiga, porque lo he comprobado.

– Pero ¿qué ha pasado?

– ¿Qué ha pasado? ¿Qué sé yo de lo que puede pasar con usted? Vamos, entre ya.

Y cuando yo, fluctuando entre la deseada indiferencia, la irritación y el temor, y con el firme propósito de acabar con la discusión, pude entrar por fin en el recibidor, y frau Kühnert cerró la puerta pero, sin apartar la mirada del sobre que yo tenía en la mano, me cerró el paso, el marido, antes de desaparecer por el pasillo que conducía a los dos dormitorios, se volvió y me saludó con un movimiento de cabeza, saludo al que yo, naturalmente, no pude corresponder, por una parte, porque no conseguía mostrar indiferencia y firmeza, ya que toda mi atención estaba concentrada en la transformación que se había producido en la cara de frau Kühnert y, por otra, porque el profesor volvió la cabeza sin esperar mi respuesta, en lo que yo no pude encontrar nada extraordinario, ya que sólo muy raramente parecía advertir mi presencia; no era sólo la cara de frau Kühnert lo que había cambiado instantáneamente, toda la actitud de su cuerpo indicaba que preparaba una explosión de una magnitud inusitada, algo que hasta el momento no figuraba en su repertorio, que excedía de todos los límites imaginables, con lo que no sólo me mostraría una faceta desconocida de su personalidad sino que me dejaría por completo a su merced, acorralado en el estricto sentido de la palabra; se arrancó las gafas, con lo que sus ojos daban aún más miedo, le temblaban los labios y su espalda se arqueó porque había encogido los hombros, como si, presintiendo la dirección que tomaría mi mirada, quisiera protegerse los robustos pechos; yo hice un último y desesperado intento de fuga, pero fue inútil, sólo conseguí empeorar mi situación, ya que cuando, prescindiendo de cortesía y decoro, me arrimé a la pared para tratar de escabullirme hacia mi habitación, ella me lo impidió por el sencillo procedimiento de ponerse delante de mí y empujarme hacia la pared.

– ¿Qué se ha creído, señor mío? ¿Que puede ir y venir a su antojo, con tapujos y trapícheos? Hace días que no duermo, ya no puedo ni quiero seguir aguantando esto. ¿Se puede saber quién es usted? ¿Y qué busca aquí? ¿Qué se ha creído? Lleva meses en esta casa y no me tiene ni la menor consideración. ¿Qué pretende? No se crea que voy a tener la boca cerrada por los siglos de los siglos, eso nadie puede pedírmelo. Mal que le pese, yo lo sé todo, no tiene por qué andarse con tanto misterio, estoy al corriente de sus historias, y lo único que pido es que se dé cuenta de que también soy un ser humano, que me gustaría oírlo de sus labios, pero usted deja que sufra, y a mí me da miedo mirarle a la cara. Yo creía que era usted una buena persona, pero estaba equivocada, es cruel, muy cruel. Y ahora le agradecería que me dijera cuáles son sus propósitos. ¿Quiere traerme a casa a la policía? ¿Le parece que no tengo ya bastantes problemas? Yo he de saberlo, y aún se permite preguntar qué ha pasado, cuando soy yo quien quiere saber lo que ha pasado, ¿qué ha sido de ese hombre? Dígalo ya de una vez, para que yo pueda prepararme para lo peor y no me trate como a una criada que ha de aguantarlo todo. ¡Porque también usted ha tenido madre! ¿Vive todavía? ¿Alguien le ha querido? ¿Cree que nosotros necesitamos el dinero que me paga? ¿Su dinero de mierda? Yo creía que admitía en mi casa a un amigo, vamos, dígame ya qué es lo que hace en realidad. ¿A qué se dedica, además de andar pisoteando a la gente y destrozándole la vida? Bonita ocupación, desde luego, pero ¿cuál es su verdadera profesión? ¿Cuándo va a venir la policía? ¿O es que no lo ha matado? Porque le creo perfectamente capaz de eso, a pesar de esos inocentes ojos azules con los que siempre está sonriendo amistosamente y ahora mismo se hace de nuevas y me mira como a una histérica. ¿Dónde lo ha enterrado? Ahora que lo he descubierto, debo pedirle que recoja sus cosas y se marche inmediatamente a donde le apetezca. A un hotel. Esto no es una cueva de delincuentes. No quiero verme mezclada en nada. Bastante miedo he pasado ya. Cuando recibo un telegrama me trastorno, cuando llaman a la puerta me pongo enferma, ¿comprende? ¿No se ha dado cuenta de que soy una persona enferma y agobiada que necesita un poco de consideración? ¿No he confiado en usted, estúpida de mí, contándole mi vida? Y pregunto: ¿es que todo el mundo va a abusar de mí? ¿Por qué no contesta? Como si yo fuera el cubo de la basura al que todos echan sus inmundicias. ¡Conteste ya de una puñetera vez! ¿Qué dice el telegrama?

– Ya lo ha leído. ¿O no?

– ¡Pero tiene que leerlo usted!

– ¿Qué quiere de mí? ¡Me gustaría saberlo!

Estábamos muy cerca y, en el repentino silencio, quizá por la proximidad, pareció que su cara se relajaba, que se hacía expresiva y sensible, que se agrandaba y, en cierto modo, se embellecía, como si hasta aquel momento sus irregulares facciones hubieran estado atadas por las gafas y crispadas por la pasión contenida, y ahora -como si, al quitarse la máscara, su rostro hubiera recuperado sus proporciones naturales- las pecas rojizas se destacaban con más nitidez en la piel blanca y resultaban francamente atractivas, los carnosos labios eran más llamativos, las gruesas cejas más enérgicas, y cuando volvió a hablar, con la voz baja y penetrante con que apuntaba en el teatro, pensé con sorpresa que quizá la belleza -porque, normalmente, sin las gafas estaba desvaída, borrosa y desaliñada- no consistiera sino en abandonarse a la proximidad, en dejar obrar la fuerza de la proximidad, y no me hubiera sorprendido si, en aquel momento, yo hubiera bajado la cabeza y le hubiera dado un beso, para no tener que seguir viendo sus ojos.

– ¿Y qué puedo querer yo, señor mío?¿Qué cree que puedo desear? ¡Que me quieran un poco, no mucho, sólo un poquito! ¡Pero no como usted piensa! No tenga miedo. Es verdad, al principio estaba un poco enamorada de usted, quizá lo notara, ahora puedo confesarlo porque ya pasó, pero no quiero que se marche, no tome en serio lo que le he dicho, eran tonterías, lo retiro. No es necesario que se marche de esta casa, pero tengo miedo y por eso tiene usted que perdonarme, estoy muy sola y tengo la sensación de que en cualquier momento podría ocurrir algo, algo inesperado y terrible, una desgracia, y no pido sino que lea usted ese telegrama delante de mí, porque me gustaría saber lo que ha pasado, nada más, sólo eso. No lo he abierto yo. Tiene que creerme. Aquí los telegramas se entregan en sobre abierto. Se lo suplico, léalo ya.

– A pesar de todo, usted lo ha leído, ¿no?

– Ábralo, por favor.

Para dar más énfasis a sus palabras me puso la mano en el antebrazo, con ademán delicado y perentorio a la vez, como si pretendiera no sólo recuperar el sobre sino también, salvando la pequeña distancia que aún había entre nosotros, tomar posesión de mí no importaba cómo, en aquella fracción de segundo; ella me agarraba y yo no tenía fuerzas para desasirme, es más, batallaba con cierta sensación de culpabilidad, porque sabía que la mirada que sin querer había dejado caer a su pecho o la idea de darle un beso no habrían dejado de surtir efecto en ella, porque no hay pensamiento, por oculto que esté, que, en una situación extrema, no sea percibido por el oponente; en consecuencia, en aquella fracción de segundo, parecía perfectamente posible que nuestra acalorada discusión tomara un cariz peligroso, tanto más por cuanto que yo no sólo era incapaz de moverme y hasta de volver la cara para sustraerme a su aliento y a su mirada sino que, contra mis deseos y mi voluntad, empezaba a percibir en mí esas señales engañosamente gratas y, en este caso, hasta bochornosas de la excitación sexual: el leve estremecimiento de la piel, la ofuscación de la mente, la presión en las ingles y la aceleración de la respiración, sin duda, todo ello podía ser consecuencia inmediata del contacto, una reacción instintiva, pero no por eso menos reveladora, la prueba de que la seducción puede prescindir no sólo del conocimiento sino también del atractivo físico o de cualquier otra índole, ya que en la mayoría de casos, el deseo físico no es causa sino consecuencia de una atracción, y ya sabemos que, vista de cerca, hasta la fealdad puede percibirse como belleza cuando la tensión es tan intensa que sólo puede disiparse con la consumación carnal, y entonces basta un leve contacto para que las fuerzas interiores se alcen unas contra otras y se neutralicen mutuamente o transformen la insoportable tensión psíquica en voluptuosidad.

– ¡No; no lo abro!

Quizá pensó que podía gopearla, porque, ante mi tardío estallido de furor histérico, me soltó el brazo; era evidente que esta explosión, insólita en mí, no se debía tanto al misterio del telegrama como a nuestra proximidad, por lo que dio un paso atrás y se puso las gafas mirándome con una impavidez brutal, como si no hubiera pasado nada.

– No hace falta que me grite.

– Me marcho mañana. Estaré fuera varios días.

– ¿Y adónde va, si se puede saber?

– Me gustaría dejar aquí mis cosas, por el momento. La semana próxima me marcharé definitivamente.

– ¿Y adonde irá?

– A casa.

– Le echaremos de menos.

Me volví hacia mi habitación.

– Vayase, pero yo me quedaré aquí, en la puerta, porque, si no me lo dice, tampoco podré dormir.

Yo cerré la puerta a mi espalda, la lluvia repicaba en el alféizar de la ventana.

Había en la habitación un calor agradable y en la pared, al débil reflejo de la luz de la farola, bailaba la sombra trémula de las relucientes ramas de los arces.

No encendí la luz, me quité el abrigo y me acerqué a la ventana, para abrir el sobre, y oí que ella, en efecto, se había quedado en la puerta, esperando.

Aquí abajo había cesado el viento, pero no por ello se apaciguaban las olas, más arriba seguía silbando y aullando y, aunque a veces parecía que al fin iba a hacerse un poco de luz, como si el viento desgarrara las nubes que cubrían la luna, ahora creo que aquello era una simple ilusión de los sentidos, lo mismo que la idea de que pronto dejaría atrás el trecho peligroso, porque no veía absolutamente nada, era una situación realmente extraordinaria contra la que mis ojos se rebelaban, y trataban de consolarse imaginando luces; como si se hubieran independizado de mí, no se conformaban con mirar sólo porque yo les obligara sin que hubiera algo que distinguir, y no sólo producían por su cuenta círculos luminosos, puntos brillantes y rayos, sino que, mientras seguía caminando, me mostraron varias veces todo el paisaje, y me pareció que, de repente, por una rendija, podía veri rodar las nubes sobre el mar espumeante y furioso y vislumbrar el dique azotado por las olas, pero enseguida volvía la oscuridad y yo comprendía que el bello cuadro no podía ser más que una ilusión, porque no había luz natural que iluminara la escena, ni había luna, cuyo resplandor estaba siempre ausente del cuadro; de todos modos, aquellas visiones me animaban y me hacían suponer que, de un modo u otro, encontraría el camino, a pesar de que ya no había sendero y mis pies tropezaban y se escurrían sobre ásperas piedras.

Me parece que ya había perdido la noción del tiempo y el lugar, seguramente, porque el viento imprevisible, la oscuridad impenetrable y el ritmo de las olas, que no por impetuoso dejaba de ser arrullador, me habían aturdido como una droga, y sin embargo podría decir sin faltar a la verdad que en aquel momento era todo oídos, ya que cualquier otra forma de percepción parecía superflua: un extraño animal nocturno que dependía exclusivamente del oído y percibía un murmullo que venía de un lugar profundo, un murmullo que no era del agua na de la tierra, que no era amenazador ni indiferente y, aunque me tilden de romántico, no tengo reparo en afirmar que era el monótono murmullo del infinito, un sonido que no recordaba a ningún otro y que no sugería imagen que no fuera la de la profundidad; pero nadie hubiera podido decir dónde se encontraba esa profundidad, aquel sonido parecía llenarlo y dominarlo todo, el aire y el agua, y todo era parte de esa profundidad, hasta que empezó a oírse un bramido que poco a poco iba creciendo, como exhalado por una enorme masa lejana que se hubiera puesto en movimiento, rompiendo la calma aparente y amenazadora del murmullo interminable; se acercó sin prisa pero con ímpetu y culminó bruscamente en un trueno triunfal que ahogó el sonido de la profundidad, el bramido había alcanzado su objetivo, había vencido, había roto la calma durante un instante, y entonces todo lo que hasta aquel momento se había manifestado como fuerza, masa, ímpetu, elevación y, finalmente, triunfo, al momento siguiente estalló en las piedras de la orilla con una fuerte detonación, y de nuevo volvió a oírse el murmullo, como si nada hubiera afectado su fuerza y luego, otra vez, sonó el rugido amenazador del viento, su silbido y su aullido; no sé cuándo ni cómo empezó esta pequeña variación que percibí no sólo porque el dique era más estrecho y las olas lo barrían sino, principalmente, porque poco a poco fui consciente del cambio que se había producido en mi entorno, aunque sólo superficialmente, como si aquello nada tuviera que ver conmigo y no me afectara el hecho de que ahora no se mojaban sólo mis zapatos y los bajos del pantalón, sino que mi abrigo no me protegía en absoluto; porque me había abandonado a las voces de la oscuridad que habían acabado por ahogar aquellas fantasías y recuerdos con los que me distraía al principio de mi paseo; el llamado instinto de conservación funcionaba, pues, de un modo muy limitado, yo era como el que, al despertar de una pesadilla, bracea y grita, en lugar de recordar el momento en que se durmió y comprender que lo que le ha hecho sufrir es sólo la realidad del sueño, pero no puede comprenderlo porque aún está soñando; así trataba yo de defenderme, sólo que mis intentos estaban limitados por las condiciones del lugar, inútilmente buscaba el camino dando traspiés, resbalando y palpando en derredor mientras el agua llegaba hasta mí, y en ningún momento se me ocurrió pensar que aquello había empezado como un agradable paseo nocturno pero que desde hacía mucho rato había dejado de serlo.

Entonces algo me rozó la cara.

Todavía estaba oscuro y el silencio había terminado, algo que yo no acertaba a explicarme había terminado, y cuando aquel algo volvió a rozarme la cara noté que era agua; no producía una sensación desagradable, aunque estaba fría, y entonces deduje que aquello tenía que recordarme algo, no sabía qué, a pesar de que estaba oyéndolo, de nuevo oía el sonido, así que debía de haber pasado el tiempo, pero había pasado en vano, aún estaba oscuro, aún era de noche y todo estaba mojado, sí, y tan oscuro como antes.

Pero por fin comprendí que estaba en el suelo, caído entre las piedras.