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Me escruta. En sus ojitos que destilan aflicción, y que dejan entrever más que otros, a pesar de su luminosidad superficial, la negrura sin fondo de la que proviene toda mirada, hay algo contradictorio en relación con lo que nos rodea, el gran ruido exterior que, incesante, o continuamente renovado más bien, resuena sin necesidad aparente, se adelgaza y por fin se esfuma. Girando un poco la cabeza Vilma nos descubre, ensancha de un modo exagerado su sonrisa, mostrando agrado y sorpresa al mismo tiempo y, diciéndole algo a su interlocutor, se acerca rápido hacia nosotros.
– Ahora la fiesta está completa -dice al llegar.
– Acaba de empezar con su llegada -me dice Alfonso.
Se ríen. Les basta una fracción de segundo, un cruce rapidísimo de miradas, para instalar el dispositivo, ese sistema que sobrepasa la suma de los dos, y que me excluye, arrumbándome en una especie de inexistencia fugaz, remota, mineral, semejante a la de una piedra enterrada desde el comienzo del tiempo, pero inmediatamente después, apenas el pacto ha sido sellado, me encaran de nuevo, con la misma sonrisa jovial, se cuelgan de mí, cada uno de un brazo, y me arrastran hacia los invitados que conversan, reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, se ríen, comen y toman, hasta que me depositan, soltándome, junto a una de las mesas.
– ¿Qué le pido? -dice Alfonso. -¿Un agua mineral?
– No -le digo con lentitud, habiendo pensado bien mi decisión. Algo un poco más fuerte.