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– Se me hizo tarde -digo.
– No hay ningún apuro -dice mi hermana-, la película es a las diez.
– Deberías salir más en vez de estar todo el día pendiente de la televisión -le digo.
– Hace demasiado frío -dice mi hermana-. Hasta la primavera, no saco la nariz a la calle.
Lo dice riéndose, pero es posible que el mismo desgano, y después el mismo terror que hasta hace poco me impidieron, durante meses, atravesar el umbral para ir siquiera a tomar un café al bar de la galería, estén haciendo ahora presión sobre ella para mantenerla encerrada, a causa de la muerte de nuestra madre quizás, que desde hada años estaba inválida y ciega en la cama, impidiéndole salir cuando lo deseaba justamente, o a causa de ninguna razón pasible de ser conocida, un no desear salir para otra cosa que para resolver problemas materiales, inexplicable, o un no desear general más bien, un atascamiento temporario, a los cincuenta años, de sus apetitos, tan razonable o provechoso como el hambre misma. Lo cierto es que cuando saca la tapa de la olla la sopa humea y expande su olor familiar en la cocina, y que cuando vierte un cucharón en mi plato, la superficie verde pálido de la sopa -arvejas partidas probablemente- y borde blanco del plato forman dos círculos concéntricos, un disco verde pálido en el interior, y un aro ancho y blanco enmarcándolo. Antes de levantar la cuchara, espero que ella misma se sirva y venga a sentarse frente a mí, del otro lado de la panera y del botellón de agua. El color verde pálido de la sopa me intriga -son probablemente arvejas partidas- y una rugosidad en la superficie me induce a pensar que otras legumbres han sido molidas también para darle espesor. Y la primera cucharada, que soplo dos o tres veces para que se enfríe antes de ponérmela en la boca, no revela la identidad de esas substancias molidas y hervidas en la misma agua que no obstante tienen gusto a sopa, que reconozco en todo caso como "sopa" -al fin y al cabo, a aquello de lo que se tiene un conocimiento aproximativo, se lo llama por lo general una sopa: al origen del universo por ejemplo, le dan el nombre de "sopa cosmogónica", lo cual pasado en limpio significa que nos cuelguen con un gancho del prepucio y nos exhiban durante años en el Departamento de Física de Princeton si sabemos algo de cómo cuernos empezó la cosa, o, para el origen de la vida, la "sopa de Haldane", un menjurje imaginado en Cambridge para justificar el presupuesto anual de los laboratorios; lo arreglan todo con una sopa como decía y al que no está de acuerdo lo mandan, apenas se descuida, a la sopa popular.
– Arvejas -dijo, sacudiendo la cabeza para mostrar mi aprobación.
– Un poco de todo -dice mi hermana con expresión misteriosa, aunque orgullosa de mi aire complacido. -Hice sopa pensando que Alicia iba a venir, porque le gusta la sopa.
– Papas molidas también -dijo, absteniéndome de hacerle notar que, en invierno por lo menos, esté o no por venir Alicia, hace sopa casi todos los días.
– Lo que encontré, sin ninguna receta. Ya no me acuerdo -dice mi hermana.
Sacudo, afirmativo pero escéptico, la cabeza, y sigo tomando, cucharada tras cucharada, la sopa. Desde el living, el sonido artificial de la televisión manda, sin pausa, música, ruido, y voces falsamente eufóricas, las mismas desde hace años, varias veces por día, todos los días, fantasmales y llenas de ecos. La muerte de nuestra madre paró, durante algunos días, su flujo, igual que si el hálito, débil al final, que la mantenía en vida, hubiese estado alimentándolo todos estos años, pero después que la enterramos recomenzó, mostrando de ese modo su carácter autónomo, a menos que no haya adquirido esa autonomía absorbiéndola a ella, igual que a todos nosotros por otra parte, su substancia. Yo mismo sin ir más lejos me pasé el verano último sentado en el living mirándola, más bien sin verla a decir verdad, desde mediodía hasta las dos de la mañana, durante tres meses por lo menos -ella iba muriéndose de a poco en la pieza de al lado, ciega y senil, a causa de la diabetis como le dicen, y únicamente cuando el soplo paró, volví a sacar la cabeza a la superficie tratando de respirar hondo, dejé de tomar alcohol, y subí a mi cuarto de la terraza, pero cuando me di un baño y me puse ropa limpia disponiéndome a ir a tomar un café al bar de la galería, a tres cuadras de mi casa, me di cuenta de que no podía salir a la calle, me daban vértigos, temblores y estaba, por decirlo de algún modo, aterrorizado. No podía recorrer los trescientos metros que me separaban del bar al que, mientras estuve en la ciudad, he estado yendo a tomar un café todos los días durante más de veinte años. Y eso después de haberme pasado tres meses sentado frente al televisor, tomando vino tinto al mismo tiempo que toda clase de somníferos y tranquilizantes, -no digo que haya sido a causa de eso, sino más bien que el hecho de haber estado sentado en el living durante tres meses con una damajuana de vino al lado del sillón, era el síntoma inequívoco de que había llegado al último escalón, con el agua negruzca y gélida ciñéndome los tobillos, lista ya para tragarme, y para que los últimos restos maltrechos del propio ser se disgreguen en la masa chirle y viscosa.
En el último escalón después de haber venido rodando escaleras abajo, con distintas velocidades, a veces viendo venir la cosa y otras sin siquiera darme cuenta, desde muy atrás probablemente, durante un tiempo difícil de calcular, a partir del nacimiento tal vez. Más que seguro que los que se pasan el día sentados delante denotan con eso que están ya en el último escalón, ya sea porque no quisieron o no pudieron o no los dejaron subir un poco más arriba, ya sea porque si lograron subir un poco, hasta cualquier otro, desde el penúltimo al infinito, a partir de cierto momento empezaron a rodar escaleras abajo otra vez, y ahí quedaron chapaleando, la parte superior dando manotazos en la oscuridad y la inferior metida hasta los tobillos, o las rodillas, o el pecho, o incluso el mentón en el agua negra.
Que no hayan podido o no los hayan dejado es frecuente -basta atiborrarlos de "sopa cosmogónica" o de "sopa de Haldane" o de sopa popular incluso, para que ya no puedan moverse y subir, uno o dos escalones aunque más no sea- pero que no hayan querido también lo es, y hasta es comprensible como argumento mantenerse lo más cerca posible de lo negro, no obrar, no despegarse mucho de lo indistinto, ser latido débil, estremecimiento apagado, no caer, por entre sus mandíbulas que nos trituran con mil muertes, en la red de la esperanza, diciéndose, en un susurro hecho no de palabras, sino de filtraciones sin nombre que recorrenen ondas ínfimas y constantes las entrañas recónditas del propio ser: Porque agiten allá afuera esas chafalonías sin valor que llaman mundo no voy a cometer el error para verlo desde más cerca o para tocarlo en nombre de lo que llaman experiencia de dejar aunque más no fuese un momento esta cama negra en la que estoy tan cómodo. Que me cuelguen de donde les plazca o que me la corten si quieren en rebanadas si estoy dispuesto a desplazarme de un milímetro para ir a rozar con la yema de los dedos eso a lo que le dicen lo real o como quiera que lo llamen. Las señales luminosas que cuajan en la pantalla de bordes curvos formando sombras coloreadas que dan la ilusión de moverse y de hablar, con ligeros ecos electrónicos y acústicos, diciendo para nadie en particular lo que todos parecíamos saber de antemano, lo que creemos haber ya pensado alguna vez, son materia suficiente, fragmentos reconstituidos de un modo aproximativo con los restos de lo que podríamos llamar nuestro naufragio, si hubiese habido alguno entre nosotros que, antes de concluir en ese sopor hechizado hubiese de verdad atravesado, después de aventurarse en lo exterior, algún mar desconocido. Hay muchas maneras de entrar en ese sopor, y del modo más inesperado. Pichón Garay, por ejemplo, que vive en París desde hace años -un día me escribió una carta que empezaba diciendo Ocupo un puesto subalterno en un lugar subalterno: soy profesor en la Sorbona, y después, durante dieciocho meses, no supe más nada de él. Su propia madre, su hermano mellizo incluso, con los que se carteaba en forma regular, quedaron sin noticias. Pero fue por ellos que me enteré más tarde de que había obtenido un año sabático, se había encerrado en su departamento sin leer, sin ver a nadie, sin responder las cartas que recibía, y se había dedicado exclusivamente a hacer palabras cruzadas.
Un año entero haciendo palabras cruzadas -y colijo, más que seguro, ya que nunca hablamos de la cuestión, que si desviaba durante unos segundos la vista del rectángulo cuadriculado, empezaría a volverse visible en borbotones, la textura, en chorros áridos, en manchas incandescentes, lo incesante, y la mirada, sin la pantalla benévola de los cuadraditos blancos y negros ni el bálsamo de las definiciones ya elaboradas, podría toparse, a su alrededor, en lo exterior, con la evidencia, o tal vez, cerrando los ojos, verse obligado a divagar por lo interno y, descubrir en ello, con espanto, su raíz. Pero qué necesidad de ir hasta París; basta cruzar de vereda para ver en qué estado se encuentra mi amigo de infancia, Mauricio -en fin, lo que queda de "Mauricio". Debí imaginármelo cuando a los quince años lo veía ganar sus partidas simultáneas contra cuatro, seis y hasta ocho adversarios, se paseaba, orondo, entre ellos, que sudaban sobre los tableros, alto, buen mozo, con una sonrisa indulgente, y los iba eliminando uno por uno con delicadeza y precisión. En la escuela primaria había sido siempre el primero, lo mismo que en la secundaria y en la universidad.
Apenas se recibió, aparte de las ofertas de trabajo que le venían de la industria privada como le dicen, le propusieron la cátedra de Estática en la facultad de Ingeniería -más tarde me diría que era una ironía del destino que él se ocupase de explicarles a los demás las leyes que rigen el equilibrio. A los treinta años tenía todo como se dice, mujer, hijos, amantes, dinero, prestigio, inteligencia; y un buen día, poco a poco, se empezó a desintegrar. Durante los primeros meses no noté nada; a decir verdad, nos veíamos de tanto en tanto, porque él viajaba mucho a Córdoba y a Rosario, donde era consejero técnico de varias empresas, y también a Buenos Aires y a Europa, siempre en negocios y en coloquios científicos, y yo venía poco aquí a casa de mi madre en ese entonces -en pleno idilio con mi psicoanalista y su farmacéutica. Él había heredado la casa de sus padres y se había instalado a vivir en ella, enfrente de la mía. Mi hermana y Berta, su mujer, son también amigas de infancia. Cuando se enteraban de que yo estaba en lo de mi madre, se cruzaban a charlar, y fue en esas ocasiones en que empecé a darme cuenta, en forma retrospectiva, de sus rarezas. Lo primera que me llamó la atención fue el modo insistente que tenía de intercalar en la conversación una frase de Montaigne, directamente en francés -su idioma profesional era el inglés, que dominaba desde la infancia, en tanto que el francés, que nunca había estudiado en forma metódica, representaba uno de los fragmentos del saber caleidoscópico que había adquirido con su picoteo de diletante. Nunca decía nada en francés de modo que oírlo, cada vez que nos encontrábamos, introducir varías veces en francés la frase de Montaigne, dicha en forma lenta y llena de sobreentendidos, con una sonrisa algo sarcástica y desengañada, mirándome fijo a los ojos igual que si hubiese habido entre nosotros alguna complicidad, terminó por intrigarme, máxime que esa mirada de complicidad me incomodaba en razón de ciertas discusiones que sabíamos tener. La constance mesme n’est autre chose qu un branle plus languissant, repetía Mauricio, o lo que estaba empezando a quedar de él, cada vez que nos encontrábamos, mirándome derecho a los ojos, mientras en los suyos aparecían los destellos de su sonrisa sarcástica y desengañada y los atisbos de complicidad que me ponían incómodo, de un modo oscuro al principio, hasta que, cuando la cosa fue empeorando, empecé a acordarme de ciertas conversaciones que habíamos tenido unos años atrás, en la época de sus comienzos brillantes en la vida profesional. Cuando me enteré de que dictaba la cátedra de Estática en la universidad le dije, por pura broma, si no consideraba que era robar al estado cobrar por enseñar estática, cuando es sabido que todo está en movimiento, y que las cosas que parecen inmóviles muestran una falsa fijeza, una ilusión, y que todo está desplazándose y dispersándose en todo momento -el tiempo es dispersión, le decía.
Una idea poética interesante, me contestaba lo que todavía era "Mauricio", un poco amoscado ya por mis objeciones, pero ayer nomás pasamos en colectivo por el puente sobre el Carcarañá, viniendo desde Rosario, que por otra parte sigue en el mismo lugar, y felizmente no nos precipitamos al vacío ni tuvimos que colgar a secar nuestros pantalones cuando llegamos a la otra orilla. Yo le preguntaba si cada vez que se había levantado para ir a servirse un café en el fondo del colectivo estaba convencido de que el colectivo seguía en el mismo lugar y él contestaba que, cuando tenía ganas de tomar un café bien instalado en su asiento leyendo una novela de Chandler por ejemplo, le importaba un rábano dónde se encontraba el colectivo, siempre y cuando el asiento, la cafetera y el libro estuviesen en el lugar donde pensaba encontrarlos. Parecerías muy seguro de cuál es ese lugar, le contestaba yo, aventurando lo siguiente, que si lo que todavía era "Mauricio", instalado lo más tranquilo con el café humeante en su vaso de papel en una mano y la novela de Chandler en la otra, alzaba la cabeza para echar un vistazo a su alrededor, hubiese podido comprobar que, entre los demás pasajeros, ninguno leía una novela de Chandler sino La Razón o El Gráfico, por ejemplo, o un ensayo político como los llaman, o un best-seller internacional, o aún en el mejor de los casos, improbable por cierto, un libro de Gadda o de Svevo, o suponiendo que él hubiese estado sentado en el medio del colectivo, los otros estaban sentados adelante o atrás de él, que cada uno tenía, apañe de un punto de observación diferente, pasillo o ventanilla, a la izquierda o a la derecha del conductor, etc., una historia personal propia que influía en su percepción, de modo que "Mauricio" no podía jactarse de decir en qué lugar se encontraba en ese momento, porque no conocía más que un fragmento del lugar en cuestión, y que si le interesaban únicamente el asiento, el café humeante y el libro, despreocupándose por completo del resto del colectivo y del hecho de que no había dos pasajeros que viajasen en el mismo colectivo, yo suponía que también le era indiferente que la tierra girase alrededor del sol o el sol alrededor de la tierra. A lo cual Mauricio respondía: Mientras la facultad cuya cohesión, efectivamente, es provisoria, se mantenga en su lugar hasta que yo me jubile, todo seguirá yendo al pelo.
Que me cuelguen si me importaba, me importa o me importará alguna vez, uno, dos, tres o equis pepinos que el tiempo corra para adelante o atrás, que el universo se expanda o se contraiga, y la tierra gire alrededor del sol o viceversa, que él suba lento iluminando la superficie accidentada, a causa de que ella gira ante su ojo único para rendirle pleitesía -Salomé haciendo espejear su vientre por nuestras cabezas como salario a su obscenidad de copera- o ella esté echada inmóvil, abierta de piernas y rezumando humedad, mientras él gira a su alrededor con la obsecuencia, el brillo ostentoso, y la rigidez torva del zángano, que las partículas tienden al divorcio o al acoplamiento -todos esos manejos putañeros me resbalan a decir verdad, pero era por hablar de algo con él que lo toreaba un poco a Mauricio cuando se cruzaba a casa de mi madre, y nunca me hubiese imaginado en ese entonces que sus convicciones científicas eran tan frágiles. Más todavía, sin duda era él el que tenía razón durante nuestras discusiones y era de lo más sano decirse en su fuero íntimo porque todo esté desintegrándose de un modo continuo desde el principio si de verdad hubo un principio, no voy a privarme ahora en que la ilusión de inmovilidad me lo permite de tomar mi café caliente y de instalarme con la novela de Chandler en el asiento del colectivo. Era para darle la ocasión de brillar que lo incitaba a las discusiones, y también porque los buenos razonamientos pragmáticos, si para ser francos nunca convencen demasiado y siempre traducen un eclecticismo menos que mediocre, pueden producir a veces cierta satisfacción de orden estético- una especie de euforia discreta que da la impresión, falsa desde cualquier punto de vista que se la considere, de un universo racionalmente organizado. Y al cabo de cierto tiempo, empecé a percatarme de que era yo el que lo convencía, primero a causa de la mirada de connivencia cuando pronunciaba, varias veces en la conversación, y sin que tuviese nada que ver lo que estábamos discutiendo, la frase de Montaigne -La constance mesme n 'est autre chose qu'un branle plus languissant- y después en razón de los silencios, de los sacudimientos de cabeza inmotivados, y de los suspiros sin fin que distribuía entre sus frases cada vez más deshilvanadas.
Más tarde me enteré por mi hermana de que tomaba tranquilizantes, y un día en que pasaba a visitar a mi madre, mientras iba subiendo las escaleras, oí que Berta, excedida, aullaba de indignación: Me tiene harta con su dichoso fotón polarizado. Yo me casé con un hombre, o con un fotón polarizado. No habla de otra cosa. Ah. aquí está
Carlitos. ¿No tengo razón, Carlitos? ¿Viste en qué se ha convertido mi marido? Mi hermana, paciente, sacudía la cabeza y trataba de calmarla mientras Berta, que había agarrado la costumbre de cruzarse todos los atardeceres a tomar el aperitivo, volvía a servirse un poco de whisky y unos cubitos de hielo, haciéndolos repiquetear en el vaso con sacudidas nerviosas. Desde luego, lo del fotón polarizado era un ejemplo entre muchos otros, un detalle adverso que le servía para desvalorizar a la vez al mundo y a su propia persona. Cada uno de esos detalles, deduje de los reproches exasperados de Berta, le confirmaba a Mauricio, o a lo que estaba empezando a quedar de él, la futilidad sórdida y al mismo tiempo enigmática de las cosas. Desde luego, al tiempo dejó de trabajar, y de no haber sido por Berta, que tenía una perfumería, hubiesen terminado en la miseria. Al anochecer, después de cerrar el negocio, y de comprobar que todo estaba en orden en su casa -que "Mauricio" no se había suicidado por ejemplo, o no había provocado un incendio en un momento de depresión- Berta se cruzaba a casa de mi madre para tomar un par de whiskies con mi hermana y tenernos al tanto de la evolución de Mauricio. Lo que iba quedando de "Mauricio" ya casi ni salía a la calle y, peor todavía, ni siquiera se lavaba ni se vestía; apenas si lograba salir de la cama a media mañana para pasearse por la casa en pijama, chancletas y una barba de cinco o seis días, suspirando y sacudiendo la cabeza con desaliento, espiando la calle por la franjita vertical de vidrio desnudo que quedaba entre el marco y la cortina blanca un poco más angosta que la ventana. Da lo mismo ser gordo o flaco, joven o viejo, lindo o feo, hombre o mujer, accidentes que no tienen la menor importancia, pero una tarde iba por San Martín hace dos o tres años, y me topé con un gordo todo sucio, bastante pelado, y con una barba de por lo menos cinco días, que llevaba en la mano un portafolio raído y que me encaraba en la vereda con movimientos indecisos y lentos, y una sonrisa apagada en los ojitos enterrados en grasa. Demoré un buen rato en darme cuenta de que tenía ante mí lo que quedaba de Mauricio, y que las capas adiposas que lo envolvían parecían la acumulación malsana de las substancias mortales que, desintegrándose, su propio ser secretaba. Con una voz que se había vuelto aflautada y muchos movimientos injustificados de entrecejo, me largó durante diez minutos una serie de incoherencias y sobreentendidos, un naufragio de conversación del que quedaron flotando, igual que astillas inconexas de sentido, expresiones tales como fotón polarizado, principio de identidad, relación causa-efecto, organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica, materia y antimateria, complementaridad de contrarios, protocolo experimental, conjuntos borrosos, que a veces subrayaba con un golpecito al portafolio raído, para sugerir que en el interior se encontraban las pruebas de sus afirmaciones. Lo más molesto no eran sus incoherencias, sino los sobreentendidos que las acompañaban, las frases entrecortadas que nunca llegaban al final y de las que el predicado parecía ser la mirada de connivencia ansiosa que me dirigía. Cuando por fin decidió irse me quedé un momento parado en la vereda, un poco perplejo por su aparición extraña, de la que todavía quedaba como un residuo impalpable en la vereda vacía, tratando de reconstruir, por debajo de su obesidad actual, espesa y diforme, debida a la acumulación sebácea que sin duda se infiltraba también por los intersticios de su cerebro, el "Mauricio" que creía conocer y que, sin dudar un segundo de que el puente del Carcarañá estaría en su lugar cuando el colectivo verde de Rosario tuviese que pasar por encima, se calaba en su asiento con el café dulce y caliente en una mano y la novela de Chandler en la otra. Que tenía como se dice una baldosa floja no presentaba la menor duda, aunque una vez más habría que ponerse de acuerdo sobre el vocabulario, ya que en todo caso entre "Mauricio" y lo que quedaba de él había cierta continuidad, cierta persistencia en el orden de sus preocupaciones, que lo volvía un poco más respetable que tantos otros que, en este mismo momento, consideran como enemigos públicos o como adscriptos al no ser a los que no usan pañuelos de Cacharel o no son capaces, para que a nadie le quepa la menor duda de que han sido ellos, de hacerle un collar de quemaduras de cigarrillos a una mujer embarazada, antes de violarla y tirarla viva al río desde un helicóptero. Lo cierto es que unos meses más tarde "lo que quedaba de Mauricio" empezó sus temporadas en el manicomio. Berta, a la hora del aperitivo, que duraba cada vez más y que al cabo de un tiempo terminó obligándola a una cura de desintoxicación, le iba contando los detalles a mi hermana que, cuando yo iba a visitarla, me los transmitía. Berta le había dicho, me dijo mi hermana, que con Mauricio en el manicomio se sentía más tranquila por los chicos, y que durante años no se había dado cuenta de nada, aparte de que siempre estaba preocupado y melancólico y tenía ideas fijas, como la del fotón polarizado o la de los conjuntos borrosos por ejemplo, o había que obligarlo a afeitarse y a bañarse y a salir a la calle -que me cuelguen si no conozco el problema. Nada iba como Berta hubiese deseado que fuera cuando se casó con él, y ya jugar al ajedrez con cuatro adversarios a la vez era una rareza según mi hermana; qué necesidad tenía de andar demostrando que era tan inteligente, me dijo, y cuando le contesté que Mauricio lo hacía tal vez con intenciones pedagógicas, para enseñarle el juego a los que lo dominaban menos que él, mi hermana no pareció demasiado convencida de que se trataba de eso; nada iba como debía andar, según ella, pero Berta decidió hacerlo internar cuando se enteró de lo más grave: Mauricio pretendía que ciertos personajes de las series televisivas americanas le hablaban directamente a él, con un código secreto.
Si hay algo en este mundo que nunca despertó el menor interés en Mauricio, ese algo es el cine y más tarde la televisión; cuando éramos chicos, no había forma de hacerlo ir al cine, y las veces que lo lográbamos debíamos soportar sus resoplidos impacientes y sus comentarios escépticos durante toda la proyección -él, que leía montones de novelas de aventuras, policiales y de cowboys, no aguantaba las mismas peripecias en versión cinematográfica. Todo el mundo conocía su aversión por las imágenes y Berta más que nadie que, si quena ir al cine de tanto en tanto, tenía que venir a pedirle a mi hermana que la acompañara, y que tuvo que comprar ella misma, contra la oposición obstinada de Mauricio, un televisor para ella y los chicos, de modo que cuando empezó a notar que Mauricio se interesaba de manera evidente por dos o tres series americanas se alegró, pensando que el interés de Mauricio por el mundo renacía -Berta, igual que muchos otros, es incapaz de hacer una distinción clara entre el mundo y la televisión. La impaciencia con que Mauricio esperaba sus series americanas, consultando todo el tiempo el reloj y agitándose por temor de perdérselas o de agarrarlas empezadas, acrecentó en Berta la esperanza de que Mauricio volviese a la normalidad según mi hermana, y cuando observó que miraba las series con un lápiz y un cuaderno en el que hacía anotaciones misteriosas, pensó que la inteligencia de Mauricio, siempre atenta a las cosas más diversas e inesperadas y que pasaban desapercibidas para el resto de los mortales, estaba otra vez en funcionamiento, como cuando ella lo había conocido. Una de las series que miraba con mayor interés pasaba en una comisaría de Nueva York, según mi hermana, una comisaría en la que había policías blancos y negros que se querían mucho entre ellos y se hacían bromas todo el tiempo -a los que fabrican esas series les importa un rábano que revienten todos los negros, si son blancos, y todos los blancos, si son negros, o la humanidad entera sea cual fuere su color si su existencia podría impedirle a ellos llenarse los bolsillos, pero si hay al mismo tiempo negros y blancos en una serie tienen la posibilidad de duplicar el número de consumidores- y a Berta, según mi hermana, empezó a intrigarla el hecho de que Mauricio prestaba mucha atención y anotaba con cuidado lo que decían dos personajes secundarios, uno blanco y otro negro, del tipo "de los que discuten siempre y se llevan mal en apariencia pero en el fondo se quieren mucho y estarían dispuestos a sacrificarlo todo uno por el otro". Según mi hermana Berta pensó al principio que Mauricio, o lo que iba quedando más bien, que en los tiempos en que era todavía "Mauricio" tenía mucha habilidad manual y admiraba a los inventores, estaba trabajando en algún proyecto destinado a mejorar desde un punto de vista técnico los televisores, pero un día en que Mauricio dormía la siesta y ella estaba limpiando el escritorio, se topó con el cuaderno guardado en un cajón y no pudo abstenerse de echarle una ojeada, esperando encontrarse con anotaciones de orden técnico o con ecuaciones, pero únicamente halló un montón de frases inconexas, de lo más banales, que poco a poco empezó a reconocer como las réplicas clásicas de los personajes de la serie, que usaban siempre fórmulas estereotipadas para diferenciarse unos de otros, algunas de las cuales se habían hecho célebres y todo el mundo las conocía y las repetía y que, sometidas en el cuaderno de Mauricio a una serie de marcas, cortes, divisiones silábicas, eran después transpuestas entre paréntesis y analizadas en largos desarrollos explicativos, perfectamente incomprensibles, de los que sobresalían, de tanto en tanto, el sempiterno fotón polarizado, la organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica, y los conjuntos borrosos. Igual de furiosa que si hubiese descubierto en su bolsillo una serie de postales pornográficas, me contó mi hermana, Berta fue derecho a sacudir a Mauricio para pedirle explicaciones, obligándolo a despertarse y a salir de la cama, lo cual no debe haber sido fácil si se tiene en cuenta la cantidad de somníferos y tranquilizantes que Mauricio, o lo que quedaba de él, venía tomando desde hacía años. Me dijo mi hermana que Mauricio, antes de contestar a las preguntas de Berta, fue a la ventana -viven en una planta alta- que da a la calle, miró un poco los alrededores y después fue hacia la puerta del dormitorio que daba a un pasillo y luego de verificar que nadie escuchaba la cerró y le contó a Berta, en voz baja y haciéndole prometer que guardaría su secreto, que los dos personajes de la serie recibían instrucciones secretas de Nicolás Bournaki, una asociación secreta francesa con ramificaciones internacionales y que, habiendo elaborado un código hecho de frases aparentemente banales, transmitían a los especialistas del mundo entero los últimos descubrimientos relativos a los principios fundamentales del universo, tales como la relación causa-efecto, los conjuntos borrosos, la materia y la antimateria y, sobre todo, me dijo mi hermana que le dijo Berta, en razón del comportamiento extraño de los fotones polarizados, de la organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica. Estas revelaciones son las que llevaron a lo que quedaba de Mauricio a la primera de una larga serie de temporadas en el manicomio, lo que hizo sentir a Berta, según mi hermana, más tranquila por los chicos.
– Queda un poco de postre de hoy a mediodía -dice mi hermana, empezando a juntar los platos.
– Yo junto -dijo, levantándome. -Vas a perderte el principio de la película.
– A ver -dice mi hermana y, dejando los platos en la pileta, va a espiar en el living la pantalla. -Falta todavía -dice, con una voz distraída que muestra que ya se ha dejado captar por las imágenes.
– No importa, junto igual -le digo mientras sigo levantando la mesa.
– Junto más tarde -dice, sin gran convicción, ya totalmente absorta por las imágenes y dispuesta a sentarse en su sillón.
– Ya trabajaste bastante -le digo.
Cuando he amontonado la vajilla sucia en la pileta y recogido, sacudido sobre la vajilla y doblado en cuatro el mantel, busco mi sobretodo en el living, interceptando durante una fracción de segundo el campo visual de mi hermana y, recogiendo el sobretodo y la carpeta amarilla, salgo al patiecito embaldosado de atrás y comienzo a subir las escaleras hacia mi cuarto de la terraza. La noche helada y negra parece deslizarse sobre la piel de mi cara y de mis manos, sin poder adherir todavía a causa del calor que traigo en reserva desde el interior caldeado, la noche es negra y helada sin luna, sin una sola estrella, y conúnicamente lo que creo ser "yo" que me representó, sin ninguna razón, como algo luminoso, encendido apenas en la oscuridad sin medida. Cuando llego a la punta de la escalera, despliego el sobretodo, que traigo doblado en el brazo, y lo coloco sobre mis hombros, sin abotonarlo, manteniéndolo cerrado a la altura del vientre con la misma mano con la que aferró la carpeta, cuya cartulina amarilla empieza a enfriarse un poco y, a causa de mi acostumbramiento gradual a la oscuridad, a relumbrar apagada.
Aparte de ese resplandor débil, el puesto móvil de observación envuelto en capas superpuestas de lana, no tiene, por el momento, en la negrura pareja, nada que observar, y se desplaza lento pero ágil en el espacio invisible aunque familiar.
Y ahora que me paro en medio de la terraza -de lo que calculo, después en numerosos pasajes sucesivos, que es más o menos el medio- el cuerpo mismo se disemina en la negrura, y no queda más que la luminosidad de la que ya no sé si es externa o interna flotando, procesión de imágenes, de tamaño, formas y duración diferentes, apariciones de esencia paradójica en un espacio-tiempo abolido y del que la sucesión es un modo entre muchos otros de manifestarse, su pertenencia al pasado una convención y su origen empírico una explicación demasiado pobre respecto de su complejidad -imágenes, palabras o meros estremecimientos incoloros, superposiciones rápidas de opuestos y rupturas de complementarios, paisajes bien dibujados y retratos de individuos y de multitudes, pero también, e incluso al mismo tiempo, manchas cambiantes de color, igual que fuegos artificiales, apagones bruscos, voces gárrulas y sin embargo silenciosas, universo flotante regido por leyes propias y más vasto que todos los otros, red fantasmal de neón multicolor encendiéndose y apagándose, muda y continua, sin otro orden que el de los torbellinos de la hoja seca en el viento frío del anochecer.
Me doy vuelta y, en la oscuridad, me encamino hacia mi cuarto; abro la puerta y, antes de entrar, enciendo la luz, el vapor de agua, como lo llaman, que sale de mi boca entreabierta, forma, al condensarse a causa del frío, unas nubecitas que la luz de la habitación vuelve visibles pero cuando entro, dejando la carpeta amarilla sobre el escritorio y el sobretodo en el respaldar del sillón, se desvanecen.
En la pieza helada y limpia los ruidos, ínfimos y fugaces si embargo -deslizamiento de la cartulina sobre la madera del escritorio, choque
apagado de la lana del sobretodo contra el respaldar del sillón, tintineo remoto de llaves y monedas en mi bolsillo, crujido del sillón, frote acolchado de mis pasos sobre las baldosas- se demoran un poco circulando por la dimensión inconmensurable que forman, en su entrelazamiento fluido, el acontecer, la percepción y el recuerdo.
Cuando me instalo ante el escritorio, después de haber enchufado la estufa a resistencia y de haber encendido un cigarrillo, la figura sobre la inscripción, en letras de imprenta,
BIZANCIO LIBROS,
adquiere sentido por primera vez: es una cabeza femenina, reproducida en tinta negra, en pequeños cuadraditos discontinuos que se agrupan imitando la disposición de un mosaico, y van formando los rasgos de la imagen -una cara de un par de centímetros en la que lo primero que sobresale son los grandes ojos ovalados que miran fijo un punto del espacio que está más allá de quien los contempla, de modo que a pesar del tamaño de las pupilas negras es imposible encontrar la mirada y a pesar de la insignificancia y del carácter sumario del dibujo es, por alguna razón difícil de precisar, el observador quien se siente, durante una fracción de segundo, traslúcido, inexis
Lo que Alfonso llamó en el bar la carpeta completa de Bizancio, o sea el rectángulo amarillo contiene una serie de impresos de formas variadas, que van del folleto multicolor en papel satinado plegado en cuatro a la simple fotocopia de una presentación hecha a máquina, pasando por el catálogo en papel biblia, el formulario impreso con la reproducción, en el ángulo superior izquierdo, del "mosaico" de la tapa -logotipo inequívoco de BIZANCIO LIBROS-, y la presentación mimeografiada. Los folletos más lujosos provienen, sin duda, de las editoriales españolas que Bizancio representa, pero un sello borroso, que adhiere mal al papel satinado, los personaliza gracias a la reproducción de la cara femenina de grandes ojos ovales, dibujada con cuadraditos discontinuos que se agrupan para sugerir un mosaico; algunos son meros angulitos rectos que insinúan el cuadrado sin representarlo por completo, y, a causa de la mala adherencia del sello, debida a la absorción escasa de papel satinado, la tinta está corrida. Uno de los folletos de lujo, plegado en cuatro, simula en su cara exterior la tapa de un libro en cuerina azul en el que está escrito, en la parte superior, en letras de imprenta doradas: A. J. Cronin, Obras escogidas, Tomo I, y en la parte inferior, en una faja roja bastante ancha, Grandes Escritores Ingleses. Desplegado, el folleto muestra los lomos de una serie de libros azules, igualmente decorados por las mismas letras doradas, bajo una presentación en letras negras Los maestros de la literatura inglesa en diez volúmenes. El asterisco en la palabra diez remite al pie de la hoja, donde en letras diminutas figura la aclaración: La compra de la colección completa da derecho a un descuento del 20% deducido de la última cuota. Entre la presentación y la nota al pie, hay una serie de textos de extensión diferente impresos en cursivas, derechas o negritas de tamaños variados.
El primero, en derechas, es una lista de nombres anglosajones, W. Somerset Maugbam, Evelyn Waugh, John Knittel, Graham Greene, John Galsworthy, etc., y más abajo, en cursiva de tamaño un poco mayor los nombres más eminentes del relato inglés reunidos por fin en colección. Primicia absoluta en nuestro idioma. Después de un espacio en derechas mayúsculas: INDISPENSABLE. Y después de un nuevo espacio, y de la inscripción Algunos juicios críticos en derechas minúsculas, una serie de textos entrecomillados en cursiva " Coherencia ejemplar en la elección de obras y autores" (ABC, Madrid). " Volúmenes cuidados, artísticos, tipografía agradable, de fácil lectura, encuadernación refinada. Un acontecimiento editorial" (La Vanguardia, Barcelona). "Esta colección reúne los grandes maestros de la literatura inglesa de nuestro siglo" (La Nación, Buenos Aires). Otro de los folletos de lujo, impreso también en papel satinado y plegado en cuatro, muestra, cuando se lo despliega, un anaquel en el que aparecen, bien alineados, varios volúmenes en cuerina roja: en medio de la hilera de lomos rojos hay un espacio vacío correspondiente al libro, que, salido del conjunto, flota cerca del anaquel, apoyado en una superficie invisible, para permitir leer las infaltables letras doradas de la tapa "André Maurois Biografías selectas". Y debajo del libro flotante, en grandes letras negras sobre el fondo verde claro del papel satinado "MAESTROS FRANCESES DE HOY Y DE SIEMPRE". Una lista de nombres franceses despliega en forma analítica la generalización del título "André Maurois, Hervé Bazin, Henri Troyat, Marcel Aymé, Francois Nourrisier, André Soubiran, etc." Mas abajo: "Los mayores éxitos mundiales de la literatura francesa". Después de la presentación en mayúsculas, ECOS DE PRENSA, las frases entrecomilladas en cursiva, separadas unas de otras por un espacio destinado a individualizarlas: "Acertada selección"(El País, Madrid). "Tantos nombres prestigiosos reunidos en una sola colección demuestran el seguro instinto de sus conceptores" (El Nacional, Caracas). "Combinación equilibrada de biografías y de obras de ficción". (Unomásuno, Méjico). "El hombre culto de hoy no podría ignorar sin prejuicio ni perjuicio esta colección" (Clarín, Buenos Aires). Después de estas frases entrecomilladas hay un círculo rojo, impreso en el margen izquierdo para que sobresalga bien del resto, anunciando la frase que sigue en cursiva: ¡NUEVA PRESENTACIÓN! "Un anaquel de pinotea, elegante y funcional, adaptado a los doce volúmenes, es entregado sin cargo a todo comprador de la colección completa". Otro folleto de lujo, en papel satinado amarillento, plegable como los dos primeros, anuncia en grandes letras negras y bajo una guarda de banderitas de los Estados Unidos "Novelistas norteamericanos". Los volúmenes en cuerina del interior son de un verde esmeralda, adornados en la tapa y en el lomo con letras y filetes dorados. Dibujados en perspectiva, únicamente la tapa del primero y los lomos de los dos que lo siguen son legibles Arthur Hailey, Obras, figura en la tapa del primero, así como en el lomo, y en los dos lomos que siguen, Morris West, Obras escogidas, Truman Capote, Obras escogidas; en los lomos siguientes, bastoncitos y trazos dorados imitan las letras de los tres primeros, desdibujando de un modo deliberado los signos para que no constituyan ninguna leyenda en particular. Abajo de la hilera de libros, suspendida en el espacio satinado y amarillento, figura la lista de autores "James Jones, Norman Mailer, Morris West, Truman Capote, Arthur Hailey etc.". "Quince títulos publicados. Volúmenes de novecientas páginas en papel biblia en elegante y sobria cuerina verde repujada, presentando un panorama sin par de la actual literatura norteamericana. Diez nuevos títulos en preparación". Entre las hojas escritas a máquina, mimeografiadas o fotocopiadas, que voy dando vuelta, leo algunos renglones sueltos, sin detenerme demasiado en cada una "Obras Escogidas de Pearl S. Buck", "Los Thibault, ocho volúmenes encuadernados en tela", "La obra cumbre de la literatura soviética, El Don Apacible de M. Sholojov", "Humoristas del siglo XX dos volúmenes en cuerina, Jerome K. Jerome, Enrique Jardiel Poncela, Conrado Nalé Roxlo (Chamico), Fierre Dañinos, Pitigrilli, James Thurby, etc.". Del catálogo en papel biblia que hojeo rápidamente, sobresalen, fugaces, algunos nombres que desaparecen de un modo instantáneo, substituidos por los que los siguen en el orden alfabético…"Jorge Amado… Jacinto Benavente… Lucien Bodard… Joyce Cary… Marguerite Duras… Manuel Calvez… Gabriel García Márquez… James Hadley Chase…" En una hoja suelta escrita a máquina "Joyas del erotismo mundial. Apuleyo, Longo, Boccaccio, Pablo Arettno, Restif de la Bretonne, Carlos Baudelaire, etc. Páginas selectas de los grandes clásicos del erotismo universal, presentadas en un delicado volumen categoría bolsillo de lujo. Tela. 600 páginas. Esta obra, fuera de catálogo, será obsequiada a todo comprador de cinco o más volúmenes de las tres grandes colecciones de novela moderna. (Aviso a los vendedores. Como obsequio opcional a los clientes que no deseen recibir esta obra, pueden proponerse las siguientes "Enigmas anglosajones, selección de cuentos policiales, tela, 550 páginas, Antología universal de la poesía amatoria, rústica, 698 páginas, Los animales domésticos en la literatura, páginas selectas, tela, bolsillo lujo, 600 páginas. El diablo en el cuerpo, de R. Radiguet, lujo. Hago deslizar las hojas que quedan -"Lista de precios" "Condiciones de venta", etc.- sobre las que ya he examinado, tomo el paquete de hojas, sacudiéndolo y golpeándolo por el borde inferior contra el escritorio para emparejarlo, y cuando está bien acomodado lo deposito en el interior de la cartulina amarilla y cierro la carpeta los ojos ovalados del logotipo, cuando los busco con la mirada, me atraviesan de nuevo, fijos en un punto impreciso del espacio y me vuelven, más que inexistente, fantasmal.
Ahora estoy metido entre las sábanas frías, bajo una pila de frazadas, con los ojos abiertos en la penumbra rojiza a causa de la estufa a resistencia y, como de costumbre, no ocurre nada en el presente, nada que no sea el presente mismo, desplazado en el instante mismo de su manifestación por la manifestación de lo indescriptible, continuo y discontinuo a la vez, borbotón o fluido que me tiene en vilo o me transporta; a menos que, de la miríada de fragmentos dispersos y flotantes, sin fondo, sin origen, sin destino, sin fin específico, "yo" sea, confinado en la fábula, la única conexión.
Pero si me desembarazo del presente, donde no ocurre nada, y me concentro en lo exterior, no únicamente en la penumbra rojiza del cuarto, donde en los contornos de las cosas flota una especie de bruma rojiza, sino en lo que, inaccesible a los sentidos se extiende, indefinidamente, a mi alrededor, puedo darme cuenta de cómo, en el silencio y la inmovilidad aparente de la noche, el conjunto vive, trabaja, se modifica: árboles, desnudos como se dice por afuera se preparan, por dentro, a reverdecer, las piedras se corroen, la luz cambia, las estrellas, invisibles, nacen y mueren, la máquina complicada y arcaica toda hecha de tumultos, de hogueras, de curvas heladas, de restos triturados y vueltos a remodelar, de palpitaciones -y "yo" en medio de todo eso ciego en lo relativo a saber qué cosa es la vista e inhábil para dirigir los miembros pre-programados que manotean.
Igual que los instantes que se desplazan unos a otros sin que parezca haber ningún hiato entre ellos, tal vez el mismo chorro de sangre circula por arterias intercambiables, de las que los latidos lánguidos levantan, en el espacio interno por el que, fluctuantes, transitan
las imágenes, el espejismo de lo único. Lo cierto es que ahora me veo, con esfuerzos penosos, arrastrándome para escalar una montaña de sal gruesa, grisácea, húmeda y apelmazada, parejamente cónica, por la que aferrándome a la superficie rugosa de la ladera, trepo no únicamente sin esperanza sino también sin razón conocida. No lejos de la cúspide cuya circunferencia podría, si quisiese, abarcar con los brazos bien abiertos, el cielo vacío, incoloro, de una palidez inhumana, rodea la mole cónica y grisácea por cuya superficie rugosa, sin haberlo deseado y sin saber cómo he llegado hasta ahí, con desaliento, me arrastro. Es un paisaje lívido, desierto y silencioso, e inconcebible también, sin cabida en el universo físico, en ningún mundo posible, como no sea en los pliegues remotos del propio ser al que no llegan, rebajadas a ruido puro, las palabras, imagen trabajosa pero nítida del desaliento anónimo en que se ha convertido tal vez lo que, por costumbre, solía llamar "yo". Indeciso, un poco aterrado, pegado a la ladera húmeda y rugosa, no lejos de la cúspide trunca del cono, alzo la cabeza hacia el paisaje incoloro en el que únicamente el gris de la sal apelmazada introduce un matiz, incapaz de avanzar o de retroceder, expelido de todo lo familiar, y aún después de haber abierto los ojos y ver las rayas grises que se cuelan por los postigos detrás de los vidrios de la ventana, me cuesta unos segundos comprender que acabo de despertarme porque ya es la mañana. La luminosidad grisácea diluye un poco la penumbra rojiza que expande, entre el escritorio y la biblioteca, la triple resistencia horizontal de la estufa eléctrica. La nostalgia de no haber nacido, gracias a la lucidez que crece y al cuerpo que va desentumeciéndose, reclamando alimento y espacio, el hambre de lo familiar, igual que la penumbra rojiza, poco a poco, se disipa.
Que me cuelguen si cuando entreabro la puerta y veo la luz gris en la terraza, no me dan ganas de echarme atrás y de volver a meterme en la cama, taparme hasta la cabeza y quedarme encerrado el día Es únicamente el recuerdo del último escalón, la sensación del agua negra y viscosa ciñéndome los tobillos, el chapoteo al borde del definitivo, lo que me hace atravesar, a paso rápido, el aire frío y gris de la terraza que, paradójico, a medida que avanza la mañana se ennegrece en vez de aclararse. La ciudad entera parece envuelta en un capullo estrecho de algodón gris; únicamente hacia el este, bastante alta, hay una llaga verdosa, más clara, por la que supura una luminosidad lívida, resplandor anacrónico de un sol ya extinto quizás, charco pálido que irá cerrándose sin duda a medida que avance el día para que quede, confinándonos en lo horizontal, una grisura homogénea.
– ¡Teléfono! -grita mi hermana abriendo la puerta de la cocina, justo en el momento en que empiezo a bajar las escaleras.
– ¿Tomatis? -dice una voz masculina cuando mi hermana me pasa el tubo y gruño una señal ininteligible para mostrar que estoy dispuesto a escuchar. -Habla Alfonso. Alfonso de Bizancio.
– El famoso Alfonso de Bizancio -dijo, con tono neutro y, por pura parodia, ligeramente reprobatorio.
– Menos famosos que el famoso Carlos Tomatis -dice Alfonso. -¿Durmió bien?
– Tengo la conciencia tranquila -le digo.
– Yo más o menos -dice él. – Me permito llamarlo, maestro, porque a Vilma y a mí se nos ha ocurrido una idea sensacional. ¿No le gustaría asistir como invitado especial al seminario de Bizancio en el salón Capri del hotel Iguazú? Es nuestro congreso anual de vendedores y vamos a anunciar también la próxima inauguración de nuestra sucursal local. Pasado mañana terminamos con un cóctel monstruo.
– Toda esa movilización como pretexto para emborracharse en un cóctel -le digo, y oigo la risa satisfecha de Alfonso que considera mis serenidades paródicas como un modo retórico de familiaridad.
– ¿Contamos con usted?- dice.