38944.fb2 Lo Imborrable - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Lucy

Por los cincuenta y dos huesos de tu esqueletoy por tus diecinueve mayos en la sabana dejo el fósil de mí mismo en este soneto: tan insondablemente lejos y tan arcanay más antigua que el cotorreo indiscreto de dioses y de tríadas, cómo te oigo cercana. De antemano todo ese rumor era obsoleto. Mucho antes que Afrodita saliste a la mañana.Lucy en la tierra con enigmas y pesares,el estúpido sol que hoy calienta a tus pares ya venía a abrigarse dócil en tu regazo.De un gesto apaño dioses, mundos y emperadores, cuando te oigo llegar flotando en mis humorespara la eternidad muda de nuestro abrazo.

Sabana es una licencia poética y tríada, por trinidad, un galicismo, pero lo importante es llegar a la forma, constituir un todo primero y recién después empezar a pulirle los bordes y las anfractuosidades.

Que me cuelguen si hace seis meses nomás hubiese sido capaz de concebirme a mí mismo llevando una carpeta de sonetos, igual que un almacenero un libro de contabilidad, pero había que elegir entre eso o el agua negra sin fondo, empezar de nuevo todo a partir de cero como dicen -cero es sin la menor duda la expresión apropiada- cuando empecé a darme cuenta de que ante mis propias narices lo que desde hacía tanto tiempo tenía la costumbre de llamar "yo", volaba en pedazos dispersándose igual que bestias ciegas en estampida, dejando en el lugar que había ocupado desde el principio un agujero arcaico y carcomido. Los pedazos que quedaron flotando a la deriva después de la explosión, se asomaban de tanto en tanto al borde verdoso y húmedo del pozo negro, tratando de ver si la mirada encontraba algún indicio de fondo, pero terminaba perdiéndose en un océano de tinieblas, sacudido por estremecimientos orgánicos y atravesado sin ninguna ley inteligible por automatismos caprichosos y sin sentido. Un día que estaba mirando una obra de teatro por la televisión, en plena catatonía, una de esas obras características financiadas por el complot religioso-liberalo-estalino-audio-visualo-tecnocrático-disneylandiano, como Boeing-Boeing o La Jaula de las locas, o la enésima versión de ese vómito llamado La mujer del Panadero, ya ni me acuerdo, me descubrí de golpe sintiendo envidia por esos comicastros lamentables, porque eran capaces de aprender un texto de memoria y decirlo todas las noches durante dos horas en un escenario. Poder ser durante dos horas un piloto de avión que tiene una amante en varias capitales europeas o un panadero cornudo podía salvarme de la demencia si me quedaban fuerzas suficientes como para intentarlo: va de cajón que era una mera fantasía causada por la depresión alcohólica y que mi total incapacidad de actuar me impediría utilizar ese método para obtener mi reconstitución mental, pero la idea siguió abriéndose camino y después de la muerte de mi madre cuando decidí el programa de higiene -ducha tibia, abstinencia de alcohol, paseo cotidiano por la ciudad llueve o truene-, me pareció que algún trabajo intelectual tenía que acompañar mi recuperación física y únicamente después de vacilar durante varios días terminé decidiéndome por el soneto. Durante la adolescencia, escribir sonetos había sido para mí una actividad casi tan frecuente como la masturbación: podía hacerlo varias veces por semana e incluso varias veces por día, hasta que, de un modo brusco, al final de la adolescencia, mi evolución estética lo rechazó y durante veinticinco años no volví a escribir ni uno solo. Había escrito tantos, la mayoría de los cuales habían ido a parar al fuego, que alrededor de los dieciocho años ya sólo podía hacerlo de un modo paródico, y a veces no solamente mandaba cartas en forma de sonetos, dípticos o trípticos, sino que incluso podía llegar a improvisarlos en medio de una conversación lo cual significaba para mí que el soneto estaba desprovisto de toda legitimidad poética.

Después de eso, ya ni en broma los componía. Se había vuelto una forma muerta, como lo son ciertas lenguas, tan diferente de una verdadera forma poética como lo son de un ser humano los pilotos de Boeing-Boeing o el panadero cornudo del vómito marsellés. Intentar darle vida a esa forma, tener en cuenta sus leyes, manipular la materia que la constituye, podía ser para mí un modo de medirme con lo exterior, y alinearlos catorce versos diseminando en ellos alguna idea, extendida como un puente frágil sobre el agujero negro, un trabajo de concentración semejante al que requiere memorizar y decir con la entonaciónexacta las frases enteramente ajenas de un personaje, por burdo que sea, que realiza gestos calculados en un escenario.

Cualquier cosa era preferible a la disgregación que, sin que yo lo supiese, venía tal vez desde la infancia, desde el nacimiento probablemente, y que, acelerándose de a poco, se había ido volviendo en los últimos tiempos cada vez más vertiginosa, hasta depositarme en el último peldaño de la escala humana, tan abajo que podía sentir el agua negra, helada y viscosa empapándome las botamangas del pantalón -todavía siento los cuajarones resecos- y que un tinclazo nomás hubiese bastado para mandarme sin ninguna posibilidad de regreso al fondo.

Concentrándome en la hoja blanca, el torbellino se atenúa: la explosión silenciosa y centrífuga se vuelve más lenta, y los pedazos que quedan flotando a la deriva, arrastrados por el reflujo que provoca el agujero negro atrayéndolos hacia el vacío sin límites, resisten en el borde, y algo semejante a lo que era "yo" en otros tiempos, pero mucho más endeble, remoto, y un poco extraño, los recoge uno a uno como a los fragmentos de una carta hecha mil pedazos, tratando de reconstituirla, sin lograrlo del todo, recorriendo el mensaje maltrecho con una lucecita frágil que no alcanza para descifrarlo. La medida, el verso, la rima, la estrofa, la idea pescada en alguna parte de la negrura y que hace surgir, ondular, plegarse el vocabulario, acumulado misteriosamente en los pliegues orgánicos, se vuelven rastro en la página, forma autónoma en lo exterior, floración cristalina que centellea y, que, por haber puesto un freno a la dispersión, a causa del prestigio heroico de toda medida, ya imborrable, me apacigua.

Después de acomodar los manuscritos sobre la pila de hojas blancas, cierro la carpeta color ladrillo y la vuelvo a guardar en el cajón. Como la superficie del ejemplar de La brisa en el trigo, ajado y anotado de puño y letra por Alfonso, es mucho más reducida que la de la carpeta completa de Bizancio cuando los hago deslizar hacia el centro del escritorio, la imagen femenina impresa en el ángulo inferior derecho, dibujada en pequeños cuadraditos discontinuos que se agrupan imitando las partículas yuxtapuestas de un mosaico, sobre la inscripción BIZANCIO LIBROS, la cara de no más de un par decentímetros, vuelve a atravesarme con sus ojos ovalados, grandes en relación con el resto del dibujo, y que parecen fijos en un puntodel espacio que está más allá del que los contempla, de modo que, a pesar del tamaño de las pupilas, es imposible encontrar su mirada, y no obstante la tosquedad sumaria del dibujo, es el observador quien se siente, durante una fracción de segundo, translúcido, inexistente o fantasmal.

El libro ajado y la carpeta amarilla, contienen, más que seguro, y que me la corten en rebanadas si me equivoco, más que el best-seller de la década y el fondo editorial completo, incluidas la lista de precio actualizada y las condiciones de venta, de la distribuidora Bizancio Libros. El fondo de la aflicción en la mirada de Alfonso y los sobreentendidos de Vilma flotan en el aire tibio del cuarto iluminado no menos que en el interior de mi cabeza, que hago girar para contemplar la lluvia helada que chorrea por los vidrios de la ventana, antes de decidirme a buscar, de entre las pilas de libros que se acumulan contra la pared, en el borde opuesto del escritorio, el suplemento literario de La Región, de dos o tres años atrás, donde está mi artículo sobre el libro de Walter Bueno.

Cuando lo encuentro, lo sacudo un poco para limpiar el polvo que lo cubre en partes delimitadas geométricamente por la protección del libro, más estrecho y más corto, que lo tenía aplastado contra la madera del escritorio y, sin siquiera echarle una mirada, lo tiro

sobre el libro ajado y la carpeta amarilla, con la impresión de estar agregando un documento decisivo a las actas secretas de un acontecimiento del que ignoro hasta el último detalle y en el que sin embargo desde ayer al anochecer tengo el sentimiento de estar implicado.

La tentación de abrir el libro anotado, y aún la carpeta amarilla de Bizancio, es más débil que el desaliento que parece ganarme de antemano cuando me dispongo a hacerlo; y cuando me pongo a buscar, de manera infructuosa, la mirada en los ojos ovales del logotipo, me parece encontrar, con una certidumbre sin contenido que se esfuma enseguida, la explicación del secreto en las pupilas fijas que me atraviesan y que me ignoran. Así que me levanto y salgo al aire frío y oscuro del lavadero que precede a la terraza abierta.

Tan espesos, constantes, regulares son las masas de agua gris verdosa y el rumor que provocan al caer, que ya pasan, a pesar de que parecen ocupar el universo entero, por algún plano retirado de la percepción, almacenados en algún pasadizo remoto, no de la percepción misma, sino de la memoria, igual que si estuviesen transcurriendo, nomás en la actualidad del acontecer, que en un pasado simultáneo y parasitario del presente.

Un fantasma de ciudad flota en el rumor de la lluvia, un fantasma inmóvil y borroso que inspira más compasión que inquietud, los monoblocs, los techos y las terrazas que chorrean agua y ni siquiera brillan, anarquía opaca sin gusto ni proporciones, corroída por la intemperie, deleznable como un decorado salido de las manos de un artista de cuarto orden. La penumbra subacuática de la tarde de invierno se propaga en mí mismo, en el envoltorio de lana, piel adormecida y órganos, y también en la punta de claridad mortecina que las engloba y que, si desapareciese, arrastraría consigo todo hasta el centro de la más negra oscuridad. Las masas de los edificios pierden a causa de la lluvia espesor y cohesión, y las aristas de las fachadas se vuelven inestables y ondulantes, como un reflejo en el agua, mientras las copas de los árboles que emergen de algunos patios, ennegrecidas por la penumbra, apenas si conservan el verdor viscoso de una substancia ni líquida ni sólida, como si la fluidez del agua cuajara por momentos en grumos que la inmovilizan; y entre la tierra, el cielo, y el aire saturado de lluvia que circula entre los dos, la misma tonalidad gris verdosa, propia de un sueño confuso o de un recuerdo incierto, cubre con igual prolijidad la superficie de las cosas y el vacío que las separa.

En lo continuo, en lo homogéneo, a pesar de la multiplicidad aparente, sigue estando todavía la punta de claridad mortecina -"yo"-, la fragilidad impensable que sin embargo dura y dura, en una especie de somnolencia turbia y monótona de la que a veces, sin ninguna razón, de un modo súbito, se despierta, para percibir, durante una fracción de segundo, la persistencia de lo que fluye, adviene y desaparece, cristalizando y pulverizándose casi al mismo tiempo, dándole la impresión a los sentidos engañosos, de estar regido por leyes, dividido en períodos, con sus repeticiones insensatas y casuales que se dan aires de plan, sus millones de moscas idénticas y de estrellas pasajeras, sus planetas girando porque sí y sus quarks obstinadamente indivisibles, que no se llaman moscas, estrellas, planetas, quarks, por otra parte, ni responden, hasta nuevo aviso, a ningún nombre conocido. Da lo mismo que los llamen moscas o quarks: es evidente que no responden a ningún nombre y que no obedecen a ninguna ley; provisoriamente, los quarks son indivisibles, los planetas giran en su órbita, y las moscas pululan y, sobre todo, provisoriamente se llaman quark, mosca y planeta. Da lo mismo que a ese chisporroteo tantos lo llamen mundo.

Recién cuando vuelvo a cerrar detrás de mí la puerta del cuarto iluminado, acercándome otra vez al escritorio, percibo, por contraste con el aire caldeado por la estufa a resistencia eléctrica, el frío en las manos, en la frente, en las orejas, en las mejillas y en la punta de la nariz, que traigo en mi piel desde la terraza, y durante un minuto más o menos, mientras me siento y empiezo a hojear el best-seller de la década, la sensación contradictoria de frío y la tibieza parecen simultáneas, como si el calor de la habitación, sin poder penetrar en los tejidos contraídos, resbalara por una superficie helada. Abriendo el libro al azar, me detengo en una página cubierta de rayas, de círculos y de anotaciones en los márgenes que sepultan, con su abundancia meticulosa, el texto impreso. Algunas de las frases manuscritas están construidas en forma interrogativa o exclamativa, y al final de una de ellas, escrita horizontalmente en el margen superior, después del punto final, hay una acotación lacónica entre paréntesis: Ver página 98. Sin leer ninguna de las frases, busco la página 98. Cinco líneas de texto impreso, encerradas en un óvalo irregular hecho con birome verde, remiten mediante una flecha a un comentario extenso, en letra diminuta y negra, que, como una guarda regular, comienza en el margen superior, continúa por el lateral derecho, se prolonga por el margen inferior, culmina en el margen lateral izquierdo, encuadrando toda la página y terminando con otra acotación entre paréntesis: (Remitirse a la pág. 33)

El párrafo de cinco líneas encerrado en un óvalo verde dice:

"Alba, distendida y alegre, más bella que nunca, sintiéndose por primera vez mucho tiempo al abrigo de la indiscreción pueblerina en el bosquecillo de las afueras, después de correr sin ton ni son, como una niña excitada, cono muchas flores del paraíso, y con un hilo de coser que traía consigo, fabricó hábilmente un collar de florecillas lilas. Mirándome con ternura, me tendió la humilde ofrenda".

Comentario manuscrito:

"¿En el mes de diciembre? Cualquier buen observador de nuestra flora regional sabe que ya a fines de octubre las flores del paraíso dejan paso a los frutos de dicho árbol, las características bolillitas verdes agrupadas en racimo, no comestibles, de gusto amargo, que persisten en las ramas aún después de la caída de las hojas, bajo un aspecto un poco achicharrado, y habiendo perdido el verde lozano que ostentaban en el momento de la maduración, de un color beige o té con leche. En repetidas ocasiones, el autor se toma sin el menor tapujo toda clase de libertades en lo relativo al clima, la fauna, la flora y las costumbres de la zona, que evidencian un desconocimiento flagrante de los mismos. ¿Dónde va a parar el pretendido realismo tan mentado por la crítica académica u oficial? Tal vez en la procacidad a la moda que so pretexto de sensualismo, linda con la pornografía. Hay que hacer notar también que la heroína, se anda paseando con hilo de coser en el bolsillo, para poder enhebrar en el mes de diciembre, flores de paraíso que brotan de los eucaliptus (Remitirse a la pág. 33)". En la página treinta y tres, un comienzo de frase subrayado, con la misma birome negra de la página 98, entre varias anotaciones y marcas hechas en otro color: "Nos dimos cita en un bosquecillo de eucaliptos de las afueras, que según Alba", se conecta con la frase escrita en el margen superior, con la misma letra firme, diminuta y aplicada: "En el pueblo en el que pretende transcurrir la novela, no existe dicho bosquecillo. Estos supuestos eucaliptus se transformarán más adelante gracias a un golpe de varita mágica del autor, en paraísos". (Ver página 98). En la página 52, el comienzo del capítulo V, un párrafo de varias líneas, aparece enteramente subrayado de verde: "El monótono paso de los trenes, representa la única distracción pueblerina. Al poco tiempo de llegar, tuve que resignarme a participar en esos ritos inmemoriales. El tren de las dos, que venía de Rosario, presentaba mayores atractivos que el de las cuatro, que provenía del norte, de Santiago del Estero y de Tucumán, y venía cargado de campesinos silenciosos que emigraban a Rosario, o a Buenos Aires, para afrontarse con un nuevo destino en la gran ciudad. A veces nos dábamos cita con Alba en la estación, para esperar el tren de las dos, ya que nuestra condición de colegas nos permitía conversar tranquilamente en público sin despertar sospechas sobre el verdadero carácter de nuestras relaciones, que para esa época se habían vuelto íntimas. Pero esos encuentros clandestinos que ocurrían a la vista de todos, aumentaban nuestra frustración, porque no era raro que algún conocido se uniera a nosotros, sin darse cuenta de su indiscreción, y no nos quedaba más remedio que soportar estoicamente sus banalidades".

Gracias a que el principio de capítulo desplaza hasta casi la mitad de la página el comienzo del texto impreso, Alfonso disponía de un espacio blanco mucho más amplio en el margen superior, lo que le ha permitido exponer a sus anchas, con su escritura firme y legible y sus frases rectas que parecen asentadas sobre renglones invisibles, su ristra metódica de objeciones:

"La máquina a vapor aparece durante la Revolución Industrial, los primeros ferrocarriles hacia 1830; ¿acaso eso nos autoriza a calificar de inmemorial la costumbre de ir a la estación a ver pasar los trenes? En lo tocante al pueblo de marras, cualquiera de sus habitantes sabe que es el tren de las cuatro el que viene desde Rosario y no el de las dos, y que el paseo en la estación, que tanta ironía despreciativa parece despertar en el autor, y que es una simpática costumbre en los pueblos de la llanura, se realiza cuando pasa el tren de las siete proveniente de Rosario, por haber terminado ya los habitantes sus actividades cotidianas, a más de los fines utilitarios del mencionado paseo, tales como la recepción de comisionistas, diarios y todo tipo de publicaciones, o bienvenida a algún familiar que ha pasado el día en la gran ciudad habiendo tomado el tren de las 8 y 35 de la mañana para dirigirse a ella. Cabe preguntarse también cómo estos supuestos adúlteros, maestros ambos, podían ausentarse de la escuela sin que nadie notase su ausencia, ya que en todos los establecimientos de la provincia el turno de tarde comienza exactamente a las 13-30". Diez páginas más adelante, una frase que ocupa varias líneas está subrayada de verde en los primeros dos renglones y de rojo en los últimos: "Al crepúsculo, el canto de una torcaza nos sacó de nuestro adormecimiento voluptuoso, haciéndonos removernos un poco bajo las frazadas, pero cuando le advertí que pronto anochecería (fin del subrayado verde y comienzo del rojo) Alba apretó todavía más contra el mío su cuerpo caliente y húmedo, en uno de esos arrebatos de sensualidad tan característicos en ella, y durante los cuales sus deseos desbordantes la hacían perder toda noción de realidad, hasta tal punto que si yo no hubiese estado a su lado para impedírselo hubiese sido capaz de cometer las más descabelladas imprudencias".

Una flecha envía hacia el margen superior, donde está escrito el comentario al miembro de frase subrayado de verde:

"La torcaza no canta sino que arrulla; nunca lo hace al anochecer sino en las horas más cálidas de la mañana y principios de la tarde, en general en primavera y verano. La frazada, que ubica la escena en invierno, agrava el anacronismo".

Las líneas subrayadas en rojo están agrupadas por una llave vertical que se abre sobre el margen derecho, indicando una anotación escrita lateralmente, de modo que tengo que hacer girar el libro para leerla:

"Ignorancia crasa de la psicología femenina. Varios autores han señalado la frigidez natural de la mujer, salvo en casos comprobados de alienación mental, y su tendencia a sublimar los impulsos eróticos transformándolos en instinto materno y creatividad artesanal. Cf. el adagio latino: calidissima mulier frigidior est frigidissimo viro".

En el capítulo siguiente, la frecuencia de las frases subrayadas de rojo aumenta hasta desplazar casi por completo las de otros colores, y su proliferación es tan grande que hacia el final del capítulo dos páginas enteras están, no ya subrayadas, sino directamente enmarcadas en un rectángulo rojo tan regular que es evidente que Alfonso se ha valido de una regla para trazarlo. Los grafismos negros de los comentarios marginales, firmes y prolijos, no disminuyen en nada la impresión He trabajo limpio, aplicado, geométrico, por no decir decorativo, que sugiere el conjunto. Las frases manuscritas, sin errores ni abreviaturas, sin una sola palabra tachada, así como la precisión milimétrica de los subrayados, también trazados con regla, demuestran que Alfonso ha debido pasar meses enteros anotando el texto, haciendo probablemente primero los comentarios en borrador, y pasándolos después en limpio con laboriosidad puntillosa en los márgenes blancos del libro. Hasta los signos de admiración y de pregunta, que puestos en los márgenes traducen en general las emociones súbitas y esporádicas que va produciendo la lectura, parecen dibujados con lentitud y premeditación a los costados del texto. Los subrayados que cambian de color en medio de una frase, o que van alternando, durante páginas y páginas, hasta que un color empieza a predominar o a desaparecer durante una buena porción del texto, también denotan un trabajo metódico y racional y me hacen sospechar que a cada color debe corresponder algún aspecto específico del libro, línea temática, problemas de representación, o cualquier otro dislate analítico establecido por las distinciones obsecadas del comentarista. El predominio del rojo en las dos páginas enmarcadas con un solo rectángulo que tengo a la vista, me permitiría sin duda verificarlo, pero como la perspectiva de leer dos páginas enteras de La brisa en el trigo me desalienta de antemano, opto por volver hacia atrás, donde comienza a insinuarse la proliferación roja, y elijo, entre las frases subrayadas, una de las más cortas:

Entrando en la habitación, descalza, cubierta únicamente con la salida de baño, retorciéndose los cabellos mojados con una toalla, Alba se sentó en el borde de la cama y simulando repararen mi presencia por primera vez, realizó unos cómicos gestos de exagerado pudor".

Comentario: "Jovialidad que no condice con las supuestas tendencias depresivas del personaje. Contradicción de fondo en todo el relato". En la página siguiente, nuevos subrayados rojos: "Alba dejó caer la toalla en el suelo y, desembarazándose de la salida de baño, la tiró ante sus pies, pisoteándola con obstinación distraída, quizás para secárselos antes de entrar en la cama". Objeción alfonsiana: "Luego de habernos pintado a Alba como una mujer un poco tímida, pero de gestos mesurados y elegante y cuidadosa en el vestir, nos la muestra en flagrante delito de negligencia y vulgaridad". Dos páginas más adelante, dos líneas subrayadas de azul, resaltan entre tantas horizontales rojas: "El retrato de Antonio, con su eterna sonrisa un poco obtusa, contemplaba nuestros cuerpos desnudos desde la mesa de luz". Apostilla moralizante de Alfonso: "El mismo que en los primeros capítulos le brindara su hospitalidad, prestándole incluso dinero en varias oportunidades, ante la demora ministerial para el pago de sus primeros meses de sueldo". Una frase, la única quizás de todo el capítulo, tiene para el comentarista suficiente importancia como para merecer un subrayado doble, único rasgo que delata cierta vehemencia, porque las paralelas rojas que se prolongan durante varios renglones tienen el trazado limpio y milimétrico de un diseño industrial: "Los labios ávidos de Alba recorrían mi cuerpo expectante y tenso; entreabiertos, iban dejando sobre mi piel un rastro de saliva, como si una babosa caliente y húmeda estuviese arrastrándose por ella; a veces se detenían un instante en la dureza de los músculos, pero después continuaban su deslizamiento frenético, en busca quizás de la turgencia más exuberante que terminaron por encontrar, aferrándose a ella en un tumulto de dientes, lengua, mucosa y cabellos". La brevedad del comentario contrasta con la importancia del doble subrayado, pero su tono apodíctico, al que se suma la coda irónica, la justifican: "Las prácticas sexuales aberrantes son poco frecuentes en la mujer argentina. ¿Al señor le habrá tocado la mosca blanca?

Analizándolas a lo largo del texto, puede verificarse con facilidad que las distinciones cromáticas de los subrayados de Alfonso obedecen a un plan: el verde y el rojo, que son los más abundantes, corresponden respectivamente a los elementos de ambientación realista, fauna, flora, lugares, costumbres, personajes secundarios (verde), y a los elementos relativos a la heroína, Alba más los detalles de la relación amorosa con el narrador, Wilfredo (rojo). Los subrayados azules, un poco menos frecuentes que los dos primeros, señalan todo lo referente a Antonio, el marido de Alba, no únicamente en cuanto a sus rasgos psicológicos, sino también a su trabajo, su vestimenta, su actitud en tal o cual situación de la trama. Por ejemplo, en una escena en que el trío viaja una noche en auto a Rosario, con un personaje secundario que los acompaña, Alfonso se indigna contra el autor porque describe a Antonio y al personaje secundario sentados adelante y a Alba y Wilfredo juntos en el asiento de atrás, aprovechando la oscuridad del coche para acariciarse subrepticiamente durante todo el viaje, mientras simulan participar en la conversación. La indignación de Alfonso no es de tipo moral, sino lógico: "Siendo el cuarto personaje femenino, lo lógico sería que ocupara el asiento trasero en compañía de la esposa del conductor, ocupando su lugar habitual el invitado masculino o viceversa". A diferencia del verde y del rojo, que varias veces merecen la aplicación del subrayado doble, el azul recurre a esa vehemencia una sola vez en todo el libro: "Alba me contó que desde la noche misma de su casamiento, había comprendido que la vida en compañía de su marido sería monótona y sin sentido. Antonio era un hombre sin grandes defectos, pero sin ningún atributo excepcional tampoco; un mediocre en suma. A decir verdad, ella no tenía ningún reproche que hacerle, aparte de su esterilidad de la que el pobre, al fin de cuentas, no era responsable, pero al cabo de cieno tiempo, su sola presencia, le resultaba insoportable. Alba agradecía al cielo que la profesión de Antonio lo obligara a estar la mayor parte del tiempo ausente del pueblo. Su obsecuencia perruna, su incapacidad de ver la realidad, la autosatisfacción pueril que le otorgaba su relativa fortuna la desesperaban. Sus relaciones físicas habían cesado después del primer año de casados, lo que era un consuelo para Alba y, según ella, también un alivio para su marido, en quien sospechaba ciertas rarezas constitutivas que le impedían una vida conyugal normal. Y lo que más parecía irritar a Alba de la conducta de Antonio, era la obstinación de éste último por querer conservar ante los demás las apariencias de un matrimonio perfecto". Además del doble subrayado azul, varios signos de admiración negros y derechos como bastones acompañan lateralmente el párrafo, mientras que en el margen opuesto se despliega la caligrafía diminuta, regular y serena del comentario: "Nuestro Donjuán de pacotilla carga las tintas: ¿no nos había dicho en la página 41 que el personaje femenino era sumamente discreto acerca de su vida conyugal? En cuanto a las supuestas rarezas constitutivas, cabe preguntarse cómo permitieron que durante el primer año se concretara satisfactoriamente el himeneo. Aquí lo que parecería ser constitutivo son las incoherencias y arbitrariedades del autor".

El color menos frecuente apenas si aparece cinco o seis veces en todo el libro, pero me basta leer dos o tres frases destacadas por las líneas violetas que las subrayan para darme cuenta de la significación fúnebre del tono elegido, cuando el inenarrable Wilfredo llega a la escuela del pueblo, a principios de año, Alba está con licencia por enfermedad, y empieza su trabajo un mes más tarde, pero la novela deja entrever poco a poco, por los rumores que corren, que la supuesta enfermedad ha sido en realidad una tentativa de suicidio. Todos los párrafos que contienen la palabra suicidio están subrayados de violeta y acompañados de Comentarios marginales que discuten detalles relativos a la verosimilitud de los rumores, a las contradicciones del texto sobre las diferentes versiones que transmite e incluso al método empleado por la heroína para su tentativa fallida, y el suicidio final, gracias al amplio espacio blanco que queda libre después de la palabra FIN, impresa en mayúsculas, estimula en Alfonso su doble inclinación por la refutación de los detalles y por las consideraciones generales. Encerrada en un cuádruple rectángulo vertical, verde, rojo, azul y violeta, que ocupa cuatro quintos de la página blanca, la prosa de Alfonso adquiere un tono demostrativo y conclusivo no exento ni de solemnidad doctoral ni de cierta pedantería

"Hemos asistido atónitos a una serie de tergiversaciones de todo tipo, ya sea morales, intelectuales o artísticas. La entelequia que José Ingenieros llamara con acierto el hombre mediocre se encarna en este autor tan festejado por el nuevo vulgo surgido de la entidad hombre-masa, en conjunción con el bestsellerismo internacional. Nos hallamos en las antípodas del verismo de un Manuel Calvez, de la aristocracia espiritual de un Somerset Maugham, o de la precisión clínica para la pintura de las pasiones de la literatura francesa. Por donde se la mire, esta obra no escapa a dos gravísimas acusaciones, la primera literaria, la segunda moral, si el pueblo en que transcurre la novela es copia fiel de la aldea pampeana que se pretende representar, el autor comete innumerables errores de transcripción relativos a lugares, paisajes, personajes, etc., pero incurre igualmente en transgresiones morales al revelar la identidad de personas o instituciones contemporáneas, o peor aún, deformando a su gusto los hechos y la psicología, haciéndolo frisar con la calumnia. Un libro que transforma honestos ciudadanos en calumniadores que se escudan en el anonimato, el apostolado sarmientino en desidia e irresponsabilidad, la inestabilidad nerviosa hereditaria (clínicamente comprobada) en ninfomanía, que por culto de la personalidad propia transforma en suicidio un desgraciado accidente doméstico, no puede aspirara la veracidad ni a ocupar un lugar de privilegio en las más sublimes cimas del arte. Todavía no ha llegado el cronista actual de nuestra vida pueblerina, capaz de captar fielmente nuestra idiosincrasia, sin falsos pudores pero también sin efectismos ni por vía del escándalo destinado a halagar los bajos instintos del hombre-masa. La proverbial hospitalidad criolla, la convivialidad probada del hombre de la calle, la dignidad de la mujer argentina, merecían un estilo más elevado que los devaneos calenturientos de un plumífero embebido de soberbia capitalina".

Que me cuelguen y me dejen caer para volverme a colgar y así sucesivamente hasta darme mil muertes si ahora que cierro el libro de golpe y lo tiro sobre la carpeta amarilla de Bizancio no me tiemblan un poco

las manos, de indignación probablemente, o de vergüenza, o de odio, o de todo eso a la vez, o de horror de mí mismo quizás, por estar vislumbrando la causa del malestar que empezó a abrirse paso esta mañana cuando hojeé por primera vez el libro en el bar del hotel Iguazú y caí en la red de esa escritura aplicada y regular, recta como si estuviese apoyada sobre renglones invisibles, de los óvalos trazados con birome y de las rayas rojas, azules, verdes, violetas más limpias y milimetradas que las de un diseño industrial, de los signos de interrogación firmes como ganchos de carnicería o de admiración derechos como bastones, de toda esa proliferación segregada igual que un veneno por la escritura de Alfonso, arracimándose alrededor del texto impreso como pólipos secos, como un cáncer, o como una selva oscura mejor, hasta que el temblor que, a decir verdad, es más interno que exterior, empieza a calmarse un poco cuando enciendo un cigarrillo, sacudiendo dos o tres veces la cabeza y emitiendo la risita sarcástica de antes de la explosión, pero cuando apoyo la frente en el vidrio helado de la ventana que chorrea agua, durante varios minutos me quedo pensativo sin ver, como tantas otras veces, ni el vidrio ni el exterior.

Las decenas miles de ejemplares de La brisa en el trigo se presentan de golpe a mi imaginación, la primera edición agotada en tres días, las reimpresiones sucesivas de tiraje cada vez mayor, y también las ediciones de bolsillo, la edición del Club de Lectores, la edición de lujo en tela, ilustrada por algún dibujante cotizado, la edición española y la edición mejicana, la edición polaca y la edición portuguesa (25.000 ejemplares en el Brasil), el guión de la adaptación televisiva en coproducción con Venezuela y el de la adaptación cinematográfica en vías de montaje financiero, la multiplicación de volúmenes dispersos por el mundo, reactivándose en el subterráneo, en las playas, en los dormitorios, gracias a la lectura de secretarias, de profesores de literatura, de periodistas, de veraneantes, o esperando en una biblioteca, igual que un escorpión en el hueco de un muro, que una mano desprevenida venga a sacarlos para empezar a destilar otra vez su pestilencia, la medusa de ciento treinta y cinco mil cabezas cuyo contacto hiela y petrifica y a cuyo encuentro Alfonso, que no ignora que la lucha está por encima de sus fuerzas, quiere mandarme con mi pluma acerada como única arma, para que la enfrente, la hiera y la aniquile. El monstruo que la engendró, gracias al camión de ganado que destruyó enteramente su coche sport en la ruta a Mar del Plata, está desde hace un año y medio pudriéndose en la tumba pero su criatura, su Frankestein viscoso multiplicado hasta la nausea sigue todavía asolando al mundo, en reactivación permanente, y seguramente cuando Alfonso y yo no seamos más que polvo anónimo, seguirá irradiando un flujo repugnante a su alrededor, en algún coloquio universitario, en alguna reedición prolongada por un investigador americano o en alguna nueva adaptación cinematográfica cuando los derechos hayan entrado en el dominio público, y mejor aún desde algún ejemplar dedicado de la primera edición, amarillo y quebradizo, sepultado bajo el polvo de un desván que, en una tarde de lluvia, un adolescente aburrido empezará a leer, y poco a poco el pueblo, el bosque de eucaliptos-paraísos, las torcazas anacrónicas que, en vez de arrullar, cantan en los anocheceres de invierno, mientras dos adúlteros de opereta copulan en una cama de matrimonio bajo el retrato del marido ausente, el pueblo tirado en la pampa y dividido en dos por las vías del ferrocarril, inexistentes pero definitivos, se agitarán otra vez para perpetuar el asco, el desprecio y la vergüenza.

Soy totalmente sincero: que la tierra sea esférica o plana, que el hombre descienda del mono o de la ardilla canadiense, que la energía se consuma o se conserve, que el porvenir de la humanidad esté todavía saltando en mis testículos, que el mundo acabe en fuego o en hielo, todo eso me parece pura casualidad y, a decir verdad, me importa lo que se dice tres pepinos, por mí la luna podría precipitarse ahora mismo contra esta ridícula costra reseca a la que tantos reptiles se adhieren sin saber por qué, haciéndola estallar en mil pedazos, que no se me movería más que seguro ni un pelo, ni uno solo: porque al universo se le haya ocurrido ser, y después por puro capricho no ser, lo que por otra parte es su problema y no el mío, no voy a andar perdiendo los estribos ni dejando de ponerle queso rallado a la sopa, y sin embargo a pesar de todo el hecho de que a Walter Bueno le haya pasado por encima un camión de ganado en la ruta a Mar del Plata, aunque más de un imbécil atribuya el acontecimiento a la divina providencia, me enceguece de furia porque me priva del placer de hacer justicia con mis propias manos.

El monstruo múltiple que engendró, irradiante y ubicuo, contamina hasta el aire que respiramos, incluso después que la casualidad, tal vez para acentuar todavía más la autonomía de su criatura, haya suprimido algenitor enterrándolo bajo las chapas retorcidas de su convertible.

La ecuación walterbuenamente simple -ser ganador a cualquier precio el mayor tiempo posible- nos relega a los demás a la penumbra confusa de los perdedores, a la culpa, a la humillación y a la impotencia, a lo vago y a lo inacabado, al fango mortal de las transacciones con uno mismo, a las chicanas del remordimiento y del deseo de un mundo alfonsamente complicado.

Waltercito ya estaba lo más tranquilo en su tumba el año pasado, walterbuenamente satisfecho, mientras "yo", o como quiera llamárselo de ahora en adelante, que sin embargo no había escrito La brisa en el trigo ni nada equivalente, lo cual, descalifica toda creencia en la justicia divina, seguía debatiéndome con Alicia, Haydée, la farmacéutica, en orden creciente o decreciente, como se prefiera: sería cómodo excluir a Alicia del complejo interrelacional, como se dice ahora, considerando que es una criatura de ocho años, pero la evidencia es cegadora: la quintacolumna sutil de la farmacéutica, que mantiene a la hija, por control remoto, en contradicción permanente consigo misma, ejerce el mismo influjo a distancia en la nieta, de modo que, aún cuando durante ocho años Haydée y Alicia hayan podido comprobar que la convivencia con "Carlos Tomatis" -es decir "yo"- resultaba al fin de cuentas de lo más agradable, la influencia de esa mujer ha sido tan grande que mi propia hija y mi mujer no pueden evitar un tinte reprobatorio, desconfiado o escéptico en la opinión que tienen sobre mi persona. La madre de Haydée es la inventora de un concepto que se opone al buen sentido jurídico mundial y que ella aplica al universo entero, la presunción de culpabilidad, del que obviamente está exceptuada la gente bien, o sea todos aquellos que compran las grandes marcas, Chanel, Vuitton, Harrod's, etc., o los que han hecho varios tours europeos -en ese sentido no es para nada racista y un judío que haya estado en Miami o en Londres y que lleve puesta una camisa de Ivés Saint Laurent le parecerá digno de pertenecer a la minoría de los que tienen derecho a juzgar negativamente a los demás. Al cabo de seis o siete años de matrimonio con la hija única de esa entidad indescriptible, me empecé a dar cuenta de que yo mismo, considerado hasta ese momento por la opinión de mis amigos como una personalidad sólida y equilibrada, estaba entrando en el campo gravitatorio de ese astro viscoso y oscuro, no porque haya empezado a pasearme por las capitales europeas con una valija Vuitton o a pasar mis vacaciones en Punta del Este, sino porque a través de la hija y de la nieta, teledirigidas con discreción y exactitud desde la farmacia, los efluvios mortales de esa mujer me iban contaminado poco a poco. Yo que había pasado mi vida pensando en Cervantes y en Faulkner, en Quevedo y en Vallejo y en Dostoievsky, me descubrí a los cuarenta años, rumiando para conmigo mismo todo el santo día historias de suegras. Por carácter transitivo, las emanaciones corruptoras, a través de la hija y de la nieta, ya enteramente robotizadas, incesantes, me alcanzaban. Al abrigo de la transmisión lisa y llanamente genética, me insurgía contra esa penetración extranjera, sumergiéndome en una especie de agitación, que cuando era de poca intensidad me inducía a la deambulación ruminatoria y cuando llegaba a la temperatura máxima, al furor, pero Haydée y Alicia, más vulnerables a causa, más que seguro y que me la corten en rebanadas si no estoy en lo cierto, de un terreno propicio de origen hereditario, obedecían sin darse cuenta a la programación a distancia, a tal punto que a veces me daban la impresión de actuar, hablar o pensar en estado hipnótico, igual que autómatas o sonámbulas.

Del mismo modo que el adolescente idealista que ha decidido estudiar derecho para desterrar las injusticias del mundo termina a los cuarenta años abogado de la mafia, Haydée eligió confusamenteel psicoanálisis para luchar contra ese fluido malsano que venía irrigandosus pensamientos y sus nervios desde la infancia, para encontrarse en la edad adulta en estado tal de sumisión que es incapaz de reconocer que ha sido enteramente recuperada por el enemigo. Por supuesto que la farmacéutica puso el grito en el cielo cuando se enteró de que su hija quería ser psiconanalista, ya que hubiese preferido alguna otra especialidad, más rentable probablemente, cirujano por ejemplo, lo que permite cobrar dinero negro por cada operación, o cirugía estética, pero cuando vio que el psicoanálisis ponía al alcance de su hija todos los tailleurs Cacharel que se le antojaran, empezó a respetar su especialidad, y me juego la cabeza que lo hizo con la convicción de que lo que su hija aportaba a sus pacientes les era tan necesario como los remedios dudosos que ella vendía en la farmacia a su propia clientela.

Haydée que, desde que la conozco, no dejó pasar sin interpretarlo uno solo de mis lapsus, es completamente ciega en lo que se refiere a la madre, lo que me indujo un día a susurrarle la reflexión siguiente: Que yo sepa, ningún texto de Freud excluye explícitamente a esa mujer de sus teorías. Como respuesta a mis observaciones frecuentes sobre la amoralidad y la suficiencia dañina de su madre, la respuesta invariable de Haydée es de un modo aproximativo la siguiente: Es mi problema, y únicamente a mí me incumbe administrar esa relación. Lo que no le impide por cierto amasar los ñoquis con azúcar impalpable, poner una sola papa en un puchero para ocho invitados o tolerar que a su hija de dos meses un cura le eche encima con sus dedos malolientes -la higiene corporal le ha parecido siempre sospechosa a la iglesia católica- un agua inmunda en la que han estado metiendo las manos, después de haberlas paseado quién sabe por dónde, todos los mojigatos de la parroquia. Y que me cuelguen si no había estado enamorado de ella a tal punto que, en los primeros tiempos de nuestra relación, me sentía imperfecto, equivocado, oscuro y pervertido en su compañía, ella la estrella radiante y yo la larva inacabada y untuosa, hasta ponerme a reconsiderar mi vida pasada como una mancha informe y repugnante de la que únicamente podrían rescatarme por completo su equilibrio emocional sublime, su inteligencia serena y el envoltorio corporal perfecto que los contenía. No sé cómo no me alertó el hecho de que su primer marido, haya decidido, después de obtener la dispensa de la papesa Juana, como él decía, separarse definitivamente e irse a vivir a Buenos Aires, poner quinientos kilómetros de distancia entre él y las radiaciones malignas que emanaban de la farmacia, cuando al fin de cuentas sus relaciones con Haydée, después del divorcio, en público por lo menos, parecían de lo más cordiales, aunque pensándolo mejor ahora me doy cuenta de que la cordialidad jovial con que siempre evocaba sus relaciones con Haydée podrían traducirse más o menos de la siguiente manera: Es verdad que visto desde aquí de la orilla el río en el que ayer estuve a punto de ahogarme es de una indiscutible belleza pero que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si en el resto de mi putísima vida vuelvo a meterme otra vez en el agua.

Entre el apetito y la nausea, entre el entusiasmo y la apatía, entre el deseo y el rechazo, la línea de separación es tan delgada, que uno y otro se entremezclan todo el tiempo, una rayita inestable, fluctuante, como un reflejo luminoso en el agua oscura que la menor turbulencia despedaza: podría inscribir una lista interminable de razones, la habitación de Alicia decorada enteramente de rosa por ejemplo, o el almuerzo obligado de los domingos con la farmacéutica para no dejarla sola a mamá, o la educación religiosa clandestina de Alicia, o las continuas intromisiones en las decisiones vestimentarias de Haydée, e incluso la influencia evidente de la Weltanschauung farmaceútico-cachareliana, microclima ideológico en el interior del complot religioso-liberalo-estalino-audiovisualo-tecnocrático-disneylandiano, en las opiniones, los sentimientos y los comportamientos de mi hija y de mi mujer, e incluso hasta en la práctica y los diagnósticos de Haydée, para no hablar una vez más del trabajo incesante y subrepticio de esa mujer destinado a desintegrar no únicamente mi imagen, sino también y principalmente mi persona.

Va de cajón que mis defectos principales según ella, desprecio por todo comportamiento convencional, gusto por los juegos de azar, alcrudeza verbal, noctambulismo y manía ambulatoria, sin contar mis ideassubversivas acerca del hombre y la sociedad, el sexo y el dinero, igual que mi desprecio por toda veleidad religiosa, serían considerados por una asamblea de sabios como los atributos imprescindibles de todo hombre verdadero, y que cuando más esa mujer insinuaba que yo los tenía, más me obstinaba en exagerarlos, sobre todo en su presencia, y cuanto más ella persistía en la negación de mi ser -directamente o en forma teledirigida a través de Haydée y Alicia- más yo me rebelaba con terquedad afirmativa, pero después de cierto tiempo me di cuenta de que me había embarcado en una lucha desigual, en escaramuzas inciertas que fueron dejando, sobre todo en los últimos años, y sobre todo el año pasado, de lo que había sido "yo", los retazos colgantes, irrecuperables y retorcidos. Probablemente, todo esto venía ya desde el nacimiento, o desde antes quizás, desde cruces casuales e inmemoriales que me depositaron, sin prevenirme, en la luz de este mundo, y la concatenación infinita de acontecimientos igualmente deleznables que trajeron primero al mundo y después me metieron a mí en el interior de ese mundo, agregaron las formas exquisitas de Haydée más el suplemento de su indescriptible madre más todos los aficionados a los Eurotours para dar la ilusión de causas precisas y circunstanciadas a lo que no es más que perdición pura, ser llegado porque sí para enseguida disgregarse en medio de los más atroces dolores y desaparecer, de modo que aún sin todo eso hubiese terminado por encontrarme como me encontré, el año pasado, en el último peldaño de la escala humana, hecho añicos por dentro y por fuera, conel agua negra y viscosa empapándome las botamangas pantalón, tan cerca ya del fango oscuro que en este momento en que, gracias a esfuerzos sobrehumanos, he logrado subir hasta el penúltimo escalón, todavía incierto y tan frágil que el menor soplo podría mandarme de nuevo al fondo, puedo sentir sin embargo que quedaba algo vivo en mí.

Algo es más que seguro en todo esto: mis relaciones con Haydée, sexuales quiero decir, que habían andado tan bien y durante tantos años, empezaron a echarse a perder, haciéndose cada vez más espaciadas, hasta que dejaron de existir por completo. Mire joven, me dijo una madrugada un viejo en un cabaret, usted se la mete una vez a una mujer, una vez sola nomás póngale la firma, y ella no se lo perdonará nunca, le hará la vida imposible y no se quedará tranquila hasta no verlo bien en el fondo de la tumba. Por supuesto que exageraba y me reí cuando me lo decía desde la mesa de al lado en la que estaba tomando champagne con dos o tres coperas, pero desde que las cosas empezaron a andar mal más de una vez me pregunté si no podía haber algo de cierto en su observación, tanto me parecía que Haydée, con su estúpida sumisión a la farmacéutica, se las arreglaba para envenenar nuestras relaciones.

Hay un punto que tiene que quedar claro y es el siguiente: es universalmente sabido que la erección del pene representa en general para el portador de dicho aditamento un estado agradable, a partir del cual el placer puede ir en aumento hasta alcanzar, durante el orgasmo, su punto culminante, y que elportador del aditamento, por razones desde luego casuales y que el mismo ignora, a causa de la repetición insensata que como ya lo he dicho pareciera ser la ocupación exclusiva de lo que llamamos naturaleza, puede recomenzar hasta el hartazgo el mismo proceso, con frecuencia mayor o menor según su constitución física y psicológica, a lo que hay que agregar la contribución más o menos favorable de las circunstancias. Es evidente que no hay ningún mérito personal en ese proceso, y que el aditamento sea grande, mediano o chico, es un dato que no reviste la menor importancia, del mismo modo que la frecuencia, la intensidad, y la duración de la erección: obedeciendo al estímulo sensorial o puramente imaginario -por reflejo condicionado probablemente- la sangre afluye por lo que los fisiólogos llaman la arteria de la vergüenza, el aditamento se infla y se pone duro y punto. A unos dos mil quinientos millones de individuos de sexo masculino que andan vivos respirando el aire de este lugar que llamamos mundo les ocurre eso varias veces por día en el mejor de los casos, y jactarse o sobre todo hacerse ilusiones acerca de algo a causa de eso sería pura y simplemente un desvarío. Ahora bien, precisamente en mi caso, frecuencia, intensidad y duración, que siempre representaron un cociente elevado, en los primeros años de mi relación con Haydée alcanzaron su punto culminante manteniéndose por encima de mi término medio habitual durante años, incluso aún después que las cosas empezaron a echarse a perder, de modo tal que las peores discusiones terminaban siempreen la cama, lo que me llevó a preguntarme si no había empezado a padecer lo que a falta de un nombre mejor se me ocurrió llamar erecciones nerviosas, como quien dice risa nerviosa, es decir una reacción contraria a la que razonablemente hubiese debido esperarse de las circunstancias, como el condenado a muerte que, en vez de llorar y suplicar, se echa a reír sin poder controlarse ni explicarse por qué cuando lo sientan en la silla eléctrica. Pero hasta esas reacciones nerviosas pasaron y a partir de cierto momento, no solo ya no hubo más discusiones ni posesión, sino ni siquiera deseo, no únicamente deseo de ella, sino deseo en general, esa alerta de todo el ser, inesperada y misteriosa que, aunque sin que nos demos cuenta nos mantiene enhiestos y palpitantes del nacimiento a la muerte, a veces prolifera tanto en nosotros que ocupa, además de los pliegues más secretos de nuestra carne, nuestra memoria, nuestra imaginación y nuestros pensamientos. Ningún deseo, nada. Saliendo a cabalgar al alba, el día de mi nacimiento probablemente, demorado una y otra vez por obstáculos imprevistos, atravesando regiones desconocidas, extraviándose en bosques, en callejones sin salida, en pantanos, cambiando infinidad de veces sus caballos exhaustos, el correo secreto de la papesa Juana logró por fin golpear a mi puerta y, sin decir palabra, me entregó el papel que me acordaba la dispensa definitiva.

El famoso aditamento desapareció de un día para otro entre mis piernas y desapareció está puesto literalmente, porque aún para orinar debía buscarlo un buen rato con dedos distraídos entre los pliegues de piel arrugada y fría que colgaban bajo los testículos. Me importaba lo que se dice tres pepinos puesto que, habiéndose retirado el deseo en general, sus manifestaciones secundarias naufragaban en la inexistencia, igual que, cuando una casa está ardiendo, a nadie le preocupa que a causa del fuego se esté marchitando un ramo de flores en el florero de la sala. Una vez retirado el deseo fue instalándose, cada día menos lenta, la disgregación. Ahora me resulta difícil saber si mi vida familiar como dicen en la televisión fue, con el coadyuvante de un mundo enteramente invadido por los reptiles, la causa principal de mi desintegración, o viceversa como diría Alfonso, pero lo cierto es que lo que mi suegra llama mis defectos, alcoholismo, juegos de azar, ideas subversivas relativas al sexo y al dinero expresadas crudamente, noctambulismo y manía ambulatoria, fueron agravándose durante el año pasado, hasta que, en el music-hall colorido que había sido mi tercer matrimonio, el número final, grandioso, clausuró el espectáculo: una noche, para ser exactos, serían las dos o tres de la mañana, descubrí que contrariamente a su costumbre, Haydée estaba todavía levantada, leyendo o simulando leer en su despacho, con la puerta abierta, de modo que me di cuenta enseguida que me estaba esperando, primicia absoluta desde hacía por lo menos un año ya que apenas si intercambiábamos dos o tres frases a la mañana, antes de que yo saliera para el diario, y cuando volvía, generalmente a la madrugada, ella ya dormía o simulaba dormir, así que yo me desvestía en la oscuridad, y después de buscar un buen rato en el baño, entre pliegues de piel flácida, el aditamento ya prácticamente inexistente desde hacía meses, me metía en la cama y me dormía de inmediato hasta la mañana siguiente. Como estaba seguro de que Haydée se había quedado levantada con el fin de interpelarme con una de esas frases clásicas, copiadas del cine o de la televisión, que intercambian las parejas, pasé por la cocina para servirme la última ginebra con hielo, como suelen hacer por otra parte los personajes de las series televisivas antes de comenzar una discusión, y entré al despacho de Haydée con el vaso en la mano, ostentando esa jovialidad convencional en medio de las situaciones más dramáticas que según mi suegra es uno de los aspectos más desagradables de mi comportamiento no convencional. Pero cuando estuve en el despacho, me di cuenta de que Haydée no tenía la expresión calma conque sabe analizar, de un modo ni comprensivo ni severo, sino aparentemente científico, los móviles ocultos de mi conducta. Cuando encendió un cigarrillo después de responder a mi saludo, le temblaba un poco la mano en la que aferraba, no solamente el encendedor, accionándolo con el pulgar y el índice, sino también un pañuelito estrujado contra la palma por tres los tres dedos restantes.

Sin la menor duda había estado llorando, lo que me intrigó, ya que una de sus virtudes suplementarias es que no tiene el llanto fácil, y en la expresión movediza de su cara, en sus rasgos un poco blandos y en las fluctuaciones errabundas de su mirada, me di cuenta en seguida de que algo la atormentaba, que por una vez no eran los móviles ocultos de mi comportamiento, como solía decir, sino los del suyo propio lo que la había puesto en ese estado. Por cortesía tal vez, o quizás para iniciar de algún modo la conversación, me preguntó dónde había estado, con dulzura inhabitual, pero después de haber empezado a detallarle la lista de bares de mala muerte, con o sin coperas, por los que venía arrastrándome casi todas las noches desde hacía por lo menos un año, sin importárseme un pepino ni los soplones del ejército ni el toque de queda, me callé de golpe, porque me di cuenta de que no me escuchaba y de que se había echado otra vez a llorar. Pensé que alguien podía haberse muerto en la familia pero, en ese caso, por la expresión de culpa que podía percibirse en su mirada, era ella la que debía haberlo asesinado. Después me pidió un trago de ginebra y cuando me devolvió el vaso empezó a hablar de la Tacuara, una chica del barrio, mucho más joven que nosotros, que habíamos visto crecer como se dice, un tiro al aire a decir verdad, un carácter imposible, que tenía problemas con su propia familia desde la pubertad -los padres eran ricos, católicos, patricios, insoportables.

Le decían la Tacuara desde la infancia porque era flaca, menuda y nerviosa igual que un pajarito, y desde los doce o trece años había empezado a fugarse de la casa, y a hacer en forma sistemática todo lo que su familia consideraba inadecuado; se fugaba, la encontraban en Buenos Aires o en Salta o donde fuere a los dos o tres meses, la traían de vuelta a la casa para reintegrarla a la vida de la familia hasta que al cabo de cierto tiempo se volvía a fugar. Era el verdadero estereotipo de la adolescente con problemas -cualquier persona sensata los hubiese tenido habiendo nacido en el seno de esa familia- y cuatro o cinco años antes, como sabía que Haydée era psicoanalista, venía a verla de tanto en tanto, fuera de las horas de consultorio, para conversar con ella de sus dichosos problemas -Haydée le había recomendado a un colega en Buenos Aires, pero ella prefería las conversaciones con Haydée, que no conducían a nada desde luego, pero que le daban la ilusión de haber encontrado una especie de guía espiritual para orientarla durante su crisis de adolescencia, supongo que según el modelo de esas educadoras buenas que aparecen en los telefilms americanos destinados a la juventud y que se proyectan en todas las televisiones del mundo occidental entre las cinco y las siete de la tarde. Para ser totalmente francos, la Tacuara tenía un carácter insoportable y la cabeza más dura que una pared, sin contar sus caprichos de hija de ricos de prosapia -ladrones de ganado, asesinos de indios y escamoteadores de fondos públicos y de terrenos fiscales en su inmensa mayoría-, y sus entusiasmos excluyentes, que hoy podían adherir al yoga, mañana a la cocina mejicana y pasado mañana al monofisismo, se sucedían según la periodicidad de sus fugas, y a cada regreso a la casa paterna traía una convicción diferente que sostenía, igual que todas las anteriores, con la misma agresividad dogmática. Durante sus fases afirmativas, era hasta un poco cómico oírla discutir, insultante y refractaria a cualquier argumento que pudiese venir de su interlocutor, o verla por la calle, flaca y nerviosa, con el pelo negro y lacio cortado a lo varón, menuda y frágil en apariencia a causa de sus miembros de pajarito, chata y de hombros derechos como una tabla, dándose aires de hombrecito y echándole miradas negras y despectivas a quienquiera hubiese tenido la mala suerte de cruzarse con ella en la vereda. Lo cierto es que, después de tantos vaivenes, terminó apasionándose por la política y, como era de esperarse, que me cuelguen si como por casualidad no optó por la posición simétricamente opuesta a la de todos los miembros de su familia: puesto que su familia era conservadora, ella se hizo revolucionaria, y puesto que su familia era católica, ella se hizo materialista dialéctica; puesto que su padre tenía negocios con algunas compañías americanas, ella se hizo antiimperialista, y puesto que su madre, durante una discusión la había tratado de lesbiana, ella encontró un compañero, como lo llamaba, entre los que tenían fama de ser los hombres más viriles de la época, los guerrilleros. Hay que reconocer que la Tacuara pareció haber encontrado su camino no únicamente con sus ocupaciones políticas, sino también con su guerrillero, un muchacho afable y más bien callado, que le llevaba cuatro o cinco años, y que parecía disponer para con ella de recursos de infinita paciencia y de dulzura. Los avalares de la política los obligaban a entrar y salir periódicamente de la clandestinidad y más de una vez nos preguntamos con Haydée si tenían algún domicilio fijo, pero en los tiempos tranquilos la Tacuara y su compañero reaparecían de tanto en tanto en el barrio y venían a vernos, y otras veces ella venía sola a pasar unos días con su familia, para terminar peleándose con todos sus miembros antes de volver a desaparecer. A los dos o tres años quedó embarazada y estaba tan flaca y tenía un vientre tan reducido y puntiagudo, que apenas se estaba en presencia de ella se tenía la tentación de preguntarle, igual que en el viejo chiste malo, si se había tragado un carozo de aceituna. Cuando el nene nació, las cosas empeoraron en política de modo que tuvieron que pasar a la clandestinidad y dejar al bebé con la familia de la Tacuara. De tanto en tanto ella venía a buscarlo y se lo llevaba unos días al padre, que tenía la entrada prohibida en la casa, y a veces venía, pasaba una tarde o un día entero con él y después desaparecía.

Tranquilizándose un poco y dándole unas chupadas interminables al cigarrillo, Haydée balbuceaba cosas incomprensibles sobre la Tacuara, mientras yo, perplejo, trataba de entender lo que me decía. Al principio pensé que había tenido la confirmación de un rumor que venía circulandoen la ciudad desde hacía una semana más o menos, según el cual la Tacuara había sido secuestrada en la calle, en pleno día, por los hombres del general Negri, pero entre las frases entrecortadas que murmuraba me pareció escuchar que Haydée se estaba acusando a sí misma de ese secuestro, lo que parecía tan absurdo que empecé a preguntarme si no estaba borracha -cosa que podía ocurrirle de tanto en tanto, para Año Nuevo o para algún aniversario, como cualquier hijo de vecino-, hasta que poco a poco empecé a entender lo que me decía, sin decidirme a admitirlo todavía, cuando de golpe ocurrió lo increíble, lo incalificable, y que me cuelguen mil veces si me lo esperaba, si ahora mismo que me acuerdo puedo soportarlo y si hay la más mínima posibilidad de que pueda olvidármelo algún día: la diosa lacano-vuittoniana cayó de rodillas sobre la alfombra y empezó a golpear el suelo con los puños y a aullar histéricamente, para venir después en cuatro patas a agarrarse de mis piernas y tironearme los pantalones suplicándome que la perdone, sin obtener otra cosa de mí, que es otro término para designar lo que en las viejas épocas solía llamar "yo", cuando alzó la cabeza para encontrar mi mirada, que el contenido de mi copa de ginebra en plena cara: a causa de haber entendido de golpe -después cuando se calmó un poco me lo contó en detalle- lo que me estaba tratando de decir: que la semana anterior la Tacuara había efectivamente venido a la ciudad para ver a su hijo, y que no había podido acercarse hasta la casa de su familia porque la casa estaba bajo vigilancia policial, pero como le había dado cita a su marido a las ocho de la noche y no podía andar por la calle hasta esa hora por miedo de ser reconocida, y como no tenía un solo lugar donde pasar el día hasta la hora de la cita, ni un sólo lugar en toda la ciudad dónde ir, se le había ocurrido venir a pedirle a Haydée que le permitiera pasar las horas que le faltaban para la cita en nuestra casa -yo estaba en el diario en ese momento-, y que Haydée había aceptado, pero que al parecer no era un día de suene para la Tacuara, porque a eso de la media hora de estar instalada en casa, en la pieza de Alicia, que en ese momento estaba en la escuela, llegó la farmacéutica. Según Haydée, que cuando empezó a darme los detalles ya había dejado de aullar y había vuelto a sentarse en su mesa de trabajo y a hablar en voz baja sin que sus ojos, de lo más móviles sin embargo, se encontraran una vez sola con los míos, pasándose de tanto en tanto la mano por el vestido, a la altura del pecho, tratando infructuosamente de secar la ginebra que le había chorreado de la cara por el cuello o goteado directamente de la mandíbula, según Haydée decía, la farmacéutica había abierto por casualidad la puerta de la pieza de Alicia y había visto a la Tacuara sentada en el borde de la cama leyendo un libro de Alicia, Pinocho probablemente, algún libro de ese tipo, y había vuelto a cerrar la puerta sin dirigirle la palabra, pero de un vistazo nomás había entendido perfectamente la situación, de modo que sin ningún apuro se había encaminado hasta el despacho, donde Haydée estaba sentada en el sillón en que una semana más tarde me lo estaría contando, y le había, no exigido, sino aconsejado, como podía ser su estilo en ciertos casos, obligar a la Tacuara a irse inmediatamente de casa. Haydée pretende haber resistido un buen rato, pero el argumento decisivo de la farmacéutica, que había que hacerlo por Alicia, por la nena, terminó por convencerla, así que diez minutos más tarde la Tacuara estaba en la calle. Al día siguiente nomás empezó a correr el rumor de que los hombres de Negri la habían secuestrado en las inmediaciones de la Terminal de Ómnibus, y desde entonces no se había vuelto a saber más nada de ella. Haydée había estado reprochándoselo durante una semana, sin atreverse a decírmelo: cuando por fin se calló la boca, sin levantar la mirada, secándose las lágrimas de tanto en tanto con el pañuelito estrujado, también yo me quedé inmóvil durante un momento y después, sin decir palabra, fui caminando despacio hasta la cocina, eché una buena cantidad de ginebra en el vaso, lo llené de hielo, y volví al despacho. A esa calma no correspondía ninguna ebullición interna, como suele decirse, ningún sentimiento o emoción no ya pasibles de ser repertoriados, sino ni siquiera lo bastante intensos como para ser percibidos; si había algo, era semejante a los residuos infinitesimales de las operaciones matemáticas, tan insignificantes que ni siquiera son tenidos en cuenta; era igual que si todo lo que había sido hasta ese momento, la ductilidad interna, sus tironeos contradictorios, los cambios súbitos, exaltantes o dolorosos, los matices cromáticos y dinámicos semejantes a los de una masa líquida, hubiesen coagulado de golpe, petrificándose, y sometidos a una presión tan intensa que, como iba a poder verificarlo dentro de poco, terminarían por estallar en mil pedazos. Me acerqué a Haydée y le extendí el vaso de ginebra; ella lo agarró con docilidad, tomó un trago lento y largo, y me lo devolvió. Yo estaba tomando a mi vez un trago cuando advertí que Haydée había alzado los ojos para toparse al fin con los míos, pero en lugar de la mirada suplicante y llorosa que había tenido hasta ese momento, tenía los dientes apretados, que podían verse por entre los labios que se fruncían, terribles, sin dejar de moverse, reuniéndose en una especie de círculo arrugado, más parecidos a un ano que a una boca, y que su expresión hacía pensar en una mancha incandescente de odio.

Todo eso no tenía la menor importancia desde luego, y ya el deseo había sido devorado con tanta minucia, por tantas mandíbulas que sería cansador ponerse a enumerarlas, que era como si la masa de odio incandescente ardiera en algún astro perdido de la más remota de las constelaciones y sus llamas hubieran estado tratando de alcanzar, infructuosas, un tronco petrificado en el planeta Tierra. No, únicamente no existía ninguna posibilidad de que las llamas alcanzaran el tronco, sino peor todavía: en el tronco ya no quedaba una sola fibra que no hubiese estado petrificada y por ende insensible al fuego, desde millones de años atrás. Como ella estaba sentada en el sillón y yo parado a cincuenta centímetros de ella más o menos, con el puño en el que apretujaba un pañuelo me aplicó sin mucha fuerza un golpe en los testículos que, por suerte, y gracias al viejo postulado de que la función hace al órgano, habían casi desaparecido junto con el aditamento que pretende capitanearlos, detrás del vértice piloso del pubis, vegetación apenas un poco más exuberante en la selva enrulada del delta hacia el que convergen, para diseminarse en el océano del acontecer, los ríos incesantes y misteriosos de todos los deseos y de todos los delirios. Cuando empezó a darme puñetazos, la mayor parte inhábiles y blandos y que casi nunca llegaban a destino, Haydée, modulando sus frases al ritmo de los golpes que me daba y que yo, después de dejar el vaso sobre el escritorio paraba con los antebrazos, me dijo que si todo eso había sucedido, la culpa era mía, únicamente mía, por una serie de razones que enumeraba dando grititos ahogados, para no despertar a Alicia probablemente o porque, como hacía mucho calor y la ventana estaba abierta, no quería que la oyeran los vecinos tal vez, o quizás, y esta me parece la explicación más plausible, ya que diez minutos antes se había puesto a aullar sin importársele tres pepinos, porque sólo podía emitir esa voz entrecortada y susurrante, al mismo tiempo ronca y aguda, a través de una garganta estrangulada de odio. Por mí podía acusarme de haber largado la bomba atómica en Nagasaki o de haber violado a la Virgen María, me daba lo mismo: de todos modos yo ya sabía que la voz ronca y aguda conque me lanzaba todas sus acusaciones no era la suya y que, igual que un ventrílocuo, la entidad que por control remoto la dirigía desde su infancia, obligándola a chapalear en redondo en el fango arcaico del que no se libraría hasta la muerte, escupía su odio descabellado a través de su garganta. Por fin se calmó, volvió a su sillón, encendió un cigarrillo, y se quedó fumando, pensativa. Yo tomaba mi ginebra helada también en silencio, parado cerca del escritorio, sintiendo el sudor que me corría por la frente, por los pómulos, por las mejillas, que goteaba por el mentón y por las mandíbulas, que chorreaba desde la nuca por los omóplatos y que brotaba directamente en la espalda, de tal modo que tenía la camisa empapada y pegada a la piel. Al cabo de un rato, una voz que tampoco era la mía, empezó a mascullar entre dientes, abriéndose paso por entre las vísceras petrificadas, acompañada de resoplidos y de contracciones faciales excesivas. ¡Por la nena! ¡Por la nena! y, sin que haya habido la menor deliberación de mi parte el vaso salió volando, chocó contra la oreja de Haydée y, sin romperse, rebotó varias veces en el suelo hasta que se detuvo cerca de la pared. Haydée apenas si desvió un poco la cabeza al recibir el vaso en la oreja y después de echarme una mirada distraída, siguió fumando ensimismada, frotándose de tanto en tanto la oreja con los nudillos, al parecer sin oír mis resoplidos que duraron hasta que sin que "yo", que ya había desertado el puesto de comando, le haya sugerido ninguna orden, "mi" cuerpo compacto, de una pieza, envuelto en piel sudorosa recubierta a su vez por ropas estivales claras y livianas, se dirigió a la cocina en busca de un tercer vaso de ginebra. Entre las muchas cosas ridículas a las que la superstición atribuye generalmente existencia, tales como el hombre, la sociedad, el mundo cuatridimensional, las reencarnaciones de Buda y el campo electromagnético, el carácter es probablemente la más ridícula, puesto que hete aquí como se dice que la diosa estructuro-cacharelo-kleiniana, el amor de mi vida en una palabra, el centro luminoso en cuya compañía durante años estuve sintiéndome, a causa de sus perfecciones, larva, viscosidad y negrura, acababa de mandar al suplicio quizás, a la muerte más que seguro, a una vecina de veinticinco años -arrogante y todo lo que se quiera y capaz de mandarnos al pelotón de fusilamiento el día que por desgracia el poder hubiese caído en sus manos, pero ese es su problema-, por sumisión a los designios turbios de su madre, y con el pretexto infame de que lo hacía por la nena, por mi propia hija, hete aquí como se dice que eso había ocurrido en mi propia casa, después de meses, de años de impotencia y de desprecio, y que cuando Haydée me lo dijo ya no habíamás nadie dentro de mí capaz de tomar la decisión de hacer o pensar algo un poco más sensato que tirarle el vaso contra la oreja, mascullar sin cesar ¡Porta nena!¡Por la nena!, e ir por fin hasta la cocina a buscar un tercer vaso de ginebra con hielo. Que me cuelguen si hubiese podido prever que, después de cuarenta años de derivar, incierto pero viviente, debatiéndome en las redes del tiempo fútil y del espacio irrisorio, iba a encontrarme una madrugada de diciembre forcejeando en la cocina con una cubetera bajo el chorro de agua de la canilla, y enteramente vacío, o pétreo, o desertificado por dentro, en el centro de un mundo hirviendo de reptiles a mi alrededor.

Pero todo esto es historia antigua, pasó hace siete meses más o menos, de modo que porque la madre de mi hija, psicoanalista reputada por otra parte, brillante y hermosísima, excelente esposa y de lo más viciosa en la cama cuando tiene realmente ganas, lo cual nunca viene mal, mande al suplicio y a la muerte más que seguro a una vecina de veinticinco años que sabíamos tener en las rodillas cuando tenía la edad de nuestra hija, no voy a pasarme el santo día rememorando la cosa tratando de entender como se dice dónde estuvo la falla en nuestra pareja ni rompiéndome la cabeza para saber de qué modo reconstruir como dicen en las revistas femeninas, nuestra relación. Después de dos o tres días de borrachera, me hice una valija y me vine a la casa de mi madre. Podía haber venido nomás con lo puesto porque de todos modos me bañaba una vez cada quince días y durante tres meses no salí una sola vez a la calle. Mi madre, ciega a causa de la diabetes, se estaba muriendo en su dormitorio, en la cama de matrimonio que mi padre había desertado veinte años atrás por otra menos exigente, la tumba. Cuando entraba en la pieza a verla, ella me palpaba las mejillas con sus manos ya casi transparentes y me llamaba su bebé; sentada en la cama sin siquiera apoyarse contra la pila de almohadas aplastadas en el respaldar, flaca, blanca y gris y un poco evanescente, reducida a sus nervios ya casi insensibles, a sus órganos en su mayor parte inactivos, a sus reflejos mudos, que se obstinaban en persistir en un espacio-tiempo del que ella se había ausentado desde hacía años.