38945.fb2 Lo que esconde tu nombre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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9 No tengas miedo

Sandra

Desde que estaba embarazada se me había ido desarrollando algo parecido a un sexto sentido, notaba los cambios de tiempo y sobre todo si iba a ocurrir algo fuera de lo normal, algo que me iba a alterar. Parecía que el niño se volvía más activo o se paralizaba completamente y eso me asustaba. Me daba la impresión de estar llena de sensores sin saberlo y que bastaba con que se avecinase algún disgusto o quebradero de cabeza para que los sensores se encendiesen, de lo que nada más se daba cuenta la criatura desde su mundo. Los sensores y la criatura estaban en otro plano o en otra frecuencia que anticipaba unas pocas horas lo que iba a pasar. Y de madrugada me desperté completamente desvelada y con angustia. No quería levantarme tan pronto porque no quería sentirme cansada durante el día y cumplir agotada con todas las ocurrencias de Karin hasta que llegara la hora de reunirme con Julián. Así que me puse a leer, pero no podía concentrarme. No tenía ningún motivo objetivo para sentirme nerviosa, por lo menos no más de los conocidos y con los que había aprendido a levantarme y acostarme, sin embargo el amanecer estaba siendo muy desagradable como cuando de niña me despertaban las peleas sin sentido de mis padres y entonces la vida se volvía agria, como si ellos tuviesen poder sobre el sol, el cielo y las plantas.

También era cierto que por la noche había tosido y que probablemente la misma tos me hubiese agitado. Podría ser que hubiese empeorado tardes atrás en la puerta de la peluquería cuando salí sin el anorak. Quizá era hora de ir buscando un nombre para el futuro niño. Un nombre básicamente servía para llamar a alguien por la calle y que volviera la cabeza. Los nombres en sí mismos no son nada, todo depende de quién los lleve puestos. Ernesto, Javier, Pedro, Jesús, Francisco y mil más. Pero aún no sabía qué cara tendría ni qué voz, cualquier nombre podría valer.

Me desperté a eso de las diez. Mira por dónde repasando nombres me había quedado frita. Mejor, cuanto menos tiempo tuviera que ver u oír a Frida, mejor. Me levanté despacio, me puse unos pantalones para bajar a desayunar y al abrir la puerta del cuarto todo olía a pino nevado. Faltaba una hora para que se largara este duende de los limpios bosques. Karin y Fred haría ya bastante que habrían desayunado y no estaban, se habrían marchado a dar una vuelta por la playa o a comprar. Tenía la casa para mí sola, si excluíamos a Frida, que de alguna manera estaría vigilándome aunque no la viese. Me abrigué para salir al jardín a tomarme el café con leche. Las plantas me hacían pensar muy positivamente, pero en cuanto desviaba la vista algo negativo me rondaba. Con Karin y Fred ausentes podría escudriñar por la casa, podría bajar al sótano y ver el sol negro ahora que sabía lo que era. Simbolizaba, según Julián, lo que se oculta tras el sol brillante, lo que no vemos, y sus rayos se doblaban formando la esvástica y las runas. Los nazis creían en estas cosas, en lo que se inventaban ellos y en lo que aprovechaban para sus fantasías. En el fondo se trataba de dominar y de hacer lo que les daba la gana y todos los que yo iba conociendo tenían ese punto.

No quería estar con Frida, así que me arreglé un poco y puse la moto en marcha. Puede que me encontrara circunstancialmente con Julián por el pueblo o puede que me diese un paseo por la playa. Pero cuando iba a arrancar apareció Frida. Se había hecho dos pequeñas trenzas a los lados y llevaba puestos los guantes de fregar.

– No puedes irte -me dijo.

Me quedé mirando su cara de pan. Me la quedé mirando a los ojos.

– Tienes que quedarte hasta que vuelvan, quieren hablar contigo sobre algo importante.

Noté una chispa maligna cruzando en esos ojos azules como el cielo, que serían capaces de aguantarme la mirada dos o tres horas.

– Gracias -dije volviendo dentro.

Caí desplomada en el sofá y cogí la bolsa de terciopelo con las agujas y el pequeño jersey que parecía condenado a no tener mangas ni cuello. Me puse a hacer punto. Hacía punto y tosía, tosía y hacía punto. Me quité el anorak, ¿qué querrían decirme Fred y Karin? La cara de Frida había sido demoníacamente impenetrable. Con los guantes de fregar puestos daba más miedo aún, podría hacerme pedazos y luego quitárselos y tirarlos a la basura junto con mis restos.

Bebí agua porque la tos me irritaba la garganta y me puse otra vez el anorak, tenía calor y frío. No tenía ganas de hacer punto, no tenía ganas de nada, no había nada allí que lograra que me sintiera en un hogar donde apetece tumbarse en el sofá y leer una revista. Pero tampoco estaba allí para eso, tampoco estaba pasando estas angustias para tirarme en el sofá y leer una revista. Tenía una misión, un trabajo que hacer. Frida y yo estábamos luchando en el mismo terreno, aunque no con las mismas armas, yo no tenía armas.

Me subí a mi cuarto a hacer tiempo, la cama estaba revuelta, Frida en cuanto me levantaba un poco tarde ya no me limpiaba el cuarto, era su manera de castigarme por perezosa, no me soportaba. La había pillado observándome de reojo cuando me veía echada a la bartola en una tumbona o en el sofá o bostezando por la casa. No soportaba a las personas como yo, seguramente personas parásitas a su entender. Frida lo tenía todo tan claro quedaba envidia y miedo.

Vi por la ventana cómo entraba el Mercedes en el garaje. Qué curioso, no se habían llevado el todoterreno, se habían llevado el coche que usaban cuando querían impresionar o parecer más formales. Casi siempre que visitaban a Alice y a Otto llevaban el Mercedes. Se conocían de sobra y sabían qué propiedades tenía cada uno y aun así no querían ceder terreno en cuanto a presencia y poderío, así que se podrían haber acercado por casa de Alice o por otro lugar parecido. Quizá habrían ido a solucionar algún papeleo o simplemente al banco. Al entrar oí frases, luego distinguí que eran en alemán y finalmente capté la voz de brida entre las de ellos. La situación no me daba buena espina y me tumbé en la cama deshecha a pensar.

No entendía qué podría haber pasado, pero todo apuntaba a que tenía que ver conmigo. ¿Sería por lo del hotel? ¿Me habrían visto entrar en el hotel de Julián mientras Karin estaba en la peluquería? Siempre podría decir que había llegado hasta allí tratando de aparcar y que había tenido ganas de ir al baño. Ya estaban más o menos acostumbrados a mis idas y venidas al baño. Podrían haberme visto con Julián en el Faro, en el pueblo. Podría ser por tantas cosas… Pero… ¡ ay, Dios!, también podrían haber descubierto lo de las jeringuillas, era eso. Me defendería diciendo que no sabía de qué me hablaban, ¿qué era eso de dos jeringuillas usadas? Seguramente alguien las habría tirado a la basura, y la basura a un contenedor. Les diría que si pensaban esas cosas de mí, ¿cómo iba a entrar en la Hermandad? ¿Por qué querrían que entrase en la Hermandad alguien a quien creían capaz de robar de una papelera dos jeringuillas usadas? ¿Para qué querría yo dos jeringuillas usadas?, ¿o acaso pensaban que era una drogadicta y que las había usado para inyectarme heroína?

Oí unas leves pisadas que se acercaban a mi puerta. No eran las enormes y pesadas de Fred, lentas y macizas. Y no eran las que arrastraba Karin. Éstas parecía que apenas rozaban el suelo, eran como viento rasante, como grandes hojas de otoño cayendo una detrás de otra. Eran como las pisadas de un hada, o de una bruja.

Tocó o más bien rozó la puerta con los nudillos y abrió antes de que yo respondiera. Frida estaba haciéndome una declaración de guerra, algo que me irritó, me asustó y me haría la vida mucho más difícil. Me sorprendió tirada en la cama sin apenas tiempo para reaccionar.

– Baja -dijo-. Quieren verte.

– ¿Por qué no has llamado a la puerta2 -pregunté para rehacerme.

– Sí, he llamado pero no lo has oído, estarías durmiendo.

Noté en el tono de su voz el desprecio que me tenía y que me haría todo el daño de que fuese capaz. Y quizá sus sentimientos hacia Alberto tuvieran algo que ver en esto, y si era así me alegraba mucho.

– ¿Por qué dices que estaba durmiendo? ¿Es que me ves por un agujero? -dije incorporándome y hablando lo más alto que podía. Algo me decía que debía rebelarme contra Frida y dejar constancia ante Fred y Karin de que no nos llevábamos bien.

– No te va a valer de nada que te pongas así -dijo sin levantar la voz para que nada más la oyese yo.

En ese momento me entró un ataque de tos. Desde lo de la peluquería no paraba de toser, pero ahora con el nerviosismo la garganta empezó a picarme y el pecho me dolía y me lloraban los ojos y apenas podía hilar una frase.

– Desde que llegué… a esta casa… me la…

Iba a decir, me la tienes jurada, pero en ese momento salió y cerré la puerta con un portazo. La tos me ahogaba. Oí el chorro de agua del baño, que estaba en el pasillo frente a mi habitación. Frida debía de haber ido a traerme un vaso de agua. Me tumbé boca abajo en la cama para toser mejor. Más pasos subiendo por la escalera. Necesitaba el vaso de agua, pero no lo tomaría de manos de ella.

– ¿Podemos entrar? -dijo Karin.

– Está abierto -dije, lo que era absolutamente cierto porque ésta era la única habitación de la casa que no tenía pestillo.

Karin le arrebató el vaso de agua a Frida y me lo puso en los labios. Me bebí medio de un trago y me alivió. Me sequé las lágrimas. Estaba cansada y sudaba.

– Tranquilízate -dijo Fred-. Seguro que todo tiene una explicación.

– Tiene que tenerla -dijo Frida.

– Cállate, por favor -dijo Karin sentándose en mi cama.

Me levanté, no quería que mi cama se convirtiera en una cama redonda de monstruos. Aunque durmiese bajo el mismo techo, necesitaba tener un espacio lo más alejado posible de sus cuerpos y sus espíritus.

– Ya estoy mejor -dije dirigiéndome a la puerta.

Ellos me siguieron. Los pasos pesados y los arrastrados y los de goma fueron tras de mí escaleras abajo, en comparación con todos ellos los míos eran normales. Escuché mis pasos, algo que nunca había hecho antes, y eran más parecidos a los de la gente corriente que los de ellos.

Pasé a la cocina, a un terreno un poco más neutral que mi propia habitación y me puse un gran vaso de agua fresca. Vinieron detrás, no hablaban. Sólo Frida dijo algo en alemán y nadie le contestó. Juraría que estaba diciendo que yo exageraba para dar pena y que era puro teatro y en cierto modo tendría razón, quería distraerles de lo que fuera en que me hubiesen pillado. No quería sentirme como una condenada esperando la sentencia.

Me senté para beber, y ellos también se sentaron, menos Frida.

– Seguro que tiene una explicación -repitió Fred.

Frida miró el reloj. Karin miró a Fred. Yo volví a beber.

– Falta una ampolla de la caja que trajisteis de casa de Alice -dijo Fred.

¿Faltaba una ampolla en la caja?, eso no era obra mía. Estaba tan sorprendida que casi suelto una carcajada.

Los tres me miraban muy serios. Tardé un minuto en reaccionar, me quedé con el vaso en la mano, luego lo coloqué en la mesa muy despacio y al levantar la vista me encontré con los ojos de hija de puta de Frida. No quería pillarme los dedos y calculé lo que iba a decir, que sería nada.

– ¿Y qué queréis de mí? No entiendo nada.

– Tal vez la hayas cogido sin querer o la hayas cogido y la hayas puesto en otro sitio.

– ¿Y para qué querría yo coger una ampolla de Karin? No tiene sentido.

– Tendremos que buscársela entre todos -dijo Fred.

– ¿Y las otras? -pregunté-. ¿Las gastaste todas?

– No, me queda una -dijo Karin-. No pensaba empezar la otra caja hasta terminar ésta.

– Yo jamás he tocado esas cosas, ni siquiera entro en vuestro cuarto.

– Sí que entras -dijo Frida-. El otro día entraste y se te cayó esto.

Me enseñó uno de los pequeños pasadores de colores con que solía sujetarme el flequillo antes de cortarme el pelo.

– Tú entras en mi habitación, lo has podido coger de allí-dije.

– Lo encontré yo -dijo Karin con voz un poco abatida como sintiendo haberme pillado en falta.

Debía pensar rápido porque para empezar estaba segura de que no se me había caído ningún prendedor en ese baño, lo tenía que haber puesto allí Frida.

– El pasador ha podido ser arrastrado con la escoba, Frida también barre mi habitación.

Karin se quedó pensativa.

– También podría ser que limpiando se te haya caído la caja al suelo y se haya roto una ampolla y quieras echarme a mí la culpa.

Acababa de afianzarme a la peor enemiga del mundo.

Karin y Fred negaron con las cabezas.

– Tendría que haber sacado la caja del cajón de la cómoda para que se le cayera al suelo, y en ese caso la caja se habría tenido que mojar con el contenido de la ampolla -dijo Fred.

– No sé qué deciros, no sé nada de eso. Puede que Karin se la haya puesto y no se acuerde.

Karin frunció el ceño, no le gustó que yo dijera eso. Probablemente Frida se había dado cuenta de la ausencia de los inyectables en la papelera, pensaría que yo tenía una coartada y había preferido prepararme esta jugarreta, no se me ocurría otra cosa, quería desenmascararme de una vez por todas. Entonces intervino Fred.

– ¿Qué crees que hay en esas inyecciones?

– Vitaminas, supongo que debe de ser un complejo vitamínico muy fuerte y completo que yo al estar embarazada no me atrevería a ponerme.

– Tal vez querías la ampolla para otra cosa -dijo Frida.

Frida estaba decidida a acabar con esto de todas todas y pensaría acusarme de espía y de que había cogido la ampolla como prueba. Pero Karin miró a Fred, y Fred dijo que se había acabado, que verían la forma de aclarar esta situación y que Frida podía marcharse. Karin aún no quería acabar conmigo, aún quería chuparme un poco más la sangre y no estaba dispuesta a que Frida le estropease la diversión precipitadamente.

Frida dijo algo en alemán. No necesitaba que me lo tradujeran para saber que les decía que iba a dar cuenta de aquello. Los otros asintieron.

– Si has sido tú es mejor que nos lo digas -dijo Karin en cuanto Frida cerró la puerta tras de sí.

– Yo no he tocado esas ampollas, lo juro.

Dije la verdad y les miré de frente y les sostuve la mirada.

– No sé qué habrá ocurrido, pero yo no he sido.

– Quizá Alice -dijo Karin- le haya ordenado a Frida cogerla pensando que la culpa recaería inmediatamente en Sandra. Así tiene una ampolla más y yo me quedo sin Sandra, ya sabes que quiere todo lo que no es suyo.

– Tengo que confesar algo -dije-, quiero ser sincera. Hace unos días entré en vuestro baño. Quería ponerme unas gotas del perfume de Karin, es un perfume que me encanta, pero estuve lo justo para ponérmelo y no se me cayó ninguna horquilla, lo juro.

– Eso cambia las cosas -dijo Fred-. Antes has jurado que no habías entrado nunca en el baño y ahora reconoces que sí, ya no eres fiable.

– No lo juré, sólo dije que no había entrado y se lo dije a Frida, no a vosotros. No quería que Frida usara esta información en mi contra.

– Haces bien en decirnos la verdad -dijo Karin mirando a su marido con reprobación-. Es normal que viviendo aquí hayas entrado alguna vez en nuestra habitación y en nuestro baño y también sería normal que hubieses mirado mis vestidos y que te los hubieses probado.

– No, no me los he probado, no me atrevería, no son míos.

– ¿Te gustan?

– Son realmente preciosos. Sólo los vi una vez.

– Es normal -dijo Karin dirigiéndose a Fred.

– Pero ¿qué tiene ese líquido para que Alice ponga en peligro vuestra amistad?

– Nuestra amistad no está en peligro -dijo Fred-. No nos une la amistad sino la Hermandad. Hay hermanos que no se soportan y sin embargo no pueden dejar de ser hermanos. No hay nada que nos pueda separar para siempre.

– ¿Y qué hacemos ahora? -pregunté ingenuamente, sabiendo que alguien me estaba probando: ellos, Frida o Alice. Era como estar ante un examen del que no se sabe ni una sola respuesta porque tampoco se entienden las preguntas.

Les dije que me encontraba mal, que creía que tenía gripe y que esta situación tan desagradable me había empeorado y que me marchaba a Madrid. Ya no podía más, me encontraba sola, iba a tener un hijo y estaba con una familia que no era la mía. Y por mucho que ellos dijesen que eran como mis abuelos, no lo eran porque mis verdaderos abuelos me habrían creído a mí y no a una extraña. Pero para ellos Frida no era una extraña, la extraña era yo. Tenían más confianza en la asistenta que en mí, y lo entendía, yo era una recién llegada, no era su nieta, me habían encontrado en la playa vomitando, sola, y me habían traído a esta casa que Frida conocía mucho antes que yo. Según hablaba se me habían ido llenando los ojos de lágrimas y ahora había explotado. Tenía verdaderas ganas de explotar. No era su nieta, ellos no eran mis abuelos, era una empleada como Frida a la que pagaban, y me pagaban muy bien, por cierto, por eso estaba con ellos, pero no todo se podía pagar con dinero, me acababan de acusar de robar y yo no había robado nunca nada en mi vida, y hasta aquí habíamos llegado. El llanto mezclado con la tos me dejó sin habla. Los dedos doblados de Karin me acercaron el vaso. Bebí y bebí y me serené un poco.

– Me voy a jugar al golf, al aire libre pienso mejor -dijo Fred.

Seguía envuelta en mi tos cuando volvió vestido con los pantalones de cuadros, los zapatos blancos y negros y la gorra que usaba para jugar. Cogió del armario de la entrada la bolsa con los palos y salió. Cuando oí arrancar el Mercedes dije:

– Yo voy a recoger mis cosas. Ha llegado el momento de decir adiós.

Subí arriba con una gran sensación de libertad, no habían tratado de retenerme, me marchaba, me libraba de esta pesadilla. Comería por ahí y estaría tumbada en la playa hasta la hora de verme con Julián y despedirme de él. Ahora que habíamos descubierto que el famoso líquido era una estafa, mi deber con la humanidad estaba cumplido y ya no tendría que hacer ninguna otra heroicidad el resto de mi vida. Me marchaba a un mundo normal donde la gente toma lo que le receta un médico normal.

Me extrañó que Karin, que no soportaba que nadie actuase por propia voluntad, me dejara subir. Cuando llegué a la habitación, la ventana estaba abierta y se oía cantar a los pájaros y parecía que todo era como antes. Estaba agotada por el malestar físico y por tener que salir del atolladero con el mayor grado de sinceridad posible, pero no tenía más remedio que sobreponerme. El único amigo que tenía aquí no podía con su alma y de los demás no podía fiarme. Así que cogí la mochila, la abrí y metí en ella mis cuatro trapos pensando que si Fred y Karin no se parecían en nada a aquellos ancianos de la playa que ayudaban a chicas como yo, ¿cuántas veces me habría equivocado y habría juzgado demasiado bien o demasiado mal a la gente? Tampoco se puede uno pasar la vida sospechando de cada uno que se le cruza en el camino para poder acertar. Hay gente que enseguida se da cuenta de lo que hay debajo de una cara o de una sonrisa. Yo, tenía que admitirlo, era lenta, y por eso Fred y Karin me habían explotado en la cara, como en cierto modo también Julián.

Con lo que me habían pagado tendría para vivir una temporada. Después de hacer todo esto, pasé la mano por la última balda del armario por si me dejaba algo, y en ese instante oí los nudillos de Karin tocando en la puerta. ¡Adelante!, dije antes de que entrara, que es lo que ella iba a hacer de un momento a otro.

– No deberías irte así, no te encuentras bien, estás resfriada. Puede que tengas gripe. Quédate unos días hasta que mejores, cuando te recuperes nosotros mismos te llevaremos al autobús o al avión o donde tú quieras, mientras tanto descansa.

Veía la cara de bruja de Karin y me daba miedo. Yo era más joven y más fuerte y podría con ella en caso de llegar a las manos y sin embargo me daba miedo. Ella conocía terrores que yo no había visto nunca y perversidades que ni se me pasaban por la imaginación, intuía que aunque estuviésemos solas no sería tan fácil vencerla.

– No, he decidido marcharme hoy -dije poniéndome las botas y la mochila a la espalda. Quiero irme antes de que llegue Fred.

– No tan rápido -dijo Karin, cogiéndome el bolso. Era un bolso de ante marrón con flecos y el asa muy larga para llevarlo cruzado sobre el pecho. Era un bolso suave, cómodo, que iba mucho con mi estilo. Me lo había regalado Santi. Todo lo que me regalaba Santi me quedaba muy bien. Estaba pensando en esta tontería mientras Karin abría el bolso, era como si necesitara evadirme de lo que estaba pasando en ese momento. No entendía por qué Karin hurgaba en mi bolso, era un acto demasiado agresivo incluso para Karin. Y cuando reaccioné, cuando estaba a punto de decirle que metiera sus sucias y retorcidas manazas en sus cosas sacó algo envuelto en papel higiénico, lo desenvolvió y era una de las ampollas que usaba Karin.

– No quería creer a Frida, me negaba a pensar que nos estabas traicionando, y mira…, tenía razón.

– La ha puesto Frida ahí -dije con un hilo de voz-. Está colgada de Alberto y yo le estorbo.

– No digas tonterías. A estas horas Frida estará dando cuenta a la Hermandad de lo que ha pasado, ¿y cómo voy a defenderte después de lo que he visto?…

– Te juro, Karin -la interrumpí-, que no cogí ni guardé en el bolso esa ampolla, te lo juro por lo que tú quieras.

No me podía creer que yo estuviera diciendo algo así.

– No puedo traicionarles. Me has puesto en una encrucijada. O ellos o tú.

– Si no puedo hacer nada para demostrar que yo no he sido, me marcho.

– Espera -dijo Karin cortándome el paso y con el bolso en la mano-, en estas condiciones no llegarías ni a la vuelta de la esquina.

Karin retrocedió, me tiró el bolso en la cama, salió y cerró la puerta con llave.

Me quedé pasmada.

– Es por tu bien, querida -dijo detrás de la puerta.

Me senté en la cama y miré por la ventana. No veía la forma de llegar hasta abajo. Estaba en un segundo piso bastante alto y no había ninguna tubería cerca de la que agarrarme y no podía correr riesgos en mi estado. Podría tratar de abrir la puerta de una patada, aunque no estaba segura de tener tanta fuerza como para romperla. Karin me había encerrado, me había secuestrado.

Me tumbé en la cama. Ojalá tuviera poderes sobrenaturales y pudiera comunicarme mentalmente con Julián. Ojalá él notara que algo no iba bien y viniera a buscarme. Claro que cómo iba a venir a buscarme un hombre de ochenta años tan delgado que hasta un niño podría romperle un hueso. Ojalá Alberto presintiese que estaba metida en un lío y viniese a buscarme corriendo. Ojalá me quisiera. Ojalá mis padres hiciesen lo que en otras circunstancias no les perdonaría que hiciesen, presentarse aquí y buscarme recurriendo incluso a la policía si hacía falta. Ojalá mi hermana se cabrease con el inquilino y viniese a hablar con él y el inquilino le dijese que yo había ido por allí con una mujer mayor, que él pensaba que era mi abuela y que mi hermana sintiera curiosidad y me buscase. Por favor, venid a buscarme, pensé con todas mis fuerzas. Ojalá el espíritu del Salva ese del que hablaba Julián estuviese ahora en esta habitación y me enviara señales para poder salir porque al ser un espíritu lo vería todo y se daría cuenta de algún punto flaco por donde poder escapar.

Salva, dije, tú que has estado en un campo de concentración, tú que estuviste muchas veces al borde de la muerte antes de morir, mándame fuerza y sabiduría para salir de ésta. Pienso en ti, Salva, en lo fuerte que fuiste y en lo astuto que fuiste para vencer al mal. Métete en mi cabeza, Salva, y dime lo que tengo que hacer. Déjame que piense con tu cerebro y que no necesite aprender todo lo que tú aprendiste para no dejarme dominar por el miedo.

Tengo ochenta y siete años, pensé, tengo ochenta y siete años y os conozco, me habéis explotado y torturado y sé cómo haceros frente. Uno, sois vampiros del infierno y no sois capaces de vivir sin chuparles la vida a otros. Dos, por consiguiente, no se debe confiar jamás en vosotros bajo ningún concepto porque engañaréis y haréis todo lo necesario para chuparme la sangre. Tres, deberé volverme como vosotros para que me dejéis en paz. Cuatro, sois seres de la noche, y la noche oculta las verdaderas intenciones, los verdaderos deseos…

Yo aún era hija del día y veía las cosas bajo la luz del día, pero imaginemos que esa luz se apagase, ¿cómo serían esas mismas cosas en las tinieblas? Cerré los ojos. Cogí el saquito de arena que me había regalado Julián y lo apreté fuerte. No, no era como cerrar los ojos porque con los ojos cerrados no se veía nada. En la oscuridad se sigue viendo pero de otra manera, no se ve todo como en el día, sino algunas cosas que tienen más resplandor o que sobresalen por algo. Cerré las contraventanas y eché las cortinas, me tumbé en la cama a ver qué veía. Por debajo de la puerta entraba un filo de luz. Y ese filo de luz, esos granos de luz, se concentraron en mi barriga. Mi barriga.

Los ojos de los que miran en la oscuridad no verían de mí el brillo de los ojos ni el pendiente de mi nariz, verían a mi futuro hijo en mi barriga. Así que no era una locura pensar que Karin no se había expuesto a que yo descubriese sus secretos sólo para chuparme mi tiempo y mi energía, para que la acompañase a vivir como a ella le gustaba. Karin no me había encerrado aquí porque yo sospechase de ella y Fred y de su famoso líquido transparente, podrían haberse deshecho de mí. Lo hacían porque querían a mi hijo. Traté de no pensarlo pero me vino a la mente la película La semilla del diablo y me sentí realmente mal. Cinco. No te dejes sugestionar por el mal. La gran especialidad del mal es que creas que tiene más poder que el bien.

Mi hijo me protegía, mientras estuviera en mí no me harían nada. Debería aprender a moverme en la oscuridad del mal y ver lo que ellos veían. Debería ser más lista de lo que había sido hasta ahora y no dejarme cegar por la luz.

Todo lo que ellos necesitaban era vida.

Buscaban todo lo que tuviera vida.

Pasó una eternidad hasta que oí la puerta de la calle. Fred acababa de llegar. Él y Karin hablarían de mí en voz baja porque no les oía. Fui hasta la puerta y me separé cuando sonaron sus pisadas en la escalera. Unas pesadas y las otras arrastrándose por el pasillo hasta mi cuarto. La llave giró y entraron. Yo estaba sentada en la cama. Me tumbé cara a la ventana y les di la espalda.

– Karin me ha dicho lo que ha ocurrido y que no lo puedes explicar, ¿o puedes?

No contesté, estaba pensando cómo levantarme de un salto y salir corriendo escaleras abajo.

– Seamos sensatos. Karin ha echado la llave porque no sabía cómo reaccionar, lo ha hecho para protegerte. Si de nosotros dependiera te dejaríamos marchar, pero no se trata de nosotros, sino de la Hermandad. Si la

Hermandad se entera de que pensabas sacar de nuestro círculo el fármaco se agravaría mucho la situación para ti, ¿comprendes? Tenemos que pensar juntos qué hacer.

– Ni siquiera vamos a preguntarte para qué querías la ampolla -dijo Karin-, ¿para venderla en el mercado negro?, ¿piensas que es una droga?

Seguía sin contestar y de espaldas a ellos. Tenía que morderme la lengua para no decirles lo que sabía del líquido, pero cuando se acercaron más y los sentí más cerca, su aliento rozándome en la nuca, me volví de golpe y me levanté.

– Sabéis de sobra que yo no cogí el inyectable. No lo cogí, no lo cogí. Es una trampa.

– Sería peligroso para la gente de la calle que este medicamento circulara sin control. Está fabricado sólo para nosotros -dijo Karin-. Nosotros corremos con los riesgos de sus posibles contraindicaciones, no nos importa. No puede salir de aquí.

– El problema -continuó Fred- es que Frida se lo habrá dicho a Alice y Alice se lo habrá dicho a Sebastian, y a estas alturas todo el mundo estará revolucionado.

Ya no podían engañarme, veía en su oscuridad. Veía las mismas cosas que ellos.

– Habrá que pensar qué hacer -dijo Karin sentándose en la cama.

– Sí, habrá que idear algo -dijo Fred rascándose la barbilla.

– Ya lo tengo -dijo Karin mirándome sonriente-, diremos que ha sido un error mío, que la puse en la caja, en que sólo quedaba una, para tener dos y que luego me olvidé.

No dije nada.

– Pero -intervino Fred- se lo creerán a medias. Tendrás que entrar en la Hermandad para que este incidente quede en familia. En el momento en que formes parte de la Hermandad te atendrás a una jerarquía, a unas normas y todos nos sentiremos más seguros, tú, nosotros y ellos.

La oscuridad me decía que si ponían tanto tesón en que entrara en la Hermandad era porque a partir de ese momento me encontraría en una cárcel sin barrotes. Los cerrojos estarían en mi mente.

– No hay otra salida -dijo uno de los dos.

Ellos estaban en la oscuridad. En la luz estaba Julián, que pronto empezaría a preocuparse por mí.

– ¿Y qué hay que hacer para entrar en la Hermandad?

Ambos sonrieron. Se acercaron más a mí y me pusieron las manos sobre los hombros.

– Verás qué bien -dijo Karin-. Tu vida va a dar un cambio espectacular. No tendrás que preocuparte de nada. Serás nuestra protegida y todo esto -dijo dando una media vuelta por la habitación- será para ti cuando nosotros faltemos.

– Esta noche invitaremos a cenar a Alice y Otto para darles la buena nueva, quizá también llamemos a Sebastian, tal vez venga tratándose de ti, quién sabe.

En la cena se habló de mi ingreso en la Hermandad, aunque no logré enterarme de nada porque estaba muy cansada y se me emborronaba la vista. A la mitad dije que me encontraba mal y Sebastian me retiró la silla.