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Así, la playa era muy cómoda. Fredrik de vez en cuando nos traía un helado, un refresco, la sombra de sus anchos y huesudos hombros caía sobre nosotras. A Karin le gustaba hablar de Noruega, de la casa tan bonita que tenían en un fiordo y que en tiempos fue una granja. Ya no iban allí por el clima, la humedad se les metía en los huesos. Pero echaba de menos la nieve, el aire puro de la nieve azulada. Karin no era esquelética como su mando. Debía de haber sido delgada en su juventud y gorda en la madurez, ahora era una mezcla de ambas cosas, una mezcla deformada. Miraba con esa expresión tan difícil, entre amigable y desconfiada, que no se sabía qué pensaba realmente. O mejor dicho, lo que decía debía de ser una milésima parte de lo que pensaba, como toda la gente de edad que ha vivido mucho para al final acabar disfrutando de las pequeñas cosas. No era raro que Karin llevase en su cesta de paja alguna novela con un hombre y una mujer besándose en la portada. Le gustaban mucho las historias románticas y a veces me contaba alguna que se desarrollaba entre el jefe y la secretaria o entre un profesor y la alumna o entre el médico y la enfermera o entre dos que se habían conocido en un bar. Ninguna se parecía a la mía con Santi.
Era muy agradable dejarme llevar. Paseaba por la orilla, de la sombrilla de la pareja de noruegos al saliente de piedras, y del saliente de piedras a la sombrilla. No volví a vomitar, teníamos toda el agua fresca que queríamos en la nevera portátil, una nevera muy buena que no existía en el mercado español. Casi ninguna de las cosas que usaban eran de aquí, salvo los pareos de ella, comprados en algún tenderete de la playa.
Sobre todo, eran pacíficos. Se movían despacio, no hablaban alto, no discutían casi, todo lo más un cambio de pareceres. No tenían nada que ver con mis padres, que se ahogaban en un vaso de agua a la mínima contrariedad. A mis padres ni siquiera les había dicho que estaba embarazada, no me creía capaz de tener que soportar uno de sus dramas. Aprovechaban cualquier ocasión para salirse de madre, para enloquecerse. Quizá por eso me había liado con Santi, simplemente porque tenía buen carácter y era paciente y armonioso. Y, sin embargo, ya ves, no había funcionado. A la media hora de estar con Santi me invadía una insufrible sensación de pérdida de tiempo, y ésa era una razón de peso para que no me imaginara con él dentro de uno o dos años.
Los noruegos y yo íbamos juntos a la playa alguna mañana que otra, por lo que tampoco me empachaban demasiado. Cuando me dejaban en casa a veces ni siquiera bajaban del coche. Me despedían desde las ventanillas y me dejaban en paz.
Quería tomar algo antes de regresar al hotel, siempre he tenido la idea de que en los hoteles comer algo es más caro que en la calle. Rehuí los restaurantes que me iba encontrando porque no quería pasarme dos horas cenando sin muchas ganas. Así que entré en un bar y me pedí una ración de ensaladilla y un yogur, también una botella grande de agua para llevármela al hotel porque mi hija me había insistido tanto en que no bebiera agua del grifo que era casi un acto de lealtad hacia ella beber agua embotellada.
El recepcionista del hotel era aún el que vi a mi llegada. Tenía una gran peca en la mejilla derecha que lo hacía pintoresco y que había hecho que no lo olvidara, se me había grabado inmediatamente en la mente, como me sucedía de joven cuando archivaba caras de forma automática, sin posible confusión entre unas y otras. Le pregunté mientras me entregaba la llave de mi cuarto si no terminaba ya su turno. Él pareció sorprenderse por que me preocupara por él.
– Dentro de una hora -dijo.
Tendría unos treinta y cinco años. Echó una ojeada a la botella.
– Si necesita alguna cosa, la cafetería está abierta hasta las doce, a veces hasta más tarde.
Me volví buscándola alrededor con la mirada.
– Al fondo -dijo.
Debía de ser la misma en que me había tomado el vaso de leche. No sé por qué le habría dicho que no cayera en la tentación de borrarse la peca, porque esa mancha podría ayudarle a sobresalir en la vida. Me vino a la mente la cicatriz en forma de uve que Aribert Heim tenía en la comisura derecha de la boca y que con la edad se habría camuflado entre las arrugas. Durante años llegué a obcecarme tanto con ella que en cuanto veía a un viejo de unos ochenta o noventa años con algo junto a la boca que parecía una cicatriz, me lanzaba tras él. Pero incluso con una estatura tan llamativa y esa señal había logrado esconderse de nuestros ojos una y otra vez, una y otra vez. Se había mimetizado con los de su especie y a veces se le confundía con otros nazis gigantones y longevos como el mismo Fredrik Christensen, que era muy parecido a él. Durante las cinco semanas que estuvo en Mauthausen entre octubre y noviembre de 1941, se dedicó a amputar sin anestesia y sin ninguna necesidad, sólo para comprobar hasta dónde podía resistir el dolor un ser humano. Sus experimentos también incluían inyectar veneno en el corazón y observar los resultados, que anotaba minuciosamente en cuadernos con tapas negras, y todo lo hacía sin perder los modales ni la sonrisa. Afortunadamente ni Salva ni yo coincidimos con él en el campo. Otros compatriotas no podrían decir lo mismo. Lo llamaban, sin exagerar, el Carnicero, y lo más seguro era que el Carnicero estuviera tomando el sol y bañándose en algún lugar como éste. Él y los otros estarían disfrutando de lo que no era como ellos, de lo que no habían hecho a su imagen y semejanza. Salva había tenido el coraje de no querer olvidar nada.
– ¡Vaya día! Estoy un poco cansado -dije quitándome el sombrero y la imagen de dos judíos cosidos por la espalda gritando de dolor y suplicando que los mataran de una vez. ¿Quién hizo aquello? Alguien a quien estos gritos de dolor le afectaban como a nosotros los de un cerdo en una matanza o los de una rata atrapada en una trampa. Era imposible volver al punto en que aún no se ha visto algo así. Se podía fingir ser como los demás, pero lo visto, visto estaba. Este viejo fantasma de mi cabeza debió de envejecerme, porque el recepcionista dijo, poniendo un gesto bastante serio:
– Ya le digo, si necesita alguna cosa, no dude en llamarme.
En señal afirmativa hice un gesto con el sombrero medio arrugado en la mano.
En realidad no estaba cansado, pero estaba tan acostumbrado a estar cansado y a decirlo que lo dije. Estar cansado encajaba mucho más con mi perfil que no estarlo.
Tras el consabido ritual que me llevaba unos tres cuartos de hora, me metí en la cama. Vi un poco la televisión y enseguida apagué la luz y me puse a visualizar mentalmente la calle y la casa de Fredrik, la foto del periódico y lo que sabía de él. Sus fotos de joven, de las que sólo tenía dos en el archivo de mi despacho y alguna más en mi archivo mental, eran suficientes para recordarle como en realidad era, un monstruo que, como Aribert Heim, creía que tenía poder sobre la vida y la muerte. También como Heim, era de uno noventa, cara angulosa y tenía los ojos claros. De joven la arrogancia es más visible, está en el cuerpo, en los andares, en un cuello más largo y por tanto en una cabeza más alta, en una mirada más firme. En la vejez, los cuerpos decrépitos disfrazan la maldad en bondad y la gente tiende a considerarlos inofensivos, pero yo también era viejo y a mí el anciano Fredrik Christensen no podría engañarme. Reservaría las fuerzas que me quedaban para el anciano Fredrik, el resto del mundo tendría que arreglárselas sin mí, me dije preguntándome qué habría pensado Raquel de todo esto, aunque me lo imaginaba, me diría que iba a desperdiciar la poca vida que me quedaba.
Me desperté a las seis de la mañana. No estaba mal, había dormido de un tirón y me duché, afeité y vestí sin prisas, oyendo las noticias en la radio-despertador de grandes números rojos que había al lado del teléfono, lo que también me servía para ponerme al día con la política local y el esfuerzo de los ecologistas para que no construyeran más en la playa.
Fui uno de los primeros en llegar al comedor y desayuné a fondo, sobre todo mucha fruta, prácticamente toda la que necesitaría tomar a lo largo del día, más una manzana que me metí en el bolsillo de la chaqueta. Salí y caminé hacia el coche sintiendo el aire de la mañana ya bastante fresco a estas alturas de septiembre.
Subí hasta el Tosalet cruzándome con coches que llevaban más prisa que yo, seguramente camino del trabajo. Yo en cierto modo también iba a trabajar, aunque no me pagasen. Se podría llamar trabajo a todo lo que suponga una obligación impuesta por uno mismo o por los demás, y mi trabajo me esperaba en una pequeña plaza a la que daban varias calles, una de ellas era la de Fredrik. Me situé de forma que a lo lejos pudiera observar la espesa hiedra de la casa, tapando prácticamente su nombre, Villa Sol. Como Christensen no me había visto en toda su vida, no tendría que esconderme demasiado, sólo hacer movimientos naturales en caso de cruzarnos.
Y nos íbamos a cruzar porque antes de una hora de espera asomó el morro de un todoterreno verde oliva del fortín Villa Sol. El corazón me dio un vuelco, ese vuelco que tanto temía mi hija, y casi no me dio tiempo de situarme en posición para seguirle. Estaba terminando de hacer la maniobra cuando pasó lentamente, como una visión, una especie de tanque conducido por Fredrik Christensen. A su lado iba la que debía de ser Karin. Me incorporé a la carretera principal tras ellos. A unos cinco kilómetros hicimos un giro a la derecha. No tenía por qué preocuparme que me viesen, para ellos yo era un vecino que hacía su mismo recorrido, y eso me daba cierta libertad para no arriesgarme a perderles.
Pasados unos kilómetros, de un chalecito salió una chica joven y subió con ellos. Continuaron su ruta hacia la playa, y yo detrás. A veces dejaba que algún otro coche se colara entre nosotros para que no se fijase en mí, pero tampoco quería arriesgarme a perderle, no quería tener que hacer maniobras urgentes ni raras. Tampoco él estaría para demasiadas fiorituras.
Circulamos paralelos a la playa durante unos diez kilómetros hasta que torció a la derecha y aparcó en una calle, al final de la cual se veía un trozo de mar, un trozo de azul deslumbrante. ¿Cómo podían estar tan cerca el infierno y el paraíso? Las olas, si uno se fijaba bien en las olas, eran obra de una imaginación portentosa.
Salieron del coche, y tuve miedo de emocionarme demasiado, respiré tan hondo que me dio tos. Era él, muy alto aún, ancho de hombros, piernas y brazos largos, flaco. Abrió el capó y sacó una sombrilla, una nevera y dos hamacas plegables. A ella en cambio no la habría reconocido. Parecía que el cuerpo se le había descompensado y andaba sin agilidad, había engordado y se había deformado. Se colgó al hombro una bolsa de plástico. Llevaba puesto un ancho vestido playero de color rosa con aberturas a los lados, y él, pantalón corto, camisa amplia y sandalias. La chica llevaba puesta una camiseta sobre el bañador, una gorra, la toalla al hombro y colgando de la mano una bolsa de plástico bonita, no de supermercado. Digamos que en cuanto plantaron la sombrilla los tuve controlados y me entretuve en buscar por los alrededores algún local donde entrar a orinar y a tomarme un café. No fue fácil, pero al final incluso dejé en el coche dos botellas de agua. Mi hija jamás me perdonaría que muriese por deshidratación.
Me quité los calcetines y los zapatos para andar por la arena, era muy agradable. En cuanto tuviera tiempo me bañaría. El Mediterráneo hacía pensar en la juventud y el amor, en mujeres hermosas, en la despreocupación. Localicé con la vista a Fredrik y Karin bajo la sombrilla. Él miraba el mar y ella leía, y de vez en cuando hacían algún comentario. Tenían la cabeza dentro de la sombrilla y el cuerpo fuera, al sol. Había pocos bañistas, los típicos rezagados de las vacaciones y extranjeros desocupados como éstos. La chica joven ya había llegado a la orilla. Estaba tan centrado en la pareja de noruegos que no me di cuenta de que le ocurría algo hasta que Fredrik fue hacia ella. Parecía que una ola se había llevado la revista que leía y saltaba para alcanzarla. Me quité las gafas de sol para ver mejor, pero la luz se me clavó en los ojos y tuve que cerrarlos. Cuando los abrí, Fredrik regresaba dando zancadas con la revista en la mano, la abrió con mucho cuidado y la tendió al sol sobre la sombrilla. Luego sacó un helado de la nevera y se lo llevó a la chica. Me senté junto al muro que separaba la arena de los abrojos, juncos y matorrales que se extendían a mi espalda, con curiosidad y un poco de sueño.
Parecían muy considerados y amables con esta chica que no era de su misma raza aria. Daba miedo verles hacer el bien. Actuaban como si nunca hubiesen llegado a ser verdaderamente conscientes de haber hecho el mal. Por lo general, en la vida normal el bien y el mal están bastante mezclados, pero en Mauthausen el mal era el mal. Nunca a lo largo de mi vida me he tropezado con el bien absoluto, pero sí he estado dentro del mal en mayúsculas y de su fuerza demoledora y ahí no había nada bueno. Cualquiera que viese en este momento a Fredrik pensaría: este hombre fue joven, luchó en la vida, trabajó y luego se jubiló y descansó. Y nunca llegaría a saber que se equivocaba y continuaría equivocándose cada vez que se tropezara con un hombre sin alma.
Estuvimos allí unas dos horas. Cuando vi que empezaban a cerrar la sombrilla, y la chica a sacudir su toalla me fui al coche y esperé. Al poco aparecieron los tres. Se metieron en el todoterreno. Los noruegos iban delante y la chica en los asientos traseros. Se adentraron en el interior, donde las casas tenían un aire más campestre, más auténtico y donde había huertos y muchos naranjos. Luego tiraron por el camino estrecho donde habían recogido a la chica por la mañana y me pareció demasiado arriesgado seguirles, así que continué hacia delante y esperé en un saliente de tierra hasta que asomó el morro cuadrado y grande del todoterreno de Fredrik y lo vi alejarse. Seguramente volverían al Tosalet, por donde podría acercarme más tarde. Ahora le echaría un vistazo más de cerca a la chica de la playa, quería saber qué podría interesarle de ella a la pareja feliz. Así que aparqué un poco mejor el coche y salí.
Iba mirando a derecha e izquierda del camino entre ladridos de perros que se aplastaban furiosos contra las verjas como si quisieran matarse. Hasta que la descubrí junto a una buganvilla, tumbada en una hamaca. Era joven, rondaría los treinta años, ni morena ni rubia, castaña, a pesar de que llevaba parte del pelo de color granate. Tenía un tatuaje negro y rojo en el tobillo que parecía una mariposa, y otro en la espalda, unas letras en chino o japonés, en negro. Estaba tumbada de medio lado, por lo que puede que llevase más en el otro lado. El jardín era pequeño, con un naranjo y un limonero además de la buganvilla, aunque quizá se prolongase algo más por la parte trasera. Había un tendedero con un biquini, ropa interior y una toalla. Estaba sola. Una víctima perfecta para los Christensen. Puede que la conocieran en la playa y hubiesen puesto sus ojos en ella para chuparle su sangre nueva, para chuparle la energía, para contaminarse de su frescura. La gente en el fondo cambia poco, y para Fredrik un semejante era un ser aprovechable al que robarle algo. No se cambiaba en dos días ni en cuarenta años, yo en lo fundamental no había cambiado.
¿Qué podía saber esta criatura de todo aquello? ¿Cómo podría descubrir el mal en estos dos ancianos que se preocupaban por ella? No quería asustarla, ni quería que alguien pensara que yo era un viejo verde recreándose en la visión de una chica dormida e indefensa, aún conservaba algo de pudor a pesar de todo, a pesar de que no me importaba lo que pensaran de mí. Dejé de escudriñar y seguí andando hacia abajo, hacia algún final de este camino buscando carteles de «se vende» o «se alquila» para no ser completamente desleal con mi hija. Mentirle en una cosa tan pequeña, engañarla diciéndole que buscaba una casa que no buscaba, me parecía más mezquino que hacerlo con algo grande, peligroso, algo que realmente mereciese la pena ocultar. Así que para ser consecuente con lo que le había prometido tendría que ocuparme en ratos perdidos de buscar una bonita casa para nosotros y tendría incluso que pensar en la posibilidad de venir a vivir aquí. No quería acabar siendo, además de todo lo demás, un parlanchín que les crea falsas ilusiones a sus seres queridos. Eso no.
Al final de la calle de este sombreado y sinuoso camino en que vivía la chica del pelo rojo, había más y más caminos bordeados de chalés, al lado de los cuales la casa de la chica era una casita, una casita casi de cuento. Como no vi ningún letrero ni ninguna salida clara hacia ningún lado, decidí regresar al coche, y al pasar de nuevo por la casita eché un vistazo a la buganvilla, y la chica ya no estaba. Se abrió una ventana, que seguramente abrió ella, y seguí andando. Se había hecho la hora de tomarme las pastillas y tumbarme un rato.
Fui al mismo bar del día anterior, pero aún tenía el desayuno en la boca del estómago y sólo me pedí un zumo y un café para tomarme las pastillas. Luego subí a la habitación a descansar. Olía a detergente, a fresco, la cama estaba perfectamente hecha y el pequeño balcón que daba a la calle, entornado. Pero no podía distraerme, relajarme, dormirme como si fuese un jubilado normal aprovechando sus últimas fuerzas, como mi amigo Leónidas, que se levantaba temprano y se acostaba tarde para vivir más y luego se pasaba el día dando cabezadas. Llegaría un momento no lejano, en que ya no pudiese conducir, ni coger un avión solo, llegaría un momento en que ni siquiera existiera ningún Fredrik Christensen. La vida me metió en un mundo que yo no quería, un mundo inhumano, sin sueños, y ahora ese mundo llegaba al final como una película que termina.
Según habían ido pasando los días iban quedando menos vecinos, ninguno, a decir verdad, y los días se acortaban y había más silencio. A veces el silencio era tan grande que cualquier pequeño movimiento de hojas sonaba como si fuera una borrasca, y cuando se metía un coche por el sendero parecía que iba a traspasar el muro y se iba a estrellar contra la cama. Menos mal que al poco tiempo las distancias ya no me engañaban y si oía una gota chocando en el suelo del pasillo sabía que en realidad estaba cayendo en el porche. En una tarde de ésas fue cuando noté la primera patada del bebé, y si hubiese sabido dónde vivían Fred y Karin me habría acercado corriendo a contárselo. Seguro que no les habría importado que me presentara de repente en su casa. Desde luego deseché la tentación de llamar a Santi, que se agarraría como un clavo ardiendo a esa patada de nuestro hijo para venir a verme, y la de llamar a mis padres, que me echarían un sermón sobre mi soledad.
Creía recordar que los noruegos habían mencionado algo del Tosalet, pero en el Tosalet las villas se extendían sobre una zona muy amplia de pinos y palmeras, prácticamente bosque, por lo que sería como buscar una aguja en un pajar. Así que me quedé tumbada con las manos en la nuca esperando la siguiente patada. Hasta que no pude aguantar más, hasta que sentí que tenía que compartir con alguien este momento, hasta que se nubló y amenazaba con llover y tenía toda la tarde por delante y no pude resistir el impulso de actuar. No tenía otra cosa que hacer que buscar la casa de los noruegos. Y no sé por qué en el momento en que me subía a la moto en esta tarde gris, caí en la cuenta de que la pareja nunca me había invitado a su casa. Nunca me habían dado la dirección ni el teléfono. Se sorprenderían mucho de verme allí si lograba dar con ellos y yo entonces me sentiría incómoda, como si hubiese traspasado alguna línea invisible trazada únicamente por ellos.
De todos modos, no me importaba darme un buen paseo por estas calles apacibles del Tosalet. El olor a tierra y a flores mojadas, incluso antes de que se hubiesen mojado, se mezclaba con la humedad del mar. Se me abrían los pulmones, respiraba mejor que nunca, lo que sería muy bueno para el niño. Al fin y al cabo yo era su puerta y ventanas al mundo y lo que le llegaba sería muy poco. Oxígeno, música algunas veces, los latidos de mi corazón y posiblemente mi tristeza y mi alegría. Le llegarían sin que él supiese que llegaban y lo arrastraría a lo largo de su vida sin saber que lo arrastraba, y por eso la gente desde la misma guardería tenía un carácter muy marcado, y me preguntaba cómo estaría yo ahora marcando el carácter de mi hijo.
Iba a una velocidad mínima, fijándome en casas que encajasen con mis nuevos amigos y en los nombres de los buzones. Lo segundo era más fiable porque ¿qué pensaba encontrar?, ¿una granja noruega? En esto de las casas la gente es bastante sorprendente. Los hay que van muy atildados y luego su choza está hecha una mierda, y al revés. Mis padres por ejemplo tenían una forma de ser desastrosa, vehemente, alocada, y sin embargo eran muy ordenados con los papeles y facturas y también con la casa, donde todo tenía su sitio y si se fundía una bombilla, era repuesta inmediatamente. Por eso no estaba segura de que la morada sea el fiel reflejo de los moradores.
Me adentré más en la urbanización y aparqué en una plazoleta, le puse la cadena a la moto y cuando levanté la vista vi de frente un restaurante cerrado, lástima porque allí podrían haberme indicado algo. Caían algunas gotas gruesas aquí y allá, pero seguí andando. Si no pensaba, el momento era perfecto. Casi todas las villas estaban cerradas a cal y canto con muretes de piedra y puertas metálicas de una sola pieza, como si no quisieran ver ni ser vistos, como si dentro tuvieran todo lo que pueda desear un ser humano. Llovía, ahora sí que llovía, y al rato arreció de manera salvaje. Me iba empapando a lo bestia y no sabía dónde meterme, no había ningún tejado ni saliente donde pudiera resguardarme.
Fue una mujer en un coche quien, mientras abría la puerta de su garaje con un mando a distancia, me preguntó si quería entrar hasta que amainara. No tuvo que decírmelo dos veces. Me metí en el garaje andando junto al coche con las sandalias encharcadas y desde allí salí al jardín. En el jardín había una pérgola y le dije a aquella señora, extranjera como Karin, que me sentaría bajo la pérgola un rato.
Antes de que pudiera explicárselo yo misma, dio por hecho que me había perdido. Le contesté que estaba buscando la casa de un matrimonio noruego llamados Fredrik y Karin. Deduje que no le sonaban porque se fue hacia la puerta principal sin decir una palabra. Se metió entre dos columnas dóricas que la flanqueaban mientras yo me escurría el agua como podía y me preguntaba cuánto tiempo tendría que pasar en el planeta ajeno de esta señora, sin muy buen gusto, por cierto, pero evidentemente con bastante dinero. En este caso, morada y moradora parecían encajar. Fueron unos diez minutos de soñar qué haría yo con aquel terreno y cómo trataría de salvar la fachada de la casa, cuando regresó la misma señora sosteniendo un paraguas y seguida del alboroto de varios perritos. Ahora venía sonriendo y traía una toalla en la mano. Me la tendió para que me secase, pero no me sequé porque era una toalla de playa con señales de haberse revolcado en ella varios cuerpos, me limité a tenerla en la mano mientras me decía que había telefoneado a Karin, y que Fredrik venía de camino a buscarme.
– La pobre Karin -dijo- está hoy con la artrosis. Los cambios de tiempo la matan.
Los pequeños perros me llegaban a los tobillos, ladraban y saltaban a mi alrededor. Y en medio del griterío le dije que había sido una verdadera suerte que conociera a mis amigos.
– Aquí nos conocemos todos -dijo-. Viven a unos trescientos metros.
Bajó la vista hasta la barriga y la detuvo allí un momento, pero no hizo ningún comentario, no querría meter la pata por si acaso se trataba de una falsa impresión. En ese momento yo aún llevaba ropa muy veraniega con el ombligo al aire, una camiseta por la cintura y unos pantalones de cadera baja. Sentía los pies chapoteando dentro de las sandalias de plataforma.
– No es bueno que cojas frío, deberías secarte.
Los perrillos agitaban sus pelambreras de peluquería.
– No se preocupe -contesté tendiéndole la toalla.
– ¿Conoces a los Christensen desde hace mucho?
– Nos conocimos en la playa hace unos días, lo pasamos bien juntos.
La señora clavó el paraguas cerrado en el banco de madera que había bajo la pérgola. Llevaba un vestido blanco hasta los tobillos y se le transparentaban las bragas. Aunque tendría más o menos la edad de Karin, se la veía ágil y poco consciente de sus años. Me sonrió pensativa.
Cuando oímos el claxon de Fred salimos a la puerta la anciana joven, los perros y yo. Tal como suponía, Fred me miró extrañado. Me preguntó por la moto y si había venido sola y le dije lo que se dice en estos casos, que pasaba por aquí, que recordaba haberles oído decir que vivían en el Tosalet y que… Cuando me cansé de dar explicaciones me callé, tampoco era para tanto. Junto a la entrada había un mosaico muy bonito con el número 50. La anciana joven se sacó un pequeño paquete de uno de los bolsillos del vestido y se lo dio.
– Gracias, Alice -dijo Fred-. Muchas gracias.
Subí al coche con cierto apuro por si mojaba la tapicería.
– Karin está preparando té, llegamos enseguida -dijo con una alegría que no debía de ser sólo por mí, mientras giraba por calles y más calles por donde era milagroso que cupiese el todoterreno y que saliese sin ningún raspón.
Ponía Villa Sol en la entrada de la casa, a cuyas profundidades descendimos, para luego subir andando por unas escaleras a un vestíbulo.
Karin estaba en la cocina. Una cocina de unos treinta metros cuadrados con muebles desgastados y antiguos de verdad y no imitación a antiguo como los de mi hermana. No me preguntó nada, le alegró verme. Andaba con más dificultad que otros días y le habían aparecido dos o tres líneas más de sufrimiento en la cara.
– Hoy me duele todo el cuerpo -dijo.
– Sí, ya me ha dicho esa señora lo de la artrosis.
– ¡Ah!, Alice. Alice tiene mucha suerte, tiene genes de caballo. Aunque parezca imposible me lleva un año.
Entonces Fred le puso a Karin el pequeño paquete en la mano y a Karin se le iluminaron los ojos.
– Ahora vuelvo -dijo.
Regresó al rato con una bata de seda rosa en la mano y me obligó a quitarme la ropa mojada y a ponérmela en un pequeño baño que había al lado de la escalera. A Fred le obligó a ir al garaje a buscarme unas sandalias cangrejeras. Me gustaba más el aspecto de Villa Sol que el de la villa de Alice. Era menos pretencioso y más personal. Había más flores y la arquitectura era la tradicional de la zona, con la fachada color ocre, el tejado de teja, las contraventanas mallorquinas y la marquetería verde oscuro. Nos sentamos en un saloncito donde debían de hacer vida porque olía al perfume de Karin. Tenía chimenea y se veía el jardín y en un rincón había un sillón que me gustó desde el primer momento y que fue donde me senté. Fred me acercó una banqueta para que apoyara los pies. Las tazas tenían el filo dorado, como los platos y la tetera.
– Dentro de quince días empezaremos a encender la chimenea al anochecer. Hay mucha humedad en esta zona.
– Siento haber venido de improviso.
– No importa, querida -dijo Karin-. Quiero enseñarte algo, mira, le estoy haciendo un jersey al bebé.
Fred cogió un periódico y yo me acerqué más a Karin. No podía creerme que hubiesen pensado en mí hasta este punto.
– Hoy me ha dado una patada, bueno, dos patadas.
Karin me sonrió entre sus difíciles arrugas, que hacían que la sonrisa resultara un poco diabólica, como diciendo qué sola estás cuando algo tan íntimo e importante se lo tienes que contar a una perfecta desconocida. Pero como no dijo nada no pude contestar que si se lo contaba a una desconocida sería porque quería contárselo a una desconocida, porque a lo mejor quería contarlo pero no compartirlo.
Dejó las agujas y el ovillo a un lado porque debido a la artrosis no podía hacer nada en este momento y se puso las manos en el regazo y se cogió una con otra.
– Odio el invierno -dijo-. Me gustaba cuando éramos jóvenes, la nieve resplandeciente, el frío helado en la cara. Entonces el invierno no me importaba, podía con todo, ahora necesito el sol y su calor y los días como hoy me entristecen y me hacen pensar. ¿Y sabes qué es lo peor? Pensar. Si piensas en cosas buenas las echas de menos y si piensas en las malas te amargas. Cuando hace mucho calor y estoy en la playa no pienso en nada.
A mí más o menos me sucedía lo mismo, en la playa, con el sol abrasándome la sesera, me encontraba en el séptimo cielo.
– No te preocupes por nada, cariño, tendrás mucho tiempo para olvidar, eres tan joven…
Y las dos nos quedamos mirando hacia el jardín sin decir nada, pensando, oyendo las gotas que caían del tejado y de los árboles. Cerré los ojos y me adormecí, no por sueño sino porque era muy agradable. ¿Olvidar, qué? ¿A Santi? Tampoco era para tanto. Aunque no quisiera casarme ni compartir un hijo (no me hacía gracia la idea de ir al parque con él y el niño), le tenía cariño. Abrí los ojos y me incorporé en el sillón cuando empezó a rondarme la culpa de sentirme junto a Karin mucho mejor de lo que nunca me había sentido junto a mi madre, de preferir tener a Fred bajo el mismo techo, pasando las hojas del periódico, que a mi padre. Me daban paz. Me bebí lo que quedaba en la taza, ya frío. Karin me dijo que si yo quería podía enseñarme a hacerle alguna prenda al niño.
Me entusiasmó la idea de aprender algo útil, de usar las manos, también sería bastante agradable trabajar el barro en medio de esta paz, en días en que no pasa nada. No me hice rogar cuando a las ocho Fred anunció que era la hora de cenar y que esperaban que los acompañara. Puse la mesa mientras Fred preparaba una ensalada más bien ligera. Él se tomó una cerveza y nosotras agua. Después de recoger los mantelitos bordados probablemente por Karin y los platos con escudos en el fondo, Fred trajo un mazo de cartas para que jugásemos al póquer, momento que podría haber aprovechado para marcharme. Pero acepté alejarme otro poco más de mi mundo y meterme de lleno en la dimensión de Fred y Karin. Por otro lado era mejor ir sabiendo lo que me esperaba más adelante, cuando uno no puede darse el lujo de aburrirse.
Karin sujetaba las cartas con sus torturados dedos y echaba miradas vivaces a su marido. Según ella, Fred había ganado varios campeonatos de póquer. Era muy bueno, el mejor, pero las copas estaban en la casa-granja de Noruega y también las que había ganado con el tiro al blanco. Fred trataba de no cambiar la expresión pese a los halagos, no levantaba la vista de las cartas y se dejaba alabar. Cuando por fin nos miró, los ojos le brillaban como a un niño.
Sólo interrumpimos la partida porque llamaron a la puerta.
Eran dos chicos. Uno ni alto ni bajo y ancho, con el pelo rapado y unas patillas muy finas que le enmarcaban la mandíbula. Una camiseta negra sin mangas le abrazaba su gran pecho. Lo llamaron Martín. Martín me miró intrigado y Fred lo cogió del brazo y se lo llevó a una salita que había saliendo del salón. El otro se quedó junto a la puerta. Era casi delgaducho, el pelo, en comparación con el de Martín, se podría decir que era largo y castaño claro.
– ¿Eres amiga de Fred y Karin? -dijo en un susurro y tendiéndome la mano-. Soy Alberto.
Le tendí la mía, el contacto fue demasiado intenso. Tenía la mano muy caliente, ¿o era la mía? La retiré como si quemara y me escabullí hacia la cocina. No quería que siguieran mirándome sus ojos resbaladizos, que parecía que se movían detrás de una capa de aceite. Era imposible saber qué pensaba, mientras que al otro se le había notado la sorpresa al verme. Éste no demostraba nada, era como una anguila.
Cuando salí de la cocina, ya no estaba. Se había marchado con Martín.
No me dejaron regresar a casa. ¿Acaso me esperaba alguien? Se nos hizo tarde jugando a las cartas y no paraba de llover, Fred tendría que llevarme hasta la moto con el coche y yo luego debería bajar todas aquellas curvas horribles en medio del aguacero, total, ¿para qué?, ¿para dormir en mi propia cama?
– Tenemos habitaciones de sobra -dijo Karin.
Fred no decía nada, lo que me hacía dudar, hasta que Karin empujó a Fred.
– Dile algo -dijo-, no te quedes como un pasmarote.
– Si pasas la noche aquí, mañana podremos ir juntos a la playa, o quizá prefieras bañarte en la piscina -comentó él.
Me dejé rogar durante unos minutos y me quedé, y alargamos un poco más la velada hasta que me condujeron a un cuarto muy agradable, empapelado con flores azules y una estantería blanca.
– La ha hecho Fred -dijo Karin señalando la estantería.
Pensé que quizá mis padres fuesen más felices si mi madre admirase a mi padre como Karin a su marido. Pero debía de ser algo genético porque tampoco yo había logrado admirar a Santi de esa manera. Karin me dejó un camisón de satén color hueso con una caída de fábula. Parecía un traje de noche. Debía de pertenecer a la época en que ella sería alta y delgada y se hacían telas para que durasen toda la vida. Me sentaba de maravilla y me daba pena meterme con él en la cama y arrugarlo. Normalmente dormía con una camiseta vieja y cómoda y unas bragas, no necesitaba más. No le veía sentido a meterme entre las sábanas como si estuviese en una fiesta de alto copete… hasta ahora, en que la seda o el satén se me arremolinaba en los muslos y se me ajustaba a unos pechos de princesa. Puede que mi hijo, para nacer con la autoestima alta e ir seguro por su vida futura, necesitase que su madre durmiera con camisones de vampiresa.
Aunque eché de menos algunas revistas atrasadas de mi hermana y saber qué habría sido de la princesa Ira de Fürstenberg, enseguida me entró sueño, era imposible resistirse a aquella cama, aunque me dio tiempo de preguntarme qué hacía yo en esta habitación, en esta cama, entre tantas florecillas azules y en este camisón.
Como todas las noches desde hacía un par de meses tenía que levantarme a orinar una o dos veces como mínimo. Me desperté un poco desorientada recordando vagamente que había un baño en el pasillo. Mientras lo buscaba no dejé de oír ese ruido que hacen las camas cuando… y algún gemido que otro. ¿Estarían estos dos ancianos…? ¿Estarían haciendo el amor? No sabía qué hora podría ser y al volver a la cama se continuaba oyendo un murmullo lejano, ahora de palabras sueltas como si estuvieran comentando cómo les había ido, y me tapé la cabeza con la almohada casi con vergüenza por haberles escuchado contra mi voluntad. Así que no me extrañó que por la mañana les dieran las diez. Al principio, nada más levantarme, pensé que era yo la perezosa porque no se oía un alma, pero al ver que la puerta de la calle tenía el cerrojo echado deduje que seguían dormidos. Descorrí las cortinas del salón y abrí la puerta y el día era maravilloso. El sol arrancaba brillo a las hojas mojadas y al aire y los pájaros cantaban a pleno pulmón. Me hice un café con leche y me lo estaba tomando en el porche cuando aparecieron bostezando, Karin en camisón y Fred en pantalón corto y un enorme polo de manga por el codo. Estaban contentos. Me preguntaron si había descansado y Karin parecía más ágil que el día anterior.
– Voy a preparar el desayuno -dijo Fred.
No me dio tiempo de decirles que ya era algo tarde y que me marchaba. Karin se anticipó colocando en la mesa del porche los mantelitos bordados. Y mientras ella se vestía, Fred hizo unos zumos de naranja y el consabido té. Bien, me dije, en cuanto terminemos me marcharé para seguir con mi lectura de la vida de Ira por entregas. No es que tuviera grandes cosas que hacer, pero aquí tenía la impresión de estar abandonándolas, tenía la impresión de que todo lo que no estaba haciendo era muy importante.
Se encontraban muy animados, hablaban de las series de televisión que veían, me contaban episodios enteros. Yo metía baza sobre cualquier cosa que se me pasara por la cabeza, pero de pronto, mientras hablaba, los sorprendí mirándome terriblemente serios, como si fueran a saltar sobre mí y a devorarme. ¿Sería por alguna tontería que habría dicho sin darme cuenta? Fue cosa de medio segundo y luego se miraron entre ellos de la misma manera, al segundo siguiente todo volvió a la normalidad. Sus caras volvieron a ser muy agradables. Había sido uno de esos espejismos en los que ni se repara. Cuando nos levantamos, Karin me propuso reposar en las hamacas al sol. Pensé que de perdidos al río, que total qué más daba esperar otro poco y volver a descansar antes de coger la moto.
Karin y yo nos tumbamos mirando hacia el sol y cerramos los ojos. No pensaba dormirme de nuevo, simplemente pensaba en lo cómodas que eran las hamacas y en que mi hermana bien podría comprar unas así y tirar las que tenía, en las que no se podía aguantar más de media hora.
Fred para ser tan mayor no se cansaba. Quitó la mesa y fregó los platos, luego se encerró a trabajar en alguna parte y, a eso de las cuatro, después de preparar un té con pastas que sólo probé yo, se marchó a comprar al centro comercial, porque al parecer nos habíamos comido todo lo que había en el frigorífico. Pensé que podría haberme llevado hasta la moto, pero cuando quise reaccionar él ya había salido del garaje. Nosotras volvimos a las hamacas. A Karin se le había aliviado la artrosis, tenía incluso los dedos más derechos y podía levantarse de la hamaca con bastante agilidad, como vi que hacía en este mismo momento. Regresó con la madeja de lana y las agujas y otra madeja y otras agujas para mí.
– Si te apetece puedes bañarte -dijo-, no importa que no tengas biquini, aquí nadie va a verte.
El agua estaba fría, ya no era tiempo de piscina por mucho sol que hiciera, pero me sentó bien, me despejó y pude tomar el sol prácticamente desnuda aprovechando que no estaba Fred, quería respetar su edad y costumbres, aunque después de lo oído por la noche me daba un poco de pudor pensar en sus costumbres. Cuando calculé que podría estar llegando me vestí y cogí las agujas. Karin me enseñó a echar los puntos. Era agradable ir avanzando e ir haciendo crecer el elástico del que sería un jerseicito amarillo, a pesar de que los puntos aún no me salían regulares. Pensé que podría ir alternando revista, jersey, paseos, comidas y que mi vida estaría llena.
Durante varios días estuve siguiendo a Fredrik y vigilando su casa. Casi todas las mañanas él y Karin se acercaban a la playa o a comprar al centro comercial más grande la zona. Creo que ella hacía algún tipo de rehabilitación porque algunas tardes iban a un gimnasio y tardaba una hora en salir, tiempo que él aprovechaba para ponerle gasolina al coche y lavarlo o para acercarse al Nordic Club. Se podría decir que hacían una vida normal y discreta.
Él se había adaptado (había tenido muchos años por delante) a empujar el carro de la compra y a leer las etiquetas de los productos para seguramente comprobar que no llevasen azúcar o grasas. Era educado con la gente y parecía no molestarle el batiburrillo de razas que pululaba a su alrededor, seres inferiores que le iban a sobrevivir y a adueñarse del planeta. Cómo debían de revolverle el estómago, era un rechazo que llevaba dentro, su éxito en la vida había estado ligado al hecho de que le repugnara parte de la humanidad, y seguramente necesitaba, además de a Karin, seres afines con quienes compartir sus sentimientos. ¿Habría otros por allí como ellos o estaban solos?
Era como si yo tuviera unos ojos distintos de los del resto de la gente, porque donde la gente nada más veía un par de viejos, yo veía a la joven enfermera Karin.
Era cuatro años más joven que Fredrik y había hecho buena pareja con él, ahora eran un par de despojos. Cara bonita, cuerpo bonito, pelo rubio ondulado, suficientemente alta como para no parecer una enana a su lado, la típica nórdica, pero tampoco una belleza de quitar el hipo. Se conocieron de estudiantes y parece ser que fue ella quien le animó a afiliarse al partido nazi y a prosperar en él. En la información que obraba en mi poder se decía que Karin era el cerebro de la pareja, la que maniobraba y había aprovechado las escasas y rígidas ideas de su marido para empujarle, y de paso empujarse a sí misma, a lo más alto. Una historia como tantas, sólo que con vidas masacradas de por medio. Fredrik había sido deportista. Había sido jugador de hockey sobre hielo, como su amigo Aribert Heim. Y además montaba a caballo, nadaba, esquiaba, era escalador, un hombre sano. De todos modos, no eran unos personajes a quienes hubiese dedicado mucho tiempo, el suficiente para saber quiénes eran, quizá porque me había pasado los mejores años de mi vida corriendo de un lado para otro tras el Carnicero de Mauthausen, tras Martin Bormann, tras Léon Degrelle, Adolf Eichmann y otros por el estilo. Y a veces, como suele decirse, los árboles no dejan ver el bosque, y no había prestado a Fredrik la atención que se merecía, lo había considerado un nazi de segunda, hasta ahora, que había vuelto a sacar de mis archivos una información tan envejecida y apergaminada como él mismo, y como yo, y me había dado cuenta de que todo lo que había estado haciendo hasta este momento me había conducido a este lugar y a él.
Aquella tarde no podía estarme quieto. A veces los viejos nos volvemos muy impacientes, es como si la fatiga nos afectara al cuerpo, pero no al cerebro. El cerebro tenía mucho que hacer, y me sublevaban estos músculos fláccidos y sin fuerza, y en la cama trataba de hundirme lo más posible para que el colchón hiciera su trabajo de recuperación. Así que con una siesta de una hora, de la que habría dormitado un cuarto, estaba en condiciones de subir a la plazoleta del Tosalet y vigilar Villa Sol. Tarde o temprano llegarían visitas, con suerte, visitas como ellos, compañeros del infierno, que se habrían atraído unos a otros para sentirse más seguros. Estaba loco por saber más.
Cogí unos prismáticos que había traído de Buenos Aires y que según mi hija iban a aumentar tontamente el peso de la maleta, pero eran unos prismáticos Canon antiguos como no se han vuelto a fabricar. Los había usado durante tanto tiempo que se me ajustaban a la vista prácticamente solos, y no pensaba por nada del mundo hacer un desembolso innecesario comprándome otros aquí. Eran prismáticos de profesional, de observar cosas importantes, trascendentales. Jamás usaría esta arma de penetración en las vidas ajenas para ver algo que no me correspondía ver. Ya tuve demasiada intimidad en el campo. En el barracón dormíamos hacinados en literas de tres pisos y tenía que apretar los ojos para no ver lo que no me correspondía ver. Desde entonces no soportaba ser testigo de escenas íntimas ni en el cine. Esto era distinto, mis prismáticos solamente enfocaban al enemigo. Mis prismáticos siempre habían estado en guerra. También tenía una cámara de fotos pequeñita, que no hacía ruido, regalo de mi hija, que mientras intentaba que olvidara, al mismo tiempo comprendía que había cosas que formaban parte de mí. Por lo demás, mi manera de funcionar era muy artesanal, no tenía tiempo ni ganas de ponerme al día.
En el coche además tenía varias botellas de agua de litro y medio cada una, dos cuadernos, un par de bolígrafos y las manzanas que iba cogiendo del bufé por si me aburría y me entraba hambre. Me eché la minicámara en el bolsillo. Todas las americanas se me acababan deformando, casi siempre terminaba desgajándose el forro del bolsillo derecho y los picos quedaban desnivelados. Con este equipo me dirigí a apostarme en la plazoleta del Tosalet, desde donde vigilaría Villa Sol. Pero no fue necesario llegar hasta allí, porque no había empezado a ascender las curvas cuando me crucé con el todoterreno verde oliva de Fredrik. Bajaba despacio ocupando toda la carretera, eran personas voraces también para acaparar centímetros.
Este cambio repentino de situación me aceleró las pulsaciones. Debía cambiar de sentido urgentemente y seguir a Fredrik. Vaya carretera, tuve que jugarme la vida en cuanto vi ocasión y espacio para dar un volantazo. Raquel desde el más allá me dijo que estaba loco, que también había puesto en peligro la vida de otra persona con la que podría haberme chocado. Raquel me dijo que nadie debía seguir pagando por culpa de Christensen o de cualquier otro. Raquel y yo en este punto nunca habíamos estado de acuerdo. Decía que no me preocupara, que no perdiera más el tiempo, porque estos cabrones acabarían muriendo como todo el mundo y que de eso no podrían librarse, acabarían siendo un esqueleto o cenizas, morirían, terminarían, desaparecerían. Y cuando yo le decía que quería que sufrieran en esta vida, que precisamente lo que no quería es que se fueran al otro mundo escapándose de mí y de mi odio, mientras que yo no pude escaparme de ellos, de ellos que no tenían por qué odiarme, entonces Raquel me decía que les estaba dando demasiado de mí, que era como si no hubiese acabado de salir del campo y que incluso el odio era algo que ellos me quitaban. Echaba tanto de menos a Raquel.
Conduje como un temerario para no perderle, y en efecto, al llegar abajo y entrar en un tramo recto, lo distinguí a lo lejos. Adelanté como pude hasta situarme dos o tres coches más atrás. Lo bueno del todoterreno es que se localizaba muy bien. Y en cuanto me di cuenta de que iba en dirección al centro comercial me relajé. Las pulsaciones cayeron tan de golpe que casi me mareo.
En el centro comercial lo tenía cogido por los huevos porque, aunque se trataba de un espacio muy grande y con muchas secciones, la cabeza de Fredrik siempre sobresaldría en algún punto. En cambio, en el parking no se veía el todoterreno a simple vista. No importaba porque sólo tenía que pensar qué necesitaría comprar yo para saber qué necesitarían Karin y él. Agua embotellada, yogures enriquecidos con calcio, fruta y pescado, el resto les haría daño. También podría encontrarlo en los estantes de las infusiones y en perfumería comprando gel, maquinillas desechables y papel higiénico. Hice el recorrido a buen paso hasta que lo divisé en la zona central hablando con otro de parecida edad, que llevaba una gorra de marinero.
Ambos iban en pantalón corto, Fredrik enseñando sus largas y flacas piernas que terminaban en unas abultadas Nike y el otro unas piernas más cortas y fuertes o que debieron de ser fuertes en otros tiempos y que ahora eran gordas. Y Fredrik era tan pulcro y limpio que el otro a su lado resultaba tosco y guarro. Ambos se apoyaban sobre el asidero del carro. El tipo ancho, cuya cara no lograba ver bien por la gorra que llevaba puesta y por mis lentillas, que se me empañaban en los locales cerrados, señaló con la mano hacia la derecha y fueron hacia allá. Podría haberles hecho una foto con mi minicámara, pero aunque parecía que nadie me prestaba atención no era aconsejable hacerlo en un recinto cerrado como éste, donde por fuerza tendría que haber cámaras de seguridad, así que también empujé el carro hacia allá. Yo, al contrario que estos individuos, no tenía que hacer la compra porque vivía en un hotel, porque estaba solo y porque tenía cosas más importantes entre manos: ellos. Había ido mucho, solo y en compañía de Raquel, a sitios como éste desde que me jubilaron hasta este momento, en que de nuevo volvía a no sentirme como los demás, y eso que cuando fingía ser como los demás era muy agradable, y quizá habían sido los únicos momentos felices de mi vida. Hay gente que ha sufrido mucho más que nosotros, decía Raquel, cada uno sufre a su manera. En el fondo me dolía que Raquel se hubiese desgastado tanto para que yo fuese quien era imposible que fuera. Y lo hacía por amor, y sólo por eso me había esforzado en fingir olvidar.
Fredrik y el otro estaban mirando unas camisas de oferta. Tres camisas vaqueras por el precio de dos. Me revolvió las tripas que estuvieran hablando de camisas y que estuvieran mirando las tallas, me indignó que fueran más felices que yo, y que Fredrik después de todo lo que había hecho aún tuviera a Karin. Caminaban entre sus víctimas, se cruzaban con gente a la que de buena gana habrían gaseado.
Fredrik dijo en alemán que quería comprar una lubina porque tenían una invitada a comer y se despidieron. Es curioso que yo comiese mucho más antes de entrar en el campo que después de salir. Jamás volví a comer demasiado, como si me diesen respeto un simple trozo de carne y unas zanahorias. Por la comida se puede hacer cualquier cosa, robar, prostituirse, matar. Raquel se salvó por los pelos de entrar con las polacas en el prostíbulo del campo. Aunque a muchos oficiales y kapos les gustaban más los niños, sobre todo los rusos. ¿Qué habrá sido de aquellos niños? Había un kapo en el campo que a veces se metía en el barracón con diez a la vez y no se podía hacer nada para impedirlo.
Fredrik fue al puesto del pescado con bastante gente arremolinada alrededor y cogió número. Calculé que por lo menos tardarían media hora en despacharle. Él también debió de pensarlo y sacó un papel del bolsillo, seguramente la lista de la compra, la leyó, volvió a guardarla, fue hasta la sección del aceite y cogió dos botellas, a continuación sacó las camisas y se quedó mirándolas como si quisiera hipnotizarlas e hizo girar el carro con decisión para desandar el camino. Habría jurado que iba a cambiarlas o a deshacerse de ellas porque de pronto no querría llevar las mismas camisas que el otro. Habría caído en un sentimiento de confraternización que había llevado demasiado lejos o las habría cogido para deshacerse de su amigo lo antes posible.
Llegué antes que él y me situé detrás de unas toallas de playa colgadas todo lo largas que eran para que se apreciaran bien los dibujos. Las camisas eran la oferta estrella y estaban revueltas en un expositor. Fredrik sacó las suyas del carro y las dejó allí y se quedó mirando el resto de las que había y entonces me vi impulsado a decirle desde detrás de las toallas: «Sé quién eres. Eres Fredrik Christensen y te voy a coger, pero primero voy a coger a la enfermera Karin».
Una vez dicho esto me quedé con las ganas de haber dicho algo más, de soltar un poco del veneno que me había subido a la garganta, pero era mejor ser escueto y frío y dejar que su mente trabajara.
Exactamente como me habría ocurrido a mí, se quedó paralizado unos segundos, sin reaccionar, sin saber dónde mirar a pesar de que la voz le había llegado por detrás. Debía de llevar demasiado tiempo sin recibir ningún susto y con la guardia baja. El problema es que me costó trabajo girar el carro por esa tendencia que tienen los carros de los supermercados de irse hacia un lado, quizá debería haberlo abandonado allí, pero no reaccioné a tiempo y cuando me di cuenta lo tenía a unos metros. Venía detrás, no quería volverme para que no me viera la cara, pero sentía que era él, y lo supe con certeza cuando al apretar el paso también lo apretó él, su carro sonaba como un tren descarrilando. También el mío, corría lo que podía para escapar de su enorme zancada, aunque yo tenía la ventaja de que mi cabeza no sobresalía, de que podía desaparecer entre los tambores de detergente. Así que abandoné el carro donde pude y me escondí tras una montaña de libros. Oí alejarse el traquetear de su carro y me escabullí hacia la salida. Me metí en el coche y esperé mientras me limpiaba el sudor y me serenaba. Aún no había llegado el momento de tomarme la pastilla de nitroglicerina que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa.
Tardó casi una media hora más en salir, metió la compra en el maletero (por lo que se veía ni por un suceso de este calibre pensaba romper su programa) con la cara desencajada y una mirada despiadada. Me sentía más dueño de mí que nunca. Haría las cosas a mi manera. Me dejaría llevar por la intuición y la experiencia. Yo estaba en el fin del mundo y cuando llega el fin del mundo ya nada vale lo que valía antes. Seguramente no era prudente el paso que acababa de dar, pero por otro lado quería sacarle de sus casillas y que se pusiera en movimiento, y en cualquier caso, lo hecho hecho estaba.
Ahora debía ser prudente y seguirle a más distancia porque aunque no me conocía podría detectarme como una presencia non grata.
Subimos al Tosalet, pero no fuimos a Villa Sol, sino a otra villa, a unos trescientos metros, que no tenía nombre, sólo el número 50. Aparqué bastante más abajo y cuando vi que a la hora no salía, me marché. Teniendo localizado este lugar sería cuestión de poco tiempo enterarme de quién vivía aquí. Con toda seguridad, uno de ellos.
A las seis, Fred no había vuelto del centro comercial y Karin empezó a preocuparse. No había forma de localizarle. No tenían móvil. Ninguno de los tres hacíamos mucho caso del teléfono. Por mi parte cuando una tarjeta se me acababa tardaba siglos en comprar otra, me parecía una manera absurda de tirar el dinero que no tenía. Y ellos no se habían acostumbrado a las nuevas tecnologías, tampoco usaban ordenador. Así que me parecía mal marcharme dejando a Karin en esta situación de incertidumbre y continué con el jersey. Cada vez iban saliendo mejor, más iguales todos los puntos. Y a pesar de lo preocupada que estaba Karin por Fred, de cuando en cuando se agachaba a mirar cómo lo llevaba.
A eso de las seis y media nos metimos en la casa. Y algo más tarde le abrí la puerta al chico ancho de cuerpo de la otra noche, llamado Martín, que llevaba la misma camiseta negra sin mangas, vaqueros y zapatillas desgastadas, y al delgaducho, la Anguila, que le daba mucha menos importancia a la ropa y al look que Martín. La Anguila me preguntó por Fred con aire de no saber qué pintaba yo en aquella casa y se me acercó al oído de una forma que me intimidó: ¿Te has quedado a vivir aquí?, dijo.
Menos mal que enseguida llegó Karin. Vino del salón a la puerta de la calle con una rapidez pasmosa.
– Ya me ocupo yo -dijo.
Y se los llevó hacia la salita-despacho que había en la misma planta baja y donde de pasada había visto una mesa con papeles, una máquina de escribir de las de antes y libros. Alcancé a oír que les decía que Fred estaba tardando más de la cuenta y que estaba preocupada.
– Ayudan a Fred con las cuentas y los recados -dijo refiriéndose a la visita cuando volvió a la cocina, donde yo no sabía qué hacer, porque de pronto me encontraba metida en unas vidas que ni me iban ni me venían-. Dicen que esperemos un rato más antes de salir a buscarle. A veces Fred se encuentra con alguien, se pone a hablar y se le pasa el tiempo volando.
Luego se cogió la cabeza con las manos, no en plan dramático, sino para pensar mejor. Unos débiles bucles, recuerdo de los que debieron ser hermosos bucles dorados, le cubrieron los dedos.
– Si a Fred le ocurriera algo sería el fin, ¿comprendes?
Sí, podía hacerme una idea, pero en estas ocasiones es mejor no ahondar y no dije nada. En cuanto a mí, aguantaría un poco más porque de marcharme ahora no podría dormir tranquila. No era tan fácil entrar y salir de las situaciones como si nada. Desde fuera todo se veía de otra manera, del mismo modo que mi hijo dentro de mí las vería de una forma completamente fantástica.
Y cuando por fin Fred abrió la puerta con la llave y entró con las bolsas de la compra sentí un enorme alivio como si me importase mucho, cuando en realidad no me importaba casi nada. Karin tiró las agujas a un lado, se levantó y literalmente corrió hasta Fred. Yo llevé las bolsas a la cocina mientras ellos hablaban en su lengua. Como no entendía ni patata me centré en la entonación. Primero Karin expresó el lógico alivio combinado con alegría. Fred dejó salir su voz neutra tirando a monótona y grave, lo que estaba contando era importante, no era una tontería como que se te pinche una rueda. Karin escuchaba en completo silencio y luego contestó con sorpresa y también con alarma. Su voz había recuperado la fuerza. Estaba claro que tenían un problema.
Sobre las nueve convencí a Karin de que necesitaba estirar las piernas y de que me iría dando una vuelta hasta la moto que había abandonado en la plazoleta hacía mil años. Fred seguía con sus ayudantes o quienes quiera que fuesen los visitantes en el despacho o lo que quiera que fuese aquella habitación.
Bajé todo lo despacio que pude las curvas que conducían al nivel del mar, nunca me perdonaría darme un golpe. No sé por qué había salido de la casa de los Chris-tensen con más miedo del que había entrado, un miedo vago, inconcreto, miedo a todo. ¿Qué haría Karin si se quedaba sola y le daba un ataque de artrosis? Yo aún me podía permitir el lujo de valerme por mí misma, de ser autónoma. Cuando el niño viniera ya veríamos. Creo que el destino o Dios o lo que sea me puso a Karin en el camino para que le viera las orejas al lobo y para que supiera apreciar lo que ahora tenía, juventud y salud y un hijo en marcha.
Ya no volví a verlos en varios días.
En cuanto entraban en Villa Sol y cerraban el portón metálico ya no se oía nada desde fuera, y yo me marchaba al hotel. Cenaba algo por los alrededores, respiraba el aire fresco de la noche, a veces incluso me sentaba un rato en una terraza a tomarme un descafeinado y a contemplar los cuerpos semidesnudos de la gente, los ombligos, las espaldas, las piernas. Me gustaba porque no iban desnudos del todo, y me subía a mi cuarto sin una idea muy clara de cómo salir de este impasse, de cómo provocarles para que se revelaran como quienes en realidad eran. No podía ir a la policía sin más y decirles aquí vive un peligroso criminal de guerra. ¿Peligroso?, dirían, ya no es peligroso para nadie, tiene un pie en la tumba. ¿Llegarían con vida suficiente a un juicio? Pero sí que podría lograr, con las pruebas necesarias, que sus crímenes saltaran a los periódicos y que sufrieran el rechazo de sus vecinos, que ya no pudiesen pasearse por el supermercado, el hospital y la playa como cualquiera. Podría amargarles la vida. Podría lograr que tuvieran que huir, vender la casa, hacer las maletas y tener que empezar de nuevo, lo que a su edad supondría un auténtico martirio. Seguramente soñaban con pasar aquí sus últimos días. Pero sería yo quien los pasase aquí, no ellos. Ellos no tenían derecho a morir en paz. ¿Qué habría pensado hacer Salva con ellos? Me había dejado en herencia el objeto pero no el objetivo. Durante los últimos años de su vida, Raquel me decía, cuando me sentía tentado de hacer lo que estaba haciendo ahora, que me había quedado desfasado, que las cosas funcionaban de otra manera, que había otros medios de investigación y que me quedara en casa. Pues bien, yo era consciente de que nadie contaba conmigo y de que nadie se acordaba de mí ni de mis servicios, mis antiguos compañeros estaban como yo o aún peor y los novatos creían que había muerto, el mundo estaba en otras manos y yo tendría que hacer las cosas a mi manera.
Fue uno de aquellos días cuando al regresar al hotel por la noche me salió al paso el conserje de la gran peca en la mejilla. Me miraba asustado y me pidió que me sentara en unos sillones que había en el vestíbulo. Algo malo ocurría.
– ¿Se trata de mi hija? ¿Le ha ocurrido algo?
Hizo un gesto negativo con las manos y me tranquilicé. Si mi hija estaba bien, no podía ser tan grave.
– Ha sucedido algo alarmante en su habitación…, está destrozada.
Le escuchaba con los ojos bien abiertos.
– ¿Mi habitación?
– Sí, su habitación. Han entrado y lo han revuelto todo. También han rajado el colchón y la funda del silloncito. Tenemos cajas de seguridad. Si traía algo de valor con usted habría sido mejor que alquilara una.
Seguramente era el aplomo con que me lo estaba tomando lo que le hizo pasar del apuro a la regañina.
– El hotel no puede asumir este tipo de descuidos.
– No tengo nada de valor, si se refiere a dinero, joyas o algo así.
Había dejado de mirarme como a un anciano indefenso, trataba de ver más allá de las arrugas y la decrepitud.
– Ya, y… ¿drogas?
No me reí del comentario porque acababa de darme cuenta de que Fredrik me había descubierto y había ordenado que me asustaran. No sabía cómo, pero después de lo del supermercado había dado conmigo. Y más alarmante todavía era que Fredrik no estaba solo, o al menos no rodeado solamente de viejos, él no podría haberlo hecho, se necesitaban fuerza y rapidez para algo así.
– Creo que quienes hayan hecho esto se han equivocado de habitación, no encuentro otra explicación -dije.
El conserje me pidió disculpas y me propuso cambiar de cuarto. Podía tomarme una copa en el bar mientras trasladaban mis cosas a otro piso. Acepté pensando que lo que debía hacer era cambiarme de hotel, aunque bien mirado volverían a dar conmigo. Seguramente habrían encontrado el expediente que había sacado de mis archivos personales. Afortunadamente me había metido en el bolsillo de la chaqueta el recorte del periódico y las dos únicas fotos que tenía de ellos de jóvenes. Ella vestida de enfermera y él en camiseta haciendo gimnasia.
Me senté en la barra de la cafetería y me pedí un descafeinado pensando que al haber sido descubierto por Fredrik la situación había cambiado por completo y, lo que era más temible, Fredrik estaba más despierto de lo que yo suponía. Y además tenía gente con él, y yo estaba solo. ¿Serían capaces de matarme?
A la hora volvió el de la peca para decirme que ya habían trasladado el equipaje, pero que podía pasar por el antiguo cuarto para comprobar que no hubieran olvidado nada.
– Es la primera vez que ocurre algo semejante en este hotel. Perdone las molestias. Lo sentimos muchísimo.
Le hice un gesto con la mano para que terminara de disculparse, me incomodaba que se sintiera culpable.
– No se preocupe, los viejos somos un blanco fácil -dije sacando la cartera del bolsillo inútilmente porque no me permitió pagar.
En la habitación sólo quedaba el estuche de las lentillas y uno de los dos cuadernos con notas, el otro lo tenía en el coche. No era extraño que no lo hubiesen visto con tantas cosas como había por el suelo. La almohada, la funda de la almohada, el relleno de los cojines rajados y del colchón, las mantas del armario, los pequeños frascos de gel y champú del cuarto de baño, los cajones del escritorio, unos cuadros baratos y las botellas y bolsas de frutos secos del minibar. También la radio-despertador. Querían que me diese cuenta de que venían por mí.
– ¡Vaya! -dije-, se han confundido, no hay ninguna duda.
– De todos modos, compruebe que no le falte nada. Mañana el detective del hotel tendrá que hablar con usted, espero que no le importe.
En compensación por el susto me habían trasladado a una suite del último piso. Era una pena que mi pobre Raquel no pudiera disfrutarla. Había un salón con sillones y sofás y una gran terraza con plantas tropicales de enormes hojas desde la que se veía algo del puerto. También Raquel habría disfrutado mucho de la bañera con hidromasaje y de las flores, la cesta de frutas y la botella de champán. Sin embargo, estaba contento de que mi hija no me hubiese acompañado, porque así sólo tendría que cuidar de mí mismo. Respiré al ver el expediente revuelto con camisas y pantalones. Los matones de Fredrik no lo habían descubierto.
– Que disfrute de su estancia. Si necesita cualquier otra cosa, mi nombre es Roberto.
Le dije a Roberto que se llevara el champán, que se lo bebiera con su mujer porque yo no debía probar el alcohol. Roberto sonrió y dijo que enviaría a una camarera para retirarla.
Repasé las cerraduras de la puerta y de la terraza y la manera de reforzar la seguridad. Mientras estuviera dentro, sería muy difícil que me atacaran por sorpresa. El problema lo encontraría al volver de la calle.
Fredrik pensaría que tras el suceso del hotel me marcharía corriendo a mi casa. El mensaje estaba claro, podrían rajarme como al colchón y los cojines. Podrían pisotearme como a los cuadros. Y no es que tal posibilidad no me diese miedo, es que no tenía nada que perder, mientras que el retroceder a estas alturas me suponía un gran cansancio mental. Si me mataban, lo sentiría mucho por mi hija, no quería hacerla sufrir, pero también era cierto que estaba escrito que moriría bastante antes que ella y que por tanto en algún momento tendría que sufrir por mi pérdida. Así que decidí dormir a pierna suelta y prácticamente lo conseguí. Me despertaron unos tibios rayos de luz que cruzaban la suite.
De todos modos, no pensaba hacer locuras. Dadas las circunstancias dejaría respirar a los Christensen al menos por hoy. Con el nuevo día se me había ocurrido otro objetivo mejor, me acercaría por la casa de la chica del mechón rojo.
Era sábado a eso de las once. Hacía sol, aunque no abrasador. El verano iba remitiendo. Antes de salir de la habitación decidí no dejarme bloquear por la cantidad de tecnología que el enemigo pudiera estar usando y recurrir a los viejos trucos de toda la vida. Colgué en el pomo el cartel de «No molestar» para asegurarme de que no entrara la camarera y a continuación coloqué unos papelillos transparentes, cortados del celofán que envolvía la botella, entre la puerta y el cerco y entre la puerta y el suelo, que irremediablemente se moverían o se caerían cuando se abriera la puerta. Ya no tenía tiempo de ponerme al día, de intentar ser más sofisticado, tenía que ser yo mismo, un carcamal que no podía contar ni con su propia gente.
Cuando pasaba alguien por el sendero, cuando venía el cartero o los empleados del agua o de la luz, cuando alguna motocicleta machacaba los guijarros y la tierra, se revolucionaba la fantasmal vida del vecindario. Y seguramente el hombre del sombrero panamá que se paró ante mi casa y llamó al timbre no sospechaba que no estaba interrumpiendo ningún tipo de actividad, sino una pura y simple inactividad que me adormecía. Interrumpió pensamientos del tipo tendría que estar cosiendo algo de ropita para el niño e interrumpió mis ganas de estar y no estar con nadie al mismo tiempo. También interrumpió el pensamiento de ¿quién me iba a decir hace nada que me iba a acostumbrar a este par de abuelos extranjeros? Por supuesto estaba pensando en Fred y Karin, que llevaban varios días sin dar señales de vida desde que salí de Villa Sol. Seguramente alguno había caído enfermo o se habían marchado de viaje o habían venido familiares a verlos que les habían cambiado su ritmo de vida. Se me pasaban todo tipo de cosas por la cabeza. Tenía que admitir que los echaba de menos. Era una tontería, porque no significaban nada para mí, y aun así dejaba de regar si oía las ruedas de un coche sobre la gravilla de la entrada. Sus caras se me habían fijado, quizá porque tenían algo fuera de lo corriente. Todas las caras tarde o temprano acaban teniendo algo especial, pero éstas lo habían tenido enseguida, casi al primer golpe de vista.
El hombre que estaba ante la cancela tendría unos ochenta años, quizá más, y parecía que necesitaba descansar, así que le hice pasar al porche. Dijo que le gustaba mi casita. Dijo «casita» como si yo fuera un gnomo o una princesa. Seguramente no se fijó bien en mí. Hablaba con acento argentino, lo que aún suavizaba más sus maneras, ya de por sí muy correctas. Aproveché que el hombre quería alquilar la casa para enseñársela y estar un rato hablando con alguien. Desprendía la sensación de pulcritud de los ancianos enjutos. Tenía los ojos claros, o se le habían puesto claros con los años, también puede que con los años se le hubiese rebajado la estatura para quedarse como yo, a dos centímetros del uno setenta. Mientras le enseñaba la casita me entró una gran angustia al pensar que estaba perdiendo el tiempo, un tiempo precioso en que otros estaban acabando carreras universitarias, acumulaban experiencia en el trabajo y se hacían jefes, escribían libros o salían en la televisión. No sé, no sé cómo me había dejado llevar hasta llegar aquí sin haber hecho nada de provecho, salvo la criaturita que llevaba dentro, y ni siquiera eso lo había hecho yo. Yo era la portadora, la encargada de traerlo al mundo, y por lo menos eso quería hacerlo en condiciones y por eso enseguida, nada más enterarme de que estaba embarazada, había dejado de beber y fumar, y aunque muchas veces me había tentado la idea de fumarme un pitillo a la luz de la luna de este sitio en el culo del mundo, pesaba más la responsabilidad.
Le dije que vería la posibilidad de que mi hermana le alquilara la casa, pero no tenía ganas de llamar a mi hermana, no quería hablar con ella, no quería que me sermoneara y me recordara que no podía vivir en plan provisional constantemente. No quería que me preguntara si regaba las plantas o si ponía la lavadora y si cuidaba la casa.
Antes de marcharse, me dijo que se llamaba Julián abanicándose con el sombrero. Y yo, Sandra, dije. Sandra, repitió. Y entonces me dijo que había sido muy amable con él y que me cuidara porque el mundo estaba lleno de peligros que no dan la cara hasta que los tenemos encima y que ocurriera lo que ocurriera siempre pensara antes en mi integridad física. Luego me pidió disculpas por ser tan alarmista y dijo que le recordaba a su hija cuando tenía mi edad. Me sentí un poco extraña porque me hablaba como si me conociera, como si supiera algo de mí que ni yo misma sabía, pero se me pasó la extrañeza cuando pensé en lo mayor que era y que pertenecía a una época en que las mujeres eran menos independientes y que tendría que considerar lo que decía desde su experiencia.
En cuanto la visita se fue, saqué de la bolsa de plástico de Calvin Klein que usaba para ir a la playa la revista con la biografía de Ira. Afortunadamente se había secado sin que se emborronase la tinta.
Aparqué el coche en el mismo lugar de la vez anterior, en el entrante de tierra, y me adentré por aquella calle tan estrecha y tan colorida, a la que ya estaban llamando los demonios. En la casita de la chica daba el sol de plano, resultaba brillante y alegre, en el tendedero había colgada ropa blanca. Se oía música, lo que significaba que ella estaba dentro. Toqué el timbre que había al lado de la verja y esperé. A los dos minutos volví a tocar. Y por fin salió al pequeño jardín. Iba en biquini y se le podían ver mejor los tatuajes, pero yo desvié la vista de su cuerpo, no quería que pensara que era un viejo verde, porque además habría sido una impresión completamente falsa, nunca me han tentado las mujeres más jóvenes que yo, como nunca me han tentado los Ferrari o las mansiones; mi mundo tiene unos límites y me gusta que los tenga. Me pareció que se decepcionó al verme, tal vez esperaba a alguien, ¿quizá esperaba a Fredrik? No lo creía, no creía que se pudiera decepcionar por no ver a alguien de mi quinta.
– Perdone que la moleste. Me han dicho que alquilan esta casa.
– Pues le han dicho mal. Ni se alquila ni se vende.
Tenía el pelo de varios tonos, que iban del rojo al negro y el pelo más largo por unas partes que por otras. Llevaba también un pequeño pendiente en la nariz. Tenía ojos pardos verdosos y nariz aguileña, y el sol, al darle de frente, hacía que su mirada pareciera ligeramente irónica. De haber tenido su edad me habría enamorado en ese mismo momento de ella. Me recordaba a Raquel de joven, su forma simple y directa de ver la vida y a la gente.
– Sí, es una pena porque es una casa realmente bonita, es la que más me gusta de toda la calle. Mi mujer me ha insistido en que viniera a verla.
Miró a mi alrededor como buscando a una mujer invisible.
– Se ha quedado en el hotel, no se encuentra bien. ¿No sabrá usted de alguna casa parecida a ésta que esté en alquiler?
Me quité el sombrero panamá y me abaniqué con él sin sentir auténtico calor, lo hice por alargar el momento y no marcharme sin más. Y dio resultado, porque abrió la verja.
– Puede pasar y sentarse, le traeré un vaso de agua. Aún hace calor.
– Por curiosidad, ¿cuántas habitaciones tiene?
– Tres -dijo desde dentro. Luego se oyó el chorro del agua y algún ruido más.
– Aquí se está muy bien -dijo tendiéndome el vaso-. Todo el día saliendo y entrando en contacto con la naturaleza. Ya ve, los árboles, las flores, el aire, el sol. Es lo que más me conviene en estos momentos.
Se notaba que tenía los problemas típicos de la edad, no saber qué hacer con la vida, el miedo a la soledad y la energía.
– Gracias por permitirme sentarme. Me tomo una pastilla para el corazón que me baja mucho la tensión.
Me dijo que me entendía muy bien porque ella al poco de llegar aquí se mareó en la playa y lo pasó fatal. Arrancó una camiseta del tendedero y se la puso encima.
– Estoy embarazada de cinco meses.
De cinco meses, pensé para mí, esto lo complicaba todo. ¿Cómo iba a meter a una embarazada en este berenjenal? Me levanté dispuesto a marcharme como si ya hubiera descansado lo suficiente.
– ¿Adonde va? -dijo alegremente-. Si la casa le gusta voy a enseñársela.
La seguí adentro, al piso superior. Sí, tenía la barriga abultada, redondeada. El ya lejano embarazo de Raquel me conectaba de alguna manera con el de esta chica, algo sabía yo de esas cosas, no me sonaban a chino. No tuvo inconveniente en que le echase un vistazo a su cuarto con la cama revuelta. Parecía verlo todo normal, natural. Hablaba, decía que se encontraba en esta casa como en un monasterio y que había venido a aislarse y reflexionar sobre su vida. Yo no preguntaba, era mejor que ella contase lo que quisiera.
– Antes no le dije la verdad. Esta casa es de mi hermana y la alquila por temporadas. Puede que el verano que viene esté libre. Si quiere hablo con ella.
Le dije que de acuerdo, que también yo se lo comentaría a mi mujer.
– Mi nombre es Julián -le dije estrechándole la mano-. Si no le importa me pasaré por aquí en otro momento.
– Sandra -dijo ella sin sonreír, pero sin estar seria. De algún modo, no necesitaba sonreír para ser agradable-. Venga cuando quiera.
Y añadió con cierta preocupación:
– Antes iba algunos días a la playa con unos amigos, pero han desaparecido, han dejado de venir sin darme ninguna explicación.
Debía de referirse a Fredrik y Karin, lo que junto con lo del hotel significaba que mi presencia les había puesto muy nerviosos.
– No se preocupe, volverán.
– Bueno, son mayores, quizá alguno haya enfermado.
– También eso es posible -dije, tanto para ella como para mí mismo.
Nada más llegar al hotel pensaba llamar a mi hija para decirle que por fin había encontrado una casita ideal para nosotros dos, de momento no estaba libre pero seguramente lo estaría en verano. Y también le diría que mi estancia aquí se iba a alargar unos días más de los previstos. Ella insistiría en venir hasta aquí para vigilar que no hiciera ninguna locura, pero yo le diría que sería mejor ahorrar ese dinero para el alquiler de la futura casa. Y por supuesto me callaría lo de la suite, no porque deseara disfrutarla yo solo, sino porque en esta situación una suite no suponía ningún placer.
Aunque casi nunca las cosas suceden en el orden en que se piensan. Y en cuanto puse el pie en el vestíbulo, Roberto, el conserje, salió del mostrador y fue hasta mí para decirme que alrededor de las once un individuo había preguntado si me había marchado del hotel. Afortunadamente estaba Roberto de servicio.
– Le dije que ésa era información confidencial -dijo Roberto-, pero cuando insistió en que era importante y que quería hablar con el director, creí que lo mejor era decirle que había abandonado el hotel. No sé si habré metido la pata. Tendría unos treinta años, moreno y ancho de cuerpo, más bajo que yo.
– Gracias -dije-. No conozco a nadie de esas características. Como le dije, creo que me están confundiendo con otra persona.
Roberto me miraba a la defensiva, ya no se creía todo lo que le decía.
– Entonces daré orden a mis compañeros de que no contesten ninguna pregunta sobre usted.
Le sonreí y abrí los brazos en señal de impotencia y en señal de que no escondía nada y de que estaba siendo objeto de una confusión absurda.
La puerta de la habitación permanecía como la había dejado. Al abrirla, los papeles transparentes cayeron al suelo y los recogí. No era buena noticia que Fredrik tuviera seguidores (como el que había preguntado por mí, como los que habían destrozado el cuarto), quizá, jóvenes neonazis. Mejor sería que se tratase de matones a sueldo, serían menos fanáticos. Volvía a sentirme como David contra Goliat, un David sin fuerzas. Y por otra parte, ¿qué pensaría Roberto de mí?
Eché de menos seguir con el jersey que había comenzado a tejer y echaba de menos a estos abuelos adoptivos que habían entrado y salido de mi vida como si mi vida fuera el metro o el autobús, pero sobre todo no me parecía normal. Estaba fuera de toda lógica que ellos fueran más caóticos que yo, que siempre me había considerado la reina del cambiar de opinión y del no tener las ideas claras. Pensaba que al llegar a su edad las dudas habrían pasado a la historia, porque el camino ya estaba hecho y no habría que darle tantas vueltas a lo que se iba a hacer dentro de diez minutos. Podría ser que yo sin querer hubiese dicho o hecho algo que les hubiese molestado, al fin y al cabo éramos de diferentes culturas y de diferentes generaciones, y sería normal que surgieran malentendidos. Aún recordaba aquella mirada, totalmente incomprensible para mí, que se echaron mientras yo hablaba. O, lo más sencillo, que Karin hubiese recaído con lo de la artrosis. ¿Y me importaba mucho que a Karin se la comieran los dolores? En parte sí y en parte ya había regado las plantas, había tendido y recogido y doblado más ropa y lo sabía casi todo sobre Ira. Necesitaba volver a ver a personas conocidas que me dieran la bienvenida y calor humano, y no tenía que buscarlas, las tenía al alcance de la mano con sólo montarme en la Vespino y ponerla en marcha.
Así que al atardecer preparé para ascender hasta el Tosalet una mochila con algo de ropa por si me quedaba a dormir. En el fondo me atreví a subir a esa hora con la secreta intención de no tener que bajar de noche. Y aunque sería bonito rodar en medio de las estrellas, los árboles y los montes a la luz de la luna, también aumentaba la sensación de riesgo, de peligro, de indefensión. El miedo a todo y a nada se me había metido en el cuerpo, se había apoderado de mí, una cobardía sin sentido. O puede que fuese precaución. Los coches que llevaba pegados a la espalda se desesperaban porque no era fácil adelantar en las curvas, pero el precipicio de mi derecha me impresionaba más que ellos. ¡Jódete y jódete!, decía entre dientes a los coches. Para colmo hacia la mitad del camino empezó a lloviznar con gotas que se fueron haciendo más y más grandes. Fue angustioso porque no podía parar y se veía poco. Así que respiré cuando llegué a la zona residencial de los noruegos.
Callejeé con la moto hasta Villa Sol. Ahora las gotas se habían convertido en agujas de plata, parecía que tenían luz propia y que iluminaban la oscuridad. La noche se había ido echando encima. ¿Qué hacía aquí? Ni mis padres ni Santi se podrían imaginar que ahora mismo estaba buscando la casa de unos extranjeros jubilados en un paraje extraño en medio de la lluvia. No sé por qué hacía esto. Hacía cosas sin sentido porque ahora no tenía trabajo ni disciplina. Pero tener trabajo era darle un sentido superficial a la vida, una seguridad falsa. Tampoco me convencía que la panacea de la vida fuese tener un horario y estar atada a un sueldo. ¿Y si el destino me hubiese puesto en el camino a Fred y Karin para poder librarme de una vida tan mediocre? Villa Sol, la granja del fiordo, el todoterreno verde oliva y el Mercedes negro que había visto que guardaban en el garaje tendrían que ser para alguien a su muerte. Y su muerte podría llegar en cualquier momento. No me guiaba el interés. Había subido hasta aquí jugándome la vida porque en las circunstancias actuales me encontraba mejor con ellos que sin ellos, lo que no impedía que considerase la posibilidad de que influyesen en mi futuro para bien. Ya me veía criando a mi hijo en esta casa y llevándole al colegio en el todoterreno. Vendería el Mercedes y alquilaría el piso superior para vivir con desahogo. En el invernadero pondría un pequeño taller de cerámica y me dedicaría a la artesanía. Quizá pudiera vender algunas piezas en el mercadillo de los jueves. Y todo esto lo tendría porque Fred y Karin me querían como a una auténtica nieta, más que a una nieta, porque nuestra relación era espontánea, elegida por nosotros y no por ataduras de sangre, de lo que habría mucho que hablar, ¿qué era eso de la sangre?
Aparqué en la calle desierta y toqué al timbre. Nadie abrió y sentí un poco de bajón. Volví a llamar y… nada. ¡Qué decepción! No había pensado en esta posibilidad y no me atrevía a bajar hasta mi casa con la lluvia, no era el momento de ser temeraria y al mismo tiempo estaba empapada, salvo la cabeza, donde llevaba el casco. Fue entonces cuando se me ocurrió acercarme por casa de Alice, donde me resguardé de la lluvia la primera vez que subí al Tosalet. Quizá hubiesen ido a visitarla, no parecía lógico que con este tiempo se hubieran aventurado más allá. Y acerté. Vi aparcado el Mercedes, no el todoterreno, sino el Mercedes negro a unos metros de casa de Alice. Habría pensado Fred que era una oportunidad para ponerlo en marcha. Había más coches de lujo bordeando toda la acera, por lo que Alice estaría dando una fiesta. De la casa salía música, música lejana que la lluvia traía y llevaba en ráfagas. Arrimé la moto al muro y me subí de pie en el sillín. Por las cristaleras que daban al jardín vi a gente bailando, creí distinguir a Karin dando vueltas en un traje de noche blanco, tal vez se había contagiado de la eterna juventud de Alice. No me dio tiempo de ver más porque sentí una presencia a mi espalda.
– Si te caes vas a hacerte daño.
Era la Anguila, Alberto creo que se llamaba, que ya había visto en casa de Karin. Llevaba paraguas y cara de pocos amigos. Y yo me sentí avergonzada. Me habían pillado fisgando y los Christensen se enterarían. Se enteraría Alice. Veía cómo la herencia se alejaba de mí.
Le tendí la mano para que me ayudara a bajar.
– Quería saber si Fred y Karin estaban dentro. He pasado por su casa… me estoy empapando…, no quiero bajar con esta lluvia en la moto.
Una vez en tierra firme me coloqué debajo del paraguas y me quité el casco.
– Te conozco -dijo.
– Y yo a ti también -dije yo como si estuviésemos hablando en clave.
– ¿Por qué no has llamado a la puerta?
– He llamado -mentí-, pero no han debido de oírme.
– ¿Dónde está el timbre, a la derecha o a la izquierda?
– No lo recuerdo.
– Mentirosa.
El paraguas nos obligaba a estar demasiado cerca y a echarnos el vaho de los alientos en la cara, no le caía bien. Era curioso porque aun llena hasta las cejas de ese temor vago a todo y a nada, había algo en este tipejo que no me daba miedo. Él no era como la nada llena de estrellas. No era como la carretera en medio de la noche. Él no era nada de eso, era tan mortal como yo y no me daba miedo del todo.
– Si puedes, diles que he venido a verlos. Me voy -dije poniéndome de nuevo el casco.
– No tan deprisa -dijo él.
– ¿No tan deprisa? ¿Es que eres policía o algo así? Anda, no me jodas.
– Ni se te ocurra moverte -dijo sacando un móvil y dejándome fuera del paraguas.
Se alejó un poco para hablar sin quitarme ojo. Tuvo que esperar una contestación que le impacientaba. Imaginé a Fred y Karin aturdidos por el baile teniendo que asimilar la noticia de que yo estaba espiando por la tapia. Yo también esperaba con los brazos cruzados y el casco en la mano. Se comportaba como un portero de discoteca, como un guardaespaldas, como un vigilante de seguridad. Hoy llevaba traje y corbata y el pelo estirado detrás de las orejas. Por fin cerró el móvil.
– Te llevaré a Villa Sol y esperaremos a que lleguen ellos.
El chico cuadrado llamado Martín salió de dentro y le entregó unas llaves. No tenía ánimo para discutir, sólo quería secarme, ver un poco la televisión y acostarme.
Lo de llevarme era un decir. La moto la conducía yo y él iba sentado detrás con el paraguas abierto. Cuando llegamos sacó unas llaves del bolsillo y abrió la verja y la puerta de entrada. Me quité la mochila de la espalda y dejé que resbalara hasta el suelo.
– No se te ocurra sentarte mojada en el sofá -dijo adivinando mis intenciones.
Seguía sin ganas de discutir. Recogí la mochila y subí al que consideraba mi cuarto, el de las florecillas azules. Debajo del almohadón continuaba como yo lo había dejado el camisón de satén. La ropa de la mochila también estaba húmeda, sólo se salvaba una camiseta, así que me puse el camisón. Sabía lo que podría parecer, pero me daba igual. Igual. De perdidos, al río.
– No sé qué pretendes. A mí no me engañas. Y ellos acabarán descubriéndote, no te creas que son tontos.
Ésta fue su reacción ante el espectáculo que yo ofrecía bajando la escalera. Me miraba apoyado en la pared, con los pies cruzados. Con el traje negro y el pelo mojado y estirado para atrás debía reconocer que no estaba mal. Y de pronto esta impresión me desconcertó. El camisón me quedaba demasiado bien, incluso ajustándoseme a la barriga, se resbalaba en la zona de los pechos, los tirantes se caían. Era ese tipo de ropa que usan las mujeres que no quieren andarse con rodeos.
Como respuesta di una vuelta sobre mí misma haciendo ondear la falda.
– Piensa lo que quieras menos que pretendo seducirte, porque la cagarías.
Me miró con desprecio infinito, aunque yo sabía, me lo decía el instinto, que le gustaba más de lo que él quisiera. No podía evitar fijarse en los tatuajes. Era el típico fetichista. Uno de esos tíos en los que empiezas a descubrir cosas y cosas y más cosas hasta que ya no lo puedes aguantar. Decidí que no me incomodase y fui a la cocina, sus pasos, los pasos de unos zapatos nuevos, me seguían. Abrí el frigorífico y me puse un vaso de leche, lo calenté en el microondas y empecé a bebérmelo despacio sentada en el sofá y viendo la televisión. Ahora lo sentía detrás de mí. La ropa le olía a mojado.
– ¿Quién te ha dado permiso para usar esa ropa?
– No lo necesito, es mía.
– Claro, en la mochila llevas esas cosas.
Sentía algo de frío pero aguanté hasta que él se marchó a la sala-despacho, que también abrió con llave, entonces cogí un chal de Karin y me lo puse encima. Olía a ella, a su perfume, lo que me produjo una sensación ligeramente desagradable porque no era como cuando me ponía un jersey de mi madre. Aunque no me entendiese con mi madre, su olor era tan familiar como la cena de Nochebuena, pero el olor de Karin en mi cuerpo en el fondo me repelía.
Cuando tuve bastante sueño, me lo quité y sin decir nada subí a la habitación y me acosté. Al principio me mantuve alerta porque el cuarto no tenía pestillo, luego me relajé. Alberto sería una anguila, pero nada más.
Me quedé dormida como un tronco pensando que seguramente Alberto también quería ser el nieto favorito de los noruegos, hasta que el ruido de la puerta de la calle al abrirse y cerrarse me despertó. Hubo un cruce de palabras y bostezos en voz baja. Dudé si debía salir o si sería peor para todos porque tendríamos que hablar de lo sucedido y nos desvelaríamos. La verdad es que no sabía qué hacer. Fui descalza hasta el hueco de la escalera y vi marcharse al majadero de Alberto. Y vi a Karin con el precioso vestido blanco con suaves plumas en el escote que en ella quedaba como un disfraz. Y sobre todo vi que Fred llevaba un uniforme que había visto mil veces en las películas de nazis, con gorra y todo, y que le hacía todavía más alto y marcaba aún más sus rasgos ya de por sí graves. Le sentaba mejor que a ella el vestido. A Alice le pegaba mucho montar fiestas de disfraces para sus amigos a la antigua usanza, cuando el mundo era elegante y las mujeres se vestían de largo todas las noches.
Me metí en la cama y apagué la luz tratando de volver al sueño, y al rato les oí subir la escalera cansinamente. Habría un momento, pensé, en que ya no podrían subirla y tendrían que habilitar la salita-biblioteca como dormitorio y hacer la vida abajo. Sería mucho más práctico, pensé mientras se me cerraban los ojos. Pero antes de que abandonara este mundo del todo, oí que se abría la puerta de mi cuarto, que unos pies descalzos se acercaban a mi cama y que unos ojos me miraban un rato y luego se iban V cerraban la puerta. ¿O estaba ya soñando?
Por la mañana me estaban esperando en la cocina, Karin aún en camisón y Fred arreglado de pies a cabeza para acudir a alguna cita, con pantalones gris claro y chaqueta azul, zapatos brillantes y los pómulos y los pabellones de las orejas más relucientes que nunca. Aún estaba de pie tomándose el último sorbo de té.
– Creíamos que no te gustaba esta casa ni nosotros por la forma en que te marchaste el otro día. A la francesa, decís vosotros, ¿no? -dijo Karin sonriéndome de un modo que hizo que me avergonzase.
Pero su marido la cortó y no tuve tiempo de dar ningún tipo de explicación.
– Me alegro de que estés aquí, así podrás hacer compañía a Karin.
Mi cara de desconcierto le desconcertó y nos quedamos mirándonos fijamente. Mi pregunta era: ¿compañía?, ¿durante cuánto tiempo?
– Tengo que marcharme de viaje y no quiero dejarla sola. Serán un día o dos -dijo, y se quedó pensativo-. Por supuesto se te recompensará debidamente. Te vendrá bien algo de dinero para la llegada del bebé.
– Pero sobre todo -intervino Karin- me haces a mí un gran favor. Aquí estarás bien, no te faltará de nada.
Me parecía buena idea ganar dinero, para variar. Era mejor que soñar con una improbable herencia.
– Viene una empleada a diario para hacer las faenas de la casa. Tú sólo tendrás que ocuparte de hacer algunas compras y de estar conmigo. ¿Podrás conducir el todoterreno?
– Sin problema -dije.
La presencia de Fred no me molestaba. Era silencioso y amable, aun así me parecía que la casa se aligeraría sin él; por otro lado no me agradaba responsabilizarme por completo de Karin, ¿y si se ponía enferma? Tal vez éste habría sido el momento ideal para preguntar por qué no habían dado señales de vida durante estos días, pero creí que ya lo sabía, querían que fuese yo la que viniera a ellos porque de lo contrario sería que no me interesaban lo suficiente. Dudarían de hasta qué punto querría estar con una pareja de ochenta para arriba.
Mientras me entregaba a la lana y las agujas, mientras intentaba llegar a la perfección de Karin, Karin trajo de la salita-biblioteca papel y sobres y se puso a escribir unas cartas. Iba a ser su cumpleaños y quería celebrarlo. Bajo las gafas de cerca se iba desplegando parsimoniosamente una letra muy bonita, que parecía alemán, sin tener ninguna idea de cómo sería el noruego, la verdad.
– ¿Sabe alemán? -pregunté contando los puntos.
Karin se quitó las gafas para mirarme mejor.
– Un poco. Un poco de alemán, un poco de francés, un poco de inglés. Soy muy vieja, sé algunas cosas.
– Ayer estaba muy guapa con el vestido blanco, la vi en la fiesta de Alice -dije para que mi espionaje dejase de ser tema tabú.
– Sí, ya sé que estuviste mirando. Yo también me habría asomado si hubiese podido subirme de pie encima de una moto -dijo riéndose.
Me limité a sonreír porque cada vez me parecía más exagerada la importancia que se le daba a aquel acto completamente inocente y más ahora con la distancia y la luz del día.
– Lo que no entiendo es por qué no llamaste. Ya conoces a Alice.
– Yo tampoco lo entiendo, fue una tontería. Creo que no quería ser una intrusa, interrumpir, llegar a una fiesta donde no he sido invitada.
Por el gesto de Karin entendí que la explicación la había dejado totalmente satisfecha. Y a mí también me dejó satisfecha.
Aproveché ese momento para decirle que me había olvidado las pastillas para las náuseas abajo (empezábamos a llamar «abajo» a la casa de mi hermana) y que tenía miedo de marearme. En el fondo me habían entrado muchas ganas de estar sola un rato. Tenía ganas de escuchar sólo mis propios pensamientos o ninguno. Ser tan contradictoria me mataba, primero quería estar con ellos y ahora sin ellos. Como anochecía me dijo que me llevara el todoterreno. Probablemente pensaría que la moto era demasiado endeble y querría asegurarse de que volvería, y lo comprendía, es muy fácil ser valiente cuando nada te lo impide.
El todoterreno era tan grande que aparqué en un saliente de tierra antes de llegar a mi calle. Al cerrar la puerta tuve una sensación de libertad de lo más tonta, puesto que nadie me retenía ni me obligaba a hacer nada, y aun así respiré profundamente el olor de la calle. Fueron las luces mortecinas de los porches las que hicieron visible a un hombre ante mi verja. Un hombre mayor. Lo miré mejor. Lo conocía. Era Julián, el mismo al que le había enseñado la casa. No me oyó acercarme y cuando le hablé detrás de él y le toqué el brazo temí que se asustara. Era como meter la mano en la misma burbuja de debilidad en que también estaban atrapados Fred y Karin. Pero no, se volvió con calma y sonriente.
– Me alegro de que estés bien -dijo mientras le hacía entrar.
Venía por el asunto del alquiler. Dijo que era la segunda vez que intentaba verme sin conseguirlo. Me pidió disculpas por la hora. Yo le dije que me había pillado de puro milagro. Hablamos durante un buen rato, mejor dicho, hablaba sólo él y mencionaba siempre que podía a su mujer y le interesaban mis amigos noruegos, quizá porque le llamase la atención que tuviese amigos de su edad. Y escuchaba con mucha atención cualquier cosa que le dijese. Siempre había oído decir que a los ancianos les encanta contar batallitas, menos estos con los que yo me encontraba, porque ni la pareja de noruegos ni éste parecía que tuviesen batallas que contar.
Cuando se marchó, aproveché para regar las plantas y recoger unas toallas del tendedero. Las doblé despacio y las dejé sobre la mesa. Cogí las pastillas, las llaves y apagué la luz. Cada vez me iba sintiendo más unida a Villa Sol que a esta casa.
Tuve que ir al hospital, a urgencias. Conocía los síntomas, desfallecimiento, sudor frío, y no quería dar más problemas en el hotel, no quería que pensaran que era el peor cliente de su historia. Me encontraba bien allí, me conocían y Roberto había decidido ser casi un cómplice en un asunto del que no tenía ni idea. En el fondo aquí conocía el terreno y podría defenderme mejor que si me mudaba a otro hotel, lo que me llevó a plantearme revisar, en cuanto me recuperara, las instalaciones, escaleras, distintos salones, los lavabos para uso general y las cocinas. Lo bueno de estar solo es que no preocupas a nadie, no tienes que vivir la doble angustia de estar mal y de ver que el otro sufre porque estás mal. Fue maravilloso tener a Raquel a mi lado durante tantos años, logró que cada día estuviese más lleno de vida, pero a veces en los momentos malos habría agradecido estar solo y no tener que fingir que estaba bien para que ella no sufriera. A veces uno quiere vivir lo que le ocurre tal como es, en toda su dimensión, pero no hasta el punto de hacer daño a quien tienes al lado, así que sentí cierta sensación de libertad al marcharme al hospital solo en un taxi en cuanto noté que algo no iba del todo bien. Nunca he soportado a las personas que les echan en cara su soledad a los demás, ni tampoco los que la viven como una afrenta. La soledad también es libertad.
Tal como me imaginaba, en el hospital me preguntaron si no estaba acompañado. Les dije que no, que estaba pasando unos días de vacaciones solo. La doctora movió pensativa la cabeza pensando en mi soledad. Me dijo que en esas circunstancias debería pasar la noche en observación en el hospital. No era nada serio, una subida de azúcar, una descompensación general. Les dije que me parecía bien, ¿qué más me daba dormir en el hotel que en el hospital?
Lo que más me molestó es lo que tardaron en darme el alta por la mañana. A las doce dije que no podía esperar más y que me marchaba. Parecía un viejo gruñón, un viejo maniático, pero tenía mucho que hacer y me daba perfecta cuenta de que ya estaba estabilizado. Me hicieron firmar un papel por el que me responsabilizaba de mi decisión, de modo que si me moría sería por mi propia negligencia. Me pareció justo. Una simple firma nos tranquilizaba a todos.
No había dormido bien por culpa de los descomunales ronquidos del compañero de la cama de al lado y porque las enfermeras entraban cada dos por tres haciendo ruido, pero me encontraba bien, en plena forma, incluso me pegaría un bañito en el mar cuando hubiese terminado lo principal. Y lo principal consistía en acercarme por Villa Sol, algo demasiado peligroso en estos momentos, por lo menos hasta que cambiase de coche. Así que lo mejor sería dirigirme a casa de Sandra para comprobar si habían vuelto por allí los Christensen.
La ropa me olía a hospital, me palpé los bolsillos para revisar que llevaba todo conmigo, era un día hermoso como ninguno. Aparqué el coche en otro lado diferente por pura precaución, aunque no creía posible que pudieran relacionarme con Sandra de ninguna manera, y fui callejeando hasta la casita.
Nadie salió a la llamada del timbre, las contraventanas estaban entornadas y en el tendedero había unas toallas tendidas, la manguera culebreaba en el enlosado. No localicé la moto en el jardín. No se oía ningún tipo de música. Así que regresé al coche y bebí un poco de agua de una de las botellas que procuraba tener siempre a mano, y pensé que lo más lógico era que a estas horas Sandra estuviera en la playa, probablemente con los noruegos. Y me encaminé hacia allí.
Al menos en el lugar en que solían situarse no estaban. Sólo había unos niños correteando y una pareja besándose. Anduve cerca de un kilómetro por la parte de arriba por si los veía en algún punto hasta que decidí abandonar y regresar al coche. Me encontraba mucho más ágil que antes de ingresar en el hospital. Y aunque no hacía demasiado calor, el agua estaba tan azul y la espuma tan blanca y en cualquier momento podían acabar con mi vida los matones de Fredrik o los infartos, que decidí quedarme en calzoncillos, que afortunadamente eran de tela y me llegaban por medio muslo y casi parecían un bañador, y darme un chapuzón. Ya estaba haciendo lo que Raquel llamaba locuras porque lo que para un joven era sano a mí podría suponerme una neumonía, pero cuando quise darme cuenta ya estaba dentro de las olas, y al frío siguió un gran bienestar. ¿Por qué no disfrutar del paraíso si se tiene a mano? Raquel siempre me decía que a las personas que, como nosotros, habíamos sufrido mucho nos daba miedo disfrutar, nos daba miedo ser felices y también decía que hay muchas clases de sufrimiento en el mundo y que nadie se libra del todo de padecerlo, por lo que tampoco nos debíamos sentir especiales. Si he de decir la verdad yo admiraba mucho a la gente frivola y con gran capacidad de pasarlo bien en la vida, de divertirse con cualquier cosa. Ir de compras, jugar un partido y cenar con amigos sin tener nada más en que pensar. Para mí su estilo de vida era deseable e inalcanzable. La inocencia era un milagro más frágil que la nieve. Y era más fácil que los alegres llegaran a ser de los míos que yo uno de los suyos. En el fondo quería que Fredrik y Karin, frivolos corrompidos y perversos, fueran de los míos, que sufrieran, que probaran el dolor. Ahora lo veía claro, la justicia jamás podría hacer justicia como yo quería. Si Fredrik tenía matones, yo tenía odio.
Me sequé levantando los brazos y dando pequeños saltos en la arena y luego me senté para recibir del sol toda la vitamina D posible. Me encontraba mejor que nunca, cerré los ojos. Vivir, siempre vivir. En estos momentos estaba sintiendo menos miedo del recomendable.
Por precaución cambié de bar para comer y me pedí un menú. Tenía hambre, hambre de verdad. Aún notaba la sal en la piel y también noté el pelo, el poco que me quedaba, fosco y revuelto, me pasé la mano por la cabeza, un día de estos tendría que cortármelo. El baño me había dado hambre y también el hecho de que apenas había probado el desayuno del hospital, sin comparación posible con el bufé del hotel. Aunque me encontraba con energía suficiente para seguir adelante y acercarme por los alrededores de los Christensen, comprobé que no llevaba las pastillas encima, y regresé al hotel.
En recepción Roberto me dio el alto con cara de preocupación. Me habló bajo para que no le oyera el otro conserje ni los clientes acodados en el mostrador.
– Estaba preocupado, la camarera me ha dicho que no ha dormido en la habitación.
Era evidente que de alguien como yo sólo se puede esperar que no haya dormido en su cama porque se haya muerto en cualquier otro sitio.
– No ha sido nada, me marché de excursión y se me hizo tan de noche que me quedé en otro hotel. Gracias por preocuparse.
Y luego agregué en plan confidencial:
– ¿Ha habido alguna novedad?
– No, que yo sepa. Bueno…, el detective quiere verle.
Sin consultarme, Roberto cogió el teléfono, informó de que yo estaba ahora mismo en el hotel y colgó.
– El detective se llama Tony y le espera en el bar. ¿Ha comido ya?
Asentí pensando en si debía o no subir a la habitación a coger las pastillas.
– Entonces puede aprovechar para tomar café.
Me sacudí el sombrero en la pierna, que desprendió algo de arena, y fui hacia el bar.
Roberto debía de haber hecho una buena descripción de mi persona porque, al entrar, un chico robusto, que en un par de años sería gordo, vino hacia mí, me tendió la mano y me condujo a una mesita, un velador, diría Raquel, con una lamparita encendida a pesar de que era de día, lo que no impedía que el bar estuviera siempre en penumbra para crear un clima de intimidad.
– Sentimos mucho el incidente del otro día en su habitación.
– Bueno, son cosas que pasan.
Tony empuñaba una botella de cerveza en su fuerte mano. Yo me pedí un café, muy bueno por cierto, y mientras lo saboreaba, Tony volvió a pedirme disculpas. Demasiadas disculpas en conjunto. Llevaba una chaqueta que parecía que se le iba a rajar por la espalda cuando se encorvaba sobre la mesita velador.
– Llevo en esto mucho tiempo -dijo Tony mirándome fijamente con ojos algo saltones- y todo tiene siempre, y digo siempre, una explicación.
Me quedé pensando en esta frase con la taza en los labios.
– Hijo, entonces podrá explicarme qué ha ocurrido.
Creo que no le gustó que le llamase hijo, a mí tampoco me habría gustado, lo hice adrede para comprobar el grado de seguridad en sí mismo. No tenía mucha.
– Aún no puedo, pero podré -dijo poniéndose más serio-. ¿Lo vamos a tener por aquí mucho tiempo?
– Espero que sí, por lo menos mientras haga buen tiempo.
– Me han dicho que cree que le han confundido con otro.
– ¿No es lo más lógico? -dije.
– Tal vez -respondió, y se tomó un último y largo sorbo.
Yo también di fin de la taza. Nos levantamos.
– Esperemos que no vuelva a repetirse -dijo.
Me pareció que la frase iba dirigida a mí y la recogí. Trató de recomponerse la chaqueta, de removerse dentro de su segunda piel. Rebusqué a alguien de mi pasado que se pareciera a Tony y encontré a varios. No eran precisamente de Premio Nobel, pero lograban que el mundo acabara siendo tal como ellos lo veían.
Estaba casi seguro de que Tony había hecho el destrozo de la habitación por orden de Fredrik Christensen o que había permitido que lo hicieran. Había algo en el movimiento de los ojos que lo delataba. De camino a los ascensores le dije a Roberto que necesitaba cambiar de coche porque éste no iba muy bien. Roberto asintió con gesto de haber barajado esta posibilidad. Ya no me miraba como el primer día, me miraba con más respeto e interés.
Tuve que usar una botella de agua del minibar para tomarme la medicación, algo que me repateaba porque dentro del minibar todo era varios euros más caro. Y cada euro de más que gastaba se lo estaba sisando a la herencia de mi hija. Nadie nos iba a recompensar ni a ella ni a mí por este servicio. A nadie le importaba, había otras cosas en qué pensar, otros enemigos. Yo me había quedado atrás, en mi mundo, allí estaban mis odios, mis amigos y mis enemigos, y no tenía fuerza ni cabeza para nada más. Y para ser sincero era la primera vez que no esperaba recompensa ni reconocimiento, era la primera vez que nadie se enteraría de si fracasaba o triunfaba, era la primera vez que la opinión de los demás me importaba una mierda, y me sentía libre.
Me eché la siesta y cuando me desperté atardecía. Ahora el sol se ponía un minuto antes cada día, como más o menos le ocurría a mi vida. Y un minuto era mucho tiempo. No me arrepentí de haber dormido más de la cuenta, porque necesitaba descansar. ¡Dios!, hacía tiempo que no me encontraba tan bien. Si no fuera por lo caro que salía el teléfono habría llamado a mi hija para decírselo, pero una llamada lleva a otra y si un día dejase de llamar ella se preocuparía, así que prefería decírselo con el pensamiento. Mi mujer sí que había llegado a leerme el pensamiento, lo había comprobado muchas veces, y solía decirme bromeando que tuviera cuidado con engañarla aunque sólo fuera con el pensamiento porque podía leérmelo, y yo lo creía a pies juntillas. Estaba convencido de que sus ojos negros eran capaces de penetrar hasta lo más profundo de mi mente.
Dediqué media hora a recorrer el hotel, la escalera normal, la escalera de incendios, la azotea, ascensores, puertas de servicio, cocinas, restaurante, recovecos, sótano. Me quedaban por ver la lavandería, los lavabos de uso común, examinar pasillo por pasillo y la despensa de la cocina. Si los huéspedes supiesen lo deficiente que era el sistema de seguridad, saldrían corriendo en lugar de dejarse aquí sus ahorros, pero así era la vida, unos sabían y otros no. Me haría un plano lo más detallado posible y diseñaría un plan de fuga adaptado a mis posibilidades. No sentía sueño, tenía tanta vitalidad que me eché a la calle. Refrescaba y la chaqueta no me molestaba nada en absoluto. Por un momento quise olvidarme de que era un viejo achacoso. El aire arrastraba olor a flores. Quizá era el momento ideal para acercarme por casa de Sandra y comprobar si ya había regresado.
Conduje despacio disfrutando del momento de torcer por la calle estrecha e ir acercándome a la casita, pero también con el temor de no encontrar a Sandra, con el temor de no poder cruzar unas palabras con esta chica que podría ser mi nieta, una nieta enviada para poder entregarle sólo las cosas buenas que me había dado la vida. De todas las personas a las que había conocido al llegar aquí sólo ella me hacía sentir que me quedaba algo de vida por delante, que habría vida después de Fredrik y Karin. El camino estaba casi oscuro y ni siquiera la casita tenía la luz del porche encendida. Una chica en su estado, esperaba que no le hubiese ocurrido nada. Por nuestra conversación anterior había deducido que no tenía amigos por aquí, sin embargo, ya se sabe cómo son los jóvenes, los jóvenes enseguida hacen amigos. Mientras pensaba cosas por el estilo me quedé como atontado junto a la verja sin moverme, esperando que quizá de pronto se encendieran todas las luces, cuando oí a alguien detrás de mí, creo que también sentí una mano en el brazo y me estremecí aunque hice un esfuerzo para que no se notara.
– ¿Es usted? -dijo Sandra.
Sandra, Sandra. Había llegado. Estaba aquí.
– Me alegro de verte -dije tratando de disimular la alegría.
Más que a Sandra, veía las sombras de Sandra. El pelo, los brazos, las sombras de unos picos cayendo sobre la sombra de los pantalones.
– Perdona que venga a estas horas, pero hasta hace un rato no he logrado hablar con mi mujer. Espero no haberte asustado.
Sandra se rió.
– No soy miedosa. Me he visto en algunas más gordas que ésta.
Volvió a reírse, aunque no parecía una chica que expresara su alegría con risas. Creo que lo hizo por mí, para que me sintiera cómodo.
– Pase, no se quede ahí -dijo mientras abría la verja.
Luego abrió la puerta de la casa. Esperé dando una vuelta por el jardincillo aspirando su olor y de pronto se encendió la luz del porche y las plantas se hicieron visibles. Sandra salió y se tumbó en una hamaca.
– Iba a ofrecerle una cerveza pero no tengo. No me ha dado tiempo de ir al supermercado.
– No te preocupes, prefiero no beber alcohol.
– Yo tampoco, desde lo del embarazo ni bebo ni fumo, y no lo llevo nada bien, estoy deseando volver a las andadas. Ahora me fumaría un pitillo bien a gusto.
Era una chica confiada, creía en su derecho a estar en el mundo sin que le ocurriera nada malo, sin que la agredieran ni se aprovecharan de ella. Seguramente no se le ocurría que las cosas pudieran ser de otra manera. Me senté en un lateral de la otra hamaca sin llegar a tumbarme.
– Bueno…, he venido por lo del alquiler de la casa, podríamos esperar hasta el verano que viene, si a tu hermana le parece bien.
– Hablaré con ella, pero no ahora mismo. Ahora mismo no quiero agobiarme. No soportaría que me preguntara si ya he pensado qué voy a hacer con mi vida.
– Tómate tu tiempo, no hay prisa. Por cierto, ¿aparecieron tus amigos, los ancianos extranjeros?
Sandra se incorporó.
– Pues sí, ahora mismo vengo de su casa. Fred se acaba de marchar de viaje y ella necesita que alguien le eche una mano y yo no tengo nada que hacer. Esa casa sí que le gustaría. ¡Menudo jardín! Piscina, barbacoa, cenador, árboles frutales. Tres pisos, sótano, invernadero.
– Demasiado grande para nosotros. Demasiado gasto en mantenimiento. Tendrán muchos empleados.
– No se crea. Un jardinero y una asistenta que va por horas.
– ¿Y tienen amigos? Estos jubilados de oro sólo se relacionan con otros como ellos.
– Sí, creo que sí, pero también van jóvenes por allí. Por lo menos dos españoles se presentan de vez en cuando y hablan con Fred. Karin me está enseñando a hacer punto, es muy agradable, muy comprensiva, se preocupa por mí.
– Es curioso -dije- que se puedan entender dos personas tan lejanas entre sí.
– No sé por qué, todos somos más o menos iguales.
¿Cómo sería ahora Sandra de haber sido una víctima de Fredrik y Karin? Me alegraba mucho que su alma no hubiese estado en contacto con nada semejante, que fuese generosa y que le abriese la puerta de su casa a un desconocido como yo, me alegraba que la maldad no la hubiese alcanzado.
– Mañana tengo que ir al supermercado, ¿quieres que te compre algo y te lo traiga? -dije-. En tu estado no deberías cargar con bolsas ni con peso.
– No se preocupe, lo más probable es que vuelva dentro de un rato a Villa Sol y que mañana me pase el día bañándome en la piscina. Si me da un teléfono le llamaré cuando hable con mi hermana.
Le di el teléfono del hotel y el número de la suite. Me arriesgaba a que les hablase de mí a los Christensen, pero por otro lado nuestros encuentros tenían muy poca relevancia para ser contados.
– A veces la gente no es lo que parece -le dije en un intento desesperado de que me leyese el pensamiento como habría hecho Raquel.
– Ahora me dirá que usted es un sátiro o algo parecido.
Medio me sonreí.
– Podría ser -dije-. Uno nunca sabe dónde está el peligro hasta que lo descubre.
Sandra me despidió con la mano y se metió para adentro bostezando. Llevaba unos pantalones anchos indios de seda y sandalias de tiras en los pies. Sandra no sabía en lo que estaba metiéndose, yo tampoco, y me preocupaba. Con esto no había contado, con que se cruzara alguien que necesitara protección.
Raquel se habría enfadado. No, se habría puesto furiosa. Me habría dicho que mi actitud era canallesca y que dejara en paz a esta chica, que no la involucrara, que ella no tenía por qué ser una víctima más. Pero no es tan fácil, Raquel, son ellos los que se la han llevado a su terreno, yo no la he metido allí, han sido ellos, y ella se ha dejado conducir como un cordero. Aunque era cierto que si no se enteraba de nada, si era completamente ignorante del tipo de gente con la que estaba tratando, el peligro sería mínimo. Mientras Sandra viese a Fredrik y Karin fuera del infierno, le parecerían ángeles en lugar de demonios. Y tal vez los ángeles no existían, no existía el bien absoluto, pero podía asegurar que sí existía el mal absoluto.