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3 El veneno de la duda

Sandra

Tuve que llevar a Karin en el todoterreno a gimnasia. Lo llamábamos gimnasia por no llamarlo rehabilitación. El gimnasio estaba en el centro, en la calle principal, donde era imposible aparcar, así que la dejaba en la puerta y me iba a buscar sitio y a darme una vuelta. Al cabo de una hora volvía a recogerla preguntándome cuánto me pagarían por esto y también pensaba que Fred sentiría cierto descanso al descargarse de estas obligaciones. Aparte de la gimnasia, estaban las revisiones médicas eirá comprar al centro comercial. También le gustaban los mercadillos, buscar cacharros antiguos, ir a la peluquería y dar un paseo junto al mar o por el Paseo Marítimo si no se podía por la playa. Le gustaba parlotear sobre su infancia en la granja noruega, sobre la belleza incomparable de su madre, sobre la belleza varonil de su padre y sobre la belleza de sus hermanos y de ella misma. Sobre la belleza del salmón que solían comer para cenar y la belleza de las luces en medio de la noche. Cuando se cansaba, me preguntaba por mi vida porque no soportaba el silencio. Yo también caí en sus garras, durante los días que llevaba viviendo en su casa me iba acostumbrando a ella, y Karin no necesitaba hacer nada especial para que mi prioridad fuese contentarla.

A saber qué se le antojaba hoy. La dejé en la puerta del gimnasio, arranqué y al llegar a la esquina un hombre me saludó quitándose el sombrero. Reconocí a Julián, el que quería alquilar la casa de mi hermana. Le hice un saludo con la mano, pero él se acercó al todoterreno.

– ¿Puedo subir3 -dijo abriendo la puerta.

Me preguntó si me apetecía tomarme un batido. Había descubierto un sitio en el Faro en que los hacían con frutas naturales. ¿Qué me parecía?, ¿me arriesgaba a ir con él? Le dije que dentro de una hora en punto tendría que estar de vuelta, y nada más decirlo me sonó raro, como si no fuese yo misma, que llegaba tarde a todas partes. Fn ese momento me di cuenta de que no soportaría la mirada de Karin reprochándome que la hiciera esperar.

Nos pusimos en camino sin sospechar que a partir de ese momento Villa Sol no volvería a ser la misma, como si se hubiesen descorrido las cortinas del teatro y por fin hubiese una historia. No lo comprendí de golpe, de primeras no quise comprender, me asusté. Julián iba serio. Tenía el entrecejo fruncido, la mirada triste. Sacó un recorte de prensa del bolsillo, tal vez fuese el anuncio de alguna otra casa en venta.

– ¿Y su mujer? Nunca la veo-pregunté con la sensación de que había algo tirante o desagradable en el ambiente.

– Mi mujer falleció, nunca ha estado aquí.

En ese momento pensé que en cuanto bajásemos del coche de una sola patada en los huevos me lo quitaba de encima. Pensé que de un solo empujón fuerte podría tirarlo y que tardaría tanto en levantarse que mientras tanto podría correr kilómetros.

– Siento haberte mentido -dijo-, pero es mejor así.

– No te entiendo -dije sintiendo su mirada y tuteándole como hacía él conmigo. Yo no desviaba la vista de la carretera.

– Nunca te habría metido en esto, te lo juro, el caso es que cuando te conocí ya estabas metida.

¿Metida? ¿En qué podía estar yo metida que me pasaba la vida entre plantas del jardín o entre ancianos?

– Creo que es mi deber decirte cuál es tu situación real.

No me gustaba nada que alguien intentara manipularme ni que jugasen conmigo, por eso levanté la voz más de lo debido.

– ¡Ya sé cuál es mi situación!

– No, no lo sabes -dijo él mientras yo aparcaba.

Con la hoja de periódico en la mano me condujo a un banco de piedra desde el que se veía el mar.

– ¿Cómo se portan contigo Fredrik y Karin?

– ¿Fred y Karin?

– La pareja de ancianos noruegos.

No tenía ni idea de por dónde iba la cosa cuando le contesté que bien, que eran cariñosos, que sabían respetar mi espacio y yo el de ellos. Lo del espacio le hizo sonreír vagamente. No me gustó que se riera de algo que yo decía, me puso de malhumor.

– No querría tener que enseñarte esto -dijo mostrándome la hoja de periódico.

En la hoja había una foto, la foto de una pareja. De momento sólo vi eso porque me había quedado colgada de la sonrisa irónica y no me importaba nada más.

– Mírala bien, por favor, ¿no los reconoces?

– No sé qué tiene de gracioso decir que respetan mi espacio.

– Porque es una frase hecha, no te pega.

Cogí la hoja y me fijé en la foto. Eran…, eran Fred y Karin. Me concentré para observarla mejor.

– Sí, son ellos -dijo Julián-. Nazis, criminales peligrosos. Fredrik Christensen eliminó a cientos de judíos, ¿comprendes lo que te digo?

Me quedé perpleja. No sabía qué pensar.

– ¿Estás seguro?

He venido tras él. No quiero que se vaya al otro mundo sin reconocer su culpa, sin pagar de algún modo. Quizá sea el único que siga vivo a estas alturas.

– ¿Por qué me lo dices a mí? ¿Por qué no se lo dices a la policía?

– Cuando llegué aquí pensé precisamente eso, hacerlo público, amargarles la vida, pero ésa sería una pobre venganza, ahora creo que ellos pueden conducirme a más gente. Tú entras y sales de su casa, no recelan de ti. Si no estuvieras embarazada, si no pudieras ser mi nieta y si no me sintiese como un sapo pidiéndotelo, te pediría que me contaras qué ves allí.

– No he visto nada especial y además… son mis amigos.

– ¿Tus amigos? Ya te he dicho que no quiero que corras ningún peligro pero quítate eso de la cabeza, ellos no son amigos de nadie, son vampiros que se alimentan de la sangre de los demás y tu sangre les encanta, les da vida. Ándate con ojo.

No nos tomamos el batido. Julián sabía muy bien dónde hablar conmigo para que no nos viera nadie. Parecíamos la típica pareja de joven y viejo medio ocultos entre los árboles. Ya tenía el teléfono del hotel Costa Azul, donde estaba alojado, por si quería ponerme en contacto con él, pero que bajo ningún concepto fuera allí en persona, porque estaba vigilado y era peligroso. Lo más sensato sería que desapareciera de las vidas de los Christensen y de la suya propia y que regresara a mi vida de siempre. Me rogó que por favor no cayera en la tentación de contarles nada a mis amigos nazis, que aguantara las ganas de contárselo porque luego me alegraría.

– Toma -dijo tendiéndome la página del periódico-, obsérvalos con detenimiento.

La doblé y me la metí en el bolsillo.

¿Qué sabía yo de Julián? No sabía nada de nada. Había aparecido un día por mi casa y ahora me decía estas cosas tan raras. Me lo podía creer porque los nazis habían existido y todo el mundo sabía que había neonazis, flipados con la esvástica y todo eso, pero ¿Fred y Karin? Los conocía, Karin me ponía un cojín en los riñones cuando me sentaba en mi sillón favorito. Era alto, tenía orejeras y reposapiés. Me respetaban el sillón junto a la chimenea, que aún no se encendía, pero que cuando se encendiese sería muy agradable. Fred no hablaba mucho, cuando estaba se limitaba a salir y comprarnos pasteles, a servirnos el té, era Karin la que llevaba el peso del grupo. Karin me estaba enseñando a hacer punto, y a veces Fred recibía alguna visita y se pasaba un buen rato hablando. ¿Y qué tenía eso de particular?

Julián me había inoculado el veneno de la duda. Me acababa de contar cosas terribles de mis amigos. Me había contado que la enfermera Karin era una criminal sin escrúpulos, había ayudado a matar a centenares de personas para prosperar junto a su marido, condecorado por el propio Führer. «¿Sabes cuánto hay que matar para ser digno de una cruz de oro?» Me había obligado a dudar de Fred y Karin y a dudar de él mismo. Ya no era el viejo bondadoso del sombrero blanco que siempre hablaba de su mujer, ahora no sabía quién era. Puede que esa esposa suya hubiese existido o no. Puede que ni siquiera le interesara alquilar la casa. No me gustaba que hubiese jugado conmigo. Por lo menos los noruegos no me habían mentido, tal vez no me habían dicho la verdad, era cierto que no me habían contado su vida, lo que tratándose de gente de ochenta y tantos no era normal, pero a día de hoy los datos que tenía de ellos era lo que había visto y oído y mis propias conclusiones.

Decidí no discutir con él. Lo más sensato sería no preguntar y no querer saber más. Lo mejor sería no dejar a este extraño hombre aquí tirado y acercarlo al pueblo y una vez allí regresar junto a Karin.

¿Y si era verdad? Aunque luego decidiera abandonarlos, debía volver una vez más. Parecería muy raro que no lo hiciera y dejara allí la poca ropa que me había llevado y las pastillas de calcio, las cremas para las estrías y todo lo demás. Ellos se preocuparían y bajarían a buscarme, se harían muchas preguntas y la situación iría de mal en peor. Yo tampoco me quedaría contenta, ni siquiera podría dormir bien esa misma noche. Y también, si era sincera, tenía que reconocer que tiraba de mí la curiosidad. Si ahora me salía de esto, como me proponía Julián, si no volvía a subir a Villa Sol y desaparecía, me arrepentiría porque me habría quedado sin saber algo. La vida o el destino me habían traído hasta esta carretera llena de curvas y era menos complicado seguir adelante que dar media vuelta y retroceder.

Tal como me temía, al llegar al gimnasio, Karin me estaba esperando enfurruñada.

Me disculpé diciéndole que me había quedado sin gasolina y cuando llegamos a Villa Sol subí al cuarto y guardé el recorte de prensa en el fondo de la bolsa en que había traído la ropa.

Julián

Fui muy torpe con Sandra, la asusté, pero en algún momento tenía que abrirle los ojos, ya me había paseado demasiado arriba y abajo, no podía quedarme esperando a que en algún momento alguna de las jóvenes bestias de Fredrik me diera un golpe en cualquier esquina, y entonces ella no llegara a saber en qué manos estaba. No había tiempo que perder. Por una parte Sandra se habría puesto menos en peligro no sabiendo, pero por otra tampoco habría sabido contra qué tenía que defenderse. Aún estaba a tiempo de salir corriendo y dejar todo esto atrás y recordarlo como una de las cosas más extrañas que le habían pasado en la vida. Tal vez le serviría para juzgar en su justa medida lo que había abandonado para venir aquí.

Mi elección, por el contrario, estaba hecha. Seguiría hasta el final, probablemente el mío, pero no me iban a quitar de en medio por las buenas. Eso sí, me preocupaba mucho la cantidad de dinero que me estaba gastando y que tenía guardado, más que para sobrellevar mi propia vejez, para la de mi hija. Tampoco mi mujer lo vería con buenos ojos. Sólo habíamos tenido una hija, y Raquel decía que ya que no podríamos evitarle los disgustos y sinsabores propios de la vida, que por lo menos no tuviera muchos problemas de dinero. Y yo lo estaba gastando en una necesidad o en un capricho, según se mirase.

Incluso al cambiar el coche de alquiler tuve que hacer un desembolso extra. En cuanto me entregaron el nuevo me embarqué en otro seguimiento a Fredrik con cierta tranquilidad, por lo menos hasta que volvieran a descubrirme.

Lo seguí cómodamente hasta el parking del Nordic Club, lleno de relucientes coches de gama alta. Era la segunda vez que lo pisaba. Dejé el mío en un lugar discreto y en cuanto vi que ya había entrado Fredrik fui detrás. Me había quitado la chaqueta y había envuelto con ella los prismáticos, pero me dejé puesto el sombrero, que me daba un conveniente aire de extranjero. Contaba con que el portero me diera el alto y antes casi de que pudiese hablar dije que venía con Fredrik.

– Estaba aparcando el coche -dije a modo de explicación.

Me tomó por su chófer o por un amigo, el caso es que me permitió el paso con toda naturalidad. En algún punto asomó la cabeza de Fredrik y me puse a buscarlo, pero sus largas piernas, que movía como si tuviese las plantas de los pies abrasadas, a la par que levantaba los hombros a cada paso, lo habían llevado fuera de mi alcance. Me asomé a distintos salones y fue en uno de ellos donde lo vi hablando con un individuo que había debido de ser muy fuerte y que ahora era gordo. Tenía los ojos claros y una buena papada y aún se le apreciaba un sablazo en la cara. Podría ser perfectamente Otto Wagner, fundador de la organización Odessa y además ingeniero, escritor y más cosas, un cabrón inquieto y aparentemente con buena salud, que seguro que no se contentaba con jugar al golf. Me apoyé en la pared para tranquilizarme. Estaba emocionado y triste, aunque en mi estado la emoción era menos recomendable que la tristeza. Y al cabo de cinco minutos, gracias a unas cuantas aspiraciones profundas, logré quedarme sólo con la tristeza. Me pesaba que estos monstruos disfrutaran de la vida como jamás llegó a disfrutarla Salva, ni yo, ni Raquel, por mucho que lo intentara, ni siquiera mi hija. Me pesaban su lozanía y sus ganas de vivir y pasarlo bien.

Los vi montarse en un cochecillo y alejarse sobre el césped. El Nordic Club era una maravilla: porches con bonitos y refrescantes sillones de mimbre, pistas de tenis, pádel, piscinas cubierta y de verano, restaurante, salón tipo pub, salón de billar, biblioteca y todo lo que no veía, y al fondo las suaves ondulaciones verdes del campo de golf. Me pregunté cuánta agua se necesitaría para regar todo aquello. Pero qué importaba, lo que importaba era que el gigantón Fredrik y sus amigotes hicieran un poco de ejercicio.

¿En qué hoyo estarían? Veía este deporte como algo muy lejano a mí. Me apoyé en un árbol, lo más apartado posible del campo de visión de las terrazas del club, y me colgué los prismáticos. Hice un barrido por la zona intermedia y di con un grupo de octogenarios, entre los que estaban Fredrik y Otto, que charlaban apoyados en los palos. También había algún joven. Actuaban como hombres de setenta años, era increíble. Quizá el sentirse superiores al resto les daba tanta energía. Bajé los prismáticos pensando en esto cuando noté cierto revuelo. Me llevé de nuevo los prismáticos a los ojos y vi cómo uno de ellos, que no era ni Otto ni Fredrik, estaba tendido en el césped. Uno de los jóvenes hablaba por el móvil y a los pocos minutos llegaba en un cochecillo un hombre con un maletín, otros le seguían corriendo. Envolví los prismáticos con la chaqueta a pesar de que nadie reparaba en mí. Al fin y al cabo uno tiene la edad que tiene, pensé. Se oyó una ambulancia. A éste le ha dado un infarto, pensé.

Los salones del Nordic Club se habían animado con la noticia. Por fin una novedad en los soporíferos días de golf. Por los aspavientos y los comentarios parecía que había muerto. La noticia corrió como la pólvora y vi desde el coche cómo a quienquiera que fuese lo metían cadáver en la ambulancia, no completamente tapado y con mascarilla de oxígeno para no alarmar a los socios del club, aunque en el fondo para los socios del club habría sido decepcionante que después de todo no hubiese ocurrido nada, de esta forma tendrían comentario para varios días. Pero a mí no me la daban, cuando se han visto tantos muertos se reconocen de refilón.

Salieron todos lo más deprisa que pudieron. A Fredrik parecía que le quemaban las plantas de los pies más que nunca, saltaba más que corría hacia un Mercedes de los que aparecen en los catálogos que dan con los periódicos.

Seguí a distancia al presunto Otto por las endemoniadas curvas que ascendían al Tosalet. Recorría el mismo trayecto que su amigo Fredrik, pero no se quedó en Villa

Sol, sino que a unos trescientos metros se internó en una mansión que tenía el número 50. Fredrik me había llevado hasta Otto, y Otto me llevaría hasta alguien más. Estaban todos conectados por un pacto de sangre.

Sandra

Fred me pagó más de lo que me esperaba por hacerle compañía a Karin, llevarla al gimnasio y hacer cien mil recados. Puede que Fred comprendiera que me sentía demasiado atada porque a Karin le gustaba mucho salir de casa y venir conmigo a cualquier cosa, y su lentitud al subir y bajar del coche y al andar acababa poniéndome de los nervios. Pero nunca llegaba al límite porque Karin era tremendamente observadora y enseguida se daba cuenta de si me estaba hartando, entonces aflojaba la cuerda, me dejaba a mi aire y podía marcharme algún fin de semana a la casa de abajo y respirar. No estaba mal, al poder ahorrar casi todo lo que cobraba estaba comprando mi libertad futura.

De lo que me había dado Fred separé algo para unos ovillos de algodón perlado y unas agujas nuevas para empezar el segundo jersey. Guardaría el primero como recuerdo porque me había servido para equivocarme y aprender, pero el que llevaría mi hijo sería este otro, en el que pondría todo el cuidado del mundo. Inevitablemente al llegar a la sisa tendría que preguntarle a Karin. El resto lo haría yo sola.

Así que después de comer, mientras Fred y Karin se vestían para ir al entierro de un amigo suyo, a la hora en que otros días Karin se echaba la siesta en el sofá tapada con una manta y con la televisión encendida porque la televisión para Karin era un narcótico, saqué el ovillo y las agujas de una bolsa de terciopelo morado que me había regalado Karin para guardarlos y me puse a darle y a darle a las agujas, eso sí, lentamente, hasta que más o menos al cuarto de hora me empezaron a salir de la cabeza pensamientos, como de un hormiguero. Pasaban uno tras otro, aparecían y desaparecían, menos el asunto del uniforme y el recorte de prensa que me había dado Julián. Según Julián eran nazis, lo que encajaba con el uniforme de oficial de las SS que le había visto puesto a Fred aquella noche al volver de la fiesta en casa de Otto y Alice. El uniforme, un uniforme de la enorme talla de Fred, ¿sería alquilado o de su propiedad? Si Julián tenía razón, lo guardarían en algún sitio. Aunque si me olvidaba de sus sospechas también podría pensar que la gente tiene unas fantasías de lo más raras y en este caso puede que no tuviesen nada que ver con lo que el uniforme significaba. Comparado con los que se excitaban sexualmente vistiéndose de dibujos animados, lo de Fred podía tener un pase, quizá era su manera de animarse con Karin. Pero ¿por qué quería engañarme a mí misma? Fred con el uniforme era un perfecto nazi. Lo que ocurría era que sin uniforme, con ropa normal, yo no sabía cómo era un nazi, ¿en qué se les notaba? No permitirían que se les notase. Yo no notaba nada especial.

Y a mí ¿qué me importaba? Sí, sí me importaba, o sentía curiosidad, no sé. El caso es que dejé las agujas en la bolsa de terciopelo y salí a la aventura por la casa. Hasta este momento nunca había sentido una tentación seria de husmear. De alguna manera estaba volviendo a la infancia, cuando era tan placentero abrir cajones y escudriñar lo que había dentro sin que nadie supiera que lo estaba viendo. Aunque ahora el placer se mezclaba con la prevención.

La casa tenía dos pisos, un sótano, un invernadero, un trastero, un garaje y en lo más alto una buhardilla sin escaleras ni ningún tipo de acceso. Normal, porque para ellos dos les sobraba casa. Repartidos por las habitaciones había baúles y arcones antiguos muy bonitos donde se guardaban los abultados edredones y las alfombras en verano, y armarios. Cuando yo fuese vieja y no pudiera estar todo el día por ahí también querría tener una casa muy grande, como ésta, para ir de una habitación a otra sin aburrirme. Karin tenía que subir trabajosamente al piso superior agarrándose de la artística barandilla de caoba. Seguramente cuando se instalaron aquí no se podía imaginar que terminaría así. Y puede que lo peor no hubiese llegado aún. Así que procuraba quedarse en la planta baja hasta la hora de acostarse y cada vez había más cachivaches suyos abajo que tendrían que estar arriba, pero que iba dejando aquí para no tener que ir por ellos o mandarme a mí a traérselos. Le dije que para que no hubiese tantas cosas por en medio, zapatos, vestidos, algún jersey, una chaqueta, los guardaría en un baúl en la salita-biblioteca, pero ella me dijo que ni se me ocurriera porque en la salita-biblioteca sólo podía entrar Fred. Fred era muy celoso con el orden que le daba a sus papeles y los libros y se ponía fuera de sí si alguien le tocaba sus cosas. Por este motivo esa puerta permanecía cerrada con llave, para que no entrase alguien por descuido y evitar así un disgusto. Sin embargo, cuando tenían que esperarle sus conocidos, Martín, la Anguila u Otto, les permitían estar allí solos, lo que pensándolo bien no era de mi incumbencia y me callé. Era evidente que esa puerta estaba cerrada sólo para mí.

Subí a las habitaciones haciendo, aunque no hubiese nadie aparte de mí, el mínimo ruido posible. Sólo se oía el tictac de un reloj antiguo de porcelana, que debía de ser muy valioso, y normalmente también habrían sonado los ronquidos de Karin. Solía dormir tres cuartos de hora roncando a pleno pulmón. Las puertas llevaban sin engrasar mil años y todas chirriaban. Según Karin funcionaban como alarmas ante la presencia de cualquier intruso. También las puertas del armario chirriaban. Las abrí y me quedé maravillada ante los preciosos trajes de noche de Karin. No era sólo el blanco que llevaba puesto en la fiesta de Otto y Alice. Eran por lo menos cien, metidos en fundas de tela. Seguro que cada uno costaba un dineral. Nada más pude ver unos cuantos subiendo las fundas y no del todo. Empotrada en la pared del armario había una caja fuerte donde seguramente guardarían las joyas, porque con estos vestidos habría que llevar joyas igual de valiosas. A continuación abrí la parte del armario perteneciente a Fred. El orden era aún mayor que en la parte de Karin. Las fundas aquí eran transparentes y dentro no había ningún uniforme. Me quedé un instante embobada con la perfecta colocación de las corbatas, de los pañuelos, de los calcetines. Cerré y miré en el baúl lacado que había a los pies de la cama y tal como me imaginaba había un edredón. Salí y volví a cerrar con la sensación de que mis huellas estarían por todas partes, una consideración absurda creada por un temor infundado. También pasé al cuarto de invitados y miré en los cajones de la cómoda y en el correspondiente armario. Y me asomé a los tres dormitorios restantes. Al fondo del pasillo había una puerta también cerrada con llave. Había muchos sitios donde podría estar guardado el uniforme de nazi, pero también podría ser que fuese alquilado y lo hubiesen devuelto. No me di cuenta del tiempo que llevaba yendo de un lado para otro, abriendo armarios y cerrándolos, hasta que oí la puerta de la calle y las zancadas de Fred subiendo la escalera.

Le pregunté por el entierro, y él me preguntó si había habido alguna novedad en la casa en su ausencia. Le dije que no y noté que se quedaba con ganas de saber qué estaba haciendo por allí arriba, así que le dije que me había echado a descansar en mi cama y que ahora me sentía atontada y que me marchaba a dar una vuelta en la moto para despejarme.

Bajé al pueblo y fui hasta el hotel de Julián. Recordaba que me había dicho algo de que no fuese por allí, pero nunca me tomaba en serio esas cosas, me parecían exageradas, así que aparqué un momento, escribí una nota diciéndole que le esperaba al día siguiente a las cuatro en el Faro, pasé al vestíbulo, hice como que miraba un periódico, me escabullí hacia los ascensores, llegué a su habitación y le metí la nota por debajo de la puerta. Salí como había entrado, tratando de que no me viese nadie, pero no sabía si lo habría conseguido.

Julián

Al día siguiente de lo del Nordic Club tuvimos entierro. Era nada más ni nada menos que el de Antón Wolf, comandante de un batallón de las Waffen-SS, célebre por haber participado en la matanza de cuatrocientos civiles de un pueblo italiano, la mayoría mujeres y niños. Seguramente Salva lo tenía localizado, pero yo no había sido capaz de verlo, de nuevo se me escapaba uno de ellos delante de mis narices, aunque fuese para el otro mundo. Lo había tenido ante los prismáticos y no lo había reconocido, como si en el fondo estuviera olvidando más de lo que creía. Estaba tan pendiente de lo que hacían Fredrik y Otto que Antón Wolf me pasó desapercibido. Había logrado escapar. Fue enterrado frente al mar.

A pesar del horror que creó en vida, su entierro estuvo rodeado de belleza, menos mal que no podía disfrutarla. Su mujer, Elfe, estaba allí llorando moderada y calladamente entre Karin y Alice, con caras de estar deseando que aquello terminara pronto. A saber por qué lloraba Elfe. Sí, Elfe, vosotros también morís, de nada ha servido tanta crueldad, total para que la vida haya pasado como un suspiro. Ya ni siquiera recuerdas bien las atrocidades que cometisteis. ¿Recuerdas cómo teníamos que cavar nuestras propias fosas? ¿Tú no sabías nada? Sí, lo sabías y no te arrepientes porque creíais que teníais derecho. Tú también vas a morir, Elfe, nada ni nadie podrá evitarlo.

Lo pensé con todas mis fuerzas para que mi pensamiento le atravesara todas las neuronas que tuviera que atravesarle hasta que comprendiera. Y entonces, atraída por mi fuerza, miró hacia donde yo estaba, pero no podía verme porque me escondía detrás de la lápida de un niño de ocho años con un impresionante ángel tallado en mármol, y empezó a llorar más y más fuerte, lo que no fue del agrado de sus hermanos arios, sobre todo cuando llegó hasta el grupo un anciano de gran estatura, muy parecido a Fredrik, aunque con más carne, y que andaba un poco inclinado hacia delante como si el motor de su cuerpo lo tuviera en la cabeza. Juraría que era Aribert Heim, el Carnicero de Mauthausen, el mismo que le acompañaba en el supermercado el día que asusté a Fredrik, pero entonces no se me ocurrió pensar que aquel hombre tan gordo, tosco y descuidado tirando a sucio fuese el delgado y relamido Heim de antaño. Daba la impresión de que junto a la boca tenía la famosa uve. Qué pena, Salva, que no puedas compartir este momento conmigo y que no hayamos podido pensar juntos qué hacer con ellos. Todos saludaron al Doctor Muerte con respeto, el tipo de respeto que encierra también un poco de asco. A Elfe la sacaron de allí entre dos y los demás volvieron a sus carrozas.

Ya no tenía nada que hacer allí, así que cogí el mejor ramo de flores de la tumba de Wolf, se lo puse al niño de ocho años y salí. Detrás quedaba el ángel de grandes alas y delante un mar gris con la forma del arco del cementerio. Y calle arriba Heim caminando pesadamente hacia el pueblo. Esto sí que no me lo esperaba. Me clavé las uñas en la mano para que no me latiera el corazón más de lo conveniente. Estaba siguiendo a un probable Heim. ¿Y por qué no? ¿Qué se sabía de su paradero? No había certeza de si estaba muerto o vivo. Se suponía que vivía en Chile protegido por Waltraut, la hija que tuvo con una amante austriaca, o por la hija de ésta, su nieta Natasha Diharce, en Viña del Mar. Pero ni esta hija ni los otros dos que vivían en Alemania habían reclamado el seguro de vida de un millón de dólares depositado en un banco alemán, la mejor prueba de que seguía vivo y riéndose de todos nosotros. También se decía que podría haber muerto en El Cairo y también había indicios de que se ocultaba en una urbanización de Alicante.

Probablemente delante de mí, con pantalones vaqueros, un chubasquero y una gorra de marinero muy usada andaba ahora mismo tozudamente, como queriendo anclarse en la vida todo lo que pudiese, el Carnicero de Mauthausen. En aquel lugar que olía a carne quemada y donde los seres como Heim eran los señores de la vida y la muerte dejé de creer en Dios o dejó de gustarme. Si el dios de los campos verdes, de los ríos como el Danubio, de las estrellas y de las personas que te llenan de felicidad también era el dios de Heim, de las cámaras de gas y de los que sienten placer haciendo sufrir a los demás, ese dios no me interesaba, se llamase como se llamase en las miles de religiones del mundo. Un dios de cuya energía salía el bien y el mal al mismo tiempo no me inspiraba confianza, así que empecé a vivir sin él esta vida que yo no había pedido. Y ni en los peores momentos lo he invocado en mis pensamientos, y a todo el mundo le aconsejaría que pasara lo más desapercibido posible ante él.

Iba tan deprisa que parecía que se iba a caer de bruces. Se dirigía al puerto, y yo necesitaba tener su cara a varios centímetros de la mía, verlo de frente, poder examinarle unos minutos sin llamar la atención y sin hacerle sospechar. No podía dejarle marchar sin comprobar que fuera él. Así que me senté en el suelo con dificultad y grité:

– Por favor, ¿puede ayudarme?

Heim se volvió y dudó un segundo, pero al final me tendió la mano. Aquel verdugo me tendía la mano para ayudarme a levantarme, era increíble. No lo hacía porque quisiera sino porque era lo que se esperaba de él en el ambiente en que ahora vivía, del mismo modo que en aquel otro ambiente amputaba brazos y piernas a los prisioneros sin anestesia y sin ser necesario y se entregaba a todo tipo de experimentos macabros. Me estaba ayudando a levantarme a mí, a un residente de aquella agradable urbanización de vacaciones llamada Mauthausen. Me costó incorporarme, en esto no estaba fingiendo, y él tuvo que agacharse un poco más, y lo vi. Lo vi bien, la cicatriz en la comisura de la boca, los ojos claros y su mirada hacia dentro, hacia un mundo hecho a su imagen y semejanza.

Le di las gracias, y él no dijo nada, siguió su camino. Se levantó viento. El mar empezó a rugir. Se sujetó la gorra con la mano y luego se puso la capucha. Podía ir tras él con toda tranquilidad porque a no ser que se volviera completamente no podría verme. Se metió en un barco de madera muy bonito con el nombre de «Estrella» pintado en grandes letras verdes. Seguramente era el nombre que tenía cuando lo compró y no lo borró para poner otro. Nuevas vidas, nuevos nombres, nuevas costumbres, pero la misma alma. Heim, nunca cambiarás, le dije con el pensamiento.

Qué descubrimiento, quizá debería llamar a algún antiguo amigo de Memoria y Acción y contárselo todo, aunque me temía que cuando reaccionaran fuera ya demasiado tarde y, sobre todo, que lo echaran a perder por la sencilla razón de que no se puede poner a alguien al corriente, en un momento, de un sinfín de pequeños detalles que había que tener en cuenta para mantenerse en la frecuencia de este grupo. Porque se trataba de un grupo organizado.

Tampoco sabía si debía mencionárselo a Sandra. Tarde o temprano acabaría viendo a este inofensivo anciano en alguna de las reuniones del grupo y no sería muy recomendable para ella que él leyese en sus ojos que lo había reconocido. Por su propia seguridad sería mejor mantenerla en la ignorancia.

Sandra

Fred y Karin daban por supuesto que cualquier nativo nacía sabiendo hacer una paella. Tuve que suplicarles que no me obligaran a cocinar porque no tenía ni idea, tuve que decirles que prefería la comida noruega a la española y que cualquier cosa que hiciesen ellos me la comería, de modo que sin proponérmelo me quité esa tarea de encima y, como mucho, me limitaba a meter los platos en el lavavajillas, momento en el que Karin se tumbaba en el sofá a ver la telenovela hasta que se dormía y Fred se metía en la salita-biblioteca. Yo aprovechaba para acudir a mis citas con Julián.

Llegué a las cuatro menos cinco al Faro, el sitio que estábamos fijando como lugar de encuentro. Nos estábamos acostumbrando a sentarnos en el mismo banco, entre enanas palmeras salvajes que crecían espontáneamente y que estaba prohibido arrancar, y entre piedras rocosas. El mar enfrente nos servía para quedarnos callados de vez en cuando.

Julián ya estaba allí. Siempre llevaba la misma chaqueta azul claro porque seguramente cuando decidió venir aquí no imaginaba que se iba a quedar tanto tiempo. Había añadido un pañuelo al cuello, que junto con el sombrero panamá le daba un aire de película italiana, pero a no tardar tendría que comprarse algo de más abrigo. Me preguntó cómo me encontraba. Entonces no pude aguantar más y le conté lo de la noche en que había visto a Fred con el uniforme nazi y que había estado buscándolo por los armarios de la casa, pero que no lo había encontrado y que dudaba si no se trataría de un disfraz.

– Puedo asegurarte que no. Si pudieran, lo llevarían puesto todo el día. Y si pudieran, vallarían un trozo de terreno, el más pedregoso y donde la tierra estuviera más seca, y nos meterían a todos allí y nos maltratarían y nos matarían para usar nuestros huesos, dientes, piel y pelo y para imponerse como seres superiores.

¿Y quién era Julián? ¿Sería éste su verdadero nombre? ¿Por qué tenía que confiar más en él que en Karin y Fred? ¿Y si estaba un poco loco? Aunque también era cierto que yo no les había mencionado nada del uniforme a ninguno de los dos. No tenía ninguna prueba de que fuese auténtico y aun así había evitado mencionarlo. El instinto me había dicho que no debía incomodarlos y obligarlos a darme una explicación.

– Ellos no se sienten culpables -dijo Julián-. No he conocido jamás a ninguno que haya mostrado ningún tipo de arrepentimiento. Piensan que son víctimas de un mundo que ha cambiado y que no les comprende. De alguna manera -añadió cabizbajo- su falta de sentimiento de culpa ha puesto a salvo a muchos de ellos, también a Fredrik y Karin. Se han librado, han logrado sobrevivir muy bien. Seguramente en la intimidad continúan alimentando sus fantasías de superioridad.

Se me quedó mirando para comprobar mi reacción, pero no tuve ninguna, no había visto en ellos ningún indicio real de que se sintiesen nazis, sólo sospechas.

– ¿Y si tuvieses razón, qué quieres que haga yo? Ya te he contado lo poco que sé.

– Nada. No quiero que hagas nada. Quiero avisarte para que te alejes a tiempo. Si te enredas más con ellos no vas a salir bien parada. Ellos siempre ganan…, hasta ahora. No voy a tener compasión.

¿Que no iba a tener compasión? ¿Pero qué pretendería hacer este flaco anciano disfrazado de italiano? ¿Y qué hacía yo escuchándole? ¿Cómo se puede comprobar si alguien tiene demencia senil?

– ¿Y si me diese por hacer algo, qué tendría que hacer?

Se quedó contemplando el mar, más bajo que nosotros y que se apretaba contra el horizonte en un profundo azul.

– La cruz de oro. Si encontrases la cruz de oro saldríamos de dudas. Mejor dicho, saldrías tú, porque cuando vine aquí yo ya sabía quién era él.

– Necesito pensarlo -dije.

Me resistía a creer que Fred y Karin fuesen nazis. Los nazis eran seres incomprensibles. Lo último que se me habría pasado por la cabeza en esta vida es que fuese a conocer a uno. Los había visto en películas y en documentales y siempre me habían parecido irreales. Los uniformes, las botas, los estandartes, las muchedumbres con los brazos en alto, la raza aria, la cruz gamada, tanta y tan retorcida maldad. Era asombroso que la gente, personas con cerebro, se los hubiesen tomado en serio y les hubiesen dejado hacer todo lo que hicieron.

– Te lo repito una vez más, no deberías hacerlo. No te dejes intimidar por ellos y no te dejes explotar por mí. Tú no deberías estar en esta historia. Deberías estar con un chico que te quiera, con alguien que te haga feliz. No malgastes tu vida.

– No sé cómo no se malgasta la vida.

– Siendo feliz, estando contenta, disfrutando de la vida. Enamórate.

– Me gustaría mucho, pero no es tan fácil.

– ¿Y el padre de tu hijo?

– ¿Santi? A veces lo echo de menos, pero no tanto como lo echaría de menos si estuviese enamorada.

– ¿Sabes una cosa?, el enamoramiento pasa.

El resto del tiempo estuvimos hablando de mis sentimientos. Se notaba que él había querido mucho a su Raquel, por lo que tenía que haber existido de verdad. Así que le pregunté cómo supo que la quería, qué había sentido para saberlo. La pregunta lo desconcertó y se quedó pensativo un momento.

– Porque a veces me hacía volar -dijo.

Me dijo que si necesitaba hablar con él, vendría pasado mañana a ese mismo sitio a las cuatro de la tarde.

Julián

Así que Otto vivía en el número 50 con una mujer llamada Alice con pinta de pies a cabeza de guardiana de campo. Conocía esa mirada helada, era muy parecida a la de Use Coch, famosa entre todos nosotros por sus colecciones de piel humana tatuada. Me repugnaba casi más que Otto, aunque no más que Karin y Fredrik. Y el que se llevaba la palma de la repugnancia era Heim, el hombre con el cerebro más podrido que haya pisado este planeta y que ahora acaparaba el cincuenta por ciento de mi atención. Llené de notas los dos cuadernos que había traído de Buenos Aires y tuve que ir a una papelería a comprar otros dos. Si a mí me ocurría algo o si no era capaz de cazarlos de alguna manera, quería que quedase constancia de estos días y de los desvelos del pobre Salva, de los míos y también los de Sandra, porque Sandra se merecía que alguien le dijera a su hijo la clase de madre que tenía. Para hablar de Sandra decía «Ella» por si los cuadernos caían en otras manos, y tendría que pensar muy bien a quién se los enviaría si las cosas se ponían mal, porque no quería que toda esta investigación desapareciera como había sucedido con la de Salva. El problema de ser viejo es que nadie te toma en serio. Se nos considera anclados en el pasado e incapaces de comprender el presente y seguramente por eso habían tirado los papeles de Salva. También anotaba lo que me iba gastando. Quería que mi hija comprendiera que no me había gastado el dinero en caprichos sino en gasolina, el alquiler del coche, el alquiler de la suite al precio de una modesta habitación, ropa de abrigo, cuadernos, líquido para limpiar las lentillas, el menú de mediodía del bar y unas monedas para la lavandería, con las que me evitaba los precios de lavado y planchado del hotel. Me había traído bastantes medicamentos pero en caso de que se me acabasen tendría que ir al hospital y explicar mi situación, porque eran demasiado caros.

La lavandería estaba dos calles más arriba del hotel y mientras esperaba aprovechaba para redactar mis informes. Iba allí cuando ya no me quedaba ni un solo calcetín ni un solo calzoncillo. Las camisas a veces me las lavaba yo mismo usando los frasquitos de gel de la habitación y las colgaba de la barra del baño bien estiradas en la percha para no tener que plancharlas. A veces también me sentaba un poco en la terraza a escribir y me tapaba con una manta, de forma que respiraba bien y no tenía frío. Me había ido acostumbrando tanto a esta habitación, a esta terraza, a montar en el coche y vigilar a los carcamales nazis que no se me ocurría qué otra cosa podría hacer que no fuera ésta. Parecía que todo esto lo habían preparado al milímetro Salva y Raquel desde algún lugar lejano de mi mente para que le encontrara sentido a lo que me quedaba de vida.

Ahora también había añadido al anterior itinerario la casa del difunto Antón Wolf. Estaba escondida tirando hacia el interior, donde se habían restaurado y modernizado casas de huerta conservando el aire rústico. Sólo tuve que ir al registro de la propiedad para averiguar la dirección. Estaba a nombre de Elfe.

No era fácil dar con ella, había que meterse por un camino de tierra y yo lo hice con total descaro, como si me hubiese perdido. Antes de entrar en la propiedad ya estaba ladrando un perro. Me dispuse a girar, para dejar el morro apuntando al sendero, en la puerta de la casa, rodeada de un jardín tan silvestre que parecía campo. Lo hice despacio para darle tiempo a Elfe a salir. Bajo una pérgola había dos coches, uno flamante y otro viejo.

Era una mujer en las últimas. Los ojos se le habían empequeñecido de llorar y tenía el pelo sucio y sin peinar. En otro momento de la historia de la humanidad me habría dado pena. Su dolor me inspiraba curiosidad, podría ser el dolor de haberlo tenido todo y ahora estar dejando de tenerlo. Le acercó el agua al perro y luego vino a mí.

– Disculpe -dije-. Creo que me he confundido, busco…

– La casa de Frida está un poco más abajo, en la tercera curva a la derecha, en el camino hay un buzón negro.

Estaba claro que todo el que venía por estos andurriales buscaba a Frida, nunca a Elfe, y Elfe lo tenía asumido. Le di las gracias con el convencimiento de que Elfe no duraría mucho. Había bajado la guardia, hablaba demasiado. No podrían arriesgarse a que fuese diciendo por ahí lo que sabía. Y mira por dónde, sin proponérmelo, había localizado la casa de la tal Frida. Otra más a tener en cuenta.

Desde el camino se veían varios coches y poco de la casa. Estaba bastante aislada y en mi posición me encontraba expuesto a ser visto, así que no me atreví a usar los prismáticos y seguí adelante. Iría a echarle un vistazo a Heim y le haría una foto al barco con la minicámara.

Sandra

Nunca reparaba en lo que hacía Frida, la asistenta, que ellos llamaban empleada. Venía tres horas a diario y mientras ella arreglaba la casa aprovechábamos para salir a hacer gestiones o para estar en el jardín, sobre todo cuando tocaba limpiar la planta baja. Pero si nos quedábamos dentro había que reconocer que era silenciosa como un duende, sólo se oían los ruidos de unos muebles que parecía que se movían solos y de unas ventanas que parecía que se abrían solas y también parecía que el propio suelo se encargaba de ponerse reluciente. Uno de los días en que Karin se encontraba tan bien que decidió marcharse a jugar al golf con Fred y Otto, vi que la asistenta abría la salita-biblioteca para limpiarla, seguramente de cara a la fiesta que Karin pensaba dar, y que volvía a cerrarla desde dentro, lo que me extrañó porque Karin me había dicho que allí no entraba nadie.

Ni corta ni perezosa abrí la puerta y entré. Ella estaba subida en la escalera de la librería quitando el polvo a unos libros de aspecto distinto a las novelas de amor que leía Karin. El ambiente era acogedor. Había sillones de piel donde debían esperar las visitas repantigadas cómodamente. Entonces la empleada se volvió y me preguntó con acento alemán si buscaba algo y entonces comprendí que, de ser verdad las sospechas de Julián, ella era uno de ellos, así que no me arriesgué, retrocedí hacia la salida y le dije que quizá me marchase dentro de un rato y le pedí que dejase bien cerrada la casa.

No me marché, hice ruido con la moto, y me quedé. Vi desde el jardín cómo sacudía algunas cosas por la ventana de la salita-biblioteca y cómo colgaba en el alféizar una gran alfombra persa a la que acababa de pasar la aspiradora. Contemplé a mis anchas cómo abría un armario muy bonito pintado en verde manzana envejecido, que contrastaba con la seriedad de las librerías y que le habría encantado a mi hermana, y casi solté un grito cuando sacó el uniforme nazi y lo cepilló con sumo cuidado y a continuación pasó un paño a unas botas negras que eran casi tan altas como yo. Acababa de descubrir algo importante, un indicio más a favor de las teorías de Julián, y nadie de esta casa debía darse cuenta de que lo había descubierto, por lo que me metí en el garaje y desmonté el sillín de la moto, preparada para hacer como que lo arreglaba si acaso Frida se asomaba por allí, lo que afortunadamente no ocurrió. Ni siquiera pasó por el garaje. Cuando llegó su hora, cerró la casa, subió en la bicicleta y se largó sin mirar atrás.

Los Christensen no habían llegado, era el momento ideal para fisgonear en el sótano y en las habitaciones otra vez. Coloqué el sillín en su sitio, saqué el llavero del bolsillo del pantalón y abrí la puerta de entrada. Había un olor muy agradable, como si Frida hubiese esparcido espliego por todas partes. ¿Cómo era el espliego? No sé, pero Frida tenía una cara muy saludable y aspecto de llevar espliego en los bolsillos y unas pantorrillas sumamente fuertes de pedalear en la bici. Cuando entraba en la casa metía con ella todas estas sensaciones.

Nunca había pensado en Frida, la veía llegar y a veces irse y nada en medio y, sin embargo, se me había fijado en la mente. Era rubia y tendría unos cuarenta años, aunque el sonrosado de las mejillas era de quince. Al ir a tanta velocidad en la bici, el aire se le pegaba en la piel y en la ropa y se había convertido en su olor característico.

En el sótano no había gran cosa o yo no sabía verlo. Después del uniforme tenía la impresión de que por aquí y por allá tendría que haber más cosillas guardadas. Lo único que me llamó la atención fue un sol con sus correspondientes rayos grabado en el pavimento y pintado de negro.

Julián

No encontraba un sitio lo suficientemente seguro en la habitación para esconder los cuadernos. No me fiaba de Tony, el detective del hotel, tenía la impresión de que me vigilaba, y cada vez dudaba más de Roberto, el conserje. Al principio llevaba los cuadernos en la chaqueta, pero iban siendo demasiados, ahora sólo cargaba con el que utilizaba para tomar notas, los otros los dejaba en el coche debajo de las alfombrillas, lo que no era muy recomendable porque a cualquiera que le diera por registrar el coche con toda seguridad los encontraría y, si no, acabarían en algún desguace entre trozos de chapa. También me horrorizaba que me relacionaran con Sandra y ponerla en peligro. Aunque bien mirado, el mundo siempre es peligroso, a veces de una manera consciente y otras, inconsciente. El mundo era peligroso para mí de forma consciente y para Sandra de forma inconsciente.

Lo último que había anotado es que tendría que volver por casa de Elfe. Directamente Elfe no me interesaba demasiado, pero sí lo que se le pudiera escapar, lo que pudiera sonsacarle ahora que se encontraba en baja forma y desorientada. En el cementerio no dio la impresión de ser muy amiga de Karin y Alice. Estuvieron junto a ella, pero no la tocaron ni la consolaron, ni apenas le hablaron. Tal vez arrastraban una enemistad o no habían llegado a congeniar. Puede que Elfe no estuviera a la altura de la maldad de Karin y Alice. O podría ser que las hubiese superado. No sabía nada de ella, me había pasado desapercibida, tendría que pedir información al Centro, para lo que no tenía tiempo ni ganas.

Me acerqué con precaución a la bonita casa de la viuda Elfe. En el parking descubierto, hecho de madera maciza, estaban los dos coches de la vez anterior. Uno sería el de batalla y el otro el de ir a jugar al golfo a las casas de los otros oficiales si es que los invitaban. El perro se me abalanzó a la ventanilla ladrando. Esperé un poco a ver si salía Elfe y toqué el claxon, pero nada, sin embargo los coches estaban allí. El perro fue a la puerta, ladró y luego regresó. Parecía querer avisarme de algo. De acuerdo, dije, voy a salir. Salí y el perro me ladraba, pero no me enseñaba los dientes, alborotaba a mi alrededor, era bastante grande, pero no estaba dispuesto a agredirme.

Fui a la puerta y toqué el timbre. Me asomé por la ventana de la cocina. No se veía a nadie. El perro quería que yo hiciera algo más, estaba nervioso, pero yo no sabía qué más hacer, no podía forzar la puerta, ¿y si no estaba dentro? No puedo hacer nada, le dije al perro, lo siento, amigo. Entonces el perro fue a un lado de la casa y me miró como diciendo ven. Me señaló con el hocico el suelo, un macetero de cobre. Lo retiré con un enorme esfuerzo maldiciendo al perro y a Elfe. Había una trampilla para bajar al sótano. La abrí y el perro salió disparado, casi me tira. Bajamos al sótano y subimos para salir al vestíbulo, junto a la escalera. El perro las subió corriendo y ladró desde arriba, pero yo después del esfuerzo hecho con el macetero tuve que descansar y subí despacio. Por si las moscas en el bolsillo de la camisa llevaba siempre una pastilla de nitroglicerina, que esperaba no necesitar. No sé por qué sabía que no había llegado mi hora.

Descansé otro poco y me asomé donde me indicaba el perro. Podrías estar rodando películas de acción, le dije. Después de Sandra era el ser más admirable que había conocido en los últimos tiempos.

La habitación apestaba a alcohol y vómitos. Elfe estaba tumbada en la cama, seguramente inconsciente. Fuera como fuese, no pensaba llamar a ninguna ambulancia. Hice salir al perro para que dejara de lamer toda aquella porquería y cerré la puerta. Miré si había un baño en la habitación, empapé una toalla y le envolví con ella la cabeza, le metí los dedos en la boca. No sabía si habría tomado pastillas además de alcohol. Cuando terminó de echar todo lo que tenía dentro, la obligué a levantarse y haciendo yo un esfuerzo que Elfe no se merecía la llevé al baño y abrí la ducha. Gritó y le ordené que se callara. El agua le caía sobre una falda y una blusa que apestaban. Luego la envolví en un albornoz y la metí en otra habitación, que estaba limpia. Abrí la cama y le dije que se acostara. Ella decía algo en alemán que sonaba a queja, a arrepentimientos y a no poder más. El perro subió y se quedó junto a ella meneando el rabo. Estaba seguro de que si este animal hubiese tenido unas manos como las mías habría hecho todo lo que había hecho yo o mejor aún. Bajé a la cocina a hacer café.

Tarros ordenados, copas de vino cuyo cristal se había impregnado de un ligero tono morado por su mucho uso. Cogí una taza, y afortunadamente en el tarro donde ponía café quedaba suficiente para hacer una cafetera. Hice una. En la cocina se respiraba tristeza, soledad triste, drama.

Subí una bandeja a la habitación. Yo no tomé café, no quería que me desvelara y, sobre todo, no quería tomar el café de Elfe, ni poner mis labios donde los hubiesen puesto ellos. El perro arrimó la cabeza junto a mi pierna y se la acaricié.

– ¿Cómo se llama el perro? -le pregunté a Elfe.

– Thor, como el dios.

– No es para menos -dije sentado en el borde de la cama-. Si no fuese por él, no habría podido entrar.

Le puse una taza en las manos y le serví.

– No he subido azúcar, lo siento.

– Es igual, gracias. Jamás pensé que viniera nadie a rescatarme y mucho menos un desconocido.

No le pregunté si había intentado suicidarse, no me interesaba. Podría tratarse de una mezcla de alcoholismo y suicidio.

– He venido a darle el pésame. Conocía a Antón del golf, y Thor no me ha dejado marcharme. Me ha enseñado dónde está la trampilla del sótano para subir.

Se recogió el pelo con las manos y se lo puso detrás de las orejas. En algún momento de su vida pudo haber sido guapa, pero ahora daba miedo verla.

– Me he metido empapada y he mojado la cama -dijo apesadumbrada, seguramente no recordaba cómo había dejado la otra cama.

– No se preocupe, ya lo arreglará cuando se encuentre bien, ahora descanse. Le dejo la cafetera. Thor cuidará de usted.

– No, por favor, no se vaya. Ellos no me quieren, me consideran débil y estoy segura de que nunca vendrán a verme, de que me dejarán completamente sola.

– ¿Se refiere a los amigos que jugaban con Antón al golf?

– Sí-dijo hundiendo la cabeza en la almohada-. Ellos y sus estúpidas mujeres. Siempre me han dado de lado.

– Seguro que usted era mucho más guapa que ellas cuando eran jóvenes.

Se incorporó apoyándose en los codos.

– ¿Cómo dice que se llama?

– Julián.

– Bueno, Julián, esta que ahora mismo está viendo no soy yo, si no pregúntele a Antón.

No le recordé que Antón había muerto, para qué, en su mundo de ahora mismo Antón podría estar jugando al golf y yo ser amigo suyo y el perro un dios.

Se levantó con el albornoz sobre la falda y la blusa mojadas y bajó descalza agarrándose a la barandilla hasta el salón, yo la seguía y Thor llegó antes que nosotros. Abrió un cajón, sacó un álbum de fotos y pude verla de joven vestida como en los años cuarenta, con el pelo al viento y una mirada en que podía leerse que acabaría así. Brazos en alto, cruces gamadas, Antón Wolf de oficial. Karin de enfermera en otra foto. Le pregunté por ella.

– En esta época no conocía a Karin, pero cuando después ya nos conocimos me regaló la foto, luego nos distanciamos.

Todos ellos ya maduros en bañador en una playa. Alice sola en bañador. Ellos y otros más de uniforme. Aquel álbum era una joya y yo lo quería.

– Por curiosidad, ¿desde cuándo vive aquí, Elfe?

– Desde 1963. En 1970 tuvimos que marcharnos tres años, pero volvimos. Cuando regresamos, la casa estaba en su sitio, nadie había tocado nada.

– ¿Y Karin? ¿Y Otto y Alice?

Pasó por alto la pregunta, quería hablarme de cada una de las fotos, pero le dije, guardando de nuevo el álbum en el cajón, que vendría a visitarla muy pronto y que las veríamos con más detenimiento.

– Ahora tiene que ponerse bien, tiene que descansar y, si quiere, en cuanto haga un buen día de sol la llevo a la playa. El sol lo cura todo.

Desde abajo vi cómo subía las escaleras cansinamente y cuando la perdí de vista abrí la puerta de la calle, pero antes de salir volví al salón y saqué del cajón el álbum de fotos. Cerré la puerta suavemente, aunque no la trampilla del sótano. Que la cerrara el perro.

A pesar de que me había manchado la chaqueta, me iba contento, me la limpiaría yo mismo o puede que hiciera un extra y la mandase a la tintorería.

Ahora también tendría que encontrar un lugar seguro para el álbum de fotos.