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5 Los monstruos También se enamoran

Sandra

Por las fotos que Julián me enseñaba era difícil reconocerlos. Ahora físicamente eran otros. Algunos conservaban rasgos que no podían ocultar, como las descomunales estaturas de Fred y de Aribert Heim, el Carnicero de Mauthausen, que ahora tenía cuatro pelos blancos. Andaba encorvado como si no pudiera sostener su enorme esqueleto. Sólo recordaba haberlo visto una vez en casa de los noruegos, en el cumpleaños de Karin, y me pareció un hombre amable. Me estrechó la mano y me dedicó una sonrisa. La cicatriz que le cruzaba la cara y los ojos azules de Otto Wagner se habían ido haciendo menos visibles, se habían ido apagando. Y el Ángel Negro, que por lo visto se llamaba Sebastian Bernhardt, no tenía nada llamativo, era muy corriente aunque se tíñese el poco pelo que le quedaba a los lados de la cabeza.

Julián suponía que el hasta ahora para mí Ángel Negro había muerto en Alemania cuando en realidad había regresado a este pueblo, donde vivió desde 1940 hasta el cincuenta y tantos. El y su familia disfrutaron de una villa que le regaló Franco en reconocimiento a los servicios prestados, que habían consistido nada más y nada menos que en convencer a Hitler para que le prestara ayuda a Franco. Me juré que cuando volviera a la vida normal me dedicaría a leer más. ¿Cómo podía mantenerse en pie alguien tan viejo? Su mujer, de nombre Hellen, probablemente habría muerto y sus hijos se habrían jubilado ya. Sebastian siempre había tenido fama de persona modesta y agradable y continuaba siéndolo, yo podía dar fe. Julián enseguida tuvo la sospecha de que aquella mansión de Sebastian era la actual Villa Sol. Probablemente se la habría vendido a los noruegos y él se habría retirado a algún apartamento más cómodo. Había un fondo de bienestar en Villa Sol que habrían dejado Hellen y sus hijos. Y no entendía por qué alguien de apariencia tan razonable como Sebastian, alguien tan comprensivo, podía ser uno de ellos y que no le repugnaran las cosas que habían hecho. Me preguntaba qué podía ocurrir en la mente de alguien para no llegar a reprocharse nada nunca. En el fondo era el único de aquella tribu que tenía mirada humana, los demás eran unos farsantes. ¿Habría vuelto a matar alguno de ellos después de la guerra o se habrían saciado para siempre? ¿Sería capaz alguno de ellos de matar con su propia mano o tenían que estar organizados?

Antes no sabía estas cosas ni nunca las habría sabido si no se me hubiese ocurrido venir a pasar unos días a la playa. Mauthausen, Auschvvitz. Cuántas veces había oído estos nombres, pero entonces estaban a años luz, estaban en Orion como mínimo, estaban en un pasado que no era mío. Ahora los tenía a un metro de mi cara, a veces a unos centímetros.

Aribert Heim me había dado la mano, y al enterarme de lo que esas manos habían hecho sentí que estaba tocada y que ahora sí que no podía abandonar, aunque siempre cabía la posibilidad de que se tratase de simples parecidos, todos los ancianos se parecen. Ojalá no fuese verdad que le había estrechado la mano al Carnicero, sólo pensarlo me daba asco. De momento, nada más se podía demostrar la identidad de Fred por la cruz de oro, el resto eran conjeturas.

¿Sabes disimular?, me había preguntado Julián. ¿Sabes disimular hasta el punto de que a ellos ni se les pase por la cabeza que a ti te pueda interesar aquella vieja historia de nazis y del Holocausto? La verdad es que nunca se hablaba de política delante de mí. No se mencionaba nada que sonara importante, aunque a veces se deslizaba alguna frase en alemán que no hacía falta entender para darse cuenta de que se salía del tono general. Y estaba segura de que tales precauciones no eran por mí, sino porque estaban acostumbrados a tenerlas y por eso se habían escapado de las manos de Julián una y otra vez. De no haber sabido que eran nazis habrían seguido siendo normales para mí. Sin embargo, ahora todo, cualquier cosa, tenía un significado, los rasgos marcados de Fred eran rasgos arios y la extraña juventud de Alice provenía de Dios sabe dónde, tal vez de su confianza en su superioridad genética. Decidimos que nunca mencionaríamos sus apellidos verdaderos para que no se me pudieran escapar al hablar con ellos.

Julián

Como siempre, Sandra llegó al Faro en la moto, la aparcó y entró en la heladería. Yo la veía por la ventana. Siempre nos sentábamos en una mesa desde donde se dominaba la llegada de los coches y la gente que entraba y salía del local. Era una forma de no llevarse sorpresas desagradables. Cuando se sentó a la mesa, suspiró y dejó el casco a un lado. La noté desmejorada, quizá demasiado delgada para estar embarazada, pero era sólo una impresión de pasada, no lo pensaba conscientemente, más que un pensamiento era una imagen. El presente se me escapaba demasiado deprisa, no me daba tiempo de saborearlo. Los pájaros volaban muy rápido, el aire se perdía antes de sentirlo, las caras cambiaban enseguida, los olores desaparecían, y casi no importaba, toda mi vida era pasado. Tenía la impresión de que me había quedado en este mundo después de morir Raquel para expiar alguna culpa, para sufrir un poco más, no tenía ninguna lógica que la hubiese sobrevivido. Sandra funcionaba en la dimensión del presente y yo en la del pasado, aunque pudiésemos vernos y hablarnos.

Cuando le confesase a Sandra que había comprado el perro de forma deliberada y malsana y sin calcular los riesgos, cuando le confesase que la había utilizado para poner nerviosos a los noruegos, no volvería a mirarme a la cara en su vida y consideraría con toda razón que yo era tan miserable como ellos. Pero tenía que decírselo, no podía morirme con esto en la conciencia, aunque después de muerto ni sintiera, ni pensase, ni pudiera afectarme nada porque me habría disuelto y evaporado. Quizá no era una cuestión de conciencia, sino el puro egoísmo de querer ser tal como era y no mejor. Quedarme como la huella de un pie en la arena en la memoria de Sandra, vivir un poco más allí tal como yo era y no como un ser inventado ¿Qué podría pretender conseguir pareciendo mejor de lo que era a estas alturas de la vida? ¿El respeto de Sandra? ¿El respeto de Sandra para qué, para sentirme falsamente bien?

Pensé en escribirle una carta y dársela al despedirnos en el Faro, pero enseguida me pareció una cobardía no soltárselo cara a cara, así que la miré a los ojos.

– Tengo que decirte algo. No quiero que me perdones, no quiero nada, la vida es así, una marranada tras otra. No deberías relacionarte con alguien como yo.

Sandra no parpadeaba. A veces fijaba tanto la mirada que incomodaba, era como si se hubiese olvidado de cambiarla de dirección.

– Se trata del perro, del perrito que le regalaste a Karin.

– Pobre Bolita -dijo-. Yo también he pensado en él. No debí dejárselo a la Anguila, no debí despreocuparme. Me pesa mucho. A saber lo que han hecho con él.

– Recuerdo la sorpresa que te llevaste con la reacción de Karin. Un perro tan bonito, una casa tan grande. No se comprende que lo rechazara, ¿verdad?

– Me sentí muy mal, ya lo sabes. Fue un desaire tremendo y Karin nunca me ha dicho nada, no me ha pedido disculpas ni me ha dado ninguna explicación. He tenido la sensación de haber hecho algo terrible sin saber que lo hacía, pero ahora lo único que siento es lo que le habrá pasado al perro.

En unos segundos iba a arrancarle a Sandra un poco de su buen corazón. A partir de ahora tendría otro trozo menos de buen corazón. Y cuantos menos buenos corazones anduviesen por el mundo peor para todos.

– Fue culpa mía. Absoluta y completamente culpa mía -dije casi cerrando los ojos para no verla-. Karin odia esa raza de perros porque los usaban en el campo de concentración al que estaban destinados para aterrorizar a los presos. No voy a decirte más. Los adiestraban para eso y su presencia le recuerda quién fue y quién sigue siendo, la gente en el fondo no cambia, no mejora, sólo envejece. Lamentablemente es más fácil empeorar que mejorar. Yo mismo acabo de darme cuenta de que soy peor de lo que creía.

Sandra estaba desconcertada. Probablemente nunca me habría creído capaz de semejante canallada, de ponerla en peligro o al menos en una situación difícil. La mirada se le había cambiado, se había vuelto un poco triste, como si estuviera muy cansada.

– Si yo que te estimo y aprecio y te considero maravillosa, soy capaz de hacer esto, imagínate hasta dónde podrán llegar ellos.

No soportaba que Sandra no dijera nada. Cuando Raquel se enfadaba de verdad conmigo, no hablaba, la rabia le cosía los labios. Al principio me desesperaba intentando que volviera a mi mundo y que me mirase, que me aceptara de nuevo, lo que empeoraba las cosas, hasta que comprendí que era mejor esperar y no forzar la situación. Me iba a otra habitación o a dar una vuelta, me alejaba confiando en que las fuerzas de la naturaleza hicieran su trabajo. Y ahora pensaba hacer lo mismo, aunque Sandra no era Raquel, ni le hice nunca a Raquel una putada como la que le había hecho a Sandra.

Llamé a la camarera, pagué y me levanté. Sandra permanecía cabizbaja. Dejé dos euros de propina en el platillo y aun así la camarera me miró con infinito desprecio. Algo debía de haberle pasado a la edad de Sandra con alguien de mi edad, algo peor que lo que yo le había hecho a Sandra.

Sandra

Ya casi había logrado olvidarme de la fiesta de Karin cuando Julián me confesó lo del perro. Me sentí tan engañada y traicionada que me comporté como una tonta. En ese momento no pude comprender que si me hubiese contado lo que pensaba hacer yo misma me habría delatado ante todos cuando Karin rechazó a Bolita y desde luego no hubiese reaccionado con la misma naturalidad. Julián se dejó llevar por su ansia de que se sintiesen descubiertos y de que no siguieran viviendo como si tal cosa. Podría no haberse sincerado y nunca me habría enterado de nada. Sólo por haberse expuesto a la vergüenza de confesarse, quería darle a Julián un voto de confianza. También se me había pasado por la cabeza que Julián me hubiese dado esta explicación sobre el perro para que me retirara de una vez de este asunto. No creía que fingiese cuando se preocupaba por mi seguridad y me insistía en que me marchara. Puede que se le hubiese ocurrido lo del perro para forzar mi retirada, lo que hoy por hoy no entraba en mis cálculos. Quería hacer algo grande.

Puesto que no sabía hacer bien las cosas pequeñas de la vida, tendría que hacer bien alguna que destacase para no seguir sintiéndome una completa inútil. Nunca había creído en las oportunidades que la vida te pone en el camino porque no había entrado en ese juego de las oportunidades, porque para encontrarlas primero había que buscarlas, ¿y cuáles eran las oportunidades que a mí me convenían? Nunca lo supe hasta que me encontré en casa de los noruegos y hasta que conocí a Julián y empecé a entrar en esta historia terrorífica que todo el mundo conocía de oídas porque ya quedaban muy pocos que la hubiesen vivido. Me encontraba entre las víctimas y los verdugos, entre la espada y la pared. Mira por dónde la vida me acababa de poner una oportunidad ante las narices para ayudar a Julián a desenmascarar a esta gentuza. Madre podía ser cualquiera, y yo no quería que mi hijo tuviese cualquier madre. Ya no era una niña ni iba a volver a serlo nunca y la vida me daba una oportunidad, no era momento de huir.

También me había olvidado de la Anguila y de mi promesa de salir con él. Era algo que había apartado de mi mente como había podido, pensando en qué nombre le pondría a mi hijo ahora que sabía que era niño. Dudaban llamarle como a alguien de la familia o como su padre, Santi, o darle un nombre completamente nuevo, que no recordara a nadie. También pensaba en cómo decoraría su cuarto, aunque aún no sabía en qué casa estaría ese cuarto. Le pegaría un cielo estrellado en el techo que se iluminaría con la luz apagada y que él vería cuando abriese los ojos. Ojalá se pudiera hacer todo con el pensamiento. Con el pensamiento tendría dinero para montar una tienda de ropa o de bisutería y contratar un dependiente, de forma que yo no me sintiese atada. Con el pensamiento me enamoraría hasta perder el sentido, como en las novelas que leía Karin, y con el pensamiento ella y Fred serían dos ancianos normales, de los que yo no tendría que sospechar ni temer nada. Pero casi nunca pasa lo que se piensa que va a pasar.

El lunes, al regresar a Villa Sol de la gimnasia de Karin, nos encontramos con que Martín estaba charlando con Fred, y por la cara que puso al verme parecía que me estaba esperando. Sobre la encimera de la cocina había un pequeño paquete, que debía de haber traído él. Karin lo cogió enseguida, y Martín me entregó un papel con gesto malicioso.

Una letra redonda e inequívocamente femenina decía que vendría a recogerme a las siete. Firmaba «Alberto». Era la Anguila.

– ¿Has leído la nota? -le pregunté a Martín.

Se había rapado más el pelo y se había tatuado el cráneo con una esfera.

– La he escrito yo -dijo, feliz de desconcertarme.

– ¿Y por qué?

– Me lo ha pedido Alberto, está con un asuntillo entre manos y no tenía tiempo.

– Pues tienes una letra muy bonita.

– ¿De veras? -dijo pasándose la mano por el tatuaje.

Asentí.

– A veces escribo poesías, letras de canciones. Quiero formar un grupo, ¿sabes?

– Tienes algo dentro, se nota.

– Oye -dijo él acercándose tanto que me rozaba-.

Alberto es un buen tío, pero a veces le entran prontos, no discutas con él, ¿vale?

– Anda, quita -le dije apartándole con dos dedos-, cuando formes el grupo no te pongas esa colonia.

Me cogió por un brazo, preocupado.

– No se te ocurra decirle a él estas cosas, no las entiende. Me caes bien, chavalilla.

¿Chavalilla? ¿De dónde había salido este idiota? Decía chavalilla y tenía letra de monja pero llevaba una cabeza que daba miedo. Le aparté completamente con la mano y me marché arriba a pensar qué me pondría que no le alterara los nervios a la Anguila.

Cuando bajé, Fred y Karin ya estaban enterados de mi cita. Martín se había ido. Me miraban sonrientes, les gustaba todo lo referente al amor. Seguramente les hacía ilusión que me emparejase con alguien de la Hermandad, sería la manera ideal de tenerme controlada o de no tener que controlarme nada en absoluto. En esas condiciones puede que sí me nombraran heredera de todos sus bienes.

Me había puesto los otros vaqueros que tenía, las botas y una camisa blanca, bordada en el cuello y en los puños, que me había dado Karin. Era una prenda que no pensaba llevar en ninguna otra ocasión, que pensaba tirar en cuanto esto terminase, pero que ahora me vendría bien para que me ayudara a ver un poco las cosas desde la perspectiva de la Hermandad. Cogí el anorak en el brazo.

– Son muy buenos chicos -dijeron quitándose las palabras de la boca.

– ¿Quieres un poco de perfume? -dijo Karin.

Afortunadamente en ese momento la Anguila tocó el claxon desde el otro lado de la verja y pude salir corriendo. Agradecí que no viniera a buscarme a la puerta.

– Hola -dijo en cuanto entré, y arrancó hacia la carretera principal.

Yo no dije nada, no sabía qué decir, hasta que oí una mezcla de gemidos y ladridos en los asientos traseros. No me lo podía creer, era Bolita en la cesta de regalo. Me abalancé hacia él.

– ¡Bandido! -dije-, cómo has engordado.

– Es que lo cuido bien -dijo la Anguila.

– Nunca me lo habría imaginado, creía que…

– ¿Que lo había llevado a una perrera para que lo mataran? ¿Que lo habría matado con mis propias manos? ¿Que me lo había comido3

– No sé -dije jugueteando con el perro-. No te pega tener un cachorro y cuidarle.

– Ya, me pega tener uno grande y fiero para acojonar a la gente.

– Precisamente -dije, saltándome las recomendaciones de Martín.

Ahora me iba fijando más en él. No se había vestido especialmente bien para estar conmigo, por lo que no me parecía muy lógico que quisiera ligar, aunque también podría ser que yo no mereciera más. Llevaba una camisa de manga larga que no parecía recién puesta, unos pantalones grises que tampoco parecían recién planchados y junto á. Bolita había tirado una cazadora azul oscuro de diario. Ni siquiera había tratado de peinarse con los dedos el pelo revuelto por el viento. Sin duda no tenía intención de impresionarme. Era de facciones delicadas y tenía el pelo castaño claro, medio rubio, entradas en la frente, no era feo, tendría unos treinta y cinco años.

– ¿Se puede saber adonde vamos? -dije.

– Al Faro. Es un sitio muy agradable.

Me miró de soslayo, yo también a él.

– Preferiría un lugar más animado, ver gente. Si te da igual, preferiría ir al pueblo -dije.

Gracias a Dios no insistió en lo del Faro. ¿Por qué diría lo del Faro?, ¿sería intencionado?

Nos metimos en un pub del pueblo y tuvimos que dejar a Bolita en el coche.

– ¡.Cómo te las arreglas con el perro?

– Procuro que no se muera de hambre.

Se pidió una cerveza y yo un batido de frutas y un trozo de tarta. Empezaba a pasar hambre con los noruegos. Comían poco, demasiado poco, diría yo. La única comida decente del día era el desayuno. Probablemente a su edad un festín era muerte segura y a veces se olvidaban de que yo era joven. Así que aunque estaba nerviosa por este encuentro con la Anguila, devoré la tarta y el batido.

– ¿Qué quieres de mí? -le pregunté directamente. Preferí no andarme por las ramas porque él tenía más experiencia que yo de la vida en general y de estas situaciones en particular.

En lugar de contestar, se levantó y fue al mostrador, en cuyas vitrinas había auténticas delicias. Yo quería aprovechar para pensar, pero con el estómago lleno se me hacía muy cuesta arriba.

Regresó con un plato lleno de pastelillos variados y otro batido. Él se pidió otra cerveza. Le iba a decir que aquí se estaba mucho mejor que en la heladería del Faro. Menos mal que me detuve a tiempo, lo mejor sería hablar lo menos posible.

– No quiero lo que tú crees. Sólo quiero conocerte, eres una novedad en nuestras vidas.

– ¿Y qué piensas que creía yo?

– Que quería acostarme contigo o algo así.

– ¡Para el carro! -dije dando un bote que me espabiló-. Para que piense eso tienen que darme motivos.

– ¿Y qué motivos te he dado yo?

– Son tus ojos, tu forma de mirar. Eres raro, no se sabe qué piensas.

– ¿Lo ves? Eres como todos, te dejas llevar por las apariencias.

– Sí, soy como todos, ¿por qué dices que querías conocerme?

– Está bien -dijo-. Lo que quiero saber es cómo has acabado viviendo con los Christensen.

– Es muy sencillo, los conocí en la playa, yo estoy sola y ellos me necesitan. A mí me viene bien el dinero que pagan. No hay más.

– ¿No hay más? ¿No hay nadie más2

Bebí del batido para no contestar.

– ¿Cómo es que le regalaste ese perro a Karin? ¿Precisamente ese perro?

– Yo también me ¡o he preguntado muchas veces desde ese día. No entiendo nada, la verdad.

– Sí que lo entiendes, a mí no intentes engañarme.

– ¿Y si te engaño, qué piensas hacerme?

– Lo peor que puedas imaginarte.

– No me das miedo, ni tampoco Martín.

– Pues debería darte. No intentes pasarte de lista, sé de lo que hablo. ¿Quieres algo más, algo salado?

– Me vendría bien dar un paseo, he comido demasiado.

La Anguila no era tan terrible como me había imaginado, por lo menos aparentemente. Aunque dijera estas cosas no le creía capaz de matarme, e incluso en algún momento me dio la impresión de que me miraba con preocupación. De todos modos no debía bajar la guardia y debía tener muy presentes las palabras de Martín.

Dimos un paseo por el puerto. En algún momento nos quedamos contemplando el mar. Nos miramos de reojo, él mi perfil, y yo el suyo. El cielo estaba intensamente estrellado, era un momento maravilloso para estar con alguien que me importase.

– ¿Por qué escribió la nota Martín y no tú? -dije sentándome en un poyete.

– Porque… No tiene ninguna importancia.

– ¿Es muy amigo tuyo, Martín?

– Somos de la Hermandad, somos más que amigos. La amistad se puede romper, pero no los lazos de la Hermandad. Deberías saber por tu bien que Martín no tiene tanta paciencia como yo, no sé si me entiendes.

– Bueno, es difícil entenderlo todo, acabo de llegar.

– Ya lo sé. Lo que no sé es si sabes qué significa. ¿Por qué crees que estamos juntos? ¿Te lo han explicado los Christensen?

– No, creo que no. Pensaba que os caíais bien, que os ayudabais, la gente intenta no estar sola. No me digas que es una secta.

– Algo parecido. ¡Ay, Dios! -dijo de pronto-. ¿Por qué no te habrás quedado en casa con tu marido, tu pareja o lo que sea?

– Voy a ser madre soltera -dije.

Y entonces la Anguila se pasó la mano por el pelo, se acercó rápidamente a mí, sin darme tiempo a pensar, y me besó.

No reaccioné, fue todo rápido, imprevisible. Estuve pegada a él por lo menos un minuto. Noté sus labios, su lengua, su saliva, sus manos en mi cabeza, su olor. Cuando se separó de mí me rozó con el pelo, yo a él también. Se separó lentamente, aún tenía la impresión de su beso, una impresión larga y cálida. Mi boca ya no era la misma, ni la Anguila era el mismo, el mundo había cambiado de repente. No dije nada, me quedé quieta porque no podía enfadarme, porque su beso era el beso que necesitaba, lo necesitaba tal como él me lo había dado y jamás, ni por lo más remoto, ni aunque viviera mil años, habría pensado que el encargado de darme el beso que necesitaba para que la vida fuese aún mejor, iba a ser la Anguila.

No levanté los ojos. Él con los suyos también bajos me dijo:

– Lo siento. No he podido evitarlo. Eres preciosa.

Continué sin decir ni pío, esperando un cataclismo que me sacara de este estado de atontamiento, o un segundo beso.

– ¿Me matarías ahora?

– No, ni antes tampoco, pero no debes decírselo a nadie. Y cuando digo nadie, digo nadie, ¿entendido?

Afirmé con la cabeza. Lo miré, ya no era la Anguila, y este cambio me trastornaba. Antes era la Anguila, un ser temible, un enemigo, y ahora ya no lo era. Me sentía atraída hacia él, hacia su cazadora azul oscuro como la noche que se nos acababa de echar encima, hacia su camisa arrugada. Habría andado por el puerto de vuelta al coche agarrada a él, me habría gustado que me echara el brazo por los hombros y que me apretara contra sí. Una locura, lo que había ocurrido era una locura. Puede que se tratara de la magia de la noche, de las estrellas sobre nosotros y las luces del puerto, del sonido del mar, de la brisa, del estar solos…

– Esto es una locura -dijo él atreviéndose a mirarme de frente y sin regateos.

Ahora sus ojos me gustaban. Me gustaban sus ojos rasgados y su mirada resbaladiza. No existía nadie cerca de mí que me hiciera sentir algo así. Ni siquiera lo había sentido por Santi, con lo fácil que habría sido. No había que hacer nada, sólo no resistirse, así que no entendía por qué había tenido que ser la Anguila y no el padre de mi hijo quien me separase los pies del suelo. Santi no había tenido la culpa, la había tenido yo por no haber sido entonces como era ahora.

En el coche estuvimos a punto de besarnos otra vez, pero no lo hicimos. Estábamos dejando escapar un buen momento que a saber si volvería a repetirse.

– ¿Crees que debo ceder, que debo hacerme de la Hermandad?

Tardó un minuto en contestar, hacía como que estaba pendiente de la conducción y luego dijo secamente:

– Lo que importa es lo que creas tú. Nadie te llamó, te metiste tú sola en esto.

Salí del coche despacio, quizá esto no volviese a repetirse nunca más. Y yo no era la misma que había salido de Villa Sol unas horas antes. Volvía de un largo viaje y lo que había dejado aquí ahora me parecía menos importante.

Fred y Karin me esperaban en el salón. Me preguntaron curiosos qué tal me había ido.

– Buenas noches -dije por toda respuesta-. He cenado mucho.

Y al llegar al cuarto me tumbé en la cama. Por la ventana veía las estrellas y debajo de las estrellas las hojas de las palmeras balanceándose. Estaba un poco mareada, como si flotara.

Julián

Probablemente Sandra no acudiría a nuestra cita después de lo del último día. Yo de ella no vendría, ¿por qué iba a querer verme alguien a quien había engañado y puesto en peligro? Sin embargo, mi obligación era estar aquí por si acaso se decidía. Lo único que podía hacer era mostrarle mi profundo desprecio hacia mí mismo.

No salí del coche, no quería ver la cara de la camarera de la heladería antes de tiempo. Aunque no quisiera tenerla en cuenta, no podía evitarlo. No se puede evitar ver, oír y sentir simpatía o antipatía por gente de paso, gente de cinco minutos. No se puede estar muerto antes de muerto por mucho que se desee. Así que en cuanto escuché las ruedas de la moto de Sandra sobre la tierra pedregosa di un pequeño toque al claxon, sólo para llamar su atención. El corazón me dio un peligroso salto de alegría.

Sandra aparcó y vino hacia mí. Le abrí la puerta para que entrara.

– ¿Es que no hay sitio dentro? -dijo.

– Me revienta esa camarera, me ofende mirándome como si fuera un pervertido.

Sandra se rió sin muchas ganas. Tenía la cara chupada, por lo menos había adelgazado dos o tres kilos y no se me ocurría otro sitio donde llevarla para que comiera algo. Sólo confiaba en el bar de los menús y en este local, porque en otro cualquiera del pueblo corríamos el riesgo de que nos vieran juntos.

– Aunque pensándolo bien, tengo hambre -dije-. Me tomaría un sandwich caliente y un trozo de tarta de chocolate, en ningún sitio los hacen como aquí.

– Como quieras, yo no tengo hambre.

Me tranquilizó que nos sentáramos en nuestra mesa junto a la ventana, le daba mayor aire de normalidad al encuentro.

– Parece que los noruegos no tienen la nevera muy llena.

– ¿Por qué lo dices? -dijo mientras cogía la carta plastificada con desgana. Sabíamos de memoria lo que servían en la heladería, pero siempre mirábamos la carta un buen rato mientras hablábamos.

– Las embarazadas engordan, no adelgazan.

– Estoy bien.

La camarera nos interrumpió. Me miró con su hostilidad habitual.

– Café de máquina para mí y para la señorita un sandwich caliente de pan integral y jamón, un trozo de tarta de chocolate y un batido.

Sandra no quería la tarta y la camarera la tachó y le dirigió una mirada comprensiva.

– Te están chupando la sangre. Si continúas en esa casa, acabarás enfermando -dije.

– No es eso, estoy nerviosa. Bueno, nerviosa no es la palabra, estoy intranquila, a la espera.

– ¿A la espera de qué?

Sandra calló. La camarera nos puso los mantelitos de papel y los cubiertos.

– A la espera. Tengo la impresión de que mi vida, mi vida auténtica, va a empezar en cualquier momento. Este viaje ha sido muy importante para mí. Imagínate, creía que me iba a pasar todo el tiempo tumbada en una hamaca, y ahora mira…

Escuchaba vagamente. En el fondo, estaba pensando en Sebastian, en qué podría hacer para localizar su casa sin tener que utilizar a Sandra.

– El perrito está bien -dijo de repente.

Me irritó tener que tardar un minuto en comprender de qué perrito se trataba. Ella me miraba con sus ojos pardos verdosos muy abiertos. Se le habían agrandado y habían perdido algo de alegría pero habían ganado en intensidad. El perrito nos recordaba mi maldad. Estaba tan concentrado en el giro que estaban dando los acontecimientos que de pronto vi en la mesa lo que habíamos pedido como si hubiese aparecido allí por arte de magia.

– ¿Y cómo lo sabes?

Seguía mirándome, dándome tiempo para recordar y para encontrar el hilo. Según me había contado Sandra, la Anguila se llevó el perro la misma noche de la fiesta, y además la Anguila quería salir con ella un día.

– No me digas que te has visto con ése, con la Anguila.

Cabeceó y su mirada se transformó.

– Se llama Alberto -dijo mordisqueando de mala gana el sandwich.

– Conque Alberto.

– Fue a buscarme a casa de los noruegos y me llevó el perro para que lo viera. Estaba muy gordito, muy bien cuidado.

– ¿Y por eso crees que es un buen tío?

¿Tío? Se me iba pegando el vocabulario de Sandra. Me encontraba raro diciendo tío, era como si me estuviera convirtiendo en otro.

– No he vuelto a verlo desde entonces. No ha ido por allí, ni me ha dejado una nota, nada -dijo con melancolía.

Ahora sí que no me hizo falta ni un minuto para comprender. Los ojos le brillaban peligrosamente.

– Ya no tienes miedo.

Se encogió de hombros. Se había tomado el batido y se había limitado a mordisquear el sandwich.

– Las cosas han cambiado. Esta gente ya no puede hacernos daño, como mucho vivirán cinco años más los menos viejos.

Tuve que levantar un poco la voz para hacerle reaccionar. La camarera me vigilaba desde la barra, pensaría que se trataba de una discusión de pareja.

– Las cosas continúan siendo exactamente iguales o peores, y precisamente porque tanto ellos como yo tenemos un pie en el otro mundo hay que ajustar cuentas.

Miró el reloj, llevaba un reloj grande con correa ancha de cuero azul y tenía las manos muy bonitas, pero no delicadas ni lánguidas. Sandra no tenía nada de lánguida y sin embargo ahora estaba a un paso de serlo.

– No lo entiendes… Alberto no consentirá que me hagan daño.

– ¿Por qué?, si puede saberse.

– Me besó en el puerto.

Éste era el final del hilo. Necesitaba decirle a alguien que se había enamorado. Prefería perdonarme a no poder decirlo.

– Ya, ¿y tú a él?

– También.

– ¿Y qué sentiste?

– Que todo lo que me está ocurriendo es lo mejor del mundo.

– ¿Todo? Ahora sí que tenemos un problema-dije, aunque ella pareció no oírme.

– Pero no he vuelto a verle, ni sé dónde encontrarle. ¿Por qué me hace esto?

Hasta este momento Sandra me había preocupado, ahora me asustaba. Y sobre todo ahora la encontraba un poco ajena, se alejaba de mí y de nuestros objetivos. Le dije que probablemente cuando le volviera a ver recuperaría la razón y se daría cuenta de que todo había sido un espejismo. Le dije que pronto encontraría un hombre que la quisiera de verdad. Y le dije que quizá después de lo que había vivido en estos últimos tiempos podría ver al padre de su hijo con otros ojos. Le dije que la Anguila no le convenía aunque se llamase Alberto y la hubiese besado. Le dije que él se habría aprovechado de que estuviese sola y necesitada de amor. Pero Sandra no me oía.

¿Cuáles serían los verdaderos sentimientos de Alberto hacia Sandra? Por poca sangre que tuviera en las venas podría haberse enamorado de ella. Sólo un idiota no se enamoraría de esta alma cálida y grande, de su mirada transparente, de su sinceridad y su fuerza. Era infinitamente mejor que todos nosotros, y el hecho de que la Anguila pudiera estar tan dentro de ella era preocupante, porque del amor es muy difícil defenderse. Había conseguido atrapar aún más a Sandra en la tela de araña. Si Sandra se quedaba en el grupo porque se había enamorado de uno de ellos sería muy difícil sacarla de allí.

Me marché más acongojado que nunca después de este encuentro y con más sentimiento de culpa que nunca porque si yo no me hubiese comportado como un cretino, Sandra no se habría encontrado tan desvalida y no se habría echado en los brazos de nadie.

Sandra

Creo que, como yo de ellos, Fred y Karin fueron recelando poco a poco de mí, dominados por la duda de si no estarían paranoicos. Yo jugaba a comportarme de la forma más ingenua de que era capaz. Jugaba a ser como antes de conocerlos y de saber quiénes eran. Trataba de que se sintieran confundidos. ¿Qué tenía yo que ver con su mundo de pesadilla? Me habían encontrado en la playa, estaba embarazada (¿qué madre pondría en peligro a su propio hijo?) y me había marchado a vivir con ellos porque necesitaba dinero urgentemente y porque estaba sola. Éstas eran razones suficientes para que no viesen con claridad que los había descubierto. Al fin y al cabo nuestra relación había comenzado por pura casualidad, por un encuentro fortuito en la playa. Y por eso no me di cuenta de que el veneno de la sospecha había entrado de verdad en sus cabezas hasta que regresé de mi última entrevista con Julián.

Cuando llegué, anunciada por el ruido de la moto, en la planta baja Fred como siempre veía la televisión y Karin leía una de sus novelas de amor. Fue al levantar la vista de las páginas cuando su expresión se me hizo extraña, pero como aún no sabía nada, me quedé allí un rato comentando lo bien que me había sentado el paseo en esta tarde maravillosamente nublada, cómo el aire me daba en la cara mientras iba en la moto. La verdad era que desde lo de Alberto había producido numerosas hormonas de la felicidad y por eso no supe interpretar la media sonrisa de Fred y la penetrante mirada de Karin. Me miraban desde otro ángulo de sus cerebros. Pero llegó un momento en que tuve muchas ganas de orinar y en lugar de usar el baño de abajo, preferí subir al mío y de paso darme una ducha. Y entonces el mundo cambió.

Subí a mi cuarto tarareando alguna canción, en voz baja porque no tengo ningún sentido de la melodía, y me quité las botas, los pantalones. Abrí el armario mecánicamente para coger una camiseta limpia, y algo en el espejo de la puerta del armario me llamó la atención, mejor dicho, me calló en seco. Me paralizó porque tuve que concentrarme hasta el límite para comprender la situación. Noté un enorme calor subiéndome desde el cuello a la cara como de vergüenza o de miedo y tomé la decisión de dejar de mirar el espejo y mirar encima de la cama, donde estaba lo que el espejo reflejaba.

No me lo podía creer, ahora sí que estaba perdida. Tenía ante los ojos, colocado como un almohadón, el recorte de periódico que me había dado Julián con la foto de los noruegos. Necesariamente lo habrían puesto allí los noruegos o Frida y necesariamente lo habían encontrado en la bolsa de viaje. Ni siquiera me atrevía a tocarlo, como si fuesen a sonar todas las alarmas de la casa. Me quedé contemplándolo sin saber qué pensar y medio mareada. El recorte sólo podía haber llegado hasta aquí si alguien lo había sacado de debajo de la ropa y para eso tenía que haber buscado a fondo en la bolsa.

¿Y si había sido yo misma? Puede que revolviendo y sacando ropa, el papel se hubiese deslizado hacia fuera y de alguna manera hubiese caído al suelo y Frida lo hubiera encontrado y puesto sobre la cama.

Me estaba costando reaccionar y permanecí en mi cuarto todo el tiempo que pude, sin suficiente valor para bajar y encararme con ellos ni tampoco para escaparme por la ventana. Se me ocurrió que no tenía por qué pasar por una situación tan tensa y que esperaría aquí, metiendo la ropa en la bolsa y en la mochila, hasta que estuviesen dormidos, entonces me marcharía a mi casita, como la llamaba Julián, hasta que llegara el inquilino, o bien le pediría a Julián que me cobijara en su hotel. Me encontraba bloqueada, confusa, y jamás había llevado bien los enfrentamientos, y no se me ocurría cómo mentir a esta pareja. Al fin y al cabo había venido aquí escapando de tener que vérmelas con el padre de mi hijo, con mi familia, con mi falta de trabajo y de futuro y con la realidad en general, y me encontraba con esto, como si fuese imposible escapar de los problemas. Aunque también me había encontrado con Alberto, que se había convertido en otra clase de preocupación, la única preocupación que me gustaba. ¿Por qué no daba señales de vida?

Me senté en la cama un rato completamente alelada v después hice tres respiraciones profundas y decidí ducharme como tenía pensado. Envuelta en el albornoz, con la piel fresca, con el pelo mojado, goteándome, las cosas se iban presentando menos trágicas, y la solución a este incómodo asunto me llegó llovida del cielo, como si en alguna parte del mundo se hubiese reunido un gabinete de crisis para pensar rápidamente sobre este enredo y me hubieran enviado telepáticamente el resultado, porque yo no estaba en condiciones de esforzarme. Así que me vestí, dejé la hoja encima de la cómoda y descendí por aquellas escaleras (hechas, según me había contado Ka-rin, con mármol rosado traído de las canteras de Macael), cada vez más infernales.

Continuaban en el sofá haciendo lo mismo que antes, él viendo la televisión y ella leyendo sus eternos romances. Y me lanzaron la misma mirada, cuyo significado ahora entendía y me intimidaba. Pero de perdidos al río, sacando fuerzas de flaqueza les dije: estoy muy cansada, creo que me tomaré un yogur y me iré a la cama enseguida. Y a continuación saqué de la bolsa de terciopelo el jersey y se lo enseñé a Karin. Le pregunté si sería muy difícil hacer un dibujo en el delantero para darle alegría. Ella me seguía mirando, tratando de comprender mis intenciones, y no tuvo más remedio que coger entre sus torturadas manos la labor y decir algo.

Acababa de leer en sus ojos que se dedicaban a registrar mi cuarto alegremente cuando me marchaba a comprar, a dar una vuelta o a ver a Julián. Me registraban aun antes de sospechar de mí, como si fuese un deber para ellos desconfiar de todo el mundo. Y lo peor de todo era que les daba igual que yo supiese que me registraban, que desconfiaban y que no me consideraban plenamente su amiga, quizá porque con este hallazgo las cartas habían quedado boca arriba. Tan al descubierto que Karin torció la mirada. De pronto sus ojos, su cara retorcida por el tiempo, eran los de la enfermera Karin sesenta años después. La belleza y la juventud ya no podían ocultar su verdadera alma.

– Para hacer un dibujo tendrías que empezar de nuevo. Tendrías que deshacer lo que has hecho. Es mejor que lo intentes en otro. Primero acaba éste.

Sus palabras sonaban como si tuvieran un significado oculto. Tendrías que deshacer lo que has hecho, me había dicho. Me senté en el sofá para tomarme el yogur y al despedirme y desearles buenas noches no insistieron en que me quedara, como sería lo normal.

Aún no había deshecho lo hecho, pero me sentía aliviada por no tenerlos delante. Me quité los pantalones y me dejé la camiseta, saqué de debajo de la almohada el camisón de satén, lo arrojé sobre la butaca y me acosté. Abrí un poco la ventana como aconsejaban para respirar más intensamente y que el oxígeno llegase mejor al cerebro, y me puse a leer un rato. Mañana sería otro día.

Julián

Aún no sabía dónde vivía Sebastian Bernhardt, el Ángel Negro. No lo veía por el Nordic Club ni había salido al paso cuando seguía a Fredrik o a Otto, evidentemente llevaba otra vida hasta que llegaba el momento de reunirse casi obligatoriamente con ellos. Era de otra pasta, más inteligente y menos fanático. Todo lo que se había dicho sobre él apuntaba a que tal vez pensase en serio que le estaba haciendo un bien a la humanidad. Era un hombre activo, con visión y con un modelo en la cabeza cuya implantación requeriría sufrimiento, porque todo cambio entraña dolor, y cambiar el mundo no iba a ser fácil ni cómodo para nadie. Y por eso mismo daba más miedo. No era sádico, pero había establecido las bases para que los sádicos como Heim pudieran cultivar sus instintos y campar a sus anchas.

A estas alturas de mi vida sabía más o menos cómo respiraban todos. Tenían un pensamiento rígido, egoísta, v una visión completamente interesada de la vida, sin ninguna comprensión. Eran sociópatas y los que no eran enfermos habían acabado enfermando. No tenía ningún interés en hablar con ellos, pero Sebastian era otra cosa, era más complicado y en el fondo más peligroso. No disfrutaría haciendo el mal, ni poniéndole la bota en el cuello a sus semejantes, pensaría que el mal era necesario, que venía en el mismo paquete que el bien y que cuanto más grande fuese el bien que se quisiera alcanzar más grande tendría que ser el mal.

Fui a vigilar el barco-vivienda del Carnicero Heim con un mal presentimiento. Un tipo de presentimiento o de sexto sentido que desarrollé en el campo, quizá lo desarrollé en la edad en que surgen esa clase de talentos y que a mí me pilló en aquel lugar dedicado a la muerte. El caso es que aprendí a notar en el alma o en el espíritu cuándo iba a suceder algo peor de lo normal y también cuándo iba a pasar algo bueno. Allí nunca se sentía uno bien, pero cuando iban a gasear a algún amigo o cuando de improviso nos llamaban a la enfermería para comprobar si aún éramos aptos para el trabajo o, lo que es lo mismo, para seguir viviendo, un día antes me sentía insoportablemente mal, sin ningún motivo especial. De pronto en la cantera o en el barracón o desnudo en el patio en medio del ganado humano, la sombra del mal se me metía dentro y el mundo se oscurecía como si estuviera atardeciendo. Al principio no relacionaba una cosa con otra, después me fui dando cuenta de que era como cuando a mi abuela le dolía un brazo porque iba a llover. El día que intenté suicidarme fue porque el alma o el espíritu se colapsaron, ya no podía más, la sombra fue demasiado grande y en mi cabeza no se veía nada. Salva me pilló a tiempo y el día siguiente fue horrible. Las chimeneas humeaban tanto que el olor a carne quemada era irrespirable, una nube gris cubría el campo, y entonces pensé que aquella nube velaría por los que nos quedábamos, y le pedí a las moléculas o cenizas que formaban la nube que nos protegieran de todo mal y que a Salva, que ya pesaba treinta y ocho kilos, no le dieran por improductivo e inútil. Y me hicieron caso. De alguna manera, Salva se volvió invisible hasta que liberaron el campo.

Hasta ese momento había tenido que inventar todo tipo de estrategias para protegerle. Procuraba ponerme delante de él, taparle ante los vigilantes de la cantera, tenía estudiado dónde debía ponerse para no ser visto y me agotaba tremendamente, cuando subíamos los ciento ochenta y nueve escalones que llevaban al campo, tratar de sostener su carga cuando no nos veían y hacerme pasar por él siempre que podía. Era un infierno, Salva estaba al límite, y yo no podía más, estaba llegando el momento en que tendría que abandonarle a su suerte, y entonces, entonces, aquel cielo cubierto de cenizas me comprendió y atendió mis súplicas y a partir de ese momento nadie reparaba en Salva, hasta el punto de que dejé de tener miedo por él. Me acostumbré a que los guardias no se diesen cuenta de que no subía las escaleras con la piedra. Sólo bajaba y subía una vez al día, al empezar y al acabar, mientras tanto hacía ver que hacía algo y a veces incluso se sentaba un rato.

Él, de lo agotado que estaba, no se enteraba de lo que ocurría, pero yo no daba crédito a lo que veían mis ojos: las miradas lo atravesaban como si fuera un espíritu, seguramente lo veían pero no interesaba porque siempre había algo o alguien que llamaba más la atención. La prueba de fuego ocurrió el día (no sabría decir si era mañana o tarde) en que un guardia se le quedó mirando fijamente, yo veía a través de los ojos del guardia aquel esqueleto y cuando en un impulso fue derecho hacia él creía que le iba a dar un empujón y lo iba a despeñar por la cantera. Sentí tanto terror que ni siquiera pensaba en lo que estaba viendo, porque estaba ocurriendo el fin, habíamos llegado al final, al instante en que uno se da cuenta de que haga lo que haga es un títere. Y en eso el guardia pasó por el lado de Salva, que esperaba apoyado cómodamente en una roca a que lo mataran, y siguió adelante, hacia un pobre hombre al que le descargó un tiro allí mismo. Este fue el momento de mayor estupor respecto a la nueva naturaleza de Salva, y en adelante empecé a despreocuparme. Pasara lo que pasara, ni los guardias, ni los trapos ni siquiera los perros olían a Salva. Iba a salvarse y si yo estaba en su mágica esfera también me salvaría. Y sobre todo me gustaba estar en su mágica esfera, que no necesitaba paredes ni puertas, eran los demás los que habían perdido la facultad de verle. Y lo digo yo que no creo en estas cosas.

Tampoco creía en la sombra del mal y sin embargo la sentía más que los brazos y las piernas. No había sombra cuando iba a suceder algo bueno o al menos nada malo, en ese momento sentía el calor del verano dentro y me revitalizaba y me daba fuerza. Salva me miraba irónicamente y me decía que me agarrara a lo que pudiera, que lo del calor para combatir la sombra era buena idea. Por supuesto no le dije cuál era su situación real, no le dije que vivía en un círculo mágico, porque temía que se rompiese. Aunque el día de la total ausencia de sombra, el día en que le confesé que me sentía tan bien que me parecía que me estaba volviendo loco, sucedió algo que le hizo pensar que a veces ocurren cosas raras.

No sé si hasta llegué a canturrear por lo bajo. Fue el día en que apareció Raquel en el campo. Nada más verla comprendí que ella era la causa. Venía en una remesa de judíos y desfiló entre ellos con un abrigo marrón y el pelo negro y rizado algo revuelto. Miraba asombrada y horrorizada. Nosotros, Salva y yo, nuestros esqueletos metidos en un trapo de rayas, formábamos parte de ese horror. No podía saber que nos había hechizado y que nos había llenado de sol. Ni tampoco que dentro de nada sería como nosotros.

Ojalá no tengas ninguna pieza de oro en la boca, ojalá estés sana para que puedas trabajar, pero ojalá que no se fijen en ti, que te consideren un número útil y que no te destinen a la prostitución. Ojalá sobrevivas el tiempo suficiente para entrar en el círculo mágico de Salva.

Salva, aquel día, al verla avanzar mirando a su alrededor con sus enormes ojos negros, dijo, esa chica es preciosa. Y yo le dije, ¿no ves como hoy iba a ocurrir algo bueno?

Bueno para nosotros y terrible para Raquel. Sabíamos por lo que iba a pasar y pensamos que si superaba estos primeros días con vida la acogeríamos bajo nuestra protección. Salva se enamoró. Dijo que nunca, pero nunca en su vida había sentido algo así. Dijo que quizá fuera un recurso para sentirse humano, pero que fuese como fuese se trataba de una emoción desconocida. Le pregunté que por qué estaba tan seguro de haberse enamorado.

– Porque me hace volar, porque se me separan los pies del suelo, porque me pone tan nervioso cuando está cerca que me tiemblan las manos y porque tengo muchas ganas de besarla -dijo cabizbajo.

Lamentablemente, Raquel se enamoró de mí, y yo también de ella, aunque siempre he dudado de que mi amor estuviera a la altura del de Salva. No sé si he volado bastante alto, y ya nunca lo sabremos.

En adelante, tras liberarnos, no volví a saber gran cosa de la vida privada de Salva. Se volcó en vengarnos a todos, en dar caza a todos los nazis que se le pusieran a tiro. Yo también, pero yo además era todo lo feliz que sabía ser. ¿Habría sido feliz Salva junto a Raquel? ¿Habría llevado su misión con la misma fuerza si hubiese sido feliz? La verdad es que la vida no tiene respuesta. Y ahora ya no estaban ni Raquel ni Salva, aunque de aquello había surgido una hija a la que quería, y querer a alguien te libra de mucha desesperación, y por aquello había conocido a Sandra, a quien probablemente Salva habría encerrado en un círculo mágico, mientras que yo la estaba abocando al desastre.

Aunque pude aparcar en un lugar desde donde podía observar cómodamente el Estrella con los prismáticos desde el coche, tenía ganas de tomar el aire y me fui dando un paseo hasta su amarre. Hacía un solecito muy agradable y me senté tres amarres antes, en un poyete, me pareció mejor quedarme lo más cerca posible del coche por si había que salir pitando. Heim tomaba el sol o estaba terminando de tomarlo en una hamaca porque de repente se levantó, bajó las escalerillas del camarote agachándose medio metro y volvió a subir con un cuaderno, que en su gran mano resultaba ridículo por lo pequeño. Me fastidió haberme dejado los prismáticos en el coche. ¿Qué estaría anotando? Probablemente lo que había comido, le gustaba dejar constancia de lo que hacía, de cómo influía en el mundo. Gracias a lo minucioso que era conocíamos de su puño y letra las bestialidades que había hecho en el quirófano y aquel registro lo confirmaba como criminal de guerra. Escribía lentamente y hubo un momento en que paró y se quedó mirando el cielo, puede que para pensar mejor o puede que para describir las nubes.

Fue cosa de un minuto que el escritor Aribert Heim pasara a un segundo plano cuando vi que paraba entre el Estrella y donde yo estaba un cuatro por cuatro que me resultaba familiar. Hacía unos pocos años no habría tenido que hacer memoria, no habría tenido que rebuscar en mi mente el dichoso cuatro por cuatro, se habría identificado solo, habría salido como un rayo de entre el resto de cuatros por cuatros vistos a lo largo de mi vida. En cambio ahora tenía que esperar unos minutos a que se hiciera la luz, y en situaciones extremas unos minutos pueden ser demasiado tiempo.

El cuatro por cuatro y un pastor alemán que sacaba la cabeza por la ventanilla. El coche y el perro de Elfe. Se bajó una mujer con una trenza rubia. Era uno de ellos, sin duda. Al verla, Heim se levantó de la hamaca. En realidad llevaba viéndola ya suficientes minutos como pa'ra haber reaccionado antes, pero le pasaba lo mismo que a mí.

Ella entró en cubierta de un salto. No se saludaron ni se intercambiaron ningún gesto amistoso. Hablaron y ya no pude continuar observando porque el perro me olió y me reconoció y se puso loco. Ladraba en mi dirección y parecía que iba a salir disparado por la ventanilla medio abierta. Era el perro que le había salvado la vida a Elfe y quería saludarme, ya había sacado medio cuerpo, y la mujer rubia se volvió a mirarlo, así que decidí retirarme. Ella y Heim estaban cambiando impresiones sobre algo más importante que la agitación del perro, pensarían que le había puesto así cualquier cosa.

El perro estuvo ladrando en mi dirección hasta que me metí en el coche, y seguí oyéndole a lo lejos mientras arrancaba. Esto no tenía buena pinta, ya lo sabía yo, ya había notado que algo malo ocurría. Hacía muchos años que la sombra del mal había desaparecido de mi vida, pero había quedado su recuerdo. Miré a ver cómo estaba de gasolina y enfilé hacia casa de Elfe. Era una temeridad en toda regla porque por allí los caminos eran muy estrechos, una auténtica ratonera si es que me descubrían, pero tenía que confirmar mis sospechas.

El problema de esta zona es que era muy fácil confundirse de sendero. En todas partes había la misma vegetación y para llegar a las casas falsamente rurales había que maniobrar con el coche hasta la desesperación. Me confundí dos veces y a la tercera reconocí la casa de Elfe y ningún coche bajo el cobertizo. El silencio era absoluto y no me atrevía a detenerme mucho, y por otro lado estaba aquí y sabía que había una trampilla por la que se accedía al sótano. Me rasqué el cogote hasta casi arañarme. Evidentemente no podía dejar el coche aquí y llamar la atención en plan suicida, así que me arriesgué y me metí en una huerta machacando lechugas y tomates. Regresé andando a la casa, retiré el macetero y abrí la trampilla. La cerré al bajar. Sobre todo, no quería ponerme nervioso. No quería morir en aquella casa tan triste, que apestaba a alcohol y a vómitos rancios. Tuve que dar la luz en el sótano y me llamó la atención algo en el suelo. Sobre las losetas de barro habían pintado un sol negro, por lo que en este sótano habrían hecho alguna ceremonia. Subí temiendo que la puerta que separaba el sótano de la planta baja estuviera cerrada, pero se abrió, lo que quería decir que no esperaban que se colara ningún intruso.

La cocina y el salón estaban revueltos, mucho más que la vez anterior. Habían abierto los cajones y las puertas de los muebles y no se habían molestado en volver a cerrarlos. Debían de haber estado buscando Dios sabe qué, ¿el álbum que me llevé? Seguro que más cosas. Me aventuré a subir la escalera sin querer pensar que si me pillaban me mataban. Pisaba con cuidado aunque estaba seguro de que no había nadie. A Elfe la habrían liquidado, estaba viviendo una vida que no merecería vivir, en opinión de sus amigos. Me asomé a su habitación, completamente revuelta. No me molesté en buscar porque no habría sabido por dónde empezar. Lo que fuese ellos ya lo habrían encontrado y, si no, yo no sería capaz de verlo. Eché una mirada por encima en el armario. Algunas perchas estaban desnudas y los cajones medio vacíos. Abrí el resto de los cuartos y no me llamó la atención nada en especial, salvo el cerco en la pared de los cuadros que habrían descolgado. A saber si no sería algún Rembrandt y algún Picasso.

Ya era hora de salir a la calle. Ahora hice más deprisa el viaje de regreso. Bajé corriendo la escalera principal y abrí la puerta temiendo darme de bruces con alguien que entrase. Puse el macetón sobre la trampilla y me interné en la huerta donde había dejado el coche. Seguía allí, menos mal. Antes de regresar conduje hasta la llamada casa de Frida (tal vez la rubia que estaba con Heim en estos momentos), donde se podía ver el otro coche de Elfe aparcado.

Se habían deshecho de Elfe, y como de Elfe podrían deshacerse de cualquiera, todavía estaban en activo, y yo aún no había encontrado un lugar donde guardar el álbum ni los cuadernos de notas. En cualquier momento podrían desvalijarme el coche y en la habitación era impensable tenerlos.

Sandra

A veces en los sueños vienen las soluciones porque yo ya sabía lo que tenía que hacer y estaba deseando hacerlo. Me tomé un café con leche a toda velocidad, no quería eternizarme con sus lentos sorbos de té. Les dije que quería buscar clases de preparación al parto, que no había pegado ojo pensando en eso y que me marchaba. No se opusieron, ni siquiera me recordaron que Karin tenía gimnasia por la tarde. Estaban sopesando la situación. Muy bien. Llevaba el recorte en el bolsillo del anorak. Podría haberle pedido consejo a Julián, pero resultaba pueril consultarle cada paso que daba y además la situación se alargaría.

A las dos horas estaba de vuelta. Fred estaba preparando otro té que les servía de comida, y Karin se había sentado fuera aunque ya hacía fresco, lo que pasa es que el concepto de fresco para un noruego es algo diferente que para nosotros. Ni Fred ni Karin usaban todavía manga larga ni zapato cerrado ni necesitaban ningún tipo de calefacción.

Esperé a que estuviésemos sentados a la mesa para levantarme y sacar de mi mochila algo envuelto en papel de regalo. Se lo tendí a Karin diciendo que nunca les había regalado nada y que esperaba que les gustase. Karin lo desenvolvió y se quedó sin habla cuando tuvo ante ella la página del periódico con su foto con cristal y un bonito marco dorado, que iría muy bien en su dormitorio.

– Desde que encontré esta foto vuestra guardé el recorte para enmarcarlo, quería que fuese una sorpresa, pero supongo que ya la habéis visto. ¡Sois famosos!, es increíble, sois famosos.

No sabían qué decirme, qué pensar. Yo les miraba con mi mejor sonrisa.

– Gracias -dijo Fred-. Es un detalle muy bonito, no tenías que haberte molestado.

Karin era muy dura, no se sonrojó, no pidió disculpas por hurgar en mis cosas.

– Lo pondremos aquí -dijo colocando la foto sobre la repisa de la chimenea.

– Es un periódico un poco antiguo -añadió.

– Lo vi por casualidad en el gimnasio mientras te esperaba y me lo llevé. Alguien debió de dejarlo allí.

Por fin les mentía. Lo más normal es que me descubriesen, eran expertos en interrogatorios y en hablar con gente desesperada capaz de lo que sea por salvarse, era normal que no creyesen semejantes mentiras, pero tampoco podían estar completamente seguros de que no dijera la verdad porque a veces la verdad parece mentira y al revés.

– Ha sido casualidad -concluí llevándome un panecillo a la boca-. No podía imaginar que aquí se publicaran periódicos en noruego. Por cierto, ¿qué dice?

– He estado pensando qué dibujo se le podría poner al jersey del bebé -dijo Karin con una expresión que daba por concluido el asunto. Había decidido creer en mí.

Julián

No sabía si contarle o no a Sandra lo que había descubierto sobre la Anguila (si es que era quien yo suponía).

Había descubierto que evitaba verla. El jueves por la tarde, cuando iba a echar un vistazo a casa de Otto y Ali-ce por si iba por allí Sebastian Bernhardt o por si salían y podía seguirles, un coche que me resultaba familiar se detuvo en la plazoleta del Tosalet con dos chicos dentro. Mientras me metía por la primera calle a la derecha y aparcaba ante un muro de piedra rosada, caí en la cuenta de que era uno de los coches de Elfe, el más nuevo. Por el retrovisor podía ver lo que ocurría. Pude ver a Martín saliendo del coche con un pequeño paquete en la mano. El otro, el que debía de ser la Anguila, se quedó dentro. Por el rumbo que había tomado Martín, iría a casa de los noruegos, sin embargo la Anguila prefería quedarse en el coche antes de ir a ver a Sandra. Probablemente Sandra estaría allí, en esa extraña prisión que ella misma se había impuesto con mi ayuda. Estaría esperando que la Anguila diera señales de vida. Puede que cuando sonase el timbre y oyese unos pasos entrando que no fuesen los de Fredrik ni los de Otto se le llenara el corazón de esperanza. También la Anguila pensaría algo parecido y sin embargo se quedaba aquí, a distancia suficiente para que no pudiera verlo. Me dolía que Sandra lo estuviera pasando mal por este mamarracho.

A los diez minutos más o menos el mamarracho salió a fumarse un pitillo apoyado en el coche. No era gran cosa, era de lo más corriente, a no ser por algo en sus movimientos y en los rasgos que lo hacía sinuoso y temible. Tenía la cara pálida y alargada y entradas en la frente que enseguida le dejarían sin ese delicado pelo castaño claro. Le creía muy capaz de engatusar a una chica como Sandra. No era el primero que había conocido capaz de convertirse de sapo en príncipe, más aún si le besaba la maravillosa boca de Sandra.

Si yo fuese el padre de Sandra y fuese joven le llevaría por una oreja a verla, aunque la realidad es que no se puede librar a nadie de las decepciones. Si le libras de una, llega otra, como si hubiese un cupo reservado para cada mortal. Si a Sandra no la traicionara la Anguila, la traicionaría otro, como ella había traicionado a Santi, y si no hubiese sido ella, habría sido otra. Era mejor que ese ser despreciable no fuese sólo un poco despreciable o despreciable a medias, sino uno completamente despreciable como la Anguila.

Cuando terminó de fumar, aplastó la colilla con el pie y se pasó las manos por la cabeza retirándose el pelo de la cara. Respiró hondo y estuvo mirando a la lejanía durante varios minutos. No parecía la manera de mirar de quien no piensa en nada. Estaba pensando en algo, muy concentrado, casi sin mover un músculo. Después se metió en el coche y apoyado en el volante escribió en una agenda durante un cuarto de hora.

Tuve la paciencia de esperar casi una hora hasta que regresó Martín. Pero antes de que apareciera en mi campo de visión, la Anguila se metió la agenda en el bolsillo, rodeó el volante con los brazos y puso encima la cabeza como si durmiera.

Me atreví a seguirlos. Era casi un suicidio porque eran jóvenes y ágiles. Si me pescaban estaba perdido. Se darían cuenta de que les seguía, sólo me salvaría que les pillase con la guardia baja, sin ganas de darse cuenta de nada. Iba a distancia, pero tener el mismo coche siempre detrás sería mosqueante, así que cuando vi que tomaban el desvío que conducía a las casas de Elfe y de Frida, me detuve a la entrada entre otros coches aparcados sobre los hierbajos de un solar. Era muy arriesgado entrar en un camino tan estrecho, suponía una trampa. Si el coche no volvía a salir en media hora me marcharía, en caso contrario volvería a seguirlos.

No tardó ni diez minutos en aparecer. Lo conducía la Anguila, iba solo. Había supuesto que a estas horas de la tarde no se iban a encerrar hasta el día siguiente en una casa y había acertado. Aún quedaba mucho día por delante para todos. La Anguila conducía como un loco. Sólo pedía que en esta carrera no se me empañaran las lentillas.

Aparcó junto al restaurante Bellamar, cerrado a cal y canto hasta el verano, y se sentó en la arena, bastante cerca de la orilla, pero no tanto como para mojarse. Luego se tumbó con los brazos estirados, con sensación de libertad. Le veía desde el coche. Al cabo de unos minutos se acercó a él una chica, y él se levantó y se abrazaron. Se sentaron contemplando el mar, ella con la cabeza reclinada en el hombro de él. Estaban de espaldas a mí y no veía si hablaban, suponía que sí.

Estuvieron así media hora y luego dieron un paseo por la orilla. Sentí un enorme pesar por Sandra y me pregunté si ella debería saber esto, quizá la ayudaría a quitárselo de la cabeza, quizá debería saber que ella era una más, que ella había sido la chica del puerto y esta otra, la de la playa y que seguramente habría más. La Anguila se quitó los zapatos y los calcetines y se remangó los pantalones. En algún momento, él la cogió por los hombros, y ella a él por la cintura, y al rato se despidieron. La Anguila recorrió otra vez la orilla hasta la altura del coche y vino hacia él. Hice que estaba dormido sobre el volante para que no me viera. Cuando volví a levantar la cabeza, estaba sentado en su coche, con la puerta abierta y los pies fuera quitándose la arena y poniéndose los calcetines y los zapatos, y a continuación bajó el espejo retrovisor y me pareció que me echaba una ojeada, pero seguramente eran sólo aprensiones mías.

¿Sería también esta chica de la playa uno de ellos? No estaba seguro de poder reconocerla si me la cruzaba. Ya no le seguí. Estaba atardeciendo y la noche se echaría encima de sopetón y no quería conducir de noche por sitios desconocidos, así que tendría que dar el día por concluido y volver a la soledad de mi habitación, aunque debía aparcar en un lugar donde el coche pasase desapercibido y eso llevaba tiempo. Todos mis tesoros estaban en el coche y no tenía dinero para el parking, donde por otra parte estaría más localizable para los enemigos, y mientras lo aparcaba me vinieron a la cabeza las imágenes de los tortolitos en la playa y había algo que no cuadraba, algo desconcertante en aquella despedida de adiós y adiós, y ¿por qué no se marchaban juntos?, ¿quién se lo impedía?

Sandra

Julián me hizo una seña desde su coche cuando bajaba en el todoterreno con Karin a gimnasia. Quería decir que en cuanto la dejase, él me esperaría en doble fila y me seguiría, pero en cuanto pudiera me adelantaría y que yo le siguiera porque sabía dónde aparcar. Se conocía ya el pueblo como la palma de la mano y las callejuelas más escondidas. Gracias a que nunca había sitio junto al gimnasio tenía libertad durante una hora y media más o menos. A veces, cuando regresaba, Karin ya estaba esperándome abajo con la bolsa de deporte en la mano y el pelo medio mojado de la ducha y entonces yo le decía que no podía arriesgarme a llegar demasiado pronto o que había tenido que irme a dar vueltas.

En cuanto Karin desapareció por la puerta del gimnasio me lancé a seguir a Julián. Dejé el todoterreno en un pequeño solar y me metí en el coche de Julián, aparcado en otro sitio. Me dio agua del arsenal de botellas que tenía allí. Además del agua, tenía cuadernos, unos prismáticos, una manta, el sombrero, un cojín y una toalla de playa y otra del hotel. También tenía manzanas, y el coche olía un poco a dulce. Me puse el cojín en los riñones y le pregunté qué quería. Esperaba que no me preguntase por Alberto, esperaba que no me tocase las narices con ese asunto, que era exclusivamente cosa mía. Pero no, no me dijo nada de él, lo que me dijo fue que habían matado a Elfe. No quería asustarme, pero tampoco tenía derecho a ocultarme algo así. Julián la había conocido por casualidad. Era la mujer de Antón Wolf, el que murió de un infarto jugando al golf, una mujer que se cogía unas moñas impresionantes y hablaba por los codos de lo que no debía, así que se la cargaron. Era del todo irrecuperable, un estorbo y un peligro. Si habían matado a tanta gente que no les molestaba, ¿por qué no a Elfe? ¿Comprendía lo que quería decir? Sí, lo comprendía, aunque yo creía que respetaban a los suyos.

– Elfe ya no era como ellos, era un desecho humano. No la soportaban.

Ahora la bonita casa de Elfe estaba vacía y los coches y el perro se los habían llevado a casa de Frida, aunque parecía que en casa de Frida todo era de todos porque los coches de Elfe también los usaban Martín y la Anguila. Sentí algo agridulce en el estómago. Si Alberto quisiera yo podría ser feliz, pero como no quería era un poco desgraciada.

– ¿Has visto a Alberto? -dije.

– De pasada, iba en uno de los coches de Elfe hacia la playa.

– ¿Hacia la playa? -Elfe había dejado de importarme. Había dejado de importarme que se mataran entre ellos, ni siquiera me importaba que mataran a otros, sólo me preguntaba por qué Alberto no venía a verme ni me dejaba ninguna señal ni me enviaba una nota con Martín. ¿Porqué?

Notaba en Julián que sabía más de lo que me decía y que quería decírmelo pero que no debía decírmelo.

– Le seguí hasta la playa.

– ¿Ah, sí? -pregunté nerviosa, sabiendo que lo que se avecinaba no era bueno.

– Hasta ese restaurante que está cerrado, el Bellamar.

– Así que no entró en el restaurante.

– No, se quedó en la arena. Se tumbó vestido, sin quitarse la chaqueta y abrió los brazos como si quisiera purificarse.

Cuánto me habría gustado estar allí y que me abrazara con su cuerpo purificado o sin purificar, me daba igual. Sabía que era un espejismo y que no podía querer de verdad a alguien que había visto tan poco, ni siquiera sabía cómo era, ni si era un asesino o un pobre diablo. Sólo me había besado con un beso que me daba miedo olvidar. Esta historia no podía acabar por las buenas. No podía seguir viviendo sólo del recuerdo de una boca. Todo el mundo tenía labios y lengua, y esto era lo terrible, que ninguna lengua era igual y que seguramente jamás encontraría otra como la de él. Y sobre todo cuando me tumbaba en la cama o estaba viendo la televisión junto a Fred y Karin me venían imágenes de escenas que no habían existido en que Alberto estaba desnudo y yo también y me cogía la cabeza con las manos mirándome fijamente y luego cerraba los ojos porque había llegado el momento de hacer el amor a fondo. A veces me lo imaginaba todo con tanto detalle que no lo podía soportar y tenía que levantarme y salir al jardín. Y en el jardín era aún peor, porque por lo menos sentada junto a Fred y Karin tenía que tragarme la decepción y resistir.

– ¿Y qué pasó en la arena? -pregunté, aunque ya no me fiaba de Julián al cien por cien, por la sencilla razón de que tenía una manera diferente de ver las cosas y unos objetivos más claros que los míos. Ahora mi objetivo era Alberto.

– Cuando estaba en la arena llegó una chica y estuvieron dando una vuelta.

El corazón me dio un salto.

– ¿Sólo una vuelta?

– No sé qué decirte, ahora los jóvenes sois de otra manera. Los amigos os besáis como si fueseis novios. No sabría decirte qué relación tienen. No llegó ni a una hora lo que estuvieron juntos.

Qué ridícula. Mil veces ridícula. Yo no significaba nada para él y por eso no había vuelto a aparecer, no quería comprometerse conmigo, puede que incluso se hubiese arrepentido.

No pude evitar sentirme triste, y la tristeza puso las cosas en su sitio. El mundo de pronto dejó de tener esa capa de merengue que lo había cubierto desde lo del puerto y el beso. Volvía a ser real y serio. Y en el mundo real ocurren cosas terribles, como que matasen a Elfe. Se podría decir que la muerte de Elfe acudió en mi ayuda, un bálsamo para mi alma.

Salí del coche de Julián y me metí en el todoterreno. Tantas precauciones para qué. Estaba harta. No miré la hora. Cuando llegué al gimnasio, Karin estaba esperando con cara de pocos amigos, pero de peor humor estaba yo. No le abrí la puerta ni la ayudé a subir, dejé que se las arreglara mientras yo veía volar a los pájaros y a la gente que pasaba y mi vida que se me iba. Mi hijo me dio una patada. Por lo menos lo tenía a él y toda la compasión del mundo por mí misma. Notaba la mirada retorcida y difícil de Karin en mi perfil. Ya no podía hacerme daño. Su daño no era nada al lado del de Alberto.