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La nota que dejó Orlando en la conserjería del Hotel Regis la esperaba a su regreso de Xalapa. La esperaba.
LAURA MI AMOR, NO SOY LO QUE DIGO NI LO QUE PAREZCO Y PREFIERO GUARDAR MI SECRETO. TE ESTÁS ACERCANDO DEMASIADO AL MISTERIO DE TU
ORLANDO
Y SIN MISTERIO, NUESTRO AMOR CARECERÍA DE INTERÉS. TE QUIERO SIEMPRE…
La administración le informó que no había prisa en abandonar el cuarto, la señora Cortina había dejado todo pagado hasta la semana entrante.
– Sí, doña Carmen Cortina. Ella paga por la habitación que ocupan usted y su amigo el señor Ximénez. En fin, desde hace tres años, ella le paga al señor Ximénez.
¿Amigo de quién?, iba a preguntar estúpidamente, ¿amigo en qué sentido?, ¿amigo de Laura, amigo de Carmen, amante de cuál, amante de ambas?
Ahora, en Detroit, recordaba el sentimiento terrible de desamparo que la abrumó en ese momento, la necesidad apremiante de ser compadecida, «mi hambre de piedad», y su reacción inmediata, tan abrupta como la desolación que le impulsó, de presentarse en la casa de Diego Rivera en Coyoacán y decirle aquí estoy, ¿me recuerdas?, necesito trabajo, necesito techo, por favor recíbeme, maestro.
– Ah, la chamaca vestida de negro.
– Sí, por eso volví a ponerme de luto. ¿Me recuerdas?
– Pues me sigue pareciendo espantoso y me cisca. Dile a Frida que te preste algo más colorido y luego hablamos. De todos modos, me pareces muy distinta y muy guapa.
– A mí también -dijo una voz melodiosa a sus espaldas y Frida Kahlo entró con un estrépito de collares, medallas y anillos, sobre todo un anillo en cada dedo, a veces dos: Laura Díaz recordó el incidente de la abuela Cósima Kelsen y se preguntó, viendo entrar al estudio a la mujer insólita de cejas negras sin cesura, pelo negro trenzado con listones de lana y amplia falda campesina, si el Guapo de Papantla no le había robado los anillos a la abuela Cósima sólo para entregárselos a la amante Frida, pues la aparición de la mujer de Rivera convenció a Laura de que ésta era la diosa de las metamorfosis que ella, junto con el abuelo Felipe, descubrió en medio de la selva veracruzana, la figura de la cultura del Zapotal que el abuelo Felipe Kelsen quiso desmitificar, convirtiéndola en mera ceiba, para que la niña no anduviera creyendo en fantasías…, una maravillosa figura femenina mirando a la eternidad, aderezada con cinturones de caracol y serpiente, tocada con una corona teñida por la selva, adornada de collares y anillos y aretes en brazos, nariz, orejas… La ceiba, a pesar de lo dicho por el abuelo, era más peligrosa que la mujer. La ceiba era un árbol tachonado de espinas. No se le podía tocar. No se le podía abrazar.
¿Era Frida Kahlo el nombre pasajero de una deidad indígena que encarnaba de tarde en tarde, reapareciendo aquí y allá para hacer el amor con los guerrilleros, los bandidos y los artistas?
– Que trabaje conmigo -dijo imperiosamente Frida, descendiendo la escalera del estudio sin apartar la mirada de los ojos saltones de Rivera, de las cuencas sombreadas de Laura, que en ese momento, mirándose en Frida, se miró a sí misma, miró a Laura Díaz mirando a Laura Díaz, se vio transformada, con un carácter nuevo a punto de nacer en las facciones conocidas pero también a punto de transformarse y, acaso, de ser olvidadas por la propia Laura Díaz, con su rostro esculpido, delgado y fuerte, su nariz alta, fuerte, larga, de poderoso caballete escoltado por ojos cada vez más melancólicos a cada lado, ojeras como lagos de incertidumbre detenidos al filo de las mejillas pálidas felices de encontrar el carmín de los labios delgados, ahora más severos, como si la figura entera de Laura se hubiese vuelto, en el mero contraste con la de Frida, más gótica, más estatuaria frente a la vida vegetativa, de flor exhausta pero en expansión, de la mujer de Diego Rivera.
– Que trabaje conmigo… voy a necesitar ayuda en Detroit, mientras tú trabajas y yo, pues ya sabes…
Pisó en falso y perdió pie; Laura corrió a socorrerla, la tomó de los brazos pero le tocó sin querer el muslo, ¿no se hizo usted
daño?, y lo que palpó fue una pierna seca, descarnada, compensada o confirmada, en un acto simultáneo de desafío y vulnerabilidad, por la mirada de ensoñación que, extrañamente, cruzaron las dos mujeres. Rivera rió.
– No te preocupes. No pensaba tocarla, Friducha. Es toda cuya. Imagínate, también esta chica es alemana como tú. Con una Valkiria me basta, te lo j uro.
Laura le gustó inmediatamente a Frida, la invitó a su recámara y lo primero que hizo fue sacar un espejo de marco esmaltado y pintado de azul añil, ¿te has visto, muchacha, sabes qué linda eres, te sacas provecho, sabes que eres rara, no se dan muchas bellezas alcas, de perfil cortado como a machetazos, de nariz prominente, ojos hundidos, profundos y ojerosos? ¿Piensa tu Orlando que te puede quitar el luto de la mirada? Déjatelo. A mí me gusta.
– ¿Cómo sabe usted?
– Corta el turrón, tú. Esta ciudad es una aldea. Todo se sabe.
Acomodó las almohadas de su cama de postes coloridos y enseguida le dijo, mientras Laura la ayudaba a empacar, nos vamos mañana a Gringolandia. Diego va a pintar un mural en el Instituto de Artes de Detroit. Una comisión de Henry Ford, imagínate. Ya sabes a lo que se presta. Los comunistas de aquí lo atacan por recibir dinero capitalista. Los capitalistas de allá lo atacan por ser comunista. Yo nomás le digo que un artista está por encima de esas pinches pendejadas. Lo importante es la obra. Eso queda, eso ni quién lo borre y eso le habla al pueblo cuando los políticos y los críticos se han ido a empujar margaritas.
– ¿Tienes tu propia ropa? No quiero que me imites. Ya sabes que yo me disfrazo de piñata por fantasía personal pero también para disfrazar mi pierna enferma y mis andares de coja. La que coja, que escoja, digo yo, cojón -dijo Frida, acariciándose el bozo oscuro del labio superior.
Laura regresó con su petaca mínima, ¿le gustarían a Frida los modelitos de Balenciaga y Schiaparelli, comprados con Elizabeth y gracias a la generosidad de Elizabeth, o debía revercir a una moda más simple? Una intuición inmediata le dijo que a esta mujer tan elaborada y decorativa lo que le importaba, precisamente por eso, era la naturalidad en los demás. Ésta era su manera de que los demás aceptaran la naturalidad de lo extraordinario en ella misma, en Frida Kahlo.
Se despidió con besos de sus pelones perros ixcuintles y todos tomaron el tren a Detroit.
El largo viaje por los desiertos del norte de México acompañados por las hileras de magueyes le hizo a Rivera recordar un verso del joven poeta Salvador Novo, «los magueyes hacen gimnasia sueca de quinientos en fondo», pero Frida dijo que ese tipo era un mal bicho, que se cuidaran de él, era una lengua rayada, un maricón malo, no como los putos tiernos y cariñosos que ella conocía y que eran miembros de su pandilla, Rivera se rió. -Si es malo, entonces mientras más malo, me¡or.
– Cuídate de él. Es uno de esos mexicanos que venden a su madre con tal de hacer un chiste cruel. ¿Sabes lo que me dijo el otro día en la exposición del tal Tizoc? «Adiós, Pavlova». «Adiós, Nal-gador», le contesté y se quedó de a cuatro.
– Cómo serás rencorosa, Friducha. Si te pones a hablar mal de Novo, autorizas a Novo a que hable mal de nosotros.
– ¿A poco no lo hacer De cornudo no te baja Diego y a mí me dice «Frida Kulo».
– No importa. Eso es el resquemor, el chisme, la anécdota. Queda el escritor, Novo. Queda el pintor, Rivera. Queda la vida. Se evapora la anécdota.
– Está bien. Diego, pásame el ukelele. Vamos a cantar la Canción Mixteca. Es mi canción favorita para ver pasar a México.
Qué lejos estoy del suelo donde he nacido, Inmensa nostalgia invade mi pensamiento…
Cambiaron de tren en la frontera, otra vez en St. Louis Missouri y de allí ya fueron directo a Detroit, Frida cantando con el ukelele, contando chistes colorados y luego al anochecer, cuando Rivera se dormía, mirando el paso de las infinitas llanuras de Norteamérica y hablando de los latidos de la locomotora, ese corazón de fierro que le excitaba con su pulso a la vez animoso y destructivo, como todas las máquinas.
– De jovencita me vestía de hombre y armaba relajo con mis cuates en las clases de filosofía. Nos llamábamos el grupo de Los Cachuchas. Y yo me sentía a gusto, liberada de las convenciones de mi clase, con ese grupo de muchachos que amaban a la ciudad tanto como yo, que recorríamos interminablemente, por los parques, por los barrios, aprendiéndonos la ciudad de México como si fuera un libro, de cantina en cantina, de carpa en carpa, una ciudad pequeña, bonita, azul y rosa, una ciudad de parques dulces y desorganizados,
de amantes silenciosos, de avenidas anchas y callejones oscuros y sorpresivos…
Toda su vida le contaba Frida a Laura mientras dejaban correr las llanuras de Kansas y las anchuras del Mississipi; buscó a la ciudad oscura, descubriendo sus olores y sabores, pero buscando sobre todo la compañía, la amistad, la manera de mandar la soledad a la chingada, ser parte de la chorcha, protegerse de los cabrones, Laura, pues en México basta que asomes la cabeza para que un regimiento de enanos te la corte.
– El resentimiento y la soledad -repetía la mujer de ojos dulces bajo las cejas agresivas, encajándose cuatro rosas en la cabeza en vez de corona y buscando, en el espejo del camarote, la unción de su peinado de flores y la puesta de sol sobre el gran río de las praderas, el «padre de las aguas». Olía a carbón, a légamo, a estiércol, a tierra fértil.
– Con el grupo de Los Cachuchas hacíamos locuras como robarnos tranvías y poner a la policía a corretearnos como en las películas de Buster Keaton, que son mis favoritas. Quién me iba a decir que un tranvía se iba a vengar de mí por andarme volando a sus po-lluelos, porque Los Cachuchas robábamos tranvías solitarios, abandonados de noche en Indianilla. A nadie le quitábamos nada y nosotros ganábamos la libertad de recorrer medio México de noche, a nuestro propio impulso, Laurita, siguiendo nuestra fantasía pero metidos a güevo en los rieles, de los rieles no te sales nunca, ése es el secreto, admitir que hay rieles pero usarlos para escapar, para liberarte…
El gran río ancho como un mar, el origen de todas las aguas de la tierra perdida por los indios, las aguas en las que te puedes bañar, la materia que te recibe alborozada, te abraza, te acaricia, te refresca, distribuye los espacios exactamente como los soñó Dios: las aguas son la materia divina que te acoge en contra de la materia dura que te rechaza, te hiere, te penetra.
– Fue en septiembre de 1925, hace siete años. Yo iba en camión desde la casa de mis padres en Coyoacán cuando un tranvía se estrelló contra nosotros y me rompió la columna vertebral, el cuello, las costillas, la pelvis, el orden entero de mi territorio. Se me dislocó el hombro izquierdo -¡qué bien me lo disfraza mi blusa de mangas amponas!, ¿no te parece?-. Bueno, una pata se me estropeó para siempre. Un pasamano me entró por la espalda y me salió por la vagina. El impacto fue tan bárbaro que se me cayó toda la ropa, ¿te imaginas?, la ropa se me evaporó, me quedé allí sangrante, encuerada
y rota. Y entonces, Laura, pasó lo más extraordinario. Me llovió oro encima. Mi cuerpo desnudo, roto, yacente, se cubrió de polvo dorado.
Encendió un cigarrillo Alas y soltó una carcajada de humo.
– Un artesano llevaba unos paquetes con polvo dorado en el camión a la hora del chingadazo. Quedé rota, pero cubierta de oro. ¿Qué se te hace?
A Laura se le hacía que el viaje a Detroit en compañía de Frida y Diego le llenaba de tal modo la existencia que no le quedaba tiempo para nada más, ni para pensar en Xalapa, su madre, sus hijos, las tías, Juan Francisco su marido, Orlando su amante, Carmen la amante de su amante, Elizabeth su «amiga», todo iba quedando tan lejos como la frontera triste y pobre de Laredo y el desierto anterior y la meseta donde todo el chiste, repetía Frida, consistía en «defenderse de los cabrones».
Mirándola dormir, Laura se preguntaba si Frida se defendía sola, o si necesitaba la compañía de Diego, el hombre imperturbable, dueño de su verdad propia, pero también de su propia mentira. Quiso imaginar qué dirían de un hombre así todos los hombres de la vida de Laura, los varones del orden y la moral como el abuelo Felipe y el padre Fernando, los pequeños ambiciosos como su marido Juan Francisco, las promesas quebradas como su hermano Santiago, las promesas inéditas como sus hijos Dantón y el segundo Santiago, el enigma perpetuo que era Orlando y, para cerrar y reini-ciar el círculo, el hombre inmoral que también fue el abuelo, capaz de abandonar a una hija ilegítima, mulata: ¿qué habría sido de la tierna, adorable tiíta María de la O si no la salvan la voluntad firme de la abuela Cósima y la misericordia igualmente tenaz del padre, Fernando?
En Rivera (sentado junto a la ventana del carro comedor, contando mentiras fabulosas sobre su origen físico -a veces era hijo de una monja y un sapo enamorado, a veces de un capitán del ejército conservador y de la enloquecida emperatriz Carlota-, evocando su fabulosa vida parisina al lado de Picasso, Modigliani y el ruso Iliá Ehrenburg, que publicó una novela sobre la vida de Diego en París titulada Aventuras del mexicano Julio Jurenito, detallando sus gustos culinarios aztecas por la carne humana, tlaxcalteca de preferencia -los muy traidores merecían ser fritos en manteca de cerdo-, mentiras, todo el tiempo, diseñaba sobre grandes papeles extendidos en la mesa del salón comedor el trazo gigantesco y detallado del mural de Detroit, el canto a la industria moderna), Laura
encontraba la novedad excitante de un hombre creativo, a la vez fantástico y disciplinado, tan trabajador como un albañil y tan soñador como un poeta y tan divertido como un cómico de carpa y tan cruel, en fin, como un artista que necesita ser el dueño tiránico de todo su tiempo, sin contemplación alguna para las necesidades de los demás, sus angustias, sus gritos de auxilio… Diego Rivera pintaba y la puerta hacia el mundo y los hombres se cerraba para que en la jaula del arte volasen libremente las formas, los colores, los recuerdos, los homenajes de un arte que, por muy social o político que se declare, es ante todo parte de la historia del arte, no de la historia política, y añade o resta realidad a una tradición y, a través de ella, a la realidad que el común de los mortales juzga autónoma y fluyente. El artista sabe mejor: su arte no refleja la realidad. La funda. Y para cumplir esa obra, nada importan la generosidad, la preocupación, el contacto con los demás, si todo ello interrumpe o ablanda la obra. En cambio, la mezquindad, el desdén, el egoísmo más flagrantes son virtudes del artista si gracias a ellos hace su trabajo.
¿Qué buscaba en un hombre así una mujer tan frágil como Frida Kahlo? ¿Cuál era su fuerza? ¿Le daba Rivera el poder que necesitaba su fragilidad, o lo importante era la suma de dos fuerzas para darle su sitio independiente y doloroso a la fragilidad física? Y el propio Diego, ¿era tan fuerte como su apariencia física, gigantón, robusto, o tan débil como ese mismo cuerpo desnudo, sin vello, color de rosa, gordinflón, con un pene infantil, que Laura descubrió una mañana al abrir accidentalmente la puerta del camarín? ¿No sería ella, Frida, la víctima, quien le daba fuerza a él, el hombre del vigor y las victorias?
Frida fue la primera en notar la cualidad de la luz, antes que Diego, pero se lo dijo como si él lo hubiese descubierto, sabiendo ella que él le agradecería la mentira primero y enseguida la haría verdad original, propia de Diego Rivera.
– Falta luz, falta sombra en Gringolandia. Qué bien lo adivinaste, mi chiquito lindo… -brillaba ella, mientras él regresaba, pretendiendo olvidar, pues para tu chiquito lindo, tu espejo de la noche, sólo hay dos luces en el mundo, la del atardecer parisino donde me hice pintor y la del altiplano mexicano donde me hice hombre, no entiendo ni la luz del invierno gringo ni la del trópico mexicano, y por eso mis ojos son espadas verdes dentro de tu carne y se transforman en ondas de luz entre tus manos, Frida…
Por eso los dos llegaron de la estación al hotel dispuestos a contrastar, a dar guerra, a no permitir que nada pasara desapercibi-
do o tranquilo. Detroit les dio gusto en todo, los alimentó desde un principio, les ofreció la ocasión del escándalo para él y el humor para ella. Hicieron cola para registrarse en el hotel. Una pareja de viejos, delante de ellos, fue rechazada por el recepcionista con una respuesta cortante.
– Lo sentimos mucho. Aquí no se admiten judíos.
La pareja se retiró desconcertada, murmurando, sin encontrar quién los ayudara con las maletas. Frida pidió llenar las tarjetas de entrada y en ellas puso con letras grandotas MR AND MRS DIEGO RIVERA y debajo su dirección en Coyoacán, su nacionalidad mexicana y con letras aún más grandotas su religión JUDÍA. El recepcionista los miró azorado. No supo qué decir. Frida lo dijo por él.
– ¿Qué le pasa, señor?
– Es que nosotros no sabíamos.
– ¿No sabían qué?
– Perdone, señora, su religión…
– Más que la religión. La raza.
– Es que…
– ¿No admiten judíos?
Se volteó en redondo sin escuchar a la respuesta del recepcionista. Laura contuvo la risa y escuchó los comentarios de la clientela blanca, ellas con sombreros de paja de alas anchas para el verano, ellos con esos extraños trajes gringos de seersucker, una popelina blanca, de rayas azules, y sombreros panamá, ¿serán gitanos, de qué anda disfrazada esa mujer?
– Vamonos, Diego, Laura, fuera de aquí.
– Señora Rivera -urgió temblando el manager extraído de la oficina olorosa a goma de borrar y con el periódico abierto en la página de los monitos-. Perdón, no sabíamos, no importa, usted es el huésped del señor Ford, acepten nuestras excusas…
– Vaya y dígale al par de viejitos que los aceptan aunque sean judíos. A esos que van por la puerta. Step on in it, shit! -ordenó Frida y luego, en la suite, se dobló de la risa, tocando yes we have no bananas today en el ukelele; ¡No sólo nos admitieron, admitieron al par de rucos y nos bajaron la renta!
Diego no perdió un minuto. AJ día siguiente ya estaba en el Detroit Institute examinando los espacios, preparando los alfres-cos, instruyendo a los asistentes, extendiendo los dibujos y recibiendo periodistas.
– Pintaré a una nueva raza de la edad de acero.
– Un pueblo sin memoria es como una sirena bien intencionada. No sabe cuándo porque no tiene cómo.
– Voy a darle una aureola de humanidad a una industria deshumanizada.
– Le enseñaré a recordar a los Estados Unidos de Amnesia.
– Cristo corrió a los mercaderes del templo. Yo les voy a dar a los mercaderes el templo que les hace falta. A ver si se portan mejorcito.
– Mister Rivera, está usted en la capital del automóvil. ¿Es cierto que no sabe conducir?
– No, pero sé quebrar huevos. Viera qué bien me salen mis omelettes.
No paraba de hablar, bromear, ordenar, pintar mientras hablaba, hablar mientras pintaba, como si un mundo de formas y colores necesitase la defensa y distracción externas del alboroto, del movimiento y las palabras para gestarse lentamente detrás de sus ojos adormilados y saltones. Regresaba, sin embargo, vencido al hotel.
– No entiendo los rostros gringos. Los escudriño. Los quiero querer. Palabra que los miro con simpatía, rogándoles: díganme algo, por favor. Es como ver bolillos en una panadería. Todos iguales. No tienen color. No sé qué hacer. Me están saliendo preciosas las máquinas y horrendos los hombres. ¿Qué hago?
¿Cómo nos salen las caras, cómo se gesta un cuerpo?, le repetía Frida a Laura cuando Diego se marchaba muy temprano para vencer el calor en ascenso del verano continental.
– Qué lejos estoy del suelo donde… -canturreaba Frida-. ¿Sabes por qué hace tanto calor?
– Estamos lejísimos de los dos océanos. No llegan hasta acá las brisas marinas. Sólo nos alivian los vientos del polo norte. ¡Bonito alivio!
– ¿Por qué sabes todo eso?
– Mi padre era banquero pero leía mucho. Recibía revistas cada mes. íbamos al muelle en Veracruz a recibir libros y revistas de Europa.
– ¿Y también sabes por qué siento tanto calor, sea cual sea la temperatura en el termómetro?
– Porque vas a tener un hijo.
– ¿Y eso cómo los sabes?
Por la manera de caminar, le dijo. Pero soy coja. Pero ahora tus plantas han tocado el suelo. Antes caminabas de puntas, incier-
ta, como si estuvieras a punto de volar. Ahora es como si echaras raíces a cada paso.
Frida la abrazó y le dio las gracias por acompañarla. Desde el primer momento le agradó Laura; viéndola, tratándola, le dijo, supo, que la joven mujer se sentía inútil, o inutilizada.
– Nunca vi pasar por mi puerta a una mujer con una ansia más desesperada de trabajo. Creo que ni tú misma lo sabías.
– No, no lo sabía, sólo me obsesionaba la necesidad de inventarme un mundo y supongo que eso supone inventarse un trabajo.
– O un hijo, que también es una creación -Frida miró inquisitivamente a Laura.
– Tengo dos.
– ¿Dónde están?
¿Por qué tuvo Laura Díaz la sensación de que sus conversaciones con Frida Kahlo, tan íntimamente femeninas, sin recovecos y terceduras, sin una gota de mala leche, eran, por una parte, una recriminación que Frida le dirigía a una maternidad irresponsable, no porque no era convencional, sino porque no era lo suficientemente rebelde ante los hombres -el marido, el amante- que habían alejado a la madre de los hijos? A Laura le dijo con toda franqueza que ella le era infiel a Rivera porque Rivera le fue infiel primero; sólo compartían un acuerdo; Diego se acostaba con mujeres, Frida también, porque acostarse con hombres hubiera enfurecido a Diego, pero no una simetría del gusto compartido por el sexo femenino. El problema no era ése, le confesó una noche la mujer inválida a Laura. La infidelidad a veces no tiene nada que ver con el sexo. Se trata de establecer intimidad con otra persona, pero la intimidad puede ser secreta y el secreto requiere mentiras para proteger a la intimidad y el secreto a veces se llama «sexo».
– No importa con quién te acuestas, sino en quién confías y a quién le mientes. Se me hace que tú no confías en nadie, Laura, y le mientes a todo el mundo…
– ¿Tú me deseas?
– Ya te dije que me gustas. Pero en las circunstancias actuales, te necesito sobre todo de compañía y de enfermera. Si complicamos las cosas sentimentalmente, puede que por angas o por mangas me quede sola y sin nadie que me lleve al hospital a la hora de los arrechunchos. ¡Ay nanita!
Se rió mucho, como siempre, pero Laura le insistió, ¿y la otra razón?, sólo dijiste «por una parte…», entonces por otra parte ¿qué?
– No te lo digo. Puedo necesitar que mañana me des lo mismo que te recrimino hoy. Hablemos de cosas prácticas.
Estaban en julio. El bebé era esperado en diciembre. Si Diego terminaba en octubre, tendrían tiempo de regresar juntos a tiempo y sin peligro para tener el niño en México. Pero si Diego se retrasa, ¿cómo voy a tener el hijo aquí, en el frío, sin amigos, sin nadie que me ayude más que tú?, y si me voy antes a México, ¿puedo perder al niño en el camino, en el jaleo del tren, como me lo han advertido mis doctorcitos?
Entonces Laura miraba a una mujer terriblemente vulnerable, casi encogida, empequeñecida, nadando entre los amplios ropajes campesinos que disfrazaban no sólo su disminución física sino su miedo, su temblor imperceptible, el segundo temor, un miedo de hasta adentro que no sólo extendía o duplicaba el temor físico de la mujer baldada, sino que lo sustituía por otro, inédito y compartido con el ser en gestación. Había una complicidad entre la madre y el hijo que se hacía en su vientre. Nadie podía entrar a ese círculo secreto.
Frida lanzaba la carcajada, le pedía a Laura que la ayudase a arreglarse las trenzas, a acomodarse las faldas y la blusa, a cruzarse el rebozo, a peinarse el bigotillo. Laura le daba la mano y salían a Gringolandia, a las cenas y fiestas ofrecidas al «pintor más famoso del mundo and Mrs Rivera», a bailar con los millonarios de la industria, desafiándolos a inquirir sobre los traspiés de inválida que Frida disfrazaba diciendo que eran pasos de baile del folclor oaxa-queño, bailes indios asombrosos, tan asombrosos como la cara del antisemita Henry Ford cuando ella le preguntó en voz alta y en medio de una cena, señor Ford, ¿es cierto que es usted judío?, escandalizando a la buena sociedad de Michigan con su fingida ignorancia de la grosería en lengua inglesa, diciendo con la sonrisa más cortés shit on you al levantarse de un banquete o en medio de una partida de cartas con señoras de sociedad, I enjoy fucking, don't you?, acompañada de Laura en los cines ardientes pero refrigerados de la ciudad a cien grados Fahrenheit, Chaplin en Luces de la ciudad, Laurel y Hardy, los pastelazos, las casas vandalizadas, las corretizas por la policía, un plato de espagueti derramado por el escote de una matrona, todo esto la mataba de risa, le tomaba la mano a Laura, lloraba de la risa, lloraba, reía, lloraba, gritaba de la risa, gritaba…
La camilla rodó bajo las luces que eran como ojos sin párpados y los doctores le preguntaron a Laura, ¿cómo se ha sentido?, siente mucho calor, le salen manchas en la piel, siente náuseas, le duele el útero, un riel le salió por la vagina, se la cogió un tranvía, ¿qué comió hoy?, dos vasos de crema, verdura, los vomitó, es la mujer que fue desflorada por un tranvía, ¿saben ustedes?, su marido pinta máquinas limpias, relucientes, aceradas, pero ella fue violada por una máquina vieja, herrumbrosa, indecente, pita y pita y caminando, gritó en el cine, se puso azul, comenzó a arrojar sangre, la recogieron en un lago de sangre, rodeada de coágulos perdidos por la risa, ¿saben ustedes?, el Gordo y el Flaco.
La niña de doce años acostada en una cama con el pelo mojado por el llanto, reducida, enjuta, silenciosa.
– Quiero ver a mi hijo.
– Es sólo un feto, Frida.
– No le hace.
– Los doctores no lo permiten.
– Diles que es por razones artísticas.
– Frida, nació desintegrado. Se te deshizo en el vientre. No tiene forma.
– Entonces yo se la daré.
Dormía. Despertaba. No soportaba el calor. Se levantaba. Quería huir. La recostaban. Pedía ver al niño. Diego pasaba a verla, cariñoso, comprensivo, lejano, urgido de regresar al trabajo; la mirada en el muro ausente, no en la mujer presente.
Entonces, una noche Laura escuchó un ruido olvidado que la retrajo a los días de su infancia en la selva de Catemaco. Dormía en un catre en el mismo cuarto de hospital de Frida y la despertó el ruido. Vio a Frida en la cama completamente desnuda con el cuerpo roto, una pierna más flaca que la otra, la vagina sangrando eternamente un manantial de claveles, la espalda atornillada como una ventana ciega y la cabellera creciéndole, visiblemente, por segundos, cada vez más larga, los pelos brotando como medusas del cráneo, arrastrándose como arañas por la almohada, descendiendo como culebras por el colchón, echando raíces alrededor de las patas de la cama, mientras Frida alargaba las manos y le mostraba la vagina herida, le pedía que se la tocara, que no tuviera miedo, las mujeres somos color de rosa por dentro, sácame del sexo los colores, embárramelos en los dedos, tráeme pinceles y un cuaderno, Laura, no me mires así, ¿cómo ve una mujer desnuda a otra mujer desnuda?,
porque tú estás desnuda también, Laura, aunque no lo sabes, yo sí, yo te veo con la cabeza llena de listones y cien cordones umbilicales enredados entre tus muslos: yo sueño tus sueños, Laura Díaz, veo que estás soñando con caracoles, lentísimos caracoles que van recorriendo tus años con una lentitud frágil y babosa sin darse cuenta que están en un jardín que también es un cementerio y que las plantas de ese jardín lloran y chillan y piden leche, piden teta, tienen hambre las niñas plantas, son sordos los caracoles niños y no les hacen caso a sus madres, sólo yo los veo, los oigo y los entiendo, sólo yo veo los colores reales del mundo, de los niños caracol, de las niñas plantas, de la selva madre, son azules, son verdes, son amarillos, son solferinos, son amarantos…, la tierra es jardín es tumba y lo que ves es cierto, el cuarto de hospital es la única selva pródiga en este páramo de cemento llamado Detroit, la pieza de hospital se llena de loros amarillos y gatos grises y águilas blancas y monos negros, todos me traen regalos menos tú, Laura, ¿tú que me vas a regalar?
Diego la vio y le pidió a Laura que le trajera cuadernos, lápices y acuarelas. Le bastaron una mirada y unas cuantas palabras cruzadas.
– Mi chiquito lindo, no eres feo como dicen, bien visto…
– Friduchita, te amo más y más.
– ¿Quién te dijo que eres feo, mi amor?
– Mira, un recorte de México. Me llaman el Huichilobos obeso.
– ¿Y yo?
– Una Coatlicue en decadencia.
Ella se rió, tomó la mano de Laura, todos se rieron mucho, ¿y Laura?
– Yo te bautizo mariposa de obsidiana -dijo Diego-. Digo yo.
Con Laura al lado pasándole lápices, pinceles, colores, papeles, Frida empezó a pintar hablando, igual que su marido, como si ninguno de los dos pudiese crear sin la sombra protectora del verbo, a la vez ajeno al artista y su sombra indispensable. Frida le hablaba a Laura pero se hablaba a sí misma pero le hablaba a Laura, le pidió que la dejase verse en un espejo y Laura, mirando a la mujer reducida, encogida en la cama con el pelo embadurnado y las cejas en rebeldía y el bigote sin recortar, no pudo hacer nada y Frida le dijo que lo pensara bien, una cosa era ser cuerpo y otra cosa era ser bella, a ella le bastaba por ahora saber que era cuerpo, que había so-
brevivido, la belleza vendría después, lo primero era darle forma al cuerpo que amenazaba a cada rato y cada vez más con desintegrársele como ese feto que sólo pudo expulsar a carcajadas: dibujó cada vez más rápido y febril, como sus palabras que Laura ya no olvidaría nunca, lo feo es el cuerpo sin forma, ayúdame a reunir todo lo disperso, Laura, para darle forma propia, ayúdame a coger al vuelo la nube, el sol, la silueta de gis de mi vestido, el listón rojo que me une a mi feto, la sábana ensangrentada que es mi toga, el cristal coagulado de las lágrimas que me corren por los cachetes, todo junto, por favor, ayúdame a reunir todo lo disperso y darle forma propia, ¿quieres?, no importa el tema, dolor, amor, muerte, nacimiento, revolución, poder, orgullo, vanidad, sueño, memoria, voluntad, no importa qué cosa anime al cuerpo con tal de darle forma y entonces deja de ser feo, la belleza sólo le pertenece al que la entiende, no al que la tiene, la belleza no es otra cosa más que la verdad de cada uno de nosotros, la de Diego al pintar, la mía la estoy inventando desde esta cama de hospital, a ti te falta descubrir la tuya, Laura, tú entiendes por todo lo que te he dicho que yo no te la voy a revelar, a ti te toca entenderla y encontrarla, tu verdad, puedes mirarme sin pudor, Laura Díaz, decir que me veo horrible, que no te atreves a mostrarme el espejo, que a tus ojos hoy no soy bella, en este día y en este lugar no soy bonita, y yo no te contesto con palabras, te pido en cambio unos colores y un papel y convierto el horror de mi cuerpo herido y mi sangre derramada en mi verdad y en mi belleza, porque sabes, amiga mía de verdad, de verdad mi cuata mía a toda madre, ¿sabes?, conocernos a nosotros mismos nos vuelve hermosos porque identifica nuestros deseos; cuando desea, una mujer siempre es bella…
El cuarto de hospital se fue llenando de cuadernos primero, papeles sueltos más tarde, láminas cuando Diego trajo unos retablos de iglesia de Guanajuato y le recordó a Frida cómo pintaba la gente de las aldeas y los campos, sobre láminas de latón y tablas de madera abandonadas que se convertían, tocadas por manos pueblerinas, en exvotos dando gracias al Santo Niño de Atocha, a la Virgen de los Remedios, al Señor de Chalma, por el milagro concedido, el milagro cotidiano que salvó al niño de la enfermedad, al padre del derrumbe en la mina, a la madre de ahogarse en el río donde se bañaba, a Frida de morirse atravesada por un riel, a la abuela Cósima de sucumbir a machetazos en el camino a Perote, a la tiíta María de la O de quedarse abandonada en un prostíbulo de negros, al abuelo
Felipe de morir en una trinchera del Marne, al hermano Santiago de morir fusilado al amanecer en Veracruz, a Frida otra vez de desangrarse en el parto y a Laura de qué, ¿de qué debía agradecer ella la salvación?
– Léele este poema a Frida -Rivera le entregó una pla-quette muy esbelta a Laura-. Es el mejor poema mexicano desde Sor Juana. Lee lo que dice en esta página,
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
y más adelante,
¡Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo!
y al final,
con El, conmigo, con nosotros tres…
– ¿Ven cómo lo entiende todo Gorostiza? Sólo somos tres, siempre tres. Padre, madre e hijo. Mujer, hombre y amante. Cám-bialo todo como quieras, al cabo siempre te quedas con tres, porque cuatro ya es inmoral, cinco es inmanejable, dos es insoportable y uno es el umbral de la soledad y la muerte.
– ¿Por qué ha de ser inmoral el cuarteto, tú? -se asombró Frida-. Laura se casó y tuvo dos hijos.
– Mi marido se fue -sonrió tímidamente Laura-. O mejor dicho yo lo dejé.
– Y siempre hay un hijo preferido, aunque tengas una docena -añadió Frida.
– Tres, siempre tres -salió musitando el pintor.
– Algo se trae el muy cabrón -juntó las cejotas Frida-. Dame acá esas láminas, Laura.
Cuando el hospital se quejó del desorden creciente del cuarto, los papeles regados por todas partes y el olor de los colores, Diego apareció como Dios en las tragedias clásicas, Júpiter tonante, y dijo en inglés que esta mujer era una artista, ¿no se daban cuenta estos idiotas?, los regañaba a ellos pero se lo decía a ella, con amor y con orgullo, esta mujer que es mi mujer pone toda la verdad, el sufrimiento y la crueldad del mundo en la pintura que el dolor le ha obligado a hacer: ustedes, rodeados del sufrimiento rutinario del hospital, jamás han visto tanta poesía agónica y por eso no la entienden…
– Mi chiquito lindo -le dijo Frida.
Cuando ella ya pudo moverse, regresaron al hotel y Laura clasificó los papeles pintados por ella. Un día por fin fueron las dos a ver a Diego pintando en el Instituto. El mural estaba muy adelantado pero Frida se dio cuenta del problema y cómo lo había resuelto el pintor. Las máquinas relucientes y devoradoras se trenzaban como grandes serpientes de acero y proclamaban su primacía sobre el mundo gris de los trabajadores que las manejaban. Frida buscó en vano los rostros de los obreros norteamericanos y entendió. Diego los había pintado a todos de espaldas porque no los entendía, porque eran rostros de pambazo crudo sin personalidad, caras de harina. En cambio, había introducido rostros morenos, negros y mexicanos, que ellos, sí, le daban la cara al público. Al mundo.
Las dos mujeres le llevaban todos los días una comida sabrosa y decente en canasta y se sentaban a verlo trabajar en silencio mientras él dejaba correr su río de palabras. Frida chupaba cucharadas de cajeta de Celaya que había traído para empacharse a gusto con el dulce de leche quemada, más ahora que recuperaba fuerzas. Laura iba vestida muy simplemente con un traje sastre y Frida, en cambio, llegaba cada vez más engalanada con rebozos verdes, morados, amarillos, trenzas de colores y collares de jadeíta.
Rivera había dejado tres espacios en blanco en su mural de la industria. Empezó a mirar cada vez más a la pareja femenina sentada a un lado de los andamios mirándolo trabajar, Frida chupando cajeta y sonando collares, Laura cruzando cuidadosamente las piernas ante la mirada de los ayudantes del pintor. Un día, las dos entraron y se vieron convertidas en hombres, dos obreros de pelo corto y overol largo, con camisas de mezclilla y manos enguantadas empuñando herramientas de fierro, Frida y Laura acaparando la luz del mural en un extremo bajo de la pared, Laura con sus facciones angulares acentuadas, el perfil de hachazo, las ojeras, el pelo ahora más corto que la permanente rehusada por la veracruzana de fleco y corte de paje, Frida también con pelo corto y patillas de hombre, las cejas espesas pero su detalle más masculino, el bozo del labio superior, eliminado por el pintor, ante el estupor divertido de la modelo: -Yo sí me pinto los bigotes, tú.
Quedaba otra área en blanco en el centro del muro y en toda la parte superior del fresco y Frida miraba inquieta esas ausencias, hasta que una tarde tomó a Laura de la mano, le dijo vamonos, tomaron un taxi, llegaron al hotel y Frida arrancó un papelote, lo
extendió sobre la mesa y comenzó a dibujar una y otra vez, insaciablemente, el sol y la luna, la luna y el sol, apartados, yuxtapuestos.
Laura miraba por la alta ventana del hotel en busca del astro y el satélite, elevados por Frida a un rango idéntico de estrellas diurnas y nocturnas, sol y luna paridos por Venus la primera estrella del día y la última de la noche, luna y sol iguales en rangos pero opuestos en horas, vistos por los ojos del mundo, no por los del universo, Laura, ¿con qué va a llenar Diego esos espacios en blanco de su mural?
– Me da miedo. Nunca se ha guardado un secreto así.
Sólo lo supieron el día de la inauguración. Una sagrada familia obrera presidía el trabajo de las máquinas y los hombres blancos de espaldas al mundo, los hombres morenos de cara al mundo y, en el extremo del fresco, las dos mujeres vestidas como hombres mirando a los hombres y encima de la depicción del trabajo y las máquinas una virgen de humilde vestido de percal y bolitas blancas como cualquier empleada del almacén de Detroit, levantando a un niño desnudo, con aureola también, y buscando en vano el apoyo de la mirada de un carpintero que le daba la espalda a la madre y al niño. El carpintero sostenía los instrumentos de su trabajo, el martillo y los clavos, en una mano, y dos maderos en cruz en la otra. Su halo se veía desteñido y contrastaba con el carmesí brillante de un mar de banderas que separaba a la sagrada familia de las máquinas y los obreros.
El murmullo creció cuando cayeron los velos.
Burla, parodia, burla de los capitalistas que lo emplearon, parodia del espíritu de Detroit, sacrilegio, comunismo. Otro muro, este de voces, comenzó a levantarse frente al de Diego Rivera, los asistentes comenzaron a dividirse, la gritería fue creciendo. Edsel Ford, el hijo del magnate, pidió calma, Rivera se subió a una escalera de mano y proclamó el nacimiento de un nuevo arte para la sociedad de futuro y tuvo que descender pintado de amarillo y rojo por los cubetazos que le empezaron a arrojar provocadores preparados de antemano por el propio Rivera mientras otra brigada de obreros, también preparada con anticipación por Diego, se plantó frente al mural y proclamó una guardia permanente para protegerlo.
Diego, Frida y Laura salieron la mañana siguiente por tren a Nueva York para iniciar el proyecto de los murales del Rockefeller Center. Rivera iba eufórico, limpiándose la cara con gasolina, feliz como un niño travieso que prepara su siguiente broma y las gana todas: atacado por los capitalistas por comunista y por los comunis-
tas por capitalista, Rivera se sentía puro mexicano, mexicano burlón, travieso, con más púas que un puercoespín para defenderse de los cabrones de aquí y de allá, ayuno de los rencores que vencían de antemano a los cabrones de aquí y de allá, encantado de ser el blanco del deporte nacional de atacar a Diego Rivera que ahora sería visto como una tradición nacional frente al nuevo deporte gringo de atacar a Diego Rivera, Diego el Puck gordo que en vez de las enramadas del bosque de una noche de verano, se reía del mundo desde el bosque de tablas de su andamio de pintor un minuto antes de caer al suelo y descubrir que tenía una cabeza de asno pero encontraba un regazo amoroso donde acogerse y ser acariciado por la reina de la noche que no veía al burro feo sino a un príncipe encantado, la rana convertida en el príncipe enviado por la luna para amar y proteger a su Friducha, mi chiquita, mi niñita adorada, quebrada, adolorida, todo es por ti, tú lo sabes, ¿verdad que sí?, y cuando te digo, Frida, «déjame ayudarte, pobrecita», ¿qué te estoy diciendo sino ayúdame, pobrecito de mí, ayuda a tu Diego?
Le pidieron a Laura que regresase a México con las maletas de verano, las cajas de cartón llenas de papeles, que pusiera todo en orden en la casa de Coyoacán, que se quedara a vivir allí si le cuadraba, que no necesitaban decirle más porque Laura vio que ellos se necesitaban más que nunca después del aborto, que Frida no iba a trabajar durante un rato y que en Nueva York no la necesitaría a Laura, saldría sobrando, tenía muchos amigos allí, le encantaba salir con ellos de tiendas y al cine, había un festival de películas de Tarzán que ella no quería perderse, las películas con gorilas le parecían maravillosas, había visto King Kong nueve veces, le devolvían el buen humor, la mataban de risa.
– Sabes que a Diego le cuesta mucho dormirse en invierno. Ahora tengo que pasar todas las noches con él para que tenga reposo y energía para el nuevo mural. Laura, no te olvides de llevarme una muñeca a mi cama en Coyoacán.