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chin, cambio yo solo, ¿ves? Chin chin…
Y ya está.
—Y quién te va a hacer la comida, ¿eh? A ver…
—Tú –y sonrió, muy satisfecho de haber encontrado la solución–.
Tú me la haces.
—Pero si yo no estoy. Yo me voy ahora a trabajar y no vuelvo hasta por la tarde.
—¡Tú! –chilló, mientras su llanto, manso al principio, crecía y se encrespaba–. ¡Tú
me haces la comida, tú, tú!
—No chilles, que vas a despertar a la niña… Yo no puedo, Alfonso, yo tengo que
ir…
—¡Tú! –chilló por última vez, antes de tirarse al suelo.
Media hora más tarde, Juan había conseguido vestirle y calzarle, aunque no logró
que se lavara los dientes. Ésa no fue la única represalia que su hermano ejerció
sobre él. No quiso acompañarle cuando subió un momento a ver a Tamara, y
aprovechó su ausencia para tirar al fregadero la taza que Juan le había dejado
preparada.
Como estaba hirviendo, para que conservara una temperatura agradable cuando
la niña se levantara de la cama, la leche le quemó la mano y todo volvió a
empezar.
—¿Quieres que me enfade, Alfonso? ¿Me enfado?
Aquella amenaza, tan eficaz como de costumbre, inauguró una etapa distinta.
Juan, que se sentía agotado apenas una hora después de levantarse de la cama,
condujoen silencio hasta El Puerto de Santa María mientras su hermano, sujeto
por el cinturón en el asiento de atrás, combinaba equitativamente las quejas y los
insultos en una salmodia sin principio ni final.
—Eres muy malo. Malísimo –repitió por última vez, cuando aparcaron delante del
centro.
Un día tan temible como aquél no podía haber empezado peor, se dijo Juan
Olmedo mientras empujaba la puerta de aquel edificio casi nuevo y muy limpio,
con grandes ventanales y aulas amplias, cuadradas, que le había gustado mucho
cuando lo visitó para gestionar el ingreso de su hermano, a primeros de julio.
Sorprendentemente, a Alfonso también pareció gustarle, porque dejó de llorar
para dedicarse a mirar a su alrededor con interés en cuanto pisó el vestíbulo. En
aquel instante, el día cambió de signo, como cambia la trayectoria de una pelota
que sólo llega a ascender en el aire después de haberse estrellado antes contra el
suelo.
Al identificarse en la secretaría, la señorita que le atendió le pidió que esperara un
momento y se acercó a Alfonso para preguntarle, con el tono firme pero sedante
a la vez que emplean los maestros para negociar con los niños pequeños, si no le
gustaría que le enseñara su clase. Todavía no habían llegado al pasillo cuando
una mujer enfundada en una bata blanca atravesó el vestíbulo para dirigirse a él.
—Buenos días, me llamo Isabel Gutiérrez –la recién llegada aparentaba unos
treinta y cinco años, no iba maquillada, se teñía discretamente el pelo, llevaba
una alianza de oro en la mano derecha, y transmitía una prometedora imagen de
eficacia–. Soy psiquiatra y subdirectora de este centro. Usted debe ser el señor
Olmedo, ¿verdad?
Acompáñeme por favor. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su
hermano, para que podamos enfocarnuestra actuación de la mejor manera
posible.