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importaría, ¿sabes?, pero ni siquiera he tenido la oportunidad de intentarlo. No la
veo nunca.
—¡Pero si trabaja en tu casa!
–ella le miraba con más astucia que desconfianza, en una proporción que
revelaba el discreto alcance de su inteligencia.
—Sí, pero desde la una hasta las cinco de la tarde. Y a esas horas, yo también
estoy trabajando.
Y a veintisiete kilómetros de mi casa, por cierto. En el hospital de Jerez, ya lo
sabes.
—¡Ah! –aquella chica tan guapa que tenía los dientes tan feos, se los enseñó al
morderse el labio inferior como una forma de castigarse por haber metido la
pata–.
Es que, yo creía… Como ya no vienes nunca a verme, Andrés me dijo que, a lo
mejor…
—He estado muy liado últimamente.
Él no juzgó necesario dar más explicaciones, y ella desde luego no se atrevió a
pedírselas. A cambio, volvió a enroscarse a su alrededor como una serpiente
amaestrada y hambrienta antes de tirar de él para arrastrarle sin palabras por el
pasillo del fondo.
Juan Olmedo, que había llegado muy tarde a aquel mundo en apariencia complejo
y problemático para descubrir que era un lugar sencillísimo, una línea tan recta,
tan abrumadoramente simple como la única regla que imperaba en sus dominios,
suponía que Elia se iba a esmerar. Y acertó. Su piel encontró motivos para
agradecerle tanto esmero y, sin embargo, por debajo de esa primaria aunque
costosa gratitud, la dosis de placer que le debía, una satisfacción domesticada,
convencional, lógica, no acabó de saciarle, ni le calmó por dentro. Al día
siguiente, se levantó nervioso y no dejó de estarlo en ningún momento, hasta
que, a las dos y media de la tarde y absolviéndose de antemano por todos sus
errores pasados y futuros, empujó la puerta del despacho del jefe de servicio. El
cielo relucía como si alguien lo hubiera pintado de azul cielo, el sol calentaba más
allá de los cristales, y el demonio del levante perfeccionaba sin descanso algún
método nuevo para atravesar todas las barreras, porque se había deslizado
dentro de su cuerpo y lo mantenía en vilo, inquieto, distraído, e incapaz de
concentrarse completamente en ninguna cosa.
—Oye, Miguel –su amigo le miró por encima de sus gafas de leer, tras una mesa
en la que se desparramaba un montón de gráficas–. Es que he pensado… Bueno,
la planta está muy tranquila, no tenemos a nadie en quirófano, ningún ingreso
previsto, y tampoco tengo pacientes citados para esta tarde, así que, si no te
importa, me vendría muy bien cogerme un par de horas para asuntos propios.
Miguel Barroso, en un gesto mucho menos acorde con su categoría laboral que
con la amistad que le unía a Juan desde hacía tantos años, se quitó las gafas, se
recostó en su butaca, y mientras movía la mano en el aire para invitarle a
sentarse, le dirigió una sonrisa maliciosa.
—¿Para qué? –le preguntó después, frunciendo la nariz como si no hubiera
comprendido bien las palabras que acababa de escuchar.
—Para asuntos propios –al contemplar su expresión, Juan Olmedo no logró
reprimir del todo el inicio de una carcajada–. Es un derecho laboral consolidado.
Viene en el convenio.
—¿A estas horas?