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—Ya. Vas a ir al notario, ¿no?
Justo.
—¿Y cómo se llama?
—¿El notario?
—No. El asunto propio ese que te has buscado.
—Bueno… –Juan Olmedo, que se había dado cuenta desde el principio de que su
jefe no creía ni una sola palabra de las que estaba escuchando, se echó a reír
abiertamente cuando comprendió que ya no podía seguirle la broma–. La verdad
es que no lo andaba buscando, ¿sabes? Más bien me lo he encontrado.
—Ya –repitió su amigo, poniendo los ojos en blanco–. ¿Y quién es?
—Pues… –hizo algún tiempo para buscar una buena excusa, pero no la encontró–. Es que es complicado, la verdad. Preferiría no contártelo. De todas formas, te da
igual porque no la conoces, ni la vas a conocer.
—¡No jodas! –Miguel, que había llegado a aprenderse casi de memoria el relato
de la pasión de Juan por su cuñada, improvisó una mirada de alarma–. ¿Otra
impresentable?
Él hizo un gesto escéptico con los labios, se quedó un rato pensando, sonrió.
—Pues sí. Digamos que es un incesto técnico.
—Eso, ponme los dientes largos, hijoputa –y el jefe de servicio de Traumatología
del hospital de Jerez, movió la mano en el aire para señalar la puerta.
Media hora más tarde, Maribel, que limpiaba el espejo del recibidor subida encima
de una silla, sus pies enfundados en esas alpargatas desgastadas y grisáceas que
Juan no veía desde hacía meses, estuvo a punto de caerse al suelo cuando le vio
abrir la puerta.
—¡Pero bueno! –su cara reflejaba menos sorpresa que satisfacción, sin embargo–.
¿Y usted qué hace aquí?
Él no contestó. Se acercó a ella, le tendió una mano para ayudarla a bajar, la
abrazó por la cintura y la besó en los labios, que encontró algunos centímetros
por debajo del lugar acostumbrado.
—Pues no tengo nada que darle de comer –le advirtió ella, con una sonrisa tan
grande que no le cabía en la boca.
—Sí, sí que tienes…
Subieron por la escalera sin mirar dónde ponían los pies, pero una misteriosa
intuición del equilibrio les permitió alcanzar el piso de arriba sin contratiempos,
con los ojos medio cerrados, los labios acoplados en una irreprochable simetría,
las manos de cada uno ocultas bajo la ropa del otro. La cama estaba hecha, las
persianas entornadas, las baldosas frías y perfumadas con el aroma de los suelos
recién fregados. Juan Olmedo percibió todos estos datos como uno solo, un signo
de la complicidad del aire, una estática ceremonia de bienvenida de sus propias
posesiones, un saludo de sus objetos sabios, satisfechos. Imponiéndose a sí
mismo una lentitud que su deseo desmentía, desnudó despacio a Maribel, y
mantuvo los ojos bien abiertos para contemplar su ropa interior desparejada y
vieja, un sujetador que debió de ser blanco antes de avergonzarse de su color
rosado, desteñido en algunos lugares hasta la frontera del rojo, en otros más
pálido, apenas manchado, y unas bragas de color carne con la goma muy floja
que reconoció como las de la primera vez, aunque ahora no le inspiraron lástima,
ni un impulso de arrepentimiento, sino una ternura extraña y profundísima.
Mientras consentía que Maribel, incómoda por aquel descuido que no había
podido prever, terminara de desnudarse a toda prisa, Juan pensó que había sido
una tontería regalarle un chal por su cumpleaños, y se conmovió al calcular cómo