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que alternaba con una precisión rigurosa, matemática, cuando iba a encontrarse
con él cada mañana después de una guardia.
Aquel encuentro sucedió en lo que en teoría tendría que haber sido su jornada
laboral, pero no fue especial sólo por eso.
—Vamos a ver…
Maribel no solía hablar durante el sexo, como si no fuera capaz de concentrarse
en nada, más allá de lo que daba y de lo que recibía.
A Juan le gustaba ese instinto de anulación, tan diferente de los complejos
estados de consciencia de Charo, que podía sorprenderle en cualquier momento
con una revelación insospechada sin que esa habilidad perjudicara, al menos en
apariencia, la calidad de su abandono, porque eliminaba su propia necesidad de
estar alerta. Sin embargo, aquella tarde, y en un instante en el que ninguno de
los dos parecía estar en condiciones de hablar, Maribel liberó su boca durante un
instante para hacerle una pregunta.
—¿Nosotros no teníamos un trato?
Juan se incorporó sobre un codo y levantó la cabeza para mirarla.
—Sí, lo teníamos.
—¿Y ya no lo tenemos?
—Pues no. Parece que no.
—Mejor –Maribel le sonrió antes de volver a acogerle en su boca y un instante
después, pronunciando ya con dificultad, insistió en voz alta–. Mucho mejor.
Juan acertó a acusar de alguna forma sutilísima, inefable, la satisfacción con la
que ella había acogido una noticia que él le había dado sin pensarlo mucho, sin
concederle una importancia que tal vez, después de todo, sí tenía. No era la
primera vez que Maribel le sorprendía con una inteligencia peculiar, que se
elevaba muy por encima de su nivel general de comprensión de las cosas cuando
ocurría algo que pudiera llegar a afectar directamente a su relación con ella. En
estos casos, Maribel siempre se daba cuenta antes que él de lo que estaba
pasando.
Quizás aquella tarde no fue una excepción pero, sin embargo, después de apurar
hasta la última sacudida del temblor, fue Juan quien la sorprendió a ella. Eran las
cuatro menos cinco y estaba muerto de hambre.
—¿Has comprado pan? –ella asintió con la cabeza–. ¿Y has comido?
—No –se echó a reír–. Usted no me ha dejado.
—Muy bien, pues vamos a arreglarlo. Voy a bajar a la cocina a hacerme un
bocadillo de jamón.
¿Quieres otro?
En lugar de contestarle, ella empezó inmediatamente a forcejear con él,
intentando en vano liberarse de sus brazos.
—No, no. Deje, que ya voy yo…
—No me has entendido, Maribel –él la estrechó un poco más y sujetó sus dos
muñecas con una sola mano–. Te lo voy a repetir. Yo, o sea, yo, o sea, tú no, voy
a bajar a la cocina a hacerme un bocadillo de jamón.
—Pero es que puedo hacerlo yo.
—Ya lo sé, pero no lo he dicho para que te ofrezcas a hacerlo tú. Lo que te he preguntado es si quieres otro.
—Vale –y entonces se aflojó, dejándose caer sobre la cama, como resignada a seguir descansando–. Pues sí que quiero. —¿De jamón o de otra cosa? —De jamón. —¿Y para beber? —Una cerveza.
Las baldosas del suelo de la cocina estaban calientes. El sol de la tarde entraba hasta la mitad de la habitación, dibujando un charco de luz que Juan Olmedo holló con placer y los pies descalzos. Mientras cortaba jamón con la precaución propia de quien ha visto muchos pulgares rebanados por el filo de un cuchillo, sintió el calor que traspasaba sus plantas, los dedos del sol rodeando sus tobillos, lamiendo sus empeines, remontando el obstáculo de sus piernas para conquistar sus rodillas, y acogió sus caricias como un premio, un regalo de valor incalculable y gratuito, un golpe de suerte. Desnudo en la cocina de su casa, envuelto por la luz, Juan Olmedo probó una variedad silenciosa y humilde de la armonía, y en la imprecisa música de sus sensaciones descubrió que estaba bien. Era cierto. Estaba bien. Aquel bienestar inconcreto y universal, como una segunda piel, un nombre propio, era ya tan raro, tan remoto, tan dudoso de puro olvidado, que dejó que el sol trepara por su espalda, que se derramara a través de sus hombros, que colonizara su cara, su cuello, sus manos, para cerrar un círculo perfecto, una cápsula de paredes invisibles que le mantenía del lado del calor, lejos del miedo y de las dudas, de la rabia y de todos esos rasgos de sí mismo que habría preferido no tener que aprender nunca. Estaba bien sin saber por qué, sin sentir siquiera la necesidad de comprenderlo, y por eso en algún momento dejó caer las manos a lo largo del cuerpo y cerró los ojos para no hacer nada, para estarse quieto, para reconocerse en la memoria del placentero y crujiente envoltorio físico de una fe que había perdido para siempre. Entonces se preguntó si, al fin y al cabo, aquel calor no sería bastante. Se contestó que seguramente no, pero quiso contrarrestar el sentido de aquella respuesta con el deseo de estar equivocado.
Él también sabía que su historia con Maribel era difícil, y más que eso. Dificilísima. Tanto que no habría comenzado jamás si el azar no les hubiera colocado antes en los dos extremos de una cuerda tensa y desigual, que extraía toda su fuerza de su propia irregularidad. Aquel desnivel, que en principio había bastado para garantizarle que nunca podría suceder nada entre ellos, se había convertido sin embargo en el vínculo fundamental de lo que les unía. Juan nunca se habría acercado a Maribel en un bar, nunca habría intentado ligársela por la calle o en su consulta del hospital, y sin embargo, cuando él estaba lejos y ella en su casa, lavándole la ropa, ordenándole el armario, haciéndole la cama, percibía el carácter profundo y perverso de aquella intimidad con más nitidez que cuando estaban juntos, un prodigio que tenía todas las ventajas de las relaciones secretas,
prohibidas, clandestinas, y ninguno de sus inconvenientes. Cuando Maribel se acercaba a su casa a última hora de la tarde para recoger a Andrés, si los colegios habían dado vacaciones en una jornada que era laborable para los adultos, o al encontrarse en casa de Sara en algún momento del fin de semana, casi siempre con los niños como pretexto, los dos estaban igual de nerviosos, igual de tensos, igual de atentos a la oportunidad de aprovechar cualquier coyuntura favorable, por mínima que pareciera, para despistarse a la vez, o para hacerlo en un intervalo de tiempo tan breve y tan bien sincronizado como si lo hubieran ensayado previamente, pero no se arriesgaban a nada, no engañaban a nadie, no se exponían a un contratiempo mayor que el desconcierto de Sara mientras repetía que lo de la persiana le daba igual, que no solía subirla del todo, para que Juan insistiera en ir un momento a su casa a buscar un destornillador, y Maribel se acordara en aquel instante de que en el congelador debía de haber una barra de pan que le vendría muy bien para la cena de aquella noche, siempre que Juan no la necesitara, por supuesto. Por supuesto, Juan nunca la necesitaba, entre otras cosas porque la barra de pan ni siquiera existía, y los dos cruzaban la calle con pasos calmosos, tranquilos, como si pretendieran ahorrar velocidad para desplegarla sobre sí mismos en el instante en que la puerta se cerrara a sus espaldas.