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donde Andrés y Tamara morían una y otra vez en lucha desigual con los
extraterrestres y en las largas sobremesas que Juan y ella apuraban a solas, con
una copa en la mano.
La vida parecía fácil, y además lo era en aquel blando calendario de citas
espontáneas y planes imprevistos, en los gestos de afecto y las risueñas
conversaciones sobre las que, algunas veces, ella creía percibir un ingrediente de
más, una razón aglutinante y oculta, una sombra que se repartía para flotar por
igual sobre todas sus cabezas y marcarlos con la señal de un pasado común,
como una convalecencia universal e imprescindible donde la generosidad que
todos, incluso los niños, derrochaban para complacerse entre sí, naciera de una
feroz determinación a escapar de su propia soledad, a curarse en compañía y
mutuamente sus heridas. Cuando Sara se encontró pensando así, se dijo que a la
fuerza tenía que equivocarse, que no disponía de ningún motivo para atribuir a
sus vecinos, a sus amigos, a los legítimos miembros de su familia adoptiva, las
conclusiones a las que la empujaba su propia historia. Y sin embargo, en la
primera semana de agosto sucedió algo que la heló por dentro.
El pueblo se había puesto imposible de gente, de coches, y de colas interminables
en los bares, en las gasolineras, en las tiendas, pero eso no echó a perder su
humor.
Ni siquiera lo logró el levante que, sin acabar de decidirse a entrar del todo, había
desencadenado el infierno completo, insoportable, de sus asfixiantes
prolegómenos.
Por eso, la sonrisa con la que recibió a Ramón Martínez, aquel agente de la
inmobiliaria con el que había trabado una amistad peculiar un año antes, al
comprar su casa, fue genuinamente sincera, a pesar de que había elegido la hora
de la siesta, la peor en un día tan caluroso como aquél, para llamar a su puerta.
—¡Hombre, Ramón! –exclamó al verle–. Pues sí que has escogido un buen día
para venir a tomarte una cerveza… Y una buena hora, por cierto.
—Sí –él parecía encogido, nervioso, y no sonrió ante aquel recibimiento–. Tendrá
que ser más bien un café.
—Claro –Sara ya se había dado cuenta de que aquella visita no era ni espontánea
ni informal–, y estás de suerte, porque lo acabo de hacer. Pasa y siéntate, anda.
Ahora mismo lo traigo.
A solas en la cocina, mientras preparaba la bandeja, Sara intentó adivinar qué
podría haber pasado para que Ramón hubiera ido a verla con esa cara. Cada vez
que se encontraban, con menos frecuencia de la que podría esperarse de los cien metros escasos que separaban la oficina de la inmobiliaria de la puerta de la urbanización, ambos insistían en que deberían verse más, quedar a tomar una copa y hablar un rato. Pero él, que no tendría más de treinta y cinco años, y un horario laboral agotador, y una casa donde vivían una mujer y dos hijos pequeños que apenas le veían de noche, solía andar con muchas prisas y algún cliente al que convencer entre caña y caña, y Sara, que lo sabía, procuraba no agobiarle. Aquella tarde, en cambio, cuando dejó la bandeja en la mesa y se sentó justo enfrente, él la miró como si no tuviera nada más importante que hacer que hablar con ella.
—¿Qué pasa, Ramón?
—Verás… –cambió de postura varias veces, echándose hacia delante para recostarse luego en el sofá mientras buscaba algún lugar donde poner las manos– . Es que ha pasado una cosa que yo no sé si es importante o no, y… Bueno, llevo un montón de días dándole vueltas, y al final… Tiene que ver con tu vecino de enfrente, ese médico, Olmedo se llama, ¿no?, pero como casi no le conozco… Tú tienes confianza con él, ¿verdad? —Sí. Nos hemos hecho muy amigos.
—Por eso he pensado en contártelo a ti, porque a mí me cae bien, la verdad, es muy educado, parece buena persona y eso, pero, en fin, no sé… Contigo sí tengo confianza, y si al final es algo importante, pues… Es mejor que tú decidas si se lo cuentas o no –hizo una pausa, como si estuviera esperando a que Sara comenzara a hacerle preguntas, pero ella no le interrumpió–. Bueno, voy a intentar contártelo todo en orden. El viernes pasado, creo que fue, sí, el último de julio, ¿no? –Sara asintió con la cabeza–, vale, pues vino a verme Jesús, el guardia de seguridad que acabamos de contratar, tienes que haberlo visto por aquí, ¿no? –Sara volvió a asentir–. Entonces te habrás dado cuenta de que es un chico muy joven, que acaba de empezar a trabajar y todavía no se maneja muy bien, como es lógico. Y te advierto que teniendo en cuenta lo que pasó luego, pues casi mejor.
El caso es que se había puesto nervioso porque había un tío merodeando alrededor de la puerta y cuando se acercó a ver qué quería, empezó a hacerle unas preguntas bastante raras sobre un tal Olmedo. El chaval no sabía ni de quién le estaba hablando, y vino a buscarme para que me entendiera yo con él. Era un tío de unos cuarenta y tantos años, alto, tirando a gordo, bastante calvo, con gafas de sol, y esa pinta que tenéis siempre los de Madrid cuando venís por aquí, tú al principio también, no te me ofendas… —O sea –Sara sonrió– que iba vestido de blanco.
—Pues sí. Con unos pantalones de esos arrugados que tienen un cordel en la cintura, una camiseta granate y una americana igual de arrugada que los pantalones.
Llevaba hasta playera, blancas también, pero iba de duro. Me di cuenta sólo con oírle, porque tenía un acento muy achulado. Bueno, todos los de Madrid habláis así, pero éste más, como exagerando la chulería, como si las palabras le dieran
asco…
—Ya, ya sé lo que dices.
—Bueno, pues me preguntó si el doctor Olmedo vivía aquí y le dije que sí, pero como no me gustó mucho su pinta, le pregunté para qué le buscaba. Me dijo que era amigo suyo, amigo de la familia, me parece que dijo exactamente, y que estaba pasando una semana de vacaciones en Chipiona y se le había ocurrido venir a ver si le encontraba. Entonces le di el número de la casa, le expliqué cómo funcionaba el portero automático, y le comenté que seguramente él estaría trabajando pero que solía llegar pronto, a las seis, más o menos, por si quería quedarse a comer por aquí y esperarle. Ahí empezó el tío a hacer cosas raras, porque me preguntó directamente si había algún sitio donde pudiéramos hablar a solas. Le llevé a mi oficina y me dijo que era policía. Amigo de la familia pero policía. Ah, muy bien, le contesté, porque cada uno puede tener los amigos que quiera, y donde quiera, ¿no?, y de repente, sin que se lo pidiera, me enseñó una carterita donde llevaba un carnet, y una placa, moviendo la muñeca, así, ¿ves? – imitó el ademán un par de veces–, como los polis de las series de televisión. Tenía un nombre muy raro. Parecido a Nicolás, pero más raro, Nicomedes o Nico algo… ¡Joder! Se me ha olvidado, ¿te lo puedes creer?
Mientras Ramón Martínez estrujaba su memoria, la de Sara le puso un nombre en los labios. —¿Nicanor?
—¡Justo! Nicanor, eso es. ¿Cómo lo sabes?
—Porque Tamara y Alfonso me han hablado de él alguna vez –hablaba despacio, explicándose con una cautela instintiva–. Es verdad que es policía, y también que es amigo de la familia. Sobre todo del hermano de Juan, del padre de la niña. —Bueno, pues no lo parece. No parece un amigo, quiero decir. Más bien lo contrario. Me breó a preguntas, ¿sabes?, y mirándome atravesado, entornando los ojos de mala manera, porque, la verdad, yo no tenía ni idea de la mitad de las cosas que quería saber. Me preguntó sobre todo por el tonto, Alfonso se llama, ¿no?, que si iba a algún centro, que si dónde estaba, que si lo llevaba su hermano o iba en autobús, que si era público o privado, que si solía estar en casa los fines de semana, que si lo cuidaba alguien… Pues no lo sé, le dije yo, porque era la verdad, que no lo sabía. Que va a alguna parte, a un colegio o algo así, pues sí, porque a veces lo he visto esperando el autobús, pero de todo lo demás, ni idea… Él lo apuntaba todo en un cuadernito, y cuando terminó, me le quedé mirando y pensé para mí, éste tiene que ser un hijo de puta de muchísimo cuidado. Bueno, pues como si me hubiera leído el pensamiento, porque me largó un rollo del copón, que si no podía anticiparme nada pero aquella conversación podía llegar a formar parte de una investigación oficial, que si no había ningún motivo para que me preocupara pero quería recordarme que mi deber cívico era colaborar con él, que si esto y que si lo otro, y que si las responsabilidades y las obligaciones y la cooperación y la rutina policial y la hostia en verso… Total, que no le contara a nadie que había venido ni que había estado hablando conmigo.
Eso fue lo que me dijo, en resumidas cuentas, pero poniéndose al final en plan amiguete, que eso fue casi lo que más me molestó.