38956.fb2 Los aires dificiles - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 107

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llegaban y se marchaban, invadían las aceras, las terrazas, los restaurantes, como

una marea torrencial y previsible, y no sucedía nada. Las cartas seguían llegando

a los buzones, el teléfono funcionaba tan bien como siempre, Ramón estaba en la

misma oficina, la urbanización en el mismo lugar, y las cosas no cambiaban. Eso

parecía, al menos, hasta que la realidad quiso desmentir a Sara Gómez Morales en una dirección muy simple pero que a ella nunca se le había ocurrido prever. Había visto un anuncio pegado en una farola, en la puerta del supermercado. Había ido ya un par de veces a desembalajes de anticuarios en El Puerto, pero éste iba a tener lugar en Sanlúcar. A Sara le gustaba curiosear en esa especie de mercadillos improvisados de piezas carísimas, y siempre se compraba alguna tontería, un cenicero, un marco o un florero pequeño por los que, en contra de todo lo razonable, pagaba una cantidad seguramente más alta de la que le pedirían en una tienda, pero no le importaba porque aquello también formaba parte de la diversión. Los niños la habían acompañado una vez y se habían aburrido mucho, así que el último martes de agosto se fue a Sanlúcar sola, con dinero y de buen humor, pero aquella vez no encontró nada que le gustara. Cuando terminó de estudiar el contenido de todos los puestos eran ya las nueve y media de la noche. Tamara la había invitado, antes de salir, a cenar otra pizza con ella y con Andrés mientras veían juntos una película en el vídeo, pero Sara también estaba harta de pizzas.

Condujo hasta Bajo de Guía, aparcó el coche a la primera en un aparcamiento atestado de matrículas forasteras, y se sumó con decisión al río de gente que avanzaba despacio, en paralelo a la desembocadura del Guadalquivir, entre la playa y las abarrotadas terrazas de los restaurantes. Estaba segura de que no iba a encontrar mesa, pero no le importaba cenar en la barra, y por eso no iba prestando atención a las personas con las que se cruzaba. Sin embargo, al llegar a la altura de Joselito Huerta, el último restaurante de la ribera y el campeón de la corvina con tomate, vio a Juan Olmedo sin haber querido mirarle. Su vecino, que debía de haber tenido la precaución de reservar mesa, estaba sentado en una de las mejores, al borde de la playa, enfrente de Doñana. Sara había empezado a felicitarse ya por la coincidencia que iba a permitirle cenar sentada y al aire libre, cuando le vio echarse a reír y entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Frente a él, una mujer joven, con el pelo largo y un vestido rojo, le sacaba la lengua.

Mientras él correspondía tirándole una bola de miga de pan al escote, Sara reconoció a Maribel y empezó a andar hacia atrás antes de que ella pudiera contraatacar con una servilleta de papel que arrugó con las manos hasta formar una pelota.

Parapetada tras un puesto de helados, los observó a distancia, y no detectó otros signos de una intimidad que a pesar de su apariencia inocua, infantil, le había parecido compacta y suficiente, hasta que un camarero depositó sobre su mesa una bandeja de langostinos cocidos.

Entonces, Maribel cogió el primero, lo descabezó con las manos, peló la cola y se la metió a Juan en la boca. Él, antes de empezar a masticar, retuvo aquellos dedos entre sus labios durante un instante para chuparlos. Ella le correspondió separando sus propios labios para empezar a respirar por la boca. Sara observaba la escena con una perplejidad menos incrédula que maravillada, cuando el heladero le preguntó qué quería.

Nada, le contestó, y regresó al aparcamiento muy despacio, volviendo de vez en cuando la cabeza hasta que ya no pudo vislumbrar las suyas a lo lejos. Mientras conducía de vuelta a casa sin acabar de creer en la memoria de sus propios ojos, se sintió torpe e incapaz, pero no estafada ni defraudada por aquel descubrimiento que explicaba tantas cosas y acababa de justificar la armonía que había impregnado su vida en los últimos tiempos. En su ánimo se mezclaban sentimientos antiguos y contradictorios, que oscilaban entre una dolorosa comprensión del impulso que habría empujado a Juan por la pendiente de una pasión secreta y desigual, y un temor no menos comprensivo por el futuro que esperaría a Maribel al otro lado de una historia de esas que jamás acaban bien. Y sin embargo, bajo el aliento de un bobo resquicio de romanticismo que nunca se habría creído capaz de conservar, Sara también sabía que aquello, fuera lo que fuera y durara lo que tuviera que durar, estaba bien, y al ser bueno para ellos, era bueno para todos. Demasiado como para estropearlo con una mala noticia que, en aquel momento, decidió encerrar definitivamente en el mismo desván de su memoria donde agonizaban secretos de semejante naturaleza.

Algunos trenes circulan muy despacio, abandonan con pereza los confortables andenes de las estaciones, juegan a sembrar fantasías en los ojos crédulos de sus pasajeros, parecen quietos, inofensivos, pacíficos, pero se mueven, y antes o después alcanzan a esa ingenua liebre que creía correr más aprisa que ellos y le pasan por encima para destrozarla en silencio, con la eficacia de un golpe que rompe sólo por dentro. Un trabajo limpio, rápido, económico, sin huesos triturados, sin gritos de dolor ni el sucio inconveniente de las manchas de sangre. Luego, los trenes siguen su camino, pitando alegremente para llamar la atención de los transeúntes, niños y muchachas sanos, guapos, bien vestidos, que los saludan moviendo las manos en el aire con su misma congénita alegría, y olvidan pronto a la liebre que se yergue sobre sus patas quebradas para avanzar despacio, el cuerpo torcido, la nuca humillada, la cabeza vuelta en un grotesco garabato que pretende elevar lo que ya está hundido en un desesperado y vano intento de proclamar que no ha sufrido daño alguno. Ese es su carácter, su naturaleza. La condición de los trenes. La condición de la liebre. Al final de la pendiente, el fracaso de Sara Gómez fue a hacerle compañía a la memoria, al rencor, a la rabia, a los fusiles, al amor, en la llanura absoluta de una realidad plana, sin emoción, sin sobresaltos. De todas las vidas que había codiciado en el sueño ininterrumpido y caliente de su futuro, ésta era la única que nunca había querido. Y sin embargo no la rehuyó, no se opuso a ella, no echó a correr ni intentó esconderse. Más allá del umbral de los días templados, de las horas huecas, del cemento gris y unánime de todas las paredes, Sara Gómez Morales siguió adelante, siempre adelante, sin mirar a los lados, sin volver la cabeza, sin pararse a descansar porque el descanso es a veces peor que la carrera, en el amor del coñac y en la desmemoria de su amor, siguió adelante. No sabía caminar en otra dirección, no podía hacerlo, era ya demasiado mayor para

aprender.

La pérdida de aquel hijo que no había buscado, que no había previsto, que ni siquiera deseaba hasta que cedió a la imperdonable debilidad de convertirlo en una trinchera, le dolió mucho más de lo que ella misma habría considerado razonable. Aquel proyecto injusto y egoísta que, una vez deshecho, se complacía casi malignamente en condenar con una dureza que quizás ni siquiera merecía, encerraba mucho más que una accidental promesa de maternidad. Ésa había sido su ocasión para romper el cerco, y se había malogrado por sí sola, como si no existiera en el mundo ninguna baraja en la que sus cartas no estuvieran marcadas desde antes de su nacimiento. El guión de su vida nunca fue tan escueto, tan obvio, tan certero. Sara Gómez Morales, vida prestada, hija de más, madre de nadie, nada del todo, no llegaría a ser ninguna otra cosa durante el resto de su vida.

Echaba de menos a Vicente.

Mucho. Muchísimo. Sus brazos y sus palabras, los viajes y las citas, las rupturas y las reconciliaciones. Había tenido siempre tan pocas cosas que nunca había aprendido a despedirse de ninguna. Llegaría a echar de menos hasta el sabor de la decepción, la compañía de sus propias lágrimas, el intermitente escalofrío de aquellas ilusiones truncadas que hasta en el instante de disolverse se afirmaban capaces de renacer de sus cenizas.

Tras las pacientes y enigmáticas sonrisas con las que había tratado de calmar la perplejidad de su padre, la inquietud de su madre por el destino del niño equivocado que no quiso crecer hasta el final, había menos soberbia y más esperanza de lo que parecía. Ella no contaba con Vicente, pero seguía estando enamorada de él, y aquel niño era su hijo, y con esos tres simples elementos, las posibilidades de la ecuación eran infinitas. Y sin embargo, cuando Vicente vino a buscarla, no pudo marcharse con él, porque sin haberla convertido en nadie distinto de quien había sido siempre, la derrota la había arrasado por dentro, le había arrebatado la fe, había confundido sus números, le había robado las palabras, la había cambiado para siempre. Echaba mucho de menos a Vicente. Se arrepentía de haberlo echado de su vida y sin embargo sabía que no existía otro camino, que no habría podido hacer otra cosa, que no le quedaban fuerzas para reengancharse a la decepción como forma de vida, que de la ceniza estéril de la ilusión no nacería nada ya, excepto ceniza.

Cuando sus ahorros comenzaron a agotarse, se convenció de que ya estaba recuperada también por dentro y empezó a buscar trabajo. No encontró gran cosa. Tenía treinta y cinco años, un montón de humildes diplomas por correspondencia pasados de moda y ninguna titulación superior, un perfil que empeoraba sorprendentemente sus posibilidades con respecto a la última vez que cambió de empleo, como si en los nueve años que habían pasado desde entonces, las universidades hubieran explotado igual que una máquina de hacer palomitas para llenar de licenciados las aceras y las casas, las empresas y las fábricas. Se quedó con el puesto mejor pagado pero más incómodo, una plaza de contable en las oficinas de una gran superficie comercial de horario continuado

que la obligaba a reciclarse constantemente, sacrificando un sábado tras otro a sucesivos cursos de informática aplicada, y a cambiar de turno cada semana. Ésa fue la única novedad reseñable de su vida hasta que la salud de su padre, aquel hombre que una vez fue tan fuerte que, pese a su condición de enfermo pulmonar crónico, se seguía manteniendo en unas condiciones aceptables, empeoró definitivamente.

Arcadio Gómez Gómez murió en la primera madrugada de 1984. Sara pensó que la muerte había escogido una buena fecha para él, porque estuvo consciente casi hasta el final y pudo despedirse de todos sus hijos y de casi todos sus nietos, un privilegio que no hubiera estado a su alcance si su agonía no hubiera coincidido con las vacaciones de Navidad. Sebastiana se hundió de tal manera, sin embargo, que no aceptó siquiera el consuelo de su propia familia. En contra de lo que sus propios hijos podían prever, se encerró en su dormitorio y desde allí les fue advirtiendo a todos, uno por uno, que ella no vería otra Nochevieja, que no empezaría ningún año después de aquel que la había dejado viuda. Se equivocó, pero por muy poco.

Sólo sobrevivió a su marido dieciséis meses. Sara se la encontró muerta en su cama una mañana de abril, las sábanas en orden sobre el cuerpo y una expresión plácida en la cara, los ojos cerrados, los labios entreabiertos, como roncándole a la muerte. En la mitad de la noche, su corazón había dejado de latir pero no había querido despertarla. Aquel final limpio y amable, secreto y compasivo, era el mejor que ella habría podido desearle y sin embargo en un primer momento le pareció cruel, y más duro que esa agonía larga y seca que había desmenuzado sin prisa ni piedad las últimas semanas de vida de su padre. Ante el cadáver tranquilo, imprevisto, de esa mujer sin vocación de viuda que había logrado salirse con la suya, Sara empezó a temblar, los dedos de sus manos agitándose solos en el aire, las rodillas blandas, desarticuladas, buscándose entre sí, mucho calor de golpe, y luego frío. Cuando se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse, se sentó en el borde de la cama, en ese lado que su padre también había dejado huérfano al morir, y el mareo la venció, jugó con ella, desordenó sus sentidos en una náusea que le pareció eterna y lo fue casi. Después, mucho después, pudo llorar. Ya había llamado al trabajo, ya había avisado a sus hermanos, ya venía de camino el coche fúnebre, pero aún estaba sola en casa. Entonces, sin saber muy bien por qué, fue a la cocina, se sentó en una silla, apoyó los codos en la mesa, se tapó la cara con las manos y lloró, por su madre y por su padre pero también por ella misma, por el sufrimiento que los había separado y por el que los reunió después, por los cuentos que nunca le habían contado y por los que había escuchado a cambio de otros labios, por aquel diminutivo tan feo que nadie usaría ya para llamarla y por aquel otro que nunca había vuelto a oír, por las estaciones del metro de los domingos y por las rayas verdes y negras de un mandil de pescadero, por las trampas y los túneles de una memoria doble y mentirosa, por las arcadas de la Plaza Mayor en blanco y negro, por las aceras de la calle Velázquez a todo color, Sara lloraba. Por la suerte de sus padres, tan negra, tan injusta, y por su propia suerte, que había sido peor, Sara

Gómez Morales lloró durante mucho tiempo.

En el vértigo confuso y narcótico de los primeros días, entre el barullo de las visitas inesperadas y el programado hachazo de las pastillas para dormir, se preguntó muchas veces por qué aquella segunda muerte la estaba afectando tanto, y mucho más profundamente que la primera. Ella siempre se había parecido más a su padre. Tenía el mismo carácter, el mismo orgullo terco e inservible, la misma ira fermentando dentro, entre los pliegues de un estómago torturado, harto, insensible ya, incapaz de albergar tanta rabia con cada dosis del aire que respiraba. Había heredado las palabras y los silencios, la voluntad, la determinación de Arcadio, y con ellas, el derecho a sufrir más, y a no contarlo. Le habría ido mejor con el carácter de su madre, pensaba a veces, más flexible, más blando, más austero también en el fondo, por debajo de las apariencias. Sebastiana se adaptaba mejor a los golpes, pero también a las caricias del destino. En ella, el odio era una exigencia del amor. En su marido, el amor había sido siempre una manifestación del odio. Y sin embargo, los dos se habían querido igual, y se habían querido hasta el final. Sara, que sólo había querido de prestado, se asombraba al comparar su biografía de camas de alquiler y secretos culpables con la simplicidad apabullante del amor de sus padres, que en toda su vida no habían hecho más que una guerra y la habían perdido, pero habían sobrevivido juntos a la derrota para morirse sin sospechar que aquélla era una manera de vencer a la historia con sus propias armas. Ella los quería a los dos, a cada uno a su manera, pero quizás siempre un poco más a su igual, a su padre. Se había sentido culpable muchas veces por esa mínima preferencia que sus actos y sus gestos no llegaron a revelar jamás, y sin embargo, su duelo por Arcadio había sido más breve, más fugaz, y su recuerdo un dolor extenso e íntimo, agudo y ancho, irreparable pero misteriosamente activo, que no llegó a paralizarla como lo logró la muerte de su madre.

Luego, cuando las visitas se marcharon y el sueño empezó a acudir por sus propios medios, tarde y mal, al cabo de horas largas como noches enteras, Sara Gómez Morales se dio cuenta de que se había quedado sola. Sin pretextos, sin justificaciones, sin objetivos, sin excusas. Tenía treinta y ocho años y estaba sola. Más sola que antes, más sola que nunca, sola del todo.

Con las manos vacías y ninguna casa a la que volver. Sola. Y sin embargo, como si hubiera sido capaz de leer sus pensamientos en la distancia del espacio, y en la del tiempo, ella escogió aquel momento para reaparecer.

El timbre sonó a las cinco en punto de una tarde de junio, la semana siguiente a la de su cumpleaños, y Sara estuvo a punto de no abrir, porque no esperaba ya visita alguna. Será un vendedor ambulante de esos tan pesados, pensó, pero los timbrazos se repitieron con tanta insistencia que acabó cediendo por curiosidad. Así encontró a la última persona del mundo a quien esperaba ver en la puerta de su casa.

—Hola, hija –su madrina le dedicó una sonrisa de otro tiempo, como si la vida que habían compartido una vez no hubiera llegado a interrumpirse nunca–. ¿No me invitas a pasar?

Sara, bloqueada por un estupor que no la consentía moverse, se apartó

bruscamente para franquearle el paso.

—Claro, claro. Es que… No te esperaba.

Doña Sara Villamarín Ruiz entró en el minúsculo recibidor de la casa de su ahijada

andando muy despacio. Sara, que siempre había podido adivinar la dirección de

sus pasos por el eco de un taconeo más que enérgico, casi furioso, se dio cuenta

de que ahora arrastraba los zapatos al caminar. Hacía más de diez años que no la

veía.

—¿No me vas a dar un beso?

—Claro –y como si nunca más fuera a ser capaz de encontrar otra palabra, la

repitió mientras se inclinaba sobre ella, para comprobar que su cuerpo había

encogido, su estatura menguado desde la última vez que la besó–. Claro.

Doña Sara emprendió una marcha lenta y trabajosa sin pararse a preguntar

dónde estaba el cuarto de estar. No hacía falta. El piso era demasiado pequeño

como para perderse. Sara, que había estado dormitando a oscuras, en el sofá,

hasta que sonó el timbre, se le adelantó para subir las persianas.

—Espera… Es que, como hace tanto calor… Ya está. Siéntate aquí, en esta

butaca, que es muy cómoda. ¿Quieres tomar algo?

—¿Un café? Pero sólo si tienes hecho, si no…

—Lo hago en un momento. No tardo nada. No te preocupes.

Escapó a la cocina y se concentró en las sencillas etapas del proceso, coger la lata

del café, luego la cafetera, abrirla, llenarla de agua hasta el nivel adecuado,

cargar el depósito con un par de cucharadas cuidando de que el café no rebosara

ni se desparramara por la encimera, cerrar primero la máquina y después la lata,