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Estaban cuajados de perlas muy pequeñas y rematados por dos perlas más
grandes, brillantes y alargadas como lágrimas. Eran muy bonitos y siempre le
habían gustado mucho, pero el acierto de su madrina no había sido tan notable
como su propio acierto, porque al mirarla a los ojos, había leído en ellos la
verdad. Has sido una buena hija para tus padres, decían, y eran pequeños y
húmedos como los de un animal asustado, has cuidado de ellos hasta el final, el
viejo brillo de la astucia se apagaba en el velo líquido, cansado, de unos ojos que
no tenían ya fuerzas para fingir, ahora te necesito yo, cuida de mí y las dos
saldremos ganando, eso leyó Sara Gómez Morales en los ojos de su madrina,
porque estos pendientes no son nada en comparación con todo lo que yo te
puedo dar, ésa era la clave del misterio, y fue su acierto. Entonces volvió a sentir
de golpe mucho calor, y luego frío, pero esta vez su prodigiosa cabeza de
calculadora intervino a tiempo, y la obligó a esperar, a guardar la calma, a no
decir nada antes de que ella hubiera agotado todas las palabras que traía
preparadas.
—Son muy bonitos, mami, y has hecho bien en fiarte de tu memoria.
Siempre me han gustado mucho –se acercó a ella y la besó en la mejilla–. Muchas
gracias.
—Me alegro de que te gusten, hija, yo… Yo me acuerdo mucho de ti, la verdad.
Ya sé que ha pasado mucho tiempo, y han pasado muchas cosas, que la vida es
como es y la tuya no ha sido fácil, y la mía tampoco, para qué nos vamos a
engañar. Pero aunque nos hayamos distanciado, aunque haga ya tanto tiempo
que ni siquiera nos vemos, la verdad es que tú eres lo único que tengo, Sarita, lo
único que me queda. Por eso, cuando me enteré de que se había muerto tu
madre, me dio por pensar… Tú no me necesitas, eso está claro. Tienes un piso,
un trabajo, un sueldo todos los meses, pero yo estoy sola ahora en aquella casa
tan grande, sin nada que hacer en todo el día, sin nadie con quien hablar, con
quien ir de paseo, o al teatro… El teatro me gusta tanto, ya lo sabes, y ahora no
voy nunca, porque no me atrevo a ir sola ni tengo quien me acompañe, así que
he pensado…
Si tú quisieras volver a vivir conmigo, Sara, yo estaría mucho más contenta,
mucho más segura, y con alguien a quien quiero, de quien me puedo fiar, y no
como todas esas enfermeras tan antipáticas que se ocupaban de Antonio y se
olvidaban de la mitad de las cosas que tenían que hacer. Y tú, a cambio, podrías
dejar de trabajar. Yo no te daría mucho la lata, saldríamos un rato por las
mañanas…
—Pero yo no puedo dejar de trabajar, mami –Sara, que de alguna manera llegó a
intuir la trascendencia que aquella conversación tendría para su futuro, la
interrumpió a tiempo, en el momento que le pareció más conveniente para sus
propios intereses y dejando al margen cualquier otra clase de emoción–. Yo soy
pobre, ya lo sabes.
Sospechaba que su madrina se iba a sonrojar y no le sorprendió el color que
explotó de repente en sus mejillas. Sospechaba que le iba a costar trabajo hablar,
pero tampoco hizo nada para ponerle las cosas más fáciles.
—Bueno… Yo… Yo podría compensarte de alguna forma, claro, ya nos
arreglaríamos.
—O sea –Sara se estiró en el respaldo de la butaca, encendió un cigarrillo, la
miró–, que me estás ofreciendo un trabajo.
—No, no, hija, no… –su madrina cerró los ojos, se los frotó con los dedos, y le